CAPITULO VI

 

El dolor arrancó una soez blasfemia a Albert. Sin hacerle caso, Wolf continuó vendándole la cabeza hasta dejársela envuelta con un burdo turbante hecho de trozos de sábanas.

La cara de Albert Law estaba gris, y las manchas de sangre seca le daban un aspecto sucio y macilento.

—No te mató de milagro —comentó su compañero.

—Y tú, no debiste matarla a ella. Ahora nos hemos quedado sin saber quién la envió aquí.

—¿Qué querías que hiciera, dejarla que escapara? No podía alcanzarla, corría como el viento. Y el golpe casi me había roto la clavícula... aún me duele como el demonio.

—Me hubiera gustado que...

No dijo más. Sus turbios pensamientos giraban por unos derroteros que enfurecían a Wolf, así que calló y éste dijo:

—Habrá que enterrarla. No podemos exponernos a que alguien aparezca por estos alrededores y la encuentre con dos balazos en el cuerpo.

—Podemos arrojarla por el acantilado y nos ahorramos un montón de trabajo.

—Eso, y que el mar la lleve a la costa. ¿Qué tienes en lugar de sesos, si es que tienes siquiera algo en la cabeza? Si la encuentran en la costa no les será difícil saber de qué murió.

—Ya veo...

—Hay que enterrarla.

Albert asintió. La cabeza le dolía de un modo insufrible. Se encontraba muy mal y la idea de enterrar a la mujer le causaba casi otro dolor, tanto por el esfuerzo que significaba, como por el hecho de que había perdido la oportunidad de hacer con aquella zorra lo que imaginara.

Wolf añadió:

—Lo malo es que apenas puedo valerme con este brazo...

Albert dijo:

—No te rompió ningún hueso, es sólo el golpe. Se te pasará pronto.

Encendió un cigarrillo y sirviéndose una abundante dosis de whisky añadió:

—Habría que advertir a los demás de que alguien sabe lo nuestro.

—No hay modo de hacerlo hasta que lleguen.

—¿Y cuándo llegarán? Ya deberían estar aquí hace horas.

—El temporal debió retrasarlos.

Wolf se escanció también una gran cantidad de licor y lo bebió glotonamente. Albert avivaba el fuego, añadiendo un par de troncos más.

El silencio se extendió por la estancia, un silencio relativo porque hasta allí llegaba el sordo rumor del mar y el silbido lúgubre del viento.

De pronto Wolf gruñó:

—Lo haremos antes que oscurezca.

—¿Qué?

—Enterrarla.

—¿Has pensado cómo vamos a cavar una tumba sin herramientas?

—Debe haberlas en alguna parte. Aunque sólo sea con una pala será suficiente, porque no necesitamos cavar un pozo, sólo una zanja lo bastante profunda para que la cubra.

Wolf apuró su whisky y abandonó la caldeada estancia.

Rezongando. Albert se dejó caer sobre un sillón, delante de la chimenea. Pensaba en la mujer, en sus muslos, en aquellos senos desafiantes y puntiagudos; en todo aquel cuerpo ahora muerto y en lo que había perdido con esa muerte.

Se excitaba sólo con sus pensamientos. Para sus adentros maldecía a Wolf por haberla matado. Y ahora había que enterrarla, como una burla de! destino, como un escarnio a todo lo que hubiera podido ser y no era.

Su socio regresó quince minutos más tarde cargado con una mohosa pala y un herrumbroso pico.

—Hay un montón de herramientas en un cobertizo, detrás de la cocina —explicó.

—Sigo pensando que nos ahorraríamos mucho trabajo tirándola por el acantilado. El mar se encargaría de hacerla desaparecer.

—O no, vete a saber. La enterraremos.

Albert resopló, pero cerró la boca.

Tras un silencio. Wolf añadió:

—Después de todo, ya está en el cementerio. Ella misma fue a hacerse matar allí.

Albert le miró de mala manera. El no tenía ganas de bromas, con el lacerante dolor de la cabeza, y la flojedad que sentía en las piernas.

Wolf dio un vistazo a través de la ventana. Estaba oscureciendo rápidamente y se alzaba una niebla gris espesa que el viento arremolinaba en oleadas.

—Vamos, será de noche dentro de poco.

Albert se levantó a regañadientes, siguiendo al otro hacia el portón.

Fuera, la visibilidad se reducía a unos pasos de distancia. La humedad de la niebla les llegó a los huesos en un instante y ambos se estremecieron.

El pequeño y desolado cementerio estaba inundado por la niebla. Saltaron por encima de las rocas que formaban el muro y al instante los dos se detuvieron en seco, estupefactos.

Albert gruñó:

—¿Qué diablos pasa aquí, Wolf?

—No hay viento... es la cosa más extraña que he visto en mi vida.

Volviéndose, Albert señaló el camino por donde había venido. La niebla seguía arremolinándose con cada ráfaga de viento más allá del derruido muro.

— A este lado, ni un soplo —exclamó—. Parece como si una pared lo rodeara por todas partes.

—Y este silencio... tampoco es normal. No lo entiendo.

—Bueno, es un fenómeno de la naturaleza. Acabemos de una vez. Estoy helado.

Caminaron por entre los matorrales y las lápidas, que ni siquiera distinguían ocultas por el manto de niebla que flotaba a sus pies.

Una niebla quieta, inmóvil. Como muerta. Como un sudario.

Albert habló, y su voz se alzó extrañamente fuerte en aquel incomprensible silencio que les rodeaba. Dijo:

—¿Dónde cayó, lo recuerdas?

—Seguro, ahí delante, al lado de una lápida.

—No veo nada...

—La niebla debe cubrirla, pero es ahí mismo.

Se detuvieron al fin. A sus pies, la niebla continuaba cubriendo el suelo. Apenas asomaba algún que otro matorral. Aquí y allá se distinguía confusamente la mancha más clara de alguna lápida caída.

Absorto, Wolf gruñó:

—Recuerdo que quedó al lado de una lápida inclinada... creo que era la única que se conservaba más o menos en pie a todo alrededor.

—Aquí no hay ninguna lápida en pie.

—Tiene que estar aquí... era la lápida aquella de la inscripción idiota, de alguien que no estaba muerto o algo así.

—Bueno, buscaremos... aunque la cubra la niebla tiene que verse.

—Yo apenas veo mis manos. Esto cada vez está más oscuro.

—¡Maldita sea, no puede estar lejos!

—¿Estás seguro que murió?

—Me aseguré. Nadie vive con dos plomos del 38 Magnum en la espalda. Tenía unos boquetes de salida por los que cabía un puño.

—Está bien, está bien, te creo. Pero aquí no está.

Las sombras caían cada vez más densas, oscureciendo la niebla y la quietud, el silencio y la desolación.

Al fin, Albert se detuvo y rezongó:

—Al diablo, Wolf. La buscaremos mañana, con la luz del día. Tengo los huesos helados y no se ve a un palmo.

Wolf titubeó. Estaba más intrigado que nunca, porque ahora incluso él empezaba a dudar de su propio sentido de la orientación.

Inesperadamente, en medio del extraño silencio, sonó un sordo crujido.

—¿Qué diablos fue eso? —exclamó Albert, volviéndose...

—No sé...

—Fue como si alguien removiera la tierra.

—Bueno, olvídalo. Lo haremos mañana, yo también tengo un frío endiablado. Vamos.

Retrocedieron hacia la derruida pared. Saltaron por encima de ella y en el mismo instante el viento helado les azotó y la niebla, en extraños remolinos, pareció abrazarles con su humedad.

Estupefactos por semejante fenómeno, caminaron apresurados hacia el oscuro edificio. Cuando cerraron la puerta a sus espaldas, ambos suspiraron como si acabaran de liberarse de un gran peso.

Durante mucho rato ni el calor de la lumbre consiguió liberarles del frío que atenazaba sus miembros. Un frío que persistía incluso mucho más tarde, contra toda lógica.

Un frío que parecía llegarles al alma.