CAPÍTULO XII

Hemos conocido la paz. A veces sembramos los campos sabiendo que seguiremos con vida para recoger la cosecha. Son tiempos en que lo único que nuestros hijos saben de la guerra es aquello que cantan los poetas. Raras son tales ocasiones; con todo, y como hombre cabal que soy, he tratado de explicar a mis nietos qué es la guerra. Les digo que la guerra es algo malo, que siempre causa dolor y aflicción, pero ellos no me creen. Les digo que se den una vuelta por el pueblo y reparen en los hombres mutilados, que se acerquen a las tumbas y escuchen el llanto de las viudas, pero no me creen. Sí escuchan, en cambio, a los poetas: prefieren los compases machacones de esas canciones que, como en la batalla, enardecen sus corazones; historias de héroes que hablan de hombres, y también mujeres, que alzaron sus espadas contra un enemigo que pretendía acabar con nuestro pueblo y esclavizarnos; oyen hablar de la gloria que depara la guerra y a eso juegan en los patios, entrechocando espadas de madera contra escudos de mimbre, y no creen que la guerra sea una abominación.

Y quizá no les falte razón a esos pequeños. Hay curas que despotrican contra la guerra, los mismos que corren a agazaparse tras nuestros escudos cuando el enemigo amenaza, y enemigos nunca faltan. Barcos con cabezas de dragón como mascarones de proa siguen llegando a nuestras costas; los escoceses envían sus hordas guerreras al sur, y nada le gusta tanto a un galés como un sajón muerto. Si hiciéramos lo que dicen los curas, si mudáramos nuestras espadas por rejas de arado, todos estaríamos muertos o convertidos en esclavos. Por eso los niños deben aprender a manejar la espada, crecer fuertes para empuñar un escudo de madera de sauce con reborde de hierro, para ser capaces, en definitiva, de contener la furia de un enemigo encarnizado. Algunos sabrán cómo sacarle jugo a la guerra, la canción de la espada, la emoción del peligro.

Bien aprendido se lo tenía Sigtryggr, que disfrutaba guerreando. Todavía me parece estar viéndolo, subiendo por aquellos escalones de piedra, con el rostro resplandeciente de contento y empuñando su larga espada. ¿Habría causado yo esa misma impresión cuando acabé con Ubba? ¿Acaso había reparado Ubba en mi juventud y en mis ansias, en mi ambición? ¿Las habría considerado presagios de su muerte? Aparte de huesos y renombre, nada más dejamos en este mundo, y Sigtryggr, señalándome con la espada, vio que su renombre resplandecía como una estrella brillante en la oscuridad.

Hasta que vio a Stiorra.

La tenía a mis espaldas, casi pegada a mí, tapándose la boca con las manos. ¿Que cómo lo sé? No la estaba mirando pero, más tarde, me lo contaron: allí estaba ella; llevándose las manos a la boca para ahogar un grito. Como no quería que Gerbruht el frisio librara un combate que me estaba destinado, de un empellón lo obligué a dar un paso atrás, pero Stiorra no se movió de mi lado. Profirió un gritito, más de sorpresa que de miedo, aunque debería de estar aterrorizada al ver la impaciencia con que la muerte salvaba los últimos escalones en nuestra busca. Cuando Sigtryggr vio a mi hija y, durante cosa de un instante, un parpadeo tan solo, no apartó los ojos de ella. En el campo de batalla sabemos que habrá hombres, pero ¿qué pinta una mujer? Aquella visión lo distrajo.

Fue solo un instante de vacilación, pero suficiente. No había dejado de mirarme a los ojos, pero, al ver a Stiorra, se despistó un momento, mirándola, y lo aproveché. No era tan rápido como solía serlo ni tan fuerte como antaño lo fuera, pero llevaba guerreando toda la vida; enarbolé el brazo del escudo hacia la izquierda, atrapando la punta de su hoja con intención de arrebatarle la espada; volvió a reparar en mí, profirió un bramido desafiante y trató de descargar su espada contra el borde superior de mi escudo, pero, alzándose, Hálito-de-serpiente ya se había puesto en marcha. Escudo en alto, di un paso y bajé un peldaño, obligándole a mantener su espada en alto hasta que reparó en mi hoja, que iba en busca de su barriga; a la desesperada, se contorsionó para esquivar la embestida, y perdió el equilibrio tratando de asentar el pie en los escalones; su grito de ardor guerrero dio paso a un gemido de desconcierto al ver que tropezaba. Con rapidez, me hice con Hálito-de-serpiente en el momento en que, tras recuperar el equilibrio, me embestía por debajo del escudo. Una buena estocada, una reacción muy rápida por parte de un hombre que aún no había recuperado el equilibrio por completo, un tajo que me hizo un siete en el muslo izquierdo. Estampé el escudo contra su hoja y tomé impulso, al tiempo que enarbolaba a Hálito-de-serpiente con intención de rebanarle el cuello, pero supo apartar la cabeza a tiempo.

Aunque un segundo demasiado tarde. Mientras, con la cabeza echada atrás, trataba de recuperar el equilibrio, resbaló en el escalón y la afilada punta de Hálito-de-serpiente le arrebató el ojo derecho. Solo el ojo y la piel del puente de la nariz. Brotó un pequeño chorro de sangre, un hilillo de un líquido incoloro, y, tambaleándose, Sigtryggr se alejó en el momento en que Gerbruht, de un empellón, me apartaba, dispuesto a concluir la tarea hacha en mano. En ese instante, Sigtryggr dio un salto de nuevo, un salto que, en aquella ocasión, lo llevó desde los escalones de la muralla hasta el mismo foso, una buena caída. Al ver que se le escapaba, Gerbruht profirió un grito de rabia y lanzó el hacha contra el hombre que venía detrás; la frenó con el escudo y, tambaleándose, dio un paso atrás, momento en que los seis hombres del norte que habían seguido los pasos de su señor hicieron lo mismo que él: saltar desde las murallas. Uno acabó empalado contra una de las estacas; los otros, Sigtryggr entre ellos, trepaban por el repecho más alejado del foso.

Así fue cómo derroté a Sigtryggr, arrebatándole uno de sus globos oculares.

—¡Soy Odín! —bramó Sigtryggr tras llegar a lo alto del foso. Con una mano, se tapaba la cara estragada, mirándome con el único ojo que le quedaba, ¡sonriente a pesar de todo!—. Soy Odín —me gritó—. ¡He ganado en sabiduría! —Odín había sacrificado un ojo para hacerse más sabio, y Sigtryggr se reía de la derrota que había sufrido. A rastras, sus hombres se lo llevaron lejos de las lanzas que seguían lanzándoles desde la muralla; empero, unos doce pasos más allá, se volvió una vez más y me dirigió un saludo con la espada.

—Si no hubiera saltado, habría acabado con él —dijo Gerbruht.

—Os habría sacado las tripas —repuse—, nos habría rajado a los dos. —Era un dios que había bajado a la tierra, un dios de la guerra, aunque el dios había sido derrotado y, en aquel momento, trataba de ponerse a salvo de nuestras lanzas.

Finan había llegado a la puerta. Los hombres del norte que aún seguían con vida echaron a correr de vuelta al sitio donde iniciaran el ataque, y formaron un muro de escudos alrededor de su señor malherido. Olvidado el simulacro de ataque contra el baluarte del noroeste, todos los hombres del norte, unos quinientos, se concentraron en la calzada.

Seguían siendo muy superiores en número a nosotros.

—Merewalh —ordené—, hora es de que soltéis a vuestros jinetes. —Entonces, me incliné sobre el parapeto de la muralla que daba al interior de la fortaleza—. Finan, ¿habéis visto a Eardwulf?

—No, mi señor.

—En ese caso, aún no hemos acabado.

Había llegado la hora de guerrear fuera de aquellas murallas.

Merewalh desplegó doscientos jinetes por los campos que se extendían al este de los hombres del norte. Aunque los jinetes se mantenían a una distancia considerable, no por eso dejaban de representar una amenaza. Si Sigtryggr trataba de retirarse a Brunanburh, no dejarían de hostigarlo a lo largo del camino, y lo sabía.

¿Qué otra cosa podía hacer? Enviar a sus hombres contra las murallas; pero de sobra sabía que, mediante el asalto, nunca se apoderaría de Ceaster. ¡Su única posibilidad había sido una traición! Pero, cegado ese camino, el resultado era cincuenta o sesenta de sus hombres muertos en aquella calle. Una docena de los hombres de Finan se desplazaban entre los cuerpos tendidos, rebanando el cuello a los moribundos y haciéndose con las cotas de malla de los muertos.

—¡Magnífico botín el de hoy! —gritó uno de ellos, exultante. Otro hacía cabriolas por las piedras ensangrentadas, ataviado con un yelmo con una descomunal ala de águila por cimera.

—¿Estaba loco? —me preguntó Stiorra.

—¿A quién os referís?

—A Sigtryggr. ¿A quién se le ocurre subir por esos escalones?

—Estaba sediento de combate —le dije—, y vos me habéis salvado la vida.

—¿Lo decís en serio?

—Os miró, y eso le distrajo el tiempo justo. —Sabía que aquella noche me despertaría temblando al recordar cómo me apuntaba aquella espada, estremecido al reconocer que nunca habría conseguido detener un ataque tan rápido, tiritando ante aquella carambola del destino que me había librado de la muerte. El caso es que había visto a Stiorra y había vacilado.

—Y ahora quiere parlamentar —dijo.

Me volví y reparé en un hombre del norte que agitaba una rama cargada de hojas.

—¡Mi señor! —gritó Finan desde la puerta.

—¡Ya lo he visto!

—¿Dejo que se acerque?

—Sí, dejad que se acerque —repuse, al tiempo que tiraba a Stiorra de la manga—. Vos venís también.

—¿Yo?

—Sí, vos. ¿Dónde anda Etelstano?

—Con Finan.

—¿Ese cabroncete se unió al muro de escudos? —pregunté, sorprendido.

—En la última hilera —dijo Stiorra—. ¿Acaso no lo visteis?

—Voy a darle su merecido.

Riendo entre dientes, bajó conmigo a la barricada. Saltamos a la calle; nos encaramamos sobre unos bloques de piedra de mampostería y unos cuantos cuerpos ensangrentados.

—¡Etelstano!

—¿Mi señor?

—¿No os dije que os quedarais en la iglesia? —le espeté—. ¿Os di permiso para uniros al muro de escudos de Finan?

—Salí de la iglesia porque tenía ganas de mear, mi señor —dijo con aplomo—; jamás se me pasó por la cabeza unirme a los hombres de Finan. Me disponía a ver lo que hacían desde lo alto de los troncos, y tropecé.

—¿Que tropezasteis?

Asintió, muy seguro de lo que decía.

—Así fue, mi señor —dijo—, y me vi en la calle. —Reparé en que Cengar, el muchacho al que había perdonado la vida, y dos de los hombres de Finan no se apartaban de él.

—No tropezasteis —dije, agarrándolo por una oreja; como llevaba yelmo, me hice yo más daño que él—. Ahora venid conmigo —dije—, y vos también —mirando a Stiorra.

Los tres pasamos bajo el arco, sorteamos unos cuantos cadáveres con la cabeza aplastada por los pedruscos, evitamos unos charcos de inmundicia y los hombres de Finan se apartaron para abrirnos paso.

—Vosotros dos, venid con nosotros —les dije a Finan y a mi hijo—. Los demás quedaos aquí.

Sigtryggr venía con un hombre tan solo, un gigantón con pinta de mala bestia, de hombros anchos y una no menos ancha barba negra trenzada con quijadas de lobos y perros.

—Se llama Svart —dijo Sigtryggr, de buen humor—; le gustan los sajones para desayunar. —Llevaba una venda atada encima del ojo que había perdido; se palpó el vendaje—. Habéis echado a perder mi galanura, lord Uhtred.

—No os dirijáis a mí —repuse—. Solo hablo con hombres. Para eso os he traído a una mujer y a un niño, para que habléis con vuestros iguales.

Se echó a reír. Era como si no hubiera insulto capaz de hacerle mella.

—En ese caso, hablaré con mis iguales —dijo, inclinándose ante Stiorra—. ¿Cómo os llamáis, señora?

Mi hija me miró, preguntándose si de verdad quería que fuera ella quien llevara el peso de las conversaciones.

—No diré ni una palabra —le dije en danés, hablando lentamente para que Sigtryggr me entendiera—. Componéoslas con el muchacho.

Svart rezongó al oír cómo lo había llamado, pero Sigtryggr posó una mano sobre el brazo cubierto de brazaletes de oro de aquel grandullón.

—Tranquilo, Svart; son solo juegos de palabras. —Dirigió una sonrisa a Stiorra—. Soy el jarl Sigtryggr Ivarson, ¿quién sois vos?

—Stiorra Uhtredsdottir —contestó mi hija.

—Y yo que os había tomado por una diosa —repuso Sigtryggr.

—Y este es el príncipe Etelstano —continuó Stiorra, hablando en danés, con voz altiva y segura.

—¡Un príncipe! Me honro en presentaros mis respetos, mi príncipe. —Se inclinó ante el chaval, que no entendía nada de lo que decían. Sigtryggr esbozó una sonrisa—. Lord Uhtred me había dicho que tenía que hablar con mis iguales, ¡y me envía a una diosa y a un príncipe! ¡Qué gran honor!

—Habéis venido para hablar —dijo Stiorra con frialdad—; hablad, pues.

—Veréis, señora; reconozco que las cosas no han salido como yo esperaba. Mi padre me envió para establecer un reino en Britania, pero hete aquí que vuestro padre se cruzó en mi camino. Un hombre astuto, ¿verdad? —Alta, orgullosa y muy derecha, tan parecida a su madre, Stiorra no decía nada; solo lo miraba—. Eardwulf el sajón nos dijo que vuestro padre estaba en las últimas —confesó Sigtryggr—. Que vuestro padre estaba tan débil como una lombriz, que no era ni la sombra de lo que había sido, que era imposible que estuviera en Ceaster.

—Mi padre aún tiene los dos ojos —repuso Stiorra.

—No tan hermosos como los vuestros, señora.

—¿Habéis venido a hacernos perder el tiempo —le preguntó Stiorra—, o a decirnos que os rendís?

—Solo por vos, señora, me desprendería de todo cuanto tengo, pero ¿y mis hombres? ¿Sabéis contar?

—Claro que sí.

—Os superamos en número.

—Lo que pretende es llevarse los barcos sin que nadie los hostigue —le dije a Finan en inglés.

—¿Y qué queréis vos? —me preguntó Finan, al darse cuenta de que si manteníamos aquella conversación era solo por echar una mano a Stiorra.

—No puede permitirse otro enfrentamiento —repuse—; perdería muchos hombres. Igual que nosotros, por otra parte.

Sigtryggr no entendía lo que hablábamos, pero escuchaba con atención, como si pretendiera sacar algo en limpio de aquella lengua que no hablaba.

—¿Vamos a dejar que se vayan así, sin más? —insistió Finan.

—Que vuelva con su padre —dije—, pero deberá dejar aquí la mitad de sus espadas y entregarnos unos cuantos rehenes.

—Y a Eardwulf —apostilló Finan.

—Y entregarnos a Eardwulf —convine.

Sigtryggr oyó el nombre.

—¿Queréis a Eardwulf? —preguntó—. Vuestro es. ¡Lo dejo en vuestras manos! A él y a sus sajones.

—Lo que queréis arrancarnos —dijo Stiorra—, es una promesa de que no os impediremos volver a vuestros barcos.

Sigtryggr puso cara de sorpresa.

—No lo había pensado, señora, pero ya que lo decís, ¡sí! Que pudiéramos volver a nuestros barcos sería un gesto de generosidad por vuestra parte.

—Y con vuestro padre.

—No se pondrá muy contento.

—Qué pena me da —dijo mi hija con desdén—. Dejaréis aquí la mitad de vuestras espadas —continuó—, y también unos cuantos rehenes como prenda de que vais a portaros como es debido.

—Rehenes —dijo, y por primera vez no se mostró tan seguro de sí mismo.

—Nos quedaremos con una docena de los vuestros —dijo Stiorra.

—¿Y cómo van a ser tratados los rehenes?

—Con respeto, claro está, a no ser que os quedéis en estas costas, en cuyo caso los mataremos.

—¿Dispondrán de comida?

—Claro que sí.

—¿Celebraréis un festín en su honor?

—Les daremos de comer.

Meneó la cabeza.

—No puedo entregaros doce hombres, mi señora. Doce son demasiados. Os ofrezco un rehén.

—No digáis sandeces —le recriminó Stiorra.

—Yo mismo, mi señora. Yo seré vuestro rehén.

Confieso que me quedé sorprendido. Lo mismo que Stiorra que, sin saber qué decir, me echó una mirada en busca de respuesta. Reflexioné un momento y asentí.

—Sus hombres pueden volver a los barcos —le dije a mi hija en danés—, pero la mitad habrán de dejar aquí sus espadas. Disponen de un día para poner a punto los barcos.

—Un día —dijo.

—Dos mañanas contando la de hoy —repuse con aspereza—; llevaremos a Sigtryggr con los suyos. Si los barcos están en condiciones y dispuestos para zarpar, con sus tripulaciones a bordo, podrá unirse a ellos. De lo contrario, morirá. Y habrán de entregarnos a Eardwulf y sus secuaces.

—Me parece bien —dijo Sigtryggr—. ¿Puedo quedarme con mi espada?

—No.

Se desabrochó el tahalí y se lo entregó a Svart; luego, sin perder la sonrisa, se acercó a nosotros. Y aquella noche lo celebramos con Sigtryggr.

Sin avisarnos, Etelfleda llegó al día siguiente. Los primeros jinetes aparecieron poco después del mediodía; una hora después, y al frente de más de cien hombres a lomos de otros tantos caballos exhaustos y cubiertos de sudor, hacía su entrada por la puerta sur. Llevaba la cota de malla de plata y, recogidos con una diadema del mismo metal, aquellos cabellos que empezaban a blanquear. El portaestandarte enarbolaba el pendón de su difunto marido, el del caballo blanco encabritado.

—¿Qué pasó con el ganso? —me interesé.

Mirándome desde lo alto de la silla de montar, pasó por alto mi pregunta.

—¡Estáis mejor!

—Lo estoy.

—¿En serio? —insistió, con preocupación.

—Curado —dije.

—¡Gracias a Dios! —alzando los ojos al cielo nublado—. ¿Cómo ha sido?

—Luego os lo cuento —repuse—, pero, decidme, ¿qué ha sido del ganso?

—Mantengo el estandarte de Etelredo —dijo con rudeza—, porque las gentes de Mercia estaban más que acostumbradas a verlo y no son muy dadas a los cambios. Bastante difícil les resulta aceptar que una mujer esté al frente de sus destinos como para imponerles nuevos usos. —Se bajó de la silla de Trasgo; la cota de malla, las botas y la larga capa blanca estaban llenas de salpicaduras de barro—. Confiaba en que estuvierais aquí.

—Como me ordenasteis.

—No os ordené que perdierais el tiempo yendo en busca de un barco —replicó enojada; un criado se hizo cargo del caballo mientras los hombres desmontaban y estiraban las piernas—. Corren rumores acerca de si unos hombres del norte andan al acecho por estas costas —añadió.

—Se oyen tantas cosas… —dije, quitándole hierro al asunto.

—De Gales nos ha llegado el aviso de la presencia de una flota en estas aguas. —No hizo caso de comentario tan frívolo—. Es posible que no se acerquen por aquí, pero esos territorios despoblados al norte del Mærse podrían resultarles tentadores —olfateó el aire y frunció el ceño, como si no le gustara lo que olía—. ¡No expulsé a Haki de esas tierras para que otro pagano, otro señor de la guerra se hiciera con ellas! Vamos a repoblar esas tierras.

—Sigtryggr —dije.

Frunció el ceño de nuevo.

—¿Sigtryggr?

—Vuestros espías galeses estaban en lo cierto —dije—. Sigtryggr es el señor de la guerra que está al frente de esa flota de hombres del norte.

—¿Sabéis dónde anda?

—¡Y tanto! Se han apoderado de Brunanburh.

—¡Dios mío! —dolida al oír la noticia—. ¡No es posible, Dios mío! ¡Así que decidieron pasarse por aquí! ¡No será por mucho tiempo! ¡Tenemos que librarnos de ellos cuanto antes!

Negué con la cabeza.

—Yo los dejaría a su aire.

Desconcertada, se me quedó mirando.

—¿A su aire, decís? ¿Acaso habéis perdido el juicio? Lo último que queremos son hombres del norte merodeando por el Mærse. —A zancadas, echó a andar hacia la Gran Mansión; dos curas echaron a correr tras ella con fajos de pergaminos—. Buscad un arcón reforzado —les decía mientras seguía adelante—, ¡y mirad por que esos documentos no se mojen! No puedo quedarme mucho tiempo —dijo, dirigiéndose a mí—. Gleawecestre está tranquilo, pero aún queda mucho por hacer. ¡Por eso quiero fuera de aquí a esos hombres del norte!

—Nos superan en número —repuse, como si no las tuviera todas conmigo.

Enérgica y decidida, se volvió al instante y me señaló con el dedo.

—Y cuanto más tiempo se queden, más fuertes se harán. ¡Lo sabéis tan bien como yo! ¡Tenemos que deshacernos de ellos!

—Nos superan en número —repetí—, y son guerreros curtidos. Acostumbrados a pelear en Irlanda, y ya sabéis cómo se las gastan por allí. Si vamos a atacar Brunanburh, ¡necesitaría otros trescientos hombres cuando menos!

Frunció el ceño, con gesto preocupación.

—¿Qué os ha pasado? ¿Acaso tenéis miedo de ese Sigtryggr?

—Es un señor de la guerra.

Me miró a los ojos tratando de adivinar qué había de cierto en mis palabras, y lo que vio debió de parecerle más que convincente.

—¡Dios mío! —dijo, sin cambiar de expresión—. ¡Tiene que ser esa herida! —añadió casi en un susurro, mientras se alejaba. Pensaba que había perdido mi peculiar arrojo y, en consecuencia, era un motivo de preocupación añadido a sus de por sí ya pesadas cargas. Siguió andando hasta que reparó en las espadas, los escudos, las lanzas, las cotas de malla, los yelmos y las hachas que, al pie del estandarte del hacha roja de Sigtryggr, que habíamos claveteado en la pared, estaban amontonados junto a la puerta de la Gran Mansión. Desconcertada, se detuvo—. ¿Qué es todo eso?

—Olvidé deciros que esos hombres curtidos de quienes os hablaba nos atacaron ayer. Mataron a tres de los nuestros y dejaron malheridos a otros dieciséis, pero acabamos con setenta y dos de los suyos y nos hemos hecho con Sigtryggr como rehén. Solo hasta mañana, día en que su flota zarpará rumbo a Irlanda. Me alegro de veros, claro, pero Merewalh y yo nos bastamos para tratar con esos temibles hombres del norte.

—Cabrón —dijo, aunque no enfadada. Se quedó mirando los trofeos, volvió la vista a mí y se echó a reír—. Demos gracias a Dios —añadió, acariciando la cruz de plata que llevaba al pecho.

Aquella noche lo festejamos con Sigtryggr de nuevo, aunque la llegada de Etelfleda con tantos guerreros hizo que la carne se nos quedase corta. En cambio, hubo cerveza de sobra; además, el intendente sacó unos pellejos de vino y una enorme barrica de hidromiel. Con todo, la presencia de Etelfleda hacía que reinase un ambiente mucho más recatado que el de la noche anterior; cuando ella estaba presente, los hombres hablaban más bajo y era menos probable que se enzarzasen en una pelea o que, a voz en cuello, berrearan sus canciones predilectas sobre mujeres. A deslucir el ambiente, contribuía no poco la presencia de media docena de clérigos en aquella mesa elevada donde Etelfleda no dejaba de hacernos preguntas a Merewalh y a mí acerca de cómo había sido la refriega que habíamos librado en la puerta norte. Sigtryggr, al igual que mi hija, ocupaba un lugar destacado en la mesa.

—Y todo por su culpa —dijo Sigtryggr, señalando a Stiorra.

Se lo traduje a Etelfleda.

—¿Cómo que por culpa suya?

—La vi y me distraje —explicó.

—Una pena que no se distrajera más tiempo —comentó mi hija con frialdad.

Etelfleda esbozó una sonrisa de aprobación al oír el comentario. Sentada y muy erguida, no perdía de vista la estancia. Comió poco y bebió menos.

—¿Así que no es de las que se emborracha? —me comentó Sigtryggr, decepcionado, señalando a Etelfleda. Estaba sentado en frente de mí, al otro lado de la mesa.

—No; no es de esas —repuse.

—A estas alturas, mi madre ya estaría peleándose con los guerreros de mi padre —dijo con cara de abatimiento—, cuando no los habría dejado tumbados y ella seguiría bebiendo.

—¿Qué dice? —se interesó Etelfleda, que había visto cómo la miraba aquel hombre del norte.

—Se hace lenguas de vuestro vino —contesté.

—Decidle que es un presente de mi hermana pequeña, de Elfrida.

Elfrida se había casado con Balduino de Flandes, señor de un territorio al sur de Frisia, y si aquel era el vino que allí se hacía, mil veces preferiría beber orina de caballo, pero parecía que a Sigtryggr le gustaba. Se ofreció a servirle un poco a Stiorra; mi hija lo rechazó con sequedad mientras seguía conversando con el padre Fraomar, un cura joven al servicio de Etelfleda.

—El vino sienta bien —le urgió Sigtryggr.

—Ya me serviré yo —le contestó mi hija, distante. Era la única de mi familia y de mis hombres que parecía ajena a la atracción que desprendía Sigtryggr. Me gustaba aquel hombre. Me recordaba a mí o, por lo menos, a mí de joven: testarudo y dispuesto a correr esos riegos que solo pueden concluir con la muerte o la adquisición de renombre. Sigtryggr había encandilado a mis hombres. A Finan, le había regalado un brazalete; había elogiado la preparación que tenían, admitido que le habíamos vapuleado de lo lindo y prometido que algún día volvería para tomarse la revancha.

—Si es que vuestro padre alguna vez os deja al frente de otra flota —le había dicho.

—Lo hará —dijo muy seguro—, solo que la próxima vez no me enfrentaré con vos; buscaré a un sajón más fácil de derrotar.

—¿Y por qué no os quedáis Irlanda? —se me ocurrió preguntarle.

Al ver que dudaba un momento, me dispuse a escuchar otra muestra de ingenio, pero, entonces, me miró con el único ojo que le quedaba.

—Porque son como animales, mi señor. Cargas contra ellos, crees que les has dado una buena tunda y, de repente, aparece otra horda. Y cuanto más se adentra uno por esas tierras, más salen todavía; aunque sabes que están ahí, la mitad de las veces ni los ves. Es como enfrentarse con unos fantasmas que, de repente, cobrasen cuerpo y se lanzasen al ataque —esbozó una media sonrisa—. Que se queden con su tierra.

—Como nosotros nos quedaremos con las nuestra.

—Quizá sí, quizá no, quién sabe —replicó con una sonrisa maliciosa—. Vamos a merodear un poco por la costa de Gales, a ver si podemos hacernos con un par de esclavos y llevarlos a casa. Poco habrá de durarle el enfado de mi padre si me presento con una buena recua de mozas.

Etelfleda trataba a Sigtryggr con altivez. Un pagano más y, exceptuándome a mí, no podía ni verlos.

—Es una pena que no acabaseis con él —me dijo durante el festín.

—No será porque no lo intenté.

Observaba cómo Stiorra rechazaba todos los gestos de deferencia que tenía Sigtryggr para con ella.

—Esta al menos ha salido buena —comentó con afecto.

—Desde luego.

—No como mi hija —en un suspiro y con voz queda.

—Me gusta Ælwynn.

—Tiene la cabeza llena de pájaros —dijo con desdén—. Ya va siendo hora de que le busquéis un marido a Stiorra.

—Lo sé.

Calló un momento y, a la luz de las antorchas, echó una ojeada por la sala.

—La esposa de Etelhelmo está en las últimas.

—Eso me dijo, sí.

—Quién sabe si no habrá muerto ya a estas horas. Etelhelmo me dijo que le habían administrado los últimos sacramentos.

—Pobre mujer —dije. No era para menos.

—Antes de salir de Gleawecestre, mantuve una larga conversación con él —me dijo, sin apartar la vista de la estancia—; bueno, con él y con mi hermano. Aceptan la decisión del Witan. Y están de acuerdo en que Etelstano siga a mi cuidado. Se criará en Mercia y nadie moverá un dedo para hacerlo desaparecer.

—¿Y os lo creéis?

—Creo que tenemos la obligación de velar por el muchacho —dijo con aspereza, y se quedó mirando a Etelstano que, junto a su hermana gemela, estaba en una de las mesas de más abajo. Por su condición de vástago regio, debería sentarse en la mesa del estrado, pero había preferido evitarle el enojo de asistir a la conversación de los curas de Etelfleda—. Creo que mi hermano no desea que el chico sufra ninguna tropelía —dijo—, y está convencido que no debe de haber enfrentamientos entre Wessex y Mercia.

—Y no los habrá, a menos que Etelhelmo se deje cegar por la ambición una vez más.

—Se excedió —dijo—, y así lo reconoce. Me presentó sus disculpas y de buenas maneras. Pero sí, es ambicioso. A lo mejor una nueva esposa le hace olvidar esas veleidades. La mujer que tengo en mente sabría cómo meterlo en cintura.

Me llevó un momento entender lo que me estaba diciendo.

—¿Vos? —le pregunté, extrañado—. ¿Acaso estáis pensando en casaros con Etelhelmo?

—No —repuso—, yo no.

—¿Quién, entonces?

Dudó un instante y me lanzó una mirada desafiante.

—Stiorra.

—¡Stiorra! —dije en voz alta; mi hija se volvió y se me quedó mirando. Le hice una seña, y volvió a su conversación con el padre Fraomar—. ¡Stiorra! —volví a decir, aunque en voz más baja—. ¡Podría ser su nieta!

—No es raro que un hombre se case con una mujer más joven —replicó, mordaz. Echó un vistazo a Eadith, que, con Finan y mi hijo, se sentaba a una mesa más abajo. A Etelfleda no le había hecho ninguna gracia encontrarse en Ceaster con la hermana de Eardwulf, pero yo había justificado su presencia, alegando que, gracias a ella, me había recuperado—. ¿Y a qué más os ayudó? —se revolvió; pasé por alto la pregunta, igual que Etelfleda había ignorado a Eadith—. Además, Etelhelmo goza de buena salud —continuó—, y es rico. Es un buen hombre.

—Que intentó mataros.

—Cosa de Eardwulf —replicó—; malinterpretó los deseos de Etelhelmo.

—Que os habría matado —le dije—, igual que habría acabado con Etelstano y con quienquiera que se interpusiera en el camino de su nieto.

Emitió un suspiro.

—Mi hermano necesita contar con Etelhelmo de su parte —me dijo—. Es demasiado poderoso como para dejarlo de lado; además, es un hombre muy capaz. Y Mercia necesita tanto de él como Wessex.

—¿Me estáis diciendo que Wessex está en manos de Etelhelmo?

Se encogió de hombros, como si le costara admitirlo.

—Solo digo que Etelhelmo es un buen hombre; ambicioso, sí, pero inteligente, y necesitamos de su apoyo.

—¿Y creéis que sacrificando a Stiorra y metiéndola en su cama vais a conseguirlo?

Se estremeció al oír el tono que empleaba.

—Creo que vuestra hija debería casarse —dijo—, y que lord Etelhelmo le tiene echado el ojo.

—O sea, que quiere retozar con ella —rezongué. Miré a mi hija que, con la cabeza ladeada, tan seria y tan hermosa, escuchaba a Fraomar—. ¿O sea que ha de ser la vaca propiciatoria entre Wessex y Mercia? —le pregunté. Así llamábamos a la mujer que casábamos con el enemigo para rubricar un tratado de paz.

—Pensadlo —dijo Etelfleda, apremiándome—. Cuando se quede viuda, heredará más tierras de las que vos podéis soñar, más guerreros de los que jamás llegaréis a reunir, y más dinero incluso que el que contiene el tesoro de Eduardo —calló un momento, pero no dije nada—. Y todo eso será nuestro —añadió en voz baja—. Wessex no se apoderará de Mercia; nosotros nos haremos con Wessex.

En las escrituras cristianas se habla de alguien a quien, tras llevarlo a la cima de un monte, le ofrecían el mundo entero. No recuerdo muy bien cómo acabó la cosa, solo sé que aquel idiota declinó la oferta y que, en aquel festejo, yo me sentía como él.

—¿Y por qué no casar a Ælfwynn con Etelhelmo? —le pregunté.

—Mi hija no es tan despierta —repuso Etelfleda—; Stiorra sí lo es. Y lista ha de ser la mujer que sepa llevar a Etelhelmo.

—¿Y qué pensáis hacer con Ælfwynn?

—Casarla con algún otro. Con Merewalh, quizá. No lo sé. Esa chica me trae loca.

Stiorra. Me la quedé mirando. Desde luego era lista, y también hermosa, y tenía que encontrarle marido. ¿Por qué no el hombre más rico de Wessex?

—Lo pensaré —le prometí, y recordé la antigua profecía de que mi hija sería madre de reyes.

Como lo fue.

Amanecía. Las oscuras siluetas de veintiséis barcos con dragones como mascarones de proa se recortaban contra la bruma ligera que envolvía el Mærse; a lentos golpes de remo, trataban de mantenerse en posición frente a una marea que ya subía. Los hombres de Sigtryggr habían cumplido su palabra. Los barcos estaban listos para zarpar y Brunanburh volvía a estar en nuestras manos. Custodiando a Eardwulf y a los tres secuaces que aún seguían a su lado, Svart y seis de los suyos eran los únicos hombres del norte que permanecían en la orilla. Me habría gustado que me lo hubieran entregado el mismo día que derroté a Sigtryggr, pero se las había arreglado para huir a toda prisa; nunca llegó más allá de una de las haciendas danesas de Wirhealum, donde los hombres de Sigtryggr lo habían encontrado. Y allí estaba, a la espera de que llegáramos.

Venían conmigo Finan, mi hijo y veinte hombres; una docena más formaban la escolta de Etelfleda. Había insistido en que Etelstano me acompañara a Brunanburh; con la excusa de que quería ver cómo partían los hombres del norte y en compañía de Hella, su doncella, mi hija se había unido a nosotros.

—¿Qué falta os hacía una doncella? —le había preguntado.

—¿Y qué razón había para no traerla? No nos acecha ningún peligro, ¿verdad?

—En efecto —asentí. Confiaba en que Sigtryggr mantuviera su promesa de que no habría pelea entre los suyos y los nuestros, y no la hubo. Nos encontramos con Svart y los pocos que estaban con él a un paso del fortín a medio construir; Sigtryggr desmontó del caballo que le habíamos dejado. Svart le entregó su espada; Sigtryggr se me quedó mirando como solicitándome permiso para ceñírsela. Sacó la espada de la vaina y besó la hoja de acero.

—¿Queréis que sea yo quien acabe con los sajones? —me preguntó, señalando a Eardwulf.

—Dejádmelos a mí —repliqué, echando el pie a tierra; sin acabar de creérmelo, no sentí ningún dolor.

—Padre —me reclamó Uhtred. Quería ser él quien acabase con ellos.

—Cosa mía —repetí; aun sin dolor, puse buen cuidado en reclinarme contra el caballo. Con todo, jadeante, como si el dolor hubiera reaparecido, di una palmada al caballo en el lomo y, cojeando, me llegué junto a Eardwulf. La cojera era puro fingimiento.

Erguido, inalterable la cara enjuta, me observó mientras me acercaba. Aunque sin aceitar como tenía por costumbre, una cinta ceñía sus cabellos oscuros. Con la capa manchada y las botas tazadas, una barba de pocos días le oscurecía la barbilla alargada. Parecía un hombre zarandeado por los reveses del destino.

—Deberíais haberos librado de mí en Alencestre —le dije.

—Si lo hubiera hecho —replicó—, ahora sería el señor de Mercia.

—Ahora solo tendréis derecho a una tumba en su suelo —repuse, desenvainando a Hálito-de-serpiente. Hice una mueca de dolor, como si el peso de la espada me resultara poco menos que insoportable.

—¿Vais a deshaceros de un hombre desarmado, lord Uhtred? —se extrañó Eardwulf.

—No —repuse—. Berg —dando una voz, sin volverme siquiera—, ¡poned vuestra espada en manos de este hombre!

Me recliné sobre mi espada, apoyando la punta en una piedra lisa, y me dejé caer sobre la empuñadura. Tras Eardwulf, el fortín inacabado, un largo terraplén de tierra coronado de matas de espino a modo de empalizada provisional. Había pensado que los hombres del norte habrían quemado la iglesia y las cuadras, pero allí seguían. Svart y sus hombres custodiaban a los secuaces de Eardwulf. A caballo, Berg se adelantó. Me miró, desenvainó a Duende-de-hielo y la dejó caer a los pies de Eardwulf sobre la hierba cubierta de rocío.

—Ahí tenéis: Duende-de-hielo, la espada de Cnut Longsword —le dije—. Vuestra hermana me asegura que hubo un tiempo en que tratasteis de haceros con ella; vuestra es. En cierta ocasión, casi consiguió acabar conmigo. Veamos si sois capaz de rematar la faena.

—Padre —gritó Stiorra, angustiada. Debía de estar pensando que, en mi situación, Eardwulf y Duende-de-hielo representaban algo más que una simple justa para mí.

—Silencio, muchacha. Estoy ocupado.

¿Por qué me decanté por enfrentarme con él? Con o sin pelea, sabía que la muerte era su única salida que le quedaba; además, era peligroso: la mitad de años que yo y todo un guerrero. Pero, por encima de todo, el renombre, siempre la misma monserga. Creo que el amor propio es la más traicionera de las virtudes. Los cristianos afirman que es pecado, pero no sé de ningún poeta que haya cantado las gestas de ningún hombre que haya carecido de amor propio. Los cristianos aseguran que los mansos poseerán la tierra, pero no sé de ninguno que haya inspirado tales cantares. Eardwulf había querido acabar conmigo, con Etelfleda y con Etelstano. Había aspirado a convertirse en señor y era el último vestigio del deleznable Etelredo. Nada, pues, tan natural como que yo acabase con él y que toda la Inglaterra sajona supiera que había sido yo.

Dio un paso al frente y se hizo con la espada.

—Lleváis cota de malla por lo que veo —me dijo, lo que me dio a entender que estaba nervioso.

—Soy viejo y estoy malherido —repuse—. Vos sois joven. Duende-de-hielo ya me traspasó una vez. Veamos si es capaz de volver a hacerlo. Es una espada mágica.

—¿Mágica? —se sorprendió, antes de mirar la espada y ver la inscripción.

VLFBERH T

Puso unos ojos como platos y enarboló la espada.

Eché mano de Hálito-de-serpiente y torcí el gesto como si el peso de la espada me atenazase las costillas.

—Además —continué—, sin cota de malla, seréis más rápido.

—¿Y si acabo con vos?

—En ese caso, mi hijo os matará —repuse—, pero los hombres nunca olvidarán que lord Eardwulf —dije con cara de sorna al recurrir al tratamiento— derrotó a Uhtred.

Y vino a por mí. Rápido. Yo no llevaba escudo y, aunque solo a modo de intentona, por ver si era capaz de esquivarlo y aun desprotegido como estaba, me dirigió un envite por el costado izquierdo. Ni siquiera me preocupé. Entrechocaron nuestras hojas, y Hálito-de-serpiente contuvo a Duende-de-hielo. Di un paso atrás y bajé la espada.

—No acabaréis conmigo de un tajo —le dije—; ni siquiera una hoja de Vlfberht podría rasgar una cota de malla de anillos tan abiertos. Tendréis que atacar de frente.

Me miraba a los ojos. Enarbolando la espada, dio un paso adelante; no me moví, y retrocedió de nuevo. Me estaba poniendo a prueba; se notaba que él también estaba nervioso.

—Vuestra hermana me ha contado que a la hora de pelear en un muro de escudos, siempre lo hacéis en la última hilera, que nunca lucháis en primera fila.

—Os mintió.

—Me lo dijo mientras estaba tumbada —repliqué—, tumbada en mi cama. Me dijo que siempre dejabais que fueran otros quienes pelearan, que no vos.

—Es una puta mentirosa.

Hice una mueca de nuevo. Me doblé levemente a la altura de la cintura, como solía hacer cuando, de repente, notaba un latigazo de dolor. Eardwulf, que no sabía que estaba curado, al ver que Hálito-de-serpiente apuntaba casi al suelo, echó el pie derecho adelante y, rápido, embistió contra mi pecho; me eché a un lado, la hoja se perdió en el aire. Entonces, le propiné un mamporro en la cara con la pesada empuñadura de Hálito-de-serpiente. Se tambaleó. Oí cómo Finan reía entre dientes, mientras Eardwulf dirigía la espada de nuevo contra mi costado izquierdo, pero sin fuerza, pues todavía se estaba reponiendo del envite anterior y del golpe que le había propinado; alcé en ese momento los brazos y dejé que su espada se estrellase contra mi cota de malla. Me acertó justo encima de la herida, pero la cota de malla bastó para detener el golpe y no sentí ningún dolor. Le dediqué una sonrisa y, blandiendo mi espada, con la punta le rajé la mejilla izquierda, ensangrentada ya por el golpe que le había propinado.

—Si por alguien se prostituyó vuestra hermana —le dije—, fue por vos.

Se llevó la mano izquierda a la mejilla y se dio cuenta de que estaba sangrando. Vi que tenía miedo. Era un guerrero, desde luego, y no de los malos. Había ido a por los galeses que merodeaban en la frontera con Mercia y los había alejado de aquellos parajes, pero su talento consistía en saber tender, o evitar, celadas; en ir por delante de las intenciones de sus enemigos y caer sobre ellos cuando estos ya se creían a salvo. Estaba claro que había participado en muros de escudos, aunque flanqueado siempre, eso sí, por hombres leales, pero también que siempre lo había hecho en último lugar. No era un hombre al que le deleitase la canción de las espadas.

—Prostituisteis a vuestra hermana con Etelredo y os aprovechasteis para haceros rico —dije, al tiempo que enarbolaba de nuevo Hálito-de-serpiente apuntándole a la cara; al instante, dio un paso atrás. Bajé la espada—. ¡Jarl Sigtryggr! —grité.

—¿Lord Uhtred?

—¿Aún conserváis el dinero de Eardwulf, el tesoro que se llevó de Gleawecestre?

—¡Así es!

—Ese dinero es de Mercia —le dije.

—Pues si lo quieren, ya saben dónde encontrarlo —contestó.

Me eché a reír.

—De modo que, al fin y al cabo, no vais a volver a casa con las manos vacías. ¿Fue mucho lo que robó?

—Bastante —dijo Sigtryggr.

Dirigí un mandoble a las piernas de Eardwulf, nada serio, pero suficiente para obligarle a retroceder un paso más.

—Sois un ladrón —le dije.

—Ese dinero era mío —dio un paso adelante, alzando la espada, pero, al ver que no respondía a su amenaza, retrocedió de nuevo.

—Ese oro era para repartirlo entre los hombres —insistí—, para emplearlo en armas, empalizadas y escudos. —Di un paso adelante y le asesté un tajo del revés que lo alejó aún más. Espada en mano, seguí adelante; a esas alturas, ya tendría que haberse dado cuenta de que no buscaba herirlo, que me movía con facilidad y ligereza, aunque sabía que no tardaría en acusar el cansancio. Hálito-de-serpiente es una espada pesada—. Lo gastasteis en afeites para aceitaros el pelo —continué—, en naderías para vuestras putas, en pieles y caballos, en joyas y sedas. De cuero y de hierro, lord Eardwulf, son los atuendos que más convienen a un hombre. Además de pelear. —Y en estas cargué contra él; contuvo el ataque, pero era demasiado lento.

Me he pasado la vida ejercitándome con la espada. Casi desde que eché a andar, he tenido una espada en las manos y he aprendido a manejarla. En un primer momento, dando por sentado que sería más rápido que yo, incluso más ducho en el manejo de la espada, me había mostrado cauteloso, hasta que descubrí que no iba mucho más allá de lanzar tajos, estocadas y esquivar como buenamente podía. No apartaba los ojos de mi espada, de modo que espacié las embestidas para darle tiempo a ver lo que me disponía a hacer y que pudiera detenerlas; porque eso era justo lo que yo quería, lo que fuera con tal de que no volviese la vista atrás. Y no lo hizo; cuando llegó al borde del foso, redoblé los ataques, golpeándole con el canto de la hoja de Hálito-de-serpiente para no herirlo, solo para humillarlo, esquivando sus alicaídos contraataques casi sin esfuerzo, hasta que, de repente, cargué, dio un paso atrás, resbaló en el cieno del foso y se cayó.

Cayó de espaldas al agua del foso. No era profundo. Riéndome de él, con cuidado, bajé por el repecho resbaladizo y me planté ante él. Los mirones, sajones y hombres del norte, se asomaron al borde del foso sin perdernos de vista; Eardwulf miró a lo alto y vio a aquellos guerreros, guerreros malencarados, y fue tal la humillación que sintió que pensé que se iba a echar a llorar.

—Sois un traidor y un proscrito —le dije, apuntándole a la barriga con Hálito-de-serpiente, se hizo con Duende-de-hielo como si fuera a responder, pero retiré el brazo y le devolví el golpe. Un tajo en condiciones, con todas mis fuerzas, y Hálito-de-serpiente se encontró con Duende-de-hielo, y fue esta la que se quebró. La famosa hoja se partió en dos tal y como yo quería. Una hoja sajona había destrozado la Vlfberht, de mejor factura, y fuere cual fuere el demonio que la hubiera poseído o la brujería que hubiera impregnado su acero, ambos habían desaparecido.

De espaldas, Eardwulf trató de escabullirse, pero al ver que Hálito-de-serpiente tanteaba su barriga, no le quedó otra que quedarse quieto.

—¿Queréis que os raje de arriba abajo? —le pregunté, antes de alzar la voz—. ¡Príncipe Etelstano! —llamé a voces.

Dando saltos, el chico bajó por el repecho del foso y se quedó de pie con los pies en el agua.

—¿Mi señor?

—¿Qué sentencia merece a vuestros ojos este proscrito?

—La muerte, mi señor —dijo, con aquella voz que aún no le había cambiado.

—Administradla, pues —le dije, dejando en sus manos a Hálito-de-serpiente.

—¡No! —grito Eardwulf.

—¡Lord Uhtred! —me reclamó a voces Etelfleda.

—¿Mi señora?

—Solo es un chico —dijo, mirando enfurruñada a Etelstano.

—Un chico que tiene que aprender a ser un guerrero y un rey —repuse—; lleva la muerte inscrita en su destino. Tiene que aprender a administrarla. —Le di una palmada en el hombro—. Que sea rápido, chaval —le dije—. Lenta es la muerte que merece, pero ya que es la primera vez que lo hacéis, no os compliquéis la vida.

Miré a Etelstano y vi la determinación que animaba su joven rostro. No dejé de mirarlo mientras dirigía la pesada espada contra el cuello de Eardwulf, y reparé en el pequeño gesto de esfuerzo que hizo cuando hundió la hoja. Un impetuoso chorro de sangre me empapó la cota de malla. Etelstano no apartó los ojos de Eardwulf mientras se la clavaba de nuevo y, sin retirar la hoja, apoyaba todo su peso sobre la empuñadura de Hálito-de-serpiente, en tanto el agua gris del foso se teñía de rojo y Eardwulf se agitaba en una especie de gorgoteo mientras, a borbotones, más sangre teñía el agua, y Etelstano seguía apoyado en mi espada hasta que, por fin, cesó tanta agitación y el agua volvió a su ser. Me abracé al chico, le tomé la cara entre las manos y lo obligué a mirarme a los ojos.

—Así se imparte justicia, mi príncipe —le dije—, y lo habéis hecho a entera satisfacción —suspiré, haciéndome con Hálito-de-serpiente—. Berg —dije a voces—, ¡necesitáis otra espada! Esa no era buena.

Sigtryygr me tendió una mano para ayudarme a salir del foso. El único ojo que le quedaba refulgía con la misma satisfacción que había visto en las murallas de Ceaster.

—No me gustaría teneros como enemigo, lord Uhtred —me dijo.

—En ese caso, procurad no volver por aquí, jarl Sigtryggr —contesté, apretándole el antebrazo, como él me apretaba el mío.

—Volveré —repuso—, porque estaréis deseando que lo haga.

—¿En serio?

Volvió la cabeza y contempló sus barcos. A un paso de la orilla, una maroma mantenía a uno de ellos amarrado a una estaca. En la proa, un enorme dragón pintado de blanco con un hacha roja en la mandíbula. El barco esperaba por Sigtryggr, pero, junto a la nave, allí donde la hierba daba paso al cieno de la orilla del río, vi a Stiorra de pie. Hella, la doncella, ya estaba a bordo del barco engalanado con el dragón. Etelfleda, que había presenciado la muerte de Eardwulf, había visto a Stiorra junto al barco amarrado y frunció el ceño, como si no estuviese muy segura de lo que veía.

—¿Lord Uhtred?

—¿Mi señora?

—Vuestra hija —empezó a decir, pero no supo cómo seguir.

—Yo me las compondré con mi hija —dije con una sonrisa maliciosa—. ¡Finan!

Preguntándose qué me disponía a hacer, Finan y mi hijo no dejaban de mirarme.

—¡Finan! —grité de nuevo.

—¿Mi señor?

—Acabad con esa escoria —señalando con la cabeza a los secuaces de Eardwulf. Luego, tomé a Sigtryggr por el codo y eché a andar con él hacia el barco.

—¡Lord Uhtred! —me reclamó de nuevo Etelfleda, apremiante en esta ocasión.

Hice un gesto con la mano para que me dejase en paz y me desentendí de ella.

—Pensaba que no le gustabais —le dije a Sigtryggr.

—Eso era lo que queríamos los dos.

—No la conocéis —le advertí.

—¿Acaso conocíais a su madre cuando se cruzó en vuestro camino?

—Es una locura —dije.

—Un honor viniendo de alguien tan conocido por su buen juicio como vos, mi señor.

Tensa, Stiorra nos esperaba. Me lanzó una mirada desafiante y no dijo nada. Sentí un nudo en la garganta, un picor en los ojos. Me dije que era el humo que aún salía de las hogueras abandonadas del campamento de los hombres del norte.

—Sois una necia —le dije, con aspereza.

—En cuanto lo vi —replicó—, me quedé prendada.

—¿Y él también? —le pregunté; se limitó a asentir—. ¿De modo que estas dos últimas noches, al acabar el festín…? —No había acabado de hacerle la pregunta cuando vi que asentía de nuevo—. Sois digna hija de vuestra madre —le dije, abrazándola estrechamente contra mí—. Pero con quién os caséis es cosa mía —continué, notando cómo se ponía rígida entre mis brazos—, y lord Etelhelmo quiere casarse con vos.

Pensé que estaba gimoteando; me aparté un poco y caí en la cuenta de que se estaba riendo.

—¿Lord Etelhelmo? —me preguntó.

—Seréis la viuda más rica de toda Britania —le prometí.

Aún abrazada a mí, alzó los ojos.

—Padre —dijo—, os juro por mi vida que aceptaré al hombre que vos me elijáis como marido.

Me tenía calado. Había visto las lágrimas y de sobra sabía que no tenían nada que ver con el humo. Me incliné hacia delante y le di un beso en la frente.

—Seréis la vaca propiciatoria —le dije— entre los hombres del norte y yo. Y sois una necia. Igual que yo. Y vuestra dote —añadí en voz bien alta mientras daba un paso atrás— será el dinero de Eardwulf. —Me di cuenta de que le había manchado el delicado vestido de lino que llevaba con la sangre de Eardwulf. Me quedé mirando a Sigtryggr—: Os la entrego —le dije—, así que no me falléis.

Un sabio, no recuerdo quién, dejó dicho que hemos de aceptar que nuestros hijos elijan su propio camino. Etelfleda estaba furiosa conmigo, pero no hice caso de sus invectivas, y me dediqué a escuchar los cánticos de los hombres del norte, la canción de los remos, mientras observaba cómo sus barcos con aquellos dragones como mascarones de proa se perdían río abajo entre la ligera bruma que cubría el Mærse.

Stiorra no dejaba de mirarme. Pensé que me dedicaría un gesto de despedida, pero permaneció inmóvil hasta que la perdí de vista.

—Tenemos que acabar de construir un fortín —les dije a los míos.

Wyrd biδ ful ãræd.