48 Teorías del castigo
El signo de una sociedad civilizada, dirían muchos, es su capacidad de defender los derechos de sus ciudadanos: de defenderlos contra un trato arbitrario o perjudicial por parte del Estado o de otros individuos, para permitir su plena expresión política y garantizar la libertad de expresión y de movimiento. Entonces ¿por qué tal sociedad debería infligir daños a sus ciudadanos deliberadamente, excluirlos de sus procesos políticos, restringir su libertad de movimiento o de expresión? Ésa es exactamente la prerrogativa que el Estado se toma cuando decide castigar a sus ciudadanos por vulnerar las reglas que les ha impuesto.
Este conflicto aparente entre diferentes funciones del Estado configura el debate filosófico sobre la justificación del castigo. Como ocurría en la discusión de otros asuntos éticos, el debate sobre la justificación del castigo ha tendido a dividirse entre planteamientos consecuencialistas y deontológicos (véase el capítulo 17): las teorías consecuencialistas hacen hincapié en las consecuencias beneficiosas del castigo a los infractores; mientras que las teorías deontólogicas insisten en que el castigo es intrínsecamente bueno como un fin en sí mismo, con independencia de cualesquiera otros beneficios que pueda comportar.
«Es exactamente lo que merecen» La idea clave de las teorías que sostienen que el castigo es bueno en sí mismo es la reparación. Una convicción básica que subyace a la mayor parte de nuestras ideas morales es que debería darse a la gente lo que se merece: del mismo modo que se beneficiarían si se portasen bien, deben sufrir por portarse mal. La idea de la reparación (la gente debe pagar un precio —a saber, la pérdida de la libertad— por su mal comportamiento) condice perfectamente con esta convicción. En ocasiones se introduce una idea adicional: la noción de que la infracción crea un desequilibrio, y de que el equilibrio moral se restaura haciendo que el infractor «pague su deuda» a la sociedad; el delincuente ha asumido la obligación con la sociedad de no quebrantar las reglas, de modo que al quebrantarlas contrae una pena (una deuda o un cargo) que debe pagar. La metáfora financiera puede extenderse perfectamente y demandarse una transacción justa: que la severidad de la pena se adecúe a la severidad del crimen.
Cronología
Niveles de justificación
El «problema del castigo» a menudo adopta como justificaciones consideraciones de tipo utilitarista como la disuasión, la protección de la sociedad y/o factores intrínsecos como la reparación. Pero también puede implicar cuestiones más generales o más específicas. En un nivel específico, podemos preguntarnos si el castigo de un individuo particular está justificado. Esta pregunta no pone en duda la propiedad general del castigo y no es de un interés filosófico específico o exclusivo. Estas preguntas tienen implicaciones en términos de responsabilidad. ¿Era el acusado responsable de sus acciones en el sentido requerido por la ley? ¿O estaba actuando bajo alguna coacción o en defensa propia? Aquí, la cuestión de la responsabilidad nos lleva a algunos terrenos filosóficos muy complicados. En el nivel más general, el problema del libre albedrío plantea una pregunta: si todas nuestras acciones están predeterminadas, ¿ejercemos la libertad de decisión en cada uno de nuestros actos y, si no es así, podemos ser responsables de algo de lo que hacemos?
La idea de que «el castigo debería ajustarse al crimen» encuentra apoyo en la lex talionis (la «ley del talión») del Antiguo Testamento: «ojo por ojo diente por diente». Ello implica que el crimen y el castigo deben ser equivalentes no sólo en severidad sino en naturaleza. Los defensores de la pena de muerte, por ejemplo, suelen alegar que la única reparación cabal del asesinato es la pérdida de la vida (véase el capítulo 49); aunque quienes piensan así no puedan proponer que los chantajistas sean chantajeados o que los violadores sean violados. Este fundamento bíblico de las teorías de la reparación plantea el principal problema con el que se enfrentan; pues la lex talionis es obra de un Dios «vengativo», y el reto de la teoría de la reparación es mantener una distancia respetable entre la venganza y la reparación. La idea de que algunos crímenes «claman» castigo se disfraza a veces diciendo que el castigo expresa la indignación de la sociedad hacia un determinado acto porque, cuando la reparación queda puesta en evidencia como poco más que afán de venganza, parece muy poco adecuada como justificación del castigo.
La pena de muerte
Los debates sobre la pena de muerte normalmente se estructuran de un modo parecido a los debates sobre otros tipos de castigo. Los defensores de la pena capital suelen argumentar que es justo castigar los crímenes más serios con la pena más severa, con independencia de las consecuencias beneficiosas que pueda comportar; pero los supuestos beneficios —sobre todo la disuasión y la protección del pueblo— a menudo también son esgrimidos. Los que se oponen replican señalando que el valor disuasorio es dudoso en el mejor de los casos, que el encarcelamiento brinda la misma protección al pueblo, y que la instauración de la pena capital envilece a la sociedad. El argumento de más peso contra la pena capital —la certeza de que a veces se ha ejecutado a inocentes y de que se los seguirá ejecutando— es difícil de refutar. Tal vez, el mejor argumento a favor de la pena de muerte sea que la muerte es preferible a, o menos cruel que, una vida entre rejas, pero esto sólo nos serviría a lo sumo para concluir que debería dejarse decidir al delincuente si prefiere morir o vivir.
«Todo castigo es un delito: todo castigo es en sí mismo malvado.»
Jeremy Bentham, 1789
El mal necesario En las antípodas de las posiciones de la reparación, las justificaciones utilitaristas, u otras de tipo consecuencialista, del castigo se caracterizan no sólo por negar que sea bueno sino por considerarlo como positivamente malo. El pionero del utilitarismo clásico, Jeremy Bentham, pensaba que el castigo era un mal necesario: era malo porque aumentaba la cantidad de desdicha humana; y sólo se justificaba en la medida en que los beneficios que supusiera superasen la desdicha que causaba. No era ésta una posición puramente teórica, tal y como dejara claro la eminentemente práctica reformista de las cárceles del siglo XIX, Elizabeth Fry: «El castigo no es una venganza sino un modo de reducir el crimen y de reformar al criminal».
Habitualmente, se entiende que el castigo como instrumento para reducir el crimen satisface su papel de dos formas: la inhabilitación y la disuasión. Sin duda, un asesino ejecutado no podrá volver a matar, pero tampoco podrá hacerlo uno que esté encarcelado. El grado de inhabilitación —especialmente en la inhabilitación permanente por medio de la pena capital— puede suscitar discusiones, pero la necesidad de medidas de este tipo en beneficio del interés público es difícil de discutir. Los argumentos en torno a la disuasión son menos claros. Parece perverso decir que alguien debería ser castigado, no por el crimen cometido sino para disuadir a otros de cometer ofensas similares; y también su utilidad práctica plantea dudas, pues los estudios sugieren que lo disuasorio es más bien el miedo a ser capturado y no cualquier castigo derivado.
Otro aspecto fundamental en el pensamiento utilitarista sobre el castigo es la reforma o la rehabilitación del criminal. Para el individuo con mentalidad liberal resulta muy seductora la idea de que el castigo constituya una forma de terapia mediante la que se reeduca y se reforma a los delincuentes de modo que puedan convertirse en plenos y útiles miembros de la sociedad. Sin embargo, existen dudas serias sobre la capacidad de los sistemas penales —los habituales, al menos— para conseguir este propósito.
En la práctica, es fácil ofrecer contraejemplos que muestran la inadecuación de cualquier justificación utilitaria particular del castigo: basta con citar casos en los que el delincuente no representa un peligro para la ciudadanía o no necesita reforma, o en los que el castigo carece de cualquier valor disuasorio. Sin embargo, el planteamiento habitual consiste en ofrecer una colección de posibles beneficios que el castigo brinda, sin sugerir que todos ellos se aplican en todos los casos. Pero incluso así, cabe la posibilidad de que sigamos sintiendo que a la explicación puramente utilitaria le falta algo, y que debe preservarse algún espacio para la reparación. De acuerdo con este sentimiento, muchas teorías recientes son de naturaleza esencialmente híbrida, al intentar combinar elementos de la teoría de la reparación con otros de la utilitarista para ofrecer una explicación global del castigo. Entonces, la principal labor consistiría en establecer prioridades en los distintos objetivos especificados, y poner de relieve los puntos en los que entran en conflicto con las actuales políticas y prácticas.
La idea en síntesis: ¿se adecúa el castigo al crimen?