CAPÍTULO 12
El mariscal André Masséna estaba aturdido. No decía nada, sólo miraba. Era la primera mañana desde que sus primeras patrullas hubieran llegado a las nuevas defensas británicas y portuguesas, había amanecido hacía poco y en aquel momento el mariscal estaba agachado detrás de una pared baja de piedra en la que descansaba el catalejo con el que recorría las montañas del sur y en todas partes veía bastiones, cañones, muros, barricadas, más cañones, soldados, estaciones telegráficas, mástiles. En todas partes.
Había estado planeando los festejos de la victoria que tendrían lugar en Lisboa. Había una magnífica plaza junto al Tajo en la que podría formar la mitad del ejército y el gran problema que había previsto era qué hacer con los miles de prisioneros británicos y portugueses que esperaba capturar; sin embargo, estaba contemplando una barrera aparentemente infinita. Vio que se habían escarpado las laderas más bajas de las montañas de enfrente, vio que los cañones enemigos estaban protegidos por piedra, vio las rutas de acercamiento inundadas, vio el fracaso.
Respiró hondo y todavía no tenía nada que decir. Se retiró de la pared y apartó su único ojo del catalejo. Tenía pensado maniobrar allí, mostrar parte de su ejército en el camino para atraer a las fuerzas enemigas que creerían que el ataque era inminente, y luego lanzar la mayor parte del Ejército de Portugal hacia el oeste, como un gancho incisivo que cortaría el paso a los hombres de Wellington. Habría inmovilizado a los británicos y portugueses contra el Tajo y luego se habría dignado a aceptar su rendición; en cambio, su ejército no podía ir a ningún sitio que no fuera contra esos muros, piezas de artillería y cuestas escabrosas.
—Las defensas se extienden hasta el Atlántico —informó secamente un oficial de estado mayor.
Masséna no dijo nada y uno de sus edecanes, sabiendo lo que pensaba su superior, lo expresó en su lugar.
—Pero no será a lo largo de todo el camino, ¿verdad?
—Hasta el último kilómetro —respondió sin rodeos el ayudante de campo. Había recorrido a caballo toda la península a lo ancho, protegido por dragones y observado durante todo el trayecto por un enemigo instalado en baterías, fuertes y torres de vigilancia—. Por gran parte de la extensión de las defensas —prosiguió implacablemente— corre el río Sizandre, y hay una segunda línea detrás.
Masséna recuperó el habla y se volvió furioso hacia el oficial de estado mayor.
—¿Una segunda línea? ¿Cómo lo sabe?
—Porque se ve, señor. Hay dos líneas.
Masséna miró a través del catalejo. ¿Tenían algo extraño los cañones del bastión que se hallaba justo enfrente de donde estaban? Recordó que él, cuando se había visto asediado por los austríacos en Génova, había puesto cañones falsos en las defensas. Eran troncos de árbol pintados que sobresalían de los emplazamientos y que, a más de doscientos pasos de distancia, semejaban tubos de cañón, y los austríacos, diligentemente, habían evitado las baterías falsas.
—¿Qué distancia hay hasta el mar? —preguntó.
—Casi cincuenta kilómetros, señor —el edecán dijo lo primero que se le vino a la cabeza.
Masséna hizo las cuentas. Había al menos dos bastiones en cada kilómetro, y los que él veía tenían todos cuatro cañones, algunos de ellos más, de modo que, según un cálculo prudente, eran ocho cañones por kilómetro, lo cual significaba que Wellington debía de haber reunido cuatrocientos cañones únicamente para la primera línea, y era ridículo suponer eso. No había tantos cañones en Portugal, cosa que animó al mariscal a creer que algunas de las piezas eran falsas. Entonces pensó en la armada británica y se preguntó si no habrían llevado los cañones de los barcos a tierra. ¡Dios santo!, pensó, ¿cómo lo habrían hecho?
—¿Por qué no lo sabíamos? —preguntó. Se hizo un silencio durante el cual Masséna se dio la vuelta y miró al coronel Barreto—. ¿Por qué no lo sabíamos? —volvió a preguntar—. ¡Me dijeron que estaban construyendo un par de fuertes para proteger el camino! ¿Se parece esto a un par de asquerosos fuertes?
—No nos lo dijeron —respondió Barreto con amargura.
Masséna se inclinó sobre el catalejo. Estaba enojado, pero refrenó sus sentimientos e intentó encontrar un punto débil en las cuidadas defensas del enemigo. Frente a él, junto al bastión que tenía los cañones extrañamente oscuros, había un valle que serpenteaba por detrás del monte. Allí no vio defensas, pero eso no quería decir nada puesto que todo el terreno bajo estaba oculto por la niebla. El sol brillaba en las cimas de las montañas, con sus fuertes y molinos, pero la niebla envolvía los valles; no obstante, Masséna tenía la impresión de que aquel pequeño valle que se ondulaba por detrás de la montaña más próxima se hallaba desprovisto de defensas. Cualquier ataque que se lanzara por dicho valle se vería hostigado por los cañones situados en lo alto, en caso de que fueran cañones de verdad, claro, pero en cuanto atravesaran el hueco y llegaran detrás de la montaña, ¿qué iba a parar entonces a las Águilas? Quizá Wellington lo estuviera engañando. Quizás aquellas defensas fueran más una apariencia que una realidad. Quizá las piedras de los bastiones no tuvieran argamasa, los cañones fueran falsos y toda aquella elaborada defensa una farsa para disuadir cualquier ataque. No obstante, Masséna sabía que debía atacar. Frente a él estaba Lisboa y sus suministros, detrás de él un erial, y si no quería que su ejército se muriera de hambre tenía que avanzar. La furia volvió a embargarlo, pero la alejó de sí. La furia era un lujo. De momento sabía que tenía que demostrar una absoluta confianza o de lo contrario la existencia misma de aquellas defensas minaría la moral de su ejército.
—C’est une coquille d’oeuf —dijo.
—¿Una qué? —uno de los edecanes creyó que lo había oído mal.
—Une coquille d’oeuf —repitió Masséna, sin dejar de mirar por el catalejo. Quería decir que era una cáscara de huevo—. Un golpecito —prosiguió— y se rompe.
Se hizo el silencio excepto por el ruido intermitente de los disparos de una cañonera británica en el río Tajo, situado a una distancia aproximada de un kilómetro y medio al este. A los ayudantes de campo y los generales, que estaban mirando por encima de la cabeza de Masséna, les pareció que la línea defensiva era una cáscara de huevo de lo más impresionante.
—Han fortificado las cimas —explicó Masséna—, pero han olvidado los valles que hay entre medio y eso, caballeros, significa que podemos penetrarlos. Penetrarlos como a una virgen —él prefería ese símil al de la cáscara de huevo, pues lo repitió—. Como a una virgen —dijo con entusiasmo, tras lo cual plegó el catalejo y se irguió—. ¿General Reyner?
—¿Señor?
—¿Ha visto usted ese valle? —Masséna señaló hacia el brumoso terreno bajo donde el pequeño valle serpenteaba por detrás de una de las montañas fortificadas—. Mande allí a sus tropas ligeras. Que vayan enseguida, antes de que la niebla se disipe. A ver lo que hay.
Perdería a algunos hombres, pero valdría la pena si descubrían que los valles eran el punto débil de la defensa de Wellington, y así luego Masséna podría elegir el valle y el momento que quisiera y penetrar a aquella virgen. Masséna, que había recuperado el ánimo, se rió al pensarlo, tendió el catalejo a un edecán y justo en aquel momento uno de los cañones de la montaña de enfrente abrió fuego. La bala atravesó el valle hendiendo el aire, cayó en la ladera a unos veinte pasos por debajo del muro y rebotó pasando por encima de la cabeza de Masséna. Los británicos lo habían estado observando y debían de haber decidido que había pasado demasiado tiempo en un mismo sitio. Masséna se quitó el bicornio, hizo una reverencia al enemigo para acusar recibo de su mensaje y volvió andando al lugar donde esperaban los caballos.
Atacaría.
* * * *
El comandante Ferreira no había previsto aquello. Había pensado que el barco que habían comprado demasiado caro al sur de Castelo Branco los llevaría hasta los mismos muelles de Lisboa, pero ahora se daba cuenta de que la armada británica bloqueaba el río. Era la última de las muchas dificultades a las que se había enfrentado durante el viaje. Una de las mulas había empezado a cojear y eso los había retrasado, habían tardado en encontrar a un hombre dispuesto a vender su barco oculto; luego, una vez en el río, se habían enredado en una trampa para peces que los había retenido durante más de una hora y a la mañana siguiente unos forrajeadores franceses los habían utilizado para hacer prácticas de tiro, obligándolos a meterse en un afluente del Tajo y esconderse allí hasta que los franceses se aburrieron y se marcharon. Y ahora, cuando faltaba tan poco para el final del viaje, aparecía esa cañonera.
En un primer momento Ferreira no se había alarmado al ver el barco en mitad de la corriente. Poseía el rango y el uniforme para debatir con cualquier oficial aliado y que los dejara pasar, pero la embarcación había abierto fuego inesperadamente. Él no sabía que el Ardilla lo estaba avisando, ordenándole que virara o que hiciera encallar su bote en la isla que bordeaba el cauce más pequeño; él creyó, en cambio, que se hallaba bajo fuego, por lo que les gritó a su hermano y a sus tres hombres que remaran con más fuerza. Lo cierto es que le entró el pánico. Desde que el ejército se había retirado de Coimbra no había dejado de preocuparse por cómo lo recibirían en Lisboa. ¿Alguien se habría enterado de lo de la comida del almacén? No tenía la conciencia tranquila, y eso fue lo que lo empujó a intentar dejar atrás los cañonazos, cosa que creyó haber logrado hasta que, a través de la capa de bruma que flotaba sobre la franja de tierra rodeada por el recodo del río, vio vagamente el conjunto de mástiles que denotaban la presencia de toda una escuadra de cañoneras bloqueando el río. En aquellos momentos Ferreira estaba de pie en el espacio de popa, mirando a su alrededor y vio, con una enorme sensación de alivio, los fuertes que vigilaban el camino principal al norte de Lisboa. Un remolino de niebla que se deshacía dejó ver los fuertes de las montañas y Ferreira vio la bandera portuguesa ondeando sobre el más cercano, de modo que, impulsivamente, tiró de los cabos de la caña del timón para conducir el barco hacia la orilla. Mejor tratar con soldados portugueses que con marineros británicos, pensó.
—Nos están siguiendo —le advirtió su hermano.
Ferreira se dio la vuelta y vio el bote chinchorro que bajaba a toda velocidad por el centro del río.
—Vamos a tierra —dijo—, allí no nos seguirán.
—¿Ah no?
—Son marineros. Detestan estar en tierra firme. —Ferreira sonrió—. Iremos al fuerte —dijo, indicando con un movimiento de la barbilla los nuevos bastiones que dominaban el camino—, conseguiremos caballos y esta tarde estaremos en Lisboa.
El bote alcanzó la ribera y los cinco hombres subieron por la orilla llevando sus armas y su dinero francés. Ferreira echó un único vistazo al chinchorro y vio que había virado y que avanzaba pesadamente intentando cruzar la corriente. Supuso que los marineros querrían su barco, y podían llevárselo si querían puesto que ahora se encontraba a salvo, pero cuando los cinco hombres atravesaron los arbustos en lo alto de la orilla se encontraron con otra dificultad. En aquel punto el río estaba embalsado, pero en el gran dique de tierra situado más al sur debía de haberse abierto una brecha para dejar que el agua inundara el camino y Ferreira se dio cuenta de que no sería fácil llegar al fuerte más cercano, pues el terreno estaba anegado y eso significaba que tendrían que dirigirse al interior para bordear la zona inundada. Eso no suponía un gran problema, pero entonces se alarmó porque, en algún lugar entre la niebla por delante de él, sonó un cañonazo. El eco retumbó entre las montañas, pero no se les aproximó ninguna bala y tampoco se oyó un segundo disparo, lo cual sugería que no había necesidad de preocuparse. Probablemente se tratara de un artillero comprobando el alcance de su pieza o probando un oído rectificado. Caminaron hacia el oeste, siguiendo la línea de la inundación bordeada por un pantano y al cabo de un rato, en medio de la niebla, Ferreira divisó una granja situada en terreno elevado. Había un amplio trecho de terreno cenagoso entre ellos y la granja, pero le pareció que si podían llegar a esos edificios no estarían lejos de los fuertes de las montañas del sur. Dicha idea convenció a Ferreira de que todo saldría bien, de que las tribulaciones de los últimos días se verían coronadas por un éxito inmerecido pero bien recibido. Se echó a reír.
—¿Qué pasa? —le preguntó su hermano.
—Dios es bueno con nosotros, Luis, Dios es bueno.
—¿Ah sí?
—Les vendimos la comida a los franceses, cogimos su dinero ¡y la comida ardió! Diré que engañamos a los franceses y eso quiere decir que seremos héroes.
Ferragus sonrió y dio unas palmaditas en la cartera de cuero que llevaba colgada al hombro.
—Somos héroes ricos.
—Probablemente me nombren teniente coronel por esto —dijo Ferreira. Explicaría que había oído lo de la comida almacenada y que se había quedado atrás para asegurarse de su destrucción, y seguro que una hazaña como aquélla merecía un ascenso—. Hemos pasado unos días muy malos —le reconoció a su hermano—, pero lo hemos superado. ¡Dios mío!
—¿Qué?
—Los fuertes —dijo Ferreira, atónito—. ¡Mira todos esos bastiones! —La niebla impedía ver el valle, pero era una niebla baja, por lo que, al coronar una suave elevación del terreno, Ferreira pudo ver las cimas de las montañas; vio que todas las cumbres tenían su pequeño fuerte y, por primera vez, se dio cuenta de la envergadura de aquellas nuevas defensas. Él creía que sólo se vigilaban los caminos, pero estaba claro que la línea se extendía mucho más hacia el interior. ¿Podría ser que cruzara la península? ¿Podría ser que llegara hasta el mar? En tal caso, era seguro que los franceses no llegarían nunca a Lisboa. Lo invadió una repentina sensación de alivio por haberse visto obligado a abandonar Coimbra porque, de haberse quedado, si el almacén no se hubiera incendiado, se habría encontrado con que el coronel Barreto lo habría reclutado a la fuerza—. Ese condenado incendio nos hizo un favor —le dijo a su hermano—, porque vamos a ganar. Portugal sobrevivirá.
Lo único que tenía que hacer era llegar a un fuerte en el que ondeara una bandera portuguesa y todo habría terminado: la incertidumbre, el peligro, el miedo. Se había terminado y él había ganado. Se dio la vuelta para buscar con la mirada la bandera portuguesa que había visto agitándose al viento por encima de la niebla y al volverse de nuevo vio que los perseguidores se acercaban desde el río. Vio las casacas verdes.
De modo que no se había terminado, no del todo. Torpemente, cargados con el dinero, los cinco hombres echaron a correr.
* * * *
El general Sarrut reunió a cuatro batallones de infantería ligera. Algunos eran chasseurs y otros voltigeurs pero, tanto si se llamaban cazadores o saltadores, todos eran tiradores y no existía una verdadera diferencia entre ellos salvo que los chasseurs llevaban charreteras rojas en sus casacas azules y las de los voltigeurs eran verdes o rojas. Ambos se consideraban tropas de élite, entrenadas para luchar contra tiradores enemigos en el espacio comprendido entre las líneas de batalla.
Los cuatro batallones pertenecían al segundo regimiento, que había salido de Francia con ochenta y nueve oficiales y dos mil seiscientos soldados, pero en aquellos momentos los cuatro batallones habían quedado reducidos a setenta y un oficiales y poco más de dos mil soldados. No llevaban el Águila del regimiento puesto que no iban a entablar combate. Estaban realizando un reconocimiento del terreno y las órdenes del general Sarrut eran muy claras. Los tiradores tenían que avanzar en orden abierto por el terreno bajo frente a los fuertes enemigos y el cuarto batallón, situado a la izquierda de la línea, tenía que explorar el pequeño valle y, si no encontraban resistencia, el tercero les seguiría. Avanzarían tan sólo lo necesario para determinar si el valle estaba bloqueado o defendido de alguna otra forma y, una vez comprobado, los batallones se retirarían de nuevo hacia las colinas ocupadas por los franceses. La niebla tenía sus pros y sus contras. Era una bendición porque suponía que los cuatro batallones podrían avanzar sin ser vistos desde los fuertes enemigos, y al mismo tiempo era una maldición porque les impediría la observación desde el pequeño valle, pero cuando los primeros de sus hombres llegaran a él, Sarrut esperaba que casi toda la niebla se hubiera disipado. Después, por supuesto, podía esperarse el furioso fuego de artillería de los fuertes enemigos, pero como sus soldados estarían formados en una línea de tiradores, sería muy mala suerte que algún proyectil les causara daños.
Al general Sarrut le había preocupado mucho más la perspectiva de encontrarse con caballería enemiga, pero Reynier había quitado importancia a dicha preocupación.
—No tendrán jinetes ensillados y preparados —había afirmado—, y les llevará medio día organizarlos a todos. Si se molestan en presentar combate en el valle, será con la infantería, de modo que tendré preparada a la brigada de Soult para que se ocupe de esos cabrones. —La brigada de Soult era una mezcla de caballería: chasseurs, húsares y dragones, unos mil jinetes que tan sólo contaban con seiscientos cincuenta y tres caballos, pero eso debería bastar para hacer frente a cualesquiera tiradores británicos y portugueses que intentaran impedir el reconocimiento de Sarrut.
Cuando los soldados de Sarrut estuvieron dispuestos para avanzar ya era media mañana y el general estaba a punto de ordenar que el primer batallón saliera hacia el valle envuelto en bruma cuando uno de los ayudantes de campo del general Reynier bajó galopando por la ladera. Sarrut observó al oficial mientras éste salvaba la pendiente.
—Será algún cambio en las órdenes —predijo agriamente dirigiéndose a uno de sus propios edecanes—. Ahora querrán que ataquemos Lisboa.
El ayudante de campo de Reynier frenó su caballo levantando un remolino de tierra y se inclinó hacia delante para darle unas palmadas en el cuello al animal.
—Hay un piquete británico, señor —anunció—. Acabamos de verlo desde la cima. Están en un corral en ruinas junto al río.
—No importa —dijo Sarrut. Un simple piquete no podía detener a cuatro batallones de excelente infantería ligera.
—El general Reynier sugiere que podríamos capturarlos, señor —añadió el edecán respetuosamente.
Sarrut se rió.
—¡En cuanto nos vean, capitán, echarán a correr como liebres!
—La niebla, general —repuso el edecán con respeto—, es poco uniforme, está muy jironada, y el general Reynier sugiere que si se dirige usted hacia el oeste podría rodearlos. Opina que el oficial del piquete podría tener información sobre las defensas.
Sarrut soltó un gruñido. Una sugerencia de Reynier equivalía a una orden, pero parecía una orden inútil. Sin duda el piquete contaba con un oficial, aunque parecía sumamente improbable que ese hombre poseyera información útil; no obstante, había que complacer a Reynier.
—Dígale que lo haremos —dijo; mandó a uno de sus ayudantes de campo al frente de la columna y ordenó que medio batallón diera la vuelta hacia el oeste. De ese modo penetrarían en la niebla, probablemente invisibles desde el corral, y podrían retroceder para cortarle la retirada al piquete—. Dígale al coronel Feret que avance enseguida —le dijo al edecán— y usted vaya con él. Asegúrese de que no avanza con demasiada rapidez. El resto de las tropas se pondrá en marcha diez minutos después de que él se haya ido. ¡Y dígale que se dé prisa!
Hizo hincapié en las últimas palabras. El objetivo de la maniobra simplemente era descubrirlo que había al otro lado de la montaña enemiga, no conseguir una victoria que provocara las aclamaciones de la muchedumbre de París. Allí no conseguirían ninguna victoria, solamente recabarían información, y cuanto más tiempo permanecieran sus tropas en el terreno bajo, más tiempo estarían expuestas al fuego de la artillería. Sarrut pensó que un escuadrón de caballería habría llevado a cabo dicha tarea con mucha más eficacia, puesto que podría cruzar el valle al galope en unos momentos, pero la caballería estaba en baja forma. Los caballos estaban agotados y hambrientos, y eso le recordó a Sarrut que el piquete británico del viejo corral debía de tener raciones. Eso lo animó. Tendría que haberle dicho a su ayudante de campo que guardara algunas en caso de que las encontraran, pero el edecán era un joven inteligente y sin duda lo haría de todas formas. ¿Huevos frescos, tal vez? ¿O tocino? ¿Pan recién horneado, mantequilla, leche amarilla y cálida recién ordeñada? Sarrut soñó con esas cosas mientras los chasseurs y voltigeurs pasaban junto a él pesadamente. Durante los últimos días habían realizado una larga y dura marcha y debían de estar hambrientos, pero parecían bastante alegres al pasar junto al caballo del general. A algunos de ellos les faltaban las suelas de las botas, o las llevaban atadas con cuerda a la parte superior, y sus uniformes estaban descoloridos, andrajosos y raídos, pero se fijó en que llevaban los mosquetes limpios y no dudó en que lucharían bien si, de hecho, eran llamados al combate. Sarrut se imaginaba que para la mayoría de ellos aquella mañana acarrearía un cansado recorrido por campos empapados, animado por los aleatorios disparos de artillería. Pasó la última compañía y Sarrut espoleó a su caballo para seguirlos.
Tenía por delante a una brigada de tiradores, un valle neblinoso, un enemigo desprevenido y, de momento, el silencio.
* * * *
El teniente Jack Bullen era un joven decente que provenía de una familia decente. Su padre era juez y sus dos hermanos mayores abogados, pero el joven Jack Bullen nunca había destacado en los estudios y aunque sus maestros habían intentado meterle el griego y el latín en la mollera a fuerza de azotes, su mollera había ganado la batalla y él seguía ajeno a cualquier idioma extranjero. A Bullen nunca le habían importado las palizas. Había sido un chico fuerte y alegre, de los que recogían huevos de pájaro, se peleaban con otros niños y subían al campanario por una apuesta, y ahora era un joven fuerte y alegre que creía que ser oficial en el regimiento de Lawford era lo mejor que la vida podía ofrecerle. Le gustaba ser soldado y le gustaban los soldados. Algunos oficiales temían a los soldados más que al enemigo, pero el joven Jack Bullen, de diecinueve años, disfrutaba de la compañía de la tropa. Le gustaban sus chistes malos, bebía de su té agrio con entusiasmo y los consideraba a todos unos tipos estupendos, incluso aquellos a los que su padre podría haber condenado a muerte, deportación o trabajos forzados, si bien hubiera preferido mucho más estar con los tipos estupendos de su antigua compañía. A Jack Bullen le gustaba la compañía número nueve y, aunque la compañía ligera no le desagradaba, le resultaba difícil. No era por los soldados, pues Bullen poseía un talento natural para llevarse bien con la gente, pero el oficial al mando de la compañía ligera era una cruz. Costaba mucho desmoralizar al joven Jack Bullen; sin embargo, el capitán Slingsby lo había conseguido de alguna manera.
—Está indispuesto, señor —dijo el sargento Read respetuosamente.
—Está indispuesto —repitió Bullen en tono apagado.
—Indispuesto, señor —confirmó Read.
Estar indispuesto era encontrarse mal, pero lo que Read quería decir en realidad era que el capitán Slingsby estaba borracho, aunque al ser un sargento no podía decirlo de ese modo.
—¿Cómo de indispuesto? —preguntó Bullen.
Podía haber caminado los veinte pasos y averiguarlo por sí mismo, pero estaba a cargo de los centinelas alineados a lo largo del río frente al corral en ruinas y lo cierto era que no quería ver a Slingsby.
—Muy indispuesto, señor —contestó Read con gravedad—. Está hablando de su esposa, señor. Habla mal de ella.
Bullen quería saber qué cosas decía, pero sabía que el sargento metodista nunca se lo diría, de modo que se limitó a responderle con un gruñido.
—Está ofendiendo a los soldados, señor —dijo Read—. No deben decirse esas cosas de las mujeres. Ni de las esposas.
Bullen supuso que el arrebato de Slingsby estaría divirtiendo a los hombres más que ofendiéndolos, y eso no estaba bien. Por muy simpático que fuera un oficial, tenía que mantener cierta dignidad.
—¿Puede andar?
—A duras penas, señor —respondió Read, y a continuación corrigió la respuesta—. No, señor.
—¡Oh, Dios santo! —exclamó Bullen, y vio que Read hacía una mueca al oír la leve blasfemia—. ¿De dónde sacó el licor?
—De su criado, señor —dijo Read con desdén—. Consiguió una mochila llena de cantimploras y el capitán lleva toda la noche bebiendo, señor.
Bullen se preguntó qué debía hacer. No podía mandar a Slingsby de vuelta con el batallón, pues Bullen no creía que fuera cosa suya destruir la reputación de su oficial al mando. Sería un acto desleal.
—No lo pierda de vista, sargento —le dijo Bullen con impotencia—. Tal vez se recupere.
—Pero no puedo acatar sus órdenes, señor, no en el estado en que se encuentra.
—¿Le está dando órdenes?
—Me dijo que arrestara a Slattery, señor.
—¿Acusado de qué?
—De mirarlo de forma rara, señor.
—¡Oh, Dios mío! No haga caso de sus órdenes, sargento, y esto sí que es una orden. Dígale que se lo he dicho yo.
Read asintió con la cabeza.
—¿Va a asumir el mando, señor?
Bullen vaciló, consciente de la importancia de la pregunta. Si decía que sí estaría reconociendo formalmente que Slingsby no estaba en condiciones, cosa que inevitablemente llevaría a una investigación.
—Voy a asumir el mando hasta que el capitán se haya recuperado —respondió, lo cual parecía un buen compromiso.
—Muy bien, señor —Read saludó y se dio la vuelta para marcharse.
—Una cosa más, sargento —Bullen aguardó hasta que Read se volvió de nuevo—. No lo mire de forma rara.
—No, señor —repuso Read en tono solemne—, por supuesto que no, señor. No haría nada semejante, señor.
Bullen tomó un sorbo de su taza de té y se encontró con que se le había enfriado. La dejó encima de una piedra y se fue andando hasta el río. Le pareció que la niebla había espesado ligeramente y no podía ver más allá de sesenta o setenta metros; no obstante, contra toda lógica, las cimas situadas a unos ochocientos metros de distancia se veían con toda claridad, lo cual demostraba que la niebla no era más que una capa baja que cubría la tierra húmeda. Escamparía. Recordó las maravillosas mañanas de invierno en Essex cuando la niebla se desvanecía y mostraba la partida de caza dispersándose en una persecución soberbia. Le gustaba la caza. Sonrió para sí al acordarse del magnífico caballo negro castrado de su padre, un tremendo cazador, que siempre se iba hacia la izquierda cuando caía al otro lado de un seto, y cada vez que eso ocurría su padre gritaba: «¡Orden en la sala! ¡Orden en la sala!». Era una broma de la familia, una de las muchas que hacían que el de Bullen fuera un hogar feliz.
—¿Señor Bullen, señor? —Era Daniel Hagman, el soldado más viejo de la compañía, que lo llamaba desde una docena de pasos río arriba.
Bullen, que había estado pensando que en su casa estarían preparando los caballos para la temporada de caza de cachorros, se acercó al fusilero.
—¿Hagman?
—Me pareció ver algo, señor —Hagman señaló a través de la niebla—. Ahora no hay nada.
Bullen miró detenidamente y no vio nada.
—Esta niebla no tardará en desaparecer.
—En cuestión de una hora todo estará perfectamente despejado, señor. Será agradable tener un poco de sol.
—Ya lo creo.
Entonces empezaron los disparos.
* * * *
Sharpe había temido que los hermanos Ferreira le tendieran una emboscada entre los arbustos en lo alto de la orilla del río y le había pedido a Braithwaite que llevara el chinchorro más abajo del lugar donde los hermanos habían abandonado el bote, a un lugar donde no había árboles al borde del agua. Les había dicho a Sarah y Joana que se quedaran en la embarcación, pero ellas no le habían hecho caso y habían bajado a tierra detrás de los tres hombres. Vicente estaba preocupado por su presencia.
—No deberían estar aquí.
—Ninguno de nosotros debería estar aquí, Jorge —le dijo Sharpe. Estaba mirando por el pantanal y vio a los hermanos Ferreira y a sus tres compañeros en la niebla. Los cinco hombres caminaban hacia el interior, como si no tuvieran ninguna preocupación en el mundo—. No deberíamos estar aquí —siguió diciendo Sharpe—, pero aquí estamos, y ellos también. De modo que acabemos con esto. —Se descolgó el rifle y comprobó que el cebo seguía en la cazoleta—. Tendría que haber disparado y recargado a bordo del Ardilla —le dijo a Harper.
—¿Cree que la pólvora estará húmeda?
—Podría ser.
Sharpe temía que la niebla hubiera humedecido la carga, pero en aquel momento no podía hacer nada al respecto. Empezaron a andar pero, al haber desembarcado más al sur, sin darse cuenta Sharpe los había adentrado más en los pantanos y la marcha resultaba difícil. En el mejor de los casos el terreno te succionaba los pies, en el peor era una masa pegajosa y, como la marea estaba bajando, el terreno estaba recién inundado. Sharpe torció hacia el norte pensando que allí el terreno sería más firme, pero los cinco fugitivos iban aumentando su ventaja a cada paso.
—Quítense las botas —recomendó Harper—. Crecí en Donegal —prosiguió—, y allí somos grandes expertos en cenagales.
Sharpe se quedó con las botas puestas. Las suyas le llegaban hasta las rodillas y no le resultaban un impedimento, pero los demás se quitaron los zapatos y así avanzaron más rápido.
—Lo único que tenemos que hacer —dijo Sharpe— es acercarnos lo suficiente para pegar un tiro a esos cabrones.
—¿Por qué no miran hacia atrás? —se preguntó Sarah.
—Porque son tontos —contestó Sharpe—, porque creen que están a salvo.
Habían llegado a un terreno más firme, una elevación suave entre los pantanos y las montañas del norte, y apresuraron el paso, con lo que acortaron la distancia con los cinco hombres que seguían pareciendo tan despreocupados como si hubieran salido a ver si cazaban algo. Iban dando un paseo, con las armas colgadas al hombro, charlando. Ferragus descollaba sobre sus compañeros y Sharpe sintió el impulso de arrodillarse, apuntar y pegarle un tiro en la espalda a ese hijo de puta, pero no se fiaba de la carga del rifle, de modo que siguió andando. A cierta distancia a su izquierda, vio algunos edificios entre la niebla: un par de casitas, un granero, unos cuantos cobertizos y una casa más grande, y supuso que habría sido una próspera granja antes de que los ingenieros inundaran el valle. Imaginó que el terreno pantanoso se extendía casi hasta aquellos edificios que se divisaban a medias y que parecían encontrarse en un terreno más elevado, y creyó que Ferreira intentaría llegar a la granja para dirigirse luego hacia el sur. O podía ser que, si los hermanos se daban cuenta de que los estaban siguiendo, se escondieran en los edificios y entonces sería imposible sacarlos de allí, por lo que Sharpe empezó a apresurarse, pero en aquel preciso momento uno de los hombres se dio la vuelta y lo miró fijamente.
—¡Mierda! —exclamó Sharpe, y se agachó a toda prisa con la rodilla en el suelo.
Los cinco hombres empezaron a correr, con torpeza puesto que iban cargados con las armas y las monedas. Sharpe apuntó, hizo retroceder el percutor completamente y apretó el gatillo. Supo al instante que había fallado porque el rifle vaciló y luego emitió un chasquido sibilante en lugar de un estallido, lo cual significaba que la carga humedecida por la niebla había estallado, pero débilmente, y la bala se habría quedado corta. Empezó a recargar mientras Harper y Vicente disparaban y una de sus balas debió de alcanzar a uno de los hombres en la pierna, pues cayó al suelo. Sharpe estaba atacando la nueva carga. No había tiempo de envolver la bala con cuero. Se preguntó por qué diablos el ejército no suministraba balas ya envueltas, apretó el proyectil con la baqueta, cebó el arma, se arrodilló y disparó de nuevo. Tanto Joana como Sarah dispararon también, aunque sus mosquetes eran inútiles a esa distancia. El hombre que había caído volvía a estar de pie y no daba muestras de estar herido porque corría a más no poder para alcanzar a sus compañeros. Harper disparó y uno de los hombres viró bruscamente, como si la bala hubiera pasado peligrosamente cerca de él, y luego llegaron los cinco al terreno más elevado y corrieron hacia los edificios. Vicente disparó por segunda vez justo en el momento en que los hombres desaparecían por entre los muros de piedra.
—¡Maldita sea! —exclamó Sharpe, atacando otra bala.
—No van a quedarse ahí —dijo Vicente en voz baja—. Correrán hacia el sur.
—Entonces atravesaremos el pantanal —dijo Sharpe, y se pusieron en marcha, chapoteando por el barro y la hierba anegada.
Quería ir hacia el sur de la granja y así cortarles el paso a los fugitivos, pero casi enseguida se dio cuenta de que probablemente el intento sería inútil. El suelo era una ciénaga, por delante de ellos estaba inundado, y cuando estuvo con el agua en las rodillas se detuvo. Soltó una maldición porque vio que los cinco hombres abandonaban la granja y se dirigían hacia el sur, pero ellos también se vieron obstaculizados por la crecida y volvieron a torcer hacia el oeste. Sharpe se llevó el rifle al hombro, dirigió la mira hacia Ferragus y apretó el gatillo. Harper y Vicente también dispararon, pero como los blancos estaban en movimiento las tres balas fallaron y los cinco hombres desaparecieron en la persistente niebla. Sharpe sacó un nuevo cartucho.
—Lo intentamos —le dijo Sharpe a Vicente.
—Esta noche ya estarán en Lisboa —respondió el portugués. Ayudó a Sharpe a salir de una zona de barro—. Denunciaré al comandante Ferreira, por supuesto.
—Escaparán mucho antes, Jorge. O eso o será su palabra contra la de usted, y él es comandante y usted capitán, y ya sabe lo que eso significa —miró hacia la niebla del oeste—. Es una pena —dijo—. Le debía una buena paliza a ese cabrón.
—¿Por eso lo seguías? —le preguntó Sarah.
—Por eso más que nada. —Atacó una nueva bala en el rifle, cebó la cazoleta, cerró el rastrillo y se colgó el rifle al hombro—. Vamos a buscar terreno seco y nos vamos a casa —dijo.
—¡No se han ido! —exclamó Harper de pronto. Sharpe se dio la vuelta y vio que, milagrosamente, los cinco hombres regresaban a la granja. Iban deprisa, mirando atrás, hacia la niebla, y Sharpe, que se descolgó el rifle, se preguntó qué demonios estaba ocurriendo.
Entonces vio la línea de tiradores. Por un momento tuvo la seguridad de se trataba de una compañía británica o portuguesa, pero entonces vio las casacas azules y los cinturones cruzados blancos, vio las charreteras y vio que algunos de aquellos soldados llevaban sables cortos, y supo que eran franceses. Y había más de una compañía, puesto que de la niebla estaba apareciendo toda una horda de tiradores.
En aquel momento se oyeron unos estallidos de mosquete que provenían del oeste. Los tiradores se volvieron hacia el sonido, se detuvieron. Los hermanos Ferreira se hallaban entonces en los edificios de la granja. Harper amartilló su rifle.
—¿Qué está pasando, por el amor de Dios?
—Esto se llama tiroteo, Pat.
—Dios salve a Irlanda.
—Podría empezar salvándonos a nosotros —dijo Sharpe. Pues por lo visto, aunque sus enemigos estaban atrapados, los franceses lo habían atrapado a él.
* * * *
Un capricho de la niebla salvó a Bullen. Él se hallaba alerta, todos sus soldados estaban alerta, pues habían oído disparos al este, en algún lugar del terreno inundado en dirección al río y Bullen había estado a punto de ordenar al sargento Huckfield que se llevara a una docena de soldados para investigar dicho ruido cuando un remolino de viento, llegado de las cimas del sur, empujó un trozo de blancura del lado oeste del corral en ruinas y Bullen vio a unos hombres que corrían. Soldados de casaca azul, armados con mosquetes, y por un segundo o dos se quedó tan atónito que no hizo nada. Los franceses —a duras penas podía creer que fueran franceses— se encontraban ya al sur de donde estaba él, sin duda dirigiéndose al terreno entre el corral y los fuertes, y comprendió al instante que no podría sacar de ahí a los hombres y llevarlos de nuevo a las montañas.
—¡Señor! —lo llamó uno de los tiradores, y la palabra fue como una sacudida que sacó a Bullen de su estupor.
—¡Sargento Read! —Bullen intentaba pensar en todo mientras hablaba—. Los casacas rojas a la granja. Al lugar donde fuimos anoche. ¡Cojan las mochilas! —Bullen había dirigido una patrulla hasta la granja al atardecer. Había seguido el sendero elevado con la marea baja, había cruzado el río por el pequeño puente de piedra, había fisgoneado por los edificios abandonados, luego había explorado un poco en dirección al Tajo hasta que el pantanal le impidió seguir adelante. En aquellos momentos su mejor refugio era la granja, un lugar con paredes de piedra, pantanos alrededor y un solo acceso: el camino que venía desde el puente. Siempre y cuando pudiera alcanzar aquel tosco camino antes que los franceses—. ¡Fusileros! —ordenó—. ¡Aquí! ¡Sargento McGovern! Coja a dos soldados y saquen al capitán Slingsby de aquí. ¿Fusileros? ¡Ustedes son la retaguardia! ¡Adelante!
Bullen fue el último en ponerse en marcha, avanzando de espaldas entre los fusileros. La niebla había vuelto a cernerse sobre ellos y el enemigo estaba oculto, pero cuando Bullen se había alejado tan sólo unos treinta pasos del corral aparecieron allí los franceses, abalanzándose hacia las ruinas; uno de ellos vio a los casacas verdes a cierta distancia hacia el este y gritó una advertencia. Los voltigeurs se dieron la vuelta y dispararon, pero su descarga fue un esfuerzo desigual puesto que formaban en una línea de tiradores, aunque muchas de las balas pasaron peligrosamente cerca de Bullen, que retrocedió más deprisa. Vio a una docena de franceses corriendo hacia él y estuvo a punto de dar media vuelta y huir cuando se oyó el chasquido de unos rifles y dos de los franceses cayeron abatidos. La sangre brillaba en los mugrientos pantalones blancos. Se volvió y vio que los casacas verdes formaban una cadena de tiradores. Estaban haciendo aquello para lo que habían sido entrenados y algunos de ellos volvieron a disparar y otro francés cayó hacia atrás con una sacudida.
—Podemos ocupamos de ellos, señor —dijo Hagman—. Probablemente sólo sea una patrulla. ¡Harris! ¡Cuidado por la izquierda! Tiene que darse prisa, señor —volvió a dirigirse a Bullen—. Sabemos lo que hacemos y esa pistola no es de mucha utilidad. —Bullen ni siquiera era consciente de haber desenfundado la pistola, un regalo de su padre. La disparó de todos modos y le dio la impresión de que la pequeña bala alcanzaba a un francés, aunque era mucho más probable que hubiera sido un disparo de los fusileros el que había lanzado a aquel hombre hacia atrás. Otro rifle abrió fuego. Los casacas verdes retrocedían, un soldado se retiraba en tanto que su compañero vigilaba. Los franceses devolvían el fuego, pero estaban demasiado lejos. El humo de sus mosquetes espesaba la niebla a trozos. Por algún milagro los voltigeurs no se esforzaron demasiado en seguir los pasos de Bullen. Ellos esperaban haber atrapado al piquete en el corral en minas y nadie les había ordenado desviar el ataque hacia el este, y aquel retraso había proporcionado unos minutos preciosos a Bullen. Se dio cuenta de que Hagman tenía razón y que los fusileros no necesitaban sus órdenes, así que pasó corriendo junto a ellos hacia el puente donde el sargento Read esperaba con los casacas rojas. El capitán Slingsby estaba bebiendo de una cantimplora, pero al menos no estaba causando problemas. Los rifles dispararon en la niebla y Bullen se preguntó si debía dirigirse directamente hacia el sur, siguiendo el terreno pantanoso junto al río, y entonces vio que había franceses en aquel espacio abierto, ordenó cruzar el puente a los casacas rojas y regresar a la granja. Los fusileros se apresuraban, amenazados por una nueva cadena de voltigeurs que habían aparecido de entre la niebla. ¡Santo Dios!, pensó Bullen, ¡había franchutes por todas partes!
—¡A la granja! —les gritó a los casacas rojas.
La casa de labranza era un edificio sólido y resistente que se había construido en la cara oeste de una pequeña elevación, por lo que a su puerta principal se accedía por unos escalones de piedra y sus ventanas estaban situadas a unos dos metros y medio del suelo. Un refugio perfecto, pensó Bullen, siempre y cuando los franceses no trajeran artillería. Dos casacas rojas arrastraron al capitán Slingsby para subir los peldaños y Bullen entró tras ellos a una habitación alargada, salón y cocina unidos en una sola estancia en las que se encontraban la puerta y las dos ventanas altas que daban al camino que conducía al puente.
Bullen no vio el puente con la niebla, pero sí que vio que los fusileros se retiraban a toda prisa por el camino y supo que los franceses no debían de andar muy atrás.
—¡Aquí! —gritó a los casacas verdes y luego exploró el resto de su improvisado fuerte.
Una segunda puerta y una única ventana daban a la parte de atrás, en la que había un patio bordeado con otras construcciones de tejado bajo en tanto que, en un extremo de la estancia, una escalera de mano conducía a un último piso en el que estaban los dormitorios. Bullen separó a los soldados en seis pelotones, uno para cada una de las ventanas que daban al camino, uno para la puerta y uno por cada una de las pequeñas habitaciones del piso de arriba. Apostó un único centinela en la puerta trasera con la esperanza de que los franceses no llegarían al patio.
—Atraviesen el tejado —dijo a los soldados apostados arriba.
Los primeros voltigeurs ya estaban en el camino y las balas de sus mosquetes repiquetearon contra los muros de piedra de la granja.
—Hay unos hombres en el patio, señor —le dijo el centinela de la puerta trasera.
Bullen creyó que se refería a los franceses y abrió la puerta de golpe, pero vio que uno de los desconocidos llevaba el uniforme de un comandante portugués y que los otros eran todos civiles, uno de los cuales era el hombre más grande que Bullen había visto nunca. El comandante portugués miró a Bullen con unos ojos como platos, por lo visto tan asombrado de ver a Bullen como éste estaba de verlo a él, pero el comandante recobró la compostura.
—¿Quién es usted? —quiso saber.
—El teniente Bullen, señor.
—Allí hay enemigos —dijo el comandante señalando hacia el este, y Bullen soltó una maldición, pues él había pensado que quizá sus hombres pudieran abrirse camino hacia el río y ponerse bajo la protección de la cañonera británica que habían oído disparar al amanecer. Ahora, por lo visto, estaba rodeado, de modo que no tenía más remedio que defenderse lo mejor que pudiera—. Nos uniremos a ustedes —anunció el comandante, y los cinco hombres entraron en la casa de labranza donde Bullen, siguiendo el consejo del comandante, apostó a unos cuantos hombres en la ventana del este para vigilar el enemigo que el comandante había visto en la dirección del río.
Se oyó el ruido de las tejas rotas que cayeron en cascada desde el tejado cuando los soldados del piso de arriba lo rompieron y luego el estrépito de los disparos de los civiles portugueses contra los hombres que se acercaban desde el este. Bullen se dio la vuelta para mirar a qué estaban disparando y en aquel preciso momento una descarga estalló desde el oeste, el cristal de las ventanas se hizo pedazos y uno de los casacas rojas salió despedido hacia atrás con una bala en el pulmón. Empezó a toser y a sacar sangre espumosa.
—¡Fuego! —gritó Bullen.
Fue alcanzado otro soldado, en aquella ocasión en la puerta de entrada a la granja. Bullen se acercó a una ventana, atisbó por encima del hombro de un casaca roja y vio a unos cuantos franceses que corrían hacia la izquierda, otros que iban hacia la derecha y más aún que se acercaban por el camino. Los mosquetes y los rifles abrieron fuego desde el tejado, pero no vio caer ni a un solo francés. Los estallidos de las armas resonaban en aquella estancia larga y baja, llena de humo, y entonces el cañón de los británicos y portugueses sumó su propio estruendo desde la montaña. Los soldados de las ventanas traseras disparaban con tanta intensidad como los hombres apostados delante.
—Intentan llegar a los lados, señor —dijo Read, lo que significaba que los franceses se dirigían a los flancos de la casa de labranza en los que no había ventanas.
—¡Mátenlos, muchachos! —gritó Slingsby de repente—. ¡Y que Dios salve al rey Jorge!
—¡A la mierda el rey Jorge! —masculló uno de los casacas rojas, y acto seguido soltó una maldición porque lo había alcanzado una astilla de madera que una bala de mosquete había hecho saltar de la ventana.
—¡Cuidado por la izquierda, cuidado por la izquierda! —gritó un soldado, y tres mosquetes dispararon a la vez.
Bullen se precipitó a la puerta trasera, se asomó por ella y vio humo de pólvora en el extremo más alejado del patio de la granja donde se apiñaban unas casitas y cobertizos. ¿Qué demonios estaba pasando? Por alguna razón había esperado que los franceses se quedaran en el camino, atacando solamente desde el oeste, pero entonces se dio cuenta de que había sido una estupidez. Los voltigeurs rodeaban la granja y la azotaban con el fuego de sus mosquetes. Bullen sintió el pánico en su interior. Tenía veinte años y más de cincuenta hombres esperaban que él los dirigiera, cosa que hasta el momento había hecho, pero empezaba a asaltarlo el sonido de la mosquetería enemiga, el interminable traqueteo de las balas contra las paredes de piedra y el capitán Slingsby, que ahora estaba de pie gritándoles a los soldados que buscaran el blanco de los ojos del enemigo.
Entonces, el comandante portugués resolvió algunos de sus problemas.
—Yo me encargaré de este lado —le dijo a Bullen, señalando hacia el este. Bullen sospechaba que allí el enemigo era menos numeroso, pero se sintió agradecido por poderse olvidar de ellos. Volvió la vista hacia el oeste, la zona más afectada por el fuego, aunque la mayoría estaba siendo desperdiciada en las paredes de piedra. Bullen se dio cuenta de que el problema estaba en el norte y el sur porque, en cuanto los franceses se percataran de que no tenía armas cubriendo los flancos del edificio, seguro que se concentraban allí.
—Troneras en los hastiales, señor —sugirió Hagman, que intuitivamente comprendió el problema de Bullen y no esperó a que el teniente le respondiera, sino que subió por la escalera e intentó arrancar la mampostería de los hastiales del tejado. Bullen oía a los franceses gritándose entre ellos y, a falta de algo mejor que hacer, disparó su pistola a través de la puerta abierta. Otra ráfaga de viento se llevó más niebla en un remolino y, para su asombro, vio que todo el valle por detrás del puente estaba lleno de franceses. La mayoría se estaba alejando, avanzando en una enorme línea de tiradores hacia los fuertes, mientras los artilleros les disparaban desde la cima de las montañas y sus granadas estallaban sobre los pastos, espesando la niebla con su humareda e incrementando el estrépito.
Un casaca roja cayó desde una ventana con la sangre saliéndole a chorros por la cabeza. Otro fue alcanzado en el brazo y soltó el mosquete, éste se disparó y la bala hirió a un fusilero en el tobillo. Afuera, el ruido era incesante, el sonido de las balas golpeando contra la pared era como el redoble de un tambor diabólico y Bullen vio el miedo en los rostros de los soldados, a lo que no ayudaba mucho el hecho de que Slingsby hubiese desenvainado su espada y estuviera gritándoles a los hombres que dispararan más deprisa. Slingsby llevaba el pecho de la casaca roja manchada de baba y se tambaleaba ligeramente.
—¡Fuego! —bramó—. ¡Fuego! ¡Háganselo pasar mal! —Llevaba una cantimplora abierta en la mano izquierda y Bullen, súbitamente enojado, apartó al capitán de un empujón, con lo que Slingsby trastabilló y se sentó en el suelo.
Otro soldado fue alcanzado en la puerta de entrada, herido en el brazo por una astilla de la culata de un mosquete al que había alcanzado una bala. Algunos soldados se negaban a ir hasta la puerta y en sus rostros había algo más que simple miedo, había puro terror. La habitación amplificaba el sonido de las armas, los gritos de los franceses parecían horriblemente cercanos, se oían los incesantes y más profundos estallidos de los grandes cañones de la montaña en tanto que en la casa de labranza reinaban el humo, la sangre fresca y un principio de pánico.
Entonces sonó la corneta. Era un toque extraño, un toque que Bullen no había oído nunca, y lentamente el fuego de mosquete se fue apagando en tanto que la corneta volvía a sonar, y uno de los casacas rojas que vigilaba una ventana de la cara oeste gritó que un francés estaba agitando un trapo blanco en el extremo de una espada.
—¡Alto el fuego! —gritó Bullen—. ¡Alto el fuego! —Se acercó con cuidado hacia la puerta y vio que por el camino se acercaba un hombre alto vestido con una casaca francesa, unos pantalones de peto blancos y unas botas de montar. Bullen decidió que no quería que los soldados oyeran la negociación y salió fuera, quitándose el sombrero. No estaba seguro de por qué había hecho eso, pero él no tenía un trapo blanco y, en su defecto, quitarse el chacó parecía lo mejor.
Los dos hombres se encontraron a unos veinte pasos de la granja. El francés hizo una reverencia, se quitó el bicornio, volvió a ponérselo y luego sacó el pañuelo blanco de la punta de su espada.
—Soy el capitán Jules Derain —anunció en un inglés impecable— y tengo el honor de ser el ayudante de campo del general Sarrut.
Se metió el pañuelo en el bolsillo superior de la guerrera y envainó la espada con tanta fuerza que la empuñadura chocó contra el cuello de la vaina. Hizo un ruido que no presagiaba nada bueno.
—Teniente Jack Bullen —dijo Bullen.
Derain aguardó.
—¿Tiene usted un regimiento, teniente? —le preguntó después de la pausa.
—El South Essex —respondió Bullen.
—Ah —dijo Derain, una respuesta que daba a entender, con delicadeza, que nunca había oído hablar de dicha unidad—. Mi general —continuó diciendo— aplaude su valentía, teniente, pero quiere que comprenda que toda defensa equivale a un suicidio. Quizá le gustaría aprovechar esta ocasión para rendirse.
—No, señor —dijo Bullen de forma instintiva.
No lo habían educado para ceder tan fácilmente.
—Lo felicito por tan magnífico sentimiento, teniente —dijo Derain, y sacó un reloj del bolsillo. Abrió la tapa, que hizo un ruidito seco—. Dentro de cinco minutos, teniente, tendremos un cañón junto al puente —hizo un gesto hacia el camino, que estaba envuelto en la niebla y tan abarrotado de voltigeurs que Bullen no tuvo oportunidad de ver si Derain decía la verdad—. Tres de nuestros disparos deberían convencerlo —siguió diciendo Derain—, pero si se entrega antes, entonces, por supuesto, vivirá. Si me obliga a utilizar el cañón no le ofreceré otra oportunidad para rendirse, ni me haré responsable del comportamiento de mis hombres.
—En mi ejército —dijo Bullen— se considera responsables a los oficiales.
—Cada día doy gracias a Dios por no estar en su ejército —repuso Derain con falsedad, y a continuación se quitó el sombrero y volvió a inclinarse ante Bullen—. Cinco minutos, teniente. Que tenga un buen día —se dio la vuelta y se marchó.
En el camino había un gran número de voltigeurs y chasseurs, pero lo peor era que Bullen vio aún más a ambos lados de la casa de labranza. Si la granja era prácticamente una isla en los pantanos, ya les pertenecía más a los franceses que a él. Se volvió a poner el chacó y regresó ala casa, vigilado por los soldados franceses.
—¿Qué querían, teniente? —fue el oficial portugués quien se lo preguntó.
—Nuestra rendición, señor.
—¿Y qué les ha respondido?
—Que no —dijo Bullen, y oyó que los soldados murmuraban, aunque no sabía si era porque estaban de acuerdo con él o porque lamentaban su decisión.
—Soy el comandante Ferreira —dijo Ferreira, que condujo a Bullen hacia la chimenea donde tenían asegurada un poco de intimidad—, y pertenezco al estado mayor portugués. Es importante que llegue a nuestras líneas, teniente. Lo que quiero que haga, y sé que le resultará difícil, es que negocie con los franceses. Dígales que se rendirá —alzó las manos para acallar la protesta de Bullen—, pero dígales también que tiene a cinco civiles con usted y que pone como condición que los civiles queden libres.
—¿Cinco civiles? —Bullen logró interrumpirle con su pregunta.
—Yo fingiré ser uno de ellos —explicó Ferreira como quien no quiere la cosa—, y cuando hayamos cruzado las líneas francesas entonces usted se rendirá y le aseguro que lord Wellington será informado de su sacrificio. Tampoco dudo que lo intercambiarán muy pronto.
—A mis soldados no —dijo Bullen en tono agresivo.
Ferreira sonrió.
—Le estoy dando una orden, teniente —hizo una pausa para quitarse la casaca del uniforme, resolviendo, al parecer, que el hecho de no llevarla ocultaría su condición de militar.
El civil grandote de rostro aterrador se acercó y se quedó de pie a su lado, sirviéndose de su mole como método de persuasión adicional, y los demás civiles permanecieron junto a él, cargados con sus armas y sus pesadas bolsas.
—¡Le reconozco! —exclamó de repente Slingsby desde la chimenea. Le guiñó el ojo a Ferragus—. Sharpe le pegó.
—¿Quién es usted? —preguntó Ferreira en tono gélido.
—Estoy al mando —respondió Slingsby, e intentó saludar con la espada, aunque sólo consiguió golpear la pesada repisa de madera—. Capitán Slingsby —dijo.
—Hasta que el capitán Slingsby se recupere —terció Bullen, a quien le daba vergüenza admitir ante un desconocido que su oficial al mando estaba borracho—, soy yo quien está al mando.
—Pues vaya, teniente —Ferreira señaló la puerta.
—Haga lo que le dice —dijo Slingsby, aunque en realidad no había entendido la conversación.
—Es mejor que haga lo que le dice, señor —añadió el sargento Read entre dientes. El sargento no era ningún cobarde, pero consideraba que permanecer donde estaban era como invitar a la muerte—. Los franchutes se ocuparán de nosotros.
—No puede darme órdenes —Bullen desafió a Ferreira.
El comandante contuvo al hombre grandote, que había soltado un gruñido y había empezado a avanzar.
—Es cierto —le dijo Ferreira a Bullen—, pero si no se rinde, teniente, y nos capturan, al final nos intercambiarán y tendré muchas cosas que decirle a lord Wellington. Cosas, teniente, que no mejorarán sus posibilidades de ascenso —hizo una pausa y bajó la voz—. Esto es importante, teniente.
—¡Es importante! —repitió Slingsby.
—Le juro por mi honor —dijo Ferreira en tono solemne— que tengo que ponerme en contacto con lord Wellington. Es un sacrificio que le pido, teniente, que le suplico, en realidad, pero que supondrá un bien para su país.
—Dios salve al rey —soltó Slingsby.
—¿Lo jura por su honor? —le preguntó Bullen a Ferreira.
—Por mi más sagrado honor —respondió el comandante.
Así pues, Bullen se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. La compañía ligera se rendiría.
* * * *
El coronel Lawford miró hacia el valle. La niebla se desvanecía rápidamente, y dejaba al descubierto toda la zona ocupada por los tiradores franceses. ¡Había cientos de tiradores! Se hallaban desperdigados de manera que los cañones británicos y portugueses tenían poco o ningún efecto sobre ellos. Las granadas estallaban, la metralla salía disparada por los aires con negras bocanadas de humo, pero Lawford no veía que hubiera bajas entre los franceses.
Tampoco veía a su compañía ligera.
—¡Maldita sea! —dijo en voz baja, y se inclinó sobre el catalejo montado en el trípode para mirar hacia el corral en ruinas, medio envuelto en los restos de niebla, y aunque vio a unos soldados que se movían cerca de las paredes rotas, estaba casi seguro de que no llevaban ni casacas verdes ni rojas—. ¡Maldita sea! —repitió.
—¿Qué demonios están haciendo esos cabrones ignorantes? Buenos días, Lawford. ¿Qué demonios creen que están haciendo esos hijos de puta? —Era el general Picton que, ataviado con un gastado abrigo negro, subió las escaleras dando saltos y miró al enemigo con el ceño fruncido. Llevaba puesto el mismo gorro de dormir con borla que había llevado durante la batalla en la sierra de Bussaco—. Es una maniobra de lo más estúpida —dijo—, sea lo que sea. —Sus edecanes, sin aliento, subieron detrás de él al bastión desde el que disparaba un doce libras que ensordecía a todo el mundo y envolvía el aire de humo—. ¡Dejen de disparar, maldita sea! —bramó Picton—. Bueno, Lawford, ¿qué demonios están haciendo?
—Han mandado a una brigada de tiradores, señor —respondió Lawford, lo cual no fue una respuesta particularmente útil, pero fue lo único que se le ocurrió.
—¿Han mandado tiradores? —preguntó Picton—. ¿Y nada pesado? Salieron a dar un dichoso paseo, ¿verdad?
En el valle se oía el estallido de los mosquetes. Parecía venir de la gran granja abandonada oculta por la niebla, que era más espesa sobre el terreno pantanoso; no obstante, estaba claro que allí ocurría algo, puesto que unos trescientos o cuatrocientos tiradores franceses, en lugar de avanzar por el valle estaban cruzando el puente y avanzando hacia la granja. El agua desbordada se estaba retirando con el reflujo y dejaba al descubierto la gran curva del río que abrazaba la granja.
—Están allí —anunció el comandante Leroy. Tenía su propio catalejo apoyado en el parapeto y estaba mirando hacia la niebla que empezaba a hacerse jirones. Sólo distinguía los tejados de la granja y no había ni rastro de la compañía ligera desaparecida, pero Leroy sí que veía a docenas de voltigeurs disparando contra los edificios. Señaló hacia el valle—. Deben de estar en la granja, señor.
—¿Quién está en la granja? —quiso saber Picton—. ¿Qué granja? ¿De quién diablos está usted hablando?
Ésa era la pregunta que Lawford se había temido, pero no tuvo más alternativa que confesar lo que había hecho.
—Aposté a nuestra compañía ligera como piquete, señor —dijo.
—¿Qué dice que hizo? —preguntó Picton en tono peligroso.
—Estaban en el corral —dijo Lawford, señalando el edificio en ruinas.
No podía explicar que los había puesto allí para que su cuñado tuviera una oportunidad de controlar a la compañía ligera, y que había supuesto que incluso Slingsby tendría el tino de retirarse en cuanto se viera enfrentado a una fuerza incontenible.
—¿Sólo en el corral? —preguntó Picton.
—Tenían orden de patrullar —contestó Lawford.
—¡Maldita sea, hombre! —estalló Picton—. ¡Maldita sea! ¡Un piquete es de la misma utilidad que una teta en un palo de escoba! ¡Una cadena de piquetes, hombre, una cadena de piquetes! ¿Un solo piquete de nada? Los malditos franceses los rodearon a paso ligero, ¿verdad? Para eso ya habría podido ordenarles a los pobres diablos que se pusieran en fila y se pegaran un tiro en la cabeza. Hubiera sido un final más rápido. Bueno, ¿y dónde diablos están ahora?
—Hay una granja —dijo Leroy al tiempo que la señalaba, y justo entonces la niebla se aclaró lo suficiente para dejar ver el lado oeste de la granja, del que brotaba el humo de los mosquetes.
—¡Dios mío de mi vida! —gruñó Picton—. No querrá perderlos, ¿verdad, Lawford? En el condenado ejército de su majestad queda muy mal perder a toda una compañía ligera. Huele a falta de atención. Supongo que será mejor que los rescatemos —aquellas últimas palabras, pronunciadas con un exagerado acento galés, fueron desdeñosas.
—Mi batallón está en estado de alerta —dijo Lawford con toda la dignidad de la que fue capaz.
—Lo que queda de él —comentó Picton—. Y tenemos a los portugueses, ¿no es cierto? —Se volvió hacia uno de los ayudantes de campo.
—Los dos batallones están preparados, señor —respondió el edecán.
—Pues vamos, diantre —ordenó Picton—. Lléveselos, Lawford. —Lawford y los demás oficiales del South Essex bajaron las escaleras corriendo. Picton meneó la cabeza—. Es demasiado tarde, por supuesto —le dijo a un ayudante de campo—, demasiado tarde. —Observó el humo de la pólvora que espesaba los restos de bruma en torno a la granja distante—. Esos pobres desgraciados caerán en la red mucho antes de que Lawford tenga una oportunidad, pero no podemos hacer nada al respecto, ¿verdad? Sencillamente no podemos hacer nada —se volvió furiosamente hacia los artilleros—. ¿Qué hacen rondando por aquí como putas en la puerta de un cuartel? ¡Dispárenles un poco a esos cabrones! —Señaló a los tiradores que amenazaban la granja—. Maten a las alimañas.
Volvieron a alinearse los cañones, que retrocedieron de una sacudida, lanzando su humareda por el valle al tiempo que las granadas se alejaban con un silbido, dejando las estelas del humo de la mecha a su paso. Picton puso mala cara.
—Un maldito piquete en un corral —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Ningún regimiento galés hubiera sido tan imbécil! Eso es lo que nos hace falta. Más regimientos galeses. Podría barrer toda Europa si tuviera suficientes regimientos galeses, y en lugar de eso tengo que rescatar a los dichosos ingleses. Sabe Dios por qué el Todopoderoso creó a los malditos extranjeros.
—Té, señor —le dijo un ayudante de campo que le había traído al general una taza de latón bien llena y, al menos, eso lo hizo callar de momento. Los cañones siguieron disparando.