CAPÍTULO 9
Un comisario-jefe del ejército acudió a inspeccionar la comida. Era un hombrecito llamado Laurent Poquelin, bajo, fornido y calvo como un huevo, pero con unos largos bigotes que se retorcía nerviosamente siempre que estaba preocupado, y durante las últimas semanas había estado muy preocupado, pues el Ejército de Portugal se había encontrado en una tierra desprovista de comida y él era el responsable de alimentar a sesenta y cinco mil hombres, a diecisiete mil monturas de la caballería y a otros tres mil caballos y mulas surtidos. Era imposible hacerlo en una tierra yerma, en un lugar donde los huertos se habían despojado de fruta, donde las despensas se habían vaciado, los almacenes se habían saqueado, los pozos se habían envenenado, donde se habían llevado al ganado, habían desmontado los molinos y habían roto las tahonas. ¡Ni el mismísimo emperador podría hacerlo! No podrían hacerlo ni todas las fuerzas celestiales, y sin embargo, se esperaba que Poquelin obrara el milagro, y él tenía las puntas del bigote desgreñadas a causa de los nervios. Le habían ordenado que llevara al ejército los suministros para tres semanas, unos suministros que habían existido en los depósitos de España, pero no había suficientes animales de carga para llevar semejante cantidad de provisiones, y aunque Masséna, a regañadientes, había reducido todas las divisiones de artillería de doce a ocho piezas para que esos caballos tiraran de carros en lugar de tirar de cañones, Poquelin sólo había conseguido abastecer al ejército durante una semana. Luego había empezado el hambre. A los dragones y húsares los habían enviado a kilómetros de distancia de la línea de marcha del ejército en busca de comida, y con todas esas incursiones se habían agotado más caballos, y los soldados de caballería se le quejaban porque no había herraduras de repuesto, y cada vez murieron algunos jinetes porque los campesinos portugueses los emboscaban en las montañas. No parecía importar la cantidad de campesinos que fueran colgados o fusilados, siempre aparecían más para hostigar a los destacamentos, cosa que significaba que había que mandar a más soldados para proteger a los forrajeadores, y hacían falta más herraduras, y como no había más le echaban la culpa a Poquelin. En realidad los forrajeadores rara vez encontraban comida, y si lo hacían se la comían casi toda ellos, y de eso también le echaban la culpa a Poquelin. Había empezado a lamentar no haber seguido el consejo que le había dado su madre con lágrimas en los ojos y no haberse hecho sacerdote: cualquier cosa sería mejor que servir en un ejército que mamaba de una ubre seca y lo acusaba de incompetencia.
Sin embargo, había ocurrido el milagro. Los problemas de Poquelin terminaron de golpe.
Había comida. ¡Montones de comida! Ferragus, un hosco comerciante que hacía temblar de miedo a Poquelin, les había proporcionado un almacén tan abarrotado de provisiones como cualquier depósito de Francia. ¡Había cebada, trigo, arroz, galletas, ron, queso, maíz, pescado seco, limones, alubias y carne salada suficiente para alimentar al ejército durante un mes! También había otros objetos de valor. Había aceite para lámparas, rollos de cordel, cajas de herraduras, bolsas de clavos, barriles de pólvora, un saco de botones de asta, montones de velas y rollos de tela y, aunque nada de eso era tan imprescindible como la comida, todo era rentable porque, si bien Poquelin distribuiría la comida, podía vender las otras cosas para su enriquecimiento personal.
Exploró el almacén, seguido por un trío de fourriers, cabos de intendencia que anotaban la lista de provisiones que Ferragus vendía. Era imposible enumerarlo todo, pues la comida estaba en montones y haría falta una veintena de hombres para desmontarlos, pero Poquelin, un hombre concienzudo, sí que ordenó a los fourriers que quitaran los sacos de grano de lo alto de una pila para asegurarse de que en el centro del montón no hubiera sacos de arena. Hizo lo mismo con algunos barriles de carne de ternera salada y en ambas ocasiones se convenció de que todo iba bien, por lo que, a medida que se incrementaba la cantidad aproximada de comida, Poquelin se iba animando. En el interior del almacén había incluso dos carros y, para un ejército en el que escaseaba todo tipo de transporte rodado, aquellos dos vehículos eran casi tan valiosos como la comida.
Entonces empezó a preocuparse y a retorcerse las despeluchadas puntas del bigote. Tenía comida y, por consiguiente, los problemas del ejército parecían solventados pero, como siempre, había una cucaracha en la sopa. ¿Cómo podría transportar todos aquellos nuevos víveres? No serviría de nada distribuir raciones para varios días entre la tropa, pues se atiborrarían y se las terminarían en menos de una hora para volver a quejarse de hambre al caer la noche, y Poquelin contaba con un número muy insuficiente de caballos y mulas para llevar semejante cantidad de provisiones. Aun así, tenía que intentarlo.
—Que registren la ciudad en busca de carros de cualquier tipo —ordenó a uno de los fourriers—. Carretas, carretillas, ¡cualquier cosa! Necesitamos hombres que tiren de ellas. Reúna a unos cuantos civiles para que empujen los carros.
—¿Todo eso tengo que hacer? —preguntó el fourrier con asombro y la voz apagada porque se estaba comiendo un pedazo de queso.
—Hablaré con el mariscal —dijo Poquelin presuntuosamente, y frunció el ceño—. ¿Está usted comiendo?
—Me duele una muela, señor —masculló el hombre—. Está toda hinchada, señor. El médico dice que quiere quitármela. Le pido permiso para ir a que me la quiten, señor.
—Denegado —respondió Poquelin. Estuvo tentado de desenvainar la espada y golpear a aquel hombre por su insolencia, pero nunca había desenfundado el arma y tenía miedo de que si lo intentaba entonces se encontraría con que la hoja se había oxidado hasta el cuello de la vaina. Se conformó con golpear a aquel hombre con la mano—. Debemos dar ejemplo —le espetó—. Si el ejército pasa hambre, nosotros pasamos hambre. No nos comemos la comida del ejército. Es usted un idiota. ¿Qué es usted?
—Un idiota, señor —respondió el fourrier diligentemente, pero al menos ya no era un idiota con tanta hambre.
—Llévese a una docena de hombres y regístrenlo todo en busca de carros. Cualquier cosa que tenga ruedas —ordenó Poquelin, con plena confianza de que el mariscal Masséna aprobaría su idea de utilizar a civiles portugueses como animales de tiro.
Dentro de uno o dos días el ejército tendría que marchar hacia el sur y corría el rumor de que los británicos y portugueses presentarían una última batalla en las montañas del norte de Lisboa, de manera que Poquelin sólo necesitaba establecer un nuevo depósito a unos setenta u ochenta kilómetros al sur. Disponía de algunos medios de transporte, por supuesto, los suficientes como para llevarse aproximadamente una cuarta parte de la comida, y esos carros y mulas podían regresar a por más, cosa que significaba que había que proteger el almacén mientras su precioso contenido se trasladaba laboriosamente hasta Lisboa. Poquelin regresó a toda prisa a la puerta del almacén y buscó al coronel de dragones que vigilaba la calle.
—¡Dumesnil!
El coronel Dumesnil, al igual que todos los soldados franceses, despreciaba al comisario. Hizo dar la vuelta a su caballo con una lentitud insolente, se acercó a Poquelin y, descollando sobre él, dejó que la punta de su espada descendiera de modo que amenazó vagamente a aquel hombrecillo.
—¿Me ha llamado?
—¿Ha comprobado que el almacén no tenga ninguna otra puerta?
—Por supuesto que no —respondió Dumesnil con sarcasmo.
—No debe entrar nadie, ¿entendido? ¡Nadie! ¡El ejército está salvado, coronel, salvado!
—Alléluia —dijo Dumesnil con sequedad.
—Informaré al mariscal Masséna de que usted es el responsable de la seguridad de estos suministros —anunció pomposamente Poquelin.
Dumesnil se inclinó en la silla.
—El mariscal Masséna me dio las órdenes en persona, hombrecillo —dijo—, y yo cumplo mis órdenes. No necesito que usted me dé más.
—Le hacen falta más hombres —dijo Poquelin, preocupado porque las dos escuadras de dragones que bloqueaban la calle a ambos lados de las puertas del almacén ya estaban conteniendo a sendas multitudes de soldados hambrientos—. ¿Por qué están aquí esos soldados? —quiso saber, enfurruñado.
—Porque corre el rumor de que ahí dentro hay comida —Dumesnil levantó la espada hacia el almacén—, y porque tienen hambre. ¡Tranquilícese, por el amor de Dios! Tengo hombres suficientes. Usted haga su trabajo, Poquelin, y deje de decirme cómo tengo que hacer el mío.
Poquelin, satisfecho por haber cumplido con su deber recalcándole a Dumesnil lo importante que era la comida, fue a buscar al coronel Barreto, que estaba esperando con el comandante Ferreira y el inquietante Ferragus junto a las puertas del almacén.
—Está todo bien —le dijo Poquelin a Barreto—. ¡Hay aún más comida de la que nos dijeron!
Barreto se lo tradujo a Ferragus quien, a su vez, hizo una pregunta.
—El caballero —le dijo Barreto a Poquelin con evidente sarcasmo— quiere saber cuándo se le pagará.
—Ahora —respondió Poquelin, aunque no estaba en sus manos realizar el pago. Sin embargo, quería transmitirle la buena noticia a Masséna, y el mariscal sin duda pagaría cuando se enterara de que el ejército tenía comida más que suficiente para llegar a Lisboa. Eso era lo único que hacía falta. Llegar a Lisboa, pues ni siquiera los británicos podrían vaciar aquella gran ciudad de todos sus suministros. Un tesoro escondido aguardaba en Lisboa y ahora el Ejército de Portugal del emperador tenía los medios para alcanzarlo.
Los dragones se apartaron para dejar pasar a Poquelin y a sus compañeros. Luego los jinetes volvieron a acercarse unos a otros. Montones de soldados de infantería habían oído lo de la comida y estaban gritando que había que distribuirla ahora, pero el coronel Dumesnil estaba absolutamente dispuesto a matarlos si intentaban servirse. Permaneció sentado, con expresión dura, impasible, con su larga espada desenvainada; era un soldado que había recibido órdenes, lo cual significaba que la comida estaba en buenas manos y que el Ejército de Portugal estaba a salvo.
* * * *
Sharpe y Harper hicieron el camino de regreso hasta el tejado en el que Vicente y Sarah les esperaban. Vicente estaba inclinado, obviamente dolorido, en tanto que Sarah, en cuyo vestido negro de seda brillaban las manchas de sangre fresca, tenía el semblante pálido.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Sharpe.
Ella le mostró la ensangrentada hoja del cuchillo como respuesta.
—Extraje la bala —dijo en un hilo de voz.
—Bien hecho.
—Y montones de trozos de tela —añadió con más confianza.
—Mejor aún —repuso Sharpe.
Vicente se recostó en las tejas. Llevaba el pecho desnudo y un nuevo vendaje, arrancado de su camisa, le envolvía el hombro de un modo rudimentario. La sangre había calado la tela.
—¿Duele, eh? —preguntó Sharpe.
—Duele —contestó Vicente con sequedad.
—Fue difícil —comentó Sarah—, pero no dejó escapar ni un sonido.
—Eso es porque es un soldado —dijo Sharpe—. ¿Puede mover el brazo? —le preguntó a Vicente.
—Creo que sí.
—Inténtelo —le ordenó Sharpe. Vicente puso cara de horror, entonces entendió que la orden tenía sentido y, estremeciéndose de dolor, consiguió alzar el brazo izquierdo, lo cual indicaba que la articulación del hombro no estaba destrozada—. Pronto va a estar como nuevo, Jorge —dijo Sharpe—, siempre y cuando mantengamos limpia la herida —miró a Harper—. ¿Gusanos?
—Todavía no, señor —contestó Harper—. Sólo si la herida se pudriera.
—¿Gusanos? —preguntó Vicente con voz débil—. ¿Ha dicho gusanos?
—No hay nada mejor, señor —afirmó Harper con entusiasmo—. Es lo mejor para una herida sucia. Metes en ella a esos pequeños cabrones y la limpian, dejan la carne buena y quedas como nuevo —dio unas palmaditas en su mochila— siempre llevo media docena. Es mucho mejor que ir a un cirujano porque esos hijos de puta siempre quieren cortarte en pedazos.
—Odio a los cirujanos —dijo Sharpe.
—Odia a los abogados —le dijo Vicente a Sarah— y ahora resulta que odia a los cirujanos. ¿Hay alguien que le guste?
—Las mujeres —repuso Sharpe—. Las mujeres sí que me gustan. —Estaba contemplando la ciudad, escuchando gritos y disparos, y a juzgar por el ruido supo que la disciplina francesa se había venido abajo. Coimbra era presa del caos, entregada a la lujuria, el odio y el fuego. Tres columnas de humo que ya se alzaban desde las calles estrechas oscurecían el despejado cielo matutino y Sharpe supuso que no tardaría en haber más—. Están incendiando las casas —dijo—, y tenemos trabajo que hacer. —Se inclinó y recogió unos cuantos excrementos de paloma que metió en los cañones del fusil de Harper. Utilizó los más pegajosos que pudo encontrar y con cuidado fue metiendo una pequeña cantidad en cada una de las bocas—. Atáquelo, Pat —dijo. Los excrementos harían las funciones del relleno para que las balas no salieran cuando los cañones se inclinaran hacia abajo, y lo que planeaba hacer comportaba tener que apuntar el arma hacia abajo—. ¿Hay muchas de estas casas que tengan dependencias para estudiantes? —le preguntó a Vicente.
—Sí, muchas.
—¿Cómo ésta? —Hizo un gesto con la mano hacia el tejado que tenían a sus espaldas—. ¿Con habitaciones que ocupan todo el desván?
—Es muy común —explicó Vicente—, se llaman repúblicas, algunas de las cuales son casas enteras y otras son parte de una casa. Cada una tiene su propio gobierno. Cada miembro tiene un voto, y cuando yo estuve aquí…
—De acuerdo, Jorge, cuéntemelo más tarde —le dijo Sharpe—. Espero que las casas de enfrente del almacén tengan una república —debería haberlo mirado cuando estuvo allí, pero no se le había ocurrido—. Lo que ahora nos hace falta —siguió diciendo— son uniformes.
—¿Uniformes? —preguntó Vicente.
—Uniformes franchutes, Jorge. Entonces podremos unirnos al carnaval. ¿Cómo se encuentra?
—Débil.
—Puede descansar unos minutos —le dijo Sharpe mientras Pat y yo vamos a buscar ropa nueva.
Sharpe y Harper volvieron a avanzar poco a poco por el canalón y treparon por la ventana abierta para entrar al desván abandonado.
—Me duelen horrores las costillas —se quejó Sharpe mientras se erguía.
—¿Se las ha envuelto? —le preguntó Harper—. No se le curarán si no se las envuelve.
—No quería ir a ver al ángel de la muerte —gruñó Sharpe. El ángel de la muerte era el médico del batallón, un escocés cuyas atenciones se conocían como «los últimos ritos».
—Ya se las envolveré yo —le dijo Harper— cuando tengamos un minuto. —Se dirigió a la puerta y escuchó unas voces que provenían de abajo. Sharpe lo siguió por las escaleras, que descendieron lentamente, cuidándose de no hacer demasiado ruido. Una chica empezó a gritar en el siguiente piso. Se calló de repente, como si la hubiesen golpeado, y empezó de nuevo. Harper llegó al rellano y avanzó hacia la puerta de la que provenía el grito.
—Nada de sangre —le susurró Sharpe. Una casaca de uniforme manchada de sangre reciente llamaría demasiado la atención. En el piso de abajo se oían voces masculinas, pero no mostraban ningún interés por la chica de arriba—. Hágalo deprisa —le dijo Sharpe, que pasó poco a poco junto al irlandés—, y con toda la brutalidad que quiera.
Sharpe abrió la puerta de un empujón sin dejar de avanzar y vio a tres hombres en la habitación. Dos de ellos sujetaban a la chica contra el suelo mientras el tercero, un hombre fornido que se había despojado de su casaca y se había bajado los pantalones hasta los tobillos, iba a arrodillarse cuando la culata del rifle de Sharpe le alcanzó en la base del cráneo. Fue un golpe feroz, lo bastante fuerte como para arrojar al soldado hacia delante, encima del vientre desnudo de la chica. Sharpe supuso que aquel hombre habría quedado fuera de combate, echó el rifle hacia atrás y golpeó al soldado que tenía a su izquierda en el maxilar, oyó el crujido del hueso y vio que toda la mandíbula se torcía. Notó que el tercero caía con el golpe que le propinaba Harper y remató al de la mandíbula rota con otro golpe de la culata chapada de latón en un lado de la cabeza. Por la sensación de aquel golpe le pareció que le había fracturado el cráneo; entonces, el primero de aquellos hombres, que de alguna manera había sobrevivido al ataque inicial, lo agarró de las piernas. El soldado, entorpecido por los pantalones bajados, intentó arañar a Sharpe en la ingle y le hizo perder el equilibrio, pero entonces la pesada culata de la escopeta de cañones múltiples se estrelló contra la parte posterior de su cabeza y el tipo se deslizó hasta el suelo con un gemido. Harper le propinó un último golpecito de recuerdo.
La chica, que estaba desnuda, miró horrorizada y estuvo a punto de volver a gritar cuando Harper recogió su ropa del suelo, pero él se llevó el dedo a los labios. La chica contuvo el aliento sin dejar de mirarlo y Harper le sonrió y le entregó su ropa.
—Vístase, querida —le dijo.
—¿Inglés? —preguntó ella al tiempo que se pasaba el vestido roto por la cabeza.
Harper puso cara de horror.
—Soy irlandés, cariño —le dijo.
—¡Por lo que más quiera, tenorio —terció Sharpe—, vaya corriendo a las escaleras y traiga a los otros dos!
—Sí, señor —respondió Harper, y se dirigió a la puerta. La chica, al ver que se marchaba, soltó un pequeño grito, alarmada. El irlandés se volvió hacia ella, le guiñó el ojo y la chica agarró el resto de su ropa y lo siguió, dejando a Sharpe con los tres hombres. El hombre más fornido, el que se había llevado una buena paliza, daba muestras de estar recuperándose, alzaba la cabeza y su mano encallecida se movía a tientas por el suelo, de modo que Sharpe desenvainó la propia bayoneta de aquel hombre y la deslizó entre sus costillas. Salió muy poca sangre. El hombre se sacudió, abrió los ojos una vez para mirar a Sharpe, luego se oyó un estertor en su garganta y la cabeza se le desplomó. Quedó tendido sin moverse.
Los otros dos, ambos muy jóvenes, estaban inconscientes. A Sharpe le pareció que, probablemente, el soldado a quien le había roto y dislocado la mandíbula moriría del golpe en la cabeza. Tenía la tez blanca, le salía un hilito de sangre del oído y no dio muestras de recuperar la conciencia cuando Sharpe le quitó la ropa. El segundo, al que había golpeado Harper, gimió cuando lo desnudó, y Sharpe lo hizo callar de un mamporro. Luego se quitó la casaca y se puso una de las azules. Le quedaba bastante bien. Se abotonaba a un lado de la ancha vuelta blanca que decoraba la delantera y que terminaba en la cintura, aunque un par de faldones colgaban por detrás. Los faldones tenían el revés blanco decorado con parejas de granadas en llamas, lo cual significaba que el verdadero propietario de la casaca pertenecía a una compañía de granaderos. El alto y rígido cuello era de color rojo y en los hombros había unas pequeñas charreteras del mismo color. Sharpe se puso el cinturón cruzado blanco del soldado, que se abrochaba en el hombro izquierdo con la tira de la charretera y del cual colgaba la bayoneta. Optó por no ponerse los pantalones blancos del soldado. Ya llevaba el peto de oficial de la caballería francesa y aunque la combinación de la casaca y el peto no era habitual, pocos eran los soldados que iban correctamente uniformados después de varias semanas de campaña. Se abrochó su propio talabarte debajo de los faldones de la casaca a sabiendas de que suponía un riesgo, pues ningún soldado común y corriente llevaría una espada, pero supuso que los demás pensarían que había tomado el arma como botín. Se colgó el rifle al hombro, consciente de que a primera vista el arma parecía un mosquete. Vació la mochila de piel de buey del soldado y metió en ella su casaca y su chacó y a continuación se puso el chacó del soldado, una confección de color rojo y negro decorado con una placa de latón en la parte frontal en la que aparecía un águila encima del número 19, lo cual convertía a Sharpe en un nuevo recluta del 19.º Regimiento de Infantería de Línea. La cartuchera, que colgaba debajo de la bayoneta del extremo del cinturón cruzado, tenía el símbolo de una granada de latón en la tapa.
Cuando Harper regresó, por un segundo pareció sobresaltarse al ver a Sharpe vestido con el azul del enemigo y luego esbozó una sonrisa burlona.
—Le queda bien, señor.
Vicente y las dos muchachas entraron detrás de él. Sharpe vio que la chica portuguesa era joven, de unos quince años tal vez, con unos ojos brillantes y una larga cabellera morena. Ella vio el rastro de sangre en la camisa del hombre que había estado a punto de violarla, le escupió y, antes de que nadie pudiera detenerla, agarró una bayoneta y se la clavó en el cuello a uno de los otros dos, con lo que hizo salir un chorro de sangre que llegó a lo alto de la pared. Vicente abrió la boca para protestar pero se quedó callado. Dieciocho meses antes, cuando Sharpe lo conoció, la mente legal de Vicente se había mostrado reacia a semejante castigo sumario de los violadores. Pero entonces no dijo nada y la chica escupió al hombre que había matado, tras lo cual fue a por el segundo, que estaba tendido de espaldas y respiraba con un ruido áspero que salía de su mandíbula rota. La muchacha se quedó de pie junto a él y colocó la bayoneta encima de su boca retorcida.
—Nunca me gustaron los violadores —comentó Sharpe en tono suave.
—Son escoria —estuvo de acuerdo Harper—, pura escoria.
Sarah observaba; no quería mirar, pero era incapaz de apartar la vista de la bayoneta que la chica sostenía con las dos manos. La muchacha hizo una pausa para disfrutar del momento y asestó la puñalada.
—Vístanse —les dijo Sharpe a Vicente y a Harper. Por detrás de él, el moribundo emitió un sonido ahogado y sus talones repiquetearon brevemente contra el suelo—. Pregúntale cómo se llama —le dijo Sharpe a Sarah.
—Se llama Joana Jacinto —dijo Sarah tras una breve conversación—. Vive aquí. Su padre trabajaba en el río, pero ahora no sabe dónde está. Y dice que les dé las gracias.
—Joana es un nombre muy bonito —dijo Harper, vestido entonces de sargento francés—, y es una chica útil, ¿eh? Sabe utilizar una bayoneta.
Sharpe ayudó a Vicente a ponérsela casaca azul y la dejó colgando del hombro izquierdo antes que forzar el brazo de Vicente por la manga.
—Dice —Sarah había mantenido otra conversación con Joana— que quiere quedarse con nosotros.
—Pues claro que debe hacerlo —afirmó Harper antes de que Sharpe pudiera dar su opinión. La delantera del vestido marrón oscuro de Joana se había roto cuando los soldados la desnudaron y sus restos se habían manchado de sangre cuando la muchacha había matado al segundo soldado, de manera que se puso la camisa de uno de los muertos encima del vestido, se la abrochó y luego cogió un mosquete. Sarah, que no quería parecer menos beligerante, se colgó otro al hombro.
No formaban una fuerza propiamente dicha. Dos fusileros, dos mujeres y un cazador portugués herido. Pero a Sharpe le parecía que era suficiente para hacer pedazos un sueño francés.
Así pues, se colgó el rifle al hombro, se subió más el talabarte y condujo a los demás al piso de abajo.
* * * *
La mayor parte de la infantería francesa que se hallaba en Coimbra pertenecía al 8.º Cuerpo del ejército, una unidad recién reclutada formada por jóvenes que acababan de salir de los depósitos de Francia y que estaban medio adiestrados, mal disciplinados, resentidos con un emperador que los había hecho marchar hacia una guerra que la mayoría no comprendía y, por encima de todo, hambrientos. Cientos de ellos rompieron filas para explorar la universidad pero, al no encontrar casi nada de lo que buscaban, descargaron su frustración haciendo pedazos, destrozando y rompiendo todo lo que se podía romper. Coimbra era famosa por su trabajo en el campo de la óptica, pero los microscopios no les resultaban de mucha utilidad a los soldados, por lo que arremetieron contra aquellos hermosos instrumentos con los mosquetes y luego despedazaron los magníficos sextantes. Se salvaron un puñado de telescopios, pues eran objetos que tenían valor, pero los instrumentos más grandes, demasiado pesados para ser transportados, fueron destruidos y un incomparable juego de lentes magníficas hechas de cristal molido, protegidas con terciopelo en un mueble de cajones anchos y hondos, fue hecho añicos sistemáticamente. Una de las habitaciones estaba llena de cronómetros, todos ellos a prueba, que quedaron reducidos a muelles doblados, ruedas dentadas y cajas hechas pedazos. Machacaron un estupendo conjunto de fósiles hasta que quedaron hechos pedazos y una colección de minerales, el trabajo de toda una vida catalogado cuidadosamente en cuarzos, espatos y menas, fue arrojado desde una ventana. Destruyeron la porcelana fina, arrancaron los cuadros de los marcos y si la mayor parte de la biblioteca se salvó fue porque había demasiados libros para destrozarlos todos. No obstante, hubo algunos que lo intentaron, sacaron los libros raros de las estanterías y los rompieron, pero no tardaron en aburrirse y se conformaron con hacer pedazos unos magníficos jarrones romanos colocados en unos soportes dorados. Todo aquello no tenía ningún sentido, excepto la ira que los soldados sentían. Odiaban a los portugueses y se vengaban con aquello que su enemigo valoraba.
La catedral vieja de Coimbra la habían construido dos franceses en el siglo XII y ahora eran otros franceses los que gritaban de deleite porque muchas mujeres se habían refugiado cerca de sus altares. Unos cuantos hombres intentaron proteger a sus esposas e hijas, pero los mosquetes dispararon, los hombres murieron y empezó el griterío. Otros soldados dispararon contra el alto altar dorado, apuntando a los santos tallados que custodiaban a la Virgen de rostro triste. Una criatura de seis años que intentó apartar a un soldado de su madre fue degollada, y un sargento también le cortó el cuello a una mujer que no podía parar de chillar. En la catedral nueva, situada colina arriba, los voltigeurs se turnaron para orinar en la pila bautismal y, cuando estuvo llena, bautizaron a las chicas que habían capturado en el edificio, dándoles a todas el mismo nombre, Putain, que quería decir puta. Entonces, un sargento subastó a las mujeres, que lloraban con los cabellos chorreando de orina.
En la iglesia de Santa Cruz, que era más antigua que la catedral vieja, las tropas encontraron las tumbas de los dos primeros reyes de Portugal. Destrozaron los sepulcros bellamente esculpidos, rompieron los ataúdes y los huesos de Alfonso el Conquistador, que había liberado Lisboa de los musulmanes en el siglo XII, se sacaron de la tela que los envolvía y fueron arrojados al suelo. Su hijo, Sancho I, había sido enterrado con un vestido suelto de lino ribeteado con tela de oro, y un artillero rasgó la mortaja, se la puso en los hombros y empezó a bailar sobre los restos del cadáver. En la tumba de Sancho había una cruz de oro con incrustaciones de piedras preciosas y tres soldados se pelearon por ella. Uno de ellos murió y los otros dos dividieron la cruz y la compartieron. En Santa Cruz había más mujeres que sufrían igual que las demás en tanto que a sus esposos se los llevaban al Claustro del Silencio y los fusilaban.
En general, lo que los soldados querían era comida. Irrumpieron en las casas, abrieron los sótanos a patadas en busca de cualquier cosa comestible. Había mucha comida, puesto que la ciudad nunca había quedado del todo despojada de comestibles, pero los soldados eran demasiado numerosos y el enojo aumentaba cuando algunos comían y otros seguían hambrientos, y el enojo se convirtió en furia cuando se alimentó con los generosos suministros de vino que se descubrieron en las tabernas. Corrió el rumor de que había grandes reservas de comida en un almacén de la parte baja de la ciudad y cientos de soldados se reunieron allí para encontrarse con que el tesoro estaba vigilado por dragones. Algunos de ellos se quedaron allí con la esperanza de que los dragones se marcharan, en tanto que otros se fueron en busca de mujeres o botín.
Unos cuantos soldados intentaron evitar la destrucción. A un oficial que trató de apartar a dos artilleros de una mujer lo tiraron al suelo a patadas y le clavaron una espada. A un sargento beato, ofendido por lo que estaba ocurriendo en la catedral vieja, le pegaron un tiro. La mayoría de oficiales, conscientes de que era imposible intentar detener aquella orgía de destrucción, se atrincheraron en las casas y esperaron a que se calmara aquella locura, en tanto que otros sencillamente se sumaron a ella.
El mariscal Masséna, escoltado por húsares y acompañado de sus ayudantes de campo y de su amada, que iba atractivamente vestida con un uniforme de húsar de color azul cielo, encontró alojamiento en el palacio del Arzobispo. Dos coroneles de infantería acudieron al palacio y se quejaron del comportamiento de las tropas, pero no obtuvieron mucho apoyo por parte del general.
—Se merecen un respiro —dijo—. Ha sido una marcha muy dura, una marcha muy dura. Y son como los caballos. Responden mejor si de vez en cuando aflojas la brida. Así pues, déjenlos jugar, caballeros, déjenlos jugar. —Se ocupó de que Henriette estuviera cómoda en el dormitorio del arzobispo. A la mujer no le gustaban los crucifijos que colgaban de las paredes, de modo que Masséna se deshizo de ellos tirándolos por la ventana y luego le preguntó qué le gustaría comer.
—Uvas y vino —respondió ella, y Masséna ordenó a uno de sus criados que revolviera las cocinas de palacio y encontrara ambas cosas.
—¿Y si no hay nada de eso, señor? —preguntó el criado.
—¡Pues claro que hay uvas y vino! —le espetó Masséna—. ¡Por Dios Todopoderoso! ¿Es que no se puede hacer nada sin preguntar en este ejército? ¡Busque las condenadas uvas, busque el maldito vino y tráigaselos a mademoiselle!
Regresó al comedor del palacio donde se habían desplegado unos mapas en la mesa del arzobispo. Eran unos mapas muy malos, inspirados mas por la imaginación que por la topografía, pero uno de los ayudantes de campo de Masséna creía que en la universidad podría haberlos mejores, y tenía razón, aunque cuando los encontraron ya habían sido reducidos a cenizas.
Los generales del ejército se reunieron en el comedor donde Masséna planeó la siguiente fase de la campaña. Había sufrido un revés en Bussaco, pero aquella derrota no le había impedido flanquear al enemigo por la izquierda y así dar caza a los británicos y portugueses hasta que abandonaron el centro de Portugal. En aquellos momentos el ejército de Masséna se hallaba en el Mondego y el enemigo se retiraba hacia Lisboa, pero aun así al mariscal le quedaban otros enemigos. El hambre asaltaba a las tropas, al igual que los irregulares portugueses que se acercaban por detrás de sus fuerzas como lobos siguiendo un rebaño de ovejas. El general Junot sugirió que era momento de hacer una pausa.
—Los británicos están huyendo hacia sus barcos —dijo—, dejemos que se marchen. Luego mandamos un cuerpo para recuperar los caminos hasta Almeida.
Almeida era la fortaleza fronteriza portuguesa donde había empezado la invasión y estaba situada a más de ciento sesenta kilómetros al este, al final de los caminos imposibles por los que el ejército francés había avanzado con gran dificultad.
—¿Con qué propósito? —preguntó Masséna.
—Para que puedan pasar los suministros —declaró Junot—, los suministros y los refuerzos.
—¿Que refuerzos? —la pregunta era sarcástica.
—¿Los cuerpos de Drouet? —sugirió Junot.
—No van a moverse de donde están —dijo Masséna agriamente—, no les permitirán venir.
El emperador había ordenado que le proporcionaran a Masséna 130.000 hombres para la invasión, pero en la frontera se habían reunido menos de la mitad de ese número y cuando Masséna había suplicado que le mandaran más hombres, el emperador le había enviado un mensaje diciendo que las fuerzas con las que contaba eran adecuadas, que el enemigo era risible y que invadir Portugal era una tarea fácil. No obstante, el emperador no estaba allí. El emperador no estaba al mando de un ejército de soldados medio muertos de hambre cuyos zapatos se deshacían en pedazos, un ejército cuyas líneas de abastecimiento eran inexistentes porque los malditos campesinos portugueses controlaban los caminos que serpenteaban por las montañas hasta Almeida. El mariscal Masséna no quería volver a esas montañas. Hay que llegar a Lisboa, pensó, hay que llegar a Lisboa.
—¿Los caminos de aquí a Lisboa son mejores que aquellos por los que hemos venido? —preguntó.
—Cien veces mejores —contestó uno de sus ayudantes de campo portugueses.
El mariscal se acercó a una ventana y se quedó mirando el humo que se alzaba de los edificios que ardían en la ciudad.
—¿Estamos seguros de que los británicos se dirigen al mar?
—¿Adónde pueden ir si no? —replicó un general.
—¿A Lisboa?
—No pueden defenderla —observó el ayudante de campo portugués.
—¿Al norte? —Masséna volvió a la mesa y clavó el dedo en las marcas sombreadas de un mapa—. ¿A estas montañas? —Señalaba el territorio al norte de Lisboa donde las montañas se extendían a lo largo de más de treinta y dos kilómetros entre el Atlántico y el ancho río Tajo.
—Son montañas bajas —dijo el ayudante de campo—, las atraviesan tres caminos aparte de una docena de senderos utilizables.
—Pero ese tal Wellington podría presentar batalla allí.
—Si lo hace se arriesga a perder su ejército —intervino el mariscal Ney.
Masséna recordó el sonido de las descargas en la sierra de Bussaco y se imaginó a sus hombres luchando de nuevo contra un fuego semejante, luego se despreció a sí mismo por rendirse al miedo.
—Podemos ingeniárnoslas para echarlo de las montañas —sugirió, lo cual era una idea sensata, pues sin duda el ejército enemigo no era lo bastante numeroso como para proteger un frente de más de treinta kilómetros. Amenazarlo en un lugar, pensó Masséna, y lanzar a las Águilas a través de las montañas situadas a unos quince kilómetros de distancia—. En las montañas hay fuertes, ¿verdad? —preguntó.
—Nos han llegado rumores de que está construyendo fuertes para proteger los caminos —contestó el ayudante de campo portugués.
—Pues marcharemos a través de las montañas —anunció Masséna. De ese modo los nuevos fuertes podían quedarse allí y pudrirse mientras el ejército de Wellington quedaba rodeado, humillado y derrotado. El mariscal miró fijamente el mapa y se imaginó las banderas del ejército derrotado desfilando por París y arrojadas a los pies del emperador—. Podemos flanquearlo de nuevo pero no si le damos tiempo para escapar. Tenemos que meterle prisa.
—Así pues, ¿marchamos hacia el sur? —preguntó Ney.
—Dentro de dos días —decidió Masséna. Sabía que le hacía falta ese tiempo para que su ejército se recuperara de la captura de Coimbra—. Hoy dejémosles a sus anchas —dijo—, mañana los llevaremos de nuevo con las Águilas y nos cercioraremos de que estén preparados para ponerse en marcha el miércoles.
—¿Y qué comerán los soldados? —preguntó Junot.
—Lo que puedan, maldita sea —le espetó Masséna—. Aquí tiene que haber comida, ¿no? Los ingleses no pueden haber vaciado una ciudad entera.
—Hay comida —terció una nueva voz, y los generales, de un rojo, azul y oro resplandecientes, apartaron la vista de sus mapas y vieron el comisario-jefe Poquelin con pinta de estar satisfecho consigo mismo, lo cual era raro en él.
—¿Cuanta comida? —preguntó Masséna en un tono cáustico.
—La suficiente para que podamos llegar a Lisboa, señor —respondió Poquelin—, más que suficiente. —Llevaba varios días intentando evitar a los generales por miedo al desprecio que recibía por su parte, pero había llegado la hora de Poquelin. Aquel era su triunfo. El comisario había hecho su trabajo—. Necesito transporte —dijo—, y un buen batallón que me ayude a trasladar los suministros, pero tenemos todo lo que necesitamos y más. ¿Recuerda que prometió comprar esas provisiones, señor? El hombre ha mantenido su palabra. Está esperando fuera.
Masséna casi no se acordaba de haber hecho aquella promesa, pero ahora que la comida estaba en su posesión estuvo tentado de romperla. El erario del ejército no era abundante y los franceses no tenían la costumbre de comprar suministros que podían robar. Hay que vivir de la tierra, decía siempre el emperador.
El coronel Barreto, que había acudido al palacio con Poquelin, vio la indecisión en el rostro de Masséna.
—Si faltamos a la promesa, señor —dijo respetuosamente—, no nos creerá nadie en toda Portugal. Y dentro de una o dos semanas estaremos gobernando aquí. Nos hará falta cooperación.
—Cooperación —el mariscal Ney pronunció aquella palabra como si la escupiera—. Una guillotina en Lisboa los hará cooperar rápidamente.
Masséna meneó la cabeza. Barreto tenía razón, era una estupidez granjearse nuevos enemigos cuando estaban a punto de conseguir la victoria.
—Páguele —dijo con un gesto de la cabeza dirigido al ayudante de campo que guardaba la llave del cofre del dinero—. Y dentro de dos días —siguió diciéndole a Poquelin— empiece a trasladar los suministros al norte. Quiero un depósito en Leiria.
—¿En Leiria? —preguntó Poquelin.
—¡Aquí, hombre, aquí! —Masséna señaló un punto en el mapa golpeándolo con el dedo índice y Poquelin se fue abriendo paso nerviosamente entre los generales para buscar aquella ciudad que, según descubrió, se hallaba a poco más de sesenta kilómetros al sur de Coimbra por el camino de Lisboa.
—Necesito carros —dijo Poquelin.
—Tendrá usted hasta el último carro y mula que poseemos —le prometió Masséna con aire presuntuoso.
—No hay caballos suficientes —comentó Junot agriamente.
—¡Nunca hay caballos suficientes! —espetó Masséna—. De modo que utilicen hombres. Utilicen a esos malditos campesinos —hizo un gesto con la mano hacia la ventana, señalando la ciudad—. ¡Pónganles los arreos, azótenlos y háganlos trabajar!
—¿Y los heridos? —preguntó Junot, alarmado. Iban a hacer falta algunos carros para trasladar a los heridos hacia el sur si es que éstos iban a permanecer con el ejército para protegerlos así de los irregulares portugueses.
—Pueden quedarse aquí —decidió Masséna.
—¿Y quién los defenderá?
—Ya encontraré a algunos hombres —respondió Masséna, a quien semejantes objeciones hacían perder pronto la paciencia.
Lo que importaba era que tenía comida, que el enemigo se retiraba y que Lisboa se encontraba a tan sólo ciento sesenta kilómetros al sur. La campaña casi había concluido, pero a partir de entonces su ejército marcharía por buenos caminos y por lo tanto no era momento de ser cauto, era momento de atacar.
Y dentro de dos semanas, pensó, tomaría Lisboa y ganaría la guerra.
* * * *
Sharpe apenas había salido a la calle cuando un soldado intentó arrebatarle a Sarah de su lado. La muchacha no tenía un aspecto precisamente seductor, pues su vestido negro estaba arrugado y con los bajos rotos, llevaba el cabello suelto y la cara sucia; no obstante, el hombre la agarró del brazo y protestó como un loco cuando Sharpe lo inmovilizó contra la pared con la culata de su rifle. Sarah le escupió y añadió un par de palabras que esperaba que fueran lo bastante groseras como para escandalizarlo.
—¿Hablas francés? —le preguntó Sharpe a Sarah, sin importarle que el soldado francés lo oyera.
—Francés, portugués y español —respondió ella.
Sharpe propinó un buen golpe en la entrepierna a aquel hombre como recuerdo y luego condujo a sus compañeros junto a los cuerpos de dos soldados, ambos portugueses, que estaban tendidos en los adoquines. A uno de ellos lo habían destripado y un perro con tres patas husmeaba su cadáver, desde el cual la sangre descendía a lo largo de unos tres metros por el sumidero. Por encima de ellos se rompió una ventana que los regó con brillantes fragmentos de cristal. Una mujer gritó y las campanas de una de las iglesias iniciaron una terrible cacofonía. Ninguno de los soldados franceses les prestó demasiada atención excepto para preguntarles si habían terminado con las dos chicas, y sólo Sarah y Vicente entendieron aquellas preguntas. La calle estaba cada vez más llena a medida que iban subiendo y se acercaban al lugar donde, según el rumor, había comida suficiente para una multitud. Sharpe y Harper se valieron de su tamaño para abrirse camino por entre los soldados, intimidándolos, y entonces, al llegar a las casas que había justo enfrente del almacén de Ferragus, Sharpe entró por la primera puerta y subió las escaleras. Una mujer con el rostro manchado de sangre que estrechaba un bebé en sus brazos retrocedió ante ellos en el rellano; Sharpe ascendió por el último tramo de escaleras y descubrió, para su alivio, que el desván de aquella casa era como el primero en el que habían estado, una habitación larga que abarcaba toda la longitud de las casas separadas de debajo. Allí arriba habían vivido una veintena de estudiantes, pero ahora sus camas estaban volcadas, todas excepto una en la que dormía un soldado francés. El soldado se despertó al oír los fuertes pasos de todos ellos en las tablas del suelo y, al ver a las dos mujeres, rodó en la cama y se levantó. Sharpe estaba abriendo una de las ventanas del tejado y se dio la vuelta cuando el soldado extendió las manos hacia Sarah, que le sonrió y, con una fuerza sorprendente, le hincó el cañón de su mosquete francés en el vientre. El hombre dio un grito ahogado y se quedó sin aliento, doblado en dos, y Joana lo golpeó con la culata de su rifle, que blandió como si fuera una guadaña para estrellárselo en la frente, con lo que el soldado se desplomó de espaldas. Sarah sonrió al descubrir unas habilidades que no había imaginado que tuviera.
—Quédese aquí con las mujeres —le dijo Sharpe a Vicente— y esté preparado para salir corriendo como alma que lleva el diablo. —Iba a atacar a los dragones desde arriba y se figuraba que los soldados de caballería saldrían tras sus atacantes utilizando las escaleras más cercanas al almacén, sin saber que desde el desván se podía acceder a las distintas escaleras de las cuatro casas. Sharpe tenía intención de volver por donde había venido y cuando los dragones llegaran al desván él ya haría rato que se habría ido—. Vamos, Pat.
Treparon al tejado que habían reconocido antes y, siguiendo el canalón junto al parapeto, llegaron al hastial.
Sharpe se asomó y vio de nuevo a los jinetes a tres pisos por debajo. Le cogió el fusil de cañones múltiples a Harper.
—Ahí abajo hay un oficial, Pat —le dijo—. Está a la izquierda, montado en un caballo gris. Cuando yo lo diga, dispárele.
Harper metió un poco de excremento de paloma en el cañón de su rifle y lo atacó para que sujetará la bala en su sitio, a continuación avanzó poco a poco y se asomó a la calle. A ambos extremos de la corta calzada había dragones que utilizaban la fuerza de sus caballos y la amenaza de sus espadas largas para mantener a raya a los soldados de infantería hambrientos. El oficial se encontraba detrás mismo del grupo de la izquierda; se le distinguía fácilmente por la pelliza forrada de piel que colgaba de su hombro izquierdo y porque la sudadera verde de la silla no llevaba sujeta ninguna bolsa. Ninguno de los dragones miró hacia arriba, ¿por qué iban a hacerlo? Su trabajo consistía en vigilar la calle, no los tejados, y Harper apuntó el rifle hacia abajo y echó hacia atrás el percutor.
Sharpe se puso a su lado con el fusil de cañones múltiples.
—¿Está preparado?
—Preparado.
—Dispare usted primero —le dijo Sharpe. Harper tenía que asegurarse de apuntar bien, pero no era necesario que Sharpe apuntara el fusil de cañones múltiples puesto que éste carecía de precisión. Sólo era una máquina de matar, sus siete balas se dispersaban como la metralla al salir de los cañones agrupados.
Harper puso la mira en el casco metálico del oficial de cuya cimera salía un penacho de color marrón. El caballo gris se agitó y el francés lo calmó, luego miró hacia atrás y en aquel preciso momento Harper disparó. La bala rompió el casco, del que se alzó un breve chorro de sangre que luego empezó a asomar también por el borde mientras el oficial se iba inclinando lentamente hacia un lado. Sharpe disparó entonces contra los demás dragones con una descarga múltiple que, como un disparo de cañón, resonó en la fachada del almacén. El aire se llenó de humo. Un caballo bramó.
—¡Corra! —exclamó Sharpe.
Regresaron sobre sus pasos, a través de la ventana y por las escaleras del otro lado, seguidos por Vicente y las mujeres. Sharpe oyó un alboroto en el otro extremo de la casa. Los soldados gritaban alarmados y los cascos de los caballos golpeaban con fuerza los adoquines, entonces llegó a la puerta principal y, con las dos armas colgadas del hombro, se abrió paso a empujones entre la multitud. Sarah se agarró de su cinturón. Los soldados de infantería avanzaban en tropel pero, por encima de sus cabezas, Sharpe vio a unos dragones desmontados que intentaban llegar a la casa de enfrente. Por lo que Sharpe pudo ver, sólo uno de aquellos hombres había permanecido en la silla, un hombre que estaba sujetando una docena de riendas, pero el empuje de la arremolinada infantería, que de pronto comprendió que el almacén ya no estaba protegido, estaba apartando los caballos.
Los dragones habían hecho exactamente lo que Sharpe quería que hicieran, lo que él pensaba que harían. Su oficial estaba muerto, otros estaban heridos y, sin nadie que les diera órdenes, su único pensamiento era vengarse de los hombres que los habían atacado, por lo que irrumpieron en la casa dejando el almacén sin más protección que unos cuantos dragones que no podían hacer nada por contener la oleada de soldados que se abalanzaba contra las puertas. Un sargento de dragones trató de detenerlos, pero lo arrancaron de la silla, empujaron al caballo a un lado y tiraron de las puertas para abrirlas. Sonó una gran ovación. Los dragones restantes dejaron que los soldados pasaran corriendo y se concentraron únicamente en salvar sus vidas y las de sus caballos.
—Ahí adentro habrá un verdadero caos —le dijo Sharpe a Harper—. Voy a entrar solo.
—¿Para hacer qué?
—Lo que tengo que hacer —contestó Sharpe—. Usted y el capitán Vicente cuiden de las chicas —los empujó por una entrada—. Me reuniré con ustedes aquí. —Sharpe hubiera preferido llevarse a Harper con él, pues el tamaño y la fuerza del irlandés resultarían muy valiosos en el almacén abarrotado, pero el mayor peligro sería que se metieran los cinco en aquel confuso interior y se separaran, por lo cual era mejor que Sharpe trabajara solo—. Espérenme —dijo Sharpe, que le entregó la mochila y el rifle a Harper y, armado únicamente con su espada y el fusil de cañones múltiples descargado, avanzó por la calle abriéndose paso a empellones y amenazas, pasó junto al asustado caballo del oficial muerto y así, finalmente, entró en el almacén.
La entrada se hallaba abarrotada y, una vez dentro, se encontró con soldados que bajaban cajas, sacos y barriles y que dificultaban el paso, pero Sharpe utilizó la culata del fusil para despejar el camino con brutalidad. Un artillero intentó detenerlo con un furioso puñetazo, pero Sharpe le hundió los dientes con la culata chapada, luego trepó por un desordenado montón de sacos que se habían bajado de una de las grandes pilas y se encontró en una zona relativamente despejada de gente. Desde allí podría abrirse camino hasta el extremo del almacén, donde recordaba haber visto los pertrechos amontonados en las dos carretas aparcadas junto a la gran pared de madera que dividía aquel almacén del contiguo. Allí atrás había muy pocos soldados, pues los franceses estaban interesados en la comida y no en velas, botones, clavos o herraduras.
Un soldado estaba revisando los artículos del lecho de uno de los carros y Sharpe vio que ya llevaba un saco lleno, supuestamente de comida, por lo que le dio un tortazo en la nuca con el fusil de cañones múltiples, lo pateó cuando cayó al suelo, le pisó la cara cuando intentó moverse y luego miró dentro del saco. Había galletas, ternera salada y queso. Se lo llevaría, pues todo su grupo tenía hambre; dejó el saco a un lado, desenvainó la espada y con la hoja rompió dos barriles de aceite para lámpara. Era aceite de ballena, que despidió un olor fétido al derramarse por las duelas rotas y caer al lecho del carro. En el otro extremo del vehículo había unos cuantos rollos de tela, Sharpe se acercó para ver de qué estaban hechos y descubrió, tal como había esperado, que eran de lino. Desplegó dos de los rollos sacudiendo la tela, que dejó suelta cubriendo toda la carga.
Bajó del carro de un salto, envainó la espada, abrió un cartucho e hizo un rollo de papel lleno de pólvora. Cebó el fusil de cañones múltiples que llevaba descargado y echó un vistazo por el almacén donde los soldados se llevaban las provisiones a rastras como desalmados. Un montón de barriles de ron se vino abajo y aplastó a un hombre que soltó un grito cuando un barril lleno le rompió las piernas y se partió, derramando el ron por el suelo. Un francés golpeó otro barril con un hacha y metió una taza de hojalata en el ron. Otra docena de hombres se acercaron para unirse a él y ninguno se fijó en Sharpe, que amartillaba el arma descargada.
Apretó el gatillo, el cebo llameó y el rollo de papel prendió y silbó furiosamente. Sharpe dejó que la llama creciera hasta que el papel ardió bien y entonces lo arrojó sobre el aceite derramado en el lecho del carro. Por un segundo el papel ardió solo, pero entonces una cortina de llamas se extendió por el vehículo y Sharpe agarró el saco de comida y echó a correr.
Dio unos cuantos pasos sin encontrar ningún obstáculo. Los soldados que había en torno a los barriles de ron hicieron caso omiso de Sharpe cuando pasó, pero entonces el lino prendió y de repente hubo un destello de luz. Un soldado dio un grito de advertencia, el humo empezó a extenderse y empezó a cundir el pánico. Una docena de dragones intentaban abrirse camino a la fuerza para entrar en el almacén con órdenes de llevar a cabo la imposible tarea de echar a los soldados que robaban la valiosa comida y una oleada de soldados aterrorizados chocó contra ellos, lo que arrojó al suelo a dos; se oyeron gritos y gruñidos, un disparo, y la humareda espesó con una rapidez asombrosa cuando el carro empezó a arder. Los cartuchos que llevaba en la bolsa el hombre al que Sharpe había robado la comida empezaron a estallar, un pedazo de papel cayó en el ron y unas repentinas llamas azules cubrieron el suelo.
Sharpe acometía contra todo el que se cruzaba en su camino a pisotones y patadas y acabó desenvainando la espada porque le pareció que era la única forma de despejar el camino. Pinchaba a los soldados con la hoja y éstos se apartaban y se daban la vuelta para protestar, pero al ver la ira del rostro de Sharpe retrocedían; tras él estalló un pequeño barril de pólvora, el fuego roció todo el almacén y Sharpe intentó abrirse camino a la fuerza entre el gentío, pero no había manera de salir. Montones de hombres aterrorizados bloqueaban los espacios entre las pilas de provisiones, de modo que Sharpe envainó la espada, arrojó el saco de comida que llevaba a lo alto de un montón de cajas y trepó por el lado. Fue corriendo por encima. Los gatos salían huyendo a su paso. El humo se arremolinaba en las vigas. Sharpe saltó a un montón de sacos de harina medio derrumbado, pasó por encima de ellos en dirección a la entrada y bajó deslizándose por el otro extremo. Agachó la cabeza y echó a correr, pisoteando a hombres que habían caído, utilizando su fuerza para escapar del humo y salir por las puertas a la calle donde, aferrando el saco de comida para mantenerlo a salvo, volvió de nuevo a la casa en la que había dejado a Harper.
—¡Dios salve a Irlanda! —Harper estaba de pie en la entrada, observando todo aquel caos. El humo salía arremolinado por los portones y a bocanadas por el tragaluz roto. Los soldados, chamuscados y tosiendo, salían por la puerta tambaleándose. En el interior del almacén se oyeron gritos y hubo otra explosión cuando los barriles de ron se rompieron. Al otro lado de las puertas se vio un resplandor como el de un horno gigantesco y el sonido del fuego era como el rugido de un enorme río al pasar por un barranco—. ¿Usted hizo eso? —preguntó Harper.
—Yo hice eso —respondió Sharpe. De pronto se sintió cansado, cansado y muerto de hambre, y entró en la casa donde Vicente y las chicas estaban esperando en una pequeña habitación decorada con un cuadro de un santo sosteniendo un cayado de pastor. Miró a Vicente—. Llévenos a algún lugar seguro, Jorge.
—¿Qué lugar es seguro en un día como éste? —preguntó Vicente.
—Algún sitio bien alejado de esta calle —contestó Sharpe.
Salieron los cinco por la puerta trasera y, al mirar atrás, Sharpe vio que el almacén contiguo al de Ferragus se había incendiado y su tejado estaba ardiendo. No había duda de que estaban llegando más dragones puesto que Sharpe oía el fuerte ruido de los cascos de los caballos por las calles estrechas, pero era demasiado tarde.
Bajaron por un callejón, subieron por otro, cruzaron una calle y atravesaron un patio en el que había unos cuantos franceses tumbados, borrachos como una cuba. Vicente los guiaba.
—Iremos hacia arriba —dijo, no porque pensara que la parte alta de la ciudad fuera más segura que la baja, sino porque él había vivido allí.
Nadie los abordó. No eran más que otro grupo de soldados exhaustos que iban dando traspiés por la ciudad. Por detrás de ellos había fuego, humo e ira.
—¿Qué les decimos si nos dan el alto? —le preguntó Sarah a Sharpe.
—Diremos que somos holandeses.
—¿Holandeses?
—Tienen soldados holandeses —dijo Sharpe.
El norte de la ciudad se hallaba más tranquilo. Allí se alojaban principalmente los soldados de caballería y algunos de ellos dijeron a los intrusos de infantería que se marcharan, pero Vicente los llevó por un callejón, a través de un patio, los hizo bajar por unas escaleras y entrar en el jardín de una gran casa. A un lado del jardín había una cabaña.
—Esta casa pertenece a un profesor de teología —explicó Vicente— y sus criados viven aquí. —La cabaña era diminuta, pero hasta el momento ningún francés la había encontrado. De camino hacia allí, Sharpe había visto que en algunas casas había una guerrera colgada en la entrada para indicar que había soldados alojados allí y que el lugar no tenía que saquearse, de modo que se quitó la casaca azul y la colgó de un clavo encima de la puerta de la cabaña. Tal vez mantendría alejado al enemigo, o tal vez no. Comieron todos vorazmente, arrancando los pedazos de carne salada y de galleta dura y Sharpe deseó poder echarse a dormir el resto del día, pero sabía que los demás debían de sentirse igual.
—Duerman un poco —les dijo.
—¿Y usted qué? —preguntó Vicente.
—Alguien tiene que montar guardia —repuso Sharpe.
La cabaña tenía un pequeño dormitorio, poco más que un armario, que adjudicaron a Vicente por ser oficial, en tanto que Harper entró en la cocina e hizo una cama con cortinas, mantas y un capote. Joana lo siguió y la puerta de la cocina se cerró firmemente tras ella. Sarah se dejó caer en una vieja butaca rota de la que asomaban mechones de pelo de caballo.
—Me quedaré despierta contigo —le dijo a Sharpe, y al cabo de un momento ya estaba profundamente dormida.
Sharpe cargó su rifle. No se atrevió a sentarse porque sabía que no podría permanecer despierto, de modo que se quedó de pie en la entrada, con el rifle cargado a su lado, y escuchó los gritos distantes, vio la enorme columna de humo que empañaba el cielo despejado y supo que había cumplido con su deber.
Ahora lo único que tenía que hacer era volver con el ejército.