Igor Maslov
El oficial médico observaba a Igor haciendo muecas y rascándose una pequeña zona de psoriasis que tenía en la cara. Se sacudió las escamas de piel de la guerrera con naturalidad y dijo:
—¿Cómo ha sido su deposición esta mañana?
—Estaba normal —dijo Igor.
—¿Y no tiene fiebre? —dijo el doctor Yablonski.
—No. Nada de fiebre.
El médico asintió con gesto reflexivo.
—La deposición es el termómetro de la naturaleza… —leyó el nombre en sus notas de sala—, Maslov. No habría casi nada que yo no pudiera diagnosticar si viera las deposiciones de todo el mundo.
Había solicitado hacerlo, pero le habían denegado la petición.
En realidad Igor no había hecho de vientre aquella mañana, pero el antiguo maestro con llagas en la pierna que ocupaba la cama de al lado le había dicho que era mejor mentir para evitar críticas. Le dijo que un francotirador de su unidad se había pasado una semana sin evacuar, y que el doctor Yablonski volvió a meterlo en el quirófano que había tras la cortina de lona. Al cabo de dos días había muerto de septicemia.
—Sí —le dijo Yablonski a la enfermera. Al otro lado de la cama la enfermera mantenía abierto el vendaje del pie de Igor, igual que si presentara el contenido como un regalo—, no parece haber problemas en el dedo. —Apenas si le prestaba atención—. Véndeselo otra vez y después creo que puede irse. —Miró a Igor—. Evite mojárselo, si es posible, pero ya puede apoyarlo al andar. La uña se le caerá seguro, pero en una semana o así debería dejar de supurar.
Igor se sentó a la puerta de la tienda que funcionaba como enfermería y se fumó un cigarro. Ya era media tarde y parecía que estaba a punto de llover. Delante de la tienda un regordete soldado mongol almohazaba un caballo. Se había quitado la guerrera acolchada, que estaba en el suelo, y tenía la camisa desabrochada hasta mitad del pecho. Por lo visto era completamente lampiño. Igor haría una broma sobre él más tarde en el comedor, diciendo que parecía un bebé enorme con una pistola.
—¿De dónde eres? —preguntó en voz alta Igor.
Al principio el soldado no alzó la mirada, pero al no oír respuesta de nadie, miró a su alrededor y luego le echó una ojeada a Igor.
—¿Yo? —dijo.
—Sí —dijo Igor.
—De Ulán-Udé.
—¿En Rusia?
—Sí —dijo el soldado—. Claro.
Igor hizo un gesto afirmativo.
El caballo sacudió la negra cola. El soldado se quedó callado. Cuando empezó a cepillar al animal otra vez, en su visión periférica vio que Igor lo miraba expectante. Mientras terminaba los flancos del lado izquierdo y se trasladaba a la derecha, dijo:
—¿Tú?
—Pereslavl-Zalessky.
Las palabras habían estado esperando en sus labios y salieron apresuradamente.
—Ah —dijo el soldado mongol, y asintió.
—¿Tenéis muchos caballos en Ulán-Udé?
—Sí —dijo el soldado.
—¿Has oído hablar del lago Pleshchéyevo? —dijo Igor.
El soldado meneó la cabeza.
—¿La flotilla de diversión? ¿Pedro el Grande?
El soldado volvió a negar con la cabeza. Igor se encogió de hombros.
—Es el lago más precioso del mundo. Precioso. No hay mejor sitio para vivir. El lago es precioso de verdad. Nadas todos los días en verano. La ciudad es maravillosa. No está demasiado lejos de Moscú si necesitabas algo especial, pero ¿sabes?, hasta que empezó la guerra nunca tuve que ir a Moscú… porque todo lo que necesitaba lo tenía allí. —Igor encendió un nuevo cigarro con el viejo y arrojó la colilla al suelo, a sus pies—. ¿Tienes familia?
—Cuatro hijos —dijo el soldado.
—¿Cuatro? Yo tengo dos. Pequeños… la guerra vino a cortarme la corriente. —Le guiñó un ojo al soldado, pero no obtuvo respuesta—. Tendremos más cuando vuelva, y entonces Rada y Matvei ya tendrán edad de ayudar a su madre; así a lo mejor no está tan mal.
Igor pensó en sus hijos y luego en su mujer. Se acordó de un verano que la abrazó en el lago cuando eran novios. Se habían pasado todo el día nadando o tumbados al sol, y la piel de la cara se les puso caliente y tensa. Igor se mareó con el sol, pero no quiso apartarse de Anna; por primera vez sentía que una mujer a quien adoraba experimentaba lo mismo por él. No como la hija del granjero o la frígida maestra de Rostov. Cuando el sol bajó volvieron a meterse corriendo en el agua, y nadaron hasta adentrarse tanto que los dedos de los pies apenas tocaban el lecho del lago. Anna se agachó en el agua y al subir se echó atrás el pelo e Igor vio que tenía los hombros desnudos. Anna le cogió las manos bajo el agua y se las guio hasta sus pechos: se había bajado la mitad superior del traje de baño. Hasta entonces Igor no había tocado más que el brazo de una mujer, y sintió un escalofrío cuando tocó su carne, firme y con el vello erizado del agua fría.
—¿Qué te ha pasado en el pie? —dijo el soldado.
Igor bajó la mirada y se estremeció al recordar la uña infectada que llevaba meses atormentándolo, y luego el escalofrío de dolor, aquel pequeño estallido cuando la flaca desescombradora rubia le dio un pisotón.
—Me metí en una pelea con unos fascistas, allá abajo en la Helmholtzplatz.
Desde que había empezado a tratar con Frau Beckmann y sus chicas no había más que mujeres alemanas molestándolo. Ah, pero aquella Leica… Recordó su peso frío en la mano, como una pistola.
—Bueno, adiós —dijo el soldado, al tiempo que cogía el caballo por las riendas y lo llevaba detrás de la tienda.
—Sí, adiós, camarada —dijo Igor.
Se puso en pie y se marchó despacio del hospital. Notaba el dedo enorme dentro de la bota, pero al menos ya no le dolía.
Su padre se había ido a vivir con ellos para ayudar a Anna y a los niños cuando a Igor le dijeron que lo habían reclutado. Una noche, ya tarde, después de estar emborrachándose con su padre desde el atardecer, ambos salieron de la casa y fueron paseando por la orilla del lago. Intentaban esperar a que saliera el sol, pero mientras aún estaba oscuro su padre lo cogió por el cuello —su gran barba crujiendo en la mejilla de Igor, el agrio olor a vodka en su aliento— y le dijo:
—Si esos alemanes de mierda llegan a Moscú, traeré a Anna y a los niños al lago, después me rezagaré para coger algo, fingiré que estoy cogiendo algo, y entonces —añadió, apuntándolo con los dedos como si tuviera una pistola— pum, pum, pum. No te preocupes. Ningún alemán va a tocarlos.
A Igor lo horrorizó esta idea, pero no dijo nada. Se limitó a clavar la mirada en el agua azul oscuro, viendo cómo las pequeñas olas acariciaban la orilla cenagosa.
Alzó la vista y, al encontrarse un muro de escombros delante, se dio cuenta de que se había equivocado de camino de vuelta a la base. El cielo oscurecía, y nubes de lluvia se cernían por el oeste. Intentó trepar por los escombros, pero al ponerse de puntillas para tratar de mirar por encima el dedo empezó a darle punzadas y se lo pensó mejor. Cuando volvió sobre sus pasos encontró que la ruta de regreso la bloqueaba una mujer baja, con el pelo lacio y pardusco y unas raras pestañas negras y tupidas, vestida con una gruesa chaqueta de lana. Igor echó un vistazo por la calle para ver si la acompañaba alguien, pero parecía estar sola, así que le dijo en ruso: «¿Tú perdida también?». No sabía cómo se decía en alemán, de modo que intentó imitar la expresión de estar perdido: un encogimento de hombros y una mirada penetrante.
La mujer miró detrás de ella y luego de nuevo a Igor; cuando se dio la vuelta, Igor vio que tenía una gran marca de nacimiento, como una mancha de vino de Oporto: un colorado charco que le bajaba en curva desde el ojo, por la mejilla, hasta secarse junto al cuello. Igor se le puso delante, sacó una mano del bolsillo y le rozó un lacio mechón castaño que se escapaba por debajo del pañuelo.
—Eres Frieda, ¿verdad? —dijo en ruso—. Así que has vuelto a por otra ganga.
Le acarició el pelo con suavidad y la miró. Ella temblaba, con la vista clavada en la pechera de la verde guerrera acolchada de Igor. Éste apartó la mano, se la llevó a la entrepierna y se dio un apretón.
Sintió algo pegado al estómago y bajó la mirada a tiempo de ver el cañón de la pistola. Se oyó un estallido y la chica gritó, y de pronto un dolor caliente estalló en el abdomen de Igor.
—¡Ay, joder! —exclamó—. ¡Hija de una puta!
Cayó de espaldas tratando de agarrarse el costado, mientras la sangre tibia se le colaba por los dedos. La chica había dejado caer la pistola y se había tapado la cara. Ahora miró entre los dedos y lanzó un grito al ver que no estaba muerto.
—¡Cerda chiflada! —gritó Igor—. ¡Puñetera cerda chiflada!
Se levantó como pudo y, de un puntapié, apartó el arma antes de que ella pudiera cogerla otra vez. Intentó echar mano a su pistola, pero mientras se rebuscaba en el lado recordó que había tenido que dejarla al ingresar en el hospital. Dio un tumbo hacia ella, pero la chica retrocedió de un salto e Igor se dobló al sentir que el dolor del estómago lo recorría entero como una ola. La oyó sollozar y alejarse, oyó el crujir de sus pies sobre el polvo de ladrillo que había en el suelo. Entonces se arrodilló y se inclinó.
—¡Acabo de salir del puto hospital, puta alemana! —gritó.
Se acurrucó, tratando de reunir fuerzas para levantarse y volver dando traspiés al hospital. Inspiró hondo y decidió que tendría que pedir auxilio. Pero cuando alzaba la cabeza para lanzar un grito vio que la chica corría otra vez hacia él. Llevaba en alto, sostenido precariamente por sus delgadas muñecas, un trozo de hormigón, y cuando Igor intentó levantarse para detenerla, ella se lo tiró a la cabeza. El primer golpetazo no le dio de lleno, pero le abrió un gran tajo desde la frente hasta el párpado. Igor chilló y agitó los brazos con violencia, tratando de echarle mano. El segundo golpe fue más certero, y cayó sobre el cráneo con un horrible ruido sordo, salpicando de sangre la cara de la chica. Pero ella lo golpeó de nuevo, y luego otra vez, y después otra y otra, hasta que Igor dejó de moverse.
La chica registró el pequeño zurrón de cuero que Igor llevaba atado con una correa a la delantera, y sacó cigarrillos, un encendedor y un pequeño silbato tallado a mano; por último le quitó el reloj de la muñeca antes de huir calle abajo.