Heinrich Neustadt

Heinrich Neustadt se apoyó en uno de los enormes tambores cilíndricos, aún templado del agua caliente que había estado dando vueltas dentro todo el día.

—Deberá usted estar pendiente —dijo Heinrich—. Sólo una hora.

—Tengo que irme a casa —dijo la empleada de la lavandería frunciendo el ceño, con los brazos cruzados bajo los pechos—. Tengo bocas que alimentar.

Heinrich metió la mano en un costal de lona que tenía a los pies y sacó una bolsa entera de harina, que puso encima de la gran mesa situada entre él y la empleada. Ella abrió mucho los ojos. Despacio, se adelantó y apretó el grueso papel, sintiendo debajo la blandura de la harina.

—¿La bolsa entera? —dijo ella.

—La bolsa entera —dijo Heinrich—. Esta semana —añadió.

—Podrían despedirme por dejarlo usar la sala. A lo mejor se lleva usted algo.

—No quiero llevarme nada. Sólo necesito un lugar neutral. Para un encuentro. Es que estoy montando una cosa. No tiene nada de malo —dijo, al tiempo que ponía con cuidado una pastilla de jabón sobre la mesa, junto a la bolsa de harina.

La mujer miró el jabón, como hipnotizada.

—¿A quién va a ver?

—Será un soldado vestido con uniforme de campaña. Nada sórdido, sólo un encuentro.

La mujer alzó la vista con aire desconfiado.

—Puede asomarse a las ventanas para mirar, si quiere —dijo él.

—¿Una hora nada más? —dijo ella.

—Menos, probablemente.

La mujer recogió sus tesoros.

—Tendré que apagar las luces principales, porque si no, alguien lo verá —dijo, sin quitar ojo a las mercancías que tenía en los brazos.

—De acuerdo —dijo Heinrich—. Siempre que yo vea algo.

La mujer asintió, dio media vuelta y desapareció enseguida entre dos de las sábanas que colgaban en inmensas hileras de un lado a otro de la sala, como velas de barco. Él la oyó ir hacia la puerta con los blandos zapatos de suela de goma y luego, el golpetazo metálico de un interruptor; al instante las grandes luces de lo alto se apagaron. La sala se transformó de pronto en una masa borrosa de sombras abstractas, iluminada desde atrás por las tenues luces de la entrada lateral, la entrada por donde se había marchado la mujer. Éstas brillaban por encima de las sábanas en el techo y en las paredes, igualmente enormes y cubiertas de lisos azulejos blancos, y también en los charcos del agua que se secaba sobre las baldosas hexagonales que Neustadt tenía a los pies.

Encendió un cigarrillo y se miró las brillantes punteras de los zapatos. Oyó un chillido lejano y resonante, procedente de otro lugar del hospital que tenía encima. Alzó la mirada hacia el techo, aspiró el cálido aire que olía a jabón y volvió a pasar revista a la última vez que había visto a Kasper. Cómo había disfrutado con la lenta revelación. Kasper se quedó estupefacto de verdad, Heinrich lo notó. Y enseguida desbarató el arrebato de compasión que comenzaba a sentir pensando en la frialdad de Kasper en la Sybelstraße, aquella mañana en su piso. Le molestó que escapara del policía, aunque no le sorprendió, pues desde el final de la guerra los policías se habían vuelto francamente incapaces e inútiles: unos niños desarmados y nerviosos.

Y después Kasper murió. Se había matado, le dijeron en su casa; no, eso no tenía sentido. Y menos aquel cabrón terco y sentimental, con su chica desescombradora y su padre. Heinrich no se lo creyó. Kasper ya había tenido demasiadas oportunidades para rendirse. Pasó días dándole vueltas hasta que por fin bajó al depósito de cadáveres y le pagó a Göthe, el camillero, para que se fuera y lo dejara ver el cuerpo. Sólo le hizo falta darle un cuarto de botella de mal schnapps de maíz al borrachín. Y Heinrich no encontró a Kasper, sino el cuerpo marchito de su viejo padre, con el ojo saltado de un tiro en un intento, supuso, de engañar a las autoridades, y de engañar al propio Heinrich cuando fuera a mirar. Lo repugnó aquel cuerpo viejo, lo innecesariamente abnegado de todo aquello.

Quería que cogieran a Kasper aquella noche en la Sybelstraße, así lo había previsto. Sin duda entonces lo habrían matado, pero el tener que organizar en persona la muerte de Kasper, y de forma tan directa como debería hacerlo ahora, lo disgustaba. Porque con Kasper podía haber habido algo. Él lo habría salvado, si Kasper Meier hubiera sabido amar a alguien. Porque Heinrich lo había amado. Lo había amado de verdad.

Algo metálico dio en el suelo y fue tintineando por las baldosas.

Heinrich se quitó el cigarrillo de la boca.

—¿Hola? —dijo—. ¿Peters? Llegas temprano.

Se levantó y se puso de puntillas, pero no alcanzó a ver por encima de las cuerdas donde se secaba la ropa de cama.

—¿Frau Köper?

Sintió que una brisa atravesaba el aire cálido de la enorme lavandería subterránea, y las sábanas que lo rodeaban subieron juntas y luego bajaron, como si respiraran.

—¿Quién anda ahí? —dijo.

Vio una sombra, una figura. Tiró de la sábana que tenía delante, que cayó cerca de sus pies y dejó ver más sábanas, más sombras. Entonces oyó que una niña reía con disimulo.

—¡Granujillas! —gritó—. Me habéis dado un susto de muerte. —Apartó otra sábana—. ¿Cómo habéis entrado?

Procuró parecer paternal, temiendo asustarlos.

—Por una ventana —llegó la voz de Hans—. ¿Qué te creías?

Heinrich estaba enfadado, pero dijo:

—Como un par de monitos. —Echó a un lado otra sábana—. Os dije que iba a ir a veros mañana. ¿Ocurre algo? ¿Algo en el piso?

—Es nuestra madre —dijo Lena.

—¿Qué pasa con vuestra madre?

—Dijiste que ya la habrías encontrado.

—Siempre estás dándonos largas.

—«Dar largas». Es una expresión de mayores.

No hubo respuesta.

—Mirad —dijo Heinrich—, tengo a gente buscando. Están en ello.

—¿Qué gente?

—¿De qué va esto en realidad? —dijo Heinrich—. Salid para que hablemos como Dios manda.

Al ver una sombra moverse tiró de otra sábana, que dejó al descubierto un perchero bajo una ventana en alto. Heinrich se volvió. Ganas no le faltaban de darles una buena zurra cuando los atrapara.

—Mirad —dijo—. Yo quería hablar con vosotros de todos modos. Para que hagáis otro trabajo, una cosa divertida. Kasper Meier sigue vivo. ¿Podéis creerlo? Después de todo aquel jaleo. Está en algún lugar de Berlín. Si todo esto os está resultando un poco duro, Kasper Meier será lo último que busquéis en un tiempo. A lo mejor os tomáis un pequeño descanso, hacéis algo un poco más…, no sé, más fácil para los niños. Algo divertido. ¿Os gustaría? Meteremos en cintura a Kasper Meier, y luego, algo divertido. Lo que queráis.

—Llevamos esperando un año —dijo Hans.

Heinrich tumbó de una patada el perchero y, a voces, dijo:

—¡Me cago en diez!, tenéis cara dura al hablarme así, ¿sabéis?, después de todo lo que he hecho. ¡No os dais cuenta de la suerte que tenéis, joder! Un cuarto para vosotros, comida, agua… Ahora mismo hay niños que se mueren de hambre en esta ciudad, ¿me oís? Y vosotros dos os dais la gran vida como cerdos en la mierda. ¡Y no hago más que oír cómo os quejáis sobre vuestra madre, coño! ¿Cuántos años tenéis ya? ¿Doce? ¿Trece? ¡Es patético!

Puso las manos en jarras y miró a su alrededor. Sólo oyó el apagado zumbido eléctrico de las luces que había junto a la salida. Estaba a punto de gritarles de nuevo, de decirles que había terminado con ellos, de decirles que había visto el cadáver de su madre con sus propios ojos. Y entonces oyó la voz de Lena, sólo a unos metros de distancia.

—Nos has fallado, Neustadt.

Heinrich arremetió contra ella tirando de las sábanas, volcando a patadas los cubos de colada seca, chocando con lavadoras vacías que sonaban como graves campanas de iglesia. Dio media vuelta, jadeando, y vio una sombra, y luego las punteras de zapatos que asomaban por debajo de una sábana tendida. «¡Ja!», gritó, y quitó de un tirón la sábana. Pero detrás de la sábana estaba Frieda, con la gran mancha color vino de Oporto que le atravesaba la mejilla, le bajaba por el cuello y se le metía por dentro de la blusa.

—¿Qué coño haces tú aquí? —dijo Heinrich.

Vio que ella sujetaba una pistola con mano temblorosa.

—Me han dicho que usted es Beckmann.

—¿Quién? —dijo Heinrich riendo—. ¿Esos niños?

—¿Es usted Beckmann?

—Beckmann te ayuda.

—Me han dicho que esos hombres no habían violado a nadie.

—¿Vas a hacer caso a unos niños?

La chica parecía desconcertada. Su mano cayó, y Heinrich intentó agarrar la pistola, bajarle el brazo mientras la oía chillar, mientras oía un chillido y sentía un puñetazo en el vientre. Retrocedió trastabillando. La chica estaba delante de él, con la boca muy abierta y la cara pálida. Heinrich oyó risillas, oyó cómo su propia sangre salpicaba las baldosas de barro cocido, y notó que las luces se encogían y luego se agrandaban al tiempo que él se desplomaba hacia atrás.

Frieda dejó caer la pistola al costado. Qué fétido era el olor a pólvora y a sangre, pensó, y qué familiar. Le temblaba la mano y tenía náuseas. Se llevó la manga de la chaqueta a la cara y aspiró el olor a lana vieja y húmeda, y a alcanfor.

Los mellizos salieron de detrás de las sábanas. Hans se agarró a la cuerda de tender y tiró hacia abajo para que la sangre empezara a empapar la punta de una sábana. Lena se puso a juguetear con el borde de otra, y los dos observaron el cuerpo, sin que sus rostros revelaran nada más que el vago interés que podían haberle prestado a un pájaro muerto.

La puerta que estaba detrás de Frieda se abrió. Los mellizos alzaron la vista.

—¿Para qué miráis eso? —gritó Silke—. Y levanta esa sábana de la sangre. ¿Queréis que os pillen?

Hans soltó la cuerda, que volvió a subir de un salto mientras las sábanas se enderezaban como la falda de un vestido.

Silke se puso al lado de Frieda, le cogió la pistola y la metió en un gran bolso de cuero. Tiró dos talegos militares al suelo embaldosado y miró a los niños:

—Vosotros —dijo—, recoged todas las sábanas que podáis. Tenéis cinco minutos.

Ellos se la quedaron mirando con aburrido desdén.

—Os daré un tubo de azúcar a cada uno si cogéis más de cuarenta.

—¿Podemos quedarnos con su reloj? —dijo Lena.

—¿O con sus zapatos? —dijo Hans.

Silke dio un suspiro y exclamó en voz baja: «¡Santo Dios!». Ellos la miraron fijamente y ella meneó la cabeza.

—No quiero saber qué le robáis, vosotros procurad que no os caiga sangre encima, por la cuenta que os trae. ¡Pero cuarenta sábanas! —gritó, mientras los mellizos se lanzaban sobre él—. Luego coged lo que queráis. Tenéis cinco minutos.

Agarró la mano de Frieda y la condujo hasta la calle.

—Estás temblando —dijo, mirándola con auténtica preocupación.

—Ya lo sé —dijo Frieda—. Éste resulta extraño. ¿No le debíamos algo?

—Nunca le hemos interesado, Frieda. Eso te lo garantizo.

—Mmm —murmuró Frieda—. Supongo que no.

Frieda reparó en un hombre, armado y vestido de caqui, que estaba en un portal y se paró en seco.

—Silke —susurró, con los ojos llenos de lágrimas—. Vienen a por nosotras.

Silke le tiró de la mano.

—No te pares —dijo.

—Ahí hay alguien, observándonos. —Miró a Silke—. Saben lo que hemos hecho.

El soldado abandonó la penumbra del portal y, rápida y silenciosamente, se alejó de ellas hacia la puerta de la lavandería. Silke miró a Frieda al tiempo que otro soldado pasaba por delante de ellas, y luego otro.

—Nosotras no hemos hecho nada —dijo Silke—. ¿Entiendes?

Frieda hizo un gesto negativo.

—¿Cuándo has…? ¿Qué…?

—No seas tonta —dijo Silke—. Tenemos que salir de aquí.

Silke continuó andando, y Frieda la siguió. Pensó en los niños y esperó, aterrada, oír un disparo. Pero nadie disparó.

Salieron a la calzada, dejando atrás una fila de vehículos militares estacionados en la oscuridad. De pie junto al último camión un soldado fumaba un cigarrillo. Cuando llegaron al lugar donde había estado el olor a tabaco era fuerte, pero el hombre había desaparecido. Silke se apoyó en el hombro de Frieda y se quitó un zapato. Lo sacudió y de él cayó un papel amarillo, por lo visto sin que ella se diera cuenta. Silke siguió mirando como si buscara una piedra. Después se encogió de hombros y volvió a ponerse el zapato. Frieda clavó la mirada en el papel, una mancha amarilla en la oscura calzada.

—Date prisa —dijo Silke—. Tenemos trabajo que hacer.