CAPÍTULO IV
El aguacero dejó paso a una lluvia incesante. La tormenta había pasado y, con ella, los vientos racheados, pero seguía lloviendo. Parecía imposible que el cielo pudiera albergar tanta agua. Era como si, implacables, los insondables océanos de los dioses se derramasen sobre nuestras cabezas: un chaparrón torrencial que nos calaba hasta los huesos mientras ascendíamos por las empinadas laderas de las colinas y, tras haberlas coronado, continuara con nosotros hacia el norte, mientras seguíamos adelante por los senderos de ovejas que surcaban aquellas suaves colinas redondeadas. Los hombres apostados en las murallas de Gleawecestre habrían visto que nos dirigíamos al este, a Cirrenceastre, y confiaba en que Eardwulf diese por bueno que no otro era nuestro destino, sobre todo cuando, al abandonar la calzada romana y las colinas, emprendimos la senda que llevaba a Alencestre.
Si bien poco enfangados, los caminos estaban resbaladizos hasta que llegamos al anchuroso valle de Eveshomme, donde se convirtieron en hondas veredas intransitables. En cierta ocasión, había prestado atención a lo que decía un cura cristiano que andaba por aquellos parajes: aseguraba que Adán y Eva habían vivido en aquel valle anchuroso y feraz; que, por aquel Edén, había entrado el pecado en el mundo. Por lo que decía, a ratos me había dado la impresión de que aquel hombre estuviera demente: arrebatado, sin apartar los ojos de la iglesia, agitaba los brazos y escupía tales palabras. «¡La mujer! —bramaba—. ¡Por la mujer entró el pecado en el mundo! ¡La mujer nos privó del paraíso de Dios! ¡La mujer trajo el mal!». Yo era muy joven por aquellos años, demasiado para darme cuenta de los disparates que salían por su boca. Además, el padre Beocca me había contado que el verdadero paraíso estaba mucho más allá de donde nace el sol, un paraje que, envuelto en brumas doradas, los ángeles custodiaban, en tanto que Eveshomme, según él, debía su nombre a una porquera que había conversado con la Virgen María mientras los cerdos hozaban por los hayedos.
—¿Y de qué hablaron? —se me había ocurrido preguntarle.
—De la gracia de Dios, ¡estoy convencido!
—Apasionante.
—Lo es, Uhtred, ¡vaya si lo es! —me había insistido—. Los hombres y las mujeres se acercan hasta Eveshomme con la esperanza de ver a nuestra Señora.
—¿Y llegan a verla?
—Rezo para que eso ocurra —me había dicho; no me había parecido muy convencido.
—¿Y vos, os habéis pasado por allí? —le había preguntado; si bien de mala gana, asintió con la cabeza—. ¿Llegasteis a verla?
—No, por desgracia.
—Si hubierais llevado unos cuantos cerdos, a lo mejor habríais tenido más suerte.
—¿Cerdos? —se me había quedado mirando, sorprendido.
—A lo mejor le gusta el tocino.
—Eso no tiene ninguna gracia —me había dicho. El difunto y buen padre Beocca.
Nada indicaba que nos vinieran pisando los talones, pero sabía que, más tarde o más temprano, aparecerían. Eardwulf necesitaba dar con Ælfwynn cuanto antes; incluso a rastras, necesitaba llevarla al altar y casarse con ella. Solo entonces tendría legitimidad para postularse como heredero del poder que ostentaba el padre de su mujer. En mi opinión, los terratenientes de Mercia pensaban que era un advenedizo y no veían con buenos ojos que acumulara tanto poder. Solo si compartía el lecho con la hija de Etelredo y contaba con el respaldo del poder de Wessex, solo entonces, aun a regañadientes, reconocerían su autoridad. Caso de no ser sí, sin Ælfwynn, no sería sino un usurpador. Era su virginidad, si la muchacha aún la conservaba, la que lo elevaría a la posición que ocupaba la familia de Etelredo. En medio de aquel valle zarandeado por la lluvia, pensé en dar con algún cura y obligarle a casar a Ælfwynn con mi hijo, esperar después a que Uhtred se la llevara a una choza cualquiera y cumpliera su cometido. La verdad es que di muchas vueltas al asunto, pero, al ver que nadie venía a por nosotros, me convencí a mí mismo de que lo mejor era que siguiéramos adelante.
Con la lluvia, los arroyos que cruzábamos bajaban cargados: el agua rebasaba las riberas y se arremolinaba en los vados. Era una tierra fértil y rica; caseríos por doquier. Las aldeas eran prósperas e iban a más. La derrota que habíamos infligido a los daneses en Teotanheale había bastado para que la gente se sintiese más segura; ya no tenían que levantar empalizadas en torno a los nuevos edificios que construían. Los nuevos graneros eran grandes como iglesias, iglesias coronadas por relucientes techumbres de cañizo. Huertas feraces, pastos exuberantes, espléndida tierra aunque tan llana que las crecidas que traía aquella lluvia porfiada anegaban los pastizales. Estábamos helados, cansados y calados hasta los huesos. Me asaltó la tentación de detenerme en cualquiera de aquellos enormes caseríos por los que pasamos, secarnos y entrar en calor al fuego del hogar, pero no me atreví a hacer un alto hasta que llegáramos a Alencestre.
Llegamos al anochecer, no mucho después de que Osferth y su caterva de familias hubiesen arribado al pueblo, término demasiado ampuloso para un lugar como Alencestre, un villorrio que se alzaba allí donde dos ríos y dos calzadas se unían y donde los romanos habían levantado dos fortalezas. La más antigua, de murallas de adobe, para entonces cubiertas de zarzas, se asentaba en la colina que quedaba al sur de ambos ríos; la más reciente se alzaba en la confluencia de los dos ríos. Allí nos esperaba Osferth. Pegados a los decrépitos muros de la fortaleza, unos cuantos chamizos y un caserío, con su granero y un establo donde guardaban una docena de vacas. El caserío había sido propiedad de un danés que había muerto en Teotanheale; Etelredo lo había donado a la iglesia.
—El obispo Wulfheard no deja de rezar para que aquí se alce un monasterio —me dijo el intendente.
—¿Otro monasterio? ¿No hay ya demasiados?
Alencestre debía de haber sido una plaza importante en tiempos de los romanos, porque, si bien cubiertos de hiedra y matas de ortigas por entonces, alrededor de la fortaleza aún quedaban restos de sus mansiones; el intendente había desbrozado una casa que carecía de techo.
—El obispo dejó dicho que deberíamos reformarla como iglesia —me explicó.
—Más cuenta os tendría recomponer las murallas de la fortaleza —comenté.
—¿Teméis acaso que los daneses vuelvan, mi señor? —me preguntó, nervioso.
—Los daneses siempre acaban por volver —bramé a modo de respuesta, en parte porque estaba de mal talante, y también porque aquel llorica, con la excusa del obispo Wulfheard, nos había puesto toda clase de trabas para acceder a las provisiones de víveres y cerveza que guardaban. Había llegado preparado para pagar con plata todo lo que nos lleváramos, pero, al ver su actitud, decidí arramblar con todo lo necesario; por mí, el obispo podía decir misa.
Dispuse centinelas en lo poco que quedaba en pie de la muralla de la fortaleza. Anochecía y ya las tinieblas acechaban aquel paraje anegado cuando, por fin, pareció que la lluvia aflojaba. En la casa ardía una buena hoguera; prendimos otra en el granero. A la luz que declinaba, me quedé en las murallas, contemplando el resultado de aquella inundación. Allí donde el agua batía con fuerza y se encrespaba tratando de saltar por encima de la calzada de piedra, desechos sin cuento se apilaban contra los pilares del puente romano. Pensando que, si Eardwulf nos seguía, por fuerza habría de cruzar el puente; con cabrios del establo, levantamos una tosca empalizada donde aposté a seis de los míos. Seis hombres bastarían; no creía que nuestros perseguidores nos alcanzasen aquella noche. Estarían tan cansados, helados y calados como nosotros, y la noche se presentaba tan negra como boca de lobo, demasiado oscura para avanzar sin peligro.
—Así que Etelredo ha muerto —me comentó Osferth, que se había llegado a mi lado en lo alto de la muralla.
—Eso dice Ælfwynn.
—No será la primera vez que circulan tales habladurías.
—Creo que esta vez va en serio —dije—. Pero lo mantendrán en secreto tanto tiempo como puedan.
—¿Hasta que Eardwulf se case con Ælfwynn?
Asentí. Ingulfrid, la mujer de Osferth, había ido con él; le hice una seña para que se acercase. Lo que es la vida, pensé. Ingulfrid estaba casada con un primo mío, otro Uhtred, que era hijo de aquel tío que me había arrebatado Bebbanburg. Cuando fracasé en mi intento de tomar la fortaleza, había decidido unirse a nosotros. Su hijo se había venido con ella, pero Osferth había tomado la decisión de que el chico volviera con su padre. Con gusto le habría rebanado el pescuezo al pequeño bastardo, pero había dejado su vida en manos de Osferth, y este había dado una prueba más de su generosidad.
—Eardwulf no tardará en dar con nosotros —dijo Osferth—. No pueden esconder el cadáver de Etelredo mucho tiempo. Solo hasta que empiece a heder.
—Como mucho, una semana —aventuré.
Osferth volvió la vista al sur. Ya casi no había luz; la colina del otro lado del río era poco más que un negro contorno en la oscuridad.
—¿Cuántos hombres traerán?
—Todos los que tengan.
—¿De cuántos estamos hablando? —se interesó Ingulfrid.
—¿Doscientos? ¿Trescientos?
—¿De cuántos disponemos nosotros?
—Cuarenta y tres —dije, desviando la mirada.
—No los suficientes para defender esta fortaleza —apuntó Osferth.
—Siempre podemos cortarles el paso en el puente —comenté—, pero, tan pronto como baje el nivel del río, lo vadearán más arriba.
—O sea que, como estaba previsto, mañana nos ponemos en camino.
No dije nada porque, en ese momento, me acababa de dar cuenta de la necedad que había cometido. Yo que había pensado que, como adversario, Brice era un hombre de escasas luces, acababa de incorporarme al pelotón de los torpes; en bandeja, le había prestado a Eardwulf la ventaja que iba buscando. Pero ni él ni Etelhelmo eran necios; a esas alturas ya sabrían a dónde me dirigía. Por más que quisiera hacerles creer que iba camino de Cirrenceastre, ya se habrían dado cuenta de que tenía pensado unirme a Etelfleda, así que ni falta que les hacía seguirme hasta Alencestre; lo único que necesitaban era emprender el camino más rápido hasta Ceaster, aquel que discurría a un paso de la frontera con Gales, y adelantarme con sus tropas, en tanto que yo, por fuerza, habría de tomar el camino más largo y más lento, el que discurría por el corazón de Mercia. De nada, pues, servían los seis centinelas que había apostado en el puente, porque, en lugar de perseguirnos, Eardwulf se dirigía a toda prisa hacia el norte por el camino que quedaba al oeste de donde nos encontrábamos. Sus ojeadores andarían buscándonos y, sin duda, acabarían por dar con nosotros; ese sería el momento elegido por Eardwulf para llevar sus tropas hacia el este y cortarnos el paso.
—¿Mi señor? —me preguntó Osferth, intranquilo.
—No vendrán por el sur —dije—, sino de allí —señalando con el dedo.
—¿Por el oeste? —inquirió, sin ocultar su sorpresa.
Opté por no dar cuentas de mi estupidez. Podía achacarlo a aquel dolor lacerante, pero no tenía excusa. Había decidido que Osferth, las familias de los míos, Etelstano y su hermana emprendieran aquel camino para, así, mantenerlos alejados de todo galés que anduviese al acecho, pero lo único que había conseguido era conducirlos a una trampa.
—A menos que las inundaciones se lo impidan, vendrán por el oeste —insistí, irritado.
—También serán un inconveniente para nosotros —dijo Osferth, no muy convencido, mientras aguzaba la vista entre la húmeda oscuridad.
—Deberíais poneros a cubierto, mi señor —me dijo Ingulfrid—, estáis helado y calado hasta los huesos.
Y lo más seguro que derrotado, pensé. Claro que Eardwulf no me seguía, ¡ni falta que le hacía! Iba por delante, y no tardaría en cortarme el paso y contraer matrimonio con Ælfwynn. Con todo, no dejaba de preguntarme si estaba en lo cierto a la hora de considerar el asunto, porque, aun casado con Ælfwynn, Eardwulf nunca sería designado como señor de Mercia. Sin duda, Eduardo ocuparía el trono; Eardwulf no sería sino su brazo ejecutor, su bailío, y quién sabe si Etelfleda no vería con buenos ojos aquella maniobra para hacerse con la corona de Mercia que, al fin y al cabo, supondría un paso más para hacer realidad el sueño de su padre.
Alfredo siempre había soñado con unir a los sajones. Antes, había que expulsar a los daneses del norte de Mercia, de Anglia Oriental y hasta de Northumbria, a ser posible. Solo entonces los cuatro reinos se unirían en uno solo: la tierra de los ingleses. Si durante años Mercia se había apoyado en Wessex para seguir adelante, ¿por qué el rey de Wessex no habría de ceñirse su corona? Tres reinos eran mejor que cuatro a la hora de unirlos en uno solo. ¿Me estaba empecinando o solo era un necio? Etelfleda bien podía recelar de Eardwulf; al fin y al cabo, siempre había sido enemigo suyo, pero ¿y si su ennoblecimiento fuera el precio que había que pagar con tal de dar un paso para alcanzar el sueño de una tierra de los ingleses?
Rechacé de plano semejante idea. En mi opinión, no era eso lo que quería Eduardo. Claro que aspiraba a ocupar el trono de Mercia, pero ¿a costa de su primogénito? ¿De verdad quería Eduardo acabar con Etelstano? No me casaba. Aquello respondía a una maniobra del lord Etelhelmo: pretendía eliminar a Etelstano para asegurarse de que su nieto sería el rey de Wessex y de Mercia y, si los dioses de la guerra lo tenían a bien, el rey de todos los ingleses también. Quería a Etelstano tanto como a mis propios hijos; sin embargo, era yo quien lo había arrastrado a aquella fortaleza enfangada del centro de Mercia, en tanto que sus enemigos ya avanzaban hacia el norte para impedir que se uniera a los hombres de Etelfleda, su única esperanza de salir con vida.
—¿Mi señor? —dijo Osferth.
—A cubierto —contesté—, y rezad.
Porque había obrado como un necio.
Tronó toda la noche. A eso de la medianoche, la lluvia, que parecía haber aflojado al anochecer, volvió a caer de forma torrencial y así continuó durante el resto de la noche. A cántaros, jarreaba con fuerza inundándolo todo.
—Vamos a tener que construir un arca, mi señor —me dijo el padre Cuthberto al filo del amanecer. Yo estaba de pie a la puerta del caserío, escuchando la lluvia que aporreaba la techumbre.
—¿Cómo supisteis que era yo? —le pregunté.
—Cada persona tiene su propio olor —me dijo. Avanzó a tientas hasta tocar con las manos la jamba de la puerta—. Además —continuó, al tiempo que se apoyaba contra una columna—, estabais murmurando.
—¿De verdad?
—Algo acerca de que erais un maldito necio —me comentó divertido—, lo mismo que soléis decir de mí.
—Lo sois —dije.
Volvió aquel rostro privado de ojos hacia mí.
—¿Se puede saber qué he hecho ahora?
—Casar a Eduardo con la muchacha de Cent —le dije—; esa sí que fue una mala idea.
—Que lo apartó del pecado, mi señor.
—¡Pecado! ¿Consideráis que es pecado dar un revolcón a una muchacha?
—Nadie ha dicho que la vida sea justa.
—Vuestro dios impone extraños preceptos.
Volvió el rostro hacia la lluvia. Tras la desalentadora línea gris que asomaba por el este, apenas llegaba a verse un atisbo de luz.
—Lluvia —dijo, como si no me hubiera dado cuenta.
—Inundaciones —rezongué.
—¿Lo veis? Nos hace falta un arca. Hurones.
—¿Hurones, decís?
—Lo de las ovejas lo entiendo —dijo—. A Noé, no debió de costarle mucho dar con un par de ovejas o de vacas. Pero ¿cómo diantres se las arreglaría para convencer a dos hurones de que entrasen en el arca?
No pude por menos que sonreír.
—¿De verdad creéis que esa historia vuestra del diluvio ocurrió en realidad? —le pregunté.
—Claro que sí, mi señor. Fue el castigo que Dios envió sobre un mundo inicuo.
Me quedé mirando la lluvia que seguía cayendo a cántaros.
—En tal caso, muy inicuo ha de ser quien haya atraído esta lluvia —dejé caer.
—No fuisteis vos, mi señor —dijo, de corazón.
—Para variar —repuse, sin dejar de sonreír. No le faltaba razón al padre Cuthberto. Nos hacía falta un arca. Tendría que haberle dicho a Osferth que se llevara a las familias de los míos y sus enseres hacia el Temes; que, una vez allí, buscasen un barco, y que nosotros iríamos a su encuentro. El viaje hasta Ceaster habría sido largo, demasiado sin duda, pero una vez en el mar, estaríamos a salvo de nuestros perseguidores. Mejor incluso nos habría venido disponer de un barco en el río Sæfern, al sur de Gleawecestre, pero, desde aquella pelea con Cnut, me había encontrado tan disminuido que apenas si era capaz de pensar en nada.
—¿Así que nos disponemos a seguir adelante, mi señor? —me preguntó Cuthberto, con una voz que daba a entender que lo último que deseaba era otro accidentado día de viaje bajo aquel aguacero.
—No creo que estemos en condiciones —dije para, al cabo de un momento, chapotear por la hierba anegada y trepar a la parte baja de la muralla, donde comprobé que la fortaleza era poco menos que una isla. A la media luz de aquel amanecer gris, agua fue lo único que llegué a ver. Los ríos se habían desbordado y seguía lloviendo. Me quedé observando la lejanía mientras, poco a poco, la luz iba a más, cuando de repente oí algo que me pareció un gemido lastimero; me volví y me di cuenta de que el padre Cuthberto había seguido mis pasos; de pie y con el agua por los tobillos, tanteaba el terreno con el largo bastón que llevaba para guiar sus pasos. Se había perdido.
—¿Qué hacéis? —le pregunté—. Estáis ciego; ¿cómo se os ocurre venir hasta aquí?
—No lo sé —repuso, con voz lastimera.
Lo guie hasta lo alto de la muralla deteriorada por el tiempo.
—No hay nada que ver —le dije—. Solo agua.
Se apoyó en el bastón, y volvió las cuencas vacías de sus ojos al norte.
—¿Habéis oído hablar de san Longinos? —me preguntó.
—No —contesté.
—A veces, también se le suele llamar Longino —añadió, como si aquello pudiera refrescarme la memoria.
—¿Qué hizo? ¿Se dedicó a predicar a los hurones?
—No hasta donde yo sé, mi señor, aunque quizá lo hiciera. Era un soldado ciego; fue el hombre que, con su lanza, traspasó el costado de Nuestro Señor cuando estaba en la cruz.
Me quedé mirando a Cuthberto.
—¿A quién se le ocurre dejar una lanza en manos de un soldado ciego?
—No lo sé. Pero eso fue lo que pasó.
—Continuad —le dije. Estaba harto de aquellas historias de santos, de si colgaban la capa en rayos de sol, resucitaban a los muertos o convertían la tiza en queso. Si tan solo una vez hubiera visto uno de aquellos milagros, me habría creído semejantes patrañas, pero, por el afecto que le tenía, permití que el padre Cuthberto continuase.
—No era cristiano —añadió el cura—, pero resulta que, tras clavarle la lanza, le cayó en la cara un poco de la sangre de Nuestro Señor, ¡y volvió a ver! ¡Estaba curado! Y se hizo cristiano. —Sonreí, y no dije nada. Llovía a cántaros; ni un soplo de viento—. Longinos recuperó la vista —continuó el padre Cuthberto—, pero sobre él cayó también una maldición. Había herido a nuestro salvador, ¡y su maldición fue que nunca moriría!
—Una maldición en toda regla —dije, conmovido.
—El caso es que aún sigue con vida, mi señor, y que todos los días sufre una herida mortal. ¡Quién sabe si no os las habréis visto con él! A lo mejor le habéis asestado una de esas heridas mortales, pero todas las noches se recuesta para morir junto a la lanza que utilizó contra Nuestro Señor y se cura de nuevo.
Me di cuenta de que, si me contaba aquella historia, era porque quería echarme una mano. Guardé silencio y contemplé los pequeños montículos de tierra que emergían en medio de tanta agua. Uno de aquellos altozanos estaba atestado de ganado. Un cordero ahogado se había atorado a los pies de las murallas, y ya los primeros cuervos le estaban arrancando las vedijas. Vuelta hacia mí, observé la cara estragada del padre Cuthberto. De sobra entendía lo que me estaba diciendo, pero, de todos modos, le pregunté:
—¿Qué estáis insinuando?
—Que el arma que causó la herida también puede curar, mi señor —dijo.
—Pero no fue la lanza de Longinos la que lo hirió —apunté.
—Longinos se hirió a sí mismo cuando su lanza traspasó el costado de Cristo, mi señor. Nos hirió a todos nosotros. Hirió a la humanidad entera.
—Una historia un tanto embarullada —dije—. ¿Se hace cristiano y carga con una maldición? ¿La de morir y volver a la vida todos los días? Aunque no lo hiriera, ¿su lanza puede sanarlo?
—Mi señor —me suplicaba el padre Cuthberto—, dad con la espada que os hirió. Puede curaros.
—Duende-de-hielo —dije.
—¡Tiene que estar en alguna parte!
—Y tanto que sí —le dije. Daba por sentado que alguno de los hombres de Cnut se habría llevado la espada del lugar de la refriega—. Pero ¿cómo puedo dar con ella?
—No lo sé —dijo Cuthberto—, solo sé que debéis encontrarla —exclamó con unción, y sabía que lo decía de corazón. No era la primera persona que me decía que la hoja que me había herido también podía curarme, y yo así lo creía, pero ¿cómo dar con una espada en toda Britania? Tenía para mí que la espada de Cnut había ido a parar a manos de alguno de mis enemigos, que se servía de ella para hacerme sufrir. Había hechizos y conjuros para hacerlo realidad. Era una magia antigua, anterior a la brujería cristiana de Cuthberto, una magia que se remontaba a los orígenes de los tiempos.
—La buscaré, amigo mío —le dije—. Ahora, venid conmigo, no os quedéis bajo la lluvia.
Me lo llevé de vuelta al caserío.
La lluvia no cejaba.
El enemigo, tampoco.
Estábamos atrapados en aquella avenida. Las carretas que Osferth había traído de Fagranforda no podían seguir adelante, no al menos mientras las aguas no bajasen, y tampoco estaba dispuesto a abandonarlas a su suerte. Todo lo que teníamos de valor iba en aquellos carromatos. Por otra parte, si nos decidíamos a plantar cara a la inundación para llegar a tierras más altas, una vez en campo abierto, nos arriesgábamos a caer en manos de los jinetes que, sin duda, nos andaban buscando. Lo mejor era quedarnos en la fortaleza romana, donde, de momento, estábamos a salvo. Gracias a la inundación solo podrían atacarnos por el lado norte. Nadie nos hostigaría por los flancos.
Con todo, quedarnos allí era como enviar una invitación a nuestros enemigos para que diesen con nosotros; una vez que las aguas se retiraran, podrían atacarnos por el este, el oeste y el norte, de modo que envié a tres de los más jóvenes de entre los míos hacia el este, con instrucciones de cabalgar hacia el norte, en primer lugar, siguiendo la calzada romana que discurría por un pequeño terraplén; aun así, hasta que no alcanzasen las bajas colinas y pudieran dirigirse hacia el este, el agua les llegaría por encima de los estribos. Los envié en busca de tropas que estuviesen de parte de Etelfleda.
—Contadles que Etelredo ha muerto —les dije—, y que Eardwulf trata de erigirse señor de Mercia. Decidles que necesitamos refuerzos.
—Os disponéis a iniciar una rebelión —me imprecó Osferth.
—¿Contra quién? —repliqué, desafiante.
Dudó un momento.
—¿Contra Etelredo? —dejó caer, por fin.
—Está muerto.
—No lo sabemos.
—¿Y qué queréis que haga? —le pregunté, poniéndole en la misma tesitura en la que lo había dejado sin palabras en Cirrenceastre, y, una vez más, no obtuve respuesta. No estaba en contra de lo que yo decía, sino que, al igual que su padre, Osferth era un hombre que respetaba las leyes. En su opinión, Dios estaba del lado de la justicia, en tanto que él, Osferth, se debatía en su interior tratando de descubrir de qué lado estaba la razón, y, según él, la razón estaba normalmente del lado de cualquier causa que la Iglesia defendiera—. Supongamos que Etelredo aún vive —le apremié—; ¿creéis que eso le da derecho a ponerse de parte de Etelhelmo para acabar con Etelstano?
—No —admitió.
—¿O para casar a Ælfwynn con Eardwulf?
—Es su hija. Puede disponer de ella a su antojo.
—¿Y su madre? ¿Acaso no tiene nada que decir?
—Etelredo es el señor de Mercia —dijo—, y aunque no lo fuera, el marido es el cabeza de familia.
—En ese caso, ¿cómo es que retozáis con la mujer de otro hombre? —le pregunté. Pobre hombre, se le veía tan hundido, tan desdichado, que me pregunté cómo sería la lucha que había de librar en su interior entre su amor por Ingulfrid y la reprobación del dios crucificado—. Y si Etelredo ha muerto —volví a la carga para que dejara sin respuesta la pregunta que le había planteado—, ¿en qué posición queda Etelfleda?
No se le borró el gesto de amargura. Etelfleda era hermanastra suya, y le tenía cariño, pero no podía desprenderse de los ridículos preceptos de su dios.
—La costumbre establece —dijo en voz baja— que la viuda del señor ingrese en un convento.
—¿Es eso lo que queréis para ella? —le pregunté, irritado.
Vaciló al oír mi pregunta.
—¿Qué otra salida le queda? —me preguntó.
—Ocupar el puesto de su marido —dije.
Se me quedó mirando.
—¿Señora de Mercia?
—¿Se os ocurre alguien mejor que ella?
—¡Las mujeres no están para mandar!
—Etelfleda sabe hacerlo —dije.
—Pero… —comenzó a decir, y se quedó callado.
—¿Quién mejor que ella? —le pregunté.
—¿Su hermano?
—¡Eduardo! ¿Y si los pobladores de Mercia no quieren estar a las órdenes de Wessex?
—Ya lo están —contestó, y no le faltaba razón, aunque todo el mundo fingiese que las cosas no eran así.
—¿Y quién lo haría mejor? —insistí—. ¿Vuestro hermanastro o vuestra hermanastra?
Guardó silencio un momento, pero Osferth era de los que siempre dicen la verdad.
—Etelfleda —convino, al fin.
—Debería de estar al frente de Mercia —dije muy convencido, aunque eso solo pasaría si yo era capaz de mantener a su hija lejos del lecho nupcial de Eardwulf, evitando así que Wessex se anexionase Mercia.
Algo que no parecía probable porque, a mitad de la mañana, cuando, por fin, dio la impresión de que la lluvia remitía, unos jinetes aparecieron por el oeste. Primero fue un solo hombre a lomos de un pequeño caballo que, desde lo alto de una colina, escrutaba el valle inundado. Se nos quedó mirando, azuzó su montura y lo perdimos de vista; al cabo de un momento, la silueta de seis jinetes se recortaba en el horizonte. Y llegaron más hombres, diez u once quizá, que no era fácil contarlos porque no tardaron en dispersarse por el altozano y explorar el valle por el que discurría el río en busca de un lugar por donde cruzarlo.
—¿Qué va a pasar ahora? —me preguntó mi hija.
—Mientras el agua siga como está, no podrán venir a por nosotros —contesté. Tras la avenida tan solo había quedado expedito el angosto camino que llevaba a la fortaleza, y disponía de hombres más que suficientes para defenderlo.
—¿Y cuando baje la inundación?
Hice una mueca.
—Las cosas se pondrán difíciles.
Stiorra llevaba un zurrón de piel de cordero que me tendió. Lo miré, pero no alargué la mano para hacerme con él.
—¿De dónde lo habéis sacado? —le pregunté.
—De Fagranforda.
—Pensaba que se había quemado con todo lo demás. —Tantas eran las cosas que había perdido cuando los cristianos incendiaron mi hacienda.
—Lo encontré hace años —me dijo—, antes de que Wulfheard quemara el caserío. Me gustaría aprender a usarlas.
—No sé cómo se hace —le dije. Tomé el morral y desaté el cordel que lo cerraba. En su interior, dos docenas de finas y pulidas varas de aliso, ninguna más larga que el antebrazo de un hombre. Runas; en su día, habían sido de la madre de Stiorra. Las runas sirven para adivinar el futuro, y Gisela sabía cómo interpretarlas, pero yo nunca había aprendido el secreto—. ¿Sabe hacerlo Hella?
—Nunca lo aprendió —dijo Stiorra.
Recordando cómo lo hacía Gisela, las dejé caer al suelo.
—Sigunn te enseñará —le dije; Sigunn era mi mujer y, como la doncella de Stiorra, era otra de las cautivas de Beamfleot. Se encontraba entre las mujeres y los niños que hasta allí había llevado Osferth.
—¿Sigunn sabe cómo interpretar las runas? —me preguntó Stiorra, no muy convencida.
—Más o menos. Dice que es cuestión de práctica. De práctica y de sueños. —Introduje las runas en el morral y esbocé una sonrisa triste—. En cierta ocasión, las runas dijeron que seríais madre de reyes.
—¿Se trata de una profecía de mi madre?
—Sí.
—¿Y las runas nunca mienten?
—Nunca a vuestra madre.
—Entonces, esa gente no nos hará nada —dijo Stiorra, volviendo la cabeza hacia los jinetes que estaban al otro lado del valle.
Pero estaban en condiciones de hacérnoslo, y de eso se encargarían en cuanto las aguas bajasen. Poco podía hacer yo para detenerlos. Había enviado a algunos hombres al pueblo inundado en busca de cerveza; otros habían echado abajo otro cercado para disponer de leña, pero tenía el presentimiento de que el enemigo nos estaba rodeando. Por la tarde, en alas de un viento frío del este, nos llegó una lluvia ligera; sin moverme de las murallas, atisbé jinetes a ambos lados. Cuando, con el declinar del día, las aguas se tornaron más oscuras, reparé en una hilera de caballos y jinetes en las tierras más altas del norte. Uno portaba un estandarte tan mojado que, lacio, colgaba del asta, sin que hubiera posibilidad de saber a quién pertenecía.
Aquella noche, el resplandor de los fuegos de campamento iluminaba el cielo nocturno por el lado norte; a ratos, dejaba de llover y, a ratos, en mitad de la oscuridad, nos sorprendía un artero chubasco. Había dispuesto centinelas para vigilar la solitaria senda que llevaba al norte; nadie trató de acercarse a donde estábamos. Sabiendo que las aguas acabarían por bajar y que eso nos haría vulnerables, se limitaban a esperar. La gente que estaba junto a la hoguera que habíamos encendido en el caserío me miraba. Esperaban que se produjera un milagro.
Aunque la sabía no muy versada en tales menesteres, Sigunn, mi mujer, enseñaba a Stiorra a interpretar las runas. Había dejado caer las varas, y Stiorra y ella contemplaban la disposición que habían adoptado, pero ninguna de las dos sabía cómo interpretarlas. Nada bueno, me temía, aunque tampoco necesitaba de las runas para adivinar el futuro. A la mañana siguiente, dos serían las exigencias que nos plantearían nuestros enemigos: Etelstano y Ælfwynn. Si se los entregábamos, nos dejarían en paz, pero ¿y si me negaba?
Finan era de mi misma opinión. Se acomodó a mi lado.
—¿Qué vamos a hacer?
—Ojalá lo supiese.
—No querrán enfrentarse con nosotros.
—Pues tendrán que hacerlo, si no queda otra.
Asintió.
—Vendrán a montones.
—Voy a casar a Uhtred con Ælfwynn —dije—. Ahí está el padre Cuthberto.
—Claro que podéis hacerlo —convino Finan—, solo que será como invitar a Eardwulf a que acabe con él y deje viuda a Ælfwynn. Si con eso consigue Mercia, no le hará ascos a desposarse con una viuda.
Tenía razón.
—Elegid a seis hombres —le dije—, y llevaos a Etelstano.
—Nos tienen rodeados —comentó.
—Mañana por la noche —le insinué—, en plena oscuridad.
Asintió de nuevo, pero sabía tan bien como yo que era como tratar de plantar cara a un vendaval. Lo había intentado y había fracasado. Había llevado a mis hombres, a sus mujeres y sus familias, todas nuestras pertenencias, hasta aquella fortaleza deteriorada por el tiempo en pleno corazón de Mercia, y mis enemigos nos tenían rodeados. Si hubiera estado en condiciones, si hubiera sido el mismo Uhtred que se había puesto al frente en la batalla que libramos contra Cnut, nuestros enemigos estarían más que preocupados, pero de sobra sabían que no estaba en condiciones. Hubo un tiempo en que los hombres me temían. En aquel momento, era yo quien estaba amedrentado.
—Si salimos de esta con vida —le dije a Finan—, me gustaría dar con Duende-de-hielo.
—¿Porque os sanará?
—Sí.
—Y así será —dijo Finan.
—Pero ¿cómo voy a dar con ella? —pregunté, cabizbajo—. Estará en manos de alguno de esos cabrones daneses, quién sabe dónde.
Se me quedó mirando, y negó con la cabeza.
—¿De un danés, decís?
—¿De quién, si no?
—No en las de un danés, desde luego —dijo después de pensarlo un rato—. Bajasteis de la colina para enfrentaros con Cnut en tanto que él subía por el repecho del río.
—Eso lo recuerdo bien.
—Los dos peleasteis a campo abierto. No había ningún danés cerca de vos. Una vez que acabasteis con él, los daneses huyeron del lugar. Yo fui el primero en llegarme a vuestro lado. —Eso no lo recordaba; lo cierto es que, aparte de la inesperada sorpresa que me llevé al sentir la hoja de Cnut en mi costado y el grito que proferí cuando le rebané el pescuezo, poco recordaba de aquella lucha—. Los daneses no pueden haberse llevado la espada —dijo Finan—, porque nunca llegaron a acercarse al cadáver.
—¿Quién se quedó con ella entonces?
—Nosotros —continuó Finan, frunciendo el ceño—. Cnut estaba tendido en el suelo, con la espada clavada; vos estabais encima de él. Os aparté y, de un tirón, conseguí sacarla, pero no me la quedé. Más me preocupabais vos en aquel momento. Más tarde fui a buscarla, pero había desaparecido. Desde entonces, no había vuelto a pensar en ella.
—O sea que está aquí —dije en voz baja, queriendo decir que la espada estaba en alguna parte de la Britania sajona—. ¿Quién más estaba con vos?
—¡Por Cristo! Todos bajaron de la colina: los nuestros, los galeses, el padre Pyrlig, el padre… —calló la boca bruscamente.
—El padre Judas —concluí la frase por él.
—¡Sí, claro, él también! —dijo Finan, con aplomo—. Estaba preocupado por vos. —El padre Judas, el hombre que en tiempos había sido mi hijo, el mismo que, por entonces, utilizaba otro nombre—. Él jamás os haría daño, mi señor —añadió Finan, convencido.
—Ya me lo ha hecho —dije con rabia.
—No es él —me aseguró Finan.
Quienquiera que fuese, se había salido con la suya, pues allí seguía atrapado cuando, al amanecer, reparamos en que la inundación empezaba a bajar. El agua seguía bramando bajo los arcos del puente romano, donde se apilaban ramas y árboles arrastrados por la corriente, en tanto que los senderos que discurrían junto a las orillas seguían inundados. El agua mantenía alejados de la fortaleza a los hombres que, por el sur y por el oeste, ocupaban las colinas; con todo, las tropas más numerosas se concentraban al norte. Guerreros a los que les bastaba con seguir la calzada romana para iniciar el ataque; no menos de ciento cincuenta ocupaban la parte baja de la franja de terreno que emergía de entre los prados inundados. Algunos se habían atrevido a espolear sus monturas y adentrarse en el agua, pero, al ver que les subía por encima de los estribos, cejaron en el intento. Recortados contra el horizonte, se limitaban, pues, a esperar, caminando de un lado a otro, o sentados en la ladera más cercana, sin perdernos de vista. Reparé en las sotanas negras de los curas, pero, aquel día nublado, la mayoría eran guerreros con cotas de malla y yelmos no menos grises.
A media tarde, el agua ya se había retirado casi por completo de la calzada, que discurría unos palmos por encima de los campos que la rodeaban. Una docena de jinetes bajó de la colina: dos curas y dos portaestandartes; los demás eran guerreros. El caballo blanco de Etelredo ondeaba en el mayor de los estandartes; en el otro, un santo con una cruz.
—Mercia y la iglesia —comentó Finan.
—No veo sajones del oeste —apunté.
—¿Habrán enviado a Eardwulf para que haga el trabajo sucio?
—Es quien más tiene que ganar, y que perder —solté. Tomé aliento y, apretando los brazos contra el cuerpo por culpa del dolor, me encaramé a la silla. Osferth, Finan y mi hijo ya estaban montados. Los cuatro con atuendo guerrero, aunque sin escudos, como los hombres que llegaban del norte.
—¿Queréis que llevemos un estandarte? —me preguntó mi hijo.
—No les vamos a dar coba —rezongué, espoleando mi caballo.
La entrada de la fortaleza quedaba por encima del agua, pero, al cabo de unas cuantas yardas, los cascos de los caballos se hundían hasta las cernejas. Cabalgué unos ochenta o noventa pasos, me detuve y esperé.
Eardwulf abría la comitiva de Mercia. Su tez oscura y ceñuda destacaba bajo un yelmo con serpientes de plata en relieve que se retorcían en el casco de metal. Sobre la cota de malla reluciente, una capa blanca con ribetes de armiño y una vaina de cuero blanqueado con tiras de plata incrustadas. Al cuello, una cadena de oro macizo de la que colgaba una cruz también de oro, tachonada de amatistas. Llegó flanqueado por dos curas, a lomos de caballos más pequeños. Tras haber surcado la inundación, empapadas, las sotanas negras les goteaban a la altura de los estribos. Eran los gemelos Ceolnoth y Ceolberht que, treinta años atrás, al igual que yo, habían caído en manos de los daneses, algo que yo había considerado una suerte y que, en su caso, había bastado para que los dos se volvieran enemigos encarnizados de los paganos. Y como no podía ser de otra manera, también me odiaban, sobre todo Ceolberht, a quien le había saltado los dientes años atrás; al menos, eso me ayudaría a la hora de distinguirlos. A unos cincuenta pasos, los jinetes se detuvieron, pero Eardwulf y los dos curas siguieron adelante hasta situarse delante de nuestras monturas en mitad de la calzada inundada.
—Soy portador de un mensaje del rey Eduardo —dijo Ceolnoth sin dirigirme un saludo siquiera—. El rey dice que…
—¿Habéis traído vuestros cachorros para que ladren por vos? —le pregunté a Eardwulf.
—El rey dice que regreséis a Gleawecestre —alzó la voz Ceolnoth—, con el joven Etelstano y con su sobrina, Ælfwynn.
Me los quedé mirando a los tres durante unos segundos. Una racha de viento nos trajo unas fugaces gotas de lluvia que cayeron con fuerza, pero la lluvia cesó casi nada más empezar. Miré a lo alto con la esperanza de que lloviera de nuevo, porque, cuanto más durara la inundación, de más tiempo dispondría, pero las nubes ya se alejaban. A la espera de cuál fuera mi respuesta, Finan, Osferth y mi hijo no me quitaban el ojo de encima; tan solo di media vuelta a lomos de mi montura.
—Nos vamos —dije.
—¡Lord Uhtred! —gritó Eardwulf.
Piqué espuelas. De no haberme dolido tanto, me habría reído con ganas. Eardwulf gritó de nuevo, pero, a medio galope y entrando ya en la fortaleza, no llegamos a oír lo que dijo.
—Ya tienen para rumiar un rato —comenté. Se habría quedado estupefacto. Habría confiado en que eso le daría la medida de hasta dónde estaba dispuesto a llegar, incluso quizás habría pensado que acataría sin rechistar una orden del rey de los sajones del oeste, pero mi rotunda negativa a hablar con él le habría dado a entender que tendría que pelear, y sabía que se mostraría reacio a atacar. Los suyos bien podían superarnos en número, al menos en una proporción de uno a tres, pero sufriría cuantiosas bajas en caso de enfrentamiento y, durante la refriega, nadie querría tener que vérselas con guerreros como Finan. Eardwulf tampoco podía estar seguro de que todos sus hombres fueran a participar en la contienda: muchos de ellos habían servido a mis órdenes durante años y, solo de mala gana, cargarían contra los míos. Me acordaba del hombre de barba negra que vigilaba la puerta de Gleawecestre: un natural de Mercia, que había prestado juramento de fidelidad a Etelredo y a Eardwulf, pero que, encantado de verme, me había recibido con una sonrisa; no sería fácil convencer a hombres como él para que luchasen contra mí. Por otra parte, aunque Eardwulf era un guerrero, y de renombre, no inspiraba confianza a sus hombres. Nadie hablaba de las hazanas de Eardwulf ni de los hombres con los que había acabado tras un combate cara a cara. Tenía buen olfato para dirigir a los hombres, pero prefería que fueran otros quienes se encargaran del trabajo sucio que entraña cualquier carnicería, por eso no inspiraba confianza. Etelfleda sí lo hacía y, si no sonase a atrevimiento por mi parte, diría que yo también.
Cuando eché el pie a tierra, Eardwulf seguía mirándonos fijamente. Así se quedó durante un buen rato; luego, obligó a su caballo a dar media vuelta y se dirigió hacia terreno seco. Unas extensiones de terreno que iban a más a medida que bajaban las aguas; al caer la tarde, más malas noticias: más hombres se sumaron a las tropas de Eardwulf. Llegaban desde el norte, de modo que supuse que eran las patrullas que habían enviado en nuestra busca; el caso es que, al caer la noche, había más de doscientos hombres en aquella colina achaparrada, y que las aguas ya casi se habían retirado por completo.
—Vendrán al amanecer —apuntó Finan.
—Probablemente —convine. Algunos de los hombres de Eardwulf podrían mostrarse reacios, pero, cuantos más guerreros reuniese, más probable era que se decidiese a atacarnos. Con la esperanza de que fueran otros quienes llevaran el peso del combate, colocaría en la segunda hilera a los más reticentes. Mientras los curas los enardecían con piadosos llamamientos, Eardwulf les halagaría las orejas con la promesa de un buen botín. A Eardwulf no le quedaba otra que atacar. Estaba claro, al menos para mí, que ni Eduardo ni Etelhelmo querían intervenir en la refriega. Ambos podían apoderarse de Mercia cuando quisieran, en tanto que Eardwulf se arriesgaba a perder la herencia que le había dejado Etelredo. Si las cosas venían mal dadas, los sajones del oeste lo abandonarían a su suerte, de modo que tenía que ganar. Sin duda, vendría al amanecer.
—¿Y si le da por atacar esta noche? —dejó caer mi hijo.
—No lo hará —repuse—. Se avecina una noche tan oscura como boca de lobo; tendrían que vérselas con el agua y hasta podrían perderse. Es posible que envíe a unos cuantos hombres para hostigarnos, pero apostaremos centinelas en la calzada.
Echando abajo los dos últimos cercados para guardar el ganado y, así, disponer de leña, también nosotros encendimos hogueras en las murallas. A la luz de las fogatas, Eardwulf vería cómo iban y venían mis centinelas; intranquilo, me temía que se hubiese dado cuenta de que había apostado hombres más cerca de su posición, pero nadie los molestó. No tenía razones para iniciar un ataque plagado de riesgos en mitad de la noche, menos aún cuando disponía de tropas suficientes como para aplastarnos al amanecer.
Y al amanecer, precisamente, una estrella se dejó ver en el firmamento. Arrastradas por un frío viento del este, las nubes por fin se alejaban. Fijándome en que había menos tropas enemigas en la orilla sur del río, había pensado enviar a Osferth y a cuarenta de los míos al otro lado del puente. A toda prisa y camino de Lundene, Etelstano, su hermana y Ælfwynn podrían escapar con ellos mientras yo me quedaba donde estaba y plantaba cara a Eardwulf, pero el de Mercia se me adelantó y, en cuanto las primeras luces asomaron por el horizonte, reparé en que había cuarenta jinetes esperando en aquel lugar. Apenas si quedaban trazas de la tormenta. El sol salió y dejó ver un mundo empapado. Los campos eran mitad verdes, mitad estanques poco profundos. Del mar lejano habían acudido gaviotas, que se congregaban por aquellas tierras ahítas de agua.
—Una pena —dijo Finan, al tiempo que señalaba a los jinetes que impedían el paso por el puente. A caballo, los dos estábamos a la entrada de la antigua fortaleza.
—Una pena, en efecto —convine.
Cosas del destino, pensé. Ni más ni menos. Creemos que somos dueños de nuestras vidas, pero, igual que niños que trastean con muñecas de paja, así los dioses juegan con nosotros. Pensé en la de veces que había conducido a mis enemigos hasta una trampa, en la satisfacción que experimentaba al imponer mi voluntad. El adversario cree que tiene posibilidades hasta que, de repente, cae en la cuenta de que no tiene ninguna; en aquel momento, era yo quien estaba hundido en la miseria. Eardwulf me tenía rodeado, disponía de tropas muy superiores en número a las mías y se me había adelantado en aquella jugada a la desesperada que era huir por el puente.
—Todavía hay tiempo de casar a Ælfwynn con vuestro hijo —dijo Finan.
—Y de invitar a Eardwulf a que acabe con él, como dijisteis —repuse—, para que contraiga matrimonio con una viuda.
El sol proyectaba sombras alargadas sobre los campos húmedos. Pude ver cómo los hombres de Eardwulf se hacían con sus monturas en lo alto de la colina norte. Cargaban con escudos, escudos y armas.
—Etelstano es quien me preocupa —dije mientras me volvía para mirar al muchacho, que me devolvió la mirada con gallardía. Estaba perdido, pensé. Etelhelmo le rebanaría el pescuezo en un abrir y cerrar de ojos. Le hice una seña para que se acercase.
—¿Mi señor? —dijo, mirando hacia arriba.
—Os he fallado —dije.
—No, mi señor, eso nunca.
—Cerrad la boca, muchacho —le dije—, y escuchad lo que voy a deciros. Sois hijo de rey. El primogénito. Nuestras leyes no estipulan que el primogénito haya de ser el rey que venga después, pero nadie tan legitimado como el ætheling para reclamar el trono. Vos deberías ser el rey de Wessex cuando falte vuestro padre, pero Etelhelmo quiere que sea vuestro hermanastro quien ocupe el trono. ¿Veis por dónde voy?
—Por supuesto, mi señor.
—Presté juramento de que os protegería —continué—, y os he fallado. Por eso, mi príncipe, os pido perdón. —Parpadeó cuando oyó que me dirigía a él como «príncipe». Nunca lo había tratado como a un miembro de la familia real. Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero se quedó sin palabras—. Me encuentro en una disyuntiva —añadí—. Puedo plantarles cara, pero nos sobrepasan en número, así que será una batalla perdida. A media mañana, habrá cien hombres muertos por aquí, y os habrán hecho prisionero. Tienen pensado enviaros a un monasterio del otro lado del mar; dentro de dos o tres años, cuando en Wessex se hayan olvidado de vos, os quitarán de en medio.
—Entiendo, mi señor —dijo con un hilo de voz.
—La otra alternativa pasa por rendirme —dije, y me dio rabia utilizar esa palabra—. Si lo hago —continué—, seguiré con vida para luchar más adelante. Viviré y encontraré un barco para ir a Neustria. Daré con vos y os sacaré de allí. —Tales palabras, pensé, tenían tanto valor como una vaharada en una mañana de invierno. Pero ¿qué otra cosa podía decir? La verdad, hube de reconocer apesadumbrado para mis adentros, era que Eardwulf le rebanaría el pescuezo en cuanto pudiera y diría que había sido yo. Ese sería el regalo que tenía pensado hacerle a Etelhelmo.
Etelstano dirigió la mirada más allá de donde yo estaba y observó los jinetes que se movían por aquella colina a lo lejos.
—¿Saldréis de aquí con vida, mi señor? —me preguntó.
—Si fuerais Eardwulf —le devolví la pregunta—, ¿qué haríais?
Negó con la cabeza.
—No —dijo, muy serio.
—Seréis un buen rey —le dije—. Intentarán matarme, pero sin tener que vérselas conmigo. Eardwulf no está dispuesto a perder a la mitad de sus hombres, así que es probable que me dejen salir con vida. Me humillarán, pero saldré con vida.
No pensaba rendirme tan fácilmente, sin embargo. Al menos trataría de convencerlo de que un enfrentamiento conmigo le supondría la pérdida de unos cuantos hombres; quizás eso bastase para rebajar las condiciones que pensara imponernos a la hora de capitular. Fuera de la fortaleza, hacia el sur, el río describía un recodo; envié a las mujeres y a los niños que venían con nosotros a un prado anegado que se alzaba allí. Los guerreros formaron un muro de escudos delante de ellos, un muro de escudos que iba de una orilla a otra del río. Algo ayudaría a equilibrar nuestras fuerzas; sin embargo, tan superiores en número eran nuestros adversarios que no me cabía en la cabeza la posibilidad de que pudiéramos salir con bien. Solo tenía que demorar un poco el desenlace. Había enviado a tres de los míos en busca de refuerzos y quién sabe si no estarían en camino. A lo mejor, hasta Thor bajaba del Asgard y lanzaba su martillo contra mis enemigos.
A lomos de nuestras monturas, Finan y yo esperábamos delante del muro de escudos. A nuestras espaldas y con el agua por los tobillos, los hombres y sus familias. Habíamos dejado caballos y enseres en la fortaleza. Lo único que me llevé hasta allí fueron mis caudales, unos costales de cuero cargados de plata y oro. En aquella lazada del río estaba casi todo lo que tenía, casi todas las personas a las que quería.
Las Nornas, esas tres brujas que, al pie del árbol, tejen los hilos de nuestras vidas, se lo estaban pasando en grande a mi costa. Acaricié el martillo que llevaba al cuello. A medida que el sol se alzaba, una ligera bruma se elevaba de los campos anegados. En alguna parte, lejos del río, baló un cordero.
Con sus tropas, Eardwulf bajó de la colina.