Una hoja de papel

Cuando Kasper llegó a la Sybelstraße y procuró reducir el paso hasta adoptar un ritmo más natural, le dolían las pantorrillas, y un picor caliente e insoportable le invadía la piel de las piernas. Su inquietud por enfrentarse al fin a Frau Beckmann había devorado el breve sentimeinto de triunfo que experimentó al detener a los mellizos. La mujer surgía, corpulenta, como una alta figura sin rostro ante una puerta abierta. Pero aún lo aterraba más la sensación de que tal vez estuviera a punto de entender en qué andaba metida Eva exactamente; a punto de reunir de forma definitiva a los mellizos, a Frau Beckmann, al piloto y a Eva en un todo comprensible. La tensión del descubrimiento quizá habría sido emocionante si Kasper no estuviera seguro, asimismo, de que la explicación sólo podría horrorizarlo.

Encontró el piso de Beckmann y su nombre en la placa. Era uno de los dos únicos que no estaban tachados. La suerte de los demás, o sus direcciones nuevas, estaban debajo, pintadas y escritas con tiza para orientar a los maridos e hijos que aún no habían regresado o que, más probablemente, no regresarían jamás. Los músculos de las piernas dejaron de dolerle y empezaron a estremecerse un poco, a temblar. Kasper conocía la puerta, conocía el edificio; como había dicho Heinrich, estaba contiguo a la casa de pisos adonde había ido a verlo durante semanas. Tocó el timbre. Nadie contestó. Kasper se apoyó en la puerta principal. Estaba cerrada con llave.

Fingió examinar algo en el escalón esperando una oportunidad para entrar, y se figuró a Frau Beckmann viéndolos ir y venir a Heinrich y a él. Ahora se la imaginaba mayor, estirando el flaco cuello como un pavo y entornando los ojos al sol cuando Heinrich salía del edificio detrás de Kasper, sin ajustarse al intervalo convenido de diez minutos. Vio bailotear una sonrisa en la comisura de sus labios y que sus manos agarraban más fuerte el bolso. Qué idiota había sido, qué tonto al creer que podía ocultar algo en una ciudad con una población entrenada para descubrir la basura; entrenada para saber cuánto poder otorgaba el conocer la información correcta, o la equivocada.

Consiguió entrar detrás de una niña que apenas llegaba al ojo de la cerradura con la llave que llevaba atada al cuello con un cordel. Entró en la parte delantera del edificio y lo tranquilizó encontrar una tira de viejísima alfombra que recorría el centro de la escalera. Subió con sigilo, manteniéndose en los bordes, donde el pelo estaba más tupido. Fue buscando el nombre de Frau Beckmann al pasar por delante de las puertas y lo encontró en la tercera planta.

Pegó la oreja a la madera pintada de la puerta de Beckmann y escuchó. No oyó nada salvo un suave susurro, como el mar. Sin moverse, llamó con un corto timbrazo. Lo oyó sonar dentro. Sentía punzadas en el pecho ante la expectativa tanto de encontrarla allí como de no encontrarla. Volvió a llamar al timbre y cerró los ojos. El piso estaba vacío.

Dio media vuelta, fingió leer la placa otra vez y siguió como si fuese a subir el último tramo de escalera hasta la cuarta planta, pero en vez de eso se volvió de espaldas a la pared. Sacó el pañuelo del bolsillo y, de él, el trocito de betún de la lata que se había guardado aquella mañana. Lo frotó entre los dedos, protegidos por el pañuelo, y luego untó la ablandada pepita negra en la mirilla de la puerta de enfrente de Frau Beckmann.

Se preguntó si debía ir directamente al solar del grupo de desescombro para buscarla allí. Por un momento pensó que sería una mujer sensata y razonable: una negociante como él, que enseguida entendería todos los pormenores del malentendido que había entre ellos y llegaría a un acuerdo —un sencillo acuerdo—, y entonces todo este asunto se terminaría, sin desconfianza, sin pesar. Pero mientras estos pensamientos lo consolaban, Kasper se dio cuenta de que ya había sacado una vieja lima de uñas con un amarillento mango de marfil, surcado de grietas grises, y la había deslizado por debajo del pestillo; luego sacó una pequeña ganzúa metálica de punta curva que metió en el ojo de la cerradura, y empezó a mover los pasadores. La cerradura saltó enseguida, y cuando Kasper cargó su peso sobre ella sintió que cedía con facilidad; nadie había echado el cerrojo por dentro.

Cerró la puerta de un empujón al entrar y se quedó quieto un instante en el pasillo del piso. No tenía ventanas, estaba muy oscuro y las tres puertas que salían de él estaban cerradas. Escuchó… seguía sin haber ningún ruido. Tuvo la sensación de que estaba a punto de encontrar algo que lo explicaría todo, pero cuando intentó darle forma concreta a un objeto, a una persona, aquel algo se transformó y se desvaneció en un vacío aterrador. Sin embargo, estaba seguro de hallarse cerca, estaba seguro de que lo que buscaba estaba aquí.

Abrió la primera puerta. Una fuerte luz blanca inundó el pasillo y proyectó una difusa mancha reluciente en el rayado suelo de parqué. Era un cuarto de baño con el lujo inusitado de un retrete en el propio piso. La luz entraba a raudales en el aire seco de la estrecha habitación desde una ventana alta que había al fondo, aunque no se reflejaba en la porcelana y el metal de los diversos grifos; hacía mucho que todos habían perdido el brillo.

Se oyó un ruido sordo y luego, un gruñido amortiguado y cercano. Kasper se quedó paralizado, con la mano aún en el picaporte de la puerta. Pero luego sonó un chillido breve y alegre, y también pasos en el suelo del piso de arriba.

Cerró la puerta del cuarto de baño y la oscuridad cayó de nuevo sobre el pequeño corredor. Inspiró hondo. El aire tenía un olor frío, a polvo y a cera vieja.

Sólo había otras dos puertas en el pasillo, ambas de dos hojas; una llevaba a la izquierda, la otra a la derecha. Primero abrió la de la izquierda.

Aquí la luz penetraba, gris, por unos largos visillos en una fría y vacía sala de recibir. Parecía como si Frau Beckmann la hubiera decorado siendo una joven recién casada, justo antes de la Primera Guerra Mundial: muebles de chapa de madera, de aspecto bastante corriente; un gastado sofá de muelles, tapizado con un raído tejido verde, y una alfombra descolorida que cubría casi todo el parqué y amortiguaba el sonido de los zapatos de Kasper, de su respiración, haciendo que todo pareciera un poco más próximo, un poco más íntimo. El sol salió fugazmente de detrás de las nubes y un amarillo cálido iluminó la alfombra, mostrando un rielar de flotante polvo y una larga telaraña que colgaba del techo, arqueándose casi hasta la altura de la cabeza, que se retiraba despacio y luego daba vueltas en los imperceptibles remolinos del aire inmóvil. La luz del sol volvió a apagarse y la habitación se quedó mate y fría.

Sobre una mesita con un tablero de ajedrez de taracea que estaba junto al sofá había unas cuantas fotografías. Una de una mujer que debía de ser Frau Beckmann el día de su boda. No se parecía a sus hijos: era corpulenta y ancha, y su marido, delgado, con un gran bigote engomado, vestía uniforme militar. Los propios mellizos estaban en otra foto, mucho más pequeños, aunque sus ojos, muy abiertos e implacables, eran inconfundibles. Sentados en sendas sillas de madera de pesada factura, en el estudio de un fotógrafo, los pies no les llegaban al suelo; con gesto de enfado clavaban la mirada en la cámara como un par de monarcas medievales que hubieran alcanzado el poder mucho antes de la mayoría de edad.

Había un buró de tapa corrediza sin cerrar con llave. Lo único raro era que sólo contenía un tintero de vidrio con una oscura mancha de tinta seca en el fondo. No había ninguna carta, ninguna postal, ningún papel. Kasper fue dándole golpecitos pero no localizó partes huecas, gavetas ni clavijas. Mientras se ponía de pie y echaba una ojeada por el cuarto —un cuarto que no parecía haber cambiado desde que empezó la guerra—, el vacío del piso, aquel carácter árido parecido a un museo, empezó a desconcertarlo. Ni rastro de libros, ninguna cómoda, ni un montón de papeles. Y la habitación tenía el ambiente impersonal y frío de un salón de actos municipal. Sintió una conocida y repugnante opresión en la nuca y en el estómago.

Salió de la habitación y atravesó el pasillo para abrir la segunda puerta. Comunicaba con otra sala que, a su vez, daba a otra puerta. Su único mobiliario era un cofre grande y negro con tallas de falso estilo gótico y tres estrechas camas hechas de barrotes metálicos, pintadas de blanco y salpicadas de motas de herrumbre. La ropa de cama de cada una de ellas estaba pulcramente amontonada en un cuadrado de mantas, con una delgada almohada puesta encima. Kasper miró dentro del cofre, que estaba vacío, y luego se puso en cuclillas y miró bajo las camas; cada una tenía debajo un verde talego militar. Sacó uno. Contenía ropa de mujer —alguna más elegante y otra menos— y dos pares de zapatos, pero ningún otro efecto personal. Se acercó a la cara una camisa ligera de algodón y por fin percibió el olor de una persona viva: un rastro de jabón antiséptico y agua, mezclado con sudor. Recorrió la fila de camas mirando las bolsas. En cada una había una serie de artículos parecidos, que facilitaban poco la tarea de identificar a su propietaria.

Volvió la cabeza y echó un vistazo hacia el pasillo. No había ningún sonido en el piso. Oía latir su corazón, sentía la presión de la pesada pistola en el bolsillo interior. A lo lejos oyó el agudo chillido de un camión que aceleraba.

Más allá de la segunda puerta encontró un dormitorio con otras dos camas estrechas y un tercer catre de madera y lona, plegado y metido en la esquina. De nuevo cada cama tenía una bolsa parecida debajo. La primera contenía un vestido estampado que Kasper reconoció. De rodillas delante de la cama, lo levantó y dibujó el pequeño estampado floral con el pulgar: era el que Eva llevaba en el café. Lo dobló de nuevo con esmero y volvió a meterlo en la bolsa de donde lo había sacado. Dentro de ella había tres libros: un estropeado volumen de cuentos de hadas y dos de obras de teatro. Uno contenía tres obras traducidas de Molière, el otro, un tomo viejísimo y desconchado, se titulaba Nuevo teatro alemán. Kasper hojeó las páginas, gruesas y desiguales, y en la última encontró un hermoso dibujo a lápiz: un apunte, conscientemente ingenuo, de un gran barco entre dos continentes, con el mar y las nubes hechos de delicadas líneas arremolinadas.

Metió los libros de nuevo, pero siguió arrodillado delante de la bolsa. A pesar de las camas de las otras chicas, se imaginó a Eva despierta y sola, con los ojos brillantes en la oscuridad del austero cuartito, con frío e insegura; se la imaginó enferma y hambrienta sin nadie que lo supiera, sin nadie que le pusiera una mano en la cabeza, que le dijera que todo iría bien; se la imaginó despertando de una pesadilla, incorporándose, con el corazón aún latiéndole en los oídos, recordando dónde estaba, recordando dónde no estaba. Desesperado por hacer algo con la tristeza que sentía, Kasper se palpó la chaqueta y dio con el bolsillo secreto del forro. Abrió la cremallera y arrancó una fila de tres vales de racionamiento, dos de mantequilla y uno de azúcar. Con cuidado, examinó la ropa de la bolsa y se decidió por una chaqueta de punto. Metió los cupones en uno de los dos bolsillos, bordados con narcisos, donde Eva pudiera habérselos dejado olvidados; donde pudiera encontrarlos con una ráfaga de placer y sorpresa.

Alguien dio un portazo en otro lugar del edificio. Kasper volvió a recoger deprisa la ropa y empujó la bolsa debajo de la cama. Se puso en pie y escuchó. Silencio.

En el cuarto había una segunda puerta. La abrió empujando y detrás encontró una desnuda cocina. Puso la mano en el hornillo. Estaba frío, y dentro no había leña. Sobre un aparador había un cuenco esmaltado con una fina capa de agua en el fondo, pero el hervidor puesto encima de la hornilla estaba seco.

Cerró la puerta y se quedó mirando la cama en la que debía de dormir Eva. No había cama para Frau Beckmann, ni para los niños, a menos que durmieran en el suelo de la sala fría y polvorienta. Sin duda aquí no había ni rastro de vida familiar.

Echó un vistazo alrededor. Sólo había otro mueble en el cuarto: un extraño lavamanos con tapa de mármol, achaparrado en el suelo como si le hubieran cortado las patas. Kasper se agachó y abrió la puerta. Dentro había una palangana, pero al sacarla con precaución vio que estaba vacía, sólo con uno o dos insectos secos. Volvió a ponerla en su sitio y trató de mirar detrás del lavamanos, pero estaba pegado a la pared. Con las rodillas sujetando la tapa de mármol, Kasper lo echó hacia delante y vio que había una fina hoja de papel blanco metida detrás. Alargó la mano y lo sacó. El papel era viejo y estaba descolorido en dos lados, donde había quedado expuesto al sol durante años, pero la tinta en que estaba escrito era reciente y de un azul lavanda bastante singular.

El encabezamiento del papel decía: «Grupo 5: HV, FS, SP, EH, MN», y luego venían listas de iniciales, con fechas y lugares organizados en bloques. El primer bloque de fechas llevaba al principio: «HV — TN — SI(R)». Debajo había una lista de fechas concretas u horas sin excesivo detalle, como «Lu, 8-9 a.m.», y junto a ellas, localizaciones precisas: «F. Schornstein», «Leibnitz, 23 Sch. Allee», «Mauerprk, Nrth.», «hosp. P. Berg». Todas las fechas de este primer bloque y de los dos siguientes habían pasado ya, y los bloques respectivos aparecían tachados por completo.

En total había seis series de iniciales, y cada una empezaba con tres iniciales. La primera se correspondía con las de la parte superior del papel. Kasper supuso que eran los nombres de los miembros del grupo, probablemente las chicas que dormían en estas camas, y las iniciales entre paréntesis eran R, F, A o B, lo cual, casi con toda seguridad, significaba ruso, francés, americano y británico, así que era de suponer que la última serie de iniciales fueran de soldados o pilotos.

La segunda serie de iniciales quizá le habría resultado más difícil de descifrar, pero Kasper la resolvió fácilmente cuando, con cansada inevitabilidad, le echó un vistazo a la lista hasta dar con «EH — KM — ?(B)»; era la segunda por abajo, encabezando un bloque aún sin información encontrada, y Kasper reconoció su propio lugar entre Eva y el hombre que ella buscaba, cuyas iniciales seguían por confirmar. Kasper miró las otras iniciales intermedias en los bloques de arriba, y vio que sólo era uno de los diversos intermediarios, hombres y mujeres, que ayudaban a estas chicas a entrar en contacto con sus soldados. Pero de pronto una breve oleada de sudor frío invadió su cuerpo al ver que únicamente sus iniciales estaban subrayadas.

—Perdone.

Kasper se quedó inmóvil.

—Disculpe, ¿vive usted aquí?

Kasper se volvió despacio. De pie en la entrada había un hombre vestido con un traje que no le quedaba bien. En el brazo de la chaqueta llevaba un brazalete que decía «Policía», pero, aparte de esto, iba sin uniformar y desarmado. Era muy joven, claramente estaba recién reclutado, y parecía tan asombrado como Kasper.

—Sí —dijo Kasper—. Vivo aquí.

—Disculpe —dijo el policía—, no pretendía cogerlo por sorpresa. Alguien ha denunciado un alboroto en el edificio y vi que la puerta estaba entornada.

El policía miró el papel que Kasper tenía en las manos.

—Estoy ordenando un poco, nada más —dijo Kasper—. Cuatro hijas. —Volvió a dejar caer el papel en su sitio y puso derecho el lavamanos—. Por lo visto ha descubierto usted mi pequeño escondite… para nuestros papeles —añadió, sacudiéndose los pantalones—. Todo cuidado es poco.

—En casa estamos muy apretados también, en cuanto a sitio —dijo el policía—. Pero ustedes tienen la sala.

—Allí dormimos… mi esposa y yo.

El policía asintió con la cabeza.

Kasper se sobrepuso y dijo:

—Bueno, pues tengo que irme. ¿Salgo con usted?

Apartó al policía y lo llevó, por el primer dormitorio, hasta el pasillo.

—Tengo que ver su carné de identidad —dijo el policía.

—¿Mi carné de identidad? —preguntó Kasper—. ¿Qué alboroto era ése?

—Perdone, ¿cómo?

—El alboroto. ¿Qué era? Dijo usted que alguien había denunciado un alboroto.

—Sí, eso es.

—¿Tenía algo que ver conmigo? ¿Con este piso?

—No —respondió el policía—. Pero la puerta estaba entornada.

—Debió de olvidárseme cerrarla, pero estoy seguro de que nadie ha denunciado eso.

—No, pero tengo que comprobar todas las posibilidades.

—¿Qué dijeron que era exactamente… este alboroto?

—Dijeron… bueno, no tengo libertad para contárselo, claro.

Kasper ya había sacado al policía al hueco de la escalera. Dio un tirón a la puerta, que quedó bien cerrada con un fuerte chasquido. El policía miró la puerta con gesto un poco desesperado, y luego volvió a mirar a Kasper.

—Perdone, señor, ¿puede decirme cómo se llama?

—Beckmann.

—¿Herr Beckmann?

—Sí.

—¿Y puede enseñarme su carné de identidad?

—Está en el piso —dijo Kasper, mientras empezaba a bajar la escalera.

Verse interrogado por un policía ahora desarmado resultaba extrañamente novedoso, y a Kasper le dio pena de aquel joven a quien se le daba tan mal afirmar su autoridad.

—¿En el piso? —dijo el policía—. Pero si usted tiene la obligación de llevar su documentación a todas horas.

Kasper, ya unos cuantos peldaños más abajo, lo miró.

—Sí —dijo—. ¿Sabe?, en realidad creo haber oído algo… algo como un alboroto.

—¿Ah, sí?

—En el ático —dijo Kasper al tiempo que seguía bajando y se alejaba de él—. Pruebe allí arriba.

Kasper salió por la puerta, oyéndose el pulso en los oídos, y con paso enérgico bajó por la Sybelstraße. La aparición del policía aún persistía en la tensa sensación que notaba en torno al corazón, pero su mente estaba ocupada con la lista de nombres, y con las dos gruesas rayas que había debajo de sus iniciales. También estaba ocupada con el extraño hogar de Frau Beckmann, vacío de artículos personales salvo por aquella rara sala de decorado y aquellas filas de camas, como un sanatorio. Era un piso que podía abandonarse enseguida, en cuestión de minutos, incluso de segundos, sin dejar rastro alguno de sus anteriores ocupantes. Volvió a ver a Eva allí, con frío bajo las delgadas mantas, con chicas que roncaban levemente a su alrededor. ¿Qué había sido de aquellos otros soldados, de aquellas otras chicas y de aquellos intermediarios? ¿De aquéllos cuyos nombres habían tachado con una raya gruesa y oscura?