CAPÍTULO IX
El principal consejero del rey Hywel era un cura que se las sabía todas; se llamaba Anwyn, hablaba nuestra lengua y no dejó de hacerme preguntas mientras nos dirigíamos al norte. Quería saber quién gobernaba en Mercia. Se quedó sorprendido, incluso incrédulo, al oír mi respuesta.
—¿La dama Etelfleda? —se extrañó—. ¿De verdad?
—Estaba presente cuando el Witan tomó la decisión.
—No os oculto que me habéis dejado con la boca abierta —dijo, frunciendo el ceño y quedándose pensativo. Calvo como un huevo, era un hombre de cara larga, huesuda y enjuta, labios finos, de ojos oscuros que parecían chispear cuando algo le hacía gracia, como si fuera un gesto de complicidad. Uno de esos curas listos que saben medrar al servicio de un rey; me imaginé que Anwyn era un servidor honrado y leal del no menos astuto Hywel—. Tenía entendido que en Wessex habían tomado la decisión de que la dama Etelfleda no sucediera a su marido —continuó, sin dejar de dar vueltas al asunto—. ¿Qué ha pasado?
—Que los hombres de Mercia están orgullosos de su país —repuse—, y todavía no parecen dispuestos a tumbarse de espaldas y abrirse de piernas a un rey extranjero.
Sonrió al oír la crudeza con que me expresaba.
—Eso lo entiendo, mi señor, pero de ahí a elegir una mujer… Lo último que nos había llegado era que Eardwulf pensaba contraer matrimonio con la hija de Etelfleda, ¡que él sería quien llevaría las riendas del país en nombre de Eduardo!
—Eardwulf ha sido declarado proscrito —dije, lo que dejó a Anwyn de una pieza. Estaba claro que el rey Hywel tenía informadores en los reinos sajones y que tales soplones eran de fiar, pero cualquier aviso que le hubieran enviado sobre la intentona de Eardwulf de hacerse con el poder y la posterior victoria de Etelfleda aún no había llegado a aquel extremo occidental de Gales. Le conté el ataque que había perpetrado Eardwulf contra Etelfleda y cómo acabó derrotado; nada dije del papel que yo había desempeñado ni de cómo había influido en la decisión del Witan.
—No puedo decir que sienta pena por Eardwulf —dijo el padre Anwyn—; siempre fue enemigo de los galeses.
—Como tantos en Mercia —repuse sin dudarlo. El cura sonrió.
—¡Así que será Etelfleda quien lleve las riendas! —comentó, aliviado—. ¡Una mujer en el trono!
—Una mujer muy capaz —dije—, más capacitada para la guerra que su hermano.
Sacudió la cabeza como si aún estuviese asimilando la idea de ver a una mujer ocupando el trono.
—Tiempos extraños estos que nos ha tocado vivir, mi señor.
—Y tanto que sí —convine. Nos habían dejado unos potrillos para que fuéramos con ellos; el resto de las tropas de Hywel, a lomos de corceles de guerra, seguían un sendero empedrado que, a través de pequeños campos y formaciones rocosas, conducía al norte. El rey había llevado unos trescientos hombres; el padre Anwyn creía que serían más que suficientes.
—Rognvald no dispone de más de ciento treinta guerreros, ¡pocos, a mi modo de ver, incluso para defender su empalizada!
Observé el vuelo en espiral de un halcón en lo alto de una colina y lo seguí con la mirada mientras viraba hacia el este.
—¿Cuánto tiempo lleva Rognvald por aquí?
—Seis años.
—Vuestro rey me ha llamado la atención. —Señalando a Hywel, que cabalgaba al frente de sus dos portaestandartes—: ¿Cómo es posible que un hombre tan inteligente haya dado su beneplácito a Rognvald para asentarse en sus tierras?
—No fue cosa suya. Fue decisión del último rey que tuvimos, un necio llamado Rhodri.
—¿De modo que Rognvald anda por aquí desde hace seis años y hasta ahora nunca os había dado problemas?
—Algunos robos de ganado —dijo Anwyn, restándole importancia—, poca cosa.
—Decís que solo cuenta con ciento treinta hombres, pero debe de estar al tanto de cuántos guerreros disponéis para ir a por él. ¿Acaso ha perdido la cabeza? ¿Por qué atacar Tyddewi? Tenía que haberse hecho a la idea de que le haríais pagar por ello.
—¡Vio la ocasión! —zanjó Anwyn—. Idwal —me señaló al hombretón del pañuelo rojo— cuenta con un destacamento en Tyddewi, pero el rey lo necesitaba en otra parte.
—¿En otra parte?
Anwyn pasó por alto mi pregunta. Fuera cual fuera la pendencia que Hywel había tenido que resolver, no era de mi incumbencia.
—Pensamos que, si retirábamos unos días la guardia que custodiaba el santuario, no pasaría nada —reconoció con tristeza—, pero nos equivocamos. Regresamos tan pronto como tuvimos noticias de la flota.
—¿Una flota? —repetí, con preocupación. Con Sihtric en mar abierto y esperando por nosotros, «flota» era lo último que esperaba oír.
—Hace unos cuantos días —me aclaró Anwyn—, avistamos veinte barcos, o más, no lejos de la costa. Al menos uno de ellos puso rumbo a Abergwaun, pero desistió de su empeño. Al día siguiente, todos volvieron a poner rumbo norte; acabamos de enterarnos de que se dirigen al sur de nuevo.
—¿Barcos de hombres del norte?
Asintió.
—Una flota enviada por Ivar Imerson, con su hijo al frente. Parece que andan buscando tierras.
—¿Ivar Imerson?
Anwyn pareció sorprendido de que no hubiera oído hablar de él.
—Un hombre de armas tomar, como sus enemigos irlandeses, por otra parte.
Conocía Mercia y Wessex, Northumbria y Anglia Oriental, pero aquello era como si estuviera en otro mundo, un lugar donde señores de la guerra de nombres imposibles peleaban entre sí para establecer sus minúsculos reinos a orillas del mar. No tardé en percatarme de que a Hywel lo acosaban por tres frentes: sajones por el este; reinos galeses enemigos al norte y, por el oeste, los hombres del norte y los irlandeses, peleados entre sí, pero dispuestos ambos a hacerse con el control de sus costas, y, si el cura estaba en lo cierto, dispuestos a apoderarse de más tierras en Dyfed.
Los jinetes que iban delante de nosotros hicieron un alto; un puñado de hombres se arremolinaron en torno a Hywel y sus portaestandartes. Me imaginé que acababa de volver algún ojeador galés y el rey celebraba un apresurado consejo de guerra, al que Anwyn no tardó en sumarse. Nos encontrábamos en lo alto de una anchurosa meseta salpicada de pequeños labrantíos separados por cercados de piedra que alternaban con hondos valles que los vigías de Hywel no dejaban de escrutar. Era de suponer que Rognvald, al tanto de la que se le venía encima, hubiera desplegado sus propios ojeadores por aquellos parajes, pero si Anwyn estaba en lo cierto, el hombre del norte estaba en clara inferioridad. Me maliciaba que, cauteloso, antes trataría de retirarse a algún terreno elevado donde pudiera defenderse más fácilmente que enfrentándose a campo abierto con las tropas de Hywel en aquel altiplano desierto.
—De modo que hay una flota merodeando por estas aguas —dijo Finan, que había escuchado la conversación que había mantenido con el cura.
—Confiemos en que no ande cerca de Sihtric —dije.
—Sihtric es astuto —repuso Finan—, y sabrá cómo mantenerse fuera de su alcance. Pero hay algo que les preocupa —continuó, señalando a los jinetes que se agolpaban en torno al rey—; Ivar Imerson es un hombre que debería preocuparos.
—¿Lo conocéis?
—¡Pues claro! Todo lo que tiene de grande lo tiene de malo. Pero los irlandeses, tan grandes y tan malos como él, lo están presionando. Sin tregua.
—¿Por eso busca un lugar donde asentarse por aquí?
—Y ha enviado a su hijo para que lo encuentre. Me pregunto a cuál de ellos. —Nunca dejaba de sorprenderme lo bien informado que estaba Finan de cuanto sucedía en Irlanda. Con la boca pequeña, decía que no le importaba nada, recalcaba que había abandonado su tierra natal para siempre, pero, para ser alguien que no se cansaba de decirlo, estaba al tanto de todo. Alguien tenía que ponerle al día de lo que allí pasaba—. ¿Y ahora qué? —se preguntó, señalando el consejo de guerra.
A galope tendido, acababan de llegar dos de los ojeadores de Hywel, que se abrían paso entre el puñado de jinetes que rodeaban al rey. Al poco, todos los galeses comenzaron a gritar y, a toda prisa, se pusieron en marcha hacia el norte. Fuere cual fuere la nueva que los ojeadores hubieran traído, todos se la iban repitiendo a lo largo de la columna, arrancando alaridos cada vez más estruendosos. Algunos hombres habían desenvainado las espadas. El padre Anwyn nos esperaba junto a los dos portaestandartes del rey.
—¡Los paganos huyen! —me gritó—. ¡Se marchan! —exclamó, al tiempo que espoleaba su caballo para ir tras las tropas de Hywel que, en aquel momento, a todo galope, se dirigían al extremo norte de la meseta donde empezaba a verse humo. Al principio, pensé que no era sino niebla, pero se espesaba con inusitada rapidez. Tenía que ser un pueblo o un caserío en llamas.
—¿Alguien se nos ha adelantado? —me gritó Finan, espoleando su potrillo para ponerse a mi altura.
—Eso parece —repuse. Me retorcí en la silla, doblado por el insufrible dolor—. ¡No os separéis! —les ordené a los míos. Iba a producirse una refriega y no quería que mis hombres se dispersasen porque, por menos de nada, podían confundir a alguno de ellos con un enemigo. Los galeses se conocían entre sí, pero, a la vista de un extraño, no dudarían en atacar—. Y vos —le dije a Eadith— ¡manteneos alejada de la refriega!
—Lo mismo que vos —me advirtió Finan—. No estáis en condiciones de pelear.
No dije nada, pero noté que me hervía la sangre. Por supuesto que tenía razón, pero eso no me ayudaba a aceptar la verdad. Llegamos al borde la meseta y refrené al potrillo. A medio camino de una pendiente que llevaba a un hondo valle por donde discurría un río, los galeses seguían galopando. Caí en la cuenta de que aquello era Abergwaun.
A mi derecha, el río seguía su curso a través de espesos bosques que cubrían casi todo el lecho del valle; a mi izquierda, el río se ensanchaba al encuentro con el océano. El asentamiento de Rognvald se alzaba en la otra orilla, allá donde el río desembocaba en el mar, desembocadura atestada de barcos, por otra parte, al abrigo de unas colinas.
Habría treinta barcos o más, muchos más de los que Rognvald pudiera tener si, como Anwyn decía, solo disponía de poco más de cien hombres. De modo que la flota misteriosa procedente de Irlanda debía de haber regresado a Abergwaun y, en aquel momento, se disponía a hacerse a la mar de nuevo. Con los remos mordiendo el agua y las velas henchidas o desmayadas según arreciasen o aflojasen las ráfagas de un suave viento del este, los barcos ponían rumbo a mar abierto. Tras ellos, en la orilla norte del río, el asentamiento ardía por los cuatro costados.
Incendios que no había iniciado ninguna mano enemiga. No se advertían señales de lucha ni se veían cadáveres; los hombres que, lanzando teas contra las techumbres, aún corrían del caserío a las casas y de las casas a los graneros, no llevaban cota de malla. Rognvald se marchaba y no quería dejar nada que pudiera resultar de utilidad a sus espaldas. El fuego había alcanzado la empalizada, y la puerta más cercana estaba en llamas. El padre Anwyn estaba en lo cierto: los hombres del norte se iban; pero no por la llegada de las tropas el rey Hywel. Rognvald había tomado la decisión de unir sus fuerzas a las de la flota de Irlanda e ir en busca de otro lugar donde asentarse.
La flota se dirigía a mar abierto, pero aún quedaban dos barcos de guerra en la playa. Y alguien tenía que custodiarlos, porque eran los barcos de los hombres que iban prendiendo fuego casa por casa. Las embarcaciones estaban en manos de media docena de hombres que trataban de arrastrarlos por la popa para evitar que las proas encallasen al bajar la marea.
Los galeses ya habían llegado al valle, oculto bajo los árboles. Adentrándonos en aquellos bosques y oyendo los gritos de los hombres de Hywel, que nos sacaban cada vez más ventaja, seguíamos sus pasos. Sus huellas nos llevaron a un vado. El río fluía al albur de la marea y, con la baja amar, sus aguas poco profundas se precipitaban en busca del mar. Chapoteando, lo cruzamos, nos desviamos hacia el oeste y alcanzamos la otra orilla. Íbamos por un sendero de tierra que discurría paralelo al impetuoso río. Dejamos atrás los árboles y, ante nuestros ojos, apareció el asentamiento de Rognvald envuelto en llamas. Tras abandonar los caballos en los campos que rodeaban la empalizada, algunos de los hombres de Hywel ya estaban en el interior del poblado. Tras echar abajo una parte de la empalizada, aquella cuyos maderos estaban más dañados por el fuego, otros galeses, empuñando escudos y armas, trataban de adentrarse gateando sobre los troncos aún humeantes para, de seguido, desvanecerse en aquellas callejas envueltas en humo. Oí gritos y entrechocar de espadas; me bajé de la silla como pude y les grité a mis hombres que permanecieran juntos. Lo más sensato habría sido que nos quedásemos fuera de aquella empalizada en llamas. No teníamos escudos ni espadas ni lanzas; tan solo machetes y, forasteros como éramos, podrían habernos tomado por tropas enemigas pero, al igual que Finan o cualquiera de los otros, también yo ardía en deseos de saber qué estaba pasando allí.
—No os separéis de mí —le dije a Eadith. Con las alas pegadas al cuerpo, raudo, un halieto salió volando entre el humo, un pálido trazo de esplendoroso plumaje que se perdió camino del norte, y me pregunté qué querría decir aquel presagio. Me llevé la mano a la empuñadura de Aguijón-de-avispa, el machete que nunca se separaba de mí; chapoteando, crucé el foso poco profundo que rodeaba el asentamiento, trepé por el repecho y, tras los pasos de Finan y mi hijo, rebasé unos maderos incandescentes.
En el primer callejón, dos hombres yacían muertos. Ninguno llevaba cota de malla, pero sí la cara pintarrajeada con tinta. Dos hombres del norte; al parecer dos de los causantes del incendio, ambos sorprendidos por la celeridad del ataque galés. Con cautela, nos adentramos en la calleja. A ambos lados, las casas ardían por los cuatro costados; no dejamos de sentir el calor en la cara hasta que llegamos a un espacio abierto donde, custodiados por una docena de guerreros, se encontraban los dos portaestandartes de Hywel. Allí estaba también el padre Anwyn, quien, al instante, dio una voz a los hombres que, vueltos hacia nosotros, ya enarbolaban las armas. En uno de los estandartes ondeaba una cruz cristiana; en el otro, un dragón escarlata.
—¡El rey se dispone a atacar los barcos! —me gritó el padre Anwyn.
Media docena de prisioneros permanecían bajo custodia. Allí era donde Hywel iba enviando a los cautivos que prendía, y no solo eso, sus armas también. Había un montón de espadas, lanzas y escudos.
—Haceos con lo que necesitéis —les dije a los míos.
Finan sacó unas espadas del montón, eligió un par de ellas y me tendió una. Mi hijo había encontrado una espada larga; Gerbruht se había hecho con un hacha de doble hoja y un escudo rematado en hierro.
—Deshaceos del escudo —le dije.
—¿Nada de escudo, mi señor?
—A no ser que queráis que los galeses acaben con vos.
Frunció el ceño; solo entonces reparó en la rudimentaria pintura de un águila que destacaba en los tablones de sauce.
—¡Vaya! —dijo, y se deshizo del escudo.
—¡Esas cruces, que se vean bien! —les ordené a los míos antes de adentrarnos en otro callejón que, entre casas que permanecían intactas, llevaba hasta una playa alargada, cubierta de guijarros verdosos y resbaladizos, cieno y fragmentos de conchas. Aún humeaban unas hogueras de leña de deriva bajo unas parihuelas vacías para ahumar el pescado. Solo vi un bote de pesca encallado al final de la playa, más arriba de la marca que indicaba la marea alta; la mayoría de las tropas de Hywel parecían concentrarse a orillas del agua. Me imaginé que habrían registrado a fondo el poblado y obligado a los hombres del norte que aún seguían con vida a volver a los dos barcos, donde los tenían rodeados. Superiores en número, los galeses trepaban a bordo de las naves, en tanto que sus enemigos se retiraban a popa, donde espadas, hachas y lanzas llevaban a cabo una espantosa carnicería. Algunos de los hombres del norte saltaban al agua y, a zancadas o a nado, trataban de alcanzar la flota que, en desorden, se encontraba a mitad de camino de la desembocadura.
Desorden que se debía a que algunos de los barcos, a pesar de las velas henchidas que los alejaban de la costa, trataban de dar media vuelta, en tanto que otros seguían adelante, rumbo a mar abierto. Tres de ellos habían logrado zafarse de tanta confusión. Ninguno llevaba la vela desplegada, sino que avanzaban a golpe de remo; y eran esos tres, atestados de guerreros con yelmo que se arremolinaban bajo los altos mascarones de proa, los que trataban de volver al poblado. Intentando llegar a la amplia franja que separaba a los dos barcos fondeados, los hombres que iban a los remos los acercaban a toda prisa; oí el rasponazo de una quilla contra los guijarros y, profiriendo alaridos, los primeros hombres del norte saltaron de la proa con cabeza de dragón del primero.
Al ver aquellos barcos que se acercaban, Hywel y los suyos habían formado un más que prieto muro de escudos en la playa, suficiente para detener a los hombres del norte que, furiosos, pero en tropel, se disponían a atacar; los primeros fueron a caer en las aguas poco profundas de la orilla del río que, de pronto, se tiñeron de sangre. Los galeses que se habían apoderado del barco que quedaba más cerca de nosotros habían acabado con toda la tripulación y, saltando por las bancadas de los remeros, trataban de regresar a la playa en el preciso instante en que, con la proa sobresaliendo por encima del cieno, el casco alargado del segundo de los barcos encallaba mientras, estremecido, el mástil se inclinaba hacia adelante. Más hombres saltaron por la proa. Profiriendo gritos de guerra, se unieron al diezmado muro de escudos de los hombres del norte, lanzando con todas sus fuerzas sus pesadas lanzas contra los tablones de sauce con que se defendían los galeses. Aquellos hombres del norte no habían previsto que aquel día tendrían que participar en una refriega, y eran pocos, en consecuencia, los que llevaban cotas de malla, aunque todos portaban yelmos y escudos. Los bajeles recién llegados trataban de sacar de allí a sus compañeros, pero, a pesar de que un tercer barco irrumpió en la playa, no había hombres del norte suficientes como para parar los pies a los incontenibles guerreros de Hywel. Ambos bandos vociferaban sus gritos de guerra, pero se oían más los gritos de los galeses; imbatibles, los hombres de Hywel ya se adentraban en las pequeñas olas y obligaban a retroceder al contrario. Muchos de los enfrentamientos que se producen en un muro de escudos arrancan lentamente, mientras los hombres sacan fuerzas de flaqueza antes de ponerse al alcance de un enemigo que trata de matarlos, pero aquella refriega había empezado en un abrir y cerrar de ojos.
Mi hijo echó a andar hacia el flanco izquierdo de los galeses; le di una voz para que regresara.
—No lleváis escudo —bramé—, ni cota de malla. Estamos aquí como peregrinos. ¿Acaso lo habéis olvidado?
—No podemos quedarnos cruzados de brazos —me respondió en el mismo tono.
—¡Esperad!
Poca ayuda por nuestra parte necesitaban los galeses. Eran más que suficientes para contener la furiosa embestida de las tres tripulaciones y, tal y como estaban las cosas, aquella arremetida estaba condenada a concluir en un baño de sangre en los bajíos de la desembocadura. Tendría que haberme quedado sentado y observar el desarrollo de los acontecimientos. Pero el resto de la flota de los hombres del norte trataba de regresar y aquellos barcos eran portadores de una fuerza devastadora que acabaría con los hombres de Hywel; lo único que mantenía a salvo a los galeses era el desorden que reinaba en la flota. Deseosos de echar una mano, habían dado media vuelta antes de tiempo y, con las prisas, los cascos entrechocaban. Los largos remos se entorpecían; henchidas, las velas los alejaban, los cascos se estorbaban entre sí, y la marea se encargaba de arrastrar toda aquella confusión hacia el mar. Pero los hombres del norte eran marineros avezados; sabía que, en un periquete, pondrían orden en aquel caos, y entonces los hombres de Hywel tendrían que hacer frente a una horda de enardecidos guerreros sedientos de venganza. No habría de pasar mucho tiempo antes de que la carnicería comenzase, pero en sentido contrario.
—Ved de procurarme fuego —le dije a mi hijo.
—¿Fuego? —se extrañó.
—¡Traedme fuego, mucho fuego! ¡Leña, madera, fuego! Va por todos. —Con la marea baja, el barco que quedaba más cerca de nosotros había encallado y la tripulación había saltado a tierra—. ¡Gerbruht, Folcbald! —grité a los dos frisios antes de que se fueran.
—¿Señor?
—¡Sacad ese barco de la playa!
Fuertes como bueyes, los dos atravesaron el cieno. El barco estaba bien encallado, y era la única posibilidad que teníamos de evitar una matanza. Plantando cara al muro de escudos de los galeses, que trataba de arrollarlos y devolverlos al río, los hombres del norte que andaban más cerca, a no más de veinte pasos, apoyados contra la proa de otro de los barcos arribados a la playa, se ocupaban de proteger el flanco derecho de su muro de escudos. Tres hombres habían subido a bordo y, desde allí, azuzaban con lanzas a los galeses, impidiéndoles trepar por la proa. El muro atacado resistía con firmeza: solo tenían que aguantar unos minutos más antes de que llegaran los refuerzos del resto de la flota.
Sin conseguirlo, Folcbald y Gerbruht trataban de hacerse con la proa del barco que quedaba más cerca de nosotros. El casco parecía bien asentado en el espeso cieno. Finan echó a correr por la playa con un herrumbroso recipiente de hierro cargado de rescoldos y madera prendida. Me imaginé que sería uno de esos recipientes poco profundos que se utilizaban para obtener sal. Finan se puso de puntillas y lanzó el contenido por encima de uno de los costados del barco. Y echaron más leña y más madera ardiendo.
—Echad una mano a Gerbruht —le grité a mi hijo.
Hywel seguía montado a caballo, el único en toda la playa. Se había servido de la altura de su montura para arrojar una lanza contra el muro de escudos de los hombres del norte; al ver lo que hacíamos, al instante se hizo cargo de la situación. Estaba en condiciones de ver la flota que se acercaba. Si bien la marea los había arrastrado hacia mar abierto, los primeros barcos habían conseguido zafarse del desorden y, a golpe de remo, ya salvaban las pequeñas olas. Vi cómo daba una voz, y una docena de guerreros galeses acudieron en nuestra ayuda; por fin, el barco encallado empezó a moverse.
—¡Más fuego! —grité.
El humo que salía del interior del casco se espesaba, pero aún no se veían llamas. Eadith se acercó con una brazada de leña y la arrojó por encima de la borda; antes de trepar por la proa en el instante en que el barco abandonaba el cieno y se ponía a flote, Finan arrojó otro recipiente lleno de rescoldos. Por fin apareció el fuego, mientras Finan atravesaba las llamas y se dirigía a popa.
—¡Finan! —grité, temiendo que pudiera pasarle algo; fue tal el dolor que sentí en el costado que a punto estuve de proferir un gemido en voz alta.
Las llamas y el humo rodeaban al irlandés. El barco ardía casi con ansia. Madera seca, bien curada, calafateada con pez al igual que las maromas que sujetaban el mástil; las llamas subían por las jarcias hasta la vela enrollada que, en su momento, habían recogido para no estorbar a la tripulación. Amarrada por una soga que debía de estar atada a un ancla de piedra, la popa del barco no se movía de donde estaba; la marea la hacía cabecear. A menos que alguien cortase la cuerda de la que pendía el ancla, el barco no abandonaría tan rudimentario amarre. Entonces Finan se personó en el altillo del timón, y vi cómo, espada en mano, propinaba uno, dos tajos, hasta que, con una súbita sacudida, la cuerda atada al ancla se tronchó. Y Finan saltó.
—¡A por ese barco! —Señalé al siguiente que había en la playa, el mismo que defendían los tres lanceros de los hombres del norte—. ¡Deprisa! —grité de nuevo y, en aquella ocasión, fue tal el dolor que me doblé en dos, lo que bastó para que me doliera mucho más. Jadeando y sentado como estaba en aquellas rocas cubiertas de verdín, me dejé caer de espaldas. La espada que había tomado prestada se me fue de entre las manos; el dolor era tan intenso que no podía recuperarla.
—¿Qué os pasa? —se preocupó Eadith, agazapada a mi lado.
—No deberíais estar aquí —contesté.
—Pues aquí estoy —dijo, pasándome un brazo por encima del hombro y mirando el río. Espada en mano, a zancadas, Finan se dirigía a tierra; a sus espaldas, arrastrado por la corriente y a merced de la marea, el barco en llamas se dirigía a mar abierto. Me imaginé que la marea alcanzaba el punto medio entre bajamar y pleamar, porque la corriente era rápida, impetuosa, desigual, tan capaz de arrastrar el barco en llamas como de frenar el avance de los barcos que se acercaban, que veían el peligro que se les venía encima, agravado si cabe por el escaso espacio que tenían para fondear, atestado como estaba de barcos de hombres del norte. Uno de los barcos, uno de alta proa en la que sobresalía el pico de un águila, se detuvo en un remanso; no pasó un instante y otro chocó contra él. Entre tanto, el barco incendiado, con aquella vela enrollada convertida en un torbellino de humo y llamas, se acercaba cada vez más.
Finan había conseguido subir a bordo del segundo barco. Uno de los lanceros lo vio y, saltando por las bancadas de los remeros, fue a por él; pero la lanza no es el arma más adecuada para plantar cara a un hombre diestro en el manejo de la espada, y pocos lo eran tanto como Finan. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Hizo un quiebro a la derecha, la lanza pasó rozándole la cintura, y hundió la hoja en la barriga del hombre del norte; a continuación, mi hijo arrojó madera prendida; tras él, una docena de hombres hicieron lo mismo. Los dos lanceros que quedaban, tratando de ponerse a salvo, saltaron del barco, mientras un puñado de fornidos galeses lo devolvían al río. Todavía no ardía como el primero, pero el humo que salía del casco era cada vez más espeso. Finan cortó la maroma de popa y se dejó caer a los bajíos, mientras los galeses embestían contra el flanco al descubierto del muro de escudos de los hombres del norte. El primer barco en llamas llegaba a la altura de la flota. Dos de los barcos enemigos habían encallado en la otra orilla del río; a la desesperada, los demás trataban de salir de allí como fuera, mientras el segundo barco incendiado salía a mar abierto. A hachazos, a tajos o ensartados por los enardecidos galeses que, tras rodearlos por aquel flanco, los embestían de frente y por la retaguardia, iban cayendo los hombres del norte que se habían quedado en la costa. Entre el fuego subiendo por las jarcias y el humo que salía de las bancadas, el segundo barco ardía envuelto en llamas. La flota de los hombres del norte, no menos de veinte barcos, huía en desorden; que más que a los arrecifes, más incluso que a las iras de Ran, esa puta diosa celosa, más temen al fuego los hombres de mar. Resollando por el dolor, que me traspasaba como una espada, me senté y contemple los barcos que se daban a la fuga mientras, desde la playa, me llegaban las súplicas de aquellos enemigos que habían salido con vida. La refriega había concluido.
La flota de los hombres del norte bien podría haber regresado, dejando que los dos barcos se perdiesen en el mar y, a golpe de remo y desde el río, podrían haber vuelto en busca de venganza, pero optaron por renunciar a Abergwaun. De sobra sabían que los galeses se retirarían al altiplano, desde donde los provocarían, invitándolos a ir a por ellos desde lo alto de alguna ladera empinada, donde caerían bajo las espadas galesas, ahítas ya de sangre de hombres del norte.
Con la ropa chamuscada y las manos quemadas, mi hijo volvía andando por la playa. No dejaba de sonreír maliciosamente, hasta que me vio la cara. Echó a correr y se detuvo delante de mí.
—¡Padre!
—Es solo la herida —le dije—. Ayudadme a levantarme.
Y eso hizo hasta que me puse en pie. El dolor me tenía casi incapacitado. Se me llenaron los ojos de lágrimas, emborronándome la visión de los exultantes galeses que no dejaban de proferir gritos de euforia al ver que el enemigo se retiraba. Tres de los barcos de los hombres del norte aún estaban en la playa; los hombres de Hywel se habían apoderado de uno de ellos y, a medida que descubrían lo que llevaban a bordo, se oían más gritos de satisfacción. Otros de los hombres de Hywel custodiaban a los prisioneros, no menos de cincuenta o sesenta, a los que habían despojado de yelmos y armas. Sin dejar de vociferar amenazas mientras retrocedía, tanto que casi se ahoga, el propio Rognvald era uno de aquellos cautivos. Procedieron a juntarlos a todos, patético tropel, y, cojeando, eché a andar hacia ellos. Había pensado que el dolor iría a menos, que, día tras día, la herida mejoraría, pero, en aquel momento, me sentía peor que nunca. No cojeaba porque tuviera las piernas malheridas, sino porque el dolor del costado hacía que cada movimiento fuera una tortura. Finan se apresuró a echarme una mano; lo aparté de mí. Vi una enorme peña lisa por encima de la marca que señalaba hasta dónde llegaba la marea alta y, acobardado por el dolor, me senté en aquella superficie plana. Recuerdo que me pregunté si ya me habría llegado la hora, si las Nornas, por fin, habían cortado por fin la hebra de mi vida.
—Dadme vuestra espada —le dije a Finan. De morir, hacerlo al menos con una espada en la mano.
—Mi señor —dijo Finan, agachándose a mi lado; se le veía preocupado.
—El dolor pasará —le dije, pensando que la muerte pondría fin a tanto sufrimiento. Me dolía hasta respirar. El padre Anwyn y los portaestandartes del rey pasaron cerca de nosotros; iban a reunirse con el rey—. No lleva muy buena cara —dije, señalando al cura. No es que me preocupase, pero no quería que Finan, Eadith o mi hijo armasen un escándalo a cuenta de mis males.
—Tan adusta como la parca —convino Finan. Lejos de mostrarse satisfecho con la victoria que los galeses acababan de alcanzar, la cara del padre Anwyn era la de un hombre consumido por la rabia. Departió un rato con Hywel; luego, el rey espoleó su caballo alejándose de donde estábamos para regresar al poblado en llamas.
Traté de respirar hondo, intentando convencerme a mí mismo de que el dolor remitía.
—Tenemos que dar con Duende-de-hielo —dije, aun a sabiendas de que me dejaba el resuello. Lo más probable era que, seguida de cerca por los barcos en llamas que ensuciaban de humo el cielo del océano, la espada fuera ya rumbo a mar abierto.
Con gesto adusto, el padre Anwyn se acercó adonde estábamos.
—El rey me ha rogado que os transmita su gratitud —dijo, envarado.
—Agradezco la largueza del rey —repuse, con una sonrisa forzada.
—Es agradecido —comentó Anwyn, frunciendo el ceño—. Al igual que Dios —se santiguó—. Encontramos los tesoros de san Dewi en el barco de Rognvald. —Señaló con la cabeza el barco donde los galeses armaban tanta bulla, y entonces se volvió a mí y me dijo, con cara de preocupación—: ¿Estáis malherido, mi señor?
—Una vieja herida que todavía me molesta de vez en cuando —contesté—; se me pasará. ¿Habéis recuperado, pues, el tesoro?
—Así es, el relicario de oro del santo y el crucifijo de plata; allí estaban.
—¿Y la espada? —me interesé.
—Y Rognvald es ahora nuestro prisionero —dijo Anwyn, como si no hubiera oído mi pregunta—. Fueron sus barcos los que regresaron a la playa —dijo, mirando al mar donde, tras un promontorio, la flota ya se perdía de vista—. Los demás estaban a las órdenes de Sigtryggr Ivarson —pronunció ese nombre como si tuviera un regusto amargo—. El más peligroso de los hijos de Ivar: joven, ambicioso y capaz.
—Y a la caza de tierras —me aventuré a decir, mientras sentía otro latigazo de dolor.
—Pero no aquí, gracias a Dios —dijo Anwyn—. Rognvald había acordado unirse a ellos.
Me pregunté qué otras posibilidades habría contemplado Rognvald. Su poblado, en un extremo de Gales, apenas si había medrado. Seis años llevaba aferrado a aquella costa rocosa sin que hubiera conseguido atraer a nadie más ni ampliar sus dominios; estaba claro que Sigtiyggr lo había convencido para que se uniese a sus más numerosas huestes. El acuerdo debía de haberse fraguado una semana antes o cosa así, cuando la flota de Sigtiyggr acababa de recalar en Gales, y Rognvald, sabiendo que se disponía a abandonar su asentamiento, había tratado de enriquecerse a costa de san Dewi antes de partir.
En aquel momento, Rognvald y aquellos de sus hombres que habían sobrevivido se enfrentaban a la muerte, no por haber atacado el santuario del santo, sino por lo que les habían hecho a los dos misioneros galeses y a aquel puñado de conversos. Tamaña crueldad era la que había despertado la ira de los galeses.
—Obra del diablo —dijo Anwyn con rabia—. ¡Satán en acción! —Se me quedó mirando con desprecio—. ¡Atrocidad pagana! —tras decir lo cual, se dio media vuelta y echó a andar hacia el poblado. Fuimos tras él.
El dolor aún me mortificaba, pero tanto me dolía si cojeando andaba despacio como si me quedaba sentado, de modo que, como pude, me acomodé al paso de Anwyn por un sendero estrecho. Aunque la mayor parte del extremo occidental, el mismo donde los hombres del norte habían matado a los cristianos, aún no había ardido, ante nuestros ojos, el poblado seguía en llamas.
Accedimos por una de las puertas que había en la empalizada; Eadtih, que venía a mi lado, profirió un grito ahogado y se apartó.
—Dios bendito —musitó Finan, santiguándose.
—¿Os dais cuenta de lo que son capaces? —me preguntó a voces el padre Anwyn—. Arderán en las llamas de infierno por siempre jamás. Sufrirán los tormentos que aguardan a los condenados. Serán malditos para siempre.
En ese momento, llegaban los guerreros de Hywel; su júbilo dio paso a la rabia que los invadió al ver cómo, tras haberlos torturado y como si de animales se tratara, habían matado a los dos misioneros y al puñado de conversos. Los nueve cuerpos estaban en cueros, aunque eran tales las laceraciones y los tajos que la sangre y las tripas ocultaban su desnudez. Para su vergüenza, a las mujeres les habían rapado la cabeza; también les habían cercenado los pechos. A los dos curas los habían castrado. A los nueve les habían rajado la barriga, sacado los ojos y cortado la lengua. Atados a unos postes, me estremecí al pensar en cuanto habría tardado la muerte en librarlos de semejante agonía.
—¿Por qué? —me espetó Anwyn. Si sabía que era pagano, también habría debido de saber que no tenía respuesta para su pregunta.
—Por hacer daño —respondió Finan por mí—. Solo por eso.
—Maldad pagana —se revolvió Anwyn iracundo—. ¡Esto es obra del demonio! ¡Satán en acción!
Rognvald había atacado Tyddewi sin encontrar resistencia. Aunque no tanto como se esperaba, había encontrado un buen botín, pero nada de mozas o niños a los que llevarse cautivos y venderlos como esclavos. Pensó, pues, que los misioneros le habían traicionado, y se había vengado. En aquel momento se disponía a morir.
No habría piedad. Todos los prisioneros morirían, y Hywel los puso de cara a los nueve cristianos muertos para que supiesen cuál era la razón. Aquellos hombres del norte fueron afortunados. A pesar de la cólera de los galeses, a todos los despacharon con rapidez, a la mayoría de un tajo en el cuello. Un hedor a humo y sangre, tanta sangre, se apoderó del poblado. Algunos de ellos, muy pocos, la verdad, imploraron por sus vidas; la mayoría aceptó con resignación su ejecución. A todos se les privó de empuñar una espada, que bastante castigo era. A Rognvald lo obligaron a mirar. Era un grandullón de enorme barriga, barba poblada y unos ojos crueles que se hundían en una cara arrugada y pintarrajeada: un águila con las alas desplegadas en una mejilla; en la frente, una serpiente que se retorcía; un cuervo volando en la otra mejilla. Aunque el pelo ya se le agrisaba, lo llevaba aceitado y peinado. Con rostro inalterable, contempló cómo morían sus hombres. Debía de haberse imaginado que sería el último en morir, y que su muerte no habría de ser rápida.
Cojeando, recorrí la hilera de hombres que arrastraban los pies camino de su final. Un chaval me llamó la atención. Digo «chaval», aunque supongo que por entonces tendría dieciséis o diecisiete años. Pelo rubio, ojos azules y una cara alargada que, a las claras, daba a entender la lucha que libraba en su interior: sabía que estaba a punto de morir y se le saltaban las lágrimas, al tiempo que, con toda su alma, trataba de afrontar la muerte como un valiente.
—¿Cómo os llamáis? —le pregunté.
—Berg —contestó.
—Berg, ¿qué más?
—Berg Skallagrimmrson, mi señor.
—¿Estabais a las órdenes de Rognvald?
—Sí, mi señor.
—Acercaos —le dije, haciéndole una seña. Uno de los guardianes galeses trató de impedirle que abandonara la hilera, pero un gruñido de Finan bastó para que el hombre diera un paso atrás—. Decidme —me dirigí a Berg en danés, hablando muy despacio para que me entendiera—, ¿participasteis en la matanza de esos cristianos?
—¡No, mi señor!
—Si mentís —le dije—, acabaré por descubrirlo. Preguntaré a vuestros compañeros.
—No participé, mi señor, lo juro.
Le creí. Angustiado y temblando de miedo, no me quitaba los ojos de encima, como si yo fuera su única tabla de salvación.
—Cuando saqueasteis el monasterio, ¿alguien encontró una espada?
—Sí, mi señor.
—Habladme de esa espada.
—Estaba en una tumba, mi señor.
—¿Llegasteis a verla?
—Empuñadura blanca, mi señor; claro que la vi.
—¿Y qué fue de ella?
—Rognvald se la quedó, mi señor.
—Esperad aquí —le dije, y eché a andar hacia el poblado, dirigiendo mis pasos al lugar donde iban amontonando los cuerpos sin vida, allí donde la tierra se había tornado negra y hedía a sangre, donde una brisa fresca en volandas se llevaba el humo de las casas en llamas. Me acerqué a Anwyn.
—Deseo solicitaros un favor —le dije.
El cura observaba cómo morían los hombres del norte. No los perdía de vista mientras, puestos de rodillas, los obligaban a contemplar los nueve cadáveres que permanecían atados a los postes. No quitaba ojo cuando las espadas o las hachas les rozaban el cuello, ni cuando, amilanados, sentían que las hojas se apartaban y sabían que el golpe fatal estaba al caer. Ni siquiera perdía de vista las cabezas en el momento en que las tronchaban, la sangre que salía a borbotones, los cuerpos que se retorcían.
—Hablad —repuso con frialdad, sin dejar de mirar.
—Os pido que tengáis a bien perdonar una vida —le supliqué.
Anwyn echó un vistazo a la hilera de hombres hasta reparar en Berg, erguido junto a Finan.
—¿Queréis que perdonemos la vida a ese muchacho?
—Tal es el favor que os pido.
—¿Por qué?
—Porque me recuerda a mi hijo —contesté, lo cual era cierto, aunque no lo hacía por esa razón— y no participó en la carnicería. —Señalé con la cabeza a los cristianos torturados.
—Eso dice él —replicó Anwyn, desabrido.
—Eso dice —repuse—, y yo le creo.
Anwyn se me quedó mirando durante un instante; luego hizo un gesto, como dándome a entender que el favor que le demandaba era excesivo. Con todo, se acercó al rey y vi cómo los dos hablaban. Desde la silla de montar, Hywel clavó la vista en mí; luego, miró al mozo. Frunció el ceño. Me imaginé que se disponía a negarme el favor que le pedía. ¿Por qué lo había hecho? En aquel momento, no estaba seguro: me gustaba el aspecto de aquel Berg, como de buen chico, y que se parecía a Uhtred, pero ni a mi modo de ver era razón suficiente. Años antes, y porque también me había parecido honrado y sincero, había perdonado la vida a un joven llamado Haesten que, andando el tiempo, resultó ser un enemigo taimado y mendaz. No estaba seguro de por qué quería salvarle la vida, aunque en estos momentos, al cabo de tantos años, sé que era cosa del destino.
El rey Hywel me hizo una seña para que me acercara. De pie, junto a su estribo, incliné la cabeza con respeto.
—Por la ayuda que nos habéis dispensado en la playa, estoy dispuesto a acceder a vuestra petición, pero con una condición.
—La que impongáis, mi señor —repuse, alzando la vista.
—Que me prometáis que haréis de él un cristiano. Me encogí de hombros.
—No puedo obligarle a que crea en vuestro dios —le dije—, pero os prometo que pondré su educación en manos de un buen cura y no haré nada para que no se convierta.
El rey consideró mi promesa durante un momento, y asintió.
—Lo dejo, pues, en vuestras manos.
Y así fue cómo Berg Skallagrimmrson entró a mi servicio.
El destino es ineludible. Aunque entonces no podía saberlo, acababa de hacer realidad el sueño de Alfredo: Inglaterra.
—Venid conmigo —le dije a Berg y, caminando, volvimos a la playa. Con nosotros venían Finan, mi hijo, Eadith y los míos.
Wyrd biδ ful ãræd.
No vi morir a Rognvald, aunque ocasión tuve de oírlo. No fue rápido, no. Era un guerrero y estaba decidido a morir con gesto desafiante, pero, antes de que los galeses hubieran acabado con él, estaba chillando como un niño. Oía también los desoladores graznidos de las gaviotas, pero, por encima de aquel estruendo, resonaban los alaridos de un hombre que suplicaba que acabasen con él.
La flota de Sigtryggr había desaparecido. Los barcos en llamas se habían hundido, dejando tras ellos solo dos nubes de humo que se deshacían arrastradas por un viento que soplaba del oeste. Oí cómo los galeses entonaban una endecha y me imaginé que estaban enterrando a sus muertos, los nueve mártires y la media docena de guerreros que habían caído en la refriega de la playa. Los cadáveres de los hombres del norte aún seguían allí, varados durante la bajamar, en tanto que más arriba, en la misma playa, allí donde una orla de madera de deriva y algas marcaba hasta dónde había llegado la última pleamar, había un montón de prendas de vestir, yelmos, espadas, escudos, hachas y lanzas. Habían extendido una capa sobre los guijarros, donde habían ido amontonando las monedas y los pedazos de plata que les habían arrebatado a los prisioneros y a los muertos; a un paso y custodiado por dos jóvenes, el gran relicario dorado que había acogido los restos de san Dewi, y el enorme crucifijo de plata que presidía el altar.
—Buscad vuestro yelmo y vuestra espada —le dije a Berg.
Me miró como si no acabara de creerse lo que le decía.
—¿Puedo ceñirme una espada?
—Faltaría más —le dije—; ahora sois de los míos. Me juraréis fidelidad a mí y, si me pasa algo, a mi hijo.
—Como digáis, mi señor.
Y mientras Berg se dedicaba a buscar su espada, eché un vistazo a las armas amontonadas. Allí estaba. Tan sencillo como lo cuento. La empuñadura de marfil de Duende-de-hielo era inconfundible. Aún estremecido por un latigazo de dolor, me incliné y extraje la hoja del montón. A pesar de que hacía buen día, sentí un escalofrío.
La saqué de la vaina. Acostumbrado como estaba al peso de Hálito-de-serpiente, aquella espada se me antojó mucho más ligera. Cnut siempre decía que la hoja era obra de un hechicero que la había forjado en el fuego de una fragua que ardía más frío que el hielo de las heladas cavernas de Hel, la diosa de los muertos. Decía que era una espada que pertenecía a los dioses. Yo lo único que sabía era que se trataba de la espada que me había malherido, la misma sobre la que el obispo Asser había lanzado un conjuro cristiano para prolongar mi sufrimiento. Como si fuera de plata, la luz de sol se reflejaba en la hoja, y eso que carecía de adornos o incrustaciones; tan solo una palabra en la base de la empuñadura:
VLFBERH
T
Se la enseñé a Finan, que se santiguó.
—Una de esas —acertó a susurrar. Mi hijo se acercó a verla; tras sacarla de la vaina, se hizo con Pico-de-cuervo; en su hoja desnuda, llevaba inscrita la misma palabra—. Es una espada mágica, estoy convencido —dijo el irlandés—. ¡Por Dios que tuvisteis suerte de salir con vida!
Blandí la hoja Vlfberht y contemplé el apagado destello del acero pulido. Magnífica herramienta hecha para matar; lo único que llamaba la atención era el marfil que recubría su empuñadura. Durante cosa de un instante, pensé en sustituir a Hálito-de-serpiente por aquel pulcro estilete. Pronto cambié de idea. Hálito-de-serpiente me había prestado impagables servicios; dejarla de lado hubiera sido como desafiar a los dioses. Con todo, tentado estuve de hacerlo. Le pasé la mano por el filo y palpé las mellas que conservaba de anteriores combates; luego, toqué la punta, tan afilada como una aguja.
—¿Es la espada que andabais buscando? —me preguntó Eadith.
—Así es.
—Entregádmela.
—¿Por qué habría de hacerlo?
Me dirigió una mirada cargada de frialdad, como si de repente ya no sintiera afecto alguno por mí.
—La espada os curará, mi señor.
—¿Cómo lo sabéis?
—¿Para qué, si no, hemos venido aquí? —me preguntó. No dije nada; ella extendió la mano—. Entregadme la espada —insistió; al ver que dudaba, añadió—: Sé lo que hay que hacer, mi señor.
—¿Qué? —le pregunté—. ¿Qué vais a hacer?
—Curaros.
Me quedé mirando la espada. Tanto la había deseado que, aun sin saber de qué habría de valerme, había ido hasta los confines de Britania con tal de dar con ella. Me había imaginado que bastaría con aplicar la espada sobre la herida, pero solo eran cosas mías. No sabía qué hacer con ella, y lo estaba pasando mal, y estaba harto de sufrir, harto de aquella flojera, harto de la pegajosa presencia de la muerte. Tomé la espada por la hoja y, por la empuñadura, se la tendí a Eadith.
Esbozó una sonrisa. Los míos nos observaban. Hasta Berg, sorprendido al ver las cosas tan extrañas que se sucedían a orillas de aquel mar teñido de sangre, había dejado de buscar su espada y no nos quitaba el ojo de encima.
—Apoyaos en el barco —me ordenó Eadith; hice lo que me decía. Recosté la espalda contra la proa del barco de Rognvald y me recliné contra las cuadernas—. Mostradme la herida, mi señor —dijo.
Me desabroché el tahalí y me levanté el jubón. Al ver la herida bajo aquella costra de pus y sangre, mi hijo puso mala cara. A pesar del humo, del mar, de la carnicería, del aire fresco, también yo podía olerla.
Eadith cerró los ojos.
—Que esta espada que casi acabó con vos —dijo en voz baja, como si de una salmodia se tratara— os sane ahora.
Abrió los ojos, en su cara se dibujó un gesto de odio y, antes de que Finan o cualquiera de los míos pudiera detenerla, me asestó un tajo.