CAPÍTULO VI
De noche, el tiempo se nos antoja más largo. De niño, recuerdo cómo mi padre le preguntaba a nuestro capellán a qué se debía, y cómo, al domingo siguiente, el padre Beocca, el bueno del padre Beocca, dedicaba un sermón al asunto. Según él, el sol era la deslumbrante y fulgurante luz del dios de los cristianos, en tanto que la luna es la lámpara que vaga por las tinieblas del pecado. Como no vemos, decía, de noche todos echamos el pie con cuidado, de modo que la noche discurre más lentamente que el día, porque el sol se desplaza como el fulgor cristiano, en tanto que, a trompicones, la noche sortea como puede las tinieblas del maligno. No entendí nada de aquel sermón. Cuando le pedí al padre Beocca que me lo explicara, me pellizcó la oreja con la mano tullida y me dijo que procurase leer con atención cómo san Cuthberto había bautizado a una bandada de frailecillos. Por el motivo que sea, el caso es que el tiempo se nos hace más largo por la noche y que los frailecillos van al cielo, al menos aquellos que tuvieron la dicha de haberse cruzado con san Cuthberto.
—¿Hay arenques en el cielo? —recuerdo que le pregunté al padre Beocca.
—No creo.
—Si no hay peces, ¿qué comen los frailecillos?
—En el cielo no se come. Se proclama la gloria de Dios.
—¡Así que nada de comida, solo cánticos!
—Por siempre jamás, amén.
Me pareció aburrido entonces; todavía me lo parece, casi tanto como esperar en la oscuridad antes de iniciar un ataque como el que estaba a punto de producirse, pero que parecía que no había de comenzar nunca. De no ser por el susurro del viento en las copas de los árboles y el ruido que, al mear, hacían de vez en cuando algunos de los hombres o de los caballos, todo estaba en silencio. Una lechuza ululó; luego, silencio otra vez.
Y con el silencio, me asaltaron las dudas. ¿Y si Eardwulf se me había adelantado? ¿No estaría avanzando por aquellos oscuros bosques al frente de una tropa de jinetes buscando cómo sorprendernos entre los árboles? Tuve que reconocerme a mí mismo que era imposible. Las nubes se habían arremolinado y nadie sería capaz de cruzar aquellos bosques sin dar un tropiezo. Me convencí a mí mismo de que lo más seguro era que hubiera desistido de sus ambiciones, que hubiera aceptado la derrota, y que no había razón de que, temeroso, tuviera a mis hombres en vilo.
Estábamos estremecidos. No porque hiciera frío, sino porque la noche es el momento en que espectros y duendes, gnomos y enanos se pasean por el Midgard, nuestro mundo. En silencio, vagan por la oscuridad. Es muy posible que no los veamos y que jamás los oigamos, a menos que así lo quieran, pero ahí andan esas maléficas criaturas de la oscuridad. Temerosos de aquellas cosas que no alcanzamos a ver, que no de Eardwulf o de sus guerreros, mis hombres guardaban silencio. Y con los temores, me asaltaron los recuerdos, el recuerdo de la muerte de Ragnar durante el espantoso incendio de aquel caserío. Por entonces, yo solo era un niño que, al lado de Brida, temblaba de pies a cabeza en lo alto de una colina, mientras contemplaba las enormes llamaradas que salían del caserío hasta que todo se vino abajo, entre los gritos de hombres, mujeres y niños que perdían la vida. Kjartan y los suyos lo tenían rodeado y acababan con todos los que salían huyendo del fuego, todos menos las muchachas que pudieran caer en sus manos, que, violadas y mancilladas, correrían la misma suerte que Thyra, la preciosa hija de Ragnar. Solo cuando contrajo matrimonio con Beocca encontró la felicidad; monja por entonces, todavía vivía, y nunca había hablado con ella de aquella noche incandescente en que su madre y su padre habían muerto. Había querido a Ragnar. En realidad, él había sido mi padre; el danés que me había educado para ser un hombre, el mismo que había muerto entre aquellas llamas; siempre confié en que hubiera tenido tiempo de hacerse con su espada antes de que acabasen con él, que estuviera en el Valhalla y que ocasión hubiera tenido de ver cómo, en su nombre, me había deshecho de Kjartan en la cima de una colina allá por el norte. Ealdwulf, de nombre tan parecido al de mi más reciente enemigo, también había muerto en aquel incendio. Ealdwulf había sido el herrero de Bebbanburg, la fortaleza que mi tío me había quitado de las manos y el lugar del que había huido para unirse a los míos; Ealdwulf había sido quien, en su inquebrantable yunque, había forjado la espada que llevaba ceñida, Hálito-de-serpiente.
Tantos muertos. Tantas vidas truncadas por el destino y, de nuevo, nos disponíamos a iniciar aquella danza macabra. La muerte de Etelredo había dado rienda suelta a la ambición. La codicia de Etelhelmo era una amenaza para la paz, o quizá solo lo fuera mi testarudez, que intentaba echar por tierra las esperanzas de los sajones del oeste.
—¿En qué estáis pensando? —me preguntó Etelfleda, con voz apenas susurrante.
—En que tengo que encontrar al hombre que se hizo con Duende-de-hielo después de Teotanheale —repuse, en un tono parecido.
Suspiró, o quizá fuera solo el viento entre las hojas.
—Deberíais aceptar la voluntad de Dios —dijo, al cabo.
Sonreí.
—No es eso lo que pensáis, pero os veis en la obligación de decirlo. Además, no se trata de magia pagana. El padre Cuthberto me dijo que tratara de dar con ella.
—A veces me pregunto si el padre Cuthberto es un buen cristiano —repuso.
—Es un buen hombre.
—Lo es, sin duda.
—¿Así que un buen hombre puede ser un mal cristiano?
—Me imagino que sí.
—En ese caso, ¿un hombre malo puede ser un buen cristiano? —No contestó—. Ahora me explico cómo son la mitad de los obispos —continué—, Wulfheard entre ellos.
—Un hombre muy valioso —dijo.
—Y codicioso también.
—Sí —admitió.
—Sediento de poder —continué—, de dinero, de mujeres.
Calló la boca un momento.
—Vivimos en un mundo de tentaciones —dijo, al cabo—; son pocos los que no caen en las garras del diablo. El maligno se emplea a fondo con los hombres de Dios. Wulfheard es un pecador, pero ¿quién de nosotros no lo es? ¿Acaso pensáis que no sabe cuáles son sus debilidades? ¿Que no reza para obtener el perdón? Ha sido un buen servidor de Mercia. Ha impartido justicia, ha mantenido llenas las arcas y ha ofrecido prudentes consejos.
—También quemó mi hacienda —dije, sin ocultar mi rencor— y, por lo que sabemos, conspiró con Eardwulf para acabar con vos. —Hizo como que no había oído tan grave acusación.
—Hay muchos curas buenos —dijo—, hombres honrados que dan de comer a los hambrientos, velan por los enfermos y consuelan a los tristes. ¡Y monjas también! ¡Tantos y tan buenos!
—Lo sé —contesté, pensando en Beocca y en Pyrlig, en Willibald y en Cuthberto, en la abadesa Hild, hombres y mujeres que rara vez ostentaban el poder en la Iglesia. Solo los taimados y ambiciosos, como Wulfheard, ascendían—. El obispo Wulfheard os quería muerta. Quiere que vuestro hermano sea rey de Mercia.
—¿Tan malo es eso? —me preguntó.
—Sí, si es a costa de recluiros en un convento. Se quedó pensativa un instante.
—Mercia ha estado treinta años sin rey —dijo—. Durante casi todo este tiempo y gracias a mi padre, Etelredo llevó las riendas. Ahora decís que ha muerto. Así que ¿quién le sucederá? No tiene hijo varón. ¿Quién mejor que mi hermano?
—Vos.
Se quedó callada durante un buen rato.
—¿De verdad os imagináis que haya un solo ricohombre que apoye el derecho de una mujer a ocupar su puesto? —me preguntó—. ¿Algún obispo? ¿Algún abad? En Wessex hay un rey, y Wessex ha hecho lo posible para que, treinta años después, Mercia aún se mantenga como tal, así que ¿por qué no unificar ambos territorios?
—Porque no es eso lo que quieren los hombres de Mercia.
—Algunos, no. La mayoría. Les gustaría que fuera uno de los suyos quien estuviera al frente, pero ¿aceptarán de buen grado a una mujer en el trono?
—Sí, si sois vos, por el afecto que os tienen.
—Algunos, sí; muchos, no. Aun así, todos verían como una anomalía que una mujer estuviese al frente de sus destinos.
—No solo es anómalo —repuse—, ¡es ridículo! Lo normal es que os dedicarais a hilar y tener hijos, no a dirigir los asuntos del país. Pero sois la única posibilidad que les queda.
—O mi hermano Eduardo.
—No da la talla como guerrero —repliqué.
—Pero es el rey —se limitó a decir.
—Así que, ¿le ofreceríais sin más el reino a Eduardo? Aquí tenéis, hermano, vuestra es Mercia.
—No —dijo en voz baja.
—¿Ah, no?
—¿Por qué pensáis que nos dirigimos a Gleawecestre? Porque tiene que haber una reunión del Witan, como tiene que ser, y que el consejo decida.
—¿Y creéis que vos seréis la elegida?
Calló un buen rato y, por fin, me di cuenta de que esbozaba una sonrisa.
—Sí —dijo, por fin.
Me eché a reír.
—¿Por qué? Acabáis de decir que ninguno apoyaría a una mujer al frente, ¿por qué habrían de elegiros a vos?
—Porque podéis ser un viejo lisiado, cabezota y colérico —dijo—, pero todavía os tienen miedo, y vos los convenceréis.
—¿Yo?
—Sí —repuso—, vos.
Sonreí en medio de la oscuridad.
—En tal caso, más vale que nos cercioremos de salir con bien de la que nos espera esta noche —susurré, en el preciso instante en que escuché el inconfundible chasquido del casco de un caballo contra una piedra en el labrantío que quedaba al norte.
La espera había concluido.
Eardwulf actuaba con sigilo. La puerta del caserío daba al norte; la fachada sur no era sino una gran pared de madera, de modo que había llevado a los suyos a los campos del sur, donde no los pudiera ver ningún centinela que estuviese apostado a la entrada. Escuchamos el chasquido de aquel casco, al que siguieron otros; luego, el apagado restallido de unas bridas, y contuvimos la respiración. No veíamos nada; solo oíamos a los hombres y los caballos que estaban entre nosotros y el caserío cuando, de repente, hubo un resplandor.
Un resplandor luminoso, el inesperado resplandor de una llama mucho más cerca de lo que pensaba, y caí en la cuenta de que Eardwulf estaba encendiendo las teas lejos del caserío. Entre los árboles, sus hombres no andaban lejos de nosotros; aquel súbito resplandor me llevó a pensar que debían de estar viéndonos, pero ninguno de ellos volvió la vista a la maraña de sombras que entretejía el bosque. La primera tea ardió en condiciones; luego prendieron fuego a otras seis: cada haz de paja bastaba para prender el siguiente. Aguardaron a que las siete ardieran como es debido y, entonces, atándolas a largos mangos, las pusieron en manos de otros tantos jinetes.
—¡Adelante! —Pude escuchar con claridad la orden, y observé cómo, al galope, los siete portadores del fuego cruzaban los pastos, manteniendo las antorchas en alto, dejando un reguero de chispas a sus espaldas. Detrás, los hombres de Eardwulf.
Espoleé mi caballo hasta el lindero del bosque y me detuve. Junto a los míos, esperé a que lanzasen las teas al techo del caserío, mientras los hombres de Eardwulf echaban el pie a tierra y desenvainaban las espadas.
—Uno de mis antepasados cruzó el mar —dije—, y se apoderó del peñasco en el que se asienta Bebbanburg.
—¿Bebbanburg? —se extrañó Etelfleda.
No dije nada. Observaba los siete fuegos; parecían a punto de extinguirse. Por un momento, todo apuntaba a que el techo del caserío no iba a arder hasta que, de repente, tras haber conseguido prender la paja seca que yacía bajo la húmeda cubierta de cañizo trenzado, las llamas se propagaron, y con inusitada rapidez, además. La mayoría de los hombres de Eardwulf habían formado una hilera alrededor de la puerta cerrada del caserío, lo que me dio a entender que no se habían percatado de nuestra presencia, y eso que unos cuantos seguían a caballo y una media docena permanecía apostada frente a la fachada sur del edificio por si alguien trataba de echar abajo la pared de madera y escapar.
—¿Qué tiene que ver Bebbanburg con esto de ahora? —me preguntó Etelfleda.
—Que aquel antepasado mío era conocido como Ida, el Portador de la Llama —le contesté, sin perder de vista las llamaradas y respirando hondo—. ¡Ahora! —grité, empuñando Hálito-de-serpiente. Sentí un dolor agudo; aun así, grité de nuevo—: ¡Ahora!
Eadric había calculado bien. No habría más de treinta hombres con Eardwulf; los demás debían de haberse negado a tomar parte en el asesinato de Etelfleda. Treinta hombres habrían bastado si hubiéramos estado en el interior del caserío. A la mañana siguiente, no quedarían sino rescoldos humeantes y una espesa humareda que dejarían a Eardwulf como heredero de Etelredo, quien, en aquel momento, sin embargo, estaba a mi merced; espoleé mi caballo mientras, dando gritos, los míos dejaban atrás los árboles y, al galope, se adentraban en aquella oscuridad iluminada por las llamas.
Y con ellos, se desvanecieron sus esperanzas. Fue una carnicería inesperada. Los hombres que confiaban en ver cómo, medio despiertos y presos del pánico, los moradores abandonaban el caserío, se vieron superados por jinetes que, lanza en ristre, emergían en mitad de la noche. Mis hombres atacaban por ambos flancos convergiendo hacia los hombres que aguardaban a la entrada, sin escapatoria posible. Los abatimos a mandobles o los ensartamos con las lanzas. A la luz de las llamas, vi cómo mi hijo descargaba Pico-de-cuervo y abría en dos un yelmo; vi cómo brotaba la sangre a la luz de las llamas; vi cómo Finan alanceaba a un hombre en la barriga y dejaba la lanza clavada en las tripas del moribundo antes de hacerse con la espada en busca de su siguiente víctima. Entretanto, sin dejar de gritar en frisio, Gerbruht se servía de un hacha para partir en dos la cabeza de un hombre, con yelmo y todo.
Mientras, yo trataba de dar con Eardwulf. Al galope, Etelfleda iba delante de mí; le di una voz para que se apartase de la refriega. Todo yo era puro dolor. Desvié mi caballo para ir tras ella y sacarla de allí cuando vi a Eardwulf. A caballo. Había visto a Etelfleda y, seguido por un grupo de los suyos, también a caballo, picaba espuelas e iba a por ella. Me puse a su altura; Etelfleda desapareció a mi izquierda, Eardwulf estaba a mi derecha. Describí un amplio tajo con Hálito-de-serpiente; le acerté en las costillas, pero no llegué a rasgarle la cota de malla. Aparecieron más de los míos. Eardwulf se hizo con las riendas y picó espuelas.
—¡Tras él! —grité.
Un caos. Jinetes que rodaban por el suelo, hombres que no dejaban de dar gritos, algunos que trataban de rendirse, todo en medio de un remolino de chispas y de humo. Entre tantos jinetes y bajo aquella luz vacilante, no era fácil distinguir a nuestros enemigos. Vi entonces cómo Eardwulf y sus acompañantes abandonaban el lugar; sin pensarlo, piqué espuelas y fui tras él. Al resplandor de aquel fuego, lo bastante vivo como para alumbrar los pastos, las matas de hierba proyectaban unas sombras negras y alargadas. Dando gritos como si participaran en una cacería, algunos de los míos venían conmigo. Uno de los caballos de los que huían tropezó. Lo montaba un hombre de largos cabellos negros que le sobresalían por debajo del yelmo. Volvió la vista atrás y, al darse cuenta de que estaba a punto de atraparlo y de que me disponía a embestirlo con Hálito-de-serpiente apuntándole a la cintura, picó espuelas a la desesperada, el caballo hizo un inesperado quiebro y la espada se clavó en el alto pomo de la silla. El caballo tropezó de nuevo y el hombre se fue al suelo. Oí un grito. Mi caballo se apartó del corcel derribado, y a punto estuve de perder a Hálito-de-serpiente. Mis jinetes me dejaron atrás, los cascos de sus monturas levantaban tormos de tierra húmeda, pero Eardwulf y los que iban con él ya andaban muy lejos y se perdieron en los bosques que se extendían por el norte. Proferí una maldición y refrené mi montura.
—¡Dejadlo ya! ¡Alto! —Oí gritar a Etelfleda y volví grupas hacia el caserío en llamas. Había pensado que estaba en dificultades, cuando lo único que hacía era poner fin a la carnicería—. ¡No morirán más hombres de Mercia! —gritó—. ¡Deteneos! —Tras despojarlos de las armas, agrupaban a los enemigos que quedaban con vida.
Con aquel dolor que me traspasaba el pecho, bajé la espada y me quedé inmóvil a lomos de mi montura. El caserío ardía por los cuatro costados; el techo se vino abajo y la noche dejó paso a un rojo resplandor de humo y chispas. Finan se acercó a mi lado.
—¿Mi señor? —se interesó, preocupado.
—No es nada. Solo la herida. —Llevé mi caballo hasta el lugar donde Etelfleda había reunido a los prisioneros—. Eardwulf ha huido —le dije.
—No tiene escapatoria —contestó—. Ahora es un proscrito.
Cayó una de las vigas del techo y se alzaron nuevas llamaradas que cubrieron el cielo de chispas relucientes. Etelfleda espoleó su caballo y se acercó a los prisioneros, catorce, que permanecían junto al granero. Entre el pajar y el caserío, seis cadáveres.
—Lleváoslos —ordenó Etelfleda— y dadles sepultura. —Miró a los catorce hombres—. ¿Cuántos de vosotros habíais jurado lealtad a Eardwulf?
Todos menos uno alzaron la mano.
—Acabad con ellos —rezongué.
Hizo como que no me oía.
—Vuestro señor es un proscrito —les dijo—. Si sale con vida de esta, huirá a un país lejano, a tierras paganas. ¿Cuántos de vosotros deseáis ir con él?
Callados y atemorizados, ninguno levantó la mano. Con el pelo y los hombros ensangrentados, fruto de los tajos que les habían asestado los jinetes que, por sorpresa, habían caído sobre ellos, algunos estaban heridos.
—No podéis fiaros de ellos —le dije—; matadlos.
—¿Sois todos hombres de Mercia? —se interesó Etelfleda; todos, menos el hombre que no había prestado juramento a Eardwulf, asintieron. Los de Mercia se lo quedaron mirando; el otro dio un paso atrás—. ¿Quién sois? —le preguntó. El hombre dudó un instante—. ¡Hablad! —le exigió.
—Soy Grindwyn, mi señora. De Wintanceaster.
—¿Un sajón del oeste?
—Así es, mi señora.
Espoleé mi caballo y me llegué al lado de Grindwyn. Un hombre mayor, de unos treinta o cuarenta veranos, barba cuidadosamente recortada, espléndida cota de malla y una trabajada y preciosa cruz al cuello. La cota de malla y la cruz daban a entender que no se trataba de un buscavidas que, por necesidad, se hubiera puesto a las órdenes de Eardwulf, sino de un hombre que se había hecho rico a lo largo de los años.
—¿Al servicio de quién estáis? —le pregunté.
De nuevo, pareció dudar.
—¡Hablad! —gritó Etelfleda.
Siguió dudando. Me di cuenta de que trataba de buscar una salida, pero los de Mercia sabían la verdad, de modo que, si bien a regañadientes, respondió.
—De lord Etelhelmo, mi señora —dijo.
Reí de mala gana.
—¿Os envió para que os cerciorarais de que Eardwulf cumplía las órdenes que le había dado?
A modo de respuesta, asintió; hice una seña a Finan para que se lo llevara de allí.
—Mantenedlo vivo —le dije.
Etelfleda miró al resto de los prisioneros.
—Mi esposo recompensó a Eardwulf y le dispensó altos honores —dijo—, pero no el derecho a que le juraseis lealtad por encima de la suya. Era un servidor de mi marido, y a él le debía lealtad. Pero mi esposo ha muerto, que Dios se apiade de su alma, de modo que os reclamo la lealtad que, en su día, deberíais haberle prestado a él. ¿Hay alguno entre vosotros que se niegue a prestarme el mismo juramento de lealtad?
Todos negaron con la cabeza.
—Claro que os prestarán juramento de lealtad —rezongué—; esos cabrones quieren seguir con vida. Acabad con ellos.
De nuevo no me hizo caso; volvió la vista a Sihtric que, de pie, permanecía junto al montón de armas que les habíamos arrebatado.
—Entregadles sus espadas —le ordenó.
Sihtric me echó una mirada; yo me limité a encogerme de hombros, de modo que obedeció. Les acercó una brazada de espadas y permitió que cada uno se hiciese con la suya. Sin saber qué hacer y preguntándose si nos disponíamos a abalanzarnos sobre ellos, se quedaron con las espadas en la mano. Eltelfeda echó el pie a tierra. Dejó las bridas de su caballo en manos de Sihtric y, andando, se acercó a ellos.
—¿Os ordenó Eardwulf que acabaseis conmigo? —les preguntó.
Dudaron un momento.
—Así es, mi señora —contestó el de más edad.
Ella se echó a reír.
—Pues esta es vuestra oportunidad —extendiendo los brazos.
—Mi señora… —comencé a decir.
—¡Guardad silencio! —replicó, sin volver la cabeza siquiera. Se quedó mirando a los prisioneros—. O acabáis conmigo o, postrados de rodillas ante mí, me prestáis juramento de fidelidad.
—¡Mantenedla a salvo! —le urgí a mi hijo.
—¡Atrás! —le ordenó a Uhtred, quien, tras haberse hecho con Pico-de-cuervo, se había colocado a su lado—. ¡Más atrás! Son hombres de Mercia, y no necesito a nadie que me defienda de ellos —añadió, dirigiendo una sonrisa a los cautivos—. ¿Quién de vosotros está al mando? —les preguntó; nadie contestó—. Está bien, ¿quién es el más preparado de entre vosotros? —Todos miraron al suelo hasta que, por fin, entre dos o tres, obligaron a dar un paso adelante al hombre de más edad, el mismo que nos había confirmado que las ambiciones de Eardwulf pasaban por acabar con ella. Era un hombre de cara estragada, barba corta y bizco. Había perdido media oreja durante la pelea y tenía el pelo y el cuello cubiertos de sangre reseca—. ¿Cómo os llamáis? —le preguntó.
—Hoggar, mi señora.
—Bien, de momento poneos al frente de estos hombres —le dijo, señalando a los prisioneros—, y enviádmelos de uno en uno para que pueda tomarles juramento.
De pie y sola, a la luz de las llamas, uno por uno, espada en mano, se acercaron, se fueron arrodillando ante ella y prestándole juramento de fidelidad. Podía ver sus rostros, cómo se los había ganado, cómo pronunciaban el juramento de corazón. Hoggar fue el último en hacerlo; los ojos se le llenaron de lágrimas al sentir aquellas manos que apretaban las suyas alrededor de la empuñadura de la espada mientras él pronunciaba las palabras por las que su vida quedaba unida a la de aquella mujer. Etelfleda esbozó una sonrisa y le pasó la mano por los cabellos grises como si estuviera bendiciéndolo.
—Gracias —le dijo, antes de volverse a los míos—. ¡Estos guerreros no son prisioneros! Desde este momento son mis hombres y, como tales, vuestros compañeros; tanto en lo bueno como en lo malo, correréis su misma suerte.
—¡Pero no ese! —grité, señalando a Grindwyn, el hombre de Etelhelmo.
—No, ese no —convino Etelfleda, antes de tocarle la cabeza a Hoggar de nuevo—. Reponeos de esas heridas, Hoggar —le dijo con gentileza.
Trajeron al prisionero a la luz de las llamas, el decimoquinto, el jinete de largos cabellos negros cuyo caballo había tropezado delante de mí. Vestía larga cota de malla y un precioso yelmo labrado del que Eadric lo despojó.
Era Eadith, la hermana de Eardwulf.
Al amanecer, a caballo nos llegamos al campamento de Eardwulf. No estaba allí, por supuesto, no había confiado en dar con él. Sentados alrededor de las hogueras o ensillando los caballos, sí estaban, en cambio, el resto de los suyos, los hombres que no habían querido acompañarlo la noche anterior. Cuando nos vieron llegar, se asustaron; algunos trataron incluso de ir en busca de los caballos, pero, al frente de media docena de los míos, Finan ya se disponía a llevárselos; en cuanto vieron las espadas, aquellos que trataban de huir volvieron junto a sus compañeros. Si pocos llevaban cota de malla, ninguno parecía estar en condiciones de plantarnos cara, en tanto que los nuestros, bien pertrechados, iban a caballo y armados. Reparé en cómo, temerosos de una escabechina, algunos de los hombres de Eardwulf se santiguaban.
—¡Hoggar! —gritó Etelfleda, con voz desabrida.
—¿Mi señora?
—Vos y vuestros hombres vendréis conmigo. El resto —se volvió y me miró—, os quedaréis aquí —sentenció, dando a entender que no hacía falta que nadie la protegiera de los hombres de Mercia porque, al igual que se había ganado a Hoggar y los suyos la noche anterior, ya se las compondría para encandilar al resto de las tropas de Eardwulf.
Aunque me había ordenado que me quedase atrás, me las compuse para cabalgar lo bastante cerca de ella como para oír lo que decía. Ceolberht y Ceolnoth, los curas y a la par gemelos, cabalgaban a su lado, inclinando la cabeza con respeto y contándole con pelos y señales lo que habían hecho durante la noche para impedir que el resto de los hombres de Eardwulf participase en el ataque.
—Les dijimos, mi señora, que lo que iban a hacer era pecado y que Dios los castigaría —decía el padre Ceolnoth. Su desdentado gemelo asentía con toda su alma.
—¿Les dijisteis también que era pecado no advertirnos de lo que se nos venía encima? —pregunté en voz alta.
—Quisimos avisaros, mi señora —dijo el padre Ceolnoth—, pero ordenó a unos guardias que no nos perdiesen de vista.
Me eché a reír.
—¿Doscientos de vuestra parte frente a cuarenta que lo apoyaban?
Los dos curas pasaron por alto mi pregunta.
—Damos gracias a Dios de que sigáis con vida, mi señora —balbuceó Ceolberht.
—Igual que también habríais dado gracias a vuestro dios en caso de que Eardwulf hubiera conseguido acabar con la dama Etelfleda —repliqué.
—¡Basta! —gruñó Etelfleda, obligándome a guardar silencio, antes de volverse de nuevo a los dos curas—: Habladme de mi esposo —les ordenó.
Ambos intercambiaron una mirada y dudaron un momento; por fin, Ceolnoth se santiguó y dijo:
—Vuestro esposo ha fallecido, mi señora.
—Eso tengo entendido —dijo, aunque noté que se sentía aliviada al comprobar que se confirmaba lo que hasta entonces no había sido sino un rumor—. Rezaré por la salvación de su alma —concluyó.
—Al igual que todos —contestó Ceolberht.
—Una muerte tranquila —dijo el otro gemelo—; recibió los sacramentos con entereza y serenidad.
—De modo que a lord Etelredo le espera su recompensa en el cielo —comentó la dama, mientras yo sofocaba una risotada. Me dirigió una mirada cargada de severidad y, escoltada por los hombres que tan solo unas horas antes habían tratado de acabar con ella, a caballo se paseó entre el resto de las tropas de Mercia. Considerados como los mejores de Mercia, todos habían formado parte de la guardia personal de su marido y, como tales, enemigos jurados suyos durante años; aunque no llegaba a oír lo que les decía, me fijé en cómo se arrodillaban ante ella. Finan se acercó a mí y se recostó en el pomo de la silla de montar.
—Pues sí que le tienen afecto.
—Y tanto.
—¿Qué hacemos ahora?
—Ponerla al frente de los destinos de Mercia —dije.
—¿Cómo?
—¡Menuda pregunta! Eliminando a todo hijo de puta que se cruce en su camino.
Finan esbozó una sonrisa.
—¡Ah, bueno! —dijo—. ¡Si es con argumentos de peso…!
—Exacto —convine.
Pero antes teníamos que ir a Gleawecestre, y allá que nos fuimos más de trescientos hombres armados hasta los dientes, una cuadrilla de guerreros que, tan solo unas horas antes, se habían enfrentado entre sí. Etelfleda ordenó que enarbolasen su estandarte junto al de su marido. Era su forma de dejar claro en todos los sitios por los que pasábamos que su familia seguía al frente de los destinos de Mercia, aunque todavía no sabíamos si los hombres que nos esperaban en Gleawecestre estarían de acuerdo con semejante pretensión. Yo no dejaba de preguntarme cómo se tomaría Eduardo de Wessex las aspiraciones de su hermana. De todos ellos, él era el único que podía truncarlas, y ella le obedecería porque era rey.
Las respuestas a tales preguntas por fuerza habrían de esperar, así que, mientras cabalgábamos, fui en busca de los curas gemelos, porque otras eran las preguntas que tenía en mente para ellos. Cuando piqué espuelas para colocarme entre sus dos caballos castrados, ambos azuzaron sus monturas; nervioso, Ceolberht, al que le había estragado la boca, trató de poner su jamelgo al trote; me incliné y me hice con las bridas.
—Vosotros dos estuvisteis en Teotanheale —comenté.
—Así es —me confirmó Ceolnoth, receloso.
—Una victoria sonada —añadió su hermano—, gracias a Dios.
—Que Nuestro Señor tuvo a bien conceder a lord Etelredo —concluyó Ceolnoth, tratando de encolerizarme.
—¿No al rey Eduardo? —dejé caer.
—A él también, claro está —se apresuró a decir Ceolnoth—. ¡Alabado sea Dios!
Guardada por dos de mis hombres, Eadith cabalgaba al lado de Ceolnoth. Todavía conservaba la cota de malla sobre la que colgaba una reluciente cruz de plata. Como habían sido tan leales partidarios de Etelredo, habría pensado que los dos curas serían sus mejores aliados en aquellas circunstancias. Torció el gesto y se me quedó mirando, preguntándose sin duda qué iba hacer con ella; en realidad, ni siquiera lo había pensado.
—¿Dónde pensáis que habrá ido vuestro hermano? —le pregunté.
—¿Cómo habría de saberlo, mi señor? —se interesó a su vez, con frialdad.
—¿Sabéis que ha sido declarado proscrito?
—Me lo imaginaba —dijo con indiferencia.
—¿Estáis dispuesta a correr su misma suerte? —le pregunté—. ¿Moriros de asco en un perdido valle galés o de frío en una choza escocesa?
Torció el gesto, y no dijo nada.
—La dama Eadith —intervino el padre Ceolnoth— siempre puede recluirse en un convento de monjas.
Observé cómo se estremecía y sonreí.
—Y seguir los pasos de la dama Etelfleda, ¿no es así? —le pregunté al cura.
—Si tal es el deseo de su hermano —respondió sin dudarlo.
—Pero el caso es que la dama Eadith —insistí con expresión de sorna— no es viuda. Es solo adúltera, como la dama Etelfleda. —Sorprendido, Ceolnoth se quedó mirándome en silencio. Todo el mundo estaba al tanto de lo que acababa de decir, pero nunca se le habría pasado por la cabeza que me atreviera a decirlo en voz alta—. Como yo —concluí.
—Dios tiende la mano a los pecadores —dijo Ceolnoth, relamido.
—Sobre todo a los pecadores —remachó Ceolberht.
—Lo tendré en cuenta cuando haya dejado de pecar —repuse—. Por ahora, conformaos con decirme —continué, sin apartar los ojos de Ceolnoth— qué ocurrió al finalizar la batalla de Teotanheale.
Confuso por mi pregunta, trató de responderla lo mejor que pudo:
—Que las tropas del rey Eduardo se fueron en pos de los daneses —dijo—, pero a nosotros nos preocupaba más la herida de lord Etelredo. Ayudamos a sacarlo del campo de batalla y poco nos enteramos de lo que pasó a continuación.
—Antes de eso —insistí—, ¿fuisteis testigos de la pelea que mantuve con Cnut?
—Por supuesto —dijo.
—Por supuesto, mi señor —agregue, recordándole que había olvidado la fórmula de respeto.
Torció el gesto.
—Por supuesto, mi señor —dijo de mala gana.
—¿Me sacaron también del campo de batalla?
—En efecto, y damos gracias a Dios de que sigáis con vida.
Cabrón mentiroso.
—¿Y Cnut? ¿Qué fue del cadáver del danés?
—Lo despojaron de todo cuanto llevaba encima —dijo el padre Ceolberht, con voz sibilante por la falta de dientes—, y lo quemamos junto con los otros daneses —hizo una pausa y añadió—, mi señor.
—¿Y qué fue de su espada?
Hubo un momento de duda, tan breve que casi pasó inadvertido, aunque no a mis ojos, igual que tampoco se me pasó por alto que ninguno de los dos curas me mirasen a los ojos cuando Ceolnoth respondió:
—No vi su espada, mi señor.
—Cnut —repuse— era el más temible guerrero de Britania. Su espada había acabado con cientos de sajones. Era una espada muy conocida. ¿Quién se la llevó?
—¿Cómo habríamos de saberlo, mi señor? —insistió Ceolnoth.
—Estará en manos de algún sajón del oeste —dejó caer Ceolberht. Aquellos cabrones mentían y, como no fuera a porrazos, poco más podía hacer para sacarles la verdad. Pero, Etelfleda, que venía a no más de cien pasos de mí, no vería con buenos ojos que zurrase a los curas—. Si descubro que no es cierto lo que decís —les advertí—, os cortaré la lengua. A los dos.
—No lo sabemos —se reafirmó Ceolnoth.
—Habladme, pues, de lo que sabéis —dije.
—Ya os lo hemos dicho, mi señor, ¡nada!
—En cuanto a quién deba hacerse con las riendas de Mercia —concluí la pregunta—, ¿quién, en vuestra opinión?
—Vos, no, desde luego —me espetó Ceolberht.
—Escuchadme, melindrosa cagada de serpiente —repuse—, no quiero ponerme al frente de Mercia ni de Wessex, no quiero estar al frente de nada que no sea el lugar que me pertenece, Bebbanburg. Pero vosotros dos estabais de parte de su hermano. —Volví la cabeza hacia Eadith, que había seguido toda la conversación—. ¿Por qué?
Ceolnoth dudó un momento; luego, se encogió de hombros.
—Lord Etelredo no dejaba heredero varón —dijo—, y tampoco había ningún ealdorman que pudiera ser su sucesor natural. Le expusimos el asunto a lord Etelhelmo, quien nos hizo ver que Mercia necesitaba un hombre fuerte, capaz de defender las fronteras del norte, y Eardwulf es un buen guerrero.
—No me lo pareció tanto la pasada noche —dije.
Los dos gemelos hicieron como si no me hubieran oído.
—Y se acordó que fuera él quien se hiciera cargo del territorio, como bailío del rey Eduardo —dijo Ceolnoth.
—¿De modo que fuera Eduardo quien llevase las riendas de Mercia?
—¿Quién, si no, mi señor? —apuntó Ceolberht.
—Los señores de Mercia habrían conservado sus haciendas y privilegios —aclaró Ceolnoth—, en tanto que Eardwulf habría estado al mando de las tropas; dispondríamos así de un ejército para plantar cara a los daneses.
—¿Y ahora que Eardwulf ha desaparecido? —les pregunté.
Los gemelos reflexionaron un momento.
—El rey Eduardo se hará cargo del gobierno —dijo Ceolnoth—, y pondrá a alguien al frente de las tropas de Mercia.
—¿Por qué no a su hermana?
Ceolnoth soltó una carcajada destemplada.
—¡Una mujer! ¿Al frente de guerreros? ¡Qué ocurrencia tan absurda! El deber de una mujer es obedecer sin rechistar a su marido.
—¡Bien claro nos lo dejó dicho san Pablo! —remachó Ceolberht con energía—. En su carta a Timoteo dice que ninguna mujer puede tener autoridad sobre un hombre. Es fácil colegir lo que dice la Escritura.
—¿Acaso san Pablo tenía los ojos marrones? —le pregunté.
Ceolnoth frunció el ceño al escuchar mi pregunta.
—No lo sabemos, mi señor. ¿A cuento de qué esa pregunta?
—Porque está lleno de mierda —repuse, irreverente.
Eadith se echó a reír; sofocó su risotada casi de inmediato, en tanto que los dos gemelos se santiguaban.
—La dama Etelfleda debe retirarse a un convento —dijo Ceolberht, furibundo—, y reflexionar sobre los pecados que ha cometido.
Miré a Eadith.
—¡Menudo futuro os espera!
Se estremeció de nuevo. Piqué espuelas y me alejé. Alguien, pensé, sabía dónde estaba Duende-de-hielo. Y yo pensaba dar con ella.
Llovía de nuevo cuando llegamos a Gleawecestre. El agua anegaba los campos, a raudales corría por las regueras atascadas de la calzada y ensombrecía la piedra de las murallas romanas. Con cotas de malla, yelmos, escudos en mano y lanzas en alto, nos dirigimos hacia la puerta que daba al este. Los guardias dieron un paso atrás para franquearnos la entrada; en silencio, se nos quedaron mirando mientras, inclinando las lanzas, pasábamos bajo el arco y enfilábamos la larga calle. La ciudad mostraba un aspecto hosco; quizá solo fuera una ilusión causada por las oscuras nubes bajas y la lluvia que, chorreando por las techumbres de cañizo, arrastraba las inmundicias de la calle hacia el Sæfern. Custodiada por tres hombres que llevaban el escudo con el caballo encabritado de Etelredo, reclinamos lanzas y estandartes de nuevo al pasar bajo el arco de entrada al palacio. Refrené mi corcel y me dirigí al de más edad de los tres.
—¿Sigue el rey aquí?
Negó con la cabeza.
—No, mi señor. Se fue ayer —me di por enterado y piqué espuelas—. Pero la reina sí sigue aquí, mi señor —añadió. Me detuve y me volví en la silla.
—¿Reina?
El hombre parecía confuso.
—La reina Elfleda, mi señor.
—Los sajones del oeste no tienen reina —le dije. Eduardo era el rey, pero a su mujer, Elfleda, se le había denegado el título de reina. Siempre había sido así en Wessex—. ¿Os referís a la dama Elfleda?
—Sigue aquí, mi señor —señalando con la cabeza al edificio más imponente, una mansión romana.
Seguí adelante. De modo que la hija de Etelhelmo estaba allí, lo que me llevó a pensar que el propio Etelhelmo se habría quedado en Gleawecestre. No iba tan descaminado porque, al llegar al espacioso patio cubierto de hierba, vi unos hombres con la divisa del ciervo rampante en los escudos, igual que en otros vi el dragón de los sajones del oeste.
—Elfleda está aquí —le dije a Etelfleda— y, casi con toda seguridad, instalada en vuestros aposentos.
—Los aposentos de mi marido —me corrigió.
Observé a los guardias sajones del oeste que, en silencio, no nos perdían de vista.
—Nos están dando a entender que se han aposentado ahí —le advertí—, y que no piensan irse.
—¿Y Eduardo? ¿Se ha ido?
—Eso parece.
—No querrá verse mezclado en la disputa.
—Que hemos de ganar —repuse—, lo que significa que vais a instalaros en los aposentos reales.
—Sin vos —concluyó, con aspereza.
—¡Eso ya lo sé! Dormiré en una cuadra; no así vos, claro. —Me volví en la silla y llamé a Rædwald, un guerrero reservado que había estado al servicio de Etelfleda durante años. Un hombre cauteloso, pero también leal y de toda confianza—. La dama Etelfleda ocupará los aposentos de su marido —le dije—; que vuestros hombres estén pendientes.
—Así se hará, mi señor.
—Y si alguien trata de impedir que entre en esos aposentos, tenéis mi beneplácito para acabar con quienquiera que sea.
Rædwald se quedó cabizbajo, pero Etelfleda supo salir del paso.
—Compartiré esos aposentos con la dama Elfleda —zanjó—, ¡y ni hablar de carnicerías!
Me volví hacia la puerta y llamé al guardia que me había dicho que Eduardo se había ido.
—¿Ha vuelto Eardwulf por aquí? —le pregunté.
—Ayer por la mañana, mi señor —asintió.
—¿Qué hizo?
—Llegó a toda prisa, mi señor, y volvió a irse en menos de una hora.
—¿Llevaba hombres con él?
—Ocho o nueve, mi señor. También se fueron.
Lo despedí y me acerqué a Eadith.
—Vuestro hermano estuvo aquí ayer —le dije—; cosa de un momento y se marchó de nuevo.
—Ojalá salga con vida de esta —dijo, al tiempo que se santiguaba.
No había habido tiempo de que en Gleawecestre se hubieran enterado de la fallida intentona de Eardwulf de acabar con Etelfleda antes de que este volviese a la ciudad, de modo que, si bien todos andarían preguntándose el por qué de tanta premura, nadie se habría enterado de la traición en que había incurrido.
—¿Para qué volvió aquí? —le pregunté a Eadith.
—¿Para qué creéis vos?
—¿Dónde guardaba, pues, el dinero?
—Escondido en la capilla privada de lord Etelredo.
—Iréis allí —le dije—, y me pondréis al corriente de si ha desaparecido.
—¡Pues claro que habrá desaparecido!
—Lo sé, tan bien como vos —repliqué—; aun así, quiero estar seguro.
—¿Y después? —se interesó.
—¿Después?
—¿Qué va a ser de mí?
Me la quedé mirando, y me di cuenta de que envidiaba la suerte que había corrido Etelredo.
—No sois un enemigo —le dije—; si queréis ir con vuestro hermano, sois libre para hacerlo.
—¿A Gales?
—¿Acaso es allí donde se ha ido?
Se encogió de hombros.
—No sé dónde habrá ido, pero Gales es el territorio más cercano.
—Tan solo confirmadme si se ha llevado el dinero —repuse—; luego, podréis iros.
Aunque no sabría decir si por las lágrimas o por la lluvia, el caso es que le brillaron los ojos. Doblándome por culpa del dolor en el costado, me bajé del caballo como pude. Tenía que averiguar quién mandaba en el palacio de Gleawecestre.
No tuve que dormir en una cuadra, sino que encontré unos aposentos en una de las mansiones romanas más pequeñas. Una mansión que se alzaba alrededor de un patio y disponía de una sola entrada; en lo alto, una cruz de madera clavada. Un intendente descompuesto me dijo que eran los aposentos de los capellanes de Etelredo.
—¿Cuántos capellanes tenía? —le pregunté.
—Cinco, mi señor.
—¿Solo cinco curas en esta casa donde podrían dormir veinte?
—Y sus criados, mi señor.
—¿Dónde andan ahora?
—Velando el cadáver en la iglesia, mi señor. Mañana será el entierro de lord Etelredo.
—En tal caso, a lord Etelredo no le hacen falta capellanes —dije—. Que se busquen otro sitio donde dormir esos cabrones. En sus cuadras, por ejemplo.
—¿En las cuadras, mi señor? —me preguntó el intendente, desencajado.
—¿Acaso no fue ahí donde nació vuestro dios crucificado, en una cuadra? —le dije; se quedó pasmado—. Si una cuadra le bastó a Jesús, que no a mí, ¿a qué más pueden aspirar esos condenados curas?
Sacamos las pertenencias de los clérigos al patio, y mis hombres ocuparon las estancias vacías. Stiorra, Ælfwynn y sus doncellas, en una; Etelstano pasaría la noche en otra, con Finan y media docena de los míos. Pedí al muchacho que viniera a verme a mi estancia, un aposento donde había una cama en la que me había tumbado porque el dolor de las costillas inferiores me estaba matando. Notaba el pus y la pestilencia que destilaba la herida.
—¿Mi señor? —dijo Etelstano, intranquilo.
—Lord Etelhelmo está aquí —le dije.
—Lo sé, mi señor.
—Decidme, pues, qué espera de vos.
—¿Mi muerte?
—Es probable —convine—, pero a vuestro padre no le haría ninguna gracia. ¿Qué más se os ocurre?
—Apartarme de vos, mi señor.
—¿Por qué?
—Para que su nieto pueda ser rey.
Asentí. Por supuesto que sabía todas las respuestas a mis preguntas, pero quería que se diera cuenta de que le iba la vida en ello.
—Así me gusta —le dije—. ¿Y qué tiene pensado hacer con vos?
—Enviarme a Neustria, mi señor.
—¿Y qué os pasará en Neustria?
—Que me matarán o me venderán como esclavo, mi señor.
Cerré los ojos. El dolor era insoportable. Lo que destilaba aquella herida hedía como un pozo negro.
—Entonces, ¿qué es lo que tenéis que hacer? —le pregunté, abriendo los ojos y mirándolo fijamente.
—Permanecer junto a Finan, mi señor.
—No os iréis de juerga por ahí —le dije, con rudeza—. Ni en busca de aventuras por la ciudad. ¡No os echaréis una amiguita! ¡Permaneceréis al lado de Finan! ¿Entendido?
—Perfectamente, mi señor.
—Podríais ser el próximo rey de Wessex —le dije—, pero nada seréis si estáis muerto o si acaban por encerraros en un maldito monasterio y vuestro culo sirve como forraje para una manada de monjes. ¡Así que no os mováis de aquí!
—Sí, mi señor.
—Y si lord Etelhelmo manda alguien a buscaros, no hagáis caso. Antes me lo diréis a mí. Ahora podéis iros.
Y cerré los ojos. Maldito dolor, maldito dolor, cien veces maldito. Tenía que dar con Duende-de-hielo.
Ella vino a mí cuando la noche ya había caído. Me había quedado dormido, y Finan, o mi criado, no sé, habían traído un alto velón de la iglesia a mi estancia que, en medio de una humareda, proyectaba una luz mortecina en el yeso resquebrajado y desconchado de las paredes y unas extrañas sombras danzantes en el techo.
Me desperté al oír voces fuera, una que suplicaba y otra que rezongaba de mal humor.
—Dejadla pasar —grité; se abrió la puerta, la llama del velón se agitó y las sombras brincaron al compás—. Cerrad la puerta —dije.
—Mi señor… —empezó a decir el hombre que estaba de guardia.
—Cerrad la puerta —repetí—. No va a matarme. —Aunque el dolor era tan intenso que, caso de haberlo hecho, hasta lo hubiera agradecido.
Eadith entró con paso vacilante. Se había cambiado: llevaba una larga túnica de lana de color verde oscuro, ceñida con un cordón dorado revestido de anchas cintas bordadas con flores amarillas y azules.
—¿No tendríais que estar de luto? —le pregunté, sin miramientos.
—Eso hago.
—¿Ah, sí?
—¿Imagináis que van a dispensarme un buen recibimiento en las exequias? —me preguntó, desazonada.
—¿Acaso pensáis que a mí sí? —le pregunté, antes de echarme a reír, cosa que deseé no haber hecho.
Nerviosa, ella se me quedó mirando.
—El dinero… —dijo entonces—, ha desaparecido.
—Era de esperar —me doblé de dolor—. ¿Cuánto había?
—No lo sé. Mucho.
—Mi primo era generoso —dije de malas pulgas.
—Lo era, mi señor.
—¿Adónde se habrá ido ese cabrón?
—Se hizo con un barco, mi señor.
Sorprendido, me quedé mirándola.
—¿Un barco? No cuenta con suficientes hombres para tripularlo.
Meneó la cabeza.
—O quizá no. Sella le dio pan y jamones para el viaje, y él le dijo que iba a ver si encontraba un bote de pesca.
—¿Quién es Sella?
—Una de las chicas de la cocina, mi señor.
—¿De buen ver?
—Bastante bonita —asintió.
—¿Y cómo es que no se la llevó con él?
—Le pidió que lo hiciera, mi señor, pero ella se negó.
De modo que Eardwulf se había ido, pero ¿a dónde? Contaba con un puñado de hombres y tenía un montón de dinero, así que encontraría refugio en alguna parte. Un bote de pesca tenía sentido. Los pocos que iban con él se pondrían a los remos y, a poco que el viento les echara una mano, lo conseguiría, pero ¿adónde se dirigía? ¿Le habría ofrecido Etelhelmo un sitio donde esconderse en Wessex? Me imaginaba que no. Eardwulf solo le hubiera resultado útil para verse libre de Etelstano, pero, tras haber fracasado en el intento, no estaría en Wessex y, menos aún, en Mercia.
—¿Vuestro hermano es un hombre de mar? —le pregunté a Eadith.
—No, mi señor.
—¿Y los hombres que van con él? —Me imagino que tampoco, mi señor.
Sí, en un bote de pesca, no le sería fácil enfilar el Sæfern y poner rumbo a Neustria, tendría que recalar en Gales o en Irlanda. Con un poco de suerte, un barco danés o tripulado por hombres del norte lo avistaría, y ese sería el final de Eardwulf.
—Si no es un marino —dije— y si de verdad lo queréis, rezad para que tenga buen tiempo. —Me había expresado con aspereza y pensé que había metido la pata—. Gracias por ponerme al tanto.
—Gracias a vos por no matarme —repuso.
—¿Y qué tal por no enviaros con Sella a las cocinas?
—También por eso, mi señor —dijo, agachando la cabeza, al tiempo que arrugaba la nariz al oler la peste que inundaba la estancia—. ¿Vuestra herida? —me preguntó; asentí—. Así olía cuando murió mi padre —continuó, antes de callarse de nuevo; no dije nada—. ¿Cuándo os la curaron por última vez? —se interesó.
—Hará cosa de una semana, o más. No me acuerdo.
Sin pensárselo dos veces, dio media vuelta y abandonó la estancia. Cerré los ojos. ¿Por qué se habría ido el rey Eduardo? No había tenido en gran estima a Etelredo, pero era cuando menos sorprendente que hubiese abandonado Gleawecestre antes de las exequias. Cierto que, en su lugar, había dejado a Etelhelmo, su suegro, consejero áulico y auténtico depositario del poder en que se asentaba el trono de Wessex; aparte de que Eduardo no quisiera verse mezclado en el sucio trabajo que Etelhelmo tenía en mente, tarea que pasaba por garantizar que los ricoshombres de Mercia designasen a Eduardo al frente de los destinos de su territorio y animasen a Etelfleda a retirarse a un convento, no se me ocurría mejor explicación. Qué más me daba a mí. Aún no estaba muerto y, en tanto siguiese con vida, siempre estaría del lado de Etelfleda.
Pasó un rato que se me antojó muy largo en aquella noche de dolor cuando, de pronto, la puerta se abrió de nuevo. Eadith había vuelto. Traía un cuenco y unos paños.
—No quiero que me limpiéis la herida —rezongué.
—Lo hice cuando mi padre —respondió; se arrodilló junto a la cama y retiró las pieles. Cuando el olor le dio de lleno, torció el gesto.
—¿Cuándo murió vuestro padre? —le pregunté.
—Tras la batalla de Fearnhamme, mi señor.
—¿Después?
—Resultó herido en el estómago, mi señor; sobrevivió cinco semanas.
—De eso hace casi veinte años.
—Yo solo tenía siete años entonces, mi señor, pero no consentía que lo curase nadie que no fuera yo.
—¿Tampoco vuestra madre?
—Ya había fallecido, mi señor. —Noté cómo sus dedos me desabrochaban el tahalí. Lo hacía con delicadeza. Despegándólo del pus, me levantó el jubón.
—Tendrían que habérosla limpiado todos los días, mi señor —dijo, con un mohín de reproche.
—Tenía cosas mejores que hacer —repuse, y tentado estuve de añadir: «con tal de truncar las ambiciones de vuestro condenado hermano». Sin embargo, tan solo le pregunté—: ¿Cómo se llamaba vuestro padre?
—Godwin Godwinson, mi señor.
—Me acuerdo de él —le dije. Y tanto que sí: un hombre flaco, de largos bigotes.
—Siempre decía que erais el mejor guerrero de Britania, mi señor.
—Un comentario que, sin duda, habría hecho las delicias de lord Etelredo.
Aplicó un paño sobre la herida y, para mi sorpresa, el contacto con el agua caliente fue un gran alivio. Mantuvo el paño en la herida, ablandando la costra de inmundicia que se había formado.
—Lord Etelredo tenía celos de vos —dijo.
—Me odiaba.
—Eso también.
—¿Celos?
—Se daba cuenta de que erais un guerrero. Decía que erais un animal, como un perro que se abalanza contra un toro, que no teníais miedo de nada porque no teníais dos dedos de frente.
Sonreí al oír el comentario.
—A lo mejor estaba en lo cierto.
—No era un mal hombre.
—Yo que pensaba que sí.
—Porque erais el amante de su mujer. Siempre tomamos partido, mi señor; a veces la lealtad nos impide ver las cosas con claridad. —Dejó caer el paño al suelo, y me colocó otro en las costillas. El calor parecía mitigar el dolor.
—Lo queríais —dije.
—Él sí que me quería —repuso.
—Y encumbró a vuestro hermano.
Con gesto adusto, pero sin contraer los labios, asintió a la luz del velón.
—En efecto, encumbró a mi hermano —dijo—; Eardwulf es un guerrero que pelea con cabeza.
—¿Tan listo es?
—Sabe cuándo plantar cara y cuándo no hacerlo. Sabe engañar al enemigo.
—Pero nunca lucha en primera línea —comenté con desdén.
—No todo el mundo puede hacerlo, mi señor —replicó—. ¿Acaso calificaríais de cobardes a aquellos de vuestros hombres que luchan en segunda fila?
Pasé por alto la pregunta.
—¿Habría acabado vuestro hermano conmigo y con la dama Etelfleda?
—Sí, lo habría hecho.
Sonreí al ver la sinceridad con que se expresaba.
—¿Os dejó dinero lord Etelredo?
Se me quedó mirando y, por primera vez, apartó los ojos de la herida.
—Por lo que sé, el testamento dependía de que mi hermano se casara con la dama Ælfwynn.
—O sea que no os ha dejado nada.
—Aún conservo las joyas que me regaló.
—¿Y cuánto darán de sí?
—Un año, quizá dos —dijo con la mirada perdida.
—Pero no recibiréis nada de su herencia.
—A menos que la dama Etelfleda tenga un gesto de generosidad.
—¿Por qué habría de tenerlo? —le pregunté—. ¿Por qué habría de darle dinero a la mujer que se acostaba con su marido?
—Ella no lo hará —replicó Eadith con calma—, pero vos sí.
—¿Yo?
—Sí, mi señor.
Me estremecí levemente cuando comenzó a limpiar la herida.
—¿Por qué habría de daros dinero? —le pregunté con aspereza—. ¿Acaso por ser puta?
—Eso dicen los hombres de mí.
—¿Lo sois?
—Pienso que no —repuso en el mismo tono—, pero sí creo que vos me lo daréis, mi señor, aunque por otra razón muy distinta.
—¿Qué razón tan poderosa es esa?
—Porque sé dónde fue a parar la espada de Cnut, mi señor.
Podría haberle dado un beso y eso fue lo que hice, cuando acabó de limpiar la herida.