CAPÍTULO X
Sentí un dolor repentino, cegador, estremecedor, desgarrador, como si me hubiera caído un rayo. Jadeante, me dejé caer contra la proa del barco; observé cómo Finan trataba de sujetarle el brazo, pero ella ya había retirado la espada y contemplaba la herida con cara de espanto.
Con la hoja, salió un olor pestilente, un hedor nauseabundo; noté un líquido que me corría por el costado.
—Es el mal —dijo Eadith—, que abandona su cuerpo.
Sin apartar los ojos de mí, Finan la sujetaba por el brazo.
—¡Por Cristo bendito! —musitó. Al recibir el tajo, me había inclinado hacia delante, y llegué a ver la ingente mezcla de sangre y pus que, burbujeante y a oleadas, al compás de los latidos de mi corazón, fluía de la herida más reciente y, mientras contemplaba la inmundicia que abandonaba mi cuerpo, el dolor remitió. Sin acabar de creérmelo, alcé los ojos y me quedé mirando a Eadith: el dolor cedía, se me estaba pasando.
—Necesitamos miel y telarañas —dijo, al tiempo que, ceñuda, contemplaba la espada, como si no supiera qué hacer con ella.
—Berg —ordené—, haceos con esa espada.
—¿Con la que empuña esa mujer, mi señor?
—Necesitáis una y tengo entendido que esa es buena —me incorporé y no sentí dolor; volví a inclinarme, y ni rastro de dolor—. ¿Telarañas y miel?
—¡Cómo no se me habrá ocurrido traerlas!
Aún sentía un recordatorio del dolor en el costado, pero nada más. Apreté una costilla por encima de la herida y, por sorprendente que parezca, no sentí dolor alguno.
—¿Cómo lo habéis hecho?
Se quedó medio pensativa, como si no estuviera muy segura de la respuesta que iba a darme.
—El mal estaba dentro de vos, mi señor —dijo, arrastrando las palabras—; había que sacároslo.
—¿Por qué no echasteis mano de otra espada?
—Porque esa fue la espada que os metió el mal. —Echó una ojeada a Duende-de-hielo—. Mi madre trató de dar con la hoja que había herido a mi padre, pero no lo consiguió —se estremeció, y tendió la espada a Berg.
En el barco de Rognvald había miel. Se había ocupado de aprovisionarlo en condiciones: pescado en salazón, pan, cerveza, quesos y cubas de carne de caballo. Antes que abandonarlos, había preferido sacrificar los caballos. Había también dos tarros de miel. Encontrar telarañas no parecía tan sencillo, hasta que mi hijo reparó en el único bote de pesca que, varado, se encontraba en la otra punta de la playa.
—Parece abandonado —comentó—, de modo que, a lo mejor, está repleto de arañas. —Y allá que se fue a echar un vistazo, mientras Gerbruht y Folcbald iban a buscar telarañas por las casas que no habían sido pasto de las llamas.
—Cuantas más, mejor —les pidió Eadith a gritos—. ¡Necesito un buen puñado!
—Detesto las arañas —refunfuñó Gerbruht.
—¿Acaso no están buenas?
Negó con la cabeza.
—Crujen y amargan, mi señor.
Me eché a reír y no sentí dolor. Pateé el suelo y no sentí dolor. Me estiré cuanto pude y no sentí dolor, solo un leve recordatorio y aquel olor. Miré a Finan y esbocé una sonrisa.
—Es un milagro. No me duele nada.
También él sonreía.
—Rezo para que siga así, mi señor.
—¡Ha desaparecido! —repuse; me hice con Hálito-de-serpiente, la blandí en el aire describiendo un arco amplio y, con todas mis fuerzas, descargue la hoja contra el casco del barco. Ni rastro de dolor. Lo mismo hice una y otra vez, sin sentir el menor latigazo. Envainé la espada, desaté los cordones que unían una bolsa a mi tahalí, y la puse en manos de Eadith—. Vuestra es —le dije.
—¡Mi señor! —replicó, sin apartar los ojos del oro que contenía la pesada bolsa—. De ninguna manera, mi señor…
—Quedáosla —le dije.
—No lo hice porque…
—¡Quedáosla! —con una sonrisa, recibí a mi hijo que, a toda prisa, regresaba del bote abandonado—. ¿Encontrasteis telarañas?
—No; pero he encontrado esto —dijo, y sacó un crucifijo astroso: tanto la cruz como su reo estaban hechos de madera de deriva y tan carcomidos por las inclemencias del clima y el paso del tiempo que, blanquecinos, los contornos del cuerpo casi habían desaparecido. A la cruz le faltaba uno de los brazos, de modo que uno de los brazos de Cristo se apoyaba en el aire. En los extremos del brazo más largo de la cruz, distinguí los herrumbrosos orificios de unos clavos—. Estaba clavada en el mástil —dijo—, y no, no es un bote abandonado. O no lo ha sido hasta hace pocos días.
Un bote cristiano en una costa pagana. Devolví el crucifijo a mi hijo.
—¿Así que los hombres de Rognvald se apoderaron de un bote de pesca galés?
—¿Que se llama Godspellere? —se interesó mientras, con la cabeza, señalaba el pequeño bote—. Porque tal es el nombre que, toscamente escrito, lleva en la proa, padre.
Predicador, hombre que predica el evangelio. Muy propio de un barco cristiano.
—A lo mejor los galeses utilizan la misma palabra.
—Quién sabe —repuso, no muy convencido.
Predicador. Se me antojaba raro que los galeses utilizasen la misma palabra, lo que quería decir que se trataba de un bote sajón; me acordé de que Eardwulf había sustraído un bote de pesca para huir por el Sæfern. Me quedé mirando a Eadith.
—¿Vuestro hermano? —dejé caer.
—Podría ser —dijo, no muy segura. Cuanto más lo pensaba, más probable me parecía.
Eardwulf había huido Sæfern abajo y, dado que un bote tan pequeño en mar abierto sería presa fácil para cualquier enemigo, habría buscado un sitio donde cobijarse tan pronto como pudiera. ¿Por qué no llegarse a la costa de Hywel? Porque Eardwulf era conocido por ser el hombre que había fustigado a los galeses. Si hubiera desembarcado en la costa del reino de Hywel, sus días, como los de Rognvald, habrían concluido entre espantosos alaridos, pero los hombres del norte lo habrían recibido con los brazos abiertos, como corresponde a alguien que, por derecho propio, se había ganado el título de enemigo de sus enemigos.
—Mirad a ver si está entre los muertos —le ordené a mi hijo, que, al instante, ya estaba caminando entre cadáveres; dio la vuelta con el pie a un par de ellos, pero ni rastro de Eardwulf. Tampoco estaba entre los hombres que habían muerto en el poblado, de modo que si hubiera hollado aquellos parajes, se había ido en uno de los barcos de Sigtryygr—. ¡Berg! —llamé al muchacho y le pregunté por aquel bote de pesca. Solo sabía que había llegado allí con la flota de Sigtryggr—. ¿Por qué lo abandonaron? —le pregunté.
—Demasiado lento, mi señor —contestó, y no le faltaba razón.
Pensativo, me quedé mirando el dichoso bote de pesca.
—¿Decís que hace una semana que Sigtryggr —me esforcé en pronunciar lo mejor que supe aquel nombre tan extraño— pasó por aquí por primera vez?
—Así es, mi señor.
—Y que luego se fue. ¿Por qué?
—Los primeros rumores, mi señor, apuntaban a que Sigtryggr pensaba quedarse por aquí. Que nos ayudaría a apoderarnos de más tierras.
—¿Y qué pasó? ¿Acaso cambió de parecer?
—Así es, mi señor.
—¿Adónde se dirige su flota, pues?
—Hablaban de ir al norte, mi señor. —Berg no estaba muy al tanto, aunque trataba de echar una mano—. Que todos nos íbamos al norte.
Sigtryggr había marchado en busca de un lugar donde, caso de que sus enemigos irlandeses se hicieran demasiado fuertes, las tropas de su padre pudieran retirarse tranquilamente. Tras haber avistado el miserable asentamiento de Rognvald, se le ocurrió utilizar sus fuerzas para apoderarse de un reino mayor; pero también se había aventurado más al norte y, de repente, había vuelto y convencido a Rognvald para que abandonase Abergwaun y le ayudase a conquistar otro territorio. Otro territorio situado más al norte. Un sitio mejor, un botín más cuantioso.
Ceaster.
Más tarde nos enteramos de que la palabra empleada en galés para designar a un predicador no tenía nada que ver con godspellere.
—En galés, se diría efengylydd —me aseguró el padre Anwyn—; en ningún caso godspellere. Así se dice en vuestra lengua bárbara.
Contemplé el bote, sin dejar de hacerme preguntas sobre Eardwulf, mientras su hermana preparaba un emplaste de miel y telas de araña que extendió sobre el tajo que me había abierto.
Y no me dolió nada.
Al día siguiente, no solo podía inclinarme, sino blandir una espada, girar el cuerpo, incluso empujar con fuerza el timón, que no me dolía nada. Me movía despacio, con cautela, siempre a la espera de que volviera, pero el dolor había desaparecido.
—Teníais el mal metido en el cuerpo —me explicó Eadith una vez más.
—Un espíritu —apuntó Finan.
—Era una espada encantada —dijo Eadith.
—Un espléndido trabajo, mi señor —dijo Finan sin ocultar su satisfacción; Eadith sonrió al oír el cumplido.
—Pero si la espada era portadora de un conjuro —le pregunté, tras haberlo pensado un rato—, ¿por qué no se sumó al mal que llevaba dentro cuando me la clavasteis?
—Porque el tajo no iba contra vos, mi señor —dijo—, sino contra ese espíritu maligno.
Íbamos a bordo del Trino de nuevo. Sihtric se las había compuesto para volver a la boca del dragón, y Hywel había enviado hombres para darle la bienvenida. A caballo, Gerbruht había ido con ellos; en mi nombre, él se encargó de advertir a Sihtric de que nos esperase allí aquella noche. Hywel ofrecía un festín en nuestro honor gracias a los víveres que habían encontrado en los barcos de Rognvald, un banquete que, entre el olor a quemado que se cernía sobre el poblado y el recuerdo de aquellos cuerpos torturados, lejos había estado de ser festivo.
Hywel se había mostrado parlanchín, y me hizo un montón de preguntas sobre Etelfleda. ¿Era cierta la fama que tenía de ser una buena cristiana?
—Depende de lo que entendáis por cristiana —le había dicho—. Muchos dicen que es una pecadora.
—Todos lo somos —había respondido Hywel.
—Pero es una buena mujer.
Estaba interesado en saber qué pensaba de los galeses.
—Dejadla a su aire —repuse— y no se mezclará en vuestros asuntos.
—¿Porque odia aún más a los daneses?
—No puede ni ver a los paganos.
—Menos a uno, por lo que tengo entendido —había zanjado el rey. Pasé por alto el comentario. Esbozó una sonrisa y se quedó escuchando al arpista un momento, antes de volver a la carga—: ¿Y qué hay de Etelstano?
—¿A qué os referís, mi señor?
—Vos queréis que llegue a ser rey; no así lord Etelhelmo.
—Es un crío todavía —repuse, restándole importancia.
—Pero vos pensáis que bien merece serlo. ¿Por qué?
—Porque es un buen chaval, fuerte —contesté—, y me cae bien. Además, es hijo legítimo.
—¿En serio?
—El cura que casó a sus padres está a mi servicio.
—Lo que pone a lord Etelhelmo en situación delicada —comentó Hywel, divertido—. ¿Y qué me decís del padre del muchacho? ¿Os cae igual de bien?
—Bastante bien, sí.
—Pero es Etelhelmo quien manda en Wessex, de modo que sus deseos siempre acaban por hacerse realidad.
—Veo que disponéis de muy buenos espías en la corte de los sajones del oeste, mi señor —repuse, sin morderme la lengua.
Al oírme, Hywel se echó a reír.
—No necesito espías. No olvidéis a la Iglesia, lord Uhtred. Los clérigos escriben cartas interminables en las que cuentan todo tipo de cosas, ¡tantas! Habladurías también.
—En tal caso, estáis más que al tanto de los deseos de Etelfleda —le dije, volviendo a centrar en ella la conversación—. No cederá ante Etelhelmo y sus ambiciosos planes; lo único que quiere es expulsar a los daneses de Mercia. Y, cuando lo haya conseguido, expulsarlos de Northumbria.
—¡Ah —había dicho el rey—, aspira a Inglaterra! —Había sido un banquete al aire libre, a la luz de las estrellas, desvaída por el humo—. Inglaterra —había repetido Hywel, paladeando aquel extraño nombre, mientras contemplaba una de las enormes fogatas alrededor de las que estábamos sentados. Un bardo cantaba; el rey escuchó lo que decía durante un momento; al cabo, comenzó a hablar de nuevo, en voz baja, con un deje de melancolía, sin apartar los ojos de las llamas—. Oigo ese nombre, Inglaterra —había dicho— que designa lo mismo a lo que nosotros llamamos Lloegyr, las tierras perdidas, esas que una vez fueron nuestras. Colinas y valles, ríos y pastos que, en su día, fueron nuestros y llevaron nuestros nombres, nombres que daban cuenta de la historia de nuestro pueblo. Cada colina, su leyenda; cada pueblo, su historia. Los romanos se fueron como llegaron, pero los nombres permanecieron, hasta que aparecisteis vosotros, los sajones, y aquellos nombres se desvanecieron como ese humo que ahí veis. Con los nombres, se borraron las historias, y ahora solo quedan vuestros nombres sajones. ¡Escuchad lo que dice! —señaló al bardo, que desgranaba su canción, marcando con insistencia el ritmo de sus palabras con ayuda de un arpa pequeña—. Canta la canción de Caddwych y cómo acabó con nuestros enemigos.
—¿Nuestros enemigos? —me extrañé.
—De cómo acabamos con vosotros, los sajones —convino Hywel, con una risotada—. Le pedí que no cantase nada que tuviera que ver con la matanza de los sajones, pero, a lo que parece, ni siquiera un rey está en condiciones de dar órdenes a los poetas.
—Nosotros también tenemos nuestras canciones —dije.
—Y vuestras canciones hablarán de Inglaterra —dijo el rey—, de cómo acabasteis con los daneses, ¿y qué vendrá después, amigo mío?
—¿Después de qué, mi señor?
—Cuando dispongáis de Inglaterra, cuando los paganos hayan desaparecido, cuando de sur a norte, toda Britania sea cristiana, ¿qué pasará entonces?
Me encogí de hombros.
—Dudo que viva para verlo.
—¿Se conformarán los sajones con su Inglaterra? —se preguntó, meneando la cabeza—. ¡Qué va! Repararán en estas colinas, en estos valles.
—Quién sabe.
—Por eso tenemos que ser fuertes. Decidle a vuestra Etelfleda que no me enfrentaré a ella. Por descontado que algunos galeses os robarán ganado, pero es bueno que los jóvenes se mantengan ocupados. Decidle que, como su padre, también yo tengo un sueño: el sueño de un solo país.
¿Por qué me había sorprendido tanto? Era un hombre despierto, tanto como Alfredo, y sabía que la debilidad invita a la guerra. Igual que Alfredo había soñado con unir los reinos sajones hasta forjar una nación fuerte, Hywel soñaba con unir los reinos galeses. Lo había conseguido en el sur, pero el norte era un mosaico de pequeños reinos, y los reinos pequeños son débiles.
—Así que —continuó—, aunque es muy posible que Etelfleda se entere de que hay guerra en nuestro país, decidle que no tiene nada que ver con ella. Que es un asunto nuestro. Dejadnos a nuestro aire y no nos mezclaremos en vuestros asuntos.
—Hasta que dejéis de hacerlo, mi señor —repuse.
Sonrió de nuevo.
—¿Hasta que dejemos de hacerlo? Sí, tenéis razón, hasta que llegue el día en que hayamos de enfrentarnos, pero, antes, construid vuestra Inglaterra, que nosotros haremos lo propio con nuestra Cymru. Y es probable, amigo mío, que los dos llevemos muertos mucho tiempo antes de que nuestros muros de escudos tengan que enfrentarse.
—¿Cymru? —le había preguntado, sorprendido al oír tan extraña palabra.
—Vosotros lo llamáis Gales.
En alas de un viento del sudoeste, el mar como un plato ante la proa del Trino y abriendo una estela blanca e inquieta a nuestro paso, atrás dejábamos Cymru. Hywel me había caído bien. Lo traté poco tiempo y, solo en contadas ocasiones, tuve ocasión de cruzarme con él. Aun así, de todos los reyes que he conocido a lo largo de mi dilatada vida, Alfredo y él fueron los que más honda impresión me causaron. Hywel aún vive, su reino ya abarca casi todo Gales, y, con cada año que pasa, se hace más fuerte. Estoy seguro de que llegará el día en que los hombres de Cymru volverán para recuperar las historias que nosotros, los sajones, les hurtamos. O que seremos nosotros quienes nos pongamos en marcha dispuestos a acabar con ellos. Quién sabe si más adelante.
Rumbo norte, pues, nos disponíamos a defender el reino de Etelfleda.
Bien podría estar equivocado. Quizá Sigtryggr fuese en busca de nuevos territorios, sí, pero en Escocia, en la accidentada costa de Cumberland, o quizás en Gwynedd, en el extremo norte de Gales. No las tenía todas conmigo.
Ocasión había tenido de navegar por la costa occidental de Britania, una costa despiadada, cuajada de escollos, batida por las olas y surcada por las corrientes, pero, al norte del río Sæfern, hay un remanso de tranquilidad, una franja de terreno donde los ríos invitan a ir tierra adentro, donde el terreno no es abrupto ni rocoso, donde abundan los pastos para el ganado y crece la avena. Ese lugar no era otro que Wirhealum, la franja de tierra que se extiende entre los ríos Mærse y Dee. Allí se alzaba Ceaster, y hasta Ceaster había llegado Etelfleda con los suyos en su lucha contra los daneses. Solo gracias a su testarudez se había recuperado la ciudadela y las ricas tierras que la rodeaban, una proeza que había bastado para convencer a los hombres de que podían dejar Mercia en sus manos, pero, en aquel momento y si mis sospechas no eran infundadas, más hombres del norte se dirigían a Wirhealum. Una nueva flota repleta de guerreros, cientos de guerreros, y si el mandato de Etelfleda comenzaba con la pérdida de Ceaster, si se perdía aquella extensa franja de tierra recién recuperada, aquellos mismos hombres dirían que era un castigo del dios de los cristianos por haber elegido a una mujer al frente de sus destinos.
Lo más seguro habría sido regresar a Gleawecestre. Con aquel viento que soplaba del sudoeste dos de cada tres días, habría sido una travesía rápida, pero, una vez allí, aún nos habría quedado por delante una fatigosa semana de camino antes de llegar a Ceaster. Daba por sentado que Etelfleda se habría quedado en Gleawecestre, designando a los funcionarios, escribanos y curas que habrían de administrar el territorio que habían dejado en sus manos; pero también sabía que había enviado cincuenta hombres, cuando menos, como refuerzo de la guarnición de Ceaster, más hombres con los que Sigtryggr tendría que enfrentarse si, de verdad, se dirigía a aquel enclave que se alza entre dos ríos.
Así que decidí mantener rumbo norte. Por delante de nosotros, los barcos de Sigtryggr, más de veinte tripulaciones, como hablar de un ejército de no menos de quinientos hombres. Quinientos hombres carentes de todo y en busca de tierras. ¿De cuántos hombres disponía Etelfleda en Ceaster? Le pedí a mi hijo que se llegara a popa hasta el altillo del timón y se lo pregunté.
—Cuando yo estuve allí, había más de trescientos hombres —le dije.
—¿Contando los vuestros?
—Incluidos los treinta y ocho que éramos —repuse.
—Pero vos os fuisteis; por su parte, Etelfleda también se llevó con ella a otros treinta y dos cuando se dirigió al sur. ¿Cuántos, pues, compondrán ahora la guarnición de Ceaster? ¿Unos doscientos cincuenta?
—Algunos más, quizá.
—O algunos menos. Los hombres también caen enfermos.
Volví los ojos a aquella lejana costa y reparé en unas hoscas colinas al pie de unas nubes que se arremolinaban. Estremecidas bajo sus caperuzas blancas, el viento agitaba las olas, llevándonos en volandas hacia el norte.
—Sabemos que acaba de enviar cincuenta hombres al norte, de modo que allí debe de haber unos trescientos hombres. Con Merewalh al frente.
Mi hijo asintió.
—Un buen hombre.
—Lo es —convine.
Mi hijo adivinó un matiz de duda en mi voz.
—¿No lo bastante, según vos?
—Capaz de pelear como un toro —contesté—, y honrado a carta cabal; pero ¿capaz de reaccionar como un gato montés? —Me caía bien Merewalh y me fiaba de él. Estaba seguro de que Etelfleda lo ascendería, hasta podría nombrarlo ealdorman, incluso había pensado en él como marido de Stiorra. Todo se andaría, pensaba, pero, por el momento, Merewalh tenía que defender Ceaster, y los trescientos hombres con los que contaba deberían de ser más que suficientes para llevar a cabo tal misión. Los muros de la fortaleza eran de piedra; el foso que los rodeaba era profundo. Una buena construcción romana; pero aun dando por sentado que Sigtryggr estuviera al tanto, mi única duda era si aquel joven hombre del norte actuaría con la astucia de un gato montés.
—¿En qué estaba ocupada la dama Etelfleda cuando os fuisteis de Ceaster? —le pregunté a Uhtred.
—Levantaba un nuevo fortín.
—¿Dónde?
—A orillas del Mærse.
Bien pensado. Ceaster era la fortaleza que vigilaba el Dee, el río que discurría más al sur, pero el Mærse era una vía fluvial expedita. Con un fortín en la orilla, nuestros enemigos ya no podrían recurrir a ese río para adentrarse en tierra firme.
—De modo que Merewalh necesita hombres para acabar el nuevo fortín, dejar una guarnición allí —dije—, y más hombres para proteger Ceaster. No puede estar al tanto de todo con trescientos hombres.
—Sin olvidar a Osferth, que se dirige allí con nuestras familias —apuntó mi hijo, torciendo el gesto.
—Y Stiorra —dije, con el corazón encogido. Había sido un padre descuidado. Había repudiado a mi hijo mayor por culpa de su maldita religión. Uhtred había salido bueno, pero no gracias a mí. En cuanto a Stiorra, era un enigma para mí. La quería, sí, pero la había metido en la boca del lobo.
—Las familias —insistió mi hijo— y vuestras riquezas.
El destino es una ramera. Había enviado a Osferth al norte porque Ceaster me había parecido un lugar más seguro que Gleawecestre, pero, a menos que estuviese equivocado en cuanto a las intenciones de los hombres del norte, había dejado a Osferth, a mi hija, a nuestras familias, todo cuanto teníamos, a merced de una horda de enemigos. Y lo que era peor: Eardwulf podía haberse aliado con Sigtryggr, y no me cabía duda de que Eardwulf era tan taimado como un bosquecillo infestado de gatos monteses.
—Supongamos que Eardwulf se presenta en Ceaster —apunté. Mi hijo me miró con cara de no entender nada—. ¿Acaso saben que es un traidor? —le pregunté.
Se dio cuenta de por dónde iban mis recelos.
—Si todavía no están al tanto… —dijo lentamente.
—Le abrirán las puertas —sin dejarle acabar.
—A estas alturas, ya lo sabrán —insistió mi hijo.
—Se habrán enterado de lo de Eardwulf —convine. Los refuerzos que Etelfleda había enviado de Gleawecestre se lo habrían contado—. Pero ¿conocen a los que van con él?
—¡Dios mío! —dijo mi hijo, pensando en lo que acababa de decir y dándose cuenta de cuál era el peligro—. ¡Jesús bendito!
—Gran ayuda —rezongué.
El Trino se encaró con una ola encrespada que cubrió la cubierta de fría espuma. A lo largo del día, el viento había refrescado; ariscas y briosas, las olas se sucedían; al caer la noche, amainó el viento y el mar se serenó. Tras perder de vista tierra firme, cruzábamos la anchurosa bahía que conforma la costa occidental de Gales; me amedrentaba el extremo norte de aquella bahía que, como un brazo de roca, se adentra en el mar, dispuesto a no dejar escapar a ningún barco que se confíe en demasía. Arriamos la vela, nos pusimos a los remos y, guiándome por las estrellas que solo en contadas ocasiones acertaba a vislumbrar, me hice con el timón y corregí levemente el rumbo hacia el noroeste. Remábamos despacio, mientras contemplaba los destellos que, aun en plena noche, arrancan del agua esas extrañas luces que, en ocasiones, centellean en el mar. Nosotros decimos que son las joyas de Ran, el inquietante resplandor de las piedras preciosas que penden del cuello de la celosa diosa.
—¿Adónde vamos? —me preguntó Finan, en algún momento de aquella oscuridad cuajada de joyas.
—A Wirhealum.
—¿Al norte o al sur?
Buena pregunta, para la que no tenía respuesta. Si nos adentrábamos en el Dee, el río que quedaba más al sur, podríamos llegar a remo hasta las mismas puertas de Ceaster, pero si Sigtryggr había hecho lo mismo, nos encontraríamos de frente con sus hombres. Si nos decidíamos por el río que discurría más al norte, recalaríamos más lejos de Ceaster, evitando casi con toda seguridad cualquier encontronazo con la flota de Sigtryggr, pero tardaríamos mucho más en llegar a la ciudadela.
—Vamos a suponer que Sigtryggr va con la intención de apoderarse de Ceaster —dije.
—Si ha puesto rumbo a Wirhealum, eso es lo que se propone.
—Siempre y cuando sea eso, claro —repuse, de mal humor. Qué cosa tan rara es el instinto. No lo podemos tocar, palpar, oler, ni siquiera oírlo, pero no nos queda otra que fiarnos de él y, aquella noche, entre el golpeteo de las olas y el chasquido de los remos, estaba casi seguro de que mis temores estaban justificados. En algún sitio, por delante de nosotros, había una flota de hombres del norte que trataba de apoderarse de la ciudad de Etelfleda, de Ceaster. Pero ¿cómo pensaban hacerlo? Nada me decía mi instinto.
—Querrá apoderarse de la ciudad cuanto antes —dejé caer.
—Eso seguro —dijo Finan—. Cuanto más lo retrase, más fuerte se hará la guarnición.
—De modo que tomará el camino más rápido.
—El Dee.
—Así que pondremos rumbo norte, hacia el Mærse. Al amanecer, nos desharemos de la maldita cruz que llevamos en la proa.
Aquella cruz en la alta proa del Trino nos identificaba como barco cristiano, una clara invitación a que cualquier embarcación danesa o tripulada por hombres del norte viniera a por nosotros. Cualquier barco danés luciría una amenazante figura en la proa, un dragón, una serpiente o un águila, mascarones que podían retirarse a voluntad. Así, nunca se exhibían al volver a casa porque, en aguas amigas, no había necesidad de las amenazas de aquella bestia para aplacar a los espíritus hostiles; en cambio, cuando merodeaban por costas enemigas, tal amenaza resultaba más que necesaria. La cruz del Trino formaba parte del barco. El brazo más largo era una prolongación de las cuadernas de proa, que se alzaban unos pocos pies por encima de la cubierta, lo que significaba que mis hombres tendrían que recurrir a hachas para hacerla desaparecer; una vez retirada, dejaríamos de ser un reclamo para otros barcos. Estaba convencido de que, por delante de nosotros, no encontraríamos barcos cristianos, solo embarcaciones enemigas.
A la luz gris de un límpido amanecer, las hachas cumplieron su cometido. Algunos de los cristianos se espantaron al ver que la enorme cruz, tras chocar con estrépito contra el casco, iba a parar al agua y la dejábamos atrás. Un remolino de viento rizó el mar, izamos la vela de nuevo, retiramos los remos y dejamos que aquella ligera brisa nos llevara al norte. Mucho más lejos, hacia el este, atisbé unas velas oscuras y dispersas: barcos de pesca galeses, pensé. Una nube de gaviotas revoloteaba por encima de ellos; al vernos, se apresuraron a volver a tierra, tierra que quedó a la vista más o menos una hora después del amanecer.
Seguimos adelante. ¿Rumbo a qué? No lo sabía. Acaricié el martillo que llevaba colgado al cuello y le supliqué a Thor que estuviera errado, que nos llevase hasta el Mærse y que todo estuviera tranquilo.
Pero no me equivocaba, no. Íbamos a meternos en la boca del lobo.
Esa noche, mientras el viento aullaba sobre nuestras cabezas, buscamos refugio en la costa norte de Gales y recalamos en una ensenada. Llovía a cántaros. Los relámpagos se sucedían en la costa; cada fogonazo dejaba ver unas colinas desvaídas y lo más parecido a una especie de aguanieve. La tormenta descargó tan rápida como llegó. Un arranque de mal genio de los dioses. Mucho antes del amanecer, ya había escampado. Como no entendí el significado de la cellisca, me temí lo peor. Aun así, al amanecer, el viento se había encalmado, las nubes se habían dispersado y el sol de un nuevo día se alzaba sobre unas olas tranquilas mientras recogíamos la piedra del ancla y colocábamos los remos en los escálamos.
Me hice con uno de los remos. No me dolía nada; eso sí, al cabo de una hora, tenía el cuerpo molido. Cantábamos la canción de Beowulf, que habla de cómo un héroe nadó un día entero para llegar al fondo de un gran lago y enfrentarse con la madre de Grendel, una bruja pavorosa. «Wearþ ðã wunden-mæl —gritábamos, mientras hundíamos las palas de los remos—, wrættum gebunden —levantábamos las cañas—, yrre oretta, þæt hit on eorðan læg —seguíamos en tanto el casco avanzaba en aquel mar resplandeciente—, stið ond styl-ecg —cuando recuperábamos los remos y los arrastrábamos hacia atrás». La canción daba cuenta de cómo Beowulf, al ver que no era capaz de atravesar con su espada el espeso caparazón del monstruo, se había deshecho de aquella hoja con inscripciones en forma de volutas de humo, igual que Hálito-de-serpiente, y, enfrentándose a la bruja, la había arrojado al suelo, llevándose una buena tunda, que no dudó en devolver. Al fin se hizo con una de las espadas de la bruja, una espada descomunal de los días en que los gigantes hollaban la tierra, una espada tan pesada que solo un héroe era capaz de empuñar; Beowulf descargó la espada contra el cuello del monstruo y sus gritos agonizantes se alzaron hasta la bóveda del cielo. Una bonita leyenda que, de niño, me había enseñado Ealdwulf el herrero, aunque él cantaba la versión antigua, no la más reciente, aquella que mis hombres vociferaban a bordo del Trino mientras surcábamos el mar aquella mañana. Así, mientras a gritos imploraban que Hälig God concediese la victoria a Beowulf, según Ealdwulf, había sido Thor, que no Dios, quien había procurado al héroe la fuerza necesaria para derrotar a tan espantosa criatura.
Y le pedí a Thor que me diera fuerzas, que para eso empuñaba la caña de aquel remo. Un hombre necesita estar fuerte para empuñar una espada, para cargar con un escudo, para embestir contra un enemigo. Me disponía a pelear y me sentía flojo, tanto que al cabo de una hora remando, le cedí el remo a Eadric y me uní a mi hijo en el altillo del timón a popa. Me dolían los brazos, pero no sentía dolor alguno en el costado.
Remamos durante todo el día y, cuando el sol ya se ocultaba a nuestras espaldas, llegamos a los grandes bancos de arena que se extienden a la entrada de Wirhealum, ese enclave donde los ríos, la tierra y el mar se confunden, donde las corrientes discurren entre ondulantes arenales atestados de bandadas de aves marinas, tan apiñadas que parecen cubiertas de nieve. Al sur, la desembocadura del Dee, más ancha que la del Mærse, y me pregunté si no me estaría equivocando, si no deberíamos remar Dee arriba por ver de llegar a Ceaster cuanto antes; sin embargo, pusimos rumbo a los intrincados arenales del Mærse. Temía que, de haber llegado allí, hubiera sido Sigtryggr quien se hubiera adentrado por el Dee para, al asalto, apoderarse de Ceaster. Toqué el martillo que llevaba al cuello y musité una plegaria.
Al cabo de los arenales, hierba y juncales; más allá, pastos y brezales, monte bajo y suaves colinas que cubría el fulgurante amarillo de la retama. Al sur de donde nos encontrábamos, en Wirhealum, dispersas trazas de humo indicaban la presencia de un caserío o de una hacienda entre los árboles, pero ninguna enorme mancha de humo afeaba el cielo del anochecer. Unas vacas pastaban junto a un arroyo; unas cuantas ovejas estaban desperdigadas en la parte más alta del terreno. Con los ojos busqué el nuevo fortín de Etelfleda. Ni rastro. Sabía que lo estaba levantando para defender aquel río, lo que significaba que estaría cerca de la orilla y, como no tenía un pelo de tonta, tenía que alzarse en la orilla sur, de forma tal que, desde Ceaster, los hombres no tuvieran dificultades en llegar; pero, a medida que nuestra sombra se alargaba sobre el agua, no vi nada parecido a una muralla, ni a una empalizada siquiera.
El Trino seguía adelante. Dejándonos llevar por la fuerte corriente, utilizábamos los remos solo para mantener el rumbo río arriba. Avanzábamos despacio, sorteando los traicioneros bajíos del río. Bancos de arena en ambas orillas, unos remolinos de agua oscura nos indicaban el canal y, poco a poco, avanzábamos tierra adentro. Un chaval que cavaba en los arenales de la orilla norte interrumpió lo que estaba haciendo y nos dirigió un saludo con la mano. Saludo que devolví sin dejar de preguntarme si sería danés o de los hombres del norte. Me imaginé que también podía ser sajón. Durante años, los hombres del norte habían dominado aquellos pagos, pero, tras habernos apoderado de Ceaster, podíamos habernos hecho con muchas de las tierras que rodeaban la fortaleza y haberlas repoblado de sajones.
—Allí —dijo Finan. Aparté los ojos del muchacho, dirigí la vista río arriba y atisbé un espeso bosque de mástiles que sobresalía por encima de un soto. Hasta que no reparé en lo derechos y desnudos que estaban, líneas rígidas contra un cielo cada vez más oscuro, en un primer momento, confundí los mástiles con los árboles. La corriente nos arrastraba, y no me atreví a dar media vuelta por miedo de encallar en algún bajío que no acertáramos a ver. Habría sido lo más prudente, porque aquellos mástiles daban a entender que Sigtryggr había seguido la misma ruta, Mærse arriba, que todos sus barcos estaban varados en Wirhealum, que no en Ceaster, y que un ejército de hombres del norte nos estaba esperando, pero, como el destino, la corriente nos arrastraba. En tierra, no lejos de los mástiles, se veía humo; nada que ver con una gran humareda de destrucción, solo la neblina de las fogatas donde preparaban algo de comer que, al anochecer, destacaba entre los árboles bajos, y pensé que, por fin, había dado con el nuevo fortín de Etelfleda.
Y así, por primera vez en mi vida, que no por última, llegué a Brunanburh.
Dejamos atrás un suave recodo del río y vimos los barcos de los hombres del norte, varados en su mayoría; amarrados cerca de aquella costa cenagosa, unos pocos aún seguían a flote. Comencé a contarlos.
—Veintiséis —dijo Finan. Habían retirado los mástiles de algunos de los barcos allí varados, señal de que Sigtryggr pensaba quedarse una temporada larga.
La marea estaba casi baja. Aunque el río parecía lo bastante ancho, no dejaba de ser una ilusión óptica: estábamos rodeados de bajíos.
—¿Qué hacemos? —me preguntó mi hijo.
—Cuando lo tenga claro, os lo haré saber —rezongué, antes de inclinarme sobre el timón para aproximarnos a la flota de Sigtryggr. El sol ya casi se había puesto del todo, y el anochecer se confundía con las sombras que alargaban la oscuridad en tierra.
—Hay un montón de esos cabrones —dijo Finan en voz baja, sin apartar los ojos de la orilla.
Tampoco yo perdía de vista la orilla, pero, sobre todo, estaba pendiente del río, tratando de que el Trino no encallase. Sin prestar atención a los remos, mis hombres no dejaban de mirar al sur; les di una voz para que siguiesen remando y cuando, suavemente, el barco empezó a moverse de nuevo, cedí el timón a mi hijo y contemple el nuevo fortín de Etelfleda. Hasta donde podía ver, los constructores se habían limitado a levantar un muro de tierra en un altozano próximo al río. Un muro, poco más que un terraplén, de la altura de un hombre y de unos doscientos pasos de longitud. Junto a dos edificios más pequeños, quién sabe si unos establos, se alzaba un caserío más espacioso, pero ni siquiera había empalizada. Harían falta cientos de sólidos troncos de roble o de olmo para levantar una empalizada de madera y, cerca de aquel nuevo muro de tierra, no vi árboles grandes de donde sacar tales troncos.
—Tendrá que traer los troncos hasta aquí —comenté.
—Si es que algún día llega a concluirlo —apuntó Finan.
Me imaginé que, como todos los fortines, sería cuadrado, pero, desde el Trino, era imposible estar seguro. El caserío no era muy grande; la madera nueva resplandecía bajo la luz agonizante. Me imaginé que los constructores de Etelfleda lo utilizarían como refugio y que, una vez concluido el fortín, levantarían un caserío más amplio. De repente reparé en la cruz en el hastial, y poco faltó para que no me echase a reír a carcajadas.
—¡Es una iglesia, no un caserío! —dije.
—Quiere que Dios esté de su parte —observó Finan.
—Más le habría valido ocuparse de levantar una empalizada —refunfuñé. Los barcos amarrados y varados ocupaban casi toda la orilla del río, pero me pareció atisbar los repechos de un canal recién excavado, probablemente para llevar el agua del Mærse hasta el foso que rodeaba la nueva construcción, en aquel momento en manos de los hombres del norte.
—¡Por Cristo bendito —susurró Finan—, hay cientos de esos cabrones! —Los hombres salían de la iglesia y se quedaban mirándonos; como bien había dicho Finan, los había a centenares. Hasta entonces, muchos se habían quedado sentados alrededor de unas fogatas. Había mujeres y niños también. En ese momento, todos se acercaban a la orilla del río para vernos pasar.
—¡No dejéis de remar! —les grité a mis hombres, arrebatando el timón a mi hijo.
Estaba claro que Sigtryggr se había apoderado del fortín a medio construir, pero la presencia de tantos hombres allí me daba a entender que aún no había intentado el asalto a Ceaster. No había tenido tiempo, aunque no me cabía duda de que lo intentaría tan pronto como pudiera. Más peligroso sería que hubiese llevado barcos y tripulaciones Dee arriba para caer de improviso sobre Ceaster porque, una vez al abrigo de aquellas murallas romanas, habría sido inexpugnable. Es lo que yo habría hecho, pero él se había mostrado más prudente. Se había apoderado de la fortaleza de menor importancia, y mantendría a sus hombres ocupados levantando una empalizada con los árboles y matorrales de espino que encontrasen, y harían más hondo el foso. Una vez que el fortín estuviese concluido, una vez que Sigtryggr se viese rodeado de tierra, estacas de madera y espinos, se sentiría casi tan seguro en Brunanburh como en el interior de Ceaster.
Un hombre se subió a los barcos varados, tan juntos que más parecían un muro de protección; de allí, saltó a uno de los barcos amarrados, tratando de llegar lo más cerca posible a nosotros.
—¿Quiénes sois? —gritó.
—¡No dejéis de remar! —La oscuridad iba a más por momentos; temía que fuésemos a encallar, pero no me atrevía a detenerme.
—¿Quiénes sois? —gritó el hombre otra vez.
—¡Sigulf Haraldson! —respondí, gritando un nombre que se me acababa de ocurrir.
—¿Qué hacéis por aquí?
—¿Quién quiere saberlo? —grité en danés, desgranando lentamente las palabras.
—¡Sigtryggr Olafson!
—¡Decidle que somos de por aquí! —contesté, sin dejar de preguntarme si el hombre que gritaba no sería el propio Sigtryggr, cosa que me parecía dudosa. Lo más probable es que fuera uno de sus hombres, enviado para echarnos el alto.
—¿Sois daneses? —gritó; pasé por alto la pregunta—. ¡Mi señor os invita a bajar a tierra!
—¡Decidle a vuestro señor que queremos llegar a casa antes de que se haga de noche!
—¿Qué sabéis de los sajones de la ciudadela?
—¡Nada! ¡No nos metemos con ellos y ellos no se meten con nosotros!
Habíamos dejado atrás el barco desde el que aquel hombre no dejaba de gritarnos, pero, con agilidad, saltó a otro que quedaba aún más cerca.
—¡Bajad a tierra! —nos gritó.
—¡Mañana!
—¿Dónde vivís? —insistió.
—Río arriba —contesté a voces—, a una hora de aquí —solté un bufido para que mis hombres remasen más deprisa; por fuerza Thor tenía que estar con nosotros, porque el Trino no se desvió del canal, aunque más de una vez los remos se hundieron en el cieno y, hasta en dos ocasiones, el casco chocó suavemente contra algún banco de arena antes de volver a aguas más profundas. El hombre siguió haciendo preguntas en mitad de la oscuridad, pero ya nos habíamos ido. Nos habíamos convertido en un barco espectral al anochecer, un barco fantasma que se desvanecía en la noche.
—¡Ya podéis pedirle a Dios que, por la voz, no os hayan reconocido! —apuntó Finan.
—Desde tierra no podían oírme —repuse, confiando en estar en lo cierto. Con la esperanza de que solo llegara a oírme el hombre del barco, no había gritado tan fuerte como podía hacerlo—. Además, ¿quién habría podido reconocer mi voz?
—¿Mi hermano? —apuntó Eadith.
—¿Habéis llegado a verlo?
Negó con la cabeza. Me volví para mirar por la parte de popa, pero el nuevo fortín no era sino una sombra envuelta en otra sombra, una sombra titubeante a la luz de las fogatas, en tanto que, por el oeste, los mástiles de los barcos de Sigtryggr no eran sino vetas oscuras que se recortaban contra el cielo. La corriente había aflojado y el agua permanecía en calma; espectral, el Trino se perdía río arriba. No sabía lo lejos que estaba Brunanburh de Ceaster, pero calculaba que estaría a unas cuantas millas. ¿Veinte, diez, quizá? No tenía ni idea. Ninguno de mis hombres había pisado nunca el nuevo fortín de Etelfleda, así que poco podían aclararme. Había andado por las proximidades del Mærse y había recorrido las orillas que quedaban más cerca de Ceaster, pero, en aquella oscuridad cada vez más impenetrable, era imposible dar con algún punto de referencia. Sin dejar de mirar atrás, vi cómo las manchas de humo de Brunanburh quedaban cada vez más lejos, y seguí mirando hasta que, por el oeste, no atisbé sino la línea del resplandor rojizo del sol que se ocultaba bajo el horizonte; por encima de nuestras cabezas, el cielo no era sino una negra oscuridad cuajada de estrellas. Estaba demasiado oscuro como para que un barco nos siguiera; en cuanto a hombres, ya fueran a pie o a caballo, solo podrían ir dando tumbos por aquellos parajes desconocidos.
—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó Finan.
—Ir a Ceaster —contesté.
Y defender el trono de Etelfleda.
De vez en cuando, un atisbo de luz de luna asomaba entre las nubes y nos permitía distinguir el río. Remamos en silencio hasta que, por fin, el casco se hundió en el cieno, el Trino se estremeció y se quedó varado. La costa sur del río estaba solo a unos veinte pasos; tras saltar por la borda, chapoteando, los primeros de mis hombres bajaron a tierra.
—Armas y cotas de malla —les ordené.
—¿Qué hacemos con el barco? —se interesó Finan.
—Aquí se queda —contesté. Los hombres de Sigtryggr darían con él. Con la marea alta, el Trino volvería a ponerse a flote y la corriente lo arrastraría río abajo; no tenía tiempo de quemarlo y, si optaba por amarrarlo, revelaría el lugar donde habíamos desembarcado. Mejor dejar que siguiera su destino. Wyrd biδ ful ãræd.
Cuarenta y siete hombres, pues, con cotas de malla, escudos y armas, mas una mujer, bajamos a tierra. Íbamos preparados para la guerra, una guerra que no tardaría en salirnos al encuentro. La presencia de tantos hombres en Brunanburh me había dado a entender que Ceaster aún estaba en manos de los sajones, y también que Sigtryggr no tardaría en lanzar un ataque contra la imponente fortaleza.
—A lo mejor solo pretende quedarse en Brunanburh —dejó caer Finan.
—¿Y que sigamos en Ceaster?
—Si acaba de levantar una empalizada en Brunanburh, ¿para qué tomarse la molestia? A lo mejor confía en que le paguemos para que se vaya.
—Más necio será, porque no vamos a pagar.
—Solo un necio se atrevería a asaltar las murallas de piedra de Ceaster.
—Nosotros lo hicimos —repuse, y Finan se echó a reír—. No le gustará verse recluido en Brunanburh. Su padre lo envió en busca de tierras, y eso es lo que se dispone a hacer. Además, es joven. Tiene que labrarse un nombre. Y Berg asegura que es testarudo.
Había hablado con el muchacho. Como había sido uno de los hombres de Rognvald, no sabía mucho de Sigtryggr, pero lo que había visto le había dejado impresionado.
—Es alto, mi señor —me había contado—, de cabellos tan rubios como los de vuestro hijo, y con cara de águila, mi señor; siempre a carcajadas y dando voces. Los hombres le tienen estima.
—¿Y vos?
Berg se había quedado pensativo; al cabo, con la desenvoltura de los pocos años, se arrancó diciendo:
—¡Es como un dios que hubiera bajado a la tierra, mi señor!
Sonreí.
—¿Como un dios, decís?
—Como un dios, mi señor —había mascullado, avergonzándose casi al instante de lo que acababa de decir.
Pero aquel dios que había bajado a la tierra aún tenía que hacerse un nombre, ¿y qué mejor forma de conseguirlo que recuperar Ceaster para los hombres del norte? Por eso tenía tanta prisa en llegar. Al final, me había resultado más fácil dar con él de lo que me temía. Echamos a andar por la orilla este del río hasta que vimos la calzada romana y la seguimos en dirección sur, adentrándonos en el cementerio romano que, imaginándolo plagado de espíritus, tanto los sajones como los hombres del norte procuraban evitar. Lo cruzamos en silencio; al ver que los cristianos se santiguaban, acaricié el martillo que llevaba al cuello. Era noche cerrada, esa hora en que los muertos salen a pasear, y mientras pasábamos por delante de sus taciturnas moradas, solo se oían nuestras pisadas sobre las piedras de la calzada.
Hasta que allí, ante nuestros ojos, apareció Ceaster.
Llegamos a la ciudad justo antes del amanecer. Hacia el este, por el cielo asomaba un filo gris como el de una espada, un atisbo de luz, nada más. Las murallas pálidas de la fortaleza, tan oscuras como la noche; la puerta norte, una negrura embozada. No alcancé a ver si en la puerta ondeaba algún estandarte. Se vislumbraba el resplandor de unas fogatas detrás de las murallas, pero no se veía a nadie montando guardia en los parapetos. Me llevé, pues, conmigo a Finan y a mi hijo; los tres nos dirigimos a la puerta. Sabía que alguien se percataría de nuestra presencia.
—Fuisteis vos quien abrió esa puerta por última vez —le dijo Finan a mi hijo—; a lo mejor tenéis que hacerlo de nuevo.
—En aquella ocasión disponía de un caballo —repuso Uhtred. De pie en la silla de montar, había saltado por encima de la puerta, y así fue cómo arrebatamos la ciudadela a los daneses. Confiaba en que aún seguiría en nuestras manos.
—¿Quiénes sois? —gritó un hombre desde la muralla.
—Gente amiga —contesté—. ¿Sigue Merewalh al frente?
—Así es —contestó el otro de mala gana.
—Id a buscarlo.
—Está durmiendo.
—¡Que vayáis a buscarlo! —bramé.
—¿Quién sois? —insistió el hombre.
—¡Aquel que quiere hablar con Merewalh! ¿A qué estáis esperando?
Oí como el Centinela les decía algo a sus compañeros; luego, tan solo silencio. Esperamos hasta que el filo gris de aquella espada por el este se ensanchó y alcanzó el tamaño de una hoja de luz mortecina. Cantaron los gallos; un perro aullaba en alguna parte de la ciudadela. Al cabo de un rato, por fin atisbé unas sombras en la muralla.
—¡Soy Merewalh! —gritó una voz conocida—. ¿Quién sois vos?
—Uhtred —dije.
Se produjo un momento de silencio.
—¿Quién? —preguntó de nuevo.
—¡Uhtred! —grité—. ¡Uhtred de Bebbanburg!
—¿Mi señor? —como si no acabara de creérselo.
—¿Está Osferth con vosotros?
—Sí, mi señor, y vuestra hija.
—¿Y Etelfleda?
—¿Lord Uhtred? —no se lo acababa de creer.
—Abrid la maldita puerta, Merewalh —le exigí—. Vengo con ganas de desayunar.
Abrieron la puerta de par en par y entramos. Unas antorchas iluminaban el arco; reparé en el gesto de alivio que se dibujó en la cara de Merewalh en cuanto me reconoció. A sus espaldas, con lanzas o espadas en mano, una docena de hombres.
—¡Mi señor! —dijo Merewalh acercándose a mí—. ¡Estáis curado, mi señor!
—Así es —contesté. Era tranquilizador volver a ver a Merewalh, un guerrero leal, un hombre honrado y un amigo. Un alma cándida, de cara redonda y sin doblez, que no podía ocultar que estaba encantado de vernos. Antaño, había sido un hombre de Etelredo, aunque nunca había dejado de proteger a Etelfleda, lealtad por la que había pagado un alto precio.
—¿Anda Etelfleda por aquí? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Dijo que enviaría más hombres en cuanto pudiera, pero de eso hace ya una semana y no hemos vuelto a saber nada.
Me quedé mirando a los hombres que componían su escolta mientras, con cara de circunstancias, envainaban las espadas.
—¿De cuántos hombres disponéis, pues?
—Doscientos noventa y dos en condiciones de pelear.
—¿Contando a los cincuenta que os enviara Etelfleda?
—Así es, mi señor.
—¿Y el príncipe Etelstano? ¿Está aquí también?
—Aquí está, mi señor, sí.
Me volví y observé cómo cerraban las puertas a cal y canto, cómo la recia tranca quedaba encajada en los soportes.
—¿Estáis al tanto de que hay quinientos hombres del norte en Brunanburh?
—Por lo que tenía entendido, creía que eran seiscientos —dijo, torciendo el gesto.
—¿Quién os lo dijo?
—Cinco sajones que llegaron ayer. Cinco hombres de Mercia, en realidad. Al ver que esos hombres del norte bajaban a tierra, se apresuraron a venir aquí.
—¿Cinco hombres de Mercia? —me extrañé, sin darle tiempo a responder—. Decidme: ¿teníais hombres destacados en Brunanburh?
Negó con la cabeza.
—La dama Etelfleda nos dijo que dejáramos todo como estaba hasta que ella volviese. Según ella, no estábamos en condiciones de defender a la vez Ceaster y el nuevo fortín. Una vez que esté aquí, comenzaremos las obras de nuevo.
—¿Cinco hombres de Mercia? —volví a la carga—. ¿Os dijeron quiénes eran?
—¡Los conozco! —repuso Merewalh, confiado—. Hombres de lord Etelredo.
—¿De modo que ahora están al servicio de la dama Etelfleda? —le pregunté; Merewalh asintió—. ¿Con qué fin los envió?
—Quería que se diesen una vuelta por Brunanburh.
—¿Para echar un vistazo?
—Hay daneses en Wirhealum —me explicó—. No muchos; además, aseguran que son cristianos. —Se encogió de hombros como si no acabara de creérselo—. Se dedican al pastoreo de ovejas y, si no se meten con nosotros, nosotros los dejamos tranquilos; me imagino que se temía que hubiesen causado algún destrozo.
—¿De modo que, por orden de Etelfleda, los cinco han venido aquí, han entrado por la puerta sur sin que nadie les diera el alto y no han solicitado veros? ¿Qué hacían en Brunanburh? —Esperé su respuesta, pero Merewalh no decía nada—. ¿Cinco hombres se llegan hasta aquí solo para cerciorarse de que unos pastores no hayan echado abajo una muralla de tierra? —Seguía sin decir nada—. ¿Acaso no habéis enviado a vuestros propios hombres a echar un vistazo al nuevo fortín?
—Claro que sí.
—Entonces, ¿tan poco se fiaba Etelfleda de vos que ha tenido que enviar a cinco hombres para hacer un trabajo que de sobra sabía que ya estaríais haciendo?
Atosigado con mis preguntas, al pobre Merewalh se le cambió la cara.
—Conozco a esos hombres, mi señor —dijo, aunque no muy convencido.
—¿Los conocéis bien?
Todos estábamos al servicio de lord Etelredo. Y no, no los conozco bien.
—Y esos cinco —dejé caer— estaban al servicio de Eardwulf.
—Como todos nosotros. Era el jefe de la guardia personal de lord Etelredo.
—Pero esos cinco pertenecían a su círculo íntimo —dije sin dudarlo; aunque de mala gana, Merewalh asintió—. Y Eardwulf —añadí— se ha unido seguramente a Sigtryggr.
—¿Quién es Sigtryggr, mi señor?
—El hombre que acababa de desembarcar en Brunanburh al frente de quinientos o seiscientos hombres del norte.
—Que Eardwulf está… —empezó a decir, antes de volverse y quedarse mirando la calle principal de Ceaster, como si, de repente, esperase ver la llegada de unos hombres del norte dispuestos a invadir la ciudadela.
—Es probable que Eardwulf se haya unido a Sigtryggr —repetí—; Eardwulf, ese traidor que ha sido declarado proscrito. Y es probable que se dirija hacia aquí en este momento. Pero no vendrá solo.
—¡Santo Dios! —dijo Merewalh, santiguándose.
—Bien podéis dar gracias a vuestro dios —le dije.
Porque la matanza estaba a punto de empezar, y habíamos llegado a tiempo.