CAPITULO V
—¿Para quién crees que trabaja? —rechinó Albert entre dientes.
—Ella nos lo dirá.
Albert se volvió hacia la desvanecida muchacha. Al caer, sus mojadas ropas se habían arremolinado, y ahora mostraba al descubierto los muslos firmes y redondos, apretados, juveniles. Sintió la turbia ansia del deseo apoderarse de él y apenas si se entendió una palabra cuando dijo:
—No sabes cuánto me alegro...
—¿De qué te alegras, idiota, de que tengamos un negocio de millones de libras en el alero?
—No lo entiendes. Nunca lo entenderás porque no sabes nada de mujeres.
Wolf emitió un sonido inarticulado.
Luego barbotó:
—Eso, justamente ahora piensa en eso. No vale la pena de preocuparse por unos cuantos millones. ¡Qué va! ¿Qué son unos miserables millones de libras, al lado de una mujer en la cama?
Albert le dirigió una mirada atravesada.
La muchacha gimió entre dientes. Tras unos intentos fallidos acabó sentándose en el suelo, al lado de la chimenea.
Les miró con ojos en los que chispeaba la ira.
Wolf gruñó:
—Empieza a hablar, y no te quedes nada en el buche. Quién te mandó meter la nariz aquí?
—Ustedes están locos. La motora se averió, ésa es la única verdad.
—Sigue por ese camino y verás lo que te ocurre. Lo de la motora fue una chapuza que no habría engañado a nadie.
—Eso es lo que usted dice.
—Y sé muy bien de qué hablo, así que cuanto antes comprendas cuál es tu posición antes habremos terminado. Ya puedes imaginar lo que te espera si no hablas por las buenas.
Albert barbotó:
—Ahí te equivocas. No creo que pueda imaginar siquiera lo que pienso hacer con ella.
Los ojos helados de la muchacha giraron hacia él. Expresaban un cierto temor, pero también un desprecio infinito.
Dijo con voz tensa:
—No es difícil saberlo. Todos los degenerados tienen los mismos instintos.
Albert pegó un respingo.
—Degenerado o no, te aseguro que vamos a divertirnos en grande tú y yo.
Wolf soltó un bufido.
—Deja eso, todo lo que nos interesa es saber quién está detrás de ella y qué es lo que pretenden.
—Eso puedo adivinarlo sin ayuda de nadie. Quieren quedarse con el negocio, nada más.
—De acuerdo, quizá ésa sea la idea general. Pero, ¿quién, maldita sea?
—Ya lo oíste, pequeña zorra. ¿Quién?
Ella sacudió la cabeza.
—Ni siquiera sé de qué me hablan.
Albert dio los pasos que le separaban de la mujer. Se detuvo junto a ella, erguido, la mirada turbia fija en la crispada cara que le contemplaba desde el suelo.
Repentinamente, como si descargara un zarpazo, atrapó un puñado de tela de la blusa y dio un salvaje tirón. La tela se desgarró y el mismo impulso arrojó a la muchacha dando tumbos hasta el pie de la butaca.
Cuando volvió a sentarse en el suelo tenía los senos al descubierto, sólo velados por un apenas visible sujetador de encajes.
—No creo que vayas a necesitar ropas nunca más, así que tanto da romperla antes como después...
Wolf le apartó de un empujón.
—No seas bestia. Si habla la dejaré marchar por donde vino, así que déjala en paz.
—No creo que hable... ¿Verdad que no, pequeña zorra? Tú necesitas un buen tratamiento y yo soy el encargado de dártelo...
—Usted no es más que un loco degenerado.
Albert rió. y ahora lo hizo casi fuera de control. La visión de los pechos jadeantes de la mujer, tirada allí como esperando que él le saltara encima era demasiado para su turbio cerebro.
Wolf intervino una vez más, enfurecido:
—¡Aparta, maldita sea tu alma! No hemos venido a divertirnos, de modo que si quieres revolearte en una cama lo harás tú sólo si ella colabora. Nadie jugará con mi dinero, métete eso en la cabezota, si es que te cabe algo en ella.
Albert miraba a la muchacha igual que fascinado, como si no oyera a Wolf. o como si Ia voz de éste fuera el zumbido del viento y no tuviera la menor importancia.
Pero sí le había escuchado. Dijo:
—¿Oíste eso, nena? Si colaboras, este caballero de la tabla redonda impedirá que yo haga contigo lo que te mereces... Pero sólo si colaboras. Y tú no vas a colaborar, ¿verdad que no9 Tú eres una mujercita lista con grandes ideas en el coco...
Jane Hazel se irguió poco a poco. Acabó levantándose y apoyó la espalda en la repisa de la chimenea. No parecía importarle en absoluto mostrar los pechos en toda su agresiva plenitud.
—¿Por qué no le pones un bozal? —preguntó desdeñosamente.
Albert levantó la mano. Su mirada parecía despedir chispas.
Wolf le atrapó antes que volviera a golpearla.
—¡Quieto, idiota! Déjame a mí...
Wolf le empujó sin contemplaciones hasta ocupar su lugar delante de la joven. La contempló aprobadoramente durante unos instantes. Sonrió sin pizca de humor.
—Eres todo un monumento, y lo sabes —comentó sin el menor entusiasmo—. Puedo comprender a Albert perfectamente, pero yo no pierdo la cabeza por una mujer cuando están ventilándose tantos millones, de modo que seamos sensatos. ¿Quién te envió a espiarnos?
Ella suspiró.
—Vine por accidente, tal como le dije.
—O estás loca o crees que soy idiota. Te repito que he visto el truco del motor de la lancha.
—No fue ningún truco. Se averió.
Wolf sacudió la cabeza.
—Bien, tal vez Albert esté en lo cierto y lo que tú necesitas es que alguien te ablande un poco. De cualquier manera acabarás por contarlo todo, de un modo o de otro, aunque tenga que arrancarte las uñas una a una. No permitiré que pongas en peligro la oportunidad de mi vida sólo porque tienes una cara bonita y un cuerpo espléndido.
—¿De veras soy así?
Parecía haber recobrado la serenidad. Tenía las manos a la espalda dejando que el calor del fuego las calentara, y estaba erguida sobre sus firmes piernas. Realmente, era una imagen como para encandilar a cualquier hombre.
Sólo que Wolf no pensaba en ella como mujer, sino sólo como un riesgo para su fortuna.
De modo que gruñó:
—Está bien, Albert, haz lo que quieras con ella.
Su socio se restregó las manos lleno de entusiasmo. Sus ojos turbios no se apartaban de la muchacha y cuando avanzó hacia ella gruñó con voz ronca:
—Tenías que haber empezado por eso... y ahora estaría hablando más que una cotorra... Verás lo divertido que...
Nunca terminó. Ella dio un paso a un lado y volteó la mano derecha. Demasiado tarde, los dos hombres comprendieron que la habían menospreciado.
En la mano enarbolaba un atizador de la chimenea, largo y afilado, que zumbó al cortar el aire. Luego, golpeó en un costado de la cabeza de Albert, hubo un estallido de sangre y el rufián se fue dando tumbos hasta tropezar con Wolf y ambos cayeron en medio de un revoltijo de brazos y piernas.
La muchacha saltó hacia la puerta, corriendo con la ligereza de su juventud.
Wolf arrojó el cuerpo de Albert a un lado. Arrodillado en el suelo examinó la terrible grieta en el cráneo de su socio y no pudo evitar un escalofrío. La sangre saltaba a borbotones.
No se entretuvo en averiguar si estaba muerto o vivo. Ahora, Wolf estaba loco de furor. Una ira fría y turbulenta parecía adueñarse de todas sus facultades, de todos sus sentidos.
Corrió hacia la puerta. Tan pronto atravesó el umbral le azotó una corriente de aire helado y supo que ella había conseguido abrir el portón y escapar.
Rugiendo entre dientes atravesó el portón de la entrada, ajeno al viento frío y al rugido del mar que azotaba el roquedal. La marea comenzaba a subir y las primeras olas lamían el paso que unía la Isleta con la tierra firme.
No vio el menor rastro de la muchacha, así que voló materialmente hacia el borde del acantilado, allí donde se iniciaba el descenso hacia donde estaba la motora.
Ella no estaba allí. No había intentado descender el peligroso camino.
Rodeó el edificio y al fin la vio en el instante en que brincaba por encima del círculo de grandes piedras que cercaban el desolado cementerio. Corrió tan velozmente como le permitieron sus desentrenadas piernas y saltó como un gamo por encima de la pared derruida.
Antes de que sus pies tocaran el suelo al otro lado, el atizador manejado por la muchacha zumbó sobre su cabeza. Wolf, demasiado tarde, comprendió su error...
Intentó esquivar el golpe y lo consiguió sólo a medias. En lugar de golpearle el cráneo, cayó sobre su hombro con un dolor de infierno, lacerante y agudo. Sus piernas se doblaron y trastabilló, mientras la ágil muchacha volvía a alejarse, veloz, entre los matorrales y las lápidas.
Ciego de cólera, Wolf fue tras ella dominado por las ansias de matar. Un dolor insufrible le torturaba y apenas si podía mover el brazo izquierdo.
Ella se alejaba. Era apenas una fugaz silueta entre la agitada vegetación, la niebla arremolinada y el pálido gris de las viejas lápidas.
Nunca podría alcanzarla... era demasiado veloz para él. Y el dolor le restaba facultades...
Hundió la mano en la axila y empuñó la pistola. Levantó el brazo rechinando los dientes y disparó dos veces casi simultáneas.
La silueta huidiza de la muchacha se detuvo en seco. Vaciló, volviéndose poco a poco. El atizador de hierro escapó de sus dedos sin fuerzas y al fin, bruscamente, se derrumbó de bruces.
Jadeando, maldiciendo en voz alta, Wolf llegó hasta ella con la pistola aún empuñada. Inclinándose, dio vuelta al cuerpo y contempló la cara, ahora lívida, de la mujer que acababa de matar.
—¡Maldita zorra del demonio! —rezongó.
Sus piernas temblaban. Enfundó la pistola y se restregó la cara con un gesto de furor. La sangre brotaba de la espalda de la mujer empapando la tierra.
Distraídamente. Wolf dio un vistazo a la medio caída lápida que había a un lado.
La semiborrada inscripción rezaba:
«Zirkayan. No muerto .. Mil setecientos...