10 El barco de Teseo

«¡Caramba, cuántos problemas está dando a Teo el coche que compró a Joe! Empezó con algunos problemas: había que cambiar la cerradura de una puerta, alguna dificultad en la suspensión trasera, lo normal. Luego empezaron a fallar cosas más gordas: primero el embrague, después la caja de cambios, y al final todo el sistema eléctrico. Y por el camino hubo muchas otras averías, de modo que el coche raramente salía del taller. Y así iba, una y otra vez… Increíble. “Lo más increíble —pensó Teo apesadumbrado— es que el coche sólo tiene dos años y le he cambiado cada una de las piezas. Anda, mira el lado bueno del asunto… ¡va a resultar que tengo un coche nuevo!”»

¿Acaso tiene razón Teo? ¿O sigue siendo el mismo coche? La historia de Teo —o del barco de Teseo— es uno de los muchos puzles que han utilizado los filósofos a lo largo de los tiempos para someter a prueba nuestras intuiciones acerca de la identidad de cosas o personas. Parece que nuestras ideas en este terreno suelen ser tan firmes como problemáticas. Thomas Hobbes fue quien relató y desarrolló la historia del barco de Teseo. Si volvemos a la versión de Teo… «Joe el honesto no había estado a la altura de su nombre. La mayoría de las piezas que había cambiado en el coche de Teo funcionaban bien, e incluso arregló algunas que estaban mal. Había conservado las partes viejas y las había encajado unas con otras. Al cabo de dos años, había armado una copia exacta del coche de Teo. Pensaba que era una copia. ¿Acaso era el coche de Theo?»

Las crisis de identidad ¿Cuál es el original? ¿El coche de Teo, hecho hoy a base de nuevas piezas, o la versión de Joe, compuesta con las piezas originales? Posiblemente depende de a quién se le pregunte. Pero la identidad del coche ha sido a lo largo de la historia mucho menos clara y distinta de lo deseable. El problema no se limita a los coches o a los barcos. La gente cambia muchísimo a lo largo de una vida. Tanto física como psicológicamente, debe haber muy pocas cosas en común entre un niño de 2 años y el abuelo de 90 que ha ocupado su lugar 88 años más tarde. ¿Son pues la misma persona? Si es así, ¿qué hace que lo siga siendo? El asunto no es irrelevante: ¿es justo castigar a un hombre de 90 años por algo que hizo 70 años atrás? ¿Y si no lo recuerda? ¿Debería un doctor dejar morir al anciano de 90 años si una versión (supuestamente) anterior suya hubiera expresado ese deseo 40 años atrás?

Cronología

Éste es el problema de la identidad personal, que ha mantenido en vilo a los filósofos durante cientos de años. ¿Cuáles son las condiciones necesarias y suficientes para que una persona sea en un determinado momento la misma persona que un tiempo después?

Los animales y los trasplantes de cerebro Desde el punto de vista del sentido común posiblemente la identidad personal sea un problema biológico: soy ahora el mismo que en el pasado porque soy el mismo organismo vivo, el mismo animal humano; estoy unido a un cuerpo determinado que es una entidad orgánica única y continua. Pero imaginemos por un momento un trasplante de cerebro —una operación que cabe imaginar al alcance de la tecnología futura— en la que colocan tu cerebro en mi cuerpo. Nuestra intuición seguramente indica que tienes un cuerpo nuevo, no que mi cuerpo tenga un cerebro nuevo; si es así, parece que tener un cuerpo determinado no es una condición necesaria de la subsistencia de la persona.

Esta consideración ha llevado a muchos filósofos a renunciar al cuerpo a favor de la mente: la afirmación de la identidad está vinculada no a la totalidad del cuerpo sino tan sólo al cerebro. Este desplazamiento se adecúa a nuestra intuición acerca del trasplante de cerebro pero no resuelve del todo el problema. Nuestra preocupación es qué suponemos que emana del cerebro, no el órgano físico en sí mismo. Mientras que podemos seguir dudando de cómo surge la conciencia o la actividad mental de la actividad del cerebro, pocos dudamos en cambio de que el cerebro es el origen de esa actividad. Al considerar qué hace que yo sea yo, lo que me preocupa es el «software» de experiencias, recuerdos, creencias, etc., no el «hardware» de una determinada masa de materia gris. Mi sentido de ser yo no se vería demasiado alterado si copiaran la totalidad de mis experiencias, recuerdos, etc., en un cerebro sintético, o si el cerebro de alguna otra persona pudiera reconfigurarse para acoger todos mis recuerdos, mis creencias, etc. Yo soy mi mente: voy donde mi mente va. Según esto, mi identidad no se encuentra en absoluto asociada a mi cuerpo físico, ni siquiera al cerebro.

El oficial valiente

Thomas Reid intentó socavar la posición de Locke con la siguiente historia: «En su época de escolar, un valiente oficial había recibido unos azotes como castigo por robar en un huerto; en su primera campaña militar consiguió apoderarse del estandarte del enemigo; al final de su vida fue nombrado general. Supongamos que cuando se apoderó del estandarte todavía recordaba los azotes, pero que cuando lo nombraron general recordaba cómo se había apoderado del estandarte pero ya no de haber sido azotado».

Locke podría aceptar las consecuencias de la objeción de Reid: su tesis implica una clara distinción entre el ser humano (el organismo) y la persona (el sujeto de la conciencia), de modo que el anciano general sería en un sentido real una persona distinta del joven.

La continuidad psicológica Adoptemos una perspectiva psicológica para abordar la cuestión de la identidad personal, en vez de la biológica o la física, y supongamos que cada parte de mi historia psicológica se encuentra unida a otras partes anteriores por hilos de recuerdos, creencias, etc., perdurables. No todos ellos (quizá ninguno) deben extenderse desde el principio hasta el final; mientras exista uno solo que solape todo el entramado de tales elementos, mi historia se mantendrá. Seguiré siendo yo. La idea de la continuidad psicológica como el principal criterio de identidad personal a lo largo del tiempo es de John Locke. Sigue siendo la teoría hegemónica entre los filósofos contemporáneos, aunque no está exenta de problemas.

Imaginemos, por ejemplo, un sistema de teletransportación como el de Star Trek. Supongamos que tal sistema registra nuestra composición física hasta el último átomo y transfiere luego estos datos a algún lugar remoto (por ejemplo desde Londres en la Tierra hasta la base número 1 de la Luna), donde nuestro cuerpo es replicado exactamente (con materia nueva) en el preciso instante en el que nuestro cuerpo es aniquilado en Londres. Todo es perfecto, siempre que se adhiera la tesis de la continuidad psicológica: existe un flujo de recuerdos, etc., que fluye desde el individuo en Londres hasta el que está en la Luna, de modo que la continuidad psicológica y, por lo tanto, la identidad personal se preservan. Estamos en la base número 1 de la Luna. Pero supongamos que el sistema falla y olvida realizar la aniquilación que corresponde en Londres. Ahora existen dos «yo»: uno en la Tierra y otro en la Luna. De acuerdo con la explicación de la continuidad, puesto que el flujo se preserva en los dos casos, existen dos yo. En este caso, no dudaremos mucho en decir que somos el individuo que está en Londres mientras que el que está en la Luna es una copia. Pero si esta intuición es cierta, ello parece obligamos a volver a la explicación biológica/animal: se diría que somos el antiguo cuerpo que se encuentra en Londres y no el nuevo que hay en la Luna.

Aclaremos el yo Semejante contradicción entre las distintas intuiciones podría deberse a que hacemos las preguntas equivocadas, o a que aplicamos conceptos erróneos para responderlas. David Hume se ocupó del carácter elusivo del yo, y sostuvo que, por más que observemos atentamente en nuestro interior, sólo podemos detectar pensamientos, recuerdos, experiencias aisladas. Aunque resulta natural imaginar un yo sustancial como sujeto de tales pensamientos, Hume sostiene que tal idea es errónea: el yo no es más que el punto de vista que permite que nuestros pensamientos y nuestras experiencias tengan sentido, pero no puede aprehenderse por sí mismo.

La idea del yo como «cosa» sustancial, nuestra esencia, provoca confusión cuando imaginamos que podremos realizar trasplantes de cerebro o ser aniquilados y reconstruidos en otra parte. En los mencionados experimentos mentales asumimos nuestra subsistencia personal como si de algún modo dependiera de encontrar el lugar en el que se emplaza el yo. Pero si dejamos de pensar el yo como una sustancia, las cosas resultan más claras. Supongamos, por ejemplo, que las funciones del teletransportador aniquilaran correctamente nuestro cuerpo en Londres pero produjeran dos copias en la Luna. Preguntar cuál de los dos soy yo (o «¿dónde ha ido a parar mi yo?») es preguntar mal. El resultado es que tenemos ahora dos seres humanos, cada uno de los cuales parte exactamente del mismo caudal de pensamientos, experiencias y recuerdos; pero cada uno de ellos hará su propio camino y sus historias psicológicas divergirán. Tú (esencialmente el caudal de pensamientos, experiencias y recuerdos) habrás sobrevivido en cada uno de estos dos nuevos individuos: es una forma interesante de subsistencia personal ¡aunque al precio de la propia identidad personal!

La idea en síntesis: ¿qué hace que tú seas tú?