CAPITULO VIII
Habían cenado de cualquier manera, en silencio, un silencio tenso y sombrío que ocultaba sus inquietudes en esa noche en que, de nuevo, retumbaba el trueno allá fuera, en medio del alarido lacerante del viento.
Al fin, Wolf gruñó:
—Tú harás el primer turno. Yo daré un vistazo a las puertas y ventanas antes de acostarme. Cuando te canses me llamas si no he bajado antes.
—De acuerdo.
De nuevo silencio. La mirada inquieta de Wolf estaba fija en las llamas de la lumbre. Parecía fascinado por ellas.
De modo que Albert dijo al cabo de unos instantes:
—Ojalá lo intenten esta noche.
—¿Qué?
—La zorra y el tipo que la acompaña. A él le convertiré en un colador, pero a ella...
Wolf sacudió la cabeza.
—No puede tratarse de la misma mujer. La maté, tan seguro como que estamos hablando ahora tú y yo.
—Los muertos no se levantan para jugar al escondite, convéncete de una vez.
—No sé lo que pasó... Quizá su socio la encontró, ocultándola en algún sitio. Pero de que la maté estoy absolutamente seguro.
Albert se encogió de hombros, fastidiado.
—De acuerdo, al diablo con eso. Vete a dormir y ya te llamaré cuando me canse.
Wolf se levantó. Titubeó un instante, como si no estuviera muy seguro de lo que debía hacer. Luego, con un gruñido de despedida, abandonó la estancia.
Albert estuvo oyendo sus pasos durante un buen rato, mientras Wolf verificaba ¡as ventanas y las puertas asegurándose de que estaban bien cerradas.
Al fin reinó el silencio, el opresivo silencio interior, porque en el exterior la tempestad retumbaba como si los elementos quisieran echar abajo los recios muros de la extraña abadía.
Encendió un cigarrillo, se obsequió con una buena dosis de whisky y fue a sentarse delante de la lumbre.
Así pasaron las horas.
* * *
Dio una cabezada y parpadeó, sobresaltado. Miró en torno, aturdido de sueño. Debería llamar a Wolf, pensó.
Levantándose, dio unos pasos aquí y allá. Añadió unos troncos al fuego de la chimenea y fue a dar un vistazo por el ventanal.
Caía una lluvia mansa que chorreaba por los sucios cristales. De vez en cuando, un relámpago lejano precedía al trueno, sordo retumbar que ahogaba el rumor de la marea.
Chascó la lengua, disgustado.
Al fin, aburrido, salió de la caldeada estancia. Las tinieblas envolvían el enorme vestíbulo. Sólo un pequeño farol de gas portátil brillaba en lo alto de la escalera.
Había un enorme portalón al otro lado del vestíbulo. Albert cayó en la cuenta de que aún no sabía qué ocultaba aquella maciza puerta.
Volvió atrás, atrapó una lámpara eléctrica y atravesando el vestíbulo empujó la pesada puerta de roble macizo.
Las viejas bisagras rechinaron lastimeramente. El paseó el brillante cono de luz por el interior y se quedó asombrado ante los inmensos estantes de antiquísimos libros.
Había estanterías en todas las paredes. Dos de ellas estaban casi vacías, adornadas por espesas telarañas. El resto mostraba cientos de volúmenes encuadernados en cuero la mayoría. También las telarañas los cubrían, y una espesa capa de polvo que se había acumulado allí a través de los años.
Tanto en el aspecto de los grandes libros, como a su encuadernación no dejaban lugar a dudas respecto a su remota antigüedad. Eso estaba claro incluso para Albert Law, cuya cultura era más bien elemental.
La insólita visión de la biblioteca había despejado su aburrimiento. Ya no recordaba siquiera el sueño que poco antes había estado a punto de vencerle.
Sacó uno de los volúmenes. Era pesado y desprendió una nube de polvo. Apartó las telarañas y pasó unas cuantas hojas.
El papel era amarillento, grueso. Las hojas crujían al moverlas. Estaba impreso con unos caracteres desconocidos para Albert, y en un idioma enrevesado del que no entendió una palabra.
Tampoco el título le dijo nada. Era incapaz de descifrarlo. Volvió a colocarlo en la estantería y sacó otro.
Lo mismo. Ilegible. Albert estaba cada vez más intrigado.
Cambió de estantería. En la segunda, la cosa se presentó más fácil. Aunque también aquellos volúmenes estaban impresos en unos caracteres como él no viera otros antes, por lo menos podía leerlos, estaban en inglés.
—Vaya, esos monjes, o lo que fueran, tenían gustos muy raros —rezongó entre dientes.
Porque el libro era un tratado de demonología.
Lo cambió por otro. Este era una variante del primero, y se hablaba de Luzbel de modo biográfico.
Albert estaba interesándose cada vez más por ese asombroso descubrimiento. Revisó rápidamente los títulos de la mayoría de libros de aquel estante. Todos versaban sobre el demonio, sus ritos y poderes, invocaciones y ceremonias, e incluso los sacrificios que más complacían al Rey de las Tinieblas...
Pensó que Wolf debería ver todo eso. Por lo menos les serviría para distraerse en las largas y aburridas horas de espera. Nunca supo el tiempo que llevaba allí, absorto en la revisión de los títulos, cuando captó la extraña sensación que le erizó el pelo.
Era como si alguien estuviera observándole.
Miró en torno, intrigado.
Entonces la vio.
Estaba parada al fondo de la gran estancia, junto a una puerta cerrada. En el primer instante Albert creyó que flotaba en el aire, como si sus pies no tocaran el suelo.
—¡Tú, maldita sea!
Ella continuaba inmóvil, mirándole con unos ojos brillantes, casi fosforescentes.
—¡Y el imbécil dijo que te había liquidado!
Echó a andar hacia la mujer. Advirtió que apenas quedaban girones de ropas sobre el soberbio cuerpo, ahora casi desnudo. Había restos de barro en la piel y sus pies descalzos estaban empapados de agua y barro también.
—¿Dónde demonio te has metido?
Ella sonrió. El rostro inexpresivo estaba hierático, rígido. La sonrisa no lo animó en absoluto.
Albert rechinó los dientes. Ahora la tenía al alcance de la mano. Todo lo que imaginara antes a impulsos de la lujuria y la ira se agolpaba en sus sentidos a medida que se aproximaba a la mujer paso a paso.
Y entonces ella le tendió los brazos.
Fue algo tan inesperado, tan fuera de lugar después de todo lo que había sucedido, que el asombro inmovilizó a Albert, dejándole clavado en el suelo.
—Bueno, parece que has cambiado de ideas, ¿eh? —refunfuñó.
Ella asintió. La sonrisa parecía haberse petrificado en sus labios pálidos.
Los movió apenas cuando susurró:
—Ven...
El dio un respingo y en dos saltos estuvo junto a la muchacha. La miró de arriba abajo y apenas si se fijó en la helada expresión de sus ojos ni en la rigidez de sus facciones. El cuerpo estaba allí, apenas cubierto por unos harapos. De un zarpazo se ¡os arrancó y a ella no pareció importarle.
Sus pechos resplandecieron, con sus rojas corolas. Y la negra sombra entre los muslos, y las largas piernas, firmes y exquisitas.
Albert no podía creerlo.
—Vamos, estaremos mejor cerca del fuego...
La tomó de la mano. La piel era tersa y fría. Asombrosamente fría.
—Estás helada —dijo mientras atravesaban la biblioteca alumbrándose con la linterna—. Vamos a pasarlo en grande tú y yo... Espera que Wolf te vea, apuesto que se caerá de espaldas. Y tendrás que explicarme quién eres, y...
El calor de las llamas de la chimenea les envolvió. Bruscamente, Albert la empujó sobre el diván, derribándola allí de espaldas.
Se quedó mirándola una vez más, incrédulo. Nunca antes había tenido a su alcance una mujer como aquélla.
—Harás todo lo que yo te diga si sabes lo que te conviene, ¿entiendes? Todo...
Ella sólo le miraba, como esperando. A él se le antojó que hasta estaba impaciente por que la poseyera.
Se inclinó poco a poco. Su boca buscó las cumbres de los pechos. Eran duros, firmes... y tan fríos como la nieve.
Pero Albert no lo advirtió. Poseerla, gozar de ella, era lo único que importaba. Y la tenía allí, a su disposición, dispuesta a hacer todo lo que su sucia y retorcida mente le dictara.
Subió los labios poco a poco por la fría piel, hasta la boca. Durante un largo instante la sintió como si vibrara. Luego, ella desvió los labios y tomó la iniciativa, besándole a su vez en toda la cara y el cuello.
Allí la boca se detuvo. La lengua pareció acariciarle un segundo, suave, húmeda...
Y fría.
Albert jadeó:
—¡Sigue, sigue, maldita!
Sentía la caricia enervante de la lengua, y el contacto de los dientes en la piel.
De pronto, los dientes se hundieron salvajemente en su yugular. Mordieron con una fuerza inhumana, desgarrando la carne como si ésta fuera tan blanda como la mantequilla.
El dolor horrendo le enloqueció. Albert intentó apartar la cabeza, pero las manos de la mujer eran igual que garras sujetándole.
La sangre saltó como un torrente, anegando la cara crispada de ella, llenándole la boca, escurriendo hacia sus pechos.
En medio del océano de dolor, del espanto y el pánico, el rufián vio los ojos inmensamente abiertos de aquella mujer que le mataba muy cerca de su propia cara. Todo se volvía turbio, se desvanecía a impulsos del dolor. Y los dientes no cejaban, hundidos y aferrados a los cartílagos del cuello, a la yugular desgarrada.
Albert descubrió que era incapaz de librarse de aquel cepo, de aquel dogal que formaban los brazos de la mujer. Tenían una fuerza sobrehumana, y é! estaba quedándose paralizado de dolor y debilidad, mientras su propia sangre saltaba a borbotones ante su mirada desorbitada y enloquecida.
Boqueó intentando gritar. Se ahogaba y ni un sonido brotó de aquella garganta rota, como no fuera una suerte de gorgoteo que llevó un río de sangre a sus pulmones.
La cara hierática de la mujer empezó a desvanecerse ante su mirada. Sus piernas se aflojaron y él se desplomó sin fuerzas sobre el cuerpo desnudo, sobre aquellos muslos, sobre aquellos pechos que le habían enloquecido de lujuria apenas unos segundos antes.
Entonces ella le soltó. El cuerpo rodó a un lado y quedó tendido en el suelo, delante de la chimenea. Un oscuro ronquido parecía escapar por la espantosa desgarradura del cuello, por el que aún seguía brotando la sangre.
La mujer se incorporó poco a poco, mirándole con sus ojos diamantinos. Regueros de sangre descendían desde su barbilla hasta los senos, y por entre éstos seguían en tenues hilillos hasta su vientre, para enredarse al fin en el oscuro vello del pubis.
Sus dientes chirriaron. Se arrodilló al lado de Albert, cuyos ojos parecían a punto de saltarle de las órbitas. En un último espasmo de lucidez, él la miró. La muerte se reflejaba ya en su mirada desorbitada, pero aún vio los dientes enrojecidos, aquel rostro que ya no era hermoso, toda aquella sangre... su propia sangre.
Movió los labios, ahogándose. No comprendía nada y la razón huía de su mente como la sangre de su cuerpo.
Aún vio como ella inclinaba el torso poco a poco, muy despacio. Como la boca se abría, ebria de sangre, y aún sintió la bárbara, salvaje nueva desgarradura en su cuello cuando ella mordió con el furor de un perro rabioso.
Era como si ya estuviera muerto, pero por algún extraño sortilegio todavía le estuviera dada la facultad de ver y de sentir el dolor.
Así, como entre una niebla, espesa y roja, vio surgir dos grandes manos con una piel rugosa, amarillenta y oscura, que atraparon a la mujer levantándola como si no pesara más que una pluma. Las manos surgían de aquella niebla roja... y repentinamente arrojaron a la mujer contra el diván y sobre su última facultad de sentir acabó de desatarse el infierno.