CAPÍTULO 8
La primera idea fue romper la trampilla e intentar sacar lo que hubieran apilado encima.
—Si atravesamos el borde de la trampilla —sugirió Vicente— quizá luego podamos romper la caja que haya encima, ¿no? Sacar todo el contenido de la caja y salir a través de ella.
A Sharpe no se le ocurría nada más que pudiera liberarlos, de modo que Harper y él se pusieron a trabajar. Primero intentaron levantar la trampilla, agachándose debajo y haciendo fuerza hacia arriba, pero la madera no se movió ni un centímetro, por lo que empezaron a horadarla. Vicente, con el hombro herido, no podía ayudar, así que Sarah y él se sentaron en el sótano, tan lejos de los cadáveres putrefactos como pudieron, y escucharon a Sharpe y Harper acometiendo contra la trampilla, Harper utilizó su bayoneta y, como la hoja era más corta que la de la espada de Sharpe, él trabajó más arriba en la escalera. Sharpe se quitó la casaca, se despojó de la camisa y envolvió el acero con la tela para poder agarrar el filo sin cortarse. Le explicó a Harper lo que estaba haciendo y sugirió que quizá también quisiera protegerse las manos.
—Aunque es una lástima —dijo Sharpe—, la camisa es nueva.
—¿Un regalo de cierta costurera de Lisboa? —preguntó Harper.
—Sí, así es.
Harper se rió y a continuación clavó la hoja hacia arriba. Sharpe hizo lo mismo con su espada y trabajaron prácticamente en silencio, intentando abrir un agujero en la oscuridad, astillando la vieja y fuerte madera, haciendo palanca para sacarla a pedazos. De vez en cuando la hoja se topaba con un clavo y ellos maldecían.
—Es una verdadera lección de vocabulario —comentó Sarah al cabo de un rato.
—Lo siento, señorita —dijo Sharpe.
—Cuando estás en el ejército no te das ni cuenta —explicó Harper.
—¿Todos los soldados dicen palabrotas?
—Todos —contestó Sharpe—, sin parar. Excepto Papá Hill.
—El general Hill, señorita —explicó Harper—, que es conocido por tener la boca muy limpia.
—Y el sargento Read —añadió Sharpe—, él nunca dice palabrotas. Es metodista, señorita.
—Yo lo he oído maldecir —afirmó Harper—, cuando el condenado de Batten le robó ocho páginas de su Biblia para utilizarlas como… —Se calló de pronto al decidir que Sarah no querría oír el uso que Batten había hecho del Deuteronomio, y luego soltó un gruñido cuando una gran astilla se rompió—. Acabaremos en un santiamén —dijo alegremente.
Las tablas de la trampilla tenían más de siete centímetros de grosor y estaban reforzadas por dos sólidas vigas por la parte de abajo. De momento Sharpe y Harper pasaron por alto la viga que tenían a su lado, pues creían que era mejor atravesar la trampilla antes de preocuparse de cómo sacar aquel trozo de madera más grande. La madera era dura, pero aprendieron a debilitar el grano mediante repetidas cuchilladas, luego raspaban, horadaban y arrancaban la madera suelta. La madera rota salía poco a poco, en forma de polvo, pedazo a pedazo, y la estrecha zona bajo las escaleras les dejaba muy poco espacio. De vez en cuando tenían que descansar sólo para estirar los músculos y a veces daba la impresión de que por mucho que acuchillaran y rasparan ya no soltarían otro pedazo de madera, pues ninguna de las dos armas era adecuada para la tarea. El acero era demasiado fino y no podían utilizarlo para hacer palanca con mucha fuerza por miedo a que las hojas se partieran. Sharpe estuvo un rato utilizando el cuchillo, el serrín le cayó en los ojos, luego volvió a clavar la espada, manteniendo la mano envuelta en la tela cerca de la punta para apoyar bien el acero. No obstante, cuando atravesaran la trampilla, pensó, tan sólo tendrían un pequeño agujero. Sabe Dios cómo iban a agrandarlo, pero todas las batallas tenían que lucharse paso a paso. No tenía sentido preocuparse por el futuro si no había futuro, de modo que Harper y él siguieron trabajando pacientemente. A Sharpe le caía el sudor por el pecho desnudo, las moscas se posaban en él, tenía la boca llena de polvo y le dolían las costillas.
El tiempo no significaba nada en la oscuridad. Podrían haber trabajado una hora o diez, Sharpe no lo sabía, aunque tenía la sensación de que ya debía de haber oscurecido fuera, en el mundo que ahora parecía tan distante. Trabajó obstinadamente, intentando no pensar en el tiempo que transcurría y poco a poco fue quebrando y horadando, clavando y raspando hasta que al final hincó la espada con fuerza hacia arriba y el golpe le sacudió todo el brazo porque la punta había topado con algo más sólido que la madera. Volvió a golpear y se puso a maldecir ferozmente:
—Lo siento, señorita.
—¿Qué pasa? —preguntó Vicente. Se había quedado dormido y pareció alarmado.
Sharpe no respondió. En lugar de eso utilizó el cuchillo para insistir en el pequeño agujero que había hecho en la parte superior de la madera rota y, cuando lo hubo ensanchado suficiente, intentó averiguar qué era lo que había justo encima de la trampilla raspándolo con la hoja del cuchillo; volvió a maldecir.
—Los cabrones han puesto unas losas aquí arriba —dijo. Había conseguido atravesar la madera, pero sólo para encontrarse con una piedra inamovible—. ¡Hijos de puta!
—Señor Sharpe —dijo Sarah, aunque en tono cansino, como si supiera que estaba luchando una batalla perdida.
—Es probable que sean unos hijos de puta, señorita —dijo Harper, que arremetió con su bayoneta contra el astillado agujero que había hecho y se vio recompensado con el mismo sonido del acero contra la piedra. Profirió su opinión, se disculpó con Sarah y se dejó caer en el suelo.
—¿Que han hecho qué? —preguntó Vicente.
—Han puesto piedras encima —contestó Sharpe—, y otra cosa encima de las piedras. Esos cabrones no son tan tontos como parecen.
Bajó poco a poco las escaleras y se sentó con la espalda apoyada en la pared. Se sentía agotado, exhausto, y le dolía hasta respirar.
—¿No podemos salir por la trampilla? —preguntó Vicente.
—Ni por casualidad —repuso Sharpe.
—¿Y ahora qué? —preguntó Vicente con cautela.
—Ahora pensamos —respondió Sharpe, pero no se le ocurría otra cosa que pudiera hacer. Lo único que se le ocurría eran insultos y maldiciones. Estaban bien atrapados, maldita fuera.
—¿Cómo entran las ratas? —preguntó Sarah al cabo de poco.
—Esos bichos pueden meterse por unos huecos tan pequeños como su dedo meñique —dijo Harper—. Si una rata quiere entrar, no hay manera de impedírselo.
—¿Y por dónde entran? —insistió ella.
—Por el borde de la trampilla —imaginó Sharpe—, por donde nosotros no podemos salir.
Permanecieron sentados en abatido silencio. Las moscas volvieron a posarse en los cadáveres.
—Si disparáramos las armas —dijo Vicente—, ¿nos oiría alguien?
—Estando aquí abajo no —respondió Sharpe, que prefería reservar todo su arsenal para el momento en que Ferragus fuera a buscarlos. Apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos tratando de pensar. ¿El techo? Ladrillos y piedras. A cientos, los malditos. Se imaginó saliendo de allí y de pronto se encontró en un campo cubierto de flores de color vivo, una bala pasó junto a él, luego otra, un proyectil lo alcanzó en la pierna y al despertarse bruscamente se dio cuenta de que alguien le había dado unos golpecitos en el tobillo derecho—. ¿Me he dormido? —preguntó.
—Nos hemos dormido todos —dijo Harper—. Vaya a saber qué hora es.
—¡Dios! —Sharpe se estiró y sintió los brazos y las piernas doloridos de haber estado trabajando en el reducido espacio de la escalera—. ¡Dios! —exclamó con enojo—. No podemos permitirnos el lujo de dormir cuando esos hijos de puta van a venir a por nosotros.
Harper no respondió. Sharpe oía que el irlandés se movía, al parecer estirándose en el suelo. Supuso que quería volver a dormir, y no lo aprobaba, pero no se le ocurría nada más útil que Harper pudiera hacer y por lo tanto no dijo nada.
—Oigo algo —dijo Harper al cabo de unos momentos. Su voz provenía del centro del sótano, del suelo.
—¿Dónde? —preguntó Sharpe.
—Ponga la oreja en la piedra, señor.
Sharpe se estiró y puso la oreja derecha contra el suelo. Ya no tenía el oído tan fino como antes. Demasiados años de mosquetes y rifles se lo habían ensordecido, pero aguantó la respiración, aguzó el oído y oyó un leve sonido de agua corriente.
—¿Agua?
—Aquí abajo hay un riachuelo, señor —dijo Harper.
—Como el Fleet —comentó Sharpe.
—¿El qué? —preguntó Vicente.
—Es un río de Londres que fluye bajo tierra un largo trecho —explicó Sharpe—. Nadie sabe que está ahí, pero está. Construyeron la ciudad encima.
—Aquí han hecho lo mismo —dijo Harper.
Sharpe dio unos golpecitos en el suelo con la empuñadura de la espada pero no se vio recompensado con un sonido hueco; no obstante, estaba casi seguro de haber percibido el sonido del agua y Sarah, cuyo oído no estaba dañado por las batallas, tenía la absoluta certeza de que era así.
—Bueno, Pat —dijo Sharpe, que volvió a animarse y hasta el dolor de las costillas le pareció menos agudo—. Vamos a levantar una dichosa piedra.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Volvieron a utilizar sus armas, raspando los bordes de una gran losa con la intención de vaciar el espacio entre ésta y sus vecinas; Harper encontró un punto en el que a la piedra le faltaba un trozo del borde del tamaño de su dedo meñique y hurgó allí, introduciendo la bayoneta en los cimientos.
—Aquí abajo hay escombros —dijo.
—Esperemos que esta maldita cosa no esté sujeta con mortero —dijo Sharpe.
—No —contestó Harper—. ¿Por qué ibas a poner mortero en una losa? Colocas las puñeteras piedras sobre la gravilla y las apisonas. Échese atrás, señor.
—¿Qué va a hacer?
—Voy a levantar el suelo.
—¿Por qué no hacemos palanca?
—Porque se le rompería la hoja de la espada, señor, y eso lo pondría de muy mal humor. Déjeme espacio. Y esté preparado para sujetar la piedra cuando yo la levante.
Sharpe se apartó, Harper se situó sobre la piedra con las piernas separadas, metió dos dedos por debajo del borde y tiró de ella. La piedra no se movió. Harper soltó una maldición, volvió a afirmar los pies y tiró con toda su enorme fuerza; se oyó un chirrido y, al tocar el borde de la piedra con los dedos, Sharpe notó que ésta se levantaba un poco. Harper resopló, consiguió meter un tercer dedo debajo, dio otro formidable tirón y de pronto la piedra se alzó, Sharpe metió el cañón de su rifle por debajo del borde al descubierto para sujetarla.
—Ahora ya puede soltarla.
—¡Dios salve a Irlanda! —exclamó Harper al tiempo que se enderezaba. La piedra descansaba en el cañón del rifle y la dejaron unos momentos así mientras Harper recuperaba el aliento—. Ahora podemos hacerlo los dos, señor —dijo el irlandés—. Usted en el otro lado, ¿eh? Vamos a darle la vuelta a esta losa de mierda. Lo siento, señorita.
—Ya me estoy acostumbrando —dijo Sarah en tono resignado.
Sharpe metió las manos por debajo del borde.
—¿Preparado?
—Ahora, señor.
Tiraron, la piedra se levantó y siguió dando la vuelta sobre su extremo hasta que cayó justo encima del cadáver más próximo con un sonido húmedo y mullido que arrojó una bocanada de vapor tóxico junto con una nube de moscas invisible. Sarah emitió un sonido de asco, Sharpe y Harper se reían.
Entonces palparon un cuadrado de escombros, un espacio lleno de ladrillos rotos, piedras y arena que empezaron a sacar con las manos, a veces aflojando primero el apretado cascote con una hoja. Vicente ayudaba a Sarah y apartaba el material excavado con la mano derecha.
—Esta mierda no se acaba nunca —dijo Harper, y cuanto más broma sacaban, más caía de los lados. Descendieron poco más de medio metro y entonces, al fin, se terminó la runa y las manos magulladas y ensangrentadas de Sharpe encontraron una superficie curva que al tacto parecía hecha de tejas colocadas de canto unas junto a otras. Continuaron excavando hasta dejar al descubierto poco menos de un metro cuadrado de la superficie arqueada.
Vicente utilizó la mano derecha para examinar lo que Sharpe creía que eran tejas.
—Son ladrillos romanos —imaginó Vicente—. Los romanos hacían los ladrillos muy finos, como tejas —siguió palpando un poco más, explorando la forma de arco—. Es la parte superior de un túnel.
—¿Un túnel?
—El río —terció Sarah—. Los romanos debieron de canalizarlo.
—Y nosotros vamos a entrar en él —dijo Sharpe, que entonces oía el murmullo con mucha más claridad. Así pues, allí había agua, y el agua fluía hacia el río a través de un túnel, y esa idea lo llenó de una furiosa esperanza.
Se arrodilló al borde del agujero, manteniendo el equilibrio en una losa que había quedado inestable debido a la broma que había caído de debajo, y empezó a dar golpes con la culata de uno de los rifles.
—Lo que está haciendo —terció Vicente que juzgó lo que ocurría por los golpes sordos de la culata contra los ladrillos— es golpear la parte superior del arco. Con eso sólo conseguirá apretar aún más las tejas, como una cuña.
—Lo que estoy haciendo —replicó Sharpe— es romper esta mierda. —Pensó que probablemente Vicente tenía razón, pero estaba demasiado frustrado para intentar sacar los viejos ladrillos con paciencia—. Y espero estarlo haciendo con su rifle —añadió. La culata volvió a arremeter, Harper también empezó a dar golpes desde el otro lado y los dos rifles crujieron y se estrellaron contra los ladrillos. Sharpe oyó que caían al agua unos pedazos, entonces Harper dio un golpe tremendo que hizo que se desprendiera una buena parte de aquel antiguo enladrillado y de repente el sótano se inundó de un olor aún más malo, si eso era posible, un hedor proveniente de las más nauseabundas profundidades del infierno.
—¡Oh, mierda! —exclamó Harper echándose atrás.
—Precisamente —dijo Vicente con voz débil.
La fetidez era tal que costaba respirar.
—¿Una alcantarilla? —preguntó Sharpe, incrédulo.
—¡Dios Santo! —dijo Harper después de intentar llenar de aire los pulmones.
Sarah suspiró.
—Viene del norte de la ciudad —explicó Vicente—. La mayoría de viviendas de la parte baja sólo utilizan fosas en los sótanos. Es una cloaca romana.
—Yo digo que es nuestra salida —dijo Sharpe, que al volver a golpear con el rifle vio que los ladrillos ya caían con más facilidad y notó que el agujero se ensanchaba—. Ya es hora de volver a ver —dijo.
Cogió el medio ejemplar de The Times que había guardado y buscó su propio rifle, que se distinguía por la muesca del lado izquierdo de la culata, allí donde se apoyaba la mejilla y donde una bala francesa había arrancado una astilla de la madera. Necesitaba su propio rifle porque sabía que estaba descargado, y lo cebó mientras Harper enrollaba el papel de periódico. El papel prendió al segundo intento, se encendió y las llamas se volvieron de un extraño color azul verdoso cuando Harper acercó el papel ardiendo al agujero.
—¡Oh, no! —exclamó Sarah al mirar abajo.
El sonido podía parecer de agua, pero provenía de un líquido con una capa de color verde que brillaba aproximadamente a unos dos metros por debajo. Las ratas, asustadas por la luz repentina, se escabulleron rápidamente siguiendo el borde del cieno, escarbando en los viejos ladrillos, que estaban ennegrecidos y cubiertos de verdín. A juzgar por la curva que describía la vieja cloaca, a Sharpe le pareció que las aguas residuales tendrían unos treinta centímetros de profundidad. Harper se quemó los dedos y dejó caer la antorcha, que siguió ardiendo unos segundos con un fuego azul y luego volvió a dejarlos sumidos en la oscuridad. Gracias a Dios que la mayor parte de la gente rica se había marchado de Coimbra, pensó Sharpe, o la vieja cloaca romana estaría a rebosar de porquería.
—¿De verdad está pensando bajar ahí? —preguntó Vicente con voz incrédula.
—Lo cierto es que no hay otra alternativa —contestó Sharpe—. O bajamos o nos quedamos aquí y morimos. —Se quitó las botas—. Quizá quiera ponerse mis botas, señorita —le dijo a Sarah—. Creo que son lo bastante altas como para evitar que le entre ya sabe qué, pero quizá también tendría que quitarse el vestido.
Hubo unos segundos de silencio.
—Quiere que… —empezó a decir Sarah, y se le fue apagando la voz.
—No, señorita —dijo Sharpe pacientemente—. Yo no quiero que haga nada que no quiera hacer, pero si mete el vestido en esa porquería, cuando salgamos apestará, y por lo que sé no tiene nada más que ponerse. Yo tampoco, por eso me estoy desnudando.
—No puede pedirle a la señorita Fry que se desnude —dijo Vicente, escandalizado.
—No se lo estoy pidiendo —repuso Sharpe mientras se despojaba de sus pantalones de peto de la caballería francesa—. Depende de ella. Pero si tiene un mínimo de sentido común, Jorge, usted también se desnudará. Métalo todo en la casaca o la camisa, haga un fardo y átese las mangas alrededor del cuello. ¡Por todos los demonios, hombre, si nadie puede verle! Aquí abajo está tan oscuro como el Hades. Tenga, señorita, mis botas —las empujó hacia ella por el suelo.
—¿Quiere que me meta en una cloaca, señor Sharpe? —le preguntó Sarah con un hilo de voz.
—No, señorita, no quiero —contestó Sharpe—. Yo quiero que esté en un prado verde y que sea feliz, con dinero suficiente para vivir el resto de su vida. Pero para llevarla hasta allí tengo que pasar por una cloaca. Si quiere puede esperar aquí, Pat y yo saldremos y luego volveremos a buscarla, pero no puedo prometerle que Ferragus no regrese primero. De modo que la elección es suya, a fin de cuentas.
—¿Señor Sharpe? —Sarah pareció indignada, pero obviamente no lo estaba—. Tiene razón. Le pido disculpas.
Por un momento sólo se oyó el frufrú de la tela y cada uno de ellos hizo un atado enrollando las prendas que se había quitado. Sharpe tan sólo se dejó puestos los calzoncillos, metió el resto de su ropa dentro de los pantalones de peto y ató fuertemente el fardo con los tirantes. Dejó la ropa junto al agujero junto con el talabarte en el que iban sujetos la bolsa de munición, la vaina y el morral.
—Entraré yo primero —dijo—. ¿Señorita? Usted sígame y póngame la mano en la espalda para saber dónde estoy. ¿Jorge? Usted entrará el siguiente y Pat será la retaguardia.
Sharpe se sentó en el borde del agujero, Harper lo agarró de las muñecas y lo bajó por él. Algunos trozos de cascotes y mampostería cayeron a los detritos, los pies de Sharpe entraron en contacto con aquel líquido en tanto que Harper resoplaba por el esfuerzo.
—Sólo faltan unos cinco centímetros, Pat —dijo Sharpe; las muñecas le resbalaron, se soltó de Harper y al caer esos últimos centímetros estuvo a punto de perder el equilibrio puesto que el fondo de la alcantarilla estaba peligrosamente resbaladizo—. ¡Por Dios! —exclamó, lleno de asco y a punto de asfixiarse con la nociva atmósfera—. Que alguien me pase el talabarte y luego la ropa.
Se colgó el cinturón abrochado al cuello. El chacó lo había atado a la hebilla de la cartuchera y la vaina vacía le colgaba por la espalda, luego anudó las perneras de los pantalones en el cinturón.
—¿El rifle? —dijo; alguien se lo pasó y Sharpe se colgó el arma al hombro para después coger la espada con la mano derecha. Pensó que la hoja resultaría útil para ir tanteando el terreno. Por un momento se preguntó en que dirección ir, si cuesta arriba hacia la universidad o abajo hacia el río, y decidió que tenían más esperanzas de escapar por el río. La cloaca tenía que arrojar la porquería en algún sitio y ése era el lugar que buscaba—. Ahora usted, señorita —dijo—, y tenga cuidado. Esto resbala más que… —Hizo una pausa y controló su lenguaje—. No tenga miedo —siguió diciendo mientras la oía respirar con dificultad por el agujero—. El sargento Harper la bajará —dijo Sharpe—, pero voy a agarrarme a usted porque casi resbalé al bajar. ¿Le parece bien?
—No me importa —respondió ella, casi sin aliento porque el hedor era insoportable.
Sharpe extendió las manos, encontró la cintura desnuda de la muchacha y la sostuvo a medias cuando ella puso los pies calzados con botas en la cloaca. Sarah bajó, pero el pánico o el horror le impidieron recuperar el equilibrio y se aferró con fuerza a Sharpe, que rodeó con sus brazos la estrecha cintura.
—No pasa nada —dijo—, sobrevivirá.
Vicente les pasó el atado de ropa de Sarah y, como ella temblaba y tenía miedo, Sharpe se lo ató al cuello mientras la muchacha seguía aferrada a él.
—Ahora usted, Jorge —dijo Sharpe.
Harper fue el último. Las ratas pasaban escarbando junto a ellos y el sonido de sus zarpas se perdía por el túnel invisible. Aunque a duras penas podía mantenerse derecho, Sharpe se agachó con la esperanza de ver aunque sólo fuera un atisbo de luz al fondo de la cloaca, pero no vio nada.
—Usted va a ir agarrada a mí, señorita —dijo, y decidió que, en realidad, la cortesía de llamarla «señorita» ya no era necesaria cuando estaban los dos prácticamente desnudos y con la mierda hasta los tobillos, pero imaginó que ella pondría reparos si la llamaba de cualquier otro modo—. Jorge —siguió diciendo—, usted agárrese a la ropa de la señorita Fry. Iremos despacio.
Sharpe tanteaba cada paso con la espada y avanzaba unos centímetros antes de volver a tentar el camino con la hoja, pero al cabo de un rato se sintió más seguro y anduvieron un poco más deprisa arrastrando los pies. Sarah tenía las manos en la cintura de Sharpe, agarrándolo con fuerza, y casi se sentía exaltada. Le había ocurrido algo extraño en los últimos minutos, como si al desnudarse y meterse en una cloaca se hubiera desprendido de su vida anterior, de su precario pero resuelto aferramiento a la respetabilidad, y se hubiera dejado caer en un mundo de aventura e irresponsabilidad. Súbita e inesperadamente, estaba contenta.
Sharpe notaba en la cara el roce de cosas indescriptibles que colgaban del techo de la cloaca y se agachaba cada vez, sin atreverse a pensar qué eran, y al cabo de un momento empezó a utilizar la espada para ir despejando el aire a medida que avanzaba. Intentó contar los pasos y los metros, pero renunció a ello porque iban tan despacio que resultaba exasperante. Al cabo de un rato el suelo de la cloaca se elevó en tanto que el techo permaneció al mismo nivel y tuvo que agacharse para seguir adelante. Más zarcillos le rozaron el pelo. Otras cosas goteaban colgadas del techo y entonces el suelo del túnel cayó abruptamente en declive y se encontró pinchando con la espada un vacío maloliente.
—No se muevan —les dijo a sus compañeros, empujó la espada hacia adelante con cautela y volvió a encontrar el fondo de la cloaca a unos dos pasos de distancia y al menos unos treinta centímetros más abajo. Allí había una especie de sumidero, o tal vez la base del túnel se había derrumbado en una caverna—. Suélteme —le dijo a Sarah. Volvió a tantear con la espada para medir la distancia y entonces, todavía acuclillado, dio un paso largo y llegó al otro lado sin ningún percance, pero le resbaló el pie y cayó pesadamente contra la pared de la cloaca. Utilizó la palabra más efectiva—. Lo siento, señorita —se disculpó, y su voz resonó en el túnel. Había conseguido evitar que se le mojara la ropa, pero el resbalón lo había asustado y las costillas volvían a dolerle tanto que hasta respirar le resultaba un suplicio. Se irguió lentamente y descubrió que podía volver a ponerse derecho porque el techo había vuelto a subir. Se volvió de cara a Sarah—. Estoy delante de usted —le hizo saber—, hay un agujero en el suelo. Sólo tiene la anchura de un paso grande. Busque el borde con el pie.
—Ya lo he encontrado.
—Ahora dé un paso largo —le indicó Sharpe—, unos sesenta centímetros hacia adelante y unos treinta hacia abajo, pero primero deme las manos —apoyó la espada en la pared, alargó los brazos y encontró sus manos—. ¿Está lista?
—Sí —parecía nerviosa.
—Deslice las manos hacia delante y agárrese de mis antebrazos con fuerza. —Ella hizo lo que le decía y Sharpe le cogió los brazos cerca de los codos—. Ya la tengo —dijo—, ahora dé un paso largo, pero tenga cuidado, esto resbala más que…
—¿La mierda? —preguntó Sarah, y se rió de sí misma por haberse atrevido a decir esa palabra en voz alta, entonces respiró profundamente el aire fétido y se arrojó hacia delante, pero el pie de atrás le resbaló y cayó soltando un fuerte grito atemorizado; no obstante, se encontró con que tiraban de ella para ponerla a salvo. Sharpe casi se esperaba que resbalara, por lo que la atrajo con fuerza hacia sí sin dificultad, pues no pesaba nada, y la muchacha se aferró a él de tal forma que Sharpe notó sus pechos desnudos contra su piel. Jadeaba.
—No pasa nada, señorita —dijo él—. Bien hecho.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Vicente con preocupación.
—Nunca ha estado mejor —contestó Sharpe—. A algunos soldados no los traería aquí abajo porque quedarían deshechos, pero la señorita Fry lo está haciendo bien. —Ella estaba agarrada a Sharpe, temblando ligeramente, con las manos frías sobre la piel desnuda de él—. ¿Sabe qué es lo que me gusta de usted, señorita?
—¿Qué?
—Que no se ha quejado ni una sola vez. Bueno, se ha quejado de nuestras palabrotas, por supuesto, pero eso ya lo superará, sin embargo no ha expresado ni una sola queja sobre lo que ha ocurrido. No hay muchas mujeres a las que pudiera meter en una cloaca sin llevarme un rapapolvo —retrocedió, intentando que Sarah lo soltara, pero ella se empeñó en seguir agarrada a él—. Tiene que dejarle espacio a Jorge —le dijo Sharpe, que le hizo dar un paso más por la cloaca, y la muchacha siguió con el brazo en torno a su cintura—. Si no creyera que es una idea absurda —siguió diciendo Sharpe—, diría que se está divirtiendo.
—Sí —admitió Sarah, y se rió tontamente. Seguía aferrada a él, con el rostro apoyado en el pecho de Sharpe, por lo que éste, sin pensarlo siquiera, inclinó la cabeza y le dio un beso en la frente. Ella se quedó inmóvil un segundo, luego lo rodeó con el otro brazo, alzó la cabeza y apretó la mejilla contra la suya. «¡Por todos los demonios!», pensó Sharpe, «¿en una cloaca?».
Se oyó un chapoteo, alguien chocó con Sharpe y Sarah y se agarró a ellos.
—¿Está bien, Jorge? —le preguntó Sharpe.
—Estoy bien. Lo lamento, señorita —dijo Vicente, que decidió que, sin querer, su mano había tocado algo inapropiado.
Harper llegó el último y Sharpe se dio la vuelta para seguir adelante, consciente de las manos de Sarah en su cintura. Se estremeció al pasar por otra alcantarilla que venía por el lado derecho. Un chorrito de algo cayó del desagüe y le salpicó el muslo. Notó que la cloaca por la que iban descendía más abruptamente. Allí la porquería era menos profunda, pues gran parte de las aguas residuales quedaban atascadas detrás del lugar donde el suelo se había combado hacia arriba, pero lo que había allí corría más deprisa y Sharpe intentó no pensar en qué podría ser lo que le golpeaba los tobillos. Iba avanzando a pasos diminutos, temeroso de las piedras resbaladizas que pisaba, aunque la mayor parte del tiempo sus dedos chapoteaban en una mugre gelatinosa. Empezó a utilizar la espada como apoyo además de como sonda y entonces tuvo la seguridad de que la cuesta era más pronunciada. ¿Por dónde saldría al exterior? ¿En el río? La cloaca empezó a inclinarse hacia abajo y Sharpe se detuvo, imaginando que no podían seguir adelante sin caer y deslizarse hasta el horror que había abajo, fuera cual fuera. Oyó que la crecida corriente caía a lo lejos, salpicando, pero, ¿contra qué? ¿Una charca de porquería? ¿Otra cloaca? ¿Y qué longitud tendría la caída?
—¿Qué pasa? —preguntó Sarah, preocupada por el hecho de que Sharpe se hubiese detenido.
—Problemas —respondió él, que escuchó otra vez y percibió un nuevo sonido, un ruido de fondo, débil y continuo, y se dio cuenta de que tenía que ser el río. La cloaca caía en declive hasta desaguar en el Mondego, pero Sharpe no sabía qué longitud o inclinación tenía dicha caída. Movió el pie derecho intentando encontrar alguna piedra suelta o algún fragmento de ladrillo y, cuando encontró algo, lo empujó hacia la curva del lado de la cloaca hasta que lo sacó del líquido. Lo lanzó delante de él, oyó que al caer golpeteaba contra las paredes de la alcantarilla y luego el ruido de cuando se hundió en el agua.
—La cloaca desciende hacia abajo —explicó— y cae en alguna especie de charca.
—En una especie de charca no —dijo Harper amablemente—, en una charca de meados y mierda.
—Gracias, sargento —dijo Sharpe.
—Tenemos que volver —sugirió Vicente.
—¿Al sótano? —preguntó Sarah, alarmada.
—No, por Dios —dijo Sharpe. Se preguntaba si debía deslizarse hacia abajo colgándose de los portafusiles, pero entonces recordó el terror de creerse atrapado en la chimenea de Copenhague. Cualquier cosa era mejor que volver a pasar por eso—. ¿Pat? Dese la vuelta lentamente y vaya dando golpecitos en las paredes. Nosotros le seguiremos.
Dieron media vuelta en la oscuridad. Sarah insistió en ir detrás de Sharpe, agarrada a su cintura. Harper utilizó la empuñadura de su bayoneta y el sordo ruido metálico resonó tristemente en la fétida negrura. Sharpe esperaba, contra todo pronóstico, que encontrarían algún lugar donde la cloaca pasara junto a un sótano, algún lugar que no estuviera cubierto de varios palmos de tierra y grava, y si no podían encontrarlo tendrían que volver atrás, pasar de nuevo bajo el sótano del almacén y buscar algún sitio donde la cloaca se abriera a la superficie. Sería una noche muy larga, pensó, si es que todavía era de noche, y entonces, cuando llevaban menos de diez pasos, el sonido cambió. Harper volvió a dar unos golpecitos y de nuevo se vio recompensado con un ruido hueco.
—¿Es esto lo que está buscando? —preguntó.
—Vamos a echar abajo esta maldita pared —dijo Sharpe—. ¿Jorge? Tendrá que sujetar la ropa del sargento Harper. ¿Señorita Fry? Usted sujete la mía. Y que la munición no toque el cieno.
Dieron unos cuantos golpecitos más en la pared y descubrieron que el sitio hueco era de unos tres metros en la curva superior de la cloaca.
—Si ahí arriba hay alguien les vamos a dar una buena sorpresa.
—¿Y si se nos cae encima? —preguntó Sarah.
—Nos aplastará —respondió Sharpe—, de manera que, si cree en Dios, señorita, rece ahora.
—¿Usted no cree en Dios?
—Yo creo en el rifle Baker —dijo Sharpe— y en el modelo de espada de la caballería pesada de 1796, siempre y cuando afiles el contrafilo para que la punta no resbale en las costillas de un franchute. Si no se afila el contrafilo, señorita, más vale que uno empiece a dar palos con ella.
—Lo recordaré —dijo Sarah.
—¿Está listo, Pat?
—Listo —contestó Harper al tiempo que levantaba su rifle.
—Pues démosle fuerte a esta dichosa pared.
Lo hicieron.
* * * *
Las últimas tropas británicas y portuguesas abandonaron Coimbra el lunes al amanecer. Por lo que ellos sabían, hasta el último pedazo de comida que había en la ciudad había sido destruido, o quemado, o arrojado al río, y se habían demolido todos los hornos para hacer pan. Se suponía que el lugar estaba vacío, pero más de la mitad de los cuarenta mil habitantes de la ciudad se había negado a marcharse, pues consideraban que huir era inútil y que si los franceses no los rebasaban allí los atraparían en Lisboa. Algunas personas, como Ferragus, se quedaron para proteger sus posesiones, otras eran demasiado viejas o estaban demasiado enfermas o demasiado desesperadas como para intentar escapar. Que vinieran si querían, los franceses, pensaban los que se habían quedado, pues ellos aguantarían y el mundo seguiría adelante.
El South Essex fue el último batallón que cruzó el puente. Lawford iba a caballo en retaguardia y miró hacia atrás buscando alguna señal de Sharpe y Harper, pero el sol naciente le mostró que el muelle del río estaba vacío.
—No es propio de Sharpe —se quejó.
—Es muy propio de Sharpe —observó el comandante Leroy—. Tiene una veta independiente, coronel. Ese hombre es un rebelde. Es malhumorado y agresivo. Unos rasgos admirables en un tirador, ¿no le parece?
Lawford sospechaba que el comandante se estaba burlando de él, pero era lo bastante honesto como para darse cuenta de que lo hacía con la Verdad.
—¿No habrá desertado?
—Sharpe no —contestó Leroy—. Se habrá visto metido en algún lío. Volverá.
—Me mencionó algo sobre alistarse en el ejército portugués —dijo Lawford con aire de preocupación—. Usted no cree que lo haga, ¿verdad?
—No le culparía por ello —dijo Leroy—. Un hombre necesita que se le reconozcan sus servicios, ¿no cree, coronel?
Lawford se ahorró la respuesta porque el capitán Slingsby, montado en Porcia, cruzó el puente con un traqueteo, hizo girar al caballo y se acercó a Lawford y Leroy.
—Ese sargento irlandés sigue sin aparecer —declaró en tono de reproche.
—Precisamente lo estábamos discutiendo —dijo Lawford.
—Voy a registrarlo en los libros como desertor —anunció—. Un desertor —repitió con vehemencia.
—¡No hará nada semejante! —le espetó Lawford con una acritud que incluso a él le resultó sorprendente. No obstante, mientras hablaba, se dio cuenta de que Slingsby había empezado a resultarle molesto. Ese hombre era como un perro que no dejaba de ladrar, siempre pisándote los talones, siempre reclamando atención, y Lawford había empezado a sospechar que el nuevo comandante de su compañía ligera era demasiado aficionado a la bebida—. El sargento Harper —le explicó en un tono más calmado— se halla en servicio destacado con un oficial de este batallón, un oficial respetado, señor Slingsby, y no será usted quien cuestione lo apropiado de dicho servicio.
—Por supuesto que no, señor —dijo Slingsby, desconcertado por el tono del coronel—. Lo que pasa es que me gusta tenerlo todo bien organizado. Ya me conoce, señor. Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa.
—Cada cosa en su sitio —dijo el coronel, salvo que no era así. Sharpe y Harper habían desaparecido y, en el fondo, Lawford temía que fuera culpa suya.
Volvió a darse la vuelta, pero no había ni rastro de los desaparecidos, y para entonces el batallón ya se alejaba del puente y marchaba adentrándose en las sombras de los callejones de los aledaños del convento.
En aquellos momentos Coimbra estaba extrañamente silenciosa, como si la ciudad contuviera el aliento. Algunas personas se dirigían a las antiguas puertas de la ciudad que atravesaban la muralla medieval y escudriñaban con nerviosismo los caminos, esperando, desesperanzados, que los franceses no vinieran.
Ferragus no se preocupó por los franceses, todavía no. Primero tenía que llevar a cabo su dulce venganza y se llevó a siete hombres al almacén, donde encendió dos braseros de carbón antes de descubrir la trampilla. El carbón tardó un poco en prender y Ferragus aprovechó esos minutos para construir unas barricadas con barriles de ternera salada y así, si los tres prisioneros se abalanzaban escaleras arriba, se verían atrapados por las barreras tras las cuales se refugiarían sus hombres. En cuanto el carbón empezó a desprender un humo sucio, Ferragus ordenó a sus hombres que dejaran la trampilla al descubierto. Intentó percibir algún sonido proveniente de abajo, pero no oyó nada.
—Están dormidos —dijo Francisco, el más fornido de los hombres de Ferragus.
—Pronto estarán dormidos para siempre —repuso Ferragus. Tres de sus hombres sostenían los mosquetes y los otros cuatro retiraron las cajas y toneles; cuando lo hubieron apartado todo Ferragus ordenó a dos de aquellos cuatro hombres que cogieran sus mosquetes y a los otros dos que apartaran las losas que cubrían la trampilla. Se rió al ver los agujeros en la madera—. Lo intentaron, ¿eh? ¡Debieron de tardar horas! ¡Ahora tened cuidado! —Ya sólo quedaba una losa y Ferragus esperaba que en cualquier momento empujaran violentamente la trampilla hacia arriba—. Disparad en cuanto la abran —les dijo a sus hombres, y observó mientras sacaban la última losa.
No ocurrió nada.
Esperó mirando la trampilla cerrada y siguió sin ocurrir nada.
—Creen que vamos a bajar —dijo Ferragus. Se dirigió sigilosamente a la trampilla, agarró el asa metálica, hizo un gesto con la cabeza a sus hombres para asegurarse de que estaban preparados y tiró.
La trampilla se abrió unos centímetros, Francisco metió el cañón de su mosquete por el hueco y la levantó un poco más. Estaba agachado, casi esperando el estallido de un disparo en la oscuridad, pero allí reinaba el silencio. Ferragus se acercó a la trampilla y la abrió del todo, haciéndola golpear ruidosamente contra la pared del fondo del almacén.
—Ahora —dijo, y dos hombres volcaron los braseros de modo que los carbones encendidos cayeron en cascada por las escaleras y llenaron el sótano de una espesa y asfixiante humareda—. No aguantarán mucho —dijo Ferragus, que desenfundó una pistola. Pensaba matar primero a los hombres y reservar a la mujer para más tarde.
Esperó oír toses, pero no se oía nada en la oscuridad. El humo flotaba en el hueco de la escalera. Ferragus avanzó poco a poco, escuchando, disparó la pistola escaleras abajo y se escondió. La bala rebotó en la piedra y luego volvió a hacerse el silencio, aparte del zumbido de sus oídos.
—Utiliza el mosquete, Francisco —le ordenó, y Francisco se acercó al borde de la trampilla, disparó y retrocedió de un salto.
Seguía sin oírse nada.
—Tal vez estén muertos —sugirió Francisco.
—Ese hedor mataría a un buey —comentó otro de los hombres pues, en efecto, el olor que salía del sótano era denso y fétido.
Ferragus estaba tentado de bajar, pero había aprendido a no subestimar al capitán Sharpe. Lo más probable, pensó, era que Sharpe estuviera esperando, oculto a uno u otro lado de la escalera, aguardando a que la curiosidad hiciera bajar a uno de sus enemigos.
—Más fuego —ordenó Ferragus, y dos de sus hombres rompieron unos cajones viejos cuyos fragmentos encendieron y arrojaron al sótano, con lo cual se espesó el humo. Fueron arrojando más madera, hasta que, al pie de las escaleras, el suelo pareció una masa de fuego; no obstante, allí abajo no se movió nadie. Ni siquiera tosió nadie.
—Tienen que estar muertos —dijo Francisco. Nadie podía sobrevivir a esa humareda.
Ferragus cogió un mosquete a uno de sus hombres y, muy lentamente, intentando no hacer ningún ruido, descendió con sigilo por las escaleras. Notó el calor de las llamas en el rostro, la humareda era intensa pero al fin pudo distinguir el interior del sótano y se quedó mirando, sin creer lo que veían sus ojos, pues en el mismísimo centro, bordeado por carbones encendidos y madera ardiendo, había un agujero igual que una tumba. Se quedó mirando un momento sin comprender y entonces, de repente, como pocas veces le ocurría, sintió miedo.
Esos cabrones se habían ido.
Ferragus permaneció al pie de las escaleras. Francisco, curioso, pasó junto a él, aguardó un momento a que se desvaneciera un poco el humo y apartó las llamas a patadas para asomarse al agujero. Se santiguó.
—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó Ferragus.
—Una cloaca. Quizá se hayan ahogado.
—No —dijo Ferragus, que se estremeció al oír unos golpes que provenían de aquel fétido agujero.
El ruido parecía venir de lejos pero era fuerte, amenazador, y Ferragus recordó un sermón que una vez había soportado de un fraile dominicano que había advertido a los habitantes de Coimbra sobre el infierno que les esperaba si no enmendaban sus costumbres. El fraile había descrito las hogueras, los instrumentos de tortura, la sed, el sufrimiento, la eternidad de llanto desesperado, y en aquel resonante ruido Ferragus creyó oír el repiqueteo de los instrumentos del infierno, por lo que se dio la vuelta instintivamente y huyó escaleras arriba. El sermón había sido tan impresionante que después, y durante dos días, Ferragus había intentado reformarse. Ni siquiera había visitado ninguno de los burdeles que poseía en la ciudad, y en aquel momento, al oír aquel ruido y ver el agujero bordeado de fuego, el terror del pecador volvió a él. Lo invadió el miedo de que Sharpe fuera entonces el cazador y él la presa.
—¡Sube! —ordenó a Francisco.
—¿Ese ruido? —Francisco se resistía a salir del sótano.
—Es él —dijo Ferragus—. ¿Quieres bajar a buscarlo?
Francisco miró por el agujero, luego se precipitó escaleras arriba, donde cerró la trampilla y Ferragus ordenó que volvieran a apilar las cajas encima, como si eso pudiera evitar que Sharpe saliera del hediondo averno.
Entonces sonaron más golpes, en aquella ocasión en las puertas del almacén, por lo que Ferragus se dio la vuelta rápidamente y levantó el arma. Volvieron a oírse los nuevos golpes, Ferragus reprimió su miedo y caminó hacia el ruido.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
—¿Senhor? ¿Senhor? ¡Soy yo, Miguel!
Ferragus tiró de una de las puertas del almacén para abrirla y vio que al menos una cosa iba bien en el mundo, puesto que Miguel y el comandante Ferreira habían regresado. Ferreira, que con muy buen criterio se había despojado de su uniforme, llevaba un traje negro e iba acompañado por un oficial francés y un escuadrón de soldados de caballería de aspecto duro armados con espadas y mosquetes cortos, y Ferragus se dio cuenta de los ruidos que volvía a haber en las calles: un grito en alguna parte, el chacoloteo de los cascos de los caballos y el sonido de las botas. Se hallaba a la luz del día, el infierno se había cerrado y los franceses habían llegado.
Y estaba a salvo.
* * * *
Las culatas de los rifles golpearon contra la pared de la cloaca y Sharpe se vio recompensado al instante por el sonido chirriante de los ladrillos que se movían.
—¡Richard! —le gritó Vicente a modo de advertencia, y Sharpe se dio la vuelta y vio unas diminutas y débiles luces que brillaban en los distantes recovecos de la alcantarilla. Los destellos llamearon, brillaron y se apagaron, reflejando su luz fantasmagórica en las cosas que relucían en las paredes del túnel de ladrillo.
—Es Ferragus —dijo Sharpe—, que arroja fuego en el sótano. ¿Lleva el rifle cargado, Jorge?
—Por supuesto.
—Vigile en esa dirección. Pero dudo que esos hijos de puta vengan.
—¿Por qué no iban a hacerlo?
—Porque no quieren luchar con nosotros aquí abajo —respondió Sharpe—. Porque no quieren vadear por la mierda. Porque tienen miedo.
Estrelló el rifle contra el antiguo enladrillado, golpeando una y otra vez con una especie de frenesí. Harper trabajaba a su lado, calculando los golpes para descargarlos al mismo tiempo que Sharpe, y de pronto la antigua obra de albañilería se vino abajo. Unos cuantos ladrillos cayeron en cascada a los pies de Sharpe y las aguas residuales le salpicaron las piernas, pero casi todos cayeron en el espacio que había al otro lado de la pared, fuera lo que fuera. La buena noticia era que cayeron con un ruido seco y no con un chapoteo, que hubiera anunciado que sólo habían conseguido irrumpir en uno de los numerosos pozos negros excavados bajo las casas del sur de la ciudad.
—¿Puede entrar, Pat? —le preguntó Sharpe.
Harper no respondió, sino que se limitó a meterse con dificultad en aquel espacio oscuro. Sharpe se volvió de nuevo para observar las pequeñas chispas de fuego que caían y le dio la impresión de que se encontraban a no más de cien pasos de distancia. El recorrido por la cloaca había parecido mucho más largo. Cayó un pedazo más grande con llamas de un color azul verdoso que desapareció al caer al agua, pero no antes de que el brillo de su luz parpadeante iluminara las paredes para mostrar que el túnel estaba vacío.
—Es otro maldito sótano —anunció Harper, cuya voz resonó en la oscuridad.
—Coja esto —le dijo Sharpe, que metió el rifle y la espada por el agujero. Harper tomó las armas y Sharpe trepó, se rasguñó la barriga con el borde áspero del enladrillado roto y se escurrió hasta un suelo de piedra. El aire era repentinamente fresco. El hedor persistía, por supuesto, pero menos concentrado, por lo que Sharpe respiró profundamente y ayudó a Harper a pasar los líos de ropa por el agujero—. ¿Señorita Fry? Deme las manos —dijo Sharpe, que tiró de ella para ayudarla a atravesar el hueco, retrocedió y la muchacha cayó contra él de manera que Sharpe notó sus cabellos en la cara—. ¿Se encuentra bien?
—Estoy bien —contestó ella. Sonrió—. Tiene razón, señor Sharpe, no sé por qué pero me estoy divirtiendo.
Harper ayudaba a Vicente a pasar por el agujero. Sharpe alzó suavemente a Sarah.
—Debería vestirse, señorita.
—Estaba pensando que mi vida tenía que cambiar —dijo ella—, pero no me esperaba esto. —No había soltado a Sharpe, que notó que la muchacha estaba temblando, y no era de frío. Deslizó la mano por su espalda, recorriendo la espina dorsal—. Hay luz —dijo ella con cierto asombro.
Sharpe se volvió y vio que, en efecto, había una tenue franja grisácea en el otro extremo de aquella amplia habitación. Tomó a Sarah de la mano y fue andando a tientas junto a montones de lo que al tacto parecían pieles. Cayó en la cuenta de que la habitación apestaba a cuero, aunque dicho olor era un alivio después de la densa fetidez del interior de la cloaca. La franja gris estaba en alto, cerca del techo, por lo que Sharpe tuvo que encaramarse a un montón de pieles y se encontró un trozo de cuero clavado que tapaba una pequeña y alta ventana. Arrancó el cuero y vio que la ventana sólo tenía unos treinta centímetros de alto y que la cruzaban unas gruesas barras de hierro, pero daba a la acera de una calle que, después de las últimas horas, parecía un atisbo de cielo. El cristal estaba muy sucio, pero aun así daba la impresión de que el sótano estaba inundado de luz.
—¡Sharpe! —exclamó Vicente en tono de reprobación.
Sharpe se dio la vuelta rápidamente y vio que aquella débil luz revelaba la casi absoluta desnudez de Sarah. La luz pareció deslumbrar a la muchacha, que se escondió tras un montón de pieles.
—Es hora de vestirse, Jorge —dijo Sharpe. Fue a buscar el lío de ropa de Sarah y se lo llevó—. Necesito las botas —le dijo, dándole la espalda.
Ella se sentó para quitarse las botas.
—Tome —dijo y, al volverse, Sharpe vio que todavía estaba casi desnuda y le sostenía las botas en alto. Su mirada era desafiante, casi como si se asombrara de su propia osadía.
Sharpe se agachó.
—No le va a pasar nada —le dijo—. Una persona tan fuerte como usted sobrevivirá a esto.
—Viniendo de usted, señor Sharpe, ¿es un cumplido?
—Sí —respondió él—, y esto también. —Y se inclinó hacia adelante para besarla. Ella le devolvió el beso y sonrió mientras él se erguía de nuevo—. Sarah —añadió.
—Creo que ahora ya nos han presentado como es debido —reconoció ella.
—Bien —repuso Sharpe, y la dejó para que se pusiera la ropa.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Harper cuando volvieron a estar todos vestidos.
—Largarnos de aquí —respondió Sharpe. Dio media vuelta al oír el sonido de unas botas en la calle y vio unos pies que pasaban junto a la pequeña ventana—. El ejército todavía está aquí —dijo—, de modo que saldremos y nos encargaremos de que Ferragus pierda toda esa comida que tiene en el almacén —se abrochó el talabarte y se colgó el rifle al hombro—. Y luego lo arrestaremos —siguió diciendo—, lo pondremos contra una pared y lo fusilaremos, aunque no dudo que querrá que lo juzguen primero, Jorge.
—Puede fusilarlo sin más —dijo Vicente.
—Bien dicho —comentó Sharpe, que cruzó la habitación hacia unos escalones de madera que subían hasta una puerta.
La puerta estaba cerrada, sin duda tenía echado el cerrojo por el otro lado, pero las bisagras se hallaban en el interior del sótano y los tornillos estaban clavados en una madera podrida. Sharpe metió la espada debajo de uno de los goznes, hizo palanca con cuidado por si la bisagra era más fuerte de lo que parecía y luego dio un fuerte tirón que arrancó los tornillos de la jamba. Un escuadrón de caballería pasó ruidosamente por el exterior.
—Deben de estar marchándose —dijo Sharpe mientras colocaba la espada en la bisagra más baja—, esperemos pues que los franceses no estén demasiado cerca.
La segunda bisagra salió del marco y Sharpe tiró de ella para forzar la puerta hacia dentro. La puerta se ladeó sobre el cerrojo, pero se abrió lo suficiente para permitir que Sharpe viera un pasillo que tenía una pesada puerta en su extremo y, cuando estaba a punto de salir por el hueco medio bloqueado, alguien empezó a aporrear aquella otra puerta. Sharpe vio que se sacudía, vio el polvo que salía de la madera, levantó una mano para indicar a sus compañeros que guardaran silencio por precaución y retrocedió.
—¿Qué día es hoy? —preguntó.
Vicente lo pensó durante un segundo.
—¿Lunes? —calculó—. ¿Uno de octubre?
—¡Dios! —exclamó Sharpe, preguntándose si los caballos que había visto en la calle eran franceses y no británicos—. ¿Sarah? Acércate a la ventana y dime si ves un caballo.
Ella se puso de pie apresuradamente, apretó el rostro contra el cristal mugriento y asintió con la cabeza.
—Dos caballos —dijo.
—¿Son rabones?
—¿Rabones?
—¿Les han cortado la cola? —La puerta del final del pasillo temblaba con los golpes y Sharpe supo que iba a ceder en cualquier momento.
Sarah volvió a mirar por el cristal.
—No.
—Entonces son los franceses —dijo Sharpe—. Mira a ver si puedes tapar la ventana, cielo. Ponle un trozo de cuero encima. ¡Y luego escóndete! Vuelve con Pat.
El sótano volvió a quedar a oscuras cuando Sarah apoyó un rígido trozo de cuero contra el ventanuco y a continuación regresó con Harper y Vicente, que estaban en la otra esquina, escondidos junto a uno de aquellos enormes montones de pieles. Sharpe se quedó donde estaba, mirando cómo temblaba la otra puerta, que se abrió hacia adentro, astillándose, y al ver el uniforme azul y el cinturón cruzado blanco retrocedió escaleras abajo.
—Franchutes —anunció en tono grave, y fue al otro extremo del sótano para agacharse con los demás.
Se oyó una ovación y los franceses irrumpieron en la casa. Sus pasos resonaron con fuerza en las tablas de arriba, entonces alguien le dio una patada a la puerta medio rota del sótano y Sharpe oyó voces. Voces francesas, y no eran alegres. Por lo visto los soldados se detuvieron frente a la puerta del sótano y uno de ellos emitió un sonido de asco, era de suponer que por el hedor a aguas residuales.
—Merde —dijo una de las voces.
—C’est un puisard —dijo otra.
—Dice que es un pozo negro —susurró Sarah al oído de Sharpe.
Luego se oyó el sonido de un líquido que salpicaba cuando uno de los soldados se puso a orinar desde lo alto de las escaleras. Se oyeron risas y luego los franceses se marcharon. Sharpe, agachado cerca de Sarah en la esquina más alejada del sótano, oyó el ruido distante de botas y cascos, voces y gritos. Resonó un disparo, luego otro. No era el sonido de la batalla, pues éste consistía en muchos disparos que se mezclaban para formar un chisporroteo interminable, sino que eran los disparos individuales de los soldados que hacían saltar los candados o que disparaban únicamente por diversión.
—¿Los franceses están aquí? —preguntó Harper, incrédulo.
—Todo el maldito ejército —respondió Sharpe. Cargó el rifle, volvió a meter la baqueta en los aros que la sujetaban y esperó. Oyó el ruido de botas que bajaban por las escaleras de la casa, en el piso de arriba, oyó más botas en el pasillo y luego silencio, y decidió que los franceses se habían marchado a saquear un lugar más rico que aquél—. Vamos a subir al desván —dijo. Quizá fuera porque habían estado bajo tierra demasiado tiempo, o quizá sólo fuera el instinto de subir, pero sabía que no podían quedarse allí. Los franceses terminarían por registrar todo el sótano, por lo que condujo a los demás entre las pieles amontonadas y subieron por los escalones. La puerta principal estaba abierta y mostraba la luz del sol en las calles, pero no se veía a nadie y corrieron por el pasillo, vieron unas escaleras ala derecha y las subieron de dos en dos.
La casa estaba vacía. Los franceses la habían registrado y no habían encontrado nada excepto algunas mesas pesadas, camas y herramientas, por lo que se habían marchado en busca de ganancias más suculentas. En lo alto del segundo tramo de escaleras había una puerta rota, con el candado partido, y por encima de ella una serie de angostos peldaños que daban a una serie de desvanes que parecían extenderse por tres o cuatro edificios. La estancia más espaciosa, que era alargada, baja y estrecha, tenía una docena de camas bajas de madera.
—Las dependencias de los estudiantes —dijo Vicente.
Se oyeron unos gritos provenientes de las casas cercanas, el sonido de disparos y luego unas voces abajo, y Sharpe se figuró que habrían acudido más tropas a la casa.
—Por la ventana —dijo; abrió la más cercana, salió por ella y se encontró en un canalón que pasaba por detrás de un bajo parapeto de piedra. Los demás siguieron a Sharpe, que encontró refugio en el hastial del lado norte al que no daba ninguna de las ventanas del desván. Atisbó por encima del parapeto y vio un callejón estrecho y sombrío. Un soldado de caballería francés pasó por debajo de Sharpe llevando a una mujer encima del pomo de la silla. La mujer gritó y el soldado le propinó una cachetada en el trasero, luego le levantó el vestido negro y volvió a darle—. Se están divirtiendo —comentó Sharpe agriamente.
Oyó a los franceses en los desvanes, pero ninguno de ellos salió al tejado y Sharpe se recostó en las tejas y miró colina arriba. Los magníficos edificios de la universidad dominaban la línea del horizonte y por debajo de ellos había miles de tejados y campanarios. Las calles estaban inundadas de invasores, pero ninguno de ellos estaba en lo alto, aunque Sharpe vio a personas asustadas que, aquí y allá, se habían refugiado en las tejas como él. Intentaba encontrar el almacén de Ferragus. Sabía que no estaba lejos, sabía que tenía un tejado alto e inclinado y al final creyó verlo ladera arriba, a unos cien pasos o más.
Miró por el callejón. Las casas del extremo más alejado tenían la misma clase de parapeto protegiendo el tejado y le pareció que podía saltar el hueco sin muchos problemas, pero Vicente se vería entorpecido por la herida del hombro y a Sarah le resultaría difícil con su largo vestido roto.
—Va a quedarse aquí, Jorge —le dijo a Vicente—, y cuide de la señorita Fry. Pat y yo vamos a explorar.
—¿Ah sí?
—¿Tiene algo mejor que hacer, Pat?
—Podemos ir con ustedes —dijo Vicente.
—Es mejor que se queden aquí, Jorge —repuso Sharpe, que sacó su navaja y desplegó la hoja—. ¿Alguna vez te has ocupado de una herida? —le preguntó a Sarah.
Ella dijo que no con la cabeza.
—Ya es hora de aprender —declaró Sharpe—. Quítale el vendaje del hombro a Jorge y busca la bala. Extráela. Saca cualquier fragmento de su camisa o casaca. Si te dice que pares porque le duele, escarba más hondo. Sé inflexible. Saca la bala y todo lo demás y luego limpia la herida. Utiliza esto —le dio su cantimplora, en la que todavía quedaba un poco de agua—. Luego vuelve a vendarlo —siguió diciendo mientras dejaba el rifle cargado de Vicente al lado de ella—, y si algún franchute sale aquí afuera, pégale un tiro. Pat y yo lo oiremos y regresaremos —Sharpe dudaba que Harper o él pudieran reconocer el estallido de un rifle en medio de todos los demás disparos, pero le pareció que tal vez Sarah necesitaba que la tranquilizaran—. ¿Crees que puedes hacer todo eso?
Ella vaciló, luego asintió con la cabeza.
—Sí que puedo.
—Va a dolerle mucho, Jorge —le advirtió Sharpe—, pero vaya a saber si hoy podremos encontrar un médico en esta ciudad, de manera que deje que la señorita Fry haga todo lo que pueda —se enderezó y se volvió hacia Harper—. ¿Puede saltar ese callejón, Pat?
—Dios salve a Irlanda —Harper miró el hueco entre las casas—. Es un buen trecho, señor.
—Pues asegúrese de no caerse —dijo Sharpe, que se puso de pie en el parapeto allí donde éste formaba un ángulo recto con el callejón. Retrocedió unos cuantos pasos para coger impulso, echó a correr y de un gran salto cruzó el vacío. Lo hizo con facilidad, llegando al parapeto del otro extremo, y al caer en las tejas el dolor estalló en sus costillas. Se hizo a un lado rápidamente y vio que Harper, más grande y menos ágil que él, lo seguía. El sargento aterrizó justo encima del parapeto, cuyo borde le dio en el estómago y lo dejó sin respiración, pero Sharpe lo agarró de la casaca y tiró de él.
—Ya le dije que era un buen trecho —dijo Harper.
—Come demasiado.
—¡Por Dios! ¿En este ejército? —repuso Harper, que se sacudió el polvo de la ropa y siguió a Sharpe por el siguiente canalón. Pasaron junto a tragaluces y ventanas, pero al otro lado no había nadie que pudiera verles. En algunos puntos el parapeto se había venido abajo y Sharpe subía al caballete del tejado porque le proporcionaba un mejor apoyo para afirmar los pies. Salvaron una docena de chimeneas, se deslizaron hacia otro callejón y tuvieron que volver a saltar.
—Éste es más estrecho —dijo Sharpe para animar a Harper.
—¿Adónde vamos, señor?
—Al almacén —respondió Sharpe, señalando su gran gablete de piedra.
Harper observó el hueco.
—Sería más fácil ir por la cloaca —gruñó.
—Como quiera, Pat. Nos vemos allí.
—Ya he llegado hasta aquí —dijo Harper, que crispó el rostro cuando Sharpe saltó.
Harper lo siguió, llegó sin ningún percance, treparon los dos al siguiente tejado y avanzaron por su caballete hasta llegar a la calle que separaba la manzana de casas del edificio que Sharpe creía que era el almacén.
Sharpe se deslizó por la pendiente de tejas hasta el canalón junto al parapeto y se asomó. Se echó atrás al instante.
—Dragones —dijo.
—¿Cuántos?
—¿Una docena? ¿Una veintena?
Estaba seguro de que eso era el almacén. Había visto las grandes puertas dobles, una de ellas entreabierta, y desde el caballete del tejado había visto los tragaluces del edificio, que se hallaba un poco más arriba en la colina. La calle era demasiado ancha para saltarla, de modo que desde aquel tejado era imposible alcanzar dichos tragaluces, pero Sharpe volvió a asomarse y vio que los dragones no estaban saqueando. Todos los demás franceses que había en la ciudad parecían estar desatados, pero aquellos dragones estaban sentados en sus caballos, con las espadas desenvainadas, y se dio cuenta de que debían de haberlos apostado para vigilar el almacén. Impedían el paso a los soldados de infantería, utilizando la cara de la hoja de las espadas si alguno de ellos insistía demasiado.
—Tienen la dichosa comida, Pat.
—Pues pueden quedársela.
—¡No, no pueden, maldita sea! —exclamó Sharpe con ferocidad.
—¿Y cómo se supone que vamos a quitársela, por Dios?
—No estoy seguro —contestó Sharpe. Sabía que si querían derrotar a los franceses tenían que quitarles la comida y no obstante, por un momento estuvo tentado de dejarlo correr. ¡A1 infierno! El ejército lo había tratado mal, ¿por qué diablos tendría que importarle? Pero le importaba, y no iba a permitir que Ferragus ayudara a los franceses a ganar la guerra. El estruendo de la ciudad aumentaba, el ruido de los gritos, del desorden, del caos desatado, y los frecuentes disparos de mosquetes asustaban a cientos de palomas que levantaban el vuelo. Se asomó por tercera vez y vio que los dragones habían formado dos líneas para bloquear los extremos de la calleja y así mantener alejada del almacén a la infantería francesa. Montones de soldados protestaban ante los dragones y Sharpe imaginó que la presencia de los jinetes había desencadenado el rumor de que había comida en la calle, por lo que probablemente, la infantería, que marchaba cada vez más famélica por un territorio devastado, estaba desesperada de hambre—. No estoy seguro —repitió Sharpe—, pero tengo una idea.
—¿Una idea para qué, señor?
—Para que esos cabrones sigan pasando hambre —respondió Sharpe.
Eso era lo que Wellington quería, de modo que Sharpe se lo daría a su señoría. Haría que esos cabrones siguieran pasando hambre.