François Wenger

François estaba sentado en el borde de la cama observando a Hilda. Ella lo miró, con un brazo extendido sobre la almohada donde había estado él y el otro sosteniendo un cigarrillo por encima de la cabeza. François acercó la mano y le acarició la suave piel de debajo del brazo, luego siguió bajando hacia la axila y su oscuro vello, y después, más abajo, hasta el seno desnudo, medio tapado con la sábana.

—Las americanas se afeitan los sobacos —dijo en alemán, con mucho acento de Alsacia.

—¿Para qué? —dijo Hilda.

François se encogió de hombros.

—Como los niños —dijo Hilda.

Echó un vistazo por la ventana al cielo de un azul blancuzco. François contempló su rostro, la nariz pequeña, la negrura de sus pestañas, su pelo extrañamente corto. Le acarició los suaves cabellos de junto a la oreja.

—¿Lo has llevado largo alguna vez? —dijo—. Estarías guapa con el pelo largo.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Él no supo interpretar su expresión.

—Lo tenía largo… lo tendré largo otra vez.

—¿Por qué te lo has cortado?

Ella miró por la ventana de nuevo y dio una calada al cigarrillo.

—No tuve más remedio —dijo por fin.

—¿Qué quieres decir?

Hilda se encogió de hombros.

—Nada —respondió y se acomodó la almohada que tenía detrás—. Imagino que quedará raro cuando vayamos a Francia. Imagino que les parecerá raro.

—¿A quién? —dijo François, al tiempo que se levantaba de la cama y se acercaba a la ventana.

Hilda se rio y acercó la mano para tratar de cogerle el desnudo trasero.

—¡Quítate de ahí! —gritó—. ¡Quítate! Va a verte alguien.

De un salto, François se apartó de su mano, que no dejaba de moverse.

—Te hace el amor un apuesto oficial del Ejército francés. No debes avergonzarte.

Hilda se carcajeó y volvió a tenderse en la cama.

—Hombrecillo ridículo…

François se puso el cigarro en la boca y empezó a bailar desnudo ante la ventana, adoptando posturas de ballet y dando brincos, acompañado por las carcajadas, los chillidos de incredulidad y las protestas de Hilda.

—¡Quita de ahí! ¡Dios mío, quítate!

François fue hacia ella y se metió de un salto en la cama; la base se arqueó y el pie y el cabecero de hierro se inclinaron un instante, dedicándose una reverencia. Hilda apagó el cigarrillo y le quitó a François el que tenía en los labios. Luego se recostó, se subió las sábanas para taparse y dio una calada larga y reflexiva.

—¡Eh! —exclamó François, mientras se tumbaba a su lado y jugaba con los mechones de pelo que caían sobre la frente de Hilda—. ¿Por qué tan melancólica? ¿Quieres que baile otra vez?

—No —dijo ella con una forzada sonrisa—. Quédate donde estás.

—¿Qué pasa?

Ella lo miró y frunció el ceño.

—¡Qué seria! —gritó él, y le cubrió el cuello de rápidos y pequeños besos, haciendo que Hilda se retorciera y lo apartara de un empujón—. Qué seria.

—Estate quieto.

—¿Qué pasa? ¿Hilda?

Se apoyó en los codos, y ella lo miró y se pasó el cigarro a la mano izquierda para acariciarle la mejilla y luego, el lóbulo de la oreja.

—¿Qué pensará de mí tu familia? Si volvemos a Francia.

—¿A qué te refieres?

—Tú sabes a qué me refiero.

—Diremos que eres de Alsacia, de junto a la frontera —dijo él—. Podemos decir que estuviste en la Resistencia.

—Ay, por Dios —dijo ella, y lo echó a un lado.

—Bueno, tú te resististe, ¿no?

—¿La Resistencia? —dijo ella—. Un día llegué tarde a la fábrica de municiones porque me había emborrachado la noche antes. Mi padre no denunció a uno de sus empleados del banco por ser medio judío, de manera que éste desapareció cuatro semanas después de lo que tenía que haber desaparecido cuando mi primo se asustó y lo denunció. Eso no es precisamente ser De Gaulle.

—Nadie sabía adónde iban.

Hilda dio un resoplido.

—Sabíamos que no se iban de vacaciones.

—Tú hiciste todo lo que pudiste —dijo él, extendiendo el brazo hacia ella.

—No —dijo ella, y lo apartó de un empujón otra vez—. Nadie hizo todo lo que podía.

Él cayó bocarriba y se puso la mano en el pecho. Se imaginó haciendo pasar a Hilda a la cocina de la casa de labranza de sus padres. Vio a su madre tendiendo la mano y luego, al oír el acento de la mujer, apartándola bruscamente como si quemara; la vio retroceder tambaleándose hasta que la pared la detuvo y no pudo alejarse más. Vio a Hilda salir corriendo de la alquería y seguir el sendero que llevaba al pueblo, rodeado de viñedos, con las hojas secas y pardas.

—Les encantarás. ¿A quién no ibas a encantarle?

Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó François.

—No sé —dijo Hilda—. No espero a nadie.

—No abras.

Esperaron, pero la llamada volvió a sonar. Hilda salió de la cama y se puso deprisa el vestido, que estaba hecho un arrugado montón en el suelo junto a sus zapatos. Fue descalza a la puerta principal, que daba directamente al cuarto que hacía las veces de dormitorio, sala de estar y cocina, y echó un vistazo por la mirilla.

—¿Quién es? —dijo François en un susurro.

—Son niños. Tápate bien… como si estuvieras enfermo.

François se metió bajo las mantas, se las subió hasta el cuello y convirtió el rostro en una ridícula imitación de alguien con mala salud. Hilda le dirigió una triste sonrisa mientras volvía a la cama a ponerse los zapatos.

François apartó la vista de Hilda para observar el gran espejo apoyado en la pared de enfrente, y allí la vio regresar a la puerta principal y abrirla. Reflejados, vio a una niña y a un niño de pie, uno al lado de otro, alzando los grandes y parpadeantes ojos hacia Hilda, que era un poco más alta que los dos.

—¿Nos ayudas? —dijo la niña.

—¿Ayudarte con qué, pequeña? —dijo Hilda—. ¿Necesitáis comida? Porque nosotros apenas tenemos nada. Y mi esposo no se encuentra bien —añadió, señalando la cama.

El niño lanzó una ojeada a François y luego desvió la vista, de modo que las miradas de ambos se encontraron en el espejo. François puso su fingida cara de enfermo otra vez, y cuando la boca del niño, pequeña y cruel, no esbozó una sonrisa, François bizqueó y sacó la lengua. Cuando volvió a poner los ojos bien, el niño miraba de nuevo a Hilda.

—No necesitamos comida —dijo el niño—, es nuestra madre. Se ha caído en la calle. No había nadie más en la casa. ¿Vienes a ayudarnos?

François se dio la vuelta y dijo:

—Un momento. Voy a ponerme algo. Hilda, cierra la puerta.

—¡No! —exclamó el niño.

Hilda y François se quedaron mirándolo.

—Son… cosas de mujeres —dijo la niña bruscamente.

Hilda hizo un gesto afirmativo y miró a François.

—Tú quédate aquí. Serán dos minutos.

Él le sonrió y ella intentó devolverle la sonrisa, aunque daba la impresión de estar a punto de echarse a llorar. Pareció obligarse a apartarse de él, ponerse una chaqueta y salir con los dos niños.

Él se levantó de la cama y se puso unos calzoncillos y luego los pantalones. Encendió otro cigarro y miró por la ventana a la calle. No vio a nadie en el lado de enfrente, y estaba demasiado alto como para ver la acera de abajo, de modo que abrió la ventana y se asomó. La madre de los niños tampoco estaba allí. Quizá se hubiera desmayado en el patio del edificio. Sólo vio la cabeza descubierta de un viejo, sentado en los escalones que subían hasta la puerta principal, y a cinco mujeres en una cola que doblaba la esquina y recorría medio kilómetro por la calle adyacente hasta la bomba de agua practicable.

Ah! Mon beau château! Ma tant’, tire, lire, lire —cantó—. Ah! Mon beau château! Ma tant’, tire, lire, lire lo.

Notó que algo le apretaba el tobillo y por un momento creyó que había tropezado con algo, pero no: aquello le rodeó el tobillo y luego el otro y, antes de poder darse la vuelta, sus piernas se levantaban con mucho esfuerzo en el aire, sus rodillas se doblaban para arrodillarse sin encontrar dónde, porque ya estaban fuera de la ventana, y sus manos se extendían en el aire intentando coger algo, intentando coger algo, dando vueltas, tratando de encontrar algo que le sirviera de apoyo; y un sonido horrible, colores, el sol, el sol, ventanas al revés, un grito, al principio suave como una flauta pero que luego se ponía a ondular en un espantoso vibrato.