CAPÍTULO 3

Sharpe durmió mal. El suelo húmedo se enfrió aún más a medida que fue transcurriendo la noche y a él le dolía todo. Las costillas dañadas se le clavaban como cuchillos cada vez que se movía y, cuando al final renunció a dormir y se levantó en la oscuridad previa al amanecer, quiso volver a echarse por el dolor. Se palpó las costillas, preguntándose si acaso la herida no sería peor de lo que él temía. Tenía el ojo derecho hinchado y medio cerrado, y le molestaba al tacto.

—¿Está despierto, señor? —lo llamó una voz desde allí cerca.

—Estoy muerto —respondió Sharpe.

—Entonces, ¿quiere una taza de té, señor?

Era Matthew Dodd, un fusilero de la compañía de Sharpe al que acababan de ascender a cabo durante su ausencia. Knowles le había entregado a Dodd el galón adicional y Sharpe aprobaba dicho ascenso.

—Gracias, Matthew —le dijo Sharpe, que hizo una mueca de dolor cuando se encorvó y recogió unos pedazos de madera húmeda para hacer el fuego. Dodd ya había prendido un poco de leña con eslabón y se había servido de un afilador y un pedernal y en aquellos momentos soplaba para conseguir una llama brillante.

—¿Se supone que podemos encender fogatas, señor? —preguntó Dodd.

—No teníamos que encenderlas anoche, Matthew, pero con esta dichosa niebla, ¿quién la vería? Además, necesito un poco de té, de modo que no deje que se apague.

Sharpe añadió su leña y escuchó el chisporroteo y el silbido de las llamas nuevas mientras Dodd llenaba una tetera con agua y le echaba un puñado de hojas de té que guardaba sueltas en su bolsa. Sharpe añadió un poco del suyo y luego echó más leña al fuego.

—Qué mañana más húmeda —comentó Dodd.

—La maldita niebla —Sharpe vio que la bruma todavía era espesa.

—No tardarán en tocar diana —dijo Dodd, que puso la tetera sobre las llamas.

—Ni siquiera deben de ser las dos y media —dijo Sharpe. A lo largo de la cadena montañosa, aquí y allá, otros soldados estaban encendiendo fogatas que en algunos puntos dieron un resplandor brumoso a la niebla, pero la mayor parte del ejército todavía dormía. Sharpe tenía piquetes apostados en el extremo este de la sierra, pero no era necesario que fuera a inspeccionarlos hasta dentro de unos minutos.

—El sargento Harper dijo que se cayó por unas escaleras, señor —comentó Dodd mirando el rostro magullado de Sharpe.

—Las escaleras son peligrosas, Matthew. Sobre todo a oscuras, cuando todo está resbaladizo.

—Allí en casa, un hombre llamado Sexton murió de esta forma —explicó Dodd, con su rostro adusto iluminado por las llamas—. Subió al campanario para ponerle una cuerda nueva a la gran campana tenor y resbaló. Hay quien dice que tal vez lo empujaran, porque su mujer se había enamoriscado de otro hombre.

—¿De usted, Matthew?

—¡Señor Sharpe! —exclamó Dodd, indignado—. ¡No, de mí no!

El té estuvo a punto enseguida y Sharpe llenó su tazón de hojalata y, después de dar las gracias a Dodd, se dirigió al otro lado de la cima, en dirección a los franceses. No bajó por la ladera, pero encontró un pequeño espolón que sobre salía cerca del camino. El ramal, que asomaba como un bastión en lo alto de la montaña, se extendía unos cien pasos antes de terminar en un montículo coronado por un recortado revoltijo de rocas desperdigadas, y era allí donde esperaba encontrar a los centinelas. Pisó con fuerza al acercarse, pues quería alertar a los piquetes de su presencia.

—¿Quién va? —le habían dado el alto con bastante rapidez, pero Sharpe ya se lo esperaba puesto que el sargento Read estaba de servicio.

—El capitán Sharpe.

—¿La contraseña, capitán? —le preguntó Read.

—Le doy un sorbo de té caliente si no me dispara —dijo Sharpe.

Read insistía mucho en cumplir las normas, pero incluso a un metodista se le podía convencer para que dejara pasar lo de la contraseña a cambio de un poco de té.

—La contraseña es Jessica, señor —le dijo Read en tono de reprobación.

—La esposa del coronel, ¿eh? Al señor Slingsby se le olvidó decírmela —le pasó la taza de té a Read—. ¿Ha pasado algo malo por aquí?

—Nada, señor, nada en absoluto.

El alférez Iliffe, que nominalmente estaba al mando del piquete aunque con órdenes de no hacer nada sin el consentimiento de su sargento, se acercó y miró boquiabierto a Sharpe.

—Buenos días, señor Iliffe —dijo Sharpe.

—Señor —repuso el chico con un tartamudeo, demasiado asustado para entablar conversación.

—¿Todo tranquilo?

—Eso creo, señor —contestó Iliffe, que miró el rostro de Sharpe, no del todo seguro de creer el daño que veía en la penumbra y excesivamente nervioso para preguntar qué lo había causado.

La vertiente este descendía hacia la niebla y la oscuridad. Sharpe se acuclilló con el rostro crispado por el dolor de las costillas, cerró los ojos y escuchó. En la ladera, por encima de él, oyó a los soldados que se despertaban, el sonido metálico de una tetera, el chisporroteo de las pequeñas hogueras al ser reavivadas. Un caballo golpeó el suelo con la pezuña y en algún lugar lloró un niño. Ninguno de esos sonidos le preocupaban. Él intentaba oír algo desde más abajo, pero todo estaba tranquilo.

—No vendrán hasta el amanecer —dijo, consciente de que los franceses necesitaban un poco de luz para encontrar el camino que ascendía por la montaña.

—¿Cree que lo harán, señor? —preguntó Read con aprensión.

—Eso dicen sus desertores. ¿Cómo está su cebo?

—¿Con esta niebla? No me fío —respondió Read, que miró a Sharpe con el ceño fruncido—. ¿Se ha hecho daño, señor?

—Me caí por unas escaleras —dijo Sharpe—. No tuve cuidado. Será mejor que disparen sus armas al toque de diana —siguió diciendo—, y yo advertiré al batallón.

Los seis soldados del piquete habían montado guardia en el promontorio rocoso durante toda la noche con los mosquetes y rifles cargados. Para entonces el aire húmedo habría penetrado en el cebo de las cazoletas y lo más probable era que las chispas no inflamaran la pólvora. Por lo tanto, cuando el ejército se despertara al toque de las cornetas, los piquetes pondrían otro pellizco de pólvora seca en sus cazoletas, dispararían el mosquete para expulsar la vieja carga y, si no se les prevenía, los demás podían creer que los disparos significaban que los franceses habían trepado a través de la niebla.

—Hasta entonces mantenga los ojos abiertos —prosiguió Sharpe.

—¿Nos van a relevar cuando toquen diana? —preguntó Read ansiosamente.

—Pueden dormir un par de horas cuando termine el estado de alerta —contestó Sharpe—, pero afilen sus bayonetas antes de echarse.

—¿Cree usted… —El alférez Iliffe empezó la pregunta, pero no terminó de hacerla.

—No sé qué esperar —le respondió Sharpe de todos modos—, pero uno no afronta una batalla con una hoja desafilada, señor Iliffe. Déjeme ver su sable.

Iliffe, como correspondía a un oficial de una compañía de tiradores, llevaba un sable de la caballería ligera. Era un arma vieja, adquirida en su país a buen precio, con una guarnición deslustrada y un puño de cuero gastado. El alférez le entregó el arma a Sharpe, que pasó el pulgar por su filo curvado y luego por el agudo borde superior del contrafilo.

—A unos ochocientos metros de distancia —le dijo a Iliffe— hay un regimiento de dragones portugueses, de manera que cuando amanezca vaya hasta ellos, busque a su herrero y entréguele un chelín para que le afile esta hoja. Con este sable no podría ni despellejar a un gato —le devolvió el arma y a continuación desenvainó a medias la suya.

Sharpe, tercamente, no llevaba el sable de la caballería ligera. En lugar de eso, portaba una espada de la caballería pesada, un arma de hoja larga y recta que no estaba bien equilibrada y que pesaba demasiado, pero que resultaba ser un instrumento brutal en unas manos fuertes. Al tocar el filo, lo notó muy cortante, pero aún así haría que le afilaran un poco más la espada. Le parecía que era un dinero bien gastado.

Regresó de nuevo a la cima y gorroneó otra taza de té un momento antes de que sonara la primera corneta.

Fue un sonido amortiguado, en la distancia, puesto que provenía del valle de abajo, de los invisibles franceses, pero al cabo de un instante ya resonaba por la cima el clamor de montones de trompetas y cornetas.

—¡Alerta! ¡Alerta! —gritó el comandante Leroy, que vio a Sharpe a través de la niebla—. ¡Buenos días, Sharpe! Hace frío, ¿eh? ¿Qué ha pasado con el verano?

—Les dije a los piquetes que vaciaran sus armas, señor.

—No me alarmaré —repuso Leroy, a quien se le iluminó el rostro—. ¿Eso que lleva es té, Sharpe?

—Yo creía que los americanos no bebían té.

—Los americanos leales sí, Sharpe —Leroy, hijo de unos padres que habían huido de la victoria de los rebeldes en las Trece Colonias, le robó la taza a Sharpe—. Supongo que los rebeldes dan el té a los bacalaos —bebió y puso cara de asco—: ¿No le pone azúcar?

—Nunca.

Leroy tomó un sorbo e hizo una mueca.

—Sabe a meados de caballo calientes —dijo, pero apuró la taza de todos modos—. ¡Buenos días, muchachos! ¡Es hora de lucirse! ¡Formen filas!

El sargento Harper había conducido al nuevo piquete hacia las rocas del pequeño espolón donde el sargento Read ordenó a sus hombres que dispararan las armas contra el vacío neblinoso. Leroy advirtió que no había que hacer caso del ruido. El teniente Slingsby, a pesar de haberse emborrachado la noche anterior, tenía un aspecto fresco y elegante, como si fuera a montar guardia en el castillo de Windsor. Salió de su tienda, tiró de su casaca roja para ponérsela bien, ajustó la inclinación de la vaina de su sable y a continuación empezó a andar hacia el piquete.

—¡Debería haberme esperado, sargento! —le gritó a Harper.

—Yo le dije que viniera —dijo Sharpe.

Slingsby se volvió y sus ojos saltones denotaron sorpresa al ver a Sharpe.

—¡Buenos días, Sharpe! —el teniente parecía desvergonzadamente alegre—. ¡Esto sí que es un ojo morado! Anoche tendría que haberse puesto un filete. ¡Un filete! —Slingsby, que encontró gracioso aquel consejo, soltó una risotada—. ¿Cómo se encuentra? Confío en que esté mejor.

—Muerto —dijo Sharpe, y se volvió de nuevo hacia la cima donde el batallón formaba en línea. Permanecería allí durante los momentos más grises del amanecer, durante los peligrosos instantes en los que el enemigo podría lanzar un ataque por sorpresa. Sharpe, al frente de la compañía ligera, miró hacia la línea y sintió que lo invadía una inesperada oleada de afecto por el batallón. Estaba formado por casi seiscientos hombres, la mayoría de ellos procedentes de los pequeños pueblos del sur de Essex, pero había bastantes londinenses y muchos irlandeses, en su mayor parte ladrones, borrachos, asesinos e idiotas, que se habían convertido en soldados a golpes. Conocían las debilidades de cada uno, les gustaban las bromas de los demás y creían que no había en el mundo un batallón la mitad de bueno que el suyo. Quizá no fueran tan salvajes como los Connaught Rangers, que en aquellos momentos subían para ocupar su posición a la izquierda del South Essex, e indudablemente no iban tan a la moda como los batallones de la Guardia situados más al norte, pero eran dignos de confianza, tercos, orgullosos y seguros de sí mismos. Una cascada de risas recorrió la compañía número cuatro y, aun sin oír lo que las había causado, Sharpe supo que Horace Pearce acababa de hacer una broma y que sus hombres querrían pasar el chiste—. ¡Silencio en las filas! —gritó, y lamentó haberlo hecho por el dolor que le dio.

A la derecha del batallón había formado una unidad portuguesa y tras ellos se hallaba una batería de cañones de seis libras portugueses. Unas piezas inútiles, pensó Sharpe, pero había visto suficientes nueve libras en la cordillera como para saber que aquel día los cañones provocarían una carnicería. Le pareció que la niebla se estaba disipando, puesto que a cada minuto que transcurría veía los seis libras con más claridad, y al volverse hacia el norte y mirar hacia las copas de los árboles del otro lado de la pared más lejana del monasterio, vio que la blancura raleaba y se hacía jirones.

Aguardaron durante casi una hora entera, pero los franceses no vinieron. La niebla desapareció de la cima, aunque seguía inundando el valle como un gran río blanco. El coronel Lawford, montado en Rayo, bajó hasta el frente del batallón, y se llevó la mano al sombrero en respuesta a los saludos de las compañías.

—Hoy lo haremos bien —les decía a todas las compañías— y daremos lustre a nuestra reputación. ¡Cumplan con su obligación y demuéstrenles a los franceses lo malos que pueden llegar a ser! —Repitió sus palabras de ánimo a los hombres de la compañía ligera de la izquierda de la línea sin hacer caso del soldado que le preguntó qué era el lustre y miró a Sharpe con una sonrisa—. Venga a desayunar conmigo, ¿quiere, Sharpe?

—Sí, señor.

—Buen chico. —Una corneta sonó a unos ochocientos metros al norte y, al darse la vuelta en la silla, Lawford vio al comandante Forrest—. Podemos poner fin al estado de alerta, comandante. Aunque mitad y mitad, creo.

La mitad de los hombres permanecieron en formación en tanto que a los demás se les permitió romper filas para hacer té, comer algo y orinar, pero nadie podía ir más allá del camino recién abierto y perderse de vista del batallón. Si los franceses acudían entonces, los soldados tendrían que alinearse en cuestión de medio minuto. Dos de las esposas de la compañía ligera estaban sentadas junto a una fogata afilando bayonetas con piedras amoladeras y riéndose ruidosamente de una broma que había hecho el fusilero Hagman. El sargento Read, que de momento estaba fuera de servicio, tenía una rodilla en el suelo, una mano en su mosquete y rezaba. El fusilero Harris, que afirmaba no creer en ningún dios, comprobaba que su pata de conejo de la suerte estuviera en su bolsa en tanto que el alférez Iliffe intentaba esconderse detrás de la tienda del coronel para vomitar. Sharpe lo llamó:

—¡Señor Iliffe!

—Señor —Iliffe, aún con unos hilitos de líquido amarillento que le caían lentamente por el mentón sin afeitar, se acercó nerviosamente a Sharpe, que desenvainó su espada.

—Llévesela, señor Iliffe —le dijo Sharpe, que fingió no darse cuenta de que el alférez había estado devolviendo—. Busque al herrero de la caballería portuguesa y que la afile como es debido. Que pueda afeitarme con ella. —Dio dos chelines al chico, pues cayó en la cuenta de que su consejo anterior, que Iliffe pagara también un chelín por afilar su arma, no era práctico puesto que lo más probable era que Iliffe no tuviera ni un penique—. Vamos, vaya. Tráigamela de vuelta lo antes posible.

Robert Knowles, desnudo de cintura para arriba, se afeitaba frente a la tienda de Lawford. Tenía la piel del pecho y la espalda blanca como la leche y la tez morena, oscura como la madera vieja.

—Debería dejarse bigote, Robert —le dijo Sharpe.

—¡Qué idea más espantosa! —repuso Knowles al tiempo que se miraba en el espejo apoyado contra el cuenco de agua—. Tenía un tío con bigote y quebró. ¿Cómo se encuentra?

—Fatal.

Knowles, con la mitad del rostro enjabonado y la navaja colocada junto a la mejilla, hizo una pausa para mirar a Sharpe.

—Tiene un aspecto horrible. Tiene que entrar, Richard, el coronel lo espera.

Sharpe pensó en pedirle prestada la navaja, pero todavía le dolía la mandíbula de los golpes y le pareció que podía pasar un día sin afeitarse, aunque por la noche tuviera el mentón negro como la pólvora. Agachó la cabeza para entrar en la tienda y se encontró a Lawford sentado a una mesa de caballete cubierta con una magnífica mantelería y porcelana cara.

—Huevos pasados por agua —le dijo el coronel afectuosamente, a modo de saludo—. Me encantan los huevos pasados por agua cuando están hechos como es debido. Siéntese, Sharpe. El pan no está muy duro. ¿Qué tal sus heridas?

—Apenas las noto, señor —mintió Sharpe.

—Buen chico. —El coronel se llevó un poco de huevo líquido a la boca con la cuchara y a continuación señaló al otro lado de la lona, en dirección este—. La niebla se está disipando. ¿Cree que vendrán los franceses?

—El comandante Hogan parece estar seguro de que sí, señor.

—Entonces debemos cumplir con nuestro deber —dijo Lawford—, y será una buena práctica para el batallón, ¿eh? ¡Blancos reales! Ahí hay café; un café muy bueno, por cierto. Sírvase.

Por lo visto Sharpe iba a ser el único invitado de Lawford, puesto que no había platos ni cubiertos dispuestos para ningún otro comensal. Sharpe se sirvió café, tomó un huevo y una rebanada de pan y comió en silencio. Se sentía incómodo. Hacía más de diez años que conocía a Lawford y, sin embargo, seguía sin saber qué decir en su presencia. Algunas personas, como Hogan o el comandante Forrest, siempre tenían conversación. Los pondrías entre un grupo de extranjeros y serían capaces de charlar como cotorras, pero Sharpe siempre se quedaba mudo excepto con aquellos a quienes conocía bien de verdad. Al coronel no parecía importarle el silencio. Comía sin parar mientras leía un ejemplar de The Times de hacía cuatro semanas.

—¡Dios mío! —exclamó en un momento dado.

—¿Qué ocurre, señor?

—Ha muerto Tom Dyton. ¡Pobre hombre! Por la edad, dice aquí. ¡Por lo menos debía de tener setenta años!

—No lo conocía, señor.

—Poseía tierras en Surrey. Era un tipo estupendo, se casó con una Calloway, cosa que siempre es acertada. Los valores consolidados se mantienen, por lo que veo —Dobló el periódico y lo empujó hacia el otro lado de la mesa—. ¿Le gustaría leerlo, Sharpe?

—Sí, señor.

—Pues es todo suyo.

Sharpe no iba a leerlo, pero el periódico le sería útil de todos modos. Cascó la parte superior de otro huevo y se preguntó qué serían los valores consolidados. Sabía que tenía algo que ver con el dinero, pero no tenía ni idea de qué.

—Dígame, ¿piensa que los franceses van a venir? —le preguntó Lawford con forzada efusión y sin ser consciente, al parecer, de que le había hecho la misma pregunta hacía apenas unos minutos.

Sharpe se dio cuenta del nerviosismo del coronel y se preguntó cuál era el motivo.

—Creo que tenemos que suponer que vendrán, señor.

—Claro, claro. Debemos prepararnos para lo peor, ¿no?, y esperar lo mejor. Eso es muy sensato, Sharpe —Lawford untó una rebanada de pan con mantequilla—. De modo que supongamos que va a haber pelea, Wellington y Masséna jugando al rey del castillo, ¿eh? Pero no tendría que ser un combate difícil, ¿verdad?

¿Acaso Lawford estaba nervioso por la batalla? No parecía probable, pues el coronel había participado en suficientes combates como para saberlo que se avecinaba, pero Sharpe intentó tranquilizarlo de todos modos.

—No hay que subestimar a los franchutes, señor —dijo con prudencia—, y, sea lo que sea lo que lancemos contra ellos, van a seguir viniendo; pero no, no tendría que resultar difícil. Esa montaña los retrasará y los mataremos.

—Eso es más o menos lo que yo pensaba, Sharpe —dijo Lawford, brindándole una deslumbrante sonrisa—. La montaña los retrasará y los mataremos. Así pues, en general, el zorro anda suelto, el rastro es intenso, montamos un magnífico caballo y la pista está en buen estado.

—Tendríamos que ganar, señor —dijo Sharpe—, si es eso lo que quiere decir. Y si los portugueses luchan bien.

—Ah, sí, los portugueses. No había pensado en ellos, pero parecen unos tipos estupendos. Cómase el huevo que queda.

—Estoy lleno, señor.

—¿Está seguro? Muy amable. Nunca digo que no a un buen huevo pasado por agua. Mi padre, Dios lo tenga en su gloria, siempre creyó que en las puertas del cielo lo recibiría un ángel llevando dos huevos pasados por agua como es debido en una bandeja de plata. Espero que así fuera. —Sharpe decidió que no había nada que responder a eso, por lo que guardó silencio mientras el coronel rebanaba el huevo, lo espolvoreaba con sal y metía la cuchara dentro—. La cuestión, Sharpe —siguió diciendo Lawford, aunque esta vez en tono vacilante—, es que si la pista está en buen estado y no hay necesidad de preocuparse demasiado, me gustaría difundir un poco de experiencia por el batallón. ¿Sabe a qué me refiero?

—Ya lo hacen los franceses, señor —dijo Sharpe.

—¿Ah, sí? —Lawford pareció sorprendido.

—Cada vez que combaten con nosotros, señor, nos echan encima paladas de experiencia.

—¡Ah, ya entiendo lo que quiere decir! —Lawford comió un poco de huevo y luego se secó los labios con una servilleta—. Yo me refiero a la experiencia real, Sharpe, la que le resultará útil al regimiento. Los soldados no aprenden sus obligaciones mirando, ¿verdad? Aprenden llevándolas a cabo, ¿no está de acuerdo?

—Por supuesto, señor.

—Por lo tanto he decidido, Sharpe —Lawford ya no miraba a Sharpe, sino que estaba concentrado en su huevo—, que hoy Cornelius debería comandar a la compañía ligera. No va a asumir el mando de la compañía, eso no lo piense ni por un momento, pero quiero que extienda sus alas. Quiero ver cómo lo hace, ¿sabe? Y si no va a ser un asunto difícil, esta jornada lo iniciará de un modo llevadero —Se puso más huevo en la boca y se atrevió a dirigirle una mirada socarrona a Sharpe, que no dijo nada. Estaba furioso, se sentía humillado e impotente. Quería protestar pero, ¿para qué? Estaba claro que Lawford ya lo había decidido, y oponerse a su decisión sólo serviría para que el coronel se cerrara en banda—. Y usted, Sharpe —ahora que tenía la sensación de que lo peor ya había pasado, Lawford sonrió—, creo que probablemente necesita un descanso. Esa caída que tuvo le hizo daño, ¿eh? Parece maltrecho. Así pues, deje que Cornelius demuestre de qué pasta está hecho, ¿eh? Y usted puede utilizar su caballo y ser mis ojos. Aconsejarme.

—Mi consejo, señor —Sharpe no pudo evitar decirlo—, es que deje a su mejor hombre al mando de la compañía ligera.

—Si lo hago —repuso Lawford—, nunca sabré qué potencial tiene Cornelius. No, Sharpe, deje que se foguee, ¿de acuerdo? Usted ya ha demostrado su valía.

Lawford se quedó mirando a Sharpe, buscando su aprobación ante aquella sugerencia, pero Sharpe volvió a quedarse callado. Se sentía como si el fondo de su mundo se hubiese desplomado.

Y en aquel preciso momento un cañón abrió fuego en el valle.

La granada atravesó la niebla con un silbido y salió a la luz del sol por encima de la cordillera donde, como una bola negra contra el cielo despejado, describió un arco por encima de las tropas y cayó cerca del camino recién abierto que unía a las tropas británicas y portuguesas a lo largo de la cadena montañosa. El proyectil estalló tras su primer rebote y no causó daños, pero un pedazo de la carcasa, ya casi sin impulso, golpeó contra la tienda de Lawford e hizo temblar la tirante lona gris.

—Es hora de irse, Sharpe —dijo Lawford, que dejó la servilleta manchada de huevo.

Porque los franceses se acercaban.

* * * *

Treinta y tres batallones franceses formaron en cuatro columnas que se lanzaron hacia el otro lado del riachuelo y empezaron a subir por la falda de enfrente, oculta por la densa niebla. Aquélla no era más que su primera ofensiva. La segunda todavía se estaba reuniendo y sus veintidós batallones formaban en otras dos grandes columnas que avanzarían a ambos lados del mejor de los caminos, que conducía al extremo norte de la sierra en tanto que una tercera columna, más pequeña, iría tras ellas para aprovecharse de su éxito. Los dos ataques juntos eran como un martillo y un yunque. La primera ofensiva, la más numerosa, seguiría el camino menor que subía hasta la parte más baja de la cadena de montañas, capturaría su amplia cima y luego viraría hacia el norte para caer sobre los defensores que estarían rechazando desesperadamente el segundo asalto. El mariscal Masséna, que esperaba cerca de las tropas que propinarían aquel segundo golpe mortífero, se imaginó a las tropas británicas y portuguesas presas del pánico; los vio huyendo de la sierra, dejando caer mochilas y mosquetes, abandonando todo aquello que los hiciera ir más lentos, y entonces soltaría a su caballería para que barriera el extremo norte de las montañas y matara a los fugitivos. Tamborileó con los dedos en el pomo de su silla siguiendo el ritmo de los tambores que sonaban al sur. Dichos tambores eran los que conducían la primera ofensiva cuesta arriba.

—¿Qué hora es? —le preguntó a un ayudante de campo.

—Las seis menos cuarto, señor.

—La niebla se está disipando, ¿no le parece? —Masséna miró hacia el vapor con su único ojo. El emperador le había quitado el otro de un disparo en un accidente de caza y Masséna llevaba un parche desde entonces.

—Quizá un poco, señor —respondió el ayudante de campo sin mucho convencimiento.

Masséna pensó que aquella noche dormiría en el monasterio que decían que había en la otra vertiente de la montaña. Mandaría a un escuadrón de dragones para que escoltaran a Henriette desde Tondela, donde habían ido a buscarlo tan repentinamente la noche anterior, y sonrió al recordar los blancos brazos de la muchacha que intentaban agarrarlo juguetonamente mientras se vestía. Había dormido una o dos horas con el ejército y se había levantado temprano para encontrarse con un amanecer frío y neblinoso, pero le pareció que la niebla se aliaba con los franceses, pues permitiría que las tropas recorrieran casi toda la pendiente antes de que los británicos y portugueses las vieran, y en cuanto las Águilas estuvieran cerca de la cima, el asunto no les llevaría mucho tiempo. Obtendrían la victoria hacia mediodía, pensó, y se imaginó las campanas repicando en París para anunciar el triunfo de las Águilas. Se preguntó qué nuevos honores recibiría. Ya era príncipe de Essling pero creía que aquella misma noche podría haber ganado una docena de otros títulos reales. El emperador podía ser generoso con esas cosas y esperaba mucho de Masséna. El resto de Europa estaba en paz, pues los ejércitos de Francia la habían intimidado hasta someterla, por lo que Napoleón había enviado refuerzos a España, había formado aquel nuevo Ejército de Portugal que se le había confiado a Masséna y el emperador esperaba que Lisboa fuera capturada antes de que los árboles perdieran sus hojas. Victoria, pensaba Masséna, victoria a mediodía y entonces podrían perseguir a los restos del enemigo hasta Lisboa.

—¿Está seguro de que hay un monasterio al otro lado de las montañas? —le preguntó a uno de sus ayudantes de campo portugueses, un hombre que luchaba con los franceses porque creía que éstos representaban la razón, la libertad, la modernidad y la racionalidad.

—Sí, señor.

—Esta noche dormiremos allí —anunció Masséna, y volvió su ojo hacia otro de los edecanes—. Que se preparen dos escuadrones para escoltar a mademoiselle Leberton desde Tondela.

Una vez asegurada aquella comodidad imprescindible, el mariscal espoleó su caballo y avanzó a través de la niebla. Se detuvo cerca del río y escuchó. Un único cañón sonaba hacia el sur, la señal de que se había iniciado el primer ataque, y cuando hubo desaparecido el eco resonante del cañón, Masséna oyó que el sonido de los tambores se perdía en la distancia a medida que las cuatro columnas ascendían por la pendiente. Era el sonido de la victoria. El sonido de las Águilas dirigiéndose a la batalla.

En formar las cuatro columnas se había tardado más de dos horas. Habían despertado a los soldados cuando todavía era de noche y se había tocado diana una hora más tarde para engañar a los británicos y que pensaran que los franceses habían dormido más, pero las columnas ya estaban formando mucho antes de que sonaran las cornetas. Los sargentos, con antorchas encendidas, servían de guías y los soldados formaban a partir de ellos, compañía a compañía, pero habían tardado mucho más de lo que se habían esperado. La niebla confundió a los soldados recién levantados. Los oficiales dieron órdenes, los sargentos bramaron, dieron empujones y utilizaron las culatas de sus mosquetes para obligar a los hombres a formar, y algunos idiotas confundieron las órdenes y se unieron a la columna equivocada, por lo que tuvieron que sacarlos de ahí, los maldijeron y los mandaron al lugar que les correspondía, pero al final los treinta y tres batallones se reunieron en sus cuatro columnas de asalto en los pequeños meandros junto al riachuelo.

Había dieciocho mil hombres en las cuatro columnas. Si a dichos soldados se les hubiera hecho formar una línea de tres en fondo, que era como los franceses disponían sus líneas, se hubieran extendido a lo largo de tres kilómetros, pero en lugar de eso se habían concentrado en aquellas cuatro columnas compactas. Las dos mayores encabezaban el ataque, en tanto que las dos más pequeñas iban detrás, listas para aprovecharse de cualquier brecha que abrieran las primeras. Las dos columnas más grandes tenían a ochenta soldados en sus líneas delanteras, pero había otras ochenta líneas detrás y esos dos grandes bloques eran como dos arietes, casi tres kilómetros de infantería concentrada en dos cuadros que avanzaban, pensados para arrojarse contra la línea enemiga y arrollarla con su mera fuerza. «¡No se separen!», gritaban los sargentos mientras los soldados empezaban a subir por la ladera. Una columna no servía de nada si perdía su cohesión. Para causar efecto tenía que ser como una máquina, con cada soldado llevando el paso, hombro con hombro, las filas traseras empujando a la delantera hacia las armas enemigas. Era probable que los soldados de la primera fila murieran, al igual que los de la fila siguiente, y los de la otra, pero al final el ímpetu de la concentración masiva se abriría camino a la fuerza por encima de sus propios muertos y a través de la línea enemiga y entonces podría empezar la verdadera matanza. Los tambores de los batallones estaban concentrados en el centro de cada columna y los chicos hacían sonar el toque de ataque, haciendo una pausa de vez en cuando para dejar que los soldados gritaran la cantinela: «Vive l’Empereur!».

El canto se volvió entrecortado a medida que las columnas ascendían. La montaña era horriblemente empinada, te minaba el aliento, con lo que los soldados se cansaron y empezaron a retrasarse y a separarse de los demás. La niebla todavía era espesa. Las dispersas aulagas y los árboles raquíticos dificultaban el paso a las columnas, que se separaban para sortearlos y, al cabo de un rato, los grupos de soldados ya no volvieron a unirse, sino que siguieron subiendo como pudieron a través de la silenciosa niebla, preguntándose qué les esperaba en la cima. Antes de llegar a la mitad de la ladera, las dos columnas que iban en cabeza se habían dividido en grupos de hombres cansados y los oficiales, con las espadas desenvainadas, les gritaban a esos grupos que formaran filas, que se apresuraran; los oficiales voceaban desde distintas partes de la colina, lo cual no hizo más que confundir aún más a las tropas, que fueron primero en una dirección y luego en otra. Los tambores, que seguían a las filas rotas, tocaban cada vez con más lentitud a medida que los iba invadiendo el cansancio.

Por delante de las columnas, mucho más adelante, y esparcidos en su formación abierta, los tiradores franceses trepaban hacia la luz. La niebla se iba dispersando a medida que se acercaban a lo alto de la cordillera. Había todo un enjambre de tropas ligeras francesas, más de seiscientos voltigeurs frente a cada una de las columnas, cuyo trabajo era ahuyentar a los tiradores británicos y portugueses, obligarlos a retroceder hacia la cima y luego empezar a disparar contra las líneas defensivas. El fuego de los tiradores estaba pensado para debilitar dichas líneas y prepararlas para el azote que venía por detrás de ellos.

Por encima de las desordenadas columnas, invisibles en la niebla, volaban las Águilas. Eran las Águilas de Napoleón, los estandartes franceses, y las estatuillas doradas brillaban en sus mástiles. Dos de ellos llevaban sujeta su bandera tricolor, pero la mayoría de los regimientos habían sacado las banderas de los mástiles y las habían guardado en el depósito en Francia, dejando que fuera el Águila del emperador lo que señalara su honor. «¡Acérquense al Águila!», gritó un oficial; los soldados desperdigados intentaron formar filas y entonces, por encima de ellos, oyeron los primeros chasquidos entrecortados de los tiradores que entraban en combate. Un cañón disparó desde el valle, luego otro, y de pronto dos baterías de artillería francesa estaban disparando a ciegas contra la niebla, con la esperanza de que sus granadas barrieran a los defensores de la cima.

* * * *

—¡Por las muelas de Cristo! —exclamó el coronel Lawford, quien, al mirar cuesta abajo, vio surgir de entre la niebla a la horda de tiradores franceses. Los voltigeurs eran mucho más numerosos que las compañías ligeras británicas y portuguesas, pero los casacas rojas, cazadores y casacas verdes dispararon primero. El humo se alzaba de la ladera en bocanadas. Un francés se retorció y cayó de espaldas; los voltigeurs apoyaron una rodilla en el suelo y apuntaron sus mosquetes. La descarga hendió la mañana, la niebla se espesó con el humo de la pólvora y Sharpe vio caer a dos casacas rojas y a un portugués. Disparó el segundo soldado de las parejas de tiradores, pero los voltigeurs eran demasiado numerosos, el fuego de sus mosquetes era casi continuo y las casacas rojas, verdes y marrones retrocedían. Los voltigeurs avanzaron en breves avalanchas, había dos de ellos por cada tirador aliado y estaba claro que los franceses estaban ganando aquel primer combate por su mera superioridad numérica.

El teniente Slingsby y las tropas ligeras del South Essex se habían desplegado por delante del batallón y en aquellos momentos se encontraban en el flanco del avance francés. Frente a ellos el terreno se hallaba despejado en su mayor parte, pero los voltigeurs eran muy numerosos a su derecha y por unos breves momentos la compañía fue capaz de aguantar y acercarse al flanco enemigo, hasta que un oficial francés se dio cuenta de lo que ocurría y gritó para que dos compañías rechazaran a los casacas rojas y verdes.

—¡Retroceda ahora! —dijo Sharpe entre dientes. Iba montado en Porcia, el caballo de Slingsby, y la altura le proporcionaba una clara visión del combate que tenía lugar a unos trescientos pasos de distancia—. ¡Retroceda! —exclamó en voz más alta, y el coronel le lanzó una mirada de irritación. Pero entonces Slingsby comprendió el peligro y dio ocho toques de silbato. Con ello indicó a la compañía ligera que se retirara al tiempo que torcía hacia la izquierda, una orden que llevaría a los soldados cuesta arriba hacia el batallón y que era la orden correcta, la que Sharpe hubiese dado, pero a Slingsby se le había subido la sangre a la cabeza y no quería retroceder mucho ni demasiado pronto, cediendo así el combate a los franceses, por lo que, en lugar de volver a subir oblicuamente por la ladera tal como él había ordenado, echó a correr en perpendicular a la pendiente.

Los soldados ya habían empezado a ascender por la ladera pero, al ver que el teniente se quedaba mucho más abajo, dudaron.

—¡Sigan disparando! —les gritó Slingsby—. ¡No se amontonen! ¡Vamos, deprisa!

Una bala alcanzó una roca junto a su pie derecho y rebotó hacia el cielo. Hagman le pegó un tiro al oficial francés que había encabezado el movimiento contra el South Essex y Harris abatió a un sargento enemigo que cayó sobre unas matas de aulaga, pero los demás franceses siguieron avanzando y Slingsby retrocedió lentamente; no obstante, en lugar de encontrarse entre los franceses y el South Essex, en aquellos momentos estaba frente al flanco enemigo y otro oficial francés, creyendo que la compañía ligera se había apartado, les gritó a los voltigeurs que subieran en línea recta por la colina hacia el flanco derecho de la línea del South Essex. Los cañones abrieron fuego desde la cima y dispararon desde la izquierda del batallón hacia la niebla por detrás de los voltigeurs.

—Deben de haber visto algo —dijo Lawford al tiempo que le daba unas palmaditas en el cuello a Rayo para calmar al semental, que se había asustado con el repentino estallido de los seis libras—. ¿Oye los tambores?

—Los oigo —respondió Sharpe. Era el sonido de siempre, el pas de charge francés, el ruido de las Águilas cuando atacaban—. «Pantalones viejos» —dijo. Era el apodo británico para el pas de charge.

—¿Por qué lo llamamos así?

—Es una canción, señor.

—¿Quiero oírla?

—No de mí, señor. No sé cantar.

Lawford sonrió, aunque en realidad no estaba escuchando. Se quitó el bicornio y se pasó la mano por el pelo.

—El grueso de su ejército ya no puede andar lejos —dijo, con ganas de que terminara el enfrentamiento. Los voltigeurs ya no avanzaban, sino que disparaban contra la línea para debilitarla antes de la llegada de la columna.

Sharpe observaba a Slingsby quien, al ver que los franceses daban la vuelta y se alejaban de él, pareció momentáneamente desconsolado. No lo había hecho mal. Todos sus hombres estaban vivos, incluyendo al alférez Iliffe quien, cuando le había devuelto la espada a Sharpe, estaba pálido a causa de los nervios. No obstante, el muchacho se había mantenido firme, que era lo único que se podía esperar de él, en tanto que el resto de soldados de Slingsby habían alcanzado al enemigo con algunos disparos, un enemigo que en aquellos momentos se alejaba de la compañía. Sharpe pensó que lo que tendría que hacer Slingsby era trepar por la ladera y desplegar a sus hombres frente al South Essex, pero justo entonces apareció la primera de las columnas que salió de entre la niebla.

Primero eran sombras, luego formas oscuras, y Sharpe no lo entendía, pues la columna ya no era una concentración coherente de hombres, sino más bien grupos de soldados que surgían de la blancura de manera irregular. Otros dos cañones abrieron fuego desde la cima, sus balas atravesaron las filas de hombres y rociaron la niebla de sangre, y todavía seguían viniendo más soldados, cientos de ellos, que al salir a la luz se apresuraban unos hacia otros intentando volver a formar la columna, y los cañones, cargados de nuevo con botes de metralla, abrieron grandes agujeros irregulares en los uniformes azules.

Slingsby se hallaba todavía en el flanco, pero la visión de la columna lo indujo a ordenar a sus hombres que abrieran fuego. Los voltigeurs vieron lo que estaba ocurriendo y docenas de ellos echaron a correr para cortarle el camino a la compañía ligera.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Sharpe en voz alta, y en aquella ocasión Lawford no pareció irritado, sólo preocupado, pero Slingsby vio el peligro y ordenó a sus hombres que se retiraran tan rápidamente como pudieran. Subieron a toda prisa por la cuesta. No fue una retirada digna, no iban disparando según retrocedían, sino que se limitaron a correr para salvar la vida. Uno o dos soldados que se hallaban más abajo descendieron corriendo por la ladera para ocultarse en la niebla, pero el resto lograron regresar como pudieron a la cima, donde Slingsby les gritó que se desplegaran frente al batallón.

—Demasiado tarde —comentó Lawford en voz baja—, demasiado tarde, maldita sea. ¡Comandante Forrest! Llame a los tiradores.

Sonó la corneta y los miembros de la compañía ligera, jadeantes tras haber escapado por los pelos, formaron a la izquierda de la línea. Los voltigeurs que habían perseguido a la compañía ligera desde el flanco de la columna empezaron a disparar contra el South Essex y las balas pasaron silbando cerca de Sharpe, puesto que la mayoría de los franceses apuntaban hacia los estandartes y el grupo de oficiales a caballo agrupados detrás de las dos banderas. Un soldado de la compañía número cuatro cayó abatido.

—¡Cierren filas! —gritó un sargento, y un cabo, que tenía asignada la misión de cerrar las filas, arrastró al herido para apartarlo de la formación.

—Llévelo con el cirujano, cabo —dijo Lawford, y luego observó mientras la gran concentración de franceses, miles de ellos que ya eran visibles en los márgenes arremolinados de la niebla, se volvieron hacia sus filas—. ¡Prepárense!

Cerca de seiscientos hombres amartillaron sus mosquetes. Los voltigeurs sabían lo que se les avecinaba y dispararon contra el batallón. Las balas sacudieron la pesada seda amarilla de la bandera del regimiento. Otros dos soldados fueron alcanzados delante de Sharpe y uno de ellos gritaba de dolor.

—¡Cierren filas! ¡Cierren filas! —gritó un cabo.

—¡Deja de hacer ese maldito ruido, chico! —gruñó el sargento Willets, de la quinta compañía.

La columna se hallaba a doscientos metros de distancia y todavía no había formado como era debido, pero entonces ya se los podía ver desde la cima. Los voltigeurs estaban más cerca, a unos cien pasos, disparando de rodillas, levantándose para recargar y disparando de nuevo. Slingsby había dejado que sus fusileros se adelantaran unos pasos a la línea y éstos estaban hiriendo a los voltigeurs, eliminando a sus oficiales y sargentos, pero una veintena de rifles no podía atemperar aquel ataque. Ésa era una tarea para los casacas rojas.

—¡Apunten bajo al disparar! —gritó Lawford—. ¡No malgasten el plomo de su majestad! ¡Apuntarán bajo! —Cabalgó por el lado derecho de su línea repitiendo el mensaje—. ¡Apunten bajo! ¡Recuerden el entrenamiento! ¡Apunten bajo!

La columna se estaba volviendo a unir, las filas se movieron y se juntaron como si buscaran protección. Una bala de nueve libras surcó la columna, levantando una rápida y prolongada lluvia de sangre. Los tambores tocaban frenéticamente. Sharpe miró a la izquierda y vio que los Connaught Rangers se acercaban al South Essex, acudían para contribuir con sus descargas, y entonces la bala de un voltigeur alcanzó la parte superior de la oreja de su caballo y le sacudió la manga de la casaca. Sharpe veía los rostros de los soldados de la primera fila de la columna, veía sus bigotes, sus bocas abiertas para aclamar a su emperador. Un bote de metralla de un nueve libras cayó sobre ellos y sacudió sus filas, desigualándolas y tiñéndolas de rojo, pero ellos se acercaron, pasaron por encima de los muertos y moribundos y siguieron aproximándose con sus largas bayonetas relucientes. Las Águilas brillaban con la nueva luz del sol. Más cañones abrieron fuego y atacaron la columna con botes de metralla puestos encima de las balas, y los franceses, intuyendo que no había artillería a su izquierda, viraron en esa dirección y empezaron a ascender hacia el batallón portugués situado a la derecha del South Essex.

—Se nos están ofreciendo —dijo Lawford. Había vuelto a cabalgar hacia el centro del batallón y miraba cómo los franceses daban la vuelta y dejaban el flanco derecho al descubierto frente a sus mosquetes—. Creo que deberíamos unirnos al baile, Sharpe, ¿no le parece? ¡Batallón! —tomó aire—. ¡El batallón avanzará!

Lawford hizo avanzar al South Essex, sólo unos veinte metros, pero el movimiento asustó a los voltigeurs, que creyeron que podrían ser el objetivo de la descarga de un regimiento y se alejaron a toda prisa para unirse a la columna que en aquel momento marchaba oblicuamente frente al South Essex.

—¡Apunten armas! —gritó Lawford, y casi seiscientos soldados se colocaron el mosquete al hombro.

—¡Fuego!

La descarga masiva produjo una nube alargada de humo de pólvora que olía a huevos podridos, luego las culatas de los mosquetes golpearon el suelo y los soldados cogieron otro cartucho y empezaron a recargar.

—¡Ahora fuego por secciones! —dijo Lawford a sus oficiales, volvió a quitarse el sombrero y se limpió el sudor de la frente. Todavía hacía frío, el viento que soplaba del lejano Atlántico era fresco y, no obstante, Lawford tenía calor.

Sharpe oyó el chasquido de la descarga portuguesa y luego el South Essex inició su propio fuego escalonado, disparando media compañía tras otra desde el centro de la línea, por lo que las balas no se terminaban nunca mientras los soldados realizaban los bien practicados movimientos de cargar y disparar, cargar y disparar. En aquellos momentos el enemigo era invisible, la humareda de sus propias armas lo ocultaba al batallón. Sharpe cabalgó a lo largo de la derecha de la línea; no fue hacia la izquierda deliberadamente, para que nadie pudiera acusarle de estorbar a Slingsby.

—¡Apunten bajo! —gritó a los soldados—. ¡Apunten bajo!

—De la humareda salieron unas cuantas balas dirigidas hacia allí, pero casi todas pasaron demasiado altas. Los soldados sin experiencia solían disparar alto y los franceses, a los que los portugueses y el South Essex estaban haciendo pedazos, intentaban disparar cuesta arriba hacia una nube de humo y estaban recibiendo un terrible castigo por parte de los mosquetes y los cañones. El pánico debía de haber dominado a algunos enemigos, porque Sharpe vio dos baquetas que pasaron dando vueltas por encima de su cabeza, prueba de que los hombres estaban demasiado asustados para recordar su instrucción con mosquete. Se detuvo junto a la compañía de granaderos, observó a los portugueses y le pareció que disparaban con la misma eficiencia que cualquier batallón de casacas rojas. Sus descargas de media compañía eran regulares como un reloj, el humo se levantaba desde el centro del batallón y Sharpe supo que las balas debían de estar cayendo duramente sobre el frente de la columna que se desintegraba.

Más mosquetes llamearon cuando el 88.º, los temidos Connaught Rangers, dieron media vuelta y se avanzaron a la línea para atacar la columna francesa herida; sin embargo, los franceses resistieron de algún modo. Los soldados de las filas y columnas exteriores caían muertos y heridos, pero la concentración de hombres en el interior de la columna seguía con vida, subían por la ladera para reemplazar a los muertos e intentaban avanzar en masa hacia las terribles descargas pero no de forma ordenada, sino todos amontonados. Más tropas de casaca roja y marrón avanzaban hacia la contienda, sumando a ella su fusilería, pero los franceses seguían avanzando contra la tormenta. La columna se estaba dividiendo de nuevo, destrozada por el azote de las balas de cañón y los botes de metralla, dando entonces la impresión de ser unos grupos desorganizados de hombres que subían penosamente por la ladera y pasaban junto a montones de muertos. Sharpe oyó que los oficiales y los sargentos les gritaban a sus soldados instándoles a seguir adelante, oyó el frenético golpeteo de los tambores, a los que una banda británica desafió tocando Men of Harlech.

—¡No es muy apropiado! —El comandante Forrest se había reunido con Sharpe y tuvo que gritar para hacerse oír por encima del denso estrépito de la mosquetería—. No estamos precisamente en una hondonada.

—Está herido —dijo Sharpe.

—Un rasguño —Forrest se miró la manga derecha, que estaba desgarrada y manchada de sangre—. ¿Qué tal los portugueses?

—¡Muy bien!

—El coronel se preguntaba dónde estaba usted —dijo Forrest.

—¿Acaso creía que había vuelto con la compañía ligera? —preguntó Sharpe agriamente.

—Vamos, vamos, Sharpe —lo reprendió Forrest.

Sharpe dio la vuelta a su caballo torpemente y lo espoleó para dirigirse nuevamente junto a Lawford.

—¡Esos cabrones no se mueven! —le espetó indignado el coronel a modo de saludo. Lawford estaba inclinado hacia delante en su silla, intentando ver a través de la humareda y cuando la nube maloliente se disipaba un poco entre descarga y descarga de las medias compañías, sólo distinguió los enormes grupos de obstinados franceses aferrados a la ladera por debajo de la cima—. ¿Las bayonetas los echarán de ahí? —preguntó a Sharpe—. ¡Por Dios! Estoy por utilizar el acero. ¿A usted qué le parece?

—¿Dos descargas más? —sugirió Sharpe.

Cuesta abajo reinaba el caos. La columna francesa, rota de nuevo, no era ahora más que unos grupos de soldados que disparaban cuesta arriba hacia el humo en tanto que más hombres, quizá otra columna distinta o los rezagados de la primera, seguían uniéndose a dichos grupos de forma constante. La artillería francesa se sumaba al estruendo. Debían de haber llevado los obuses al pie de la ladera y las granadas, disparadas a ciegas hacia la niebla, silbaban por encima de las cabezas y caían en la retaguardia, donde las únicas víctimas eran las mujeres, las hogueras, las tiendas y los caballos atados. Un grupo de voltigeurs franceses había tomado el espolón rocoso en el que Sharpe había apostado su piquete durante la noche.

—Deberíamos echar de ahí a esos tipos —dijo Sharpe, señalando hacia ellos.

—¡No nos hacen ningún daño —le gritó Lawford por encima del estruendo—, pero no podemos dejar ahí a esos desgraciados! —Señaló hacia los franceses envueltos por el humo—. ¡Es nuestro territorio! —Tomó aire—. ¡Calen bayonetas! ¡Calen bayonetas!

El coronel Wallace, comandante del 88.º, debió de tener la misma idea, pues Sharpe se había fijado en que los irlandeses habían dejado de disparar, cosa que sólo harían para calar las hojas de más de cuarenta centímetros en los mosquetes. Un ruido seco resonó por toda la línea del South Essex cuando las dos filas encajaron las bayonetas en las bocas ennegrecidas de sus armas. Los franceses, con extraordinaria valentía, aprovecharon la tregua de la mosquetería para intentar avanzar de nuevo. Los soldados trepaban por encima de los cuerpos de los muertos y moribundos, los oficiales les gritaban que siguieran adelante, los tambores redoblaron sus esfuerzos y, de repente, las Águilas empezaron a moverse otra vez. Los franceses que iban en cabeza se encontraban entonces entre los cuerpos de los voltigeurs muertos y debían de estar convencidos de que, con otro esfuerzo más, romperían la delgada línea de tropas portuguesas y británicas, aun cuando en toda la cima de la montaña no debían de ver otra cosa más que oleadas de llamas y ríos de humo.

—¡South Essex! —gritó Lawford—. ¡Adelante! —Los cañones lanzaron más humo de pólvora y pedazos de relleno ardiendo contra las apretadas filas francesas. Ahora Sharpe oía los gritos de los heridos. Un puñado de franceses situados a la derecha disparaban sus mosquetes, pero el South Essex y los hombres de los Connaught estaban avanzando, con las bayonetas brillantes; Sharpe clavó los talones en su montura y ésta echó a andar siguiendo al batallón, que de repente se puso a paso ligero y gritó su desafío. Al ver avanzar a los casacas rojas, los portugueses soltaron una ovación y calaron sus bayonetas.

La carga chocó contra su objetivo. Los franceses no estaban formados como era debido, la mayoría de ellos no habían cargado los mosquetes y la línea británica se acercó a los grupos de soldados de infantería de casaca azul y los rodearon mientras los casacas rojas arremetían con sus bayonetas. El enemigo se defendió y Sharpe oyó el chasquido de mosquetes que entrechocaban, el chirrido de las hojas, las maldiciones y gritos de los soldados heridos. Los enemigos muertos obstaculizaban a los británicos, pero éstos treparon por encima de los cuerpos e hicieron pedazos a los vivos con sus largas hojas.

—¡Mantengan la línea! ¡Mantengan la línea! —bramó un sargento, y es que en algunos puntos las compañías se habían dividido porque algunas filas atacaban a un grupo de franceses y el resto a otro, y Sharpe vio que dos soldados franceses atravesaban el hueco y empezaban a subir por la ladera. Volvió su caballo hacia ellos, desenvainó la espada y los dos hombres, al oír el roce de la larga hoja contra la boca de la vaina, soltaron los mosquetes inmediatamente y extendieron las manos. Sharpe señaló con la espada hacia lo alto de la colina, indicándoles que ahora eran prisioneros y debían dirigirse hacia el grupo abanderado del South Essex. Uno de ellos empezó a caminar obedientemente, pero el otro agarró rápidamente el mosquete del suelo y huyó cuesta abajo. Sharpe lo dejó marchar. Vio que las Águilas bajaban a toda prisa por la ladera, las alejaban del peligro de ser capturadas, y hubo más franceses que, al ver que sus estandartes se retiraban, se alejaron de aquella lucha desigual. Los cañones aliados habían cesado el fuego porque sus propios soldados les impedían ver los objetivos, pero la artillería francesa seguía disparando a través de la niebla cada vez menos densa y entonces abrieron fuego más cañones a cierta distancia por la derecha de Sharpe, que vio que una segunda columna, mayor que la primera, aparecía en la falda más baja.

El primer ataque francés vino desde atrás. La mayoría de los soldados de las primeras columnas no podían escapar porque se hallaban atrapados por sus propios compañeros situados detrás, y dichos soldados fueron atacados por las bayonetas británicas y portuguesas, pero las filas traseras de los franceses siguieron a las Águilas y, cuando la presión disminuyó, el resto de la columna salió huyendo. Echaron a correr, saltando por encima de los muertos y heridos que señalaban su avance colina arriba, y los casacas rojas y los portugueses los persiguieron. Un soldado de la compañía de granaderos hundió su bayoneta en la parte baja de la espalda de un francés, volvió a apuñalarlo cuando cayó, luego le pegó una patada y le propinó una tercera cuchillada cuando el hombre, obstinadamente, se negó a morir. Un tambor que tenía pintada una Águila francesa cayó rodando cuesta abajo. Un tamborilero, a quien una bala de cañón le había arrancado el brazo, se hallaba encorvado, sufriendo junto a una mata de aulaga. Los casacas rojas británicos y los portugueses de casaca azul pasaron corriendo junto a él, decididos a perseguir y matar al enemigo que huía.

—¡Vuelvan aquí! —les gritó Lawford con enojo—. ¡Vuelvan! —Los soldados no lo oyeron, o no les importaba; habían ganado y ahora simplemente querían matar. Lawford miró a Sharpe—. ¡Alcáncelos, Sharpe! —le espetó el coronel—. ¡Tráigalos de vuelta!

Sharpe se preguntó cómo diablos iba a poner fin a una persecución tan caótica, pero obedeció y espoleó su caballo prestado, que inmediatamente se lanzó cuesta abajo con tanta violencia que estuvo a punto de hacerlo caer por detrás de la silla. Sharpe tiró de las riendas para que la yegua fuera más despacio, el animal viró hacia la izquierda, Sharpe oyó que una bala pasaba junto a él y al levantar la mirada vio que montones de voltigeurs retenían todavía el montículo rocoso y le estaban disparando. El caballo siguió corriendo, Sharpe se aferró al pomo de la silla como si le fuera la vida en ello, pero la yegua tropezó y Sharpe notó que salía volando por los aires. Milagrosamente no se le quedaron los pies en los estribos y cayó en la pendiente con un tremendo golpe, rodó unos cuantos metros y se dio contra una roca. Estaba seguro de que se había roto una docena de huesos, pero cuando se puso en pie vio que tan sólo estaba magullado. Ferragus le había hecho mucho más daño, pero la caída del caballo agravó esas heridas.

Pensó que la yegua debía de haber sido alcanzada por un disparo, pero al darse la vuelta para buscar su espada caída vio que el animal trotaba tranquilamente cuesta arriba, aparentemente ileso excepto por la oreja que le había recortado la bala. Lanzó una maldición a la yegua, la abandonó, recogió su espada y su rifle y siguió andando cuesta abajo.

Gritó a los casacas rojas que volvieran a la cima. Algunos de ellos eran irlandeses del 88.º, muchos estaban atareados desvalijando los cuerpos de los franceses muertos y, como Sharpe era un oficial al que no conocían, respondieron con un gruñido, una maldición o sencillamente no le hicieron caso, desafiándolo tácitamente a que se metiera con ellos. Sharpe los dejó en paz. Si había un regimiento en el ejército que pudiera cuidar de sí mismo, éste era el de los hombres de Connaught. Siguió corriendo cuesta abajo, gritando a las tropas que se dirigieran inmediatamente a la cima, pero la mayoría de soldados se hallaban en mitad de la larga cuesta, casi en el punto donde se había retirado la niebla, por lo que Sharpe tuvo que correr con todas sus fuerzas para lograr que lo oyeran, y fue entonces, cuando la niebla se alejó arremolinada, que vio otras dos columnas francesas que subían desde el valle. Él sabía que había otra columna en algún lugar cercano a la cima, pero aquéllas eran otras tropas que tenían la intención de realizar un nuevo ataque.

—¡South Essex! —gritó. Sharpe había sido sargento y todavía tenía una voz que podía hacerse oír a través de media ciudad, aunque eso hizo que las costillas le inundaran los pulmones de dolor—. ¡South Essex! ¡Retrocedan! ¡Retrocedan!

Una granada cayó en la ladera a menos de cinco pasos de distancia, rebotó y estalló lanzando unos chorros de humo sibilante. Dos pedazos de carcasa pasaron dando vueltas junto a su rostro, tan cerca que sintió el calor momentáneo y la bofetada del aire caliente. Los cañones franceses estaban al pie de la cuesta, apenas visibles en la niebla cada vez más rala, y disparaban contra los soldados que habían perseguido a la columna rota pero que ahora habían detenido su insensata carrera cuesta abajo y se habían quedado mirando el avance de las nuevas columnas.

—¡South Essex! —rugió Sharpe con la voz discordante a causa del enojo, y al final los soldados se dieron la vuelta y empezaron a subir penosamente. Slingsby, con el sable desenvainado, observaba las columnas, pero de pronto, al oír a Sharpe, empezó a decirles bruscamente a los soldados que dieran la vuelta y regresaran a la cima de la montaña. Harper era uno de ellos y, al ver a Sharpe, el hombre grandote torció por la pendiente hacia él. Llevaba el fusil de siete cañones colgado del hombro y en la mano el rifle con su bayoneta de casi sesenta centímetros teñida de rojo hasta el mango de latón. El resto de la compañía ligera, que al fin se habían dado cuenta de que atacaban más columnas, se apresuró a seguir a Harper.

Sharpe aguardó para asegurarse de que todos los casacas rojas y fusileros habían dado la vuelta. Las granadas y balas de cañón francesas batían la ladera, pero utilizar la artillería contra unos blancos tan desperdigados era malgastar la pólvora. Una bala de cañón, que había perdido fuerza después de rebotar tras su primer impacto, rodó cuesta abajo obligando a apartarse de un salto a Harper, que le sonrió a Sharpe.

—Les dimos una buena paliza, señor.

—Deberían haberse quedado arriba.

—¡Menuda subida! —comentó Harper, sorprendido al ver lo mucho que había bajado. Se puso al lado de Sharpe y subieron los dos juntos—. El señor Slingsby, señor —dijo el irlandés, y luego se calló.

—¿El señor Slingsby qué?

—Dijo que usted no se encontraba bien y que él iba a asumir el mando.

—Pues es un cabrón embustero —repuso Sharpe sin pensar que no debía decir una cosa así de otro oficial.

—¿Ah sí? —dijo Harper en tono apagado.

—El coronel me dijo que me mantuviera al margen. Quiere que el señor Slingsby tenga una oportunidad.

—Pues ya la ha tenido —declaró Harper.

—Debería haber estado allí —dijo Sharpe.

—Sí, debería —repuso Harper—, pero los muchachos están todos vivos. Excepto Dodd.

—¿Matthew? ¿Está muerto?

—No sé si está vivo o muerto —respondió Harper—, pero no lo vi por ninguna parte. Estuve vigilando a los chicos, pero no encontré a Matthew. Quizá volvió a subir.

—Yo no lo vi —dijo Sharpe. Ambos se dieron la vuelta para contar cabezas y vieron que toda la compañía ligera se hallaba presente excepto el cabo Dodd—. Lo buscaremos mientras vamos subiendo —dijo Sharpe, que quería decir que buscarían su cuerpo.

El teniente Slingsby, con el rostro colorado y el sable desenvainado, se acercó a Sharpe a toda prisa.

—¿Trae órdenes, Sharpe? —quiso saber.

—Las órdenes son que regresen a lo alto de la montaña lo más rápidamente que puedan —dijo Sharpe.

—¡Rápido, muchachos! —gritó Slingsby, y volvió a dirigirse a Sharpe—. ¡Nuestros muchachos lo han hecho bien!

—¿Ah sí?

—Flanqueamos a los voltigeurs, Sharpe. ¡Por Dios que los flanqueamos! Envolvimos su flanco.

—No me diga.

—Es una lástima que no nos viera —Slingsby estaba excitado, orgulloso de sí mismo—. Pasamos sin que nos vieran, nos dirigimos hacia su ala y luego les atacamos.

Sharpe pensaba que a la compañía ligera la habían conducido hacia un lado, donde había resultado tan inútil como una tetera agujereada, y que luego la habían perseguido y rechazado de forma ignominiosa, pero no dijo nada. Harper desencajó su bayoneta espada, limpió la hoja en la casaca de un cadáver francés y pasó rápidamente las manos por los bolsillos y bolsas del muerto.

Corrió para alcanzar a Sharpe y le ofreció media salchicha.

—Sé que le gusta la salchicha franchute, señor.

Sharpe se la metió en la bolsa y se la guardó para almorzar. Una bala pasó silbando junto a él, casi sin fuerza, Sharpe levantó la mirada, vio unas bocanadas de humo que se alzaban del montículo rocoso y dijo:

—Es una lástima que los voltigeurs hayan ocupado esa loma.

—No nos supone ningún problema —comentó Slingsby, quitándole importancia—. ¡Los flanqueamos, ya lo creo, los flanqueamos y los castigamos!

Harper miró a Sharpe y dio la impresión de que iba a echarse a reír, pero logró mantenerse serio. Los grandes cañones británicos y portugueses atacaban la segunda gran columna, la que había llegado justo cuando la primera había sido derrotada. Dicha columna combatía en la cima y las dos nuevas, ambas menos numerosas que el primer par, subían por detrás. Otra bala de los voltigeurs apostados en el nido rocoso pasó silbando junto a Sharpe, que viró para alejarse de ellos.

—¿Todavía tiene mi caballo, Sharpe? —le preguntó Slingsby.

—Aquí no —respondió Sharpe, y Harper hizo un sonido ahogado que transformó en una tos.

—¿Ha dicho algo, sargento Harper? —inquirió Slingsby en tono seco.

—Se me ha metido el humo en la garganta, señor —respondió Harper—. Me da una tos espantosa, señor. Siempre fui un niño enfermizo, señor, debido al humo de turba de nuestra cabaña. Mi madre, que en paz descanse, me hacía dormir fuera, hasta que los lobos vinieron a por mí.

—¿Lobos? —preguntó Slingsby en tono prudente.

—Tres, señor, más grandes de lo que se puede imaginar, con unas enormes lenguas babosas del color de su guerrera, señor, y tuve que dormir dentro después de eso y me pasaba las noches tosiendo. Fue por todo ese humo, ¿sabe?

—Sus padres deberían haber construido una chimenea —dijo Slingsby con desaprobación.

—¡Vaya! ¿Por qué no se nos ocurrió? —se preguntó Harper en tono inocente, y Sharpe se rió en voz alta, cosa que le granjeó una mirada fulminante por parte del teniente.

El resto de la compañía ligera ya estaba cerca y el alférez Iliffe se encontraba entre ellos. Sharpe vio que el sable del chico tenía la punta roja; la señaló con un gesto de la cabeza y dijo:

—Bien hecho, señor Iliffe.

—Se me echó encima, señor —al muchacho le salieron las palabras de pronto—. ¡Un hombre grandote!

—Era un sargento —explicó Harris—, e iba a atravesar al señor Iliffe, señor.

—¡Ya lo creo! —Iliffe estaba excitado.

—Pero el señor Iliffe lo esquivó con la habilidad de una ardilla y le hundió el acero en el vientre. Fue un buen golpe, señor Iliffe —dijo Harris, y el alférez se limitó a ruborizarse.

Sharpe intentó recordar la primera vez que había estado en un combate, acero contra acero, pero el problema era que él había crecido en Londres y casi había nacido para esa clase de violencia. Pero para el señor Iliffe, hijo de un caballero de Essex venido a menos, había tenido que ser una experiencia horrible darse cuenta de que una enorme bestia francesa intentaba matarlo y, al acordarse delo angustiado que había estado el muchacho, consideró que lo había hecho muy bien. Miró a Iliffe con una amplia sonrisa.

—¿Es el único franchute que ha matado, señor Iliffe?

—El único, señor.

—Usted es un oficial, ¿no? ¡Se supone que tiene que matar a dos cada día!

Los soldados se rieron. Iliffe parecía satisfecho consigo mismo.

—¡Ya basta de charla! —Slingsby tomó el mando de la compañía—. ¡Dense prisa!

Las banderas del South Essex se habían desplazado hacia el sur por la cima y sin duda iban a presentar batalla a la segunda de las columnas que iban en cabeza, por lo que la compañía ligera torció en esa dirección. Las granadas francesas, que habían dejado de hostigar inútilmente la ladera, caían entonces en la cima y sus mechas dibujaban pequeños trazos en el aire por encima de la compañía ligera. El ruido de la segunda columna ya sonaba con fuerza, una cacofonía de tambores, gritos de guerra y el tableteo de los mosquetes de los tiradores.

Sharpe fue con la compañía ligera hasta la cima y una vez allí, a regañadientes, dejó que Slingsby volviera a llevársela mientras él buscaba a Lawford. La niebla, que ya se había disipado casi hasta el fondo del valle, volvía a espesarse y dos grandes nubes de bruma ocultaban las dos columnas más pequeñas y se desplazaban hacia el sur donde la segunda columna francesa avanzaba junto al agreste sendero que ascendía por la falda de la cordillera. Aquella segunda columna, mayor que la primera, había subido más lentamente y no lo habían pasado tan mal como sus compañeros vencidos, puesto que habían podido seguir el camino que serpenteaba por la pendiente y éste les había servido de guía en medio de la niebla, de modo que cuando salieron ala luz del sol habían logrado mantener la formación. Ocho mil soldados, empujados por ciento sesenta y tres tambores, se acercaron a la cumbre y allí, bajo el azote del fuego enemigo, se detuvieron.

El primer batallón del 74.º Regimiento de Highlanders había estado esperando y junto a ellos se hallaba toda una brigada de portugueses, en cuyo flanco derecho había dos baterías de nueve libras. Los cañones fueron los primeros en atacar, destrozando la columna con balas y botes de metralla, dejando el brezo resbaladizo de sangre, y luego abrieron fuego los Highlanders. El objetivo estaba muy lejos, a una distancia más adecuada para fusileros que para casacas rojas, pero las balas dieron en el blanco; entonces dispararon los portugueses y la columna se paró, como un toro confundido por el inesperado ataque de unos terriers. De nuevo se enfrentaban columnas y líneas y, aunque la columna era más numerosa que la línea, el fuego de ésta siempre superaría al de la primera. Sólo los soldados que se hallaban al frente de la columna y unos cuantos al borde de la misma podían utilizar sus mosquetes, pero en la línea británica y portuguesa todos los soldados podían disparar sus armas, que barrieron la columna tiñéndola de rojo; sin embargo, ésta no se retiró. Los voltigeurs que habían rechazado a los tiradores escoceses y portugueses retrocedieron a la primera fila de la columna, que en aquellos momentos intentaba devolver el fuego de mosquete. Los oficiales franceses gritaban a los soldados que marcharan, los tambores seguían tocando el pas de charge, pero las filas delanteras no avanzarían contra el implacable fuego graneado de los mosquetes. En lugar de eso devolvieron el fuego débilmente, pero los soldados de la primera fila de la columna iban muriendo a cada segundo y entonces llegaron más cañones portugueses al flanco derecho del 74.º. Las piezas dieron la vuelta, se condujo a los caballos fuera del alcance de los disparos de mosquete y los artilleros pusieron botes de metralla encima de las balas. Los cañones recién llegados retrocedieron con estrépito y la esquina delantera izquierda de la columna empezó a parecerse a la carnicería del infierno, pues era una empapada maraña de cuerpos rotos, sangre y hombres que gritaban. Y los cañones seguían sacudiéndose con el retroceso, escupiendo humaredas con cada descarga, con los tubos abatidos para disparar contra la apiñada concentración de soldados franceses. Las balas tenían que calzarse dentro del tubo con un círculo de cuerda para evitar que la bala se deslizara por él y los pedazos de cuerda ardían en el aire como bolas de fuego enloquecidas, girando en disparatadas espirales. Acudían a la contienda más tropas aliadas que marchaban por el camino recién abierto desde el extremo sur de la larga cadena montañosa. En dicho extremo meridional reinaba la calma, pues por lo visto no se hallaba bajo la amenaza de los franceses y los soldados que llegaban formaron al sur de los cañones y contribuyeron con su propia mosquetería.

La columna se estremeció bajo el ataque de los despiadados cañones y entonces empezó a avanzar poco a poco hacia el norte. Los oficiales franceses vieron que había un espacio vacío en la sierra, detrás de la brigada portuguesa, y gritaron a sus soldados que fueran hacia la derecha. Un oficial de los voltigeurs mandó a una compañía por delante para que ocupara la línea del horizonte en tanto que, tras ellos, la torpe y pesada formación se fue abriendo camino hacia el claro, dejando un ángulo recto de cuerpos, los restos de su flanco izquierdo y de sus líneas delanteras que llenaban la pendiente rocosa.

El teniente coronel Lawford vio la columna que se acercaba y, lo que era más urgente, a los voltigeurs que corrían para ocupar el espacio abierto.

—¡Señor Slingsby! —gritó Lawford—. ¡Desplegará a la compañía ligera! Mande a esos bellacos de vuelta al lugar al que pertenecen. ¡Batallón! ¡El batallón avanzará hacia la derecha!

Lawford hizo marchar al South Essex hacia el espacio abierto con intención de cerrarlo y la tarea de Slingsby era rechazar a los tiradores enemigos. Sharpe, montado de nuevo en el caballo de Slingsby, que había sido rescatado por el comandante Forrest, cabalgó detrás de las banderas y contó las Águilas que había en la columna que avanzaba pesadamente. Vio quince. Un ruido de madera astillándose inundaba la atmósfera, el sonido de los mosquetes como cuernos secos ardiendo, y el incesante chasquido resonaba en el otro lado del valle. El humo de la pólvora se alzaba por encima de la niebla que había vuelto a ascender lentamente por la ladera hasta casi alcanzar la cima. De vez en cuando, la gran masa blanca y vaporosa se agitaba cuando la atravesaba una bala de cañón o granada francesa. La ladera estaba salpicada de cuerpos, todos con casaca azul. Un hombre descendía gateando por la cuesta, arrastrando una pierna rota. Había un perro que corría de un lado a otro, ladrando, intentando despertar a su amo muerto. Un oficial francés había dejado su espada y se sujetaba el rostro con las manos mientras la sangre manaba por entre sus dedos. Los cañones estallaban y daban sacudidas, entonces se oyó el inconfundible restallido de los rifles cuando la compañía de Sharpe entró en acción. Sharpe detestaba limitarse a mirarlos, pero al mismo tiempo los admiraba. Eran buenos. Habían pillado por sorpresa a los voltigeurs enemigos, los fusileros ya habían matado a dos oficiales y los mosquetes retomaron entonces la lucha.

Slingsby se paseaba ufano por detrás de ellos, sujetando la vaina de su sable para que no tocara la superficie escabrosa del suelo. Sin duda estaba espetando sus órdenes y Sharpe sintió que lo invadía una oleada de odio hacia aquel hombre. Ese cabrón iba a quitarle el trabajo, y todo porque se había casado con la cuñada de Lawford. El odio era como la bilis y Sharpe, instintivamente, llevó la mano al rifle, se lo sacó del hombro y tiró del pedernal dejando el arma a medio amartillar. Empujó el rastrillo con el pulgar y éste saltó de su muelle. Tocó la cazoleta para asegurarse de que el cebo seguía allí después de su caída del caballo. Confirmó que la pólvora estaba en su sitio, notó el tacto arenoso contra su dedo sucio y, sin dejar de mirar a Slingsby, volvió a colocar el rastrillo en su lugar y acabó de amartillar el arma. Se la llevó al hombro. El caballo se movió y Sharpe le gruñó que se estuviera quieto.

Apuntó a Slingsby en la espalda. En la parte baja de la espalda. En el lugar donde había dos botones de latón cosidos sobre la abertura de la casaca roja. Sharpe quería apretar el gatillo. ¿Quién lo sabría? El teniente se hallaba a unos cien pasos, una distancia razonable para un rifle. Sharpe imaginó a Slingsby arqueando la espalda cuando el proyectil le atravesara la espina dorsal y temblando al caer, imaginó el sonido metálico de las cadenas de la vaina al golpear contra el suelo y el estremecimiento de la vida esforzándose por permanecer en un cuerpo moribundo. «Cabrón engreído», pensó Sharpe, y apretó el dedo contra el gatillo del arma. No lo veía nadie, todo el mundo estaba observando la columna que se acercaba cada vez más, o si alguien lo miraba supondría que estaba apuntando a un voltigeur. No sería el primer asesinato de Sharpe y dudaba que fuera el último, y entonces un repentino espasmo de odio recorrió su cuerpo, un espasmo tan fuerte que lo hizo temblar y, casi sin querer, apretó el gatillo hasta el fondo. El rifle le golpeó el hombro con el retroceso y sobresaltó al caballo, que se hizo a un lado.

La bala pasó girando sobre sí misma entre las cabezas de unos cuantos soldados de la compañía número cuatro, no alcanzó el brazo del teniente Slingsby por unos centímetros, dio en una roca del extremo de la ladera y rebotó hacia arriba, alcanzando a un voltigeur debajo del mentón. Aquel hombre había logrado acercarse mucho a Slingsby, acababa de ponerse de pie para apuntar su mosquete a corta distancia y la bala de Sharpe lo levantó del suelo, dando la impresión de que un chorro de sangre impulsaba a la víctima hacia atrás, entonces el francés se desplomó con el estrépito del mosquete, la bayoneta y su propio cuerpo.

—¡Dios santo, Richard! ¡Eso sí que fue un disparo magnífico! —el comandante Leroy estaba mirando—. ¡Ese tipo estaba acechando a Slingsby! Lo he estado observando.

—Yo también, señor —mintió Sharpe.

—¡Un disparo estupendo! ¡Y a caballo, además! ¿Ha visto eso, coronel?

—¿Leroy?

—Sharpe acaba de salvarle la vida a Slingsby. ¡El mejor tiro que he visto en mi vida!

Sharpe se colgó el rifle descargado. De repente se sintió avergonzado de sí mismo. Slingsby podía ser irritante, podía ser un gallito, pero nunca había tenido intención de hacer daño a Sharpe. Slingsby no tenía la culpa de que su risa, su presencia y su apariencia misma irritaran en lo más vivo a Sharpe, sobre quien se abatió una nueva amargura, la amargura de saber que se había fallado a sí mismo, y ni siquiera la enérgica y poco merecida felicitación por parte de Lawford sirvió para animarlo. Se alejó del batallón mirando con expresión perdida hacia la retaguardia, donde dos soldados sostenían a un granadero herido en la mesa situada a las puertas de la tienda del cirujano. Salía sangre de la sierra que se movía rápidamente de un lado a otro atravesando el hueso del muslo de aquel hombre. A unos cuantos metros de distancia, un soldado herido y dos de las esposas del batallón, todos ellos con mosquetes franceses, vigilaban a una docena de prisioneros. Un niño pequeño jugaba con una bayoneta francesa. Los monjes guiaban a una docena de mulas cargadas con barriles de agua que ellos distribuían entre las tropas aliadas. Un batallón portugués, seguido por cinco compañías de casacas rojas, marchaba al norte del nuevo camino y según parecía iba a reforzar el extremo norte de la cadena montañosa. Un mensajero a caballo, que llevaba despachos de un general a otro, recorrió el camino nuevo con un retumbo, dejando una columna de polvo a su paso. El niño pequeño lanzó una maldición al jinete que lo había asustado al pasar demasiado cerca y las mujeres se rieron.

Los monjes dejaron un barril de agua detrás del South Essex y siguieron adelante hacia la brigada portuguesa.

—¡Están demasiado lejos para cargar contra ellos! —gritó Lawford a Sharpe.

Sharpe se dio la vuelta y vio que la columna se había detenido nuevamente. El terreno que habían querido tomar ya había sido ocupado por el South Essex y la extensa concentración de soldados se conformó con desplegarse poco a poco hacia el exterior y formar una gruesa línea para intercambiar luego disparos de mosquete con las tropas situadas en lo alto de la montana. El ataque se había detenido y no había redobles en el mundo que fueran capaces de volver a ponerlo en movimiento.

—Aquí necesitamos un par de cañones —dijo Sharpe, y miró a su izquierda para ver si había alguna batería cerca; entonces vio que el South Essex, al moverse para obstaculizar el avance de la columna, había dejado un enorme hueco en la ladera entre ellos y los Connaught Rangers, y que el hueco estaba siendo llenado rápidamente por una nube de voltigeurs. Dichos voltigeurs habían acudido desde el montículo rocoso y, al ver que por delante de ellos la sierra estaba desierta, habían avanzado para ocupar el terreno abandonado. La niebla se estremeció, una ráfaga de viento la apartó y Sharpe vio que no eran únicamente voltigeurs los que llenaban el hueco en la línea británica, sino que las dos últimas columnas francesas habían subido hasta aquel mismo lugar. La niebla las había ocultado, por lo que los artilleros portugueses y británicos no las habían atacado y ahora, a toda prisa, recorrían los últimos metros hacia la cima vacía. Sus Águilas reflejaban el sol, la victoria se hallaba a tan sólo unos metros de distancia y frente a los franceses no había nada más que hierba desnuda y espacio vacío.

Y Sharpe vio venir el desastre.