CAPÍTULO 6
El ejército británico y portugués permaneció en la cordillera todo el día siguiente en tanto que los franceses se quedaron en el valle. De vez en cuando los pájaros alzaban el vuelo desde los brezos, sobresaltados por el traqueteo de los rifles o mosquetes de los tiradores que se disputaban la larga pendiente, pero en general fue un día tranquilo. Los cañones no dispararon. Las tropas francesas, desarmadas y en mangas de camisa, subían por la ladera para llevarse a sus heridos, a los que habían dejado allí durante la noche. Algunos de ellos se habían arrastrado hacia el río mientras que otros habían muerto en la oscuridad. Bajo el montículo rocoso yacía un voltigeur muerto cuyos puños apretados sobresalían hacia el cielo en tanto que un cuervo le picoteaba los labios y los ojos. Los piquetes británicos y portugueses no perturbaron el trabajo del enemigo, sólo desafiaron a los pocos voltigeurs que se acercaron demasiado a la cima. Cuando se hubieron llevado a los heridos, los franceses trasladaron a los muertos a las tumbas que habían cavado detrás de las trincheras que habían levantado al otro lado del río, pero los bastiones defensivos constituían un esfuerzo inútil, puesto que lord Wellington no tenía intención de abandonar el terreno elevado para retomar la lucha en el valle.
El teniente Jack Bullen, un muchacho de diecinueve años que había servido en la compañía número nueve, fue enviado a la compañía ligera para reemplazar a Iliffe. Lawford decretó que ahora había que dirigirse a Slingsby como capitán Slingsby.
—Le otorgaron el cargo honorífico en el 55.º —le dijo Lawford a Forrest—, lo cual lo distinguirá de Bullen.
—Ya lo creo, señor.
Lawford torció el gesto ante el tono empleado por el comandante.
—No es más que una cortesía, Forrest. Le parecerá bien la cortesía, ¿no?
—En efecto, señor, aunque valoro más a Sharpe.
—¿Qué demonios quiere decir con eso?
—Quiero decir, señor, que preferiría que fuera Sharpe quien estuviera al mando de los tiradores. Es el mejor para ese trabajo.
—Y lo estará, Forrest, lo estará, en cuanto aprenda a comportarse de una manera civilizada. Luchamos por la civilización, ¿no es verdad?
—Espero que sí —asintió Forrest.
—Y no conseguimos dicho objetivo comportándonos con claras groserías. ¡Así es el comportamiento de Sharpe, Forrest, sumamente grosero! Quiero erradicarlo.
El comandante Forrest pensó que eso era lo mismo que querer extinguir el sol. El comandante era un hombre educado, juicioso y sensato, pero dudaba que una campaña para mejorar los modales aumentara la eficacia en combate del South Essex.
En el batallón reinaba un clima de resentimiento que Lawford atribuía a las bajas de la batalla que, o bien habían sido enterradas en las montañas, o bien trasladadas en carro para dejarlas a merced de los poco cuidadosos cirujanos. Era un día, pensó Lawford, en el que el batallón debería estar ocupado; sin embargo, no había nada que hacer aparte de esperar en la larga y alta cima por si acaso los franceses renovaban sus ataques. Ordenó limpiar los mosquetes con agua hirviendo, que se inspeccionaran los pedernales y que se reemplazaran los que estuvieran demasiado descascarillados, que todos los soldados volvieran a llenar sus cartucheras, pero estas útiles tareas sólo les llevaron una hora y los soldados no estuvieron más alegres al terminarlas de lo que habían estado al emprenderlas. El coronel hizo acto de presencia e intentó animar a los soldados, pero percibió las miradas llenas de reproche y los comentarios hechos entre dientes, y como Lawford no era idiota, supo exactamente su causa. Seguía esperando que Sharpe se disculpara como le había pedido, pero el fusilero se mantuvo porfiadamente apartado y finalmente Lawford fue a buscar a Leroy, el americano leal.
—Hable usted con él —le suplicó.
—No me escuchará, coronel.
—Él le respeta, Leroy.
—Es muy amable por su parte sugerirlo —dijo Leroy—, pero es terco como una mula.
—Se ha crecido tanto que ya no le caben las botas, ése es el problema —comentó Lawford con irritación.
—Unas botas que le quitó a un coronel de chasseurs francés, si no recuerdo mal —dijo Leroy con la vista clavada en una águila ratonera que trazaba círculos perezosamente por encima de la sierra.
—Los soldados no están contentos —dijo Lawford, que decidió evitar una discusión sobre las botas de Sharpe.
—Sharpe es un hombre extraño, coronel —afirmó Leroy, que luego hizo una pausa para encenderse uno de esos bastos cigarros de color marrón oscuro que vendían los mercachifles portugueses—. A la mayoría de los soldados no les gustan los oficiales que han empezado como soldados rasos, pero a Sharpe le tienen una especie de cariño. Los asusta. Quieren ser como él.
—No me parece que asustar a los hombres sea una virtud en un oficial —dijo Lawford, molesto.
—Probablemente sea la mejor —repuso Leroy de manera provocadora—. No es una persona fácil en el comedor de oficiales, claro está —siguió diciendo el americano más tranquilamente—, pero es un soldado de primera. Ayer le salvó la vida a Slingsby.
—Eso es una tontería —Lawford pareció irritado—. Puede que el capitán Slingsby llevara la compañía demasiado lejos, pero estoy seguro de que la hubiera salvado.
—No estaba hablando de eso —dijo Leroy—. Sharpe le pegó un tiro a un tipo que estaba a punto de darle a Slingsby una tumba portuguesa. Fue el mejor disparo que he visto nunca.
Lawford había felicitado a Sharpe entonces, pero no estaba de humor para considerar circunstancias atenuantes.
—Hubo muchos disparos, Leroy —replicó de mal talante—, y la bala pudo haber venido de cualquier parte.
—Tal vez —dijo el americano con ciertas reservas—, pero tiene que admitir que ayer Sharpe resultó extremadamente útil.
Lawford se preguntó si Leroy habría oído el consejo que Sharpe le dio en voz baja de que hiciera dar la vuelta al batallón y luego los hiciera cambiar de frente hacia el flanco francés. Había sido un buen consejo, y seguirlo le había servido para recuperarse de una situación muy fea sin duda, pero el coronel se había convencido de que sin Sharpe también a él se le hubiera ocurrido dar la vuelta y cambiar de frente el batallón. Asimismo se había convencido de que su autoridad estaba siendo deliberadamente cuestionada por el fusilero, lo cual era absolutamente intolerable.
—¡Lo único que quiero es una disculpa! —protestó.
—Hablaré con él, coronel —le prometió Leroy—, pero si el señor Sharpe dice que no va a disculparse, puede esperar sentado. A menos que consiga que se lo ordene lord Wellington. Es el único hombre al que le tiene miedo.
—¡No voy a involucrar a Wellington en este asunto! —exclamó Lawford alarmado.
Había sido ayudante de campo del general y sabía cuánto detestaba su señoría que lo fastidiaran con asuntos sin importancia y, además, una petición semejante sólo haría que poner de relieve el fracaso de Lawford. Y es que era un fracaso. Sabía que Sharpe era mucho mejor oficial que Slingsby, pero el coronel le había prometido a Jessica, su esposa, que haría todo lo que pudiera para impulsar la carrera de Cornelius, y tenía que cumplir su promesa.
—Hable con él —animó a Leroy—. Sugiérale una disculpa por escrito, tal vez. No tendrá que entregarla en persona. Yo mismo la haré llegar y luego la romperé.
—Se lo sugeriré —dijo Leroy, y bajó por la ladera contraria de la montaña, donde encontró al intendente interino del batallón sentado con una docena de las mujeres del mismo. Se estaban riendo, pero se callaron cuando Leroy se aproximó.
—Lamento molestarlas, señoras —el comandante se quitó el maltrecho bicornio que llevaba como una cortesía hacia las mujeres y a continuación le hizo señas a Sharpe—. ¿Podemos hablar? —condujo a Sharpe unos cuantos pasos ladera abajo—. ¿Sabe lo que he venido a decirle? —preguntó Leroy.
—Me lo imagino.
—¿Y?
—No, señor.
—Ya me lo esperaba —dijo Leroy—. ¡Dios santo! ¿Quién es ésa? —Estaba mirando a las mujeres y Sharpe supo que el comandante tenía que estar refiriéndose a una atractiva chica portuguesa de larga cabellera que se había incorporado al batallón la semana anterior.
—La encontró el sargento Venables —le explicó jocosamente Sharpe.
—¡Jesús! No tendrá más de once años —dijo Leroy, y luego miró un momento a las demás mujeres—. ¡Caray! —continuó diciendo—. Mira que es guapa esa tal Sally Clayton.
—Y también está casada —anunció Sharpe.
Leroy sonrió.
—¿Alguna vez ha leído la historia de Uriah el Hitita, Sharpe?
—¿Hitita? ¿Era un boxeador? —conjeturó Sharpe.
—No exactamente, Sharpe. Es un tipo de la Biblia. Uriah el Hitita, Sharpe, tenía una esposa y el rey David la quería en su cama, de modo que mandó a Uriah a la guerra y ordenó que el general pusiera al pobre desgraciado en el frente para que algún que otro cabrón lo matara. Y le funcionó.
—Lo recordaré —dijo Sharpe.
—No me acuerdo del nombre de la esposa —añadió Leroy—. No era Sally. Bueno, ¿qué le digo al coronel?
—Que ahora tiene el mejor intendente de todo el ejército.
Leroy se rió y empezó a andar cuesta arriba. Al cabo de unos cuantos pasos se detuvo y se dio la vuelta.
—Bathsheba —le dijo a Sharpe.
—¿Bath… qué?
—Bathsheba, así se llamaba.
—Parece el nombre de otro boxeador.
—Pero Bathsheba dio un golpe bajo, Sharpe —dijo Leroy—, ¡un golpe muy bajo! —Volvió a alzar el sombrero dirigiéndose a las esposas del batallón y siguió andando—. Se lo está pensando —le comunicó al coronel al cabo de unos momentos.
—Esperemos que piense con claridad —repuso Lawford piadosamente.
Pero, aunque Sharpe se lo estuviera pensando, no llegó ninguna disculpa. En cambio, al caer la noche, el ejército recibió la orden de prepararse para una retirada. Vieron que los franceses se marchaban, sin duda para dirigirse hacia el camino que serpenteaba por el extremo norte de la cadena montañosa, y los mensajeros galopaban por la cordillera con órdenes de que el ejército tenía que marchar hacia Lisboa antes del amanecer. El South Essex fue el único batallón británico que recibió unas órdenes distintas.
—Parece ser que vamos a retirarnos, caballeros —comunicó Lawford a los comandantes de la compañía mientras los ordenanzas desmontaban su tienda. Hubo un murmullo de sorpresa que Lawford acalló levantando la mano—. Hay una ruta que rodea la cima de la cordillera —explicó—, y si nos quedamos los franceses nos flanquearán. Andarán pisándonos los talones, de manera que durante unos días vamos a bailar hacia atrás. Vamos a encontrar otro lugar donde mancharlos de sangre, ¿eh? —Algunos de los oficiales seguían pareciendo sorprendidos de que, habiendo conseguido una victoria, tuvieran que ceder terreno, pero Lawford hizo caso omiso de su desconcierto—. Nosotros tenemos nuestras propias órdenes, caballeros —prosiguió—. El batallón va a salir esta noche para dirigirse a toda prisa a Coimbra. Me temo que es una larga marcha, pero necesaria. Tenemos que llegar a Coimbra con gran rapidez y ayudar a los oficiales de intendencia en la destrucción de los suministros del ejército en los muelles del río. También van a mandar a un regimiento portugués. Ambos seremos la vanguardia, por decirlo así, pero tenemos una gran responsabilidad. El general quiere que dichas provisiones se destruyan mañana por la noche.
—¿Esperan que lleguemos a Coimbra esta noche? —preguntó Leroy con escepticismo. La ciudad se hallaba a más de treinta kilómetros de distancia y, se mirara como se mirara, era una marcha muy ambiciosa, sobre todo por la noche.
—Nos proporcionarán carros para llevar los pertrechos —dijo Lawford—, incluidas las mochilas de los soldados. Los heridos que puedan andar vigilarán las mochilas, las mujeres y los niños irán con los carros. Si vamos ligeros de peso marcharemos con rapidez.
—¿Grupo de avanzada? —quiso saber Leroy.
—Estoy seguro de que el intendente sabrá qué hacer —respondió Lawford.
—Es una noche oscura y es probable que Coimbra sea un caos —dijo Leroy—. Dos batallones buscando aposento y la mayoría de los miembros del comisariado del ejército estarán borrachos. Ni siquiera Sharpe puede hacerlo solo, señor. Es mejor que me deje ir con él.
Lawford pareció indignado porque sabía que la sugerencia de Leroy era una expresión de simpatía hacia Sharpe, pero las objeciones del americano habían sido convincentes, de modo que Lawford asintió a regañadientes.
—Hágalo, comandante —dijo de manera cortante—. Y en cuanto al resto de nosotros, ¡quiero que seamos el primer batallón en llegar a Coimbra, caballeros! No podemos permitir que nos ganen los portugueses, de manera que estén listos para ponerse en marcha dentro de una hora.
—¿La compañía ligera en cabeza, señor? —preguntó Slingsby. Casi rebosaba orgullo y eficiencia.
—Por supuesto, capitán.
—Marcaremos un buen paso —prometió Slingsby.
—¿Tenemos un guía? —preguntó Forrest.
—Podemos buscar uno, estoy seguro —respondió Lawford—, pero no es una ruta difícil. Hay que ir al oeste hasta encontrar el camino principal y luego girar hacia el sur.
—Buscaré uno —dijo Slingsby con seguridad.
—¿Y nuestros heridos? —preguntó Forrest.
—Se proporcionarán más carros. ¿Señor Knowles? ¿Se encargará usted de organizarlo? ¡Espléndido! —Lawford sonrió para mostrar que el batallón era una familia feliz—. Estén listos para partir dentro de una hora, caballeros, ¡una hora!
Leroy encontró a Sharpe, a quien no habían invitado a la reunión de comandantes de la compañía.
—Usted y yo nos vamos a Coimbra, Sharpe —dijo el comandante—. Puede montar mi caballo de repuesto y mi criado irá andando.
—¿A Coimbra?
—A buscar alojamiento. El batallón nos seguirá esta noche.
—No hace falta que venga —dijo Sharpe—. No es la primera vez que busco alojamiento en una población.
—¿Quiere ir usted solo? —le preguntó Leroy, que luego sonrió—. Voy a acompañarle, Sharpe, porque el batallón va a marchar más de treinta kilómetros en la penumbra y va a ser una maldita locura. ¿Treinta kilómetros de noche? No lo conseguirán, ¿y dos batallones por un camino estrecho? ¡Eso no me hace ninguna falta, demonios! Usted y yo podemos adelantarnos, marcar el lugar, buscar una taberna y le apuesto diez guineas a que el batallón no llegará antes de la salida del sol.
—Guárdese el dinero —dijo Sharpe.
—Y cuando lleguen —siguió diciendo Leroy alegremente— van a estar todos de un humor de perros. Por eso me he nombrado su ayudante, Sharpe.
Descendieron cabalgando por la ladera. El sol estaba bajo y las sombras eran alargadas. El mes de septiembre casi tocaba a su fin y los días se hacían más cortos. Los primeros carros cargados con soldados británicos y portugueses heridos ya estaban en el camino y Leroy y Sharpe tuvieron que pasar poco a poco junto a ellos. Atravesaron pueblos medio abandonados donde los oficiales portugueses convencían a los habitantes que quedaban para que se marcharan. Tenían lugar discusiones estridentes al anochecer. Una mujer vestida de negro con su cabello cano cubierto por una bufanda negra golpeó con una escoba el caballo de un oficial, al parecer gritándole al jinete que se marchara.
—No se les puede culpar —dijo Leroy—. Se han enterado de que ganamos la batalla y ahora quieren saber por qué demonios tienen que abandonar sus casas. Es un asunto muy desagradable tener que marcharte de tu casa.
Su tono de voz era amargo y Sharpe lo miró.
—¿Usted lo ha hecho?
—¡Diablos, sí! Nos echaron los malditos rebeldes. Nos fuimos a Canadá con lo puesto. Esos cabrones prometieron una indemnización después de la guerra, pero nunca vimos ni un maldito penique. Yo no era más que un niño, Sharpe. Todo me parecía emocionante, pero, ¿qué saben los niños?
—¿Entonces se fueron a Inglaterra?
—Y prosperamos, Sharpe, prosperamos. Mi padre hizo dinero comerciando con los hombres contra los que antes había combatido —Leroy se rió, siguió cabalgando en silencio unos cuantos metros y agachó la cabeza al pasar por debajo de una rama baja—. Hábleme de esas fortificaciones que protegen Lisboa.
—Sólo sé lo que me contó Michael Hogan.
—¿Y qué le contó?
—Que son las mayores defensas que se han construido nunca en Europa —dijo Sharpe. Vio el escepticismo de Leroy—. Más de ciento cincuenta fuertes —siguió diciendo Sharpe— conectados por zanjas. Colinas modificadas para hacerlas demasiado empinadas para trepar por ellas, valles llenos de obstáculos, ríos represados para inundar los accesos, todo ello lleno de cañones. Dos líneas que se extienden desde el Tajo hasta el océano.
—Así pues, ¿la idea es llegar al otro lado y burlarnos de los franceses?
—Y dejar que esos cabrones se mueran de hambre —dijo Sharpe.
—Y usted, Sharpe, ¿qué va a hacer? ¿Disculparse? —Leroy se rió al ver la expresión de Sharpe—. El coronel no va a transigir.
—Ni yo tampoco —afirmó Sharpe.
—Entonces, ¿seguirá siendo intendente?
—Los portugueses quieren oficiales británicos —dijo Sharpe—. Y si me uno a ellos me ascenderán.
—¡Caray! —dijo Leroy al pensar en ello.
—No es que quiera dejar la compañía ligera —siguió diciendo Sharpe, pensando en Pat Harper y los demás hombres a los que consideraba sus amigos—. Pero Lawford quiere a Slingsby, no a mí.
—Lo quiere a usted, Sharpe —dijo Leroy—, lo que pasa es que ha hecho ciertas promesas. ¿Conoce usted a la esposa del coronel?
—No.
—Es guapa —dijo Leroy—, preciosa, pero tan indulgente como un dragón enojado. Una vez vi cómo maltrataba a un criado porque el pobre diablo no había llenado un jarrón de flores con agua suficiente, y cuando terminó, del pobre hombre no quedaba más que pedazos de piel y manchas de sangre. Una dama formidable, nuestra Jessica. Sería mejor oficial al mando que su marido. —El comandante sacó un cigarro—. Pero yo no tendría demasiada prisa por unirme a los portugueses. Sospecho que el señor Slingsby va a cavar su propia tumba.
—¿Por lo de la bebida?
—La noche de la batalla iba de alcohol hasta las cejas. Se tambaleaba. A la mañana siguiente estaba bien.
Llegaron a Coimbra mucho después de anochecer y ya era casi media noche cuando encontraron la oficina del comandante de la ciudad, el oficial británico responsable de la coordinación con las autoridades locales, el cual no estaba allí, pero su criado, que llevaba puesto un gorro de dormir con borla, abrió la puerta y se quejó de los oficiales que llamaban a horas intempestivas.
—¿Qué es lo que quiere, señor?
—Tiza —respondió Sharpe—, y van a llegar dos batallones antes de amanecer.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó el sirviente—, ¿dos batallones? ¿Tiza?
—Al menos cuatro pedazos. ¿Dónde están los oficiales del comisariado?
—Subiendo por esta misma calle, señor, seis puertas a la izquierda, pero si lo que buscan son raciones, sírvanse ustedes mismos en el muelle de la ciudad. Allí hay toneladas de comida.
—Nos resultaría útil un farol —terció el comandante Leroy.
—Un farol, señor. Hay uno en alguna parte.
—Y necesitamos guardar dos caballos en la cuadra.
—En la parte de atrás, señor. Allí estarán seguros.
En cuanto guardaron los caballos y Leroy se equipó con el farol, fueron recorriendo la calle haciendo marcas de tiza en las puertas. SE, escribió Sharpe, que significaba South Essex, 4-6, que quería decir que seis soldados de la compañía número cuatro se alojarían en la casa. Utilizaron las pequeñas calles cercanas al puente sobre el Mondego y al cabo de media hora se encontraron a dos oficiales portugueses haciendo marcas para su batallón. Cuando terminaron el trabajo ninguno de los batallones había llegado todavía, por lo que Sharpe y Leroy encontraron una taberna en el muelle en la que las luces todavía estaban encendidas y pidieron vino, brandy y comida. Comieron bacalao en salazón y, justo cuando se lo servían, se oyeron los pasos de unas botas en la calle. Leroy se inclinó, abrió la puerta de la taberna y se asomó.
—Portugueses —anunció lacónicamente.
—¿Nos han ganado? —dijo Sharpe—. Al coronel no le va a hacer ninguna gracia.
—El coronel se va a disgustar mucho —comentó Leroy, y cuando estaba a punto de cerrar la puerta vio lo que había escrito con tiza en la puerta. Ponía SE, CO, AY, OCL, y el americano sonrió abiertamente—. ¿Ha puesto a Lawford y a los oficiales de la compañía ligera aquí, Sharpe?
—Pensé que el coronel querría estar con su pariente, señor. He querido ser amable.
—¿O acaso está haciendo que la tentación se cruce en el camino del señor Slingsby?
Sharpe puso cara de susto.
—¡Dios santo! —exclamó—. No se me había ocurrido.
—Cabrón mentiroso —dijo Leroy al tiempo que cerraba la puerta. Se rió—. No creo que me gustara tenerlo como enemigo.
Durmieron en el bar y, cuando Sharpe se despertó al amanecer, el South Essex todavía no había llegado a la ciudad. Una triste procesión de carros cruzaba el puente, todos ellos cargados de soldados heridos en la ladera de Bussaco y Sharpe, que se dirigía hacia el muelle, vio que las soleras del lecho de los carros estaban manchadas de sangre que había caído de los vehículos. Tuvo que esperarse para cruzar a la otra orilla porque al convoy de heridos lo seguía un elegante coche de viaje tirado por cuatro caballos y cargado de baúles, acompañado por una carreta cargada con más mercancías y en la que iban aferrados media docena de criados descontentos; los dos vehículos iban escoltados por jinetes civiles armados. En cuanto se hubieron marchado Sharpe cruzó hacia las enormes pilas de provisiones del ejército que se habían llevado hasta Coimbra. Había sacos de grano, barriles de carne salada, toneles de ron, cajas de galleta, todo lo cual se había descargado de las embarcaciones fluviales amarradas a los muelles. Dichas embarcaciones tenían todas un número pintado en la proa, debajo del nombre del propietario y la ciudad. Las autoridades portuguesas habían ordenado que los barcos fueran numerados y marcados e incluidos en una lista por ciudades, para poder estar seguros de que todas las embarcaciones eran destruidas antes de la llegada de los franceses. El nombre de Ferreira estaba pintado en media docena de los barcos más grandes, y Sharpe supuso que dichas embarcaciones pertenecían a Ferragus. Todos los barcos se hallaban bajo la vigilancia de los casacas rojas, uno de los cuales, al ver a Sharpe, se colgó el mosquete al hombro y echó a andar por el muelle.
—¿Es cierto que nos retiramos, señor?
—Sí.
—¡Diantre! —El hombre miró los grandes montones de provisiones—. ¿Y qué pasa con todo esto?
—Tenemos que deshacernos de ello. Y de los barcos.
—¡Diantre! —repitió el hombre, que se quedó mirando a Sharpe mientras éste marcaba docenas de cajas de galleta y barriles de carne como raciones para el South Essex.
El batallón llegó al cabo de dos horas. Tal como Leroy había pronosticado, los hombres estaban irritables, hambrientos y cansados. Su marcha había sido una pesadilla a causa de los carros que obstaculizaban el camino, las nubes que tapaban la luna y al menos dos giros equivocados que les habían hecho perder tanto tiempo que al final Lawford había ordenado a los soldados que durmieran un poco en un prado hasta que el amanecer les proporcionara un poco de luz para encontrar el camino. El comandante Forrest se deslizó de la silla cansinamente y miró a Sharpe con recelo.
—¿No me diga que Leroy y usted llegaron directamente?
—Así es, señor. Hemos dormido aquí.
—Es usted odioso, Sharpe.
—No entiendo cómo pudieron perderse —dijo Sharpe—. El camino era bastante recto. ¿Quién iba en cabeza?
—Ya sabe quién iba en cabeza, Sharpe —respondió Forrest, que se Volvió a mirar los grandes montones de comida—. ¿Cómo vamos a destruir todo eso?
—Disparando a los barriles de ron —sugirió Sharpe— y tirando la harina y el grano al río.
—¿Lo tiene todo planeado, eh?
—Es lo que pasa cuando se duerme toda la noche, señor.
—Maldito sea.
Al coronel le hubiese gustado mucho darle un descanso a su batallón, pero las tropas portuguesas de casaca marrón estaban empezando a trabajar y era impensable que el South Essex se tumbara mientras otros trabajaban, de modo que ordenó a todas las compañías que empezaran con las pilas de provisiones.
—Pueden enviar a algunos de sus hombres a hacer té —sugirió a los oficiales—, pero el desayuno se hará mientras se trabaja. Buenos días, señor Sharpe.
—Buenos días, señor.
—Espero que haya tenido tiempo para considerar su dilema —dijo Lawford, y necesitó mucho valor para decirlo puesto que con ello revolvía una situación desafortunada, y el coronel hubiera estado mucho más contento si Sharpe simplemente se hubiera disculpado motu proprio y distendido así el ambiente.
—Sí, señor —respondió Sharpe con una buena disposición sorprendente.
—¡Bien! —A Lawford se le iluminó el rostro—. ¿Y?
—El problema es la carne, señor.
Lawford miró fijamente a Sharpe sin comprender en absoluto.
—¿La carne?
—Podemos agujerear de un disparo los barriles de ron, señor —contestó Sharpe alegremente—, arrojar el grano y la harina al río, pero, ¿y la carne? No podemos quemarla —se volvió a mirar los enormes barriles—. Si me proporciona unos cuantos soldados, señor, veré si puedo encontrar un poco de trementina. Para empaparlo todo. Ni siquiera los franchutes se comerían una carne rociada con trementina. O tal vez podríamos empaparla con pintura.
—El problema es suyo —dijo Lawford en tono gélido—, yo tengo que resolver asuntos del batallón. ¿Me ha encontrado alojamiento?
—En la taberna de la esquina, señor —Sharpe señaló hacia allí—, está todo marcado.
—Voy a ocuparme del papeleo —dijo Lawford con altivez, lo cual significaba que iba a echarse una hora. Saludó a Sharpe con un breve movimiento de la cabeza y, haciendo señas a sus criados, fue a buscar su alojamiento.
Sharpe sonrió y se acercó a las grandes pilas. Los soldados estaban rajando los sacos de grano y quitándoles la tapa a los barriles de carne. Los portugueses trabajaban con más entusiasmo, pero ellos habían llegado a la ciudad por la noche y habían podido dormir unas cuantas horas. A otros soldados portugueses los habían enviado a las estrechas calles para decirles a los habitantes que quedaban que huyeran, y Sharpe oyó a algunas mujeres que alzaban la voz para protestar. Todavía era temprano. Una fina niebla se aferraba al río, pero el viento del oeste había girado hacia el sur y prometía ser otro día caluroso. El fuerte chasquido de unos rifles hizo que los pájaros, sobresaltados, alzaran el vuelo, y Sharpe vio que los portugueses estaban disparando a los toneles de ron. Más cerca de allí, Patrick Harper estaba rompiendo los toneles con un hacha que había birlado.
—¿Por qué no les pega un tiro, Pat? —preguntó Sharpe.
—El señor Slingsby no nos deja, señor.
—¿No les deja?
Harper echó el hacha hacia atrás, arremetió contra otro barril y el ron cayó sobre los adoquines.
—Dice que tenemos que reservar la munición, señor.
—¿Para qué? Hay cartuchos de sobra.
—Es lo que dice, señor, que nada de disparos.
—¡Trabaje, sargento! —Slingsby marchó a paso rápido junto a la hilera de toneles—. ¡Si quiere conservar los galones, sargento, tiene que dar ejemplo! ¡Buenos días, Sharpe!
Sharpe se dio la vuelta lentamente y examinó a Slingsby de arriba abajo. Puede que aquel hombre hubiera marchado toda la noche y dormido en un prado, pero aun así iba perfectamente arreglado, con los botones brillantes, el cuero reluciente, la casaca roja bien cepillada y las botas limpias. Slingsby, incómodo bajo la mirada burlona de Sharpe, soltó un resoplido.
—Le he dicho buenos días, Sharpe.
—He oído que se perdieron —le dijo Sharpe.
—Tonterías. ¡Fue un rodeo! Para evitar los carros —el hombrecito pasó junto a Sharpe y lanzó una mirada furibunda a la compañía ligera—. ¡Pongan empeño! ¡Hay que ganar una guerra!
—Regrese, por el amor de Dios —le instó Harper en voz baja.
Slingsby giró sobre sus talones con los ojos desmesuradamente abiertos.
—¿Ha dicho usted algo, sargento?
—Estaba hablando conmigo —intervino Sharpe, y se acercó hacia aquel hombre más pequeño, descollando por encima de él. Obligó a Slingsby a retroceder entre dos montones de cajones de embalaje, llevándolo a un lugar donde nadie del batallón pudiera oírle—. Estaba hablando conmigo, pedazo de mierda —le dijo Sharpe—, y si vuelve a interrumpir otra de mis conversaciones le arrancaré las entrañas por el culo y se las enroscaré en su maldita garganta. ¿Quiere ir a decírselo al coronel?
Slingsby se estremeció visiblemente, pero luego pareció sacudirse de encima las palabras de Sharpe como si éste nunca las hubiera pronunciado. Encontró un estrecho paso entre los cajones, se deslizó por él como un terrier persiguiendo una rata y dio unas palmadas.
—¡Quiero ver progresos! —les dijo a los soldados.
Sharpe siguió a Slingsby, buscando problemas, pero entonces vio que las tropas portuguesas eran del mismo batallón que había tomado el montículo rocoso, pues el capitán Vicente estaba al mando de los hombres que disparaban contra los barriles de ron y aquello supuso una distracción suficiente para evitar que Sharpe siguiera haciendo tonterías con Slingsby. Cambió de dirección y al verlo venir, Vicente le ofreció una sonrisa de bienvenida, pero antes de que pudieran saludarse, el coronel Lawford se acercó a grandes Zancadas por el empedrado del muelle.
—¡Sharpe! ¡Señor Sharpe!
Sharpe saludó al coronel.
—¡Señor!
—No soy una persona dada a las quejas —se quejó Lawford—, usted ya lo sabe, Sharpe. Estoy acostumbrado a las incomodidades como cualquier soldado, pero esa taberna difícilmente es un alojamiento adecuado. ¡No en una ciudad como ésta! ¡Hay pulgas en las camas!
—¿Quiere un sitio mejor, señor?
—Sí, Sharpe, quiero un sitio mejor. Y enseguida.
Sharpe se dio la vuelta.
—¡Sargento Harper! Le necesito. ¿Me da su permiso para llevarme al sargento Harper, señor? —preguntó a Lawford, que estaba demasiado desconcertado para cuestionar el hecho de que Sharpe necesitara compañía, pero se limitó a asentir con la cabeza—. Deme media hora, señor —Sharpe tranquilizó al coronel—, y tendrá el mejor alojamiento de toda la ciudad.
—Sólo quiero algo adecuado —repuso Lawford con petulancia—. No estoy pidiendo un palacio, Sharpe, sólo algo que sea mínimamente adecuado.
Sharpe hizo señas a Harper y se acercó a Vicente.
—Usted creció aquí, ¿verdad?
—Ya se lo dije.
—En tal caso, ¿sabe dónde vive un hombre llamado Ferragus?
—¿Luis Ferreira? —por el rostro de Vicente cruzó una expresión que era una mezcla de sorpresa y alarma—. Sé dónde vive su hermano, pero, ¿Luis? Él puede vivir en cualquier parte.
—¿Puede indicarme cuál es la casa de su hermano?
—Richard —lo advirtió Vicente—. Ferragus no es una persona que…
—Sé lo que es —lo interrumpió Sharpe—. Fue él quien me hizo esto —señaló el ojo morado que ya empezaba a perder el color—. ¿Está muy lejos?
—A unos diez minutos a pie.
—¿Quiere llevarme hasta allí?
—Deje que se lo pregunte a mi coronel —respondió Vicente, que se dirigió a toda prisa hacia el coronel Rogers-Jones, que estaba sentado a lomos de su caballo sosteniendo un paraguas abierto para protegerse del sol de primera hora de la mañana.
Sharpe vio que Rogers-Jones decía que sí con la cabeza a Vicente.
—En veinte minutos tendrá su alojamiento, señor —le dijo a Lawford, y luego cogió a Harper del codo, tiró de él y se alejaron de los muelles detrás de Vicente—. ¡Ese cabrón de Slingsby! —exclamó Sharpe mientras caminaban—. ¡Ese cabrón, cabrón, cabrón, cabrón!
—Yo no tendría que oír esto —dijo Harper.
—Voy a despellejar vivo a ese hijo de puta —afirmó Sharpe.
—¿A quién? —preguntó Vicente, que iba delante de ellos por estrechos callejones donde se vieron obligados a sortear a puñados de personas descontentas que por fin se disponían a abandonar la ciudad. Hombres y mujeres liaban la ropa en fardos, subían a los niños pequeños a sus espaldas y se quejaban amargamente a cualquiera que vieran vestido de uniforme.
—A un cabrón llamado Slingsby —respondió Sharpe—, pero ya nos preocuparemos de él más tarde. ¿Qué sabe sobre Ferragus?
—Sé que la mayoría de la gente le tiene miedo —contestó Vicente, que los llevó por una pequeña plaza en la que había una iglesia con la puerta abierta. Una docena de mujeres con mantones negros estaban arrodilladas en el porche y miraron asustadas a su alrededor al oír un repentino estruendo, un repiqueteo y traqueteo proveniente de una calle cercana. Era el ruido de una batería de artillería que se dirigía cuesta abajo hacia el puente. El ejército debía de haberse puesto en marcha antes del amanecer y las tropas que iban en cabeza habían llegado entonces a Coimbra—. Es un criminal —siguió diciendo Vicente—, pero no fue criado en una familia pobre. Su padre era colega del mío, y él mismo admitía que su hijo era un monstruo. El malo de la camada. Intentaron sacarle el mal a golpes. Lo intentó su padre, lo intentaron los curas, pero Luis es un hijo de Satán —Vicente se santiguó—. Pocos son los que osan oponérsele. ¡Esto es una ciudad universitaria!
—Su padre enseña aquí, ¿verdad?
—Enseña derecho —contestó Vicente—, pero ahora no está aquí. Mi madre y él se fueron al norte, a Oporto, para estar con Kate. Pero las personas como mi padre no saben cómo tratar con un hombre como Ferragus.
—Eso es porque su padre es abogado —dijo Sharpe—. A los cabrones como Ferragus les hace falta alguien que sea como yo.
—Le puso un ojo morado —dijo Vicente.
—Peor fue lo que le hice yo —repuso Sharpe, que recordó el placer de pegarle una patada en la entrepierna a Ferragus—. Y el coronel quiere una casa, así que encontraremos la casa de Ferreira y se la ofreceremos.
—Creo que no es prudente mezclar la venganza personal con la guerra —comentó Vicente.
—Por supuesto que no es prudente —dijo Sharpe—, pero es condenadamente agradable. ¿Se está divirtiendo, sargento?
—Nunca había estado más contento, señor —respondió Harper con tristeza.
Habían subido hasta el norte de la ciudad y salieron a una pequeña plaza iluminada por el sol en cuyo extremo más alejado se alzaba una casa de piedra clara con una gran puerta principal, una entrada lateral que sin duda llevaba al patio de los establos y tres pisos altos llenos de ventanas con postigos. La casa era vieja y en su mampostería había grabados pájaros heráldicos.
—Ésa es la casa de Pedro Ferreira —dijo Vicente, y observó a Sharpe mientras éste subía por la escalera de entrada—. Se cree que Ferragus ha asesinado a mucha gente —añadió Vicente con aire apesadumbrado en un último esfuerzo por disuadir a Sharpe.
—Yo también —replicó Sharpe, que empezó a dar golpes en la puerta y no dejó de armar ruido hasta que abrió una mujer alarmada que llevaba un delantal. La mujer, indignada, reprendió a Sharpe en portugués. Detrás de ella había un hombre más joven que retrocedió hacia las sombras al ver a Sharpe, en tanto que la mujer, robusta y canosa, intentaba empujar al fusilero escaleras abajo. Sharpe no se movió de donde estaba—. Pregúntele dónde vive Luis Ferreira —le dijo a Vicente.
Hubo una breve conversación.
—Dice que Ferreira está aquí de momento —dijo Vicente—, pero ahora mismo no está en casa.
—¿Vive aquí? —preguntó Sharpe, que esbozó una sonrisa burlona, sacó un pedazo de tiza de un bolsillo y garabateó SE CO en la brillante puerta de color azul—. Dígale que esta noche utilizará la casa un importante oficial inglés que necesita comida y una cama —Sharpe escuchó la conversación entre Vicente y la mujer del pelo cano—. Y pregúntele si hay establos —los había—. ¿Sargento Harper?
—¿Señor?
—¿Sabrá volver a los muelles?
—Colina abajo, señor.
—Traiga al coronel. Dígale que tiene el mejor alojamiento de la ciudad y que hay establos para sus caballos.
Sharpe apartó a la mujer de un empujón, entró en el vestíbulo y dirigió una mirada fulminante al hombre, que retrocedió aún más. El hombre llevaba una pistola en el cinturón, pero no dio muestras de querer utilizarla cuando Sharpe abrió una puerta y vio una habitación en la que había una mesa, un retrato sobre la repisa de la chimenea y estantes con libros. Otra puerta daba a un cómodo salón con sillas de patas altas y delgadas, mesas doradas y un sofá tapizado de seda de color rosa. La criada discutía con Vicente, que intentaba calmarla.
—Es la cocinera del comandante Ferreira —explicó Vicente—, y dice que a su amo y a su hermano no les hará ninguna gracia.
—Por eso estamos aquí.
—La esposa e hijos del comandante se han ido —siguió diciendo Vicente, traduciendo.
—Nunca me gustó matar a un hombre delante de su familia —dijo Sharpe.
—¡Richard! —exclamó Vicente, horrorizado.
Sharpe le sonrió y subió por las escaleras, seguido de Vicente y la cocinera. Encontró el dormitorio principal y abrió los postigos de las ventanas.
—Perfecto —dijo mirando la cama con dosel y colgaduras de tapicería—. El coronel podrá hacer mucho trabajo en esa cama. ¡Bien hecho, Jorge! Dígale a esta mujer que al coronel Lawford le gusta la comida sencilla y bien hecha. Él proporcionará sus raciones y ella sólo tendrá que cocinarlas, pero dígale que no estropee la comida con esas malditas especias extranjeras. ¿Quién es el hombre que hay abajo?
—Un criado —tradujo Vicente.
—¿Quién más hay en la casa?
—Los mozos de cuadra —Vicente tradujo la respuesta de la cocinera—, el personal de la cocina y la señorita Fry.
Sharpe creyó que lo había entendido mal.
—¿La señorita qué?
La cocinera pareció asustada. Habló apresuradamente mientras miraba al último piso.
—Dice —tradujo Vicente— que la institutriz de los niños está encerrada arriba. Es inglesa.
—¡Demonios! ¿Encerrada? ¿Cómo se llama?
—Fry.
Sharpe subió al ático. Allí las escaleras no tenían alfombra y las paredes eran de un color apagado.
—¡Señorita Fry! —gritó—. ¡Señorita Fry! —Se vio recompensado por un grito incoherente y el sonido de un puño golpeando una puerta. Empujó la puerta y vio que, en efecto, estaba cerrada con llave—. ¡Apártese de la puerta! —le gritó.
Dio una fuerte patada a la puerta, estampando el tacón cerca del cerrojo. Todo el último piso pareció temblar, pero la puerta aguantó. Le dio otra patada y se oyó un ruido de madera rota, echó la pierna hacia atrás y descargó un último golpe tremendo contra la puerta, que se abrió de golpe y allí, acurrucada bajo la ventana, con los brazos en torno a las rodillas, había una mujer con el cabello del mismo color que el oro pálido. La mujer miró a Sharpe, que le devolvió la mirada, pero entonces recordó sus modales y la apartó a toda prisa porque la mujer, que le había parecido indudablemente hermosa, estaba desnuda como Dios la trajo al mundo.
—A sus pies, señorita —dijo Sharpe, mirando a la pared.
—¿Es usted inglés? —preguntó ella.
—Sí, señorita.
—¡Pues tráigame algo de ropa! —le exigió.
Y Sharpe obedeció.
* * * *
Al amanecer, Ferragus había mandado fuera a la esposa de su hermano, a sus hijos y a seis sirvientes, pero le había ordenado a la señorita Fry que subiera a su habitación. Sarah había protestado, insistiendo en que debía viajar con los niños y que su arcón ya estaba cargado en el carro del equipaje, pero Ferragus le había ordenado que esperara en su habitación.
—Usted irá con los británicos —le había dicho.
La esposa del comandante Ferreira también había protestado.
—¡Los niños la necesitan!
—¡Ella irá con los suyos, así que métete en el coche! —le espetó Ferragus a su cuñada.
—¿Iré con los británicos? —había preguntado Sarah.
—Os ingleses por mar —había respondido él con un gruñido—, y usted puede escaparse con ellos. Su estancia aquí ha terminado. ¿Tiene papel y pluma?
—Por supuesto.
—Entonces escríbase unas referencias. Las firmaré en nombre de mi hermano. Pero puede refugiarse con su propia gente. De manera que espere en su habitación.
—¡Pero mi ropa, mis libros! —Sarah señaló el carro del equipaje. Sus pequeños ahorros, todos en monedas, también estaban en el arcón.
—Haré que lo descarguen —le dijo Ferragus—. Ahora váyase.
Sarah había subido arriba y había escrito una carta de recomendación en la que se describía como eficiente, trabajadora y buena a la hora de inculcar disciplina a los niños que tenía a su cargo. No dijo que los niños le tenían cariño, porque no estaba segura de que fuera así, ni tampoco creía que eso debiera formar parte de su trabajo. Mientras escribía la carta había hecho una pausa para asomarse a la ventana, desde donde oyó que se abrían las puertas del establo y vio el coche y el carro del equipaje saliendo a la calle con un traqueteo, escoltados por cuatro jinetes armados con pistolas, espadas y malevolencia. Volvió a sentarse y añadió una frase en la que decía sinceramente que era una persona honesta, sobria y diligente, y estaba escribiendo la última palabra cuando oyó el ruido de unos pasos pesados que subían las escaleras hacia las habitaciones del servicio. Ella había sabido al instante que se trataba de Ferragus y el instinto le dijo que cerrara la puerta con llave, pero antes de que pudiera levantarse siquiera de su pequeña mesa, Ferragus había abierto la puerta de golpe y su imponente figura apareció en la entrada.
—Voy a quedarme aquí —anunció.
—Si lo considera prudente, senhor —dijo ella en un tono que sugería que no le importaba lo que él hiciera.
—Y usted se quedará conmigo —añadió él.
Sarah creyó por un instante que lo había entendido mal, y meneó la cabeza como para quitarle importancia.
—No sea ridículo —dijo—. Viajaré con las tropas británicas.
Se calló de pronto, distraída por el ruido de unos disparos proveniente del sur de la ciudad. El ruido era producido por los rifles que agujereaban el primer tonel de ron, pero Sarah no lo sabía y se preguntó si ese sonido presagiaba la llegada de los franceses. Todo era muy confuso. Primero habían llegado noticias de la batalla, luego un comunicado diciendo que los franceses habían sido derrotados y ahora se le ordenaba a todo el mundo que abandonara Coimbra porque el enemigo se acercaba.
—Usted se quedará conmigo —repitió Ferragus con rotundidad.
—¡De ninguna manera!
—Cierre su maldita boca —dijo Ferragus, que vio una expresión de horror en el rostro de la muchacha.
—Creo que será mejor que se vaya —dijo Sarah. Siguió hablando con firmeza, pero era evidente que tenía miedo y eso excitó a Ferragus, que se inclinó sobre su mesa e hizo crujir sus patas altas y delgadas.
—¿Es ésta la carta? —preguntó.
—La que usted prometió firmar —respondió Sarah.
En lugar de firmarla, él la había roto en pedazos.
—¡Váyase al carajo, maldita sea! —le espetó, y añadió otras palabras que había aprendido en la Armada Real y que tuvieron en ella el mismo efecto que si le hubiera propinado unos cachetes en la cabeza. Podría ser que llegara a eso, pensó él. En realidad, era casi seguro que sí, y en ello radicaba el placer de darle una lección a esa arrogante zorra inglesa—. Ahora su obligación, mujer, es complacerme —terminó.
—Ha perdido el juicio —dijo Sarah.
Ferragus sonrió.
—¿Sabe lo que puedo hacer con usted? —le había preguntado él—. Puedo mandarla a Lisboa con Miguel para que la embarque en un barco que vaya a Marruecos o a Argelia. Allí puedo venderla. ¿Sabe lo que pagaría un hombre en África por carne blanca? —Hizo una pausa, disfrutando con el horror del rostro de la muchacha—. No sería la primera chica que he vendido.
—¡Márchese! —exclamó Sarah, aferrándose a su último atisbo de desafío. Buscaba un arma con la mirada, cualquier arma, pero no había nada a su alcance excepto el tintero, y estaba a punto de agarrarlo y tirárselo a los ojos cuando Ferragus volcó la mesa de lado y ella hubo de retroceder hacia la ventana. Sarah tenía la idea de que una buena mujer debía morir antes que ser deshonrada, y se preguntó si tenía que arrojarse por la ventana y encontrar la muerte en el patio de los establos, pero una cosa era pensarlo; la realidad era imposible.
—Quítese el vestido —dijo Ferragus.
—¡Márchese! —había logrado decir Sarah, y todavía no había terminado de hablar cuando Ferragus le propinó un puñetazo en el vientre. Fue un golpe fuerte y rápido que la dejó sin respiración; Ferragus se inclinó sobre ella y sencillamente le rompió el vestido por la espalda. Ella había intentado aferrarse a los restos de la prenda, pero Ferragus, con toda su enorme fuerza, le propinó una bofetada en la cabeza que resonó en su cráneo y que la hizo caer contra la pared, por lo que Sarah no pudo hacer otra cosa que mirar cómo él arrojaba su ropa desgarrada al patio. Entonces, afortunadamente, Miguel había gritado en las escaleras diciendo que el comandante, el hermano de Ferragus, había llegado.
Sarah abrió la boca para gritar pidiéndole ayuda a su patrón pero Ferragus le había propinado otro puñetazo en la barriga, lo que le impidió emitir un solo sonido. Luego había tirado la ropa de su cama por la ventana.
—Volveré, señorita Fry —dijo, y le había separado sus delgados brazos a la fuerza para que lo mirara. Ella estaba llorando de ira, pero justo entonces el comandante Ferreira había gritado desde el pie de la escalera y Ferragus la había soltado, había salido de la habitación y había cerrado la puerta con llave.
Sarah temblaba de miedo. Oyó que los hermanos salían de la casa y pensó en intentar escapar por la ventana, pero la pared exterior no ofrecía ningún lugar de donde asirse, no había cornisas, sólo una larga caída hasta el patio de los establos desde donde Miguel la miró con una sonrisa y le dio unas palmaditas a la pistola que llevaba en el cinturón. Así pues, desnuda y avergonzada, Sarah se había sentado en las cinchas de cuerda de la cama y casi la había vencido la desesperación.
Entonces había oído unos pasos en las escaleras y se había acurrucado bajo la ventana, rodeándose las rodillas con los brazos, y oyó una voz en inglés. La puerta se abrió a golpes y apareció un hombre alto con cicatrices en la cara, un ojo morado, una casaca verde y una larga espada que se la quedó mirando.
—A sus pies, señorita —le había dicho, y Sarah estuvo a salvo.
* * * *
Después de haber acordado la venta de comida a los franceses, el comandante Ferreira quiso asegurarse de que las cantidades que había prometido al enemigo existían realmente. Así era. En el gran almacén de Ferragus había comida suficiente para alimentar al ejército de Masséna durante semanas. El comandante Ferreira siguió a su hermano por los oscuros pasillos entre los montones de cajas y barriles y nuevamente se maravilló de que su hermano hubiera podido acumular tanto.
—Han accedido a pagar por la comida —dijo Ferreira.
—Bien —repuso Ferragus.
—Me lo aseguró el mariscal en persona.
—Bien.
—Hemos quedado —explicó Ferreira al tiempo que pasaba por encima de un gato— en que nos reuniremos con el coronel Barreto en la ermita de San Vicente al sur de Mealhada. —Eso estaba a menos de una hora a caballo al norte de Coimbra—. Y traerá a unos cuantos dragones directamente al almacén.
—¿Cuándo?
Ferreira pensó unos segundos.
—Hoy es sábado —respondió—. Los británicos podrían marcharse mañana y los franceses llegar el lunes. Es posible que no lleguen hasta el martes. Pero podrían llegar el lunes, de modo que deberíamos estar en Mealhada mañana por la noche.
Ferragus asintió con la cabeza. Su hermano había hecho un buen trabajo, pensó, y, siempre y cuando el encuentro con los franceses saliera bien, el futuro de Ferragus estaba a salvo. Los británicos huirían de vuelta a casa, los franceses capturarían Lisboa y Ferragus se habría establecido como un hombre con el que los invasores podían hacer negocios.
—De modo que mañana —dijo—, tú y yo cabalgaremos hasta Mealhada. ¿Qué te parece si vamos hoy?
—Debo regresar con el ejército —contestó Ferreira—, pero mañana encontraré una excusa.
—Entonces vigilaré la casa —anunció Ferragus, pensando en los blancos placeres que le esperaban en el último piso.
El comandante Ferreira examinó un par de carros aparcados a un lado del almacén. Estaban cargados con mercancías útiles, tela de lino y herraduras, aceite para lámparas y clavos, todo eran cosas que los franceses valorarían. Entonces, al adentrarse más en el enorme edificio, puso mala cara.
—Ese olor —dijo, recordando a un hombre cuya muerte había presenciado en el almacén—, ¿es el cuerpo?
—Ahora hay dos cuerpos —respondió Ferragus con orgullo, y se dio la vuelta porque una oleada de luz inundó el almacén cuando se abrió la puerta. Un hombre lo llamó por su nombre y reconoció la voz de Miguel—. ¡Estoy aquí! —gritó—. ¡En la parte de atrás!
Miguel se dirigió apresuradamente a la parte de atrás e inclinó la cabeza respetuosamente.
—Ese inglés —dijo.
—¿Qué inglés?
—El de la cima, senhor. Ése al que atacó en el monasterio.
El buen humor de Ferragus se desvaneció como la niebla del río.
—¿Qué pasa con él?
—Está en casa del comandante.
—¡Santo Cielo! —Ferragus se llevó la mano a la pistola instintivamente.
—¡No! —exclamó Ferreira, con lo cual se ganó una mirada malévola de su hermano. El comandante miró a Miguel—. ¿Está solo?
—No, senhor.
—¿Cuántos son?
—Tres, senhor, y uno de ellos es un oficial portugués. Dicen que van a venir más porque un coronel utilizará la casa.
—Alojan a sus tropas con las gentes del lugar —explicó Ferreira—. Cuando vuelvas a casa habrá una docena de soldados y no puedes empezar una guerra con el inglés. Ni aquí ni ahora.
Era un buen consejo, y Ferragus lo sabía, entonces pensó en Sarah.
—¿Encontraron a la chica?
—Sí, senhor.
—¿Qué chica? —preguntó Ferreira.
—No importa —repuso Ferragus en tono cortante, y era cierto. Sarah Fry no era importante. Habría supuesto un entretenimiento, pero sería mucho más divertido terminar con el capitán Sharpe. Se quedó pensando unos segundos—. ¿Por qué se quedan aquí los ingleses? —le preguntó a su hermano—. ¿Por qué no se dirigen directamente a sus embarcaciones?
—Porque probablemente ofrecerán batalla de nuevo al norte de Lisboa —respondió Ferreira.
—Pero, ¿por qué esperan aquí? —insistió Ferragus—. ¿Por qué alojan a sus hombres aquí? ¿Combatirán para ocupar Coimbra?
Parecía una perspectiva poco probable, pues habían echado abajo gran parte de la muralla de la ciudad. Aquél era un lugar para aprender y comerciar, no para luchar.
—Sólo se quedarán el tiempo necesario para destruir los suministros de los muelles —dijo Ferreira.
Entonces a Ferragus se le ocurrió una idea, una idea arriesgada, pero que tal vez le proporcionara la distracción que ansiaba.
—¿Y si supieran que estas provisiones están aquí?
Hizo un gesto hacia las pilas que había en el almacén.
—Las destruirían, por supuesto —respondió Ferreira.
Ferragus volvió a pensar, intentando ponerse en el lugar del inglés. ¿Cómo reaccionaría el capitán Sharpe? ¿Qué haría él? Ferragus pensó que existía un riesgo, un verdadero riesgo, pero Sharpe le había declarado la guerra a Ferragus, eso era obvio. ¿Por qué otro motivo habría ido el inglés a casa de su hermano? Y Ferragus no era de los que se echan atrás ante un desafío, de modo que había que correr el riesgo.
—¿Dices que había un oficial portugués con ellos?
—Sí, senhor. Creo que lo reconocí. El hijo del profesor Vicente.
—Ese pedazo de mierda —gruñó Ferragus, que se puso a pensar de nuevo y encontró la manera de terminar con la disputa—. Esto es lo que vamos a hacer —le dijo a Miguel.
Y preparó su trampa.