Un pequeño paquete de carne de caballo
Kasper despertó dolorido, pero menos débil. Se levantó como un cervato recién nacido, con los pies muy separados, temblando mientras recobraba el equilibrio. Fue a la puerta, se apoyó un instante en el marco y salió al pasillo para ir al cuarto de su padre. Pero éste ya estaba despierto, de pie en el corredor con las manos en los bolsillos de los pantalones, los tirantes sueltos, los pies descalzos y la cabeza levantada hacia el techo. De su cara surgía un rayo de luz plateada, lleno de centelleantes motas de polvo.
—¿Papá? —dijo Kasper.
—Hay un agujero en el tejado —dijo el padre, sin apartarse.
—¿Grande?
—Bastante grande.
El viejo miró a su hijo.
—¿Te encuentras algo mejor?
—Un poco. Menos mareado.
El viejo asintió.
—¿Se espera a Fräulein Hirsch?
—Eso ha dicho.
Un viento suave pasaba por el agujero, oculto a la vista de Kasper; un grave silbido, como si alguien soplara en la parte superior de una botella de vino vacía.
—¿No tenías que buscarle una cosa? ¿Hacerle un encargo?
—Sí que tenía. Que tengo. Información.
—¿Tan difícil es de conseguir?
Kasper se rascó el cuello, la canosa sombra de barba de dos días.
—La verdad es que no.
El viejo entornó los ojos.
—La tengo ya —dijo Kasper.
—Entiendo —dijo el viejo, volviendo a mirar el agujero.
—Sé lo que estás pensando.
—Conque lo sabes, ¿no?
—Que no se la doy para que no deje de venir. Para que me cuide… o algo parecido.
Su padre inspiró todo lo hondo que pudo, y el aire entró y salió con un sonoro chisporroteo.
—Cuando puedas subirte a una escalera de mano, al menos deberías cegar el techo. De nada sirve esperar a que llueva.
—No es lo que crees. Estoy buscando más información para protegerla. Está en un trance.
—¿Qué clase de trance?
—Aún no lo sé. Todavía no. Pero si espero… Imagino que podría darle la información. Tal vez debería dársela. A lo mejor hoy. No lo sé.
El viejo lo miró de nuevo.
—Bueno, tú lo sabes mejor que nadie, hijo.
Kasper intentó esbozar su sonrisilla de satisfacción más irónica. El viejo sonrió con aire de complicidad. Oyeron los pasos de Eva en la escalera. Kasper se volvió hacia la puerta, cogió las tablas apoyadas en ella para apartarlas y las dejó caer al suelo cuando le flaquearon los brazos.
—¡No se haga daño! —le llegó la voz de Eva, amortiguada por la madera.
Kasper abrió de un tirón y la joven pasó majestuosamente llevando un cubo. Él oyó chapotear algo dentro cuando ella atravesó hasta la cocina y, con un amplio movimiento del brazo, lo puso en la encimera.
—¿Dónde está su padre?
—Estaba aquí protestando hace un momento. Ahora ha desaparecido como por arte de magia.
Ella le sonrió. Tenía el chaquetón abierto y llevaba puesto un vestido que Kasper no le había visto antes. Era rojo, y se fruncía de forma extraña bajo las axilas, donde Eva había procurado ajustárselo al plano busto.
—¿Por qué no está usted moviendo escombros otra vez? —dijo él.
—Es domingo.
—¿Cómo? —exclamó una voz desde la otra habitación—. ¿Es domingo?
—¡Sí, Herr Meier! —gritó Eva—. Chicos, ¿no observan ustedes el santo sabbat?
—Nosotros no observamos el santo nada —respondió Kasper.
—Pues hace un día precioso, brilla el sol, apenas hay un poco de nieve esta mañana y tenemos la cuota de leche para el trabajo pesado, por gentileza mía —dijo ella, dándole una palmadita al lateral del cubo.
—¿Qué tiene en la cara? —dijo Kasper.
—¿Dónde? —dijo ella.
—Venga aquí.
Kasper se humedeció el pulgar y le quitó frotando unas manchas marrones.
—Es sangre.
Eva frunció el ceño y luego dijo:
—Ah, es de la carne, claro.
—¿Carne? —dijo Kasper.
—Sí —dijo ella, al tiempo que se sacaba del bolsillo del chaquetón un pequeño paquete, envuelto en papel de periódico y ensangrentado, y lo dejaba sobre la encimera—. ¡Carne fresca!
—¿Qué clase de carne?
—De caballo —dijo ella—. Había uno flaco que se había muerto cerca de la Savignyplatz, aún estaba enganchado al carro. Oí gente gritar cuando el carro se volcó y corrí hacia los gritos. Se lanzaron sobre el animal como hienas, fue brutal.
Abrió el paquete, y un metálico olor a sangre salió del pequeño montón de carne oscura y llegó hasta donde estaba Kasper.
—¿Lleva usted un cuchillo en el bolsillo?
—No, pero conozco al carnicero que trabaja a la vuelta de la esquina, y él me cortó un pedazo.
—¿Qué quiso a cambio?
—No todo el mundo quiere algo a cambio.
—Todo el mundo quiere algo a cambio.
Eva meneó la cabeza.
—Bueno, en fin, estuvimos charlando después…
—Ya me imagino.
—Ay, cállese ya. Estuvimos charlando después, unos cinco minutos como mucho, y cuando fui a marcharme, el caballo entero había desaparecido. Quiero decir, desaparecido del todo: no quedaba ni una pizca de nada, menos los intestinos, que le colgaban del costillar pelado como una bolsa de… bueno, no sé de qué. Era increíble. Y entonces un mequetrefe pequeño y feísimo metió un palo allí y aquello empezó a apestar a, bueno, ya sabe, a caca.
Kasper se rio del término pueril.
—Fue horrible —dijo Eva—. ¡No se ría de mí!
La risa se apagó y Kasper dio un suspiro.
—Gracias por la carne.
—De nada —dijo ella.
—¿Me ayuda a sentarme? —preguntó él, al tiempo que se ponía delante de la silla—. No me doblo muy bien, llego a la mitad y luego me dejo caer sin más.
—Un momento, tengo los dedos manchados de sangre.
Eva se los limpió en un trapo y luego pasó el brazo por la espalda de Kasper. Éste le echó un brazo por encima del hombro y se agacharon juntos. A Kasper se le fue el cuerpo, Eva se cambió de lado para sujetarlo y de pronto estaban abrazados. Kasper trató de apartarse, avergonzado, pero ella se agarró a él un momento, con la cara pegada a su pecho.
—¿Va a estar bien? —dijo.
—Estoy muy bien cuando bajo —dijo él.
La joven lo soltó despacio hasta que estuvo sentado, y después se puso de pie y apartó la mirada, incómoda.
—No tiene por qué traernos sus suministros de leche —dijo él.
Eva inspiró hondo.
—¿Siempre es usted así de desagradecido con todo?
—No estaba siendo desagradecido, sólo pretendía…
—Con mis víveres hago lo que quiero.
Él la miró. Se había dado la vuelta y esperaba, con el ceño fruncido y la mano en la cadera.
—Dios, quiero salir de esta puñetera casa —dijo Kasper.
—Necesita aire libre. Huele mucho a cerrado aquí dentro.
—No estoy seguro de estar listo para enfrentarme a la escalera.
—Es una lástima que no tenga balcón.
—Oh, si tenemos una especie de balcón —dijo Kasper—. Deme una manta.
Eva le pasó la marrón de lana de la cama, y Kasper se envolvió en ella. Luego encendió uno de los dos cigarros ya liados que estaban en el alféizar. La brillante punta tembló al darle la primera calada. Se puso de pie con esfuerzo y salió al pasillo. Dejó atrás la habitación de su padre y siguió hasta la puerta que había al final.
—Vamos —dijo.
—Creía que eso no llevaba a ningún sitio.
—Y no lleva —dijo Kasper. Arrancó los trapos que estaban metidos por debajo de la puerta y notó que una brisa le pasaba por los pies—. Dele un empujón.
Eva hizo girar el picaporte y empujó la puerta dos veces. Volvió a empujarla, más fuerte, y de pronto irrumpió en el vacío que había detrás. Le cayó polvo en la cabeza, seguido de un soplo de aire frío y limpio. Farfullando, se sacudió el polvo del pelo, se lo quitó de la cara y abrió los ojos. Se encontraban en una habitación: el techo, la pared posterior y la pared lateral eran el cielo, pero el suelo continuaba intacto; en el centro del parqué seguía estando una alfombra, torcida, estropeada por la intemperie y moteada de madera quemada, ceniza y un leve espolvoreo de nieve, como azúcar glas. La pared delantera todavía estaba medio en pie, cubierta por los restos de un empapelado a rayas.
—¡Dios! —exclamó Eva.
Un herrerillo fue revoloteando a la parte superior del gran horno alicatado que en su día calentaba la habitación. Dio unos cuantos saltos, bajó al suelo cerca de los pies de Eva y ladeó la cabeza.
Con la mano, Kasper indicó a la joven que lo siguiera.
—Cierre la puerta —dijo—. No quiero matar al viejo.
Se sentó en una viga caída que sostenían, como si fuera un banco, una segunda viga en un extremo y los restos de un lavabo en el otro. Eva se sentó junto a Kasper y contempló con atención los destrozos de abajo, aquel extraño mar de paredes verticales, como ruinas antiguas.
—Esto es increíble —dijo.
—Hace bastante calor al sol —dijo él, parpadeando.
—Mire el cielo —dijo Eva.
Kasper alzó la vista. Estaba azul y despejado. Se oía el canto de un pájaro, aunque Kasper no veía ninguno, y una suave brisa vivificante hacía volar por el aire cristales de nieve que, mientras giraban, refractaban la luz haciendo brillar los colores del arco iris. Eva alargó la mano y empezó a darle vueltas, luego miró a Kasper y se rio como una niña.
—Ay, qué preciosidad. Vamos a comer aquí fuera. ¿Está usted bastante abrigado? El aire fresco le vendrá bien.
Kasper se encogió de hombros.
—Ya estoy sentado —dijo, y dio una calada al cigarro.
—Qué maravilloso —dijo ella—. Qué maravilloso.
Kasper la miró: sus ojos reflejando el azul del cielo, el fino vello blanco, iluminado, del rostro, más largo sobre los finos labios abiertos. Se fijó en unas cuantas manchas marrones que tenía cerca de la oreja.
—Todavía tiene sangre en la cara —dijo.
Ella se humedeció los dedos y se frotó la sien con gesto tímido.
—Bueno —dijo—. ¿Se ha quitado?
Él asintió con la cabeza y apartó la mirada.
—¿Qué hará usted? —preguntó—. ¿Cuando todo esto acabe? ¿Cuando todo vuelva a la normalidad?
—¿Yo? —dijo ella—. ¿Por qué me pregunta eso ahora?
Él se encogió de hombros. Eva lo miró, sonrió y luego echó un nuevo vistazo abajo, a todas las ruinas.
—¿Cuando vuelva a la normalidad? Yo tenía cinco años cuando los nazis tomaron el poder. Y once cuando empezó la guerra. ¿Qué sería lo normal?
—Creía que tenía usted veinte años.
—Casi veinte —dijo ella.
—¿Cuándo los cumple? —dijo Kasper.
—El día siete. Es el martes, creo. La verdad es que no había pensado en ello.
Observaron un avión que se aproximaba desde el este para aterrizar. El ronroneo de las hélices resonaba en el aire inmóvil.
—Entonces, ¿cuál es su plan? —dijo Kasper—. ¿Su estupendo plan de fuga?
—¿Por qué debería ser un plan de fuga? —dijo Eva.
—Todo el mundo quiere huir de Berlín.
Eva apoyó la cabeza en su hombro. Él la miró.
—Mmm —dijo ella con ausente conformidad—. Imagino que sí. ¿Cuál es su plan?
—¿El mío? ¡Ja! Yo soy el único que no trata de escapar.
—¿Por qué no?
—Responsabilidades.
—¿Su padre? Es idéntico a usted —dijo ella—. No puedo creer que nadie se lo haya calculado todavía.
—Nadie ha querido calcularlo —contestó Kasper.
Se quedaron callados. Eva se echó hacia delante un mechón de pelo y lo miró fijamente, buscando puntas abiertas. Alzó la vista y con el extremo del bucle se rozó la punta de la nariz.
—La verdad es que sí que tengo un plan, pero va usted a reírse de él.
—Continúe —dijo Kasper.
—¿Me promete que no se reirá?
—Lo prometo —dijo él—, siga.
Ella movió la cabeza. A Kasper empezaba a dolerle el hombro bajo su peso.
—Quiero ser actriz.
—¡Ja! —dijo Kasper.
—Sabía que sería usted así. No sé por qué he…
—Perdone —dijo él—. No abriré la boca.
La joven se concentró en las puntas del pelo otra vez.
—No quiero ser actriz de Hollywood ni nada parecido. Es decir, no me importaría, claro. Si se presentara alguien, ya sabe… Pero sólo quiero ser algo así como una actriz de teatro normal. Quizá alguna película alemana algún día, si empezamos a hacer películas otra vez. No tiene por qué ser Hollywood. No es tan malo, ¿no? Aunque sé que es a lo que aspiran las chicas orgullosas y estúpidas.
Kasper se frotó la cara.
—No, eso no es una tontería —dijo—. ¿Qué clase de obras?
—No sé —dijo Eva, y se quedó en silencio un momento—. Nunca he visto ninguna.
—¡Nunca ha visto usted una obra de teatro!
—He leído un montón, todo lo que encuentro. Pero nunca he visto una. —Se rozó los labios con el pelo—. Encontré un ejemplar de Maria Magdalena en un intercambio de libros que hay cerca de la estación y dentro había unas fotografías de escenas. Unas fotos de producción. Eran muy raras, pero cuando las veo me imagino allí en la oscuridad. Imagino que es algo completamente mágico. A lo mejor me llevo una desilusión tremenda si alguna vez consigo verlo.
—¿Sus padres no eran aficionados a la cultura?
—No, la verdad es que no. Al menos a esa clase de cultura. Y en realidad yo tampoco tenía edad suficiente para ir. ¿Ha ido usted al teatro?
Kasper se rio.
—Sí, he ido al teatro.
—¿Le gustaba?
—Sí —dijo él.
—¿Cómo es?
—¿Qué quiere decir?
—¿Cómo es? La experiencia.
—Bueno —dijo Kasper—, primero se entra. Todo el mundo se apiña en la parte delantera.
Eva cerró los ojos.
—Todo está alfombrado de rojo, una alfombra muy gruesa. Se toma una copa… antes era sekt, a veces incluso champán. Luego se entra en el patio de butacas de la planta baja, o en el paraíso.
—¿Ha estado alguna vez en un palco?
—Yo tenía un bar.
Eva sonrió y asintió, con los ojos cerrados aún.
—Siga.
—Bueno, luego se sienta uno, y los asientos se doblan hacia abajo, son abatibles. Bastante cómodos al principio, aunque pican un poco; en verano hace calor con toda la gente. Y huele como a… no sé. A cuerpos, a perfume, a vino. Y luego empieza la obra.
—¿Y es maravilloso?
—Puede serlo —dijo Kasper.
—¿Y cómo se viste uno? —dijo ella.
—Se viste ropa elegante, traje de etiqueta.
—Apuesto a que quedaba usted muy distinguido con traje de etiqueta.
Kasper se rio.
—Como un escolar. Yo siempre cogía los de Phillip, y las mangas me quedaban cortas. Él nunca venía, no lo soportaba.
—¿No soportaba el teatro?
—Sí, no sé por qué. Y si venía, no paraba de moverse todo el rato, y luego o se emborrachaba en el intermedio o se marchaba. No se concentraba más de unos diez minutos. Casi nunca terminó un libro.
—¿Cómo era?
—¿Phillip? —Kasper meneó la cabeza—. Encantador. —Phillip sonreía, entraba corriendo en el lago, lo llamaba—. Yo… —Phillip reía, estaba dormido sobre su hombro en un tren, cogiéndole la mano por debajo de la chaqueta que tenía en el regazo—. ¿Cómo se resume a alguien?
Phillip sermoneaba a Kasper sobre la inflación, deambulaba con aspecto aburrido en una librería, andaba calle abajo haciendo eses, vestido de Struwwelpeter.
—Fuimos muy felices —dijo Kasper—. Muy felices mucho tiempo. Me cuesta hablar de eso.
—No se preocupe —dijo Eva. Se puso derecha, sacó un cigarro de la pitillera y lo encendió—. ¿Quiere otro?
—No.
Kasper notaba unas ácidas náuseas, y los pulmones le dolían.
—Hablando de planes… —dijo Eva.
—Sí.
—Yo…
Ella dio otra larga calada y echó un fino chorro de humo al aire limpio.
—Suéltelo.
—Me preguntaba si habría vendido usted aquellos pasajes y aquella documentación.
—Aún no —dijo Kasper.
—¿Va a venderlos?
—Sé lo que está preguntándome —dijo Kasper—. Pero mi padre…
Le echó una ojeada a Eva que, con gesto inexpresivo, miraba fijamente hacia delante. Se imaginó sentado en un teatro de una de aquellas ciudades altisonantes: Nueva York, Chicago, Los Ángeles. Se imaginó coches, aviones en lo alto, millones de personas, edificios muy juntos, platos llenos de comida y hombres riendo y bebiendo. Vio a Eva sobre un escenario —las luces brillaban tanto que se sentía el calor que daban—, con la piel empolvada y mate, los labios pintados de carmín, mientras alguien, un hombre, apretaba su pierna contra la de él. Luego vio a su padre solo en el piso vacío, viviendo con dificultad y luego rodando escaleras abajo. En los huecos de su cuerpo se amontonaba la nieve en polvo que entraba por la ventana rota.
—Si algo cambia… Dios, cómo se me ocurre… Ahora no puedo. No puede ser.
—No importa —dijo ella en voz baja—. No creo que me marchara siquiera. No sé hablar inglés, la verdad es que no. Apenas alguna palabra.
Se examinó la uña rota del pulgar y se la metió en la boca.
Después de darle unos cuantos trozos de ennegrecida carne de caballo al viejo, que la cogió y volvió dando traspiés a su cuarto, Eva puso otro plato que contenía el resto sobre la viga que estaba entre ella y Kasper.
—¿No tiene frío?
—Sienta bien estar fuera —dijo Kasper. Miró la carne de caballo—. ¿La ha freído sin más? —dijo, cogiendo un trozo.
—¿Y qué otra cosa iba a hacer?
Kasper le dio la vuelta a la carne y luego se la llevó a la nariz. Parecía carbón, y olía a carne quemada de ternera.
—¿Le ha puesto algo?
—¿Qué, por ejemplo? —dijo ella, frunciendo el ceño—. Se le ha acabado a usted el azafrán. Ande, cómaselo, ¿quiere?
Se metió un pedazo entero en la boca y se puso a masticar con absoluta determinación. Kasper partió su trozo por la mitad de un mordisco y lo molió despacio entre los dientes. Estaba muy duro, todavía sabía a sangre y tenía un extraño regusto dulzón.
—¿De qué parte la ha cortado?
—Yo no la corté. La cortó el carnicero.
Kasper logró tragar la primera mitad.
—Me parece que se ha guardado los trozos buenos para él —dijo.
Había un asomo de sonrisa en la comisura de sus labios. Eva se rio y Kasper empezó a reír también. Tomó otro bocado, pero le había dado la risa y le costaba tragar.
Eva procuró sacudirse las carcajadas por los brazos y las piernas para poder tragarse el pedazo de carne de caballo, pero empezó a temblar y, al intentar tragar, se atragantó y se puso colorada al tiempo que lo escupía, riendo a la vez. Se levantó de un salto y, agitando la mano delante de la cara, fue hasta el borde de la habitación mientras Kasper se secaba las lágrimas de los ojos.
—A usted le ha gustado —dijo ella, limpiándose las lágrimas con el interior del brazo porque aún tenía los dedos grasientos.
—Sí —dijo Kasper—, estaba delicioso.
—No me gusta alardear —Eva hizo una pequeña reverencia—, pero debería usted probar mi burro —dijo, y empezaron a reír otra vez.
Kasper se la imaginó entrando en su bar, antes de la guerra. Entonces la habría descubierto, la habría tomado bajo su protección. Ella habría formado parte del grupo. La vio sobre una esterilla, por la parte de los lagos. Marta tumbada, Phillip nadando, Eva riendo.
Algo llamó la atención de Eva, que miró hacia abajo, asomándose al borde del suelo por el lateral del edificio. Cogió un gran trozo de mampostería y lo lanzó lejos con aterradora facilidad. El cascote dio en el suelo con un golpe sordo que sacudió las vigas donde estaba sentado Kasper. Ella se acercó más al borde.
—Hay un cráter de bomba de los buenos aquí detrás —dijo, al tiempo que se frotaba las manos para quitarse el polvo—. Hace que el suelo se hunda muchísimo más.
—Debería apartarse de ahí —dijo Kasper.
Arrastrando los pies, Eva se acercó un poco más al filo y se volvió a mirarlo.
—¿Intentaría salvarme, si le dijera que iba a saltar?
—Fräulein Hirsch, no sea tonta.
—No me parece que Frau Beckmann me echara de menos, ni las chicas.
—Eva… el suelo no es seguro. Vas a perder el equilibrio.
—Ya nos tuteamos —dijo ella. Lo miró y sonrió—. He pasado un buen día —añadió—. Buen día para marchar.
Y dio un brinco, un saltito sin sentido, y se cayó por el borde del suelo.
—¡Eva! —chilló Kasper.
Echó a correr hacia delante y la camisa se le salió, mientras sus débiles miembros se estremecían de dolor.
—¡Kasper! ¡Kasper! —gritó ella. Estaba menos de medio metro más baja que antes—. Hay un pequeño saliente aquí. Era una broma. Era una broma, claro.
—¡Pequeña idiota! —exclamó él—. ¡Quítate de ahí!
Con cuidado, Eva volvió a subir al suelo.
—Entra otra vez —dijo él. Intentó empujarla hacia delante, pero un intenso dolor le subió como una ola por el brazo—. ¡Maldita sea! —gritó.
La siguió por la puerta, cerró de un tirón al entrar y se dirigió a la cocina.
—Por Dios… Por Dios… No puedes hacerme esto. Tienes que irte ya. Vete a casa —dijo.
Fue a buscar la chaqueta y sacó el arrugado papel al que había pasado los nombres de los dos pilotos. Se lo tendió. La manta se le resbaló de los hombros y cayó en un montón a sus pies.
—¿Qué es esto? —dijo ella.
—La información. Del piloto. Hay dos nombres, pero es uno de ellos. Supongo que basta con eso.
Ella miró fijamente el papel.
—¿Cuánto hace que lo tienes?
—Justo antes de que Hans y Lena… Justo antes de que me encontraras en la calle.
—¿Por qué no me dijiste nada?
A Kasper empezaba a temblarle el brazo y lo bajó. Eva fue a la silla de Kasper y se sentó en ella, encorvada, con los brazos en el regazo y las manos entre las piernas.
—Te has enfadado —dijo Kasper—. Lo siento. Debí decírtelo. Pero no creí que estuvieras preparada.
—¿Que no estaba preparada?
—Si esperas, todavía puedo encargarme de los Beckmann.
—Tú no puedes…
—Puedo, y podremos con esto. No tenemos que coger un barco… lo solucionaré.
Eva clavó la mirada en el rincón del cuarto.
—Tú no sabes lo que es esto.
—Porque no quieres decírmelo. —Kasper se sentó en la silla que estaba al lado, bajando despacio y agarrado al respaldo—. Pero ya tienes tu información —dijo en voz baja—. Se acabó.
—Sí —dijo ella con frialdad.
—Entonces, ¿ya has terminado? ¿Cuando arregles lo del piloto?
—En cierto sentido —dijo ella.
—Si no vienes aquí, ¿no puedes irte a casa?
—Ya te lo he dicho, no tengo casa —dijo ella.
—¿Cuidará Frau Beckmann de ti?
Eva se rio.
—Aquello no es mi casa.
—¿Y tu familia?
—No tengo familia.
—Debe de haber alguien… una tía.
—Nadie. No hay nadie.
Kasper dio un resoplido.
—No es posible que no haya nadie.
—¿Quieres saber de mi familia? —dijo ella, casi gritando ya—. ¿De verdad? Tú… —Dejó la frase sin terminar, inclinó la cabeza y la apoyó en una mano; con la otra se tocó la sien, donde él le había limpiado la sangre del caballo—. Les entusiasmaba Hitler, ésa era mi familia. Iban a todos los desfiles, cantaban las canciones. Papi trabajaba para el principal ministerio de Seguridad del Reich. Trabajaba en logística… en transporte, ya sabes a lo que me refiero. Tropas, cañones y bombas… personas.
»Cuando oímos los cañones rusos, mamá y papá fingieron que no estaban cerca para que me durmiera. Pero entonces oí un porrazo y supe que estaban en la casa. Y luego oí llorar a mi madre. Quise correr junto a ella, pero me habían enseñado a quedarme bajo las sábanas y estar muy callada si entraba alguien. A no hacer el menor ruido, oyera lo que oyera. Así que me tumbé lo más quieta que pude. Luego oí que alguien subía la escalera. Pensé: bueno… se acabó. Y recé —aunque mis padres no eran creyentes—, le rogué a Dios que salvara a mami y a papi y que nos encontráramos en el cielo. Parece una bobada, ¿verdad?
Sonrió un instante y se mordió el labio cuando la sonrisa se desvaneció.
—Mi puerta se abrió. Oí que alguien entraba. Yo sabía que no debía moverme, pero no pude evitarlo. Me hice un ovillo, sin pensar. Pero no dije nada.
Eva se sorbió la nariz y tragó saliva. Bajó la mano y miró a Kasper como pidiéndole permiso para continuar. El ojo bueno de Kasper se estremeció. Él hizo un gesto afirmativo.
—Sentí una mano sobre las sábanas —prosiguió ella—. Subió tanteando hasta que encontró dónde estaba mi cabeza, y entonces sentí una explosión.
»La verdad es que tuve mucha suerte. La pistola era muy vieja y la bala me atravesó la mano, me las había puesto sobre la cabeza. Y sólo me rozó la cabeza y entró en el colchón. Me dolió —¡Dios, cómo me dolió!—, pero no me moví. Y tenía sangre por todas partes, en el pelo, la… en la boca.
»Y entonces me hice la muerta. Pero luego oí llorar a mi madre y pensé: la han traído aquí arriba para que vea cómo me matan. Pero no me moví, porque creí que a lo mejor lo dejaban así. Pero entonces sonó otro disparo. Procuré no gritar, y lo conseguí. Creí que iba a vomitar. Pero nadie salió de la habitación. Y al cabo de un rato la mano me dolía muchísimo y… Bueno, me quité las mantas. Y mi madre estaba allí: se había matado de un tiro en la boca, ¿comprendes? Después de haberme pegado un tiro a mí.
»Y entonces fui abajo. Y, por supuesto, mi padre estaba muerto también. Tenía… tenía la cabeza…
»Los rusos llegaron la tarde siguiente. Me encontraron y me llevaron a un hospital. ¿No es gracioso?
Miró a Kasper, sonrió y después trató de reír, pero su risa sonó como un extraño gruñido ahogado.
—No lloro por eso, de verdad que no. Sí que tengo un tío que aún vive. Él nos contaba historias de la invasión de Polonia. Recuerdo una: sobre un hospital de niños, niños chiflados, imbéciles, ¿sabes? Y entraron en el hospital y los mataron a tiros uno por uno en sus camas. Estaban todos atados, de manera que fue muy fácil. Así que ésa es mi familia —dijo—. Lloro por los niños del hospital. Aún lloro. Veo sus caras, sus ojos, como si estuviera allí. Como si supiera cómo eran. Lloro por eso algunas veces. Ah, y en realidad lloro por toda clase de cosas más.
Kasper alargó el brazo y le cogió la mano.
Ella se sorbió la nariz unas cuantas veces.
—Así que, ¿tú conocías a gente? Es decir, ¿a gente de la que se llevaron?
Kasper le abrió los dedos y le miró la gruesa cicatriz rosa que tenía en la palma.
—Sí —dijo.
—¿Se llevaron a alguien de aquí?
—Una familia de la parte delantera del edificio, creo. Antes de que yo viniera a vivir.
—¿A todos?
—Sí —dijo Kasper—. A todos.
—¿Y amigos?
—Sí.
—¿Maricas?
Kasper hizo un gesto afirmativo.
—Sí. Claro —susurró.
—No sabía que se los… llevaban a ellos —dijo ella—. Creí que sólo iban a la cárcel.
Oyeron el leve chirrido de los muelles en el colchón del viejo.
—¿Sobrevivieron?
—Uno sobrevivió, que yo sepa.
Ella asintió.
—¿Qué hace ahora?
—Sigue en la cárcel. Lo obligaron a terminar la condena en prisión. Como tú dijiste, todo el mundo sigue odiando a los maricas.
Eva levantó el brazo para taparse los ojos de nuevo, después se echó hacia delante y puso la cabeza en el regazo. Kasper se quedó a su lado y apoyó la mano en su espalda mientras ella temblaba. Volvió la cabeza y clavó la mirada en la grieta del techo, y se imaginó a Phillip en la nieve, en el parque.
—Quédate, si quieres. Sabes que puedes quedarte si lo necesitas.
Eva se incorporó despacio y le dirigió una sonrisa que fue apagándose al tiempo que se limpiaba la barbilla con el dorso de la mano.
—Bueno —dijo, acariciando el bolsillo donde había escondido su preciado papel—, ya tengo mi información. Debo llevársela.
—¿Llevársela a quién? ¿Por qué? Se ha terminado. ¿Por qué no me lo cuentas ya? ¿Por qué tienes que saber de este piloto?
—Ya te lo he dicho.
—Pero ¿de verdad?
—Es para Frau Beckmann, ella…
—Nada de eso es cierto —dijo él.
—Sé que todo esto es horroroso, no creas que no lo sé. Claro que lo sé. Lamento muchísimo todo, pero te he dicho la verdad, todo lo que necesitas saber.
—¿Qué hacéis todas? ¿De verdad?
—¿Todas?
—Todas las chicas. En ese piso. Frau Beckmann no vive en esa casa. Ni tú en realidad, ni esas chicas. Todas estáis allí temporalmente. Todas tramáis algo.
—Tú… ¿Cómo sabes lo del piso?
—Porque he hecho indagaciones. Porque esto es una locura. Tenía que saber lo que pasaba de verdad —dijo Kasper.
—No deberías haber… —Eva meneó la cabeza. Se miró la uña del pulgar, medio negra donde se había dado un martillazo, y la acarició con el dedo anular—. Bueno, ya se ha terminado.
—¿Y si estás equivocada? —dijo Kasper—. Sé que no quieres darme explicaciones, que crees que ya ha acabado todo, pero yo pienso… yo siento que esto es algo más profundo. Que tú quieres creer que está bien, pero que sabes que no es así. Porque no tiene ningún sentido. ¿Por qué necesitabas que yo hiciera esto? ¿Por qué quería Frau Beckmann con tanta urgencia que yo hiciera esto, que consiguiera esta información? El piso, Hans y Lena, tú… es demasiado. Todo está mal. Y si me cuentas lo que estás haciendo, puedo ayudarte, ¿no lo entiendes? Podemos detener esto. Y a lo mejor podrías venirte aquí, a lo mejor hacemos algo contigo aquí, si de verdad no tienes adónde ir. Me va bien en el mercado negro, y contigo ayudándome… Es decir, no es tan raro, ¿no? Si no podemos usar esos pasajes, por lo menos… Por lo menos nos tendremos el uno al otro. Amigos, ya sabes. Igual que la gente tenía amigos antes.
Eva dio un paso adelante y le cogió la mano. Estaba sonriendo. Le brillaban los ojos.
—Qué maravilloso. Qué maravilloso sería —dijo—. Tal vez. Aceptemos esa maravillosa posibilidad.
—¿Por qué no es posible? ¿Qué va a ser de ti? —Kasper le cogió los brazos—. ¿Qué va a ser del piloto?
Ella cerró fuerte los ojos y de repente torció la cara.
—Nada que no se merezca —dijo, mientras las lágrimas volvían a salirle de las enrojecidas comisuras de los párpados.
—Ay, Dios —dijo él—. ¿Qué va a obligarte a hacer esa mujer?
Eva abrió los ojos y los clavó en los de él.
—Ella no me obliga a hacer nada. A ninguna de nosotras. Queremos hacerlo.
—¿Hacer qué, por Dios?
La joven se apartó bruscamente de él.
—Ay, Dios mío… —dijo—. Ahora te dejarán en paz. Beckmann me lo prometió. Siempre cumple sus promesas.
Cogió el chaquetón. Cuando lo tenía en las manos bajó los ojos y se quedó mirándolo.
—¿Cuándo vas a volver? —dijo Kasper.
—No sé —dijo ella—. Hagamos como si fuera a ser pronto, ¿de acuerdo? —Del bolsillo del chaquetón sacó una medalla de plata de San Cristóbal. Los dos la miraron. La delicada cadena de plata relucía a la luz—. Iba a dártela —añadió, y se le quebró la voz.
—Eso no es tuyo, ¿verdad? —dijo Kasper.
—No —dijo Eva—. Me la ha dado Frau Beckmann. A lo mejor se siente culpable por todo esto.
Él se la quitó de la mano.
—No me busques —susurró ella—. Hagas lo que hagas, no vayas. Ya no estaré allí.
Dio media vuelta y salió de la habitación. Él la oyó bajar. Procuró quedarse quieto. Cerró los ojos y rozó con la mano el cristal de la ventana, intentando concentrarse tan sólo en el frío que sentía en los dedos. Pero veía una soleada sala de estar, a Eva mirando un libro con el ceño fruncido, a Eva andando a su lado por una colina extranjera; se veía a sí mismo explicando una idea, señalando un pájaro, una flor, escuchando a Eva, preocupada por un problema, por una amiga, por un chico. Gritó: «¡Eva, espera!» y fue cojeando a la puerta. Bajó los peldaños detrás de ella. A mitad de camino ya oyó sus pasos en el cemento del patio. Estaba sudando y los pulmones le dolían. Se detuvo al pie de la escalera a recuperar el aliento y continuó. Con los ojos entornados, atravesó el patio, después cruzó el edificio de delante y salió al sol de la calle. Hacía fresco y no había nadie. Entonces la vio a punto de entrar en un parquecillo, cerca del final de la calzada. «¡Eva!», gritó. Ella se detuvo y se volvió bajo el único castaño de Indias superviviente de la calle, con las hojas de un verde tan vivo que casi parecían mojadas, y con un desgarrón en la corteza que dejaba ver la luminosa carne blanca. Kasper fue hacia ella todo lo rápido que pudo, con las piernas aún débiles por la fiebre y un pegajoso sudor frío en la cara. Ella lo miró sorprendida, aunque contenta, y aquellos ojos asombrosos se animaron, sus labios se entreabrieron en una sonrisa, sus manos salieron de los bolsillos para recibirlo, para abrazarlo, porque la cuestión era simple: ella lo necesitaba y él la necesitaba a ella.
Cuando Kasper llegaba hasta su altura, una ráfaga de viento movió las ramas del castaño de Indias, y las espigas de flores, parecidas a cohetes, soltaron abundantes pétalos que cayeron sobre ellos como confeti.
—Mira, Eva —dijo él—. He estado pensando en esos papeles. Tenías razón.
—¿Ah, sí?
—Estuve pensando anoche: nos llevaremos a mi padre. Es anciano. Intentaremos convencerlos, despertar su compasión. Y si no funciona, buscaremos un modo de salir de Hamburgo, sé que lo haremos. A lo mejor encuentro la manera de conseguirle documentación también, no sé. Es que parece… de repente es que parece un regalo, como si nos lloviera del cielo. Es perfecto. ¿Entiendes? Ya ha terminado todo. Tú resuelves lo del piloto, pones fin a eso. Después vuelves conmigo. Tenemos tiempo. Parece imposible disponer de una oportunidad así y no hacer caso de ella.
Eva inspiró hondo en un rápido jadeo y se llevó la mano al pecho. Luego alargó el brazo y le cogió la mano. Parecía estar al borde de las carcajadas, pero no se rio.
—Qué maravilla —dijo—. ¿Adónde te parece que iríamos?
—No sé. Primero a Nueva York. No sé cómo funciona todo aquello, pero debe de haber muchísimos teatros allí para ti, muchísimos sitios.
—Sí —dijo Eva—. Sí, sería maravilloso, ¿verdad?
Él la cogió por los brazos.
—Es lo que hay que hacer, ¿no?
—Sí —dijo ella—. Desde luego.
—¿Cuándo crees que volverás?
—Huy, pero es que no puedo volver. Ahora no.
Eva se secó los ojos con dos dedos.
—¿Qué quieres decir? —dijo Kasper.
—Frau Beckmann. No lo permitiría. Ya es demasiado tarde. Estoy muy contenta de que tú quieras eso. Yo lo quiero también. Pero ella no lo permitiría.
—Pero si no lo sabrá. No sabrá nada de eso. Nos hemos zafado de los mellizos bastantes veces, ¿no? —dijo él, sonriendo, riendo—. Es más fácil de lo que crees.
—Pero, Kasper —dijo Eva—, ya están aquí.
Kasper aflojó los dedos, que cayeron a sus costados. Dio media vuelta y miró la entrada al parque. Hans y Lena Beckmann estaban sentados en los vacíos soportes de cemento de un banco, cuyos listones de madera hacía mucho que alguien había quitado y quemado. Hans tenía las manos en los bolsillos, Lena se trenzaba las puntas del abundante pelo. Los observaban atentos, con gesto hosco.
—No tienes por qué hacerlo, Eva —susurró Kasper, desesperado—. Iré a buscarte. Nos escaparemos de todo esto.
Eva sonrió y lo abrazó. Le murmuró al oído:
—Ya no podemos cambiarlo. Pero pensaré en nosotros yendo en el barco a América, piensa en eso tú también.
Se apartó de él, giró sobre sus talones y se marchó por la entrada del parque. Lena y Hans se alejaron también, siguiéndola a distancia, tras clavar la mirada por un instante en Kasper. Éste se quedó en el sendero con los ojos entornados al sol. El viento dio de nuevo en el árbol. Éste susurró enfadado, y los blancos pétalos comenzaron a cubrir el suelo a los pies de Kasper, mezclados con el resto de nieve invernal que empezaba a derretirse sobre el cemento roto y tibio.