Cigarrillos
Kasper se agachó, sin aliento, con la espalda contra un estanco entablado que estaba frente a la estación de Berlin Zoo. Un sanitario norteamericano o británico hablaba en voz alta con una colega, pero sus voces se perdieron en el hueco retumbo de un tranvía y después en el de un tren, cuyos frenos provocaron un largo y uniforme chirrido. Kasper se levantó y se frotó el pecho con un puño cerrado. La hora de su cita con los soldados británicos llegó y se fue, pero ellos no aparecieron; quizá se habían trasladado o los habían desmovilizado. Quizá habían encontrado un nuevo socio comercial, acaso Beckmann, se dijo, y sonrió ante semejante ironía. Beckmann que, como Dios, estaba en todas partes y en ninguna. Si había perdido sus contactos británicos, tardaría días en encontrar al piloto, y pensó que eso no le importaría a no ser porque algo iba terriblemente mal: el dibujo de tiza en la calle, aquellas hileras de camas metálicas, aquella sala fría y sin usar, el hilo de telaraña que se agitaba hacia él con las imperceptibles corrientes del cuarto, la mujer alta encima de los escombros, con sus ojuelos clavados en él.
Con ansioso alivio, Kasper vio aparecer a dos soldados británicos en la esquina de la Budapest Straße, frente al recortado colmillo de la iglesia conmemorativa del káiser Guillermo. Cogió la bolsa de papel de estraza con mano temblorosa y se metió en un portal para aflojarse el cordón de un zapato. Después se dirigió hacia los soldados, andando con tanto brío que el cordón se le agitaba, suelto, cuando llegó adonde estaban. Aminoró el paso hasta detenerse donde pudiera oírlos y se agachó a atárselo. Hablaban inglés con fuerte acento, no entendía lo que decían. Se puso de pie, se sacudió algo de la rodilla y luego fingió fijarse en ellos; sonrió, pasó por delante y se detuvo como si se acordase de algo.
—Perdonen —dijo en alemán, y luego pasó al inglés—. Necesita tsigarilo. —Remedó la acción de fumar y se señaló a sí mismo—. ¿Sabe dónde?
El soldado más bajo, de apenas dieciocho años, lo miró y dijo:
—¿Ha estado escribiendo notas?
Sacó la nota que Kasper le había dado a Eva para que la clavara en el tablón de la Savignyplatz. Kasper hizo un gesto afirmativo.
—¿Tiene dinero? —dijo el soldado, y se frotó los dedos—. Geld —añadió en alemán, sin intentar pronunciar bien.
—Sí —dijo Kasper y se dio unas palmaditas en el bolsillo superior.
—Enséñemelo —dijo el soldado.
Kasper meneó la cabeza.
—No aquí. Otro sitio.
El soldado miró a su amigo, un hombre alto y rubio que se acercó hacia ellos, se volvió, al tiempo que ponía el brazo sobre el de su amigo, y tiró de Kasper, hasta que éste se convirtió en el borde de un apretado círculo protegido de miradas ajenas. El soldadito dijo:
—Enséñemelo. Zeigen. Enséñemelo. Tiene que demostrarlo.
Dio con el dedo en el bolsillo superior de Kasper.
—Otro sitio —volvió a decir Kasper.
—No lo ve nadie, amigo —dijo el soldado—. Vamos.
Se acercó más. Kasper suspiró, se abrió la chaqueta y le enseñó la parte de arriba de los sobados marcos que tenía en el bolsillo. Los soldados se soltaron, el círculo se aflojó y se deshizo. El bajo dijo:
—Venga conmigo, amigo. Un montón de cigarrillos. —Hizo como si fumara—. Un montón de cigarrillos.
—Informaciones —dijo Kasper.
—¿Qué información? —dijo el soldadito.
Kasper señaló el bolsillo del soldado, donde éste había puesto la nota.
—También informaciones. No malo. Sólo informaciones.
El soldadito le dijo algo a su amigo y se rio. Kasper no lo entendió, pero el soldado le palmoteó la espalda con vehemencia y le hizo señas de que lo siguiera. El otro soldado fue detrás también, y las graves carcajadas estallaron de nuevo, alegres sobre el sonido de una máquina neumática que, allá arriba donde estaban las vías del tren, clavaba remaches en el hierro.
Bajaron por la Kurfürstendamm, el soldado alto y rubio detrás, el más bajo al lado de Kasper, y doblaron por la Joachimstaler Straße. El cielo se adensaba a medida que se acumulaban las nubes encima de ellos, y el peso del aire fatigaba a Kasper. Mientras seguía al soldado, dejándose llevar y, por un instante, sin pensar en su lugar de destino, en los mellizos ni en cuál era la siguiente bocacalle que debía coger, sus labios se entreabrieron y se distrajo. Apenas se fijó en la dirección que tomaron después, ni en la del giro siguiente. Y mientras las nubes ennegrecían y la luz insinuaba ya la noche, creyó oír que sonaba un disco, una voz grave, alemana. Pero no, era algo mecánico. El engranaje en marcha de una máquina. Y había algo más… risas de nuevo.
Kasper se limpió el sudor que se le formaba en la frente y se dio cuenta de que estaban en una calle relativamente intacta. En algunos momentos, si pasaba por alto a los británicos uniformados, le parecía estar en 1926, con un regusto a vino tinto en la boca y la certeza de estar enamorado. Creyó notar olor a patatas con cebolla friéndose en una negra sartén de hierro colado, con la manteca burbujeando alrededor. Vio una mano que agarraba el mango de madera de la sartén: la mano de Phillip. Vio a Phillip ante la hornilla vestido con los calzoncillos largos de Kasper, que le estaban demasiado grandes, con la espalda desnuda y la constelación de tres oscuros lunares en el hombro, el último con una fina aureola blanca. Phillip se volvía hacia Kasper, sentado a la mesa de la cocina; tenía un cigarrillo en la boca y sonreía. No, estaba riendo. Reía y removía la sartén, y Kasper veía que había quemado las cebollas. Entonces se enfadaba y se levantaba para salir con paso resuelto de la cocina. Sabía que actuaba de forma ridícula, pero Phillip lo cogía y lo rodeaba con sus brazos por detrás. Se quitaba el cigarrillo y lo ponía entre los labios de Kasper y le daba un beso en el cuello.
—Eh, Jerry —dijo el soldado bajo—. ¿Sigues aquí?
Kasper alzó la mirada y se dio cuenta de que habían aflojado la marcha. Sonrió e hizo un gesto afirmativo. Ya no sabía quiénes eran, y había perdido la noción de por dónde habían venido.
Se acercaron a una casa de pisos con el revoque exterior intacto, aunque agrietado, pintado de blanco y amarillo formando ramos de flores encima de las ventanas de las plantas primera y segunda, y sobre el portal. El soldado llamó a la puerta y dijo:
—Soy Coleman.
—¿Mostaza Coleman? —fue la respuesta.
El soldado respondió:
—No, Coleman Hawkins.
El soldado miró a Kasper sonriendo, y él le devolvió la sonrisa, suponiendo que en aquello había algún chiste que debía haber entendido. La puerta se abrió y vieron a otro soldado con una marca en el impecable pelo engominado, donde hacía poco había llevado puesta una gorra. Los dos hablaron un momento y se rieron, y tras unos cuantos apretones de manos y palmadas en la espalda se hizo la presentación de Kasper. Reconoció las palabras «cigarrillo», «kraut» y «dinero en efectivo» antes de que lo hicieran pasar. El soldado alto y rubio se quedó fuera. Dio media vuelta y de un puntapié mandó un trozo de escayola a la calle.
El vestíbulo del edificio era oscuro y húmedo, y olía a barro, a patatas y a agua de hervir verduras. El zócalo de azulejos art déco que llegaba a la altura del hombro lo habían tapado con pintura marrón, del color de las heces; por encima, al resto de las paredes y al techo les habían dado una capa de agobiante rojo burdeos, tan gruesa que el labrado de la cenefa de escayola del techo resultaba irreconocible.
Atravesaron una puerta y entraron en el piso de la planta baja, en una habitación aún más oscura que el vestíbulo. Las ventanas las habían entablado casi hasta lo alto, dejando descubierto tan sólo menos de medio metro de vidrio para iluminar el cuarto. No había más muebles que una mesa de caoba, redonda y rayada, en el centro, y unas cuantas sillas. Tres soldados británicos estaban sentados en torno a la mesa, uno con la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y las mangas subidas. Fumaban y jugaban a las cartas, y tenían una pequeña pila de platos sucios, uno con el feo dibujo de un niño tocando un caramillo sobre fondo rosa. La habitación olía a humo, a carne en lata y a coñac barato, mezclado con sudor masculino y el perfume al jabón marrón y transparente que Kasper solía sacarles a menudo a los soldados británicos a cambio de schnapps.
El de las mangas de camisa arremangadas dijo algo en inglés, y el soldado bajo contestó y Kasper volvió a oír «cigarrillos». El de la mesa le indicó a Kasper con un gesto que se adelantara y le dijo algo directamente, dando con el dedo en la mesa. Kasper miró al soldado bajo, que dijo: «Geld. Zeigen». Kasper se abrió la chaqueta y pasó el dedo por los bordes del papel.
—¿Cuánto? —preguntó el soldado.
Kasper dijo:
—No por cigarrillo.
—¿Qué dices? ¿Qué está diciendo, Frank?
El soldado que había hecho entrar a Kasper se encogió de hombros.
—En la nota decía cigarrillos.
—Sí —dijo Kasper, hablando inglés con gran esfuerzo—. Pero ahora, informaciones.
El soldado que tenía sentado enfrente se recostó en la silla y frunció el ceño.
—No me gusta mucho como suena eso. ¿Qué clase de información?
Kasper dijo:
—RAF. Encontrar. Pelo rojo.
El soldado frunció el ceño y Kasper se encogió de hombros.
—No malo.
—Me parece que te has equivocado de sitio, amigo. No tenemos intención de traicionar a nuestros muchachos, ¿entiendes?
—No —dijo Kasper con esfuerzo, sudando—. No malos. Explicar.
Sacó más billetes del bolsillo.
El soldado gritó algo, e instantes después llegó un hombre vestido con pantalones de paisano y una rota camisa verde del Ejército británico. Era joven y de aspecto saludable, pero su brazo derecho terminaba a la altura del codo en una desagradable cicatriz roja. El soldado le dijo algo rápido en inglés, y el hombre miró a Kasper y dijo:
—¿Qué información necesita?
Era alemán.
—Busco a una persona. Tengo que hablar con ellos. Una persona de la RAF. Una alemana quiere ponerse en contacto con él. Es consciente de las dificultades, pero la hija de esa mujer ha tenido un niño. Ella cree que es de este piloto.
El alemán sonrió con expresión tranquilizadora. Tradujo y el soldado se rio y contestó. El joven del medio brazo dijo:
—Las fuerzas armadas británicas no confraternizan con mujeres alemanas.
Kasper hizo un gesto afirmativo.
—Claro —dijo.
Cogió los billetes que había ido contando y se levantó para marcharse.
El soldado británico dijo algo y el alemán alargó la mano para detener a Kasper.
—Pero si esta persona tiene responsabilidades, debe cumplirlas. Siempre que no vaya a pasarle nada… que sólo se trate de un niño.
—Sí —dijo Kasper—. La mujer no quiere nada de él. Sólo se trata del niño.
El alemán tradujo lo que había dicho y le pidió a Kasper que le describiera al que buscaba. El soldado británico asentía a medida que el alemán pasaba a inglés la somera descripción y los escasos datos, pero al final meneó la cabeza.
—Con un piloto pelirrojo la verdad es que no basta para empezar, y estos tipos son militares, de manera que sólo conocen a la gente que ven por Berlín. Si no sale de Gatow, no lo conocerán. La verdad es que no conocen a muchos pilotos.
—Yo tampoco —dijo Kasper—, pero estoy seguro de que no se queda en Gatow. Estoy seguro de que anda por ahí. ¿No hay británicos, británicos pelirrojos, que trafiquen también, y que él, o uno de los soldados, conozca?
El alemán comunicó la pregunta. De nuevo la respuesta fue:
—Hay muchos británicos pelirrojos. Si está por aquí por Berlín, ¿no se le ocurre nada más, adónde va, a quién puede conocer?
—A Beckmann tal vez —dijo Kasper.
El soldado entornó los ojos. El alemán repitió la frase en inglés y el soldado contestó con sequedad.
—Sí, hay unas cuantas personas que hacen negocios con Beckmann —dijo el intérprete—, y con mucho gusto le dará a usted cualquier información que desee de ellos.
—Pilotos o incluso soldados pelirrojos. A lo mejor la mujer se confundió al creer que era piloto.
El soldado clavó los ojos en Kasper y dijo:
—Gareth Edwards, James o Jim McGovern, Malcolm Butler y David Penn-Wallace.
Luego cogió un trozo de papel y anotó las iniciales, junto a unos cuantos bares y zonas de la ciudad. Se lo pasó a Kasper, dijo algo rápidamente al intérprete, en tono duro y enfático, y salió de la habitación.
—¿Qué ha dicho? —dijo Kasper.
—Ha dicho que usted no ha obtenido esta información de él, pero que no lamentaría enterarse de que a cualquiera de estos hombres le habían dado un escarmiento. Dice que conoce a otros que andan metidos con esa mujer, y que puede usted volver cuando quiera a buscar información otra vez, si él puede servirle de ayuda.
Kasper asintió.
—De acuerdo —dijo—. Gracias.
El alemán parecía inquieto.
—¿Sabe?, debería tener cuidado. No vaya por ahí intentando hacerles chantaje, si ése es su plan.
—No, claro que no —dijo Kasper.
Cogió el papel y empujó los billetes hacia el intérprete, procurando no hacer la cuenta de la cantidad de dinero, tiempo y mercancías que le había costado Eva desde que irrumpió en su piso.
—Y esta Beckmann…
—Sí —dijo Kasper—. Se oye hablar de ella.
El alemán hizo un gesto afirmativo. Parecía triste.
—¿Cuántos años tiene usted? —dijo Kasper.
—Veinte —dijo el joven.
—¿Lo tratan bien aquí?
—Sí —dijo él—. No están mal.
—Bien —dijo Kasper, y recogió la bolsa de papel de estraza—. Eso es importante —añadió.
El soldadito que lo había llevado a la casa de pisos lo sacó de nuevo y lo condujo hasta los peldaños delanteros del edificio, donde se quedó riendo y diciendo adiós con la mano junto a su colega rubio hasta que Kasper dobló la esquina.