CAPÍTULO I

Mi hijo parecía cansado y enojado. Empapado, cubierto de barro, unos pelos tan revueltos como un almiar húmedo después de un buen revolcón, un tajo en una de las botas. Una mancha negra en el cuero donde la hoja le había rasgado la pantorrilla, pero no cojeaba, así que no tenía por qué preocuparme, de no ser por aquella cara de bobo que puso al verme, como si estuviera ido.

—No os quedéis ahí mirándome como un pasmarote —le dije—; tened a bien invitarme a cerveza. Decidle a la muchacha que del barril negro. Un placer veros por aquí, Sihtric.

—Lo mismo digo, mi señor —repuso Sihtric.

—¡Padre! —exclamó mi hijo, boquiabierto todavía.

—¿Quién pensabais que era? —me preguntó—. ¿El espíritu santo? —Les hice sitio en el banco—. Sentaos a mi lado —le dije a Sihtric—, y contadme qué novedades hay. Cambiad ya esa cara —espeté a Uhtred—, y que una de las chicas traiga cerveza. ¡Del barril negro!

—¿Por qué del barril negro, mi señor? —se interesó Sihtric mientras se sentaba.

—Porque la hacen con nuestra cebada —le expliqué—; solo para los de confianza. —Me recosté contra la pared. Que me inclinase hacia adelante o me sentase erguido, lo mismo daba: hasta respirar era un suplicio. Me dolía todo y, solo de milagro, seguía con vida. Cnut el Espadón y su espada Duende-de-hielo casi habían acabado conmigo, y no me consolaba en demasía que Hálito-de-serpiente le hubiera rebanado el pescuezo en el preciso instante en que su hoja me había astillado una costilla y perforado el pulmón. «Por Cristo bendito —me había dicho Finan—, si hasta la hierba resbalaba de tanta sangre como había. Parecía la matanza del cerdo en las fiestas de Samhain».

Si el terreno estaba resbaladizo era por la sangre de Cnut, pero Cnut estaba muerto, y su ejército, desbaratado. Habíamos expulsado a los daneses de casi todo el norte de Mercia, y los sajones dieron gracias a su dios crucificado por haber salido con bien de aquella. Seguro que, de paso, algunos también solicitaron verse libres de mí, pero sobreviví. Ellos eran cristianos, que no yo, aunque no faltasen habladurías en cuanto a si había sido un cura cristiano quien me había salvado la vida. En carreta, Etelfleda me había llevado a su casa de Cirrenceastre, donde un cura con fama de curandero y componedor de huesos se ocupó de mí. Etelfleda me contó que me había introducido un junco entre las costillas y que una pestilente bocanada de aire salió por aquel agujero. «Un hedor nauseabundo, como el de un pozo negro», me dijo. «Es el maligno que abandona su cuerpo», le había dicho el cura, o eso me contó ella, y taponó la herida con excremento de vaca. La bosta formó una costra, y el cura le dijo que eso impediría que el diablo volviera a apoderarse de mí. ¿Si pasó de verdad? No lo sé. Lo único que sé es que el dolor se prolongó durante semanas, semanas en las que creí estar a las puertas de la muerte hasta que, de repente y no sin esfuerzo, a comienzos del año siguiente, pude ponerme en pie de nuevo. Al cabo de dos meses, montaba a caballo y andaba cosa de una milla, empero, no recupere mi vigor de antaño, que hasta Hálito-de-serpiente se me antojaba pesada. Atroz a ratos, a ratos soportable, el dolor no desaparecía nunca en tanto que, día tras día, la herida no dejaba de destilar un pus hediondo y pestilente. A lo peor, el brujo cristiano había taponado la herida antes de que el diablo abandonase mi cuerpo por completo; a veces, me preguntaba si no lo habría hecho a propósito, porque, si no todos, la mayoría de los cristianos abomina de mí. Sonríen y recitan salmos y predican que su fe es amor, pero dadles a entender que otro es vuestro dios, que solo recibiréis mortificantes salivazos. De forma que casi siempre me sentía viejo, agotado y acabado; había días en que ni siquiera estaba seguro de si merecía la pena vivir así.

—¿Cómo habéis venido hasta aquí, mi señor? —se interesó Sihtric.

—A caballo, claro está. ¿Cómo, si no?

Algo que no era del todo cierto. Cirrenceastre no quedaba lejos de Gleawecestre, y había hecho parte del viaje a caballo; pero, poco antes de llegar a la ciudad, me subí a una carreta y me tumbé en un lecho de paja. Lo que me costó subirme a aquella carreta, solo Dios lo sabe. De aquella guisa entramos en la ciudad y, cuando Eardwulf se acercó a verme, empecé a gemir fingiendo que estaba demasiado ido como para darme cuenta de quién era. A caballo, aquel cabrón de pelo tirante inspeccionó la carreta, soltando una retahíla de melosas zalemas. «Qué pena veros en tales condiciones, lord Uhtred», había dicho cuando, en realidad, lo que quería decir era que se alegraba de verme en un estado tan lamentable, por no decir moribundo. «¡Sois un ejemplo para todos!», había dicho, muy despacio y en voz alta, como si fuera tonto. Proferí un quejido y no dijo nada. «No esperábamos veros por aquí —continuó—, pero aquí estáis». El muy cabrón.

La festividad de San Cuthberto era la fecha elegida para la reunión del Witan. En los llamamientos, estampados con el sello del caballo de Etelredo, se solicitaba la presencia en Gleawecestre de los hombres más influyentes de Mercia, ricoshombres y obispos, abades y terratenientes. En todos se indicaba que el señor de Mercia reclamaba su presencia para «oír su consejo»; pero, en un momento como aquel, cuando arreciaban las habladurías en cuanto a que el señor de Mercia no era sino un lisiado que babeaba y se meaba por la pata abajo, lo más probable era que el Witan se hubiera convocado para dar el visto bueno a cualquier fechoría urdida por Eardwulf. Ni se me había pasado por la cabeza que fuera a ser uno de los convocados cuando, para mi sorpresa, un mensajero me entregó un pergamino con el gran sello de Etelredo. ¿Por qué se requería mi presencia en tal ocasión? Era el principal adalid de su esposa y, pese a todo, se rogaba mi asistencia. Ninguno de los grandes señores que apoyaban a Etelfleda había recibido la invitación, en tanto que yo sí estaba entre los convocados. ¿Por qué?

—Quiere acabar con vos, mi señor —había apuntado Finan.

—Si ya estoy medio muerto. ¿A cuento de qué tantas molestias?

—Quiere que estéis presente —continuó Finan, con parsimonia—, porque pretenden enfangar a Etelfleda y, con vos delante, nadie podrá decir que no hubo alguien que no hablase en su favor.

Algo que no acababa de convencerme del todo, pero no se me ocurría otro motivo.

—Quién sabe.

—Igual que están al tanto de que no estáis curado, y que no estáis en condiciones de trastocar sus planes.

—Quién sabe —repetí.

Que el Witan se había convocado para tomar una decisión sobre el futuro de Mercia era algo que todo el mundo tenía claro, igual que todos daban por sentado que Etelredo haría cuanto estuviese en su mano para asegurarse de que la malquerida de su mujer no pintara nada en ese futuro. Así las cosas, ¿por qué invitarme? De sobra sabían que defendería su causa, igual que sabían del estado de postración en que, malherido, me encontraba. ¿Se reclamaba mi presencia para dar a entender que todos los asistentes habían expuesto su parecer? No me lo acababa de creer, pero si, fiándolo todo a mi debilidad, pretendían que mi opinión no fuera tenida en cuenta, prefería darles alas y que siguieran pensando lo mismo: de ahí el cuidado que había puesto en que Eardwulf me viera postrado. Mejor que ese hijo de perra pensase que estaba en las últimas.

Y casi lo estaba. Pero seguía vivo.

Mi hijo volvió con la cerveza, arrastró un taburete y se sentó a mi lado. Se veía que estaba preocupado por mí; pasé por alto sus preguntas y le planteé la que a mí me interesaba. Me habló de la refriega con Haki, y se lamentó de que Eardwulf se hubiera quedado con esclavos y botín.

—¿Cómo iba a negarme? —se preguntaba.

—No erais quién para hacerlo —le dije; al verlo tan desconcertado, añadí—: De sobra sabía Etelfleda lo que iba a pasar. ¿Para qué, si no, os habría enviado a Gleawecestre?

—¡Necesita el dinero!

—Más necesita del apoyo de Mercia —repuse, pero seguía igual de desconcertado—. Enviándoos aquí —continué—, quiere dar a entender que ella sigue en la lucha. Si de verdad tanto necesitara el dinero, habría enviado los esclavos a Lundene.

—¿De modo que piensa que unos pocos esclavos y un par de carretas cargadas de herrumbrosos pertrechos de guerra pueden ser de algún peso en el Witan?

—¿Habéis visto en Ceaster a alguno de los hombres de Etelfleda?

—No, claro que no.

—¿Cuál es el primer deber de un caudillo?

Se quedó pensativo durante unos instantes.

—¿Defender su territorio?

—¿Y si eso es lo que anda buscando Mercia? —dejé caer.

—¿Alguien con ganas de pelear, queréis decir? —desgranó las palabras, lentamente.

—Alguien con ganas de luchar, que sepa mandar y que los aliente a hacerlo.

—¿Vos? —me preguntó.

A punto estuve de sacudirle un mamporro por ser tan necio, pero ya no era un niño.

—No, yo no —gruñí.

Mi hijo frunció el ceño y sopesó el asunto. Sabía cuál era la respuesta que yo quería oír, pero era demasiado testarudo como para dar su brazo a torcer.

—¿Eardwulf? —apuntó. No dije nada, y volvió a pensarlo mejor—. Se las ha visto con los galeses —añadió—, y los hombres dicen que lo hace bien.

—Se ha enfrentado a unos desarrapados ladrones de ganado —repliqué con desdén—, nada más. ¿Cuándo fue la última vez que un ejército galés invadió Mercia? Además, Eardwulf no pertenece a la nobleza.

—Si no es quien para ponerse al frente de los destinos de Mercia —comentó mi hijo, muy despacio—, ¿quién lo hará?

—De sobra sabéis quién puede hacerlo —le dije, y al ver que se negaba a pronunciar su nombre, añadí—: Etelfleda.

—Etelfleda —repitió, meneando la cabeza.

De sobra sabía yo que estaba harto de ella, hasta es probable que le tuviera miedo, del mismo modo que sabía que ella lo despreciaba tanto como a su propia hija, que, según ella y en ese sentido, había salido a su padre: abominaba de las personas frívolas y despreocupadas tanto como tenía en gran estima las almas adustas que se tomaban la vida como una carga ineludible. Si a mí me toleraba, quizá fuera porque sabía que, en el campo de batalla, era tan serio e implacable como cualquiera de sus insulsos curas.

—¿Por qué no Etelfleda? —le pregunté.

—Porque es mujer —contestó.

—¿Y?

—¡Pues que es mujer!

—¡Eso ya lo sé! Le he visto las tetas.

—El Witan jamás elegirá a una mujer para que los gobierne —dijo, muy convencido.

—En eso tiene razón —intervino Sihtric.

—¿A quién, si no, van a elegir? —pregunté.

—¿A su hermano, quizá? —apuntó mi hijo, y quizá no le faltara razón.

Eduardo, rey de Wessex, aspiraba al trono de Mercia, pero no por la fuerza: quería que lo invitasen a hacerlo. ¿Acaso sería ese el acuerdo que saliese del Witan? No veía otra razón para haber convocado a la nobleza y a los prelados. Más me cuadraba que, antes de que se produjese el fallecimiento de Etelredo, consideraban llegado el momento de elegir un sucesor para, así, evitar las disputas, cuando no guerra abierta, que a veces se producen cuando fallece un mandatario, y estaba seguro de que Etelredo quería darse el gustazo de saber que su esposa no sería la heredera de su poder. Antes que eso, estaría dispuesto a que unos perros rabiosos le mordisqueasen las pelotas. Pero ¿quién sería el heredero? Eardwulf, no. De eso estaba seguro. Era un hombre capaz, valiente y no tenía un pelo de tonto, pero el Witan trataría de que fuese alguien de buena cuna y, si bien Eardwulf no era de extracción humilde, no era un ricohombre. Ni siquiera entre todos los de Mercia había uno tan solo que sobresaliese por encima del resto, a excepción quizá de Æthelfrith, en cuyas manos estaba la mayor parte del territorio al norte de Lundene. Æthelfrith era el más rico de todos los nobles de Mercia; ajeno a las rencillas entre banderías que se ventilaban en Gleawecestre, había establecido alianzas con los sajones del oeste y, hasta donde yo sabía, ni siquiera se había molestado en asistir al Witan. Y probablemente poco importaba la decisión que de allí saliese porque, al final, los sajones del oeste decidirían quién o qué eran lo mejor para Mercia.

O eso pensaba yo.

Aunque debería haberlo pensado mejor.

Y comenzó el Witan, en efecto, como no podía ser de otra manera: con una tediosa ceremonia religiosa en la iglesia de San Osvaldo, en el recinto de una abadía que había levantado Etelredo. Aparentando estar mucho peor de lo que en realidad estaba, me había presentado con unas muletas que ninguna falta me hacían. Aunque hubo de costarle lo suyo esbozar una reverencia con aquella barriga de cerda preñada que tenía, relamido y servil, el abad Ricseg me dio la bienvenida.

—Qué pena veros así de postrado, lord Uhtred —dijo, dándome a entender que, de no ser por aquella barriga, estaría dando saltos de contento—. Que Dios os bendiga —añadió, trazando la señal de la cruz con una mano gordezuela mientras, para sus adentros, imploraba a su dios que enviase un rayo que me fulminase allí mismo. Le agradecí el cumplido con la misma falsedad con que me había impartido la bendición y, entre Finan y Osferth, tomé asiento en un banco de piedra en la parte de atrás de la iglesia y me recosté contra la pared. Contoneándose, Ricseg fue saludando al resto, mientras oía el estruendo de las armas que arrojaban al suelo antes de entrar en la iglesia. A Sihtric y a mi hijo les había dejado dicho que no se movieran de allí no fuera a ser que Hálito-de-serpiente acabase en manos de algún hijo de perra. Recliné la cabeza contra la pared, y traté de hacerme una idea de cuánto valdrían los candelabros de plata que había a ambos lados del altar. Enormes, tan pesados como hachas de guerra y cubiertos de mocos de cera de abeja perfumada, la luz que desprendían sus doce velas arrancaba destellos en los relicarios de plata y en las bandejas de oro que se amontonaban en el altar.

La iglesia de los cristianos es un negocio muy bien pensado. En cuanto un señor se hace rico, construye una iglesia o un convento. Antes incluso de ocuparse del estado de las murallas o de agrandar el foso de Ceaster, Etelfleda se había empeñado en levantar una iglesia. Le dije que no tirase el dinero, que lo único que sacaría en limpio iba a ser un sitio más para el engorde de hombres como Ricseg, pero ella hizo oídos sordos. Por centenares se cuentan los hombres y mujeres que viven a costa de iglesias, abadías y conventos levantados por señores; aparte de comer, beber y musitar una plegaria de vez en cuando, la mayoría no hacen nada mejor. Los monjes trabajan, faltaría más: aran los campos, arrancan las malas hierbas, cortan la leña, acarrean agua y copian manuscritos, en tanto que sus superiores llevan una vida de nobles. Desde luego, no está mal pensado: que otros sean quienes paguen por nuestros excesos. Rezongué.

—Pronto acabará la ceremonia —dijo Finan en voz baja, por ver de tranquilizarme, pensando que el gruñido era una forma de dar a entender que me dolía algo.

—¿Queréis que os traiga un poco de hidromiel, mi señor? —me preguntó Osferth, preocupado. Era el único hijo bastardo del rey Alfredo, y la mejor persona que haya pisado la faz de la tierra. Muchas veces me he preguntado qué tal habría sido Osferth como rey si, en vez de parirle una asustada criada que se había levantado las faldas para recibir la regia verga, hubiera sido hijo legítimo. Sensato, inteligente y recto, habría sido un gran rey, pero, como bastardo que era, estaba marcado para siempre. Su padre había intentado que fuera cura, pero el hijo había seguido el camino de las armas, y yo tenía la suerte de contar con él entre los míos.

Cerré los ojos. Los monjes cantaban, en tanto que uno de los hechiceros mecía un cuenco de metal sujeto al extremo de una cadena y dispersaba humo por la iglesia. Estornudé, y sentí un pinchazo de dolor; de repente, se produjo un revuelo a la entrada; pensé que era Etelredo, que acababa de llegar, abrí un ojo y comprobé que era el obispo Wulfheard, al que seguía una bandada de curas solícitos.

—Si algo traman —dije—, ese mamón hijo de perra estará en el ajo.

—No tan alto, mi señor —me reconvino Osferth.

—¿Mamón? —se extrañó Finan.

—Bueno, eso dicen en La gavilla de trigo —asentí.

—¡No, no! —intervino Osferth, consternado—. No es posible. ¡Está casado!

Me eché a reír, y cerré los ojos de nuevo.

—No deberíais decir esas cosas —le advertí.

—¿Por qué no, mi señor? ¡Es un rumor infame! El obispo está casado.

—No deberíais seguir por ahí —insistí—. Cuanto más me río, más me duele.

Wulfheard era obispo de Hereford, pero casi siempre estaba en Gleawecestre, donde Etelredo guardaba sus inagotables arcones. Wulfheard me aborrecía y, con tal de verme lejos de Mercia, había prendido fuego a mi hacienda de Fagranforda. No era uno de esos curas gordos; fino como la hoja de una espada, y de rostro adusto, nada más verme se contrajo en una sonrisa de circunstancias.

—¡Lord Uhtred! —me saludó efusivo.

—Wulfheard —contesté, con desgana.

—Encantado de veros en una iglesia —dijo.

—Pero no con eso encima —dijo uno de los curas que iban con él, al tiempo que escupía al suelo; abrí los ojos y me di cuenta de que señalaba el martillo que llevaba al cuello. El símbolo de Thor.

—Andaos con ojo, cura —le advertí, aunque me encontraba demasiado flojo como para hacerle pagar su insolencia.

—Padre Penda —dijo Wulfheard—, recemos para que Dios ilumine a lord Uhtred y deje de lado esas baratijas paganas. Dios escucha nuestras oraciones —añadió, mirándome.

—¿Ah, sí?

—Mucho he pedido por vuestra recuperación —mintió.

—Igual que yo —repuse, tocando el martillo de Thor.

Wulfheard esbozó una sonrisa indefinida y se alejó. Como patitos presurosos, los curas fueron tras él, todos menos el joven padre Penda, que, con cara de pocos amigos, se quedó a un paso de nosotros.

—Mancilláis la iglesia de Dios —dijo, en voz alta.

—Marchaos, padre —dijo Finan.

—¡Abominación! —dijo el cura, casi a voces, mientras señalaba el martillo. Los hombres se volvieron para ver qué pasaba—. ¡Abominación a los ojos de Dios! —continuó Penda, al tiempo que se inclinaba para arrancarme el martillo. Lo atrapé por la sotana negra que llevaba y lo atraje hacia mí; como consecuencia del esfuerzo, sentí un pinchazo en el lado izquierdo. Con aquella sotana húmeda que olía a mierda tan cerca de la cara, la tosca tela ocultó el terrible gesto de dolor que me arrancó la herida del costado. Hasta dejé escapar un grito entrecortado en el momento en que Finan se las componía para apartar al cura de mi lado—. ¡Abominación! —seguía gritando Penda, al verse obligado a retroceder. A medio levantar, Osferth ya se disponía a echar una mano a Finan; le tiré de la manga y se lo impedí. Penda trató de abalanzarse de nuevo sobre mí, pero dos de los curas con los que iba lo atraparon por los hombros y se lo llevaron.

—Será necio —dijo Osferth, irritado—, pero tiene razón. No deberíais llevar el martillo en una iglesia, mi señor.

Apreté la espalda contra la pared, y traté de respirar pausadamente. El dolor me venía en forma de oleadas, agudos latigazos que no dejaban de reconcomerme por dentro. ¿Dejaría de dolerme alguna vez? Estaba harto; quizás el dolor me impedía ver las cosas con claridad.

Estaba pensando que Etelredo, señor de Mercia, se apagaba. Hasta ahí, todo estaba claro. Increíble que hubiera durado tanto, pero, a mi entender, no menos claro estaba que el Witan se había convocado para tomar una decisión acerca de lo que fuera a pasar tras su fallecimiento, y acababa de enterarme que el ealdorman Etelhelmo, el suegro del rey Eduardo, estaba en Gleawecestre. No estaba en la iglesia o, al menos, yo no lo vi, cosa harto difícil, porque era un hombretón alto, divertido y dicharachero. Aunque no me fiaba ni un pelo de él, me caía bien Etelhelmo. Y pensaba asistir al Witan. ¿Que cómo lo sabía? Porque el padre Penda, el cura que había escupido al suelo, era de mi cuerda y, cuando lo atraje contra mí, me había susurrado al oído: «Ha venido Etelhelmo. Llegó esta mañana». Había empezado a musitarme algo más cuando lo arrancaron de mi lado.

Escuchaba los cánticos de los monjes y el bisbiseo de los curas que se agolpaban en derredor del altar mientras la luz de las velas perfumadas arrancaba destellos de un enorme crucifijo de oro. El altar estaba hueco; en su base resplandecía un ataúd de plata maciza con unos cristales incrustados. Solo el ataúd debía de haber costado tanto como la iglesia; si alguien se inclinaba y miraba a través de aquellos pequeños cristales, vería un esqueleto que yacía en un soberbio lecho de seda azul. En fechas señaladas, abrían el ataúd y sacaban el esqueleto; había oído de milagros que se habían obrado en personas que pagaban por tocar aquellos huesos amarillentos: diviesos que sanaban como por arte de magia, verrugas que desaparecían, lisiados que echaban a andar, y todo porque creían que aquellos eran los huesos de san Osvaldo cuando, en realidad, deberían tenerlos por auténticos milagros, porque aquellos huesos los había encontrado yo. Casi seguro que eran los de algún monje desconocido, aunque, hasta donde yo sabía, bien podían ser los de un porquero; cuando se lo comenté al padre Cuthberto, solo me dijo que más de un porquero había llegado a ser santo. No hay quien pueda con estos cristianos.

Aparte de treinta o cuarenta curas, debía de haber unos ciento veinte hombres en la iglesia, todos de pie, bajo las altas vigas que surcaban unos gorriones. Por lo visto, aquella ceremonia religiosa era para que el dios crucificado bendijese las deliberaciones del Witan, así que nadie se sorprendió cuando el obispo Wulfheard pronunció un vibrante sermón sobre la conveniencia de tener en cuenta el consejo de los hombres sensatos, virtuosos y de edad avanzada, así como el de nuestros gobernantes. «Honremos como conviene a nuestros mayores —nos exhortó—, ¡palabra de Dios!». Y quizá no le faltase razón, pero en boca de Wulfheard aquellas palabras venían a decir que nadie había sido convocado para manifestar su opinión, sino para acatar la decisión que ya hubieran acordado el obispo, Etelredo y, tal y como acababa de enterarme, Etelhelmo de Wessex.

Etelhelmo era el hombre más rico de Wessex después del rey, su yerno. Dueño de vastas extensiones de terreno, sus guerreros suponían casi un tercio de los efectivos del ejército de los sajones del oeste. Consejero áulico de Eduardo, su inesperada presencia en Gleawecestre daba a entender que Eduardo de Wessex ya había tomado una decisión en cuanto a Mercia. Debía de haber enviado a Etelhelmo para anunciarla, pero tanto Eduardo como Etelhelmo sabían que las gentes de Mercia eran orgullosas y puntillosas. Mercia no aceptaría por las buenas a Eduardo como rey, así que tendría que ofrecerles algo a cambio, pero ¿de qué se trataba? Por supuesto que, tras el fallecimiento de Etelredo, Eduardo podía proclamarse rey, pero eso provocaría malestar, por no hablar de oposición frontal. Eduardo, y de eso estaba seguro, quería que Mercia se lo pidiese y, para eso, estaba allí Etelhelmo, el afable, generoso y cordial Etelhelmo. Me caía bien Etelhelmo, pero su presencia en Gleawecestre me llevaba a sospechar que había gato encerrado.

Me las arreglé para echar una cabezada durante casi todo el sermón del obispo; cuando, por fin, el coro tuvo a bien dar por concluido un interminable salmo, Osferth y Finan me ayudaron a salir de la iglesia, en tanto que mi hijo me devolvía mi espada, Hálito-de-serpiente, y las muletas. Simulando estar peor de lo que estaba, me apoyé con fuerza en los hombros de Finan y arrastró los pies al andar. Puro cuento, aunque no del todo. Estaba harto de dolores, harto del pus hediondo que destilaba la herida. Algunos de los asistentes se detuvieron para decirme lo mucho que sentían verme en ese estado; algunos me lo decían de corazón, pero la mayoría se congratulaban al comprobar que estaba tan disminuido. Antes de haber resultado herido, aquellos mismos hombres me temían; en aquel momento, se atrevían a desairarme sin miedo.

De poco hubo de valerme la primicia del padre Pendas, porque vi a Etelhelmo en la gran sala; me imaginé que, con tal de hacerme ver qué bien se ganaba el oro que recibía, el joven cura había querido adelantarme cualquier información, por nimia que fuera. El ealdorman de Wessex estaba rodeado por hombres de más baja condición que entendían que él era quien ostentaba el poder regio en aquella estancia porque hablaba en nombre de Eduardo de Wessex y, de no ser por el ejército de los sajones del oeste, Mercia ni existiría siquiera. Preguntándome qué pintaba allí, me dediqué a observarlo. Era un hombretón de cara ancha, pelo ralo, sonrisa pronta y ojos vivarachos, que se mostró sorprendido al verme. Se quitó de encima a los hombres con los que hablaba y, a toda prisa, se llegó a mi lado:

—Mi buen lord Uhtred —dijo.

—Lord Etelhelmo —repuse, con voz grave y ronca.

—Mi buen lord Uhtred —repitió, tomándome una mano entre las suyas—. ¡No puedo deciros lo feliz que me hace veros! Decidme qué puedo hacer por vos. —Me apretó la mano—. ¡Decidme! —me apremiaba.

—Podríais dejarme morir en paz —repliqué.

—Os quedan muchos años por delante —dijo—; no así a mi querida esposa.

Aquello sí que era nuevo para mí. Sabía que Etelhelmo estaba casado con una mujer pálida y delgada que le había aportado la mitad de Defnascir como dote, y que, de algún modo, se las había apañado para parir una serie de criaturas gordezuelas y sanas. Lo increíble era que hubiese durado tanto.

—Lo siento —dije, en un susurro.

—Se encuentra mal, la pobre. Cada vez está más acabada; no le queda mucho —no me pareció muy afectado; supuse que su casamiento con aquella mujer fantasmagórica habría sido solo de conveniencia, por las tierras—. Me casaré de nuevo, ¡y confío en que asistáis a la boda!

—Si sigo con vida —repuse.

—¡Seguro que sí! ¡Rezaré por vos!

No estaría mal que lo hiciera también por Etelredo. El señor de Mercia no había asistido a la ceremonia religiosa, pero, en el estrado que se alzaba en el extremo oeste de la gran sala, desmadejado, con la mirada perdida, envuelto en una ostentosa capa de piel de castor, nos esperaba sentado en su trono. Aunque llevaba un gorro de lana que se los ocultaba casi por completo, seguramente para disimular la herida, blancos se le habían puesto aquellos cabellos que antes fueran pelirrojos. No le tenía ningún aprecio, pero, en aquel momento, me dio pena. Pareció darse cuenta de cómo lo observaba, porque se irguió, alzó la cabeza y dirigió la mirada a los últimos bancos, donde yo estaba sentado. Se quedó mirándome un momento; luego, reclinó la cabeza contra el alto respaldo del sillón y, con la boca entreabierta, así se quedó.

El obispo Wulfheard subió al estrado. Me temí que fuera a encasquetarnos otro sermón, pero se limitó a golpear los listones de madera con la base del báculo que portaba y, cuando logró que el silencio se impusiera en la estancia, se limitó a impartir una breve bendición. Me fijé en que Etelhelmo ocupaba un discreto lugar, a uno de los lados de la asamblea, en tanto que Eardwulf permanecía de pie, apoyado en la pared de enfrente; entre los dos, sentados en incómodos bancos, los ricoshombres de Mercia. Desplegada a lo largo de los muros, la guardia personal de Etelredo, los únicos que podían llevar armas en la sala. Mi hijo entró sin hacer ruido y se agachó a mi lado.

—Las espadas están a buen recaudo —musitó.

—¿Está Sihtric al cuidado?

—Así es.

El obispo Wulfheard hablaba con voz tan queda que tuve que inclinarme hacia delante para oír lo que decía, una postura que me resultaba molesta, pero que, por fuerza, había de soportar si quería enterarme de algo. Según el obispo, lord Etelredo no ocultaba sus complacencias al comprobar que el reino de Mercia era ahora más seguro y vasto que durante los últimos años. «Hemos ampliado nuestro territorio por la fuerza de nuestras espadas —decía Wulfheard—, y, con la ayuda de Dios, hemos expulsado a los paganos de las tierras que nuestros antepasados labraron. ¡Demos gracias a Dios!».

—Amén —respondió lord Etelhelmo, en voz alta.

—Tales bendiciones son fruto —continuó Wulfheard— de la victoria que, el año pasado, y con la ayuda de los sajones del oeste, sus leales aliados, alcanzara nuestro señor Etelredo. —Al tiempo que Wulfheard señalaba a Etelhelmo, en la sala retumbó un sonoro y clamoroso pataleo de todos los presentes. «Será cabrón», pensé. Etelredo había resultado herido por la espalda, y la contienda la habían ganado los míos, no los suyos.

El obispo aguardó a que se restableciera el silencio.

—Hemos ampliado nuestros dominios —añadió—, buenas tierras, y lord Etelredo tiene a bien conceder esas tierras a quienes pelearon a su lado el año pasado. —Señaló entonces una mesa que se veía a un lado de la sala, donde había dos curas sentados tras un montón de documentos. Un soborno en toda regla: aquellas tierras irían a parar a manos de quienesquiera que apoyasen lo que Etelredo fuera a proponer.

—Nada para mí —rezongué.

—Lo justo donde caeros muerto, mi señor —dijo Finan, entre dientes.

—Con todo —el obispo había comenzado a hablar un poco más alto, lo que me llevó a recostarme de nuevo contra el muro—, hay ciudades de nuestro antiguo reino que siguen en manos de los paganos. Su presencia sigue mancillando nuestro país y, si queremos que nuestros hijos hereden los campos que araron nuestros antepasados, tendremos que partirnos el espinazo y expulsarlos, ¡como Josué expulsó a los pecadores de Jericó! —calló la boca un momento, esperando quizás un pataleo de aprobación, pero la sala permaneció muda. Estaba diciendo que había que volver a luchar, más de lo mismo, pero el obispo Wulfheard no era quién para arengar a otros a emprender la espantosa carnicería de plantar cara a un muro de escudos de vociferantes daneses de pura cepa.

—No estaremos solos —continuó el obispo—. Lord Etelhelmo se ha dignado venir de Wessex para garantizarnos y prometernos… ¡que podemos contar con sus tropas!

Esta afirmación arrancó aplausos. Otros serían, pues, quienes iban a luchar, por lo visto; los hombres volvieron a patalear cuando Etelhelmo subió los escalones de madera y se llegó al estrado. Aquel hombre de buena estatura y que sabía mandar sonrió a la concurrencia. Una cadena de oro resplandecía sobre la cota de malla que recubría su pecho.

—No soy quién para dirigirme a tan noble asamblea —reconoció con humildad, mientras su voz sonora llegaba a todos los rincones de la sala—, aunque confío en que lord Etelredo tendrá a bien darme su permiso. —Se volvió, y Etelredo asintió con la cabeza—. Igual que pide por la derrota de los paganos —dijo Etelhelmo—, mi rey siempre tiene presente en sus oraciones al reino de Mercia. Da gracias a Dios por la victoria que obtuvisteis el año pasado, pero no olvidemos, mis nobles señores, ¡que fue lord Uhtred quien estuvo al frente de aquella contienda! ¡Él fue quien hizo caer a los paganos en la trampa y los puso a merced de nuestras espadas!

Menuda sorpresa. Ninguno de los hombres que había en aquella sala ignoraba que yo estaba enfrentado con Etelredo y, sin embargo, ¿accedía a que se me elogiase en público y en su propia casa? Todo el mundo se volvió a mirarme, uno o dos empezaron a patalear y, pronto, toda la sala fue un estruendo. Hasta Etelredo se las arregló para dar un par de golpes en el brazo de su sillón. Etelhelmo parecía exultante, mientras yo no dejaba de preguntarme qué culebra se ocultaba bajo tan inesperado halago.

—Mi rey tiene a bien —esperó Etelhelmo a que remitiera el alboroto— disponer de una nutrida guarnición en Lundene, un ejército en condiciones de plantar cara a los daneses que tanto abundan al este de nuestras tierras.

Sus palabras fueron acogidas en silencio; a nadie se le escapaba que, si bien en manos de los sajones del oeste desde hacía unos cuantos años, Lundene, la ciudad más importante de Britania, era parte de Mercia. Aunque de manera poco clara, lo que Etelhelmo venía a decirles era que la ciudad pasaba a ser, formalmente, parte de Wessex, y así lo entendieron los presentes. Es posible que no les hiciese mucha gracia la idea, pero si tal era el precio que habían de pagar por la ayuda de los sajones del oeste contra los daneses, daban la deuda por saldada y, en consecuencia, les parecía aceptable.

—Mantendremos ese poderoso ejército en el este —añadió Etelhelmo—, un ejército con una única misión: que Anglia Oriental vuelva a manos sajonas. Tarea vuestra, mis nobles señores, es mantener en pie un ejército aquí, en el oeste, hasta que, juntos, ¡expulsemos a los paganos de nuestro territorio! —calló un momento, miró a la sala, y repitió—: ¡Juntos!

No dijo nada más. Un abrupto final. Dedicó una sonrisa al obispo, dirigió otra a los hombres que, en silencio, permanecían en los bancos que había a sus pies, y bajó del estrado. «¡Juntos!», había dicho, lo que seguramente significaba un matrimonio forzoso entre Wessex y Mercia. A punto estaban, pensé, de soltar la culebra.

El obispo Wulfheard, que se había sentado para escuchar a Etelhelmo, se puso en pie de nuevo.

—Es necesario, pues, mis nobles señores —dijo—, que mantengamos en pie un ejército en Mercia hasta expulsar del norte de nuestras tierras al último pagano y que el reino de Cristo llegue a todos los rincones de nuestro antiguo territorio. —Alguno de los presentes empezó a decir algo, aunque no alcancé a oír sus palabras; el obispo lo interrumpió—: Las tierras que vais a recibir serán el pago por los guerreros que necesitamos —zanjó con aspereza; sus palabras bastaron para acallar cualquier otra protesta. La queja, sin duda, tenía que ver con el coste que supone el mantenimiento continuado de un ejército. Aparte de caballos, armas, pertrechos guerreros, escudos y entrenamiento, un ejército requiere víveres, dinero y trabajo, y el Witan se olía nuevas exacciones, pero el obispo parecía dar a entender que las tierras arrebatadas a los daneses darían para el mantenimiento de esa tropa. Y así podría ser, pensé, y no me pareció mala idea. Habíamos derrotado a los daneses, los habíamos expulsado de las grandes llanuras del norte de Mercia: que siguieran produciendo tenía todo el sentido del mundo. Ni más ni menos era lo que hacía Etelfleda en los alrededores de Ceaster, solo que sin el apoyo del dinero o los hombres de su marido.

—Pero un ejército necesita de alguien que se ponga al frente —dijo el obispo.

Ya la culebra sacaba su lengua sibilante.

Silencio en la sala.

—Muchas vueltas le hemos dado a este asunto, ¡y más hemos rezado! —continuó el obispo con unción—. Hemos pedido ayuda al Todopoderoso, y él, en su omnisciencia, nos ha dejado entrever una respuesta.

Con sus ojos pequeños y relucientes, la culebra ya asomaba la cabeza.

—Por docenas pueden contarse los hombres que, en esta sala, podrían ponerse al frente de un ejército contra los paganos, pero la elección de cualquiera de vosotros suscitaría los celos de los demás. ¡Si lord Uhtred se encontrase en condiciones, no tendríamos ninguna duda! —«Cabrón mentiroso», pensé para mis adentros—. Todos rezamos por que lord Uhtred se recupere —añadió el obispo—, pero, hasta que ese día llegue, necesitamos a un hombre de capacidad probada, de carácter intrépido y de buena reputación.

Eardwulf. Los ojos de todos se clavaron en él, y percibí un amago de rebeldía entre los ricoshombres. Eardwulf no era de su clase. Tan solo un advenedizo que, gracias a su hermana, Eadith, quien compartía lecho con Etelredo, había llegado a estar al frente de su guardia personal. Hasta me había esperado que asistiera al Witan con la excusa de estar pendiente de él, pero quizás ella, u otros por ella, habían tenido el buen juicio de que no se dejase ver por allí.

Ese momento eligió el obispo para desvelar la sorpresa que se había reservado y, enseñando sus largos colmillos curvos, la serpiente abrió la boca.

—Lord Etelredo ha dispuesto —dijo— que su querida hija contraiga matrimonio con Eardwulf.

Revuelo en la sala, algún comentario y silencio de nuevo. Pude ver la cara que, más de extrañeza que de desaprobación, pusieron los hombres. Gracias a aquel casamiento con Ælfwynn, Eardwulf quedaría emparentado con la familia de Etelredo. Quizá no fuera de buena cuna, pero nadie podía negar que su esposa, nieta del rey Alfredo y sobrina del rey Eduardo, no fuera de sangre real. Los bien dispuestos muslos de su hermana le habían puesto al frente de la guardia personal de Etelredo; se trataba, por tanto, de que Ælfwynn se abriese de piernas para enaltecerlo más. Bien jugado, pensé. Algunos, pocos, empezaron a hablar, apenas un murmullo en la gran sala, y entonces se produjo otra sorpresa. El propio Etelredo se dignó a tomar la palabra.

—He dispuesto —dijo Etelredo, antes de tomarse un respiro; su voz era un susurro, y los presentes se hacían gestos de silencio para oír lo que iba a decir—, he dispuesto —dijo de nuevo, de forma entrecortada y comiéndose las palabras— que mi hija Ælfwynn contraiga matrimonio con lord Eardwulf.

«¿Lord?», pensé para mí. ¿Lord Eardwulf? Sin salir de mi asombro, me quedé mirando a Etelredo. ¿Qué sacaba Wessex a cambio de aquel matrimonio? Quizá, pensé, fuera algo tan sencillo como que ninguno de los ricoshombres de Mercia se casaría con Ælfwynn, ni heredaría, por tanto, el poder de Etelredo, lo que despejaba el camino al trono por parte de Eduardo, ¿pero quién contendría las aspiraciones de Eardwulf? Con gestos de aprobación, Etelhelmo sonreía; luego, abrió los brazos, cruzó la sala y se fundió en un abrazo con Eardwulf. Un gesto más que claro. El rey Eduardo de Wessex estaba conforme con que su sobrina contrajese matrimonio con Eardwulf. Pero ¿por qué?

A toda prisa, el padre Penda abandonó la reunión, camino de la puerta. Al pasar, me echó una mirada; a la espera de otra invectiva por parte del joven cura, Osferth se puso tenso, pero Penda siguió adelante.

—Id tras el cura —le dije a mi hijo.

—¿Cómo decís, padre?

—Ha salido a mear. Así que, a mear con él. ¡Vamos!

—No tengo ganas de…

—¡Que vayáis a mear con él!

Y allá que se fue Uhtred, mientras yo observaba cómo Etelhelmo acompañaba a Eardwulf al estrado. El más joven de los dos era un hombre apuesto, seguro de sí mismo y fuerte. Se arrodilló a los pies de Etelredo, que le alargó una mano. Eardwulf la besó, y Etelredo dijo algo, aunque tan bajo que ninguno de los presentes llegó a oírlo. El obispo Wulfheard se inclinó y pegó la oreja; se volvió a continuación y, mirando a la sala, dijo:

—Nuestro respetado lord Etelredo —anunció— tiene a bien que la boda de su hija se celebre el día de San Etelbaldo.

Algunos de los curas allí presentes comenzaron a patalear; la sala los remedó.

—¿Cuándo cae San Etelbaldo? —le pregunté a Osferth.

—Hay dos Etelbaldos —repuso el muy pedante—; ya deberíais saberlo, mi señor, porque los dos eran de cerca de Bebbanburg.

—¿Cuándo? —rezongué.

—El más próximo, dentro de tres días, mi señor. El mes pasado celebramos la festividad del obispo Etelbaldo.

¿Tres días? Demasiado pronto como para que Etelfleda pudiera intervenir. Su hija Ælfwynn estaría casada con uno de sus mayores adversarios antes incluso de que la noticia llegase a sus oídos. Un adversario que permanecía de rodillas ante Etelredo mientras el Witan coreaba su nombre. Los mismos que, tan solo un poco antes y por no ser de buena cuna, lo miraban por encima del hombro; se habían dado cuenta de qué lado soplaba el viento: porque estaba claro que soplaba, y con fuerza, del sur, de Wessex. Eardwulf era cuando menos natural de Mercia, ahorrándoles así la indignidad de que un sajón del oeste marchase al frente de sus tropas.

Mi hijo volvió a la iglesia, se inclinó y me susurró algo al oído.

Y, por fin, entendí la razón de que Etelhelmo aprobase aquel matrimonio y de que lo hubieran invitado a asistir al Witan.

Debería haberme dado cuenta o, al menos, habérmelo imaginado. El Witan se había convocado no solo para decidir cuál habría de ser el futuro de Mercia, sino que estaba en juego el destino de reyes.

Le dije a Uhtred lo que tenía que hacer, y me puse en pie. Lo hice lentamente y con esfuerzo, poniendo cara de dolor.

—¡Mis nobles señores! —grité, lo que me provocó un dolor espantoso—. ¡Mis nobles señores! —grité de nuevo; el dolor me desgarraba por dentro.

Se volvieron todos y se quedaron mirándome. Todos los presentes sabían lo que vendría a continuación; incluso Etelhelmo y el obispo se temían que algo así pudiera pasar. De ahí sus halagos, con la esperanza de que mantuviera la boca cerrada. Al ver que me disponía a rebatirlos, cayeron en la cuenta de que habían metido la pata. Me disponía a defender que algo tendría que decir Etelfleda en cuanto al destino de su hija. Me disponía a plantar cara a Etelredo y a Etelhelmo, y en silencio, ambos aguardaban. Ninguno de los dos me quitaba el ojo de encima. El obispo se quedó boquiabierto.

Para tranquilidad suya, no dije nada.

Me fui al suelo.

Se armó un revuelo. Gemía y estaba temblando. Los hombres se apresuraron a llegarse a mi lado, mientras Finan les pedía a gritos que no me atosigasen, al tiempo que llamaba a voces a mi hijo, pidiéndole que volviera a mi lado, pero Uhtred se había ido a cumplir el encargo que le había encomendado. El padre Penda se abrió paso entre la multitud y, al verme tendido en el suelo, proclamó que ese era el castigo que Dios me tenía reservado; hasta el obispo Wulfheard lo miró ceñudo.

—¡Callad la boca!

—Justo castigo para un pagano —dijo el padre Penda, exagerando para hacerme ver que se merecía el oro que le daba.

—¿Mi señor? ¡Mi señor! —decía Finan, frotándome la mano derecha.

—Una espada —dije, desfallecido, antes de repetir en voz alta—: ¡Una espada!

—Nada de espadas en la sala —dijo Eardwulf, con voz desabrida.

Finan y cuatro hombres más me llevaron fuera y me tendieron en la hierba. Caía una lluvia fina cuando, por fin, Sihtric apareció con Hálito-de-serpiente y me obligó a empuñarla con la mano derecha.

—¡Paganos! —siseó el padre Penda.

—¿Sigue con vida? —se interesó el obispo, inclinándose para verme más de cerca.

—No por mucho tiempo —contestó Finan.

—Llevadlo bajo cubierto —dijo el obispo.

—A casa —musité—, llevadme a casa. ¡Finan, llevadme a casa!

—Como gustéis, mi señor —dijo Finan.

Como toro que dispersa a unas ovejas, Etelhelmo se abrió paso entre la gente.

—¡Lord Uhtred! —exclamó, arrodillándose a mi lado—. ¿Qué os ha pasado?

Osferth se santiguó.

—No puede oíros, mi señor.

—Claro que sí —dije—. Llevadme a casa.

—¿A casa? —me preguntó Etelhelmo. Parecía intranquilo.

—A casa, a las colinas —dije—. Quiero morir en las colinas.

—Hay un convento aquí al lado. —Etelhelmo me sostenía la mano derecha y la apretaba para que no soltase a Hálito-de-serpiente—. Allí podrán atenderos, lord Uhtred.

—A las colinas —dije, con voz débil—, llevadme a las colinas.

—Necedades de pagano —dijo el padre Penda, desdeñoso.

—Si lord Uhtred quiere que lo lleven a las colinas —dijo Etelhelmo, sin dudarlo—, ¡allí lo llevarán!

Sin dejar de mirarme, los hombres cuchicheaban entre ellos. Mi muerte privaba a Etelfleda de su mejor adalid y, como no podía ser de otra manera, todos se preguntaban qué pasaría con sus tierras y las mías cuando Eardwulf se convirtiese en señor de Mercia. Llovía con más fuerza y gemí de nuevo. No todo era artificio.

—Señor obispo, mirad de no quedaros frío —dijo el padre Penda.

—Aún tenemos mucho de qué hablar —dijo Wulfheard, incorporándose—. Tenednos al corriente —le dijo a Finan.

—Castigo de Dios —seguía insistiendo Penda, mientras se alejaba.

—¡Lo es! —dijo Wulfheard, apesadumbrado—. Ojalá sirva de lección a todos los paganos —impartió una bendición y, tras los pasos de Penda, volvió a la sala.

—¿Nos tendréis al tanto de lo que pase? —le preguntó Etelhelmo a Finan.

—Por supuesto, mi señor. Pedid por él.

—De todo corazón.

Esperé a que todos los asistentes al Witan se hubiesen resguardado de la lluvia, alcé los ojos y le dije a Finan:

—Uhtred va a traer una carreta —le dije—. Acomodadme en ella. Luego, todos partiremos hacia el este. ¡Sihtric!

—¿Mi señor?

—Reunid a los nuestros. Daos una vuelta por las tabernas. Que estén listos para partir. ¡Deprisa!

—¿Mi señor? —me preguntó Finan, sorprendido al ver la energía de que daba muestra.

—Me estoy muriendo —le aclaré, al tiempo que le guiñaba un ojo.

—¿De verdad?

—Confío en que no sea así, pero que todo el mundo se entere.

Tardó lo suyo, pero, por fin, apareció mi hijo con una carreta tirada por dos caballos; me levantaron del suelo y me colocaron en un lecho de paja húmeda. Había acudido a Gleawecestre con casi todos mis hombres que, a caballo, iban delante, detrás y a ambos lados de la carreta mientras recorríamos las calles de la ciudad. Al pasar, las gentes se descubrían. Sin saber cómo, la noticia de que mi muerte era inminente se había extendido por toda la ciudad y, al vernos pasar, las gentes salían de los comercios y de sus casas. Los curas se santiguaban al paso de la carreta.

Tenía miedo de llegar demasiado tarde. Cuando mi hijo había salido con Penda a echar una meada junto al muro de la iglesia, el cura le había puesto al corriente: Etelhelmo había enviado tropas a Cirrenceastre.

Debería habérmelo imaginado.

Por eso me habían convocado al Witan; no porque Etelredo y Etelhelmo quisiesen hacer ver a los hombres de Mercia que alguien se había puesto de parte de Etelfleda, sino para mantenerme alejado de Cirrenceastre o, más bien, para mantener alejados a mis hombres de la ciudad, porque allí había algo que Etelhelmo quería por encima de todo.

Etelstano.

Tan solo un chaval; diez años tendría por entonces, si no recuerdo mal; su madre había sido una preciosa muchacha de Cent que había muerto al dar a luz. Pero su padre seguía vivo, vivo y coleando, y su padre, Eduardo, no era otro que el hijo del rey Alfredo y rey de Wessex a la sazón. Con el tiempo, Eduardo se había casado con la hija de Etelhelmo, con quien había tenido otro hijo, razón suficiente para que Etelstano fuera considerado como un estorbo. ¿Era él el primogénito? O, como gustaba de recalcar Etelhelmo, ¿solo un bastardo? De ser así, carecería de cualquier derecho, pero nunca habían cesado las habladurías en cuanto a si Eduardo había contraído matrimonio con aquella muchacha de Cent. Yo sabía que el rumor era cierto: el padre Cuthberto los había casado. Las gentes de Wessex daban en decir que Etelstano era bastardo, pero a Etelhelmo le aterraban aquellos rumores que parecían no tener fin. Temía que, a la hora de aspirar al trono de Wessex, Etelstano se erigiese en adversario de su nieto, y no se le había ocurrido nada mejor que tomar cartas en el asunto. Según Penda, había enviado una veintena o más de hombres a Cirrenceastre, a casa de Etelfleda, donde residía Etelstano, protegido en mi ausencia tan solo por seis guerreros. ¿Se atrevería Etelhelmo a acabar con él? No pondría la mano en el fuego por él, pero seguro que no tendría reparo alguno en secuestrarlo y llevarlo lejos con tal de que dejase de representar una amenaza para sus ambiciones. Y si Penda estaba en lo cierto, los hombres que había enviado para hacerse con Etelstano nos llevaban un día de ventaja. Sin embargo, al oírme decir que tenía pensado ir a Cirrenceastre, o quizás a Fagranforda, a Etelhelmo le había entrado miedo, lo que me daba a entender que sus hombres aún podían seguir por aquellos parajes; de ahí aquella necedad de musitar que quería morir en las colinas. El día que me llegue mi hora, espero que me encuentre en el lecho cálido de una moza, no en lo alto de una colina de Mercia azotada por la lluvia.

No me atrevía a ir más deprisa. Desde lo alto de las murallas de Gleawecestre, la gente no nos perdía de vista, así que nos desplazábamos con una lentitud desesperante, como si mis hombres quisiesen evitar a toda costa el menor traqueteo de una carreta que transportaba un moribundo. Tuvimos que guardar las apariencias hasta que llegamos a los hayedos de la empinada ladera que llevaba a lo alto de las colinas donde las ovejas triscaban en verano; nos adentramos, por fin, entre los árboles y, a salvo ya de miradas indiscretas, salté de la carreta a lomos de mi caballo. Dejé a Godric Grindanson, el mozo de mi hijo, al cuidado de la carreta, y los demás picamos espuelas.

—¡Osferth! —grité.

—¿Mi señor?

—No os detengáis en Cirrenceastre —le dije—. Seguid adelante con dos de los vuestros y cercioraos de que el padre Cuthberto no corre ningún peligro. Sacad a ese cabrón de ciego de la cama, y traed a los dos a Cirrenceastre.

—¿A quiénes? ¿Que los saque de la cama? —En ocasiones, Osferth era un poco lerdo.

—¿De dónde, si no? —le pregunté, y Finan se echó a reír.

El padre Cuthberto era mi capellán. No quería curas a mi lado, pero el rey Eduardo me lo había impuesto y, la verdad, Cuthberto me caía bien. Cnut le había sacado los ojos. Todo el mundo me decía que era un buen cura, es decir, que hacía su trabajo como es debido. «¿Qué trabajo?», le había preguntado a Osferth en cierta ocasión, a lo que me respondió que visitaba a los enfermos, no descuidaba sus plegarias y predicaba, pero siempre que iba a verlo a su casita, pegada a la iglesia de Fagranforda, tenía que esperar a que se vistiera. Al cabo, aparecía sonriente, con los pelos revueltos y sofocado, seguido al poco por Mehrasa, la esclava de piel oscura con la que se había casado. Toda una belleza.

Cuthberto corría peligro. No estaba seguro de que Etelhelmo estuviese al tanto de que él fuera el cura que, en su día, casara a Eduardo con su amor de Cent. De saberlo, no le quedaba otra que silenciarlo, aunque también era posible que Eduardo nunca le hubiera revelado la identidad del cura. Eduardo quería a su hijo, y también estaba encariñado con Cuthberto, pero ¿hasta dónde llegaba aquel afecto? Eduardo no era un rey débil, pero sí indolente, encantado de dejar los asuntos del reino en manos de Etelhelmo y de un puñado de curas diligentes; en realidad, ellos eran quienes, con justicia y mano firme, se encargaban del gobierno de Wessex. Así, Eduardo disponía de tiempo libre para ir de caza, o de putas.

Y mientras el rey cazaba ciervos, jabalíes o mujeres, Etelhelmo se hacía con el poder. Y lo ejercía con mesura. En Wessex se impartía justicia, los fortines estaban en condiciones, la milicia comarcal, el fyrd, se ejercitaba en el uso de las armas, y los daneses, por fin, se habían dado cuenta de que invadir Wessex era sinónimo de derrota; el propio Etelhelmo era un hombre bastante honrado, solo que había visto la posibilidad de convertirse en el abuelo de un rey y, ya puestos, de un gran rey. Aconsejaría a su nieto tal y como hacía con Eduardo, y no me cabía duda de que la ambición de Etelhelmo no desmerecía del sueño que, en su día, Alfredo persiguiera: el sueño de unir a todos los sajones, de unir los cuatro reinos en uno solo. Un magnífico sueño, sin duda, pero Etelhelmo quería asegurarse de que fuera alguien de su familia quien lo hiciera realidad.

Y yo iba a frustrar sus planes.

Si podía.

Al menos, lo intentaría, porque sabía que Etelstano era hijo legítimo. Era el heredero, el ætheling, el primogénito del rey y, además, porque tenía cariño al muchacho. Si, para acabar con él, nada detendría a Etelhelmo, nada me impediría a mí hacer lo que fuera por protegerlo.

No tuvimos que ir mucho más allá. En cuanto llegamos a lo alto de las colinas, vimos la mancha del humo que salía de los hogares de Cirrenceastre. Íbamos al galope, y me dolían las costillas. De Etelfleda eran las tierras, buenas tierras, que se veían a ambos lados de la calzada romana. Al cuidado de hombres y perros, los primeros corderos ya estaban en los campos. Su padre le había dejado aquellas tierras, pero su hermano podía arrebatárselas, y la inesperada presencia de Etelhelmo en Gleawecestre daba a entender que Eduardo se había puesto de parte de Etelredo, o bien que Etelhelmo estaba tomando decisiones que marcarían el destino de Mercia.

—¿Qué hará con el chico? —me preguntó Finan; por lo visto, iba pensando lo mismo que yo—. ¿Le rebanará el pescuezo?

—No. Sabe del cariño que Eduardo tiene a los gemelos. —Etelstano tenía una hermana gemela, Eadgyth.

—Recluirá a Etelstano en un monasterio —apuntó mi hijo—, y la pequeña Eadgyth acabará en un convento.

—Lo más probable.

—En algún sitio lejos de aquí —continuó mi hijo—, a las órdenes de un cabrón de abad que le propine una buena tunda día sí, día no.

—Intentarán que se meta a cura —dijo Finan.

—O albergan la esperanza de que caiga enfermo y la palme —dije, estremecido de dolor, cuando mi caballo tropezó con una losa levantada. Calzadas en mal estado. Decadencia por doquier.

—No deberíais montar a caballo, padre —me reconvino mi hijo.

—Tengo dolores de continuo —contesté—; si me dejase llevar, no haría nada.

El viaje fue espantoso; cuando llegamos a la puerta oeste de Cirrenceastre estaba casi aullando de dolor. Traté de disimularlo. A veces me pregunto si los muertos pueden vernos a nosotros, los vivos. ¿Se acomodarán en el gran salón del Valhalla y se fijarán en qué hacemos los que dejaron atrás? Podía imaginarme a Cnut allí sentado, pensando en que no tardaría en reunirme con él y en que, juntos, alzaríamos un cuerno rebosante de cerveza. En el Valhalla no hay dolor ni tristeza, nada de lágrimas ni de juramentos quebrantados. Podía ver cómo Cnut me sonreía de forma burlona, no porque disfrutase viendo lo mal que lo estaba pasando, sino porque los dos nos habíamos entendido bien en esta vida. «Venid conmigo —me decía—, ¡venid conmigo y vivid!». Era tentador.

—¡Padre! —oí que decía mi hijo, preocupado.

Parpadeé y, al instante, se disiparon las sombras que me habían nublado la vista; habíamos llegado a la puerta, y, con gesto ceñudo, me observaba uno de los centinelas de la ciudad.

—¿Mi señor? —dijo el hombre.

—¿Decíais algo?

—Hay hombres del rey en casa de mi señora —dijo.

—¡Hombres del rey! —exclamé, y el hombre se me quedó mirando. Me volví a Osferth—. ¡No os detengáis! ¡Id en busca de Cuthberto! —El camino a Fagranforda discurría por mitad de la ciudad—. ¿Hombres del rey? —le pregunté al guardia de nuevo.

—Hombres del rey Eduardo, mi señor.

—¿Siguen aquí?

—Así es, hasta donde yo sé, mi señor.

Espoleé mi montura. Etelfleda residía en la mansión que, en su día, ocupara el jefe militar de la plaza, o eso pensaba yo de aquel espléndido edificio situado en un esquinazo del antiguo castro romano. Salvo la cara norte, que se confundía con las defensas de la ciudad, nada quedaba de las antiguas murallas; con todo, era una casa fácil de defender. Construida alrededor de un amplio patio, sus muros exteriores, del color de la miel y carentes de ventanas, eran de piedra. En la fachada sur, unas columnas realzaban la entrada, si bien, en el lienzo norte de la muralla, Etelfleda había habilitado un nuevo acceso que iba a dar al patio de cuadras. Envié a Sihtric con seis de los nuestros a vigilar aquella entrada norte, en tanto que yo, al frente de otros treinta hombres, me dirigí a la plazuela que se abría delante de la entrada sur, invadida en aquel momento por una multitud de curiosos que no dejaban de preguntarse cuáles eran los motivos de que el rey Eduardo de Wessex hubiera enviado hombres armados a Cirrenceastre. Al oír el estruendo de los cascos de nuestras caballerías en la calle que quedaba a sus espaldas, la multitud nos abrió paso; cuando llegamos a la plazuela, reparé en los dos soldados que, lanza en mano, custodiaban la puerta. Uno estaba sentado en una arqueta de piedra que albergaba un pequeño peral. Al vernos, se puso en pie y se hizo con el escudo, en tanto que el otro golpeaba la puerta cerrada con la base de la lanza. Ambos llevaban cotas de malla, yelmos y escudos redondos recién pintados con el dragón de Wessex. En la puerta, un pequeño postigo; me fijé en que alguien lo abría y nos observaba. Al lado derecho de la plazuela, junto a la alta iglesia de madera que había levantado Etelfleda, dos muchachos guardaban unos caballos.

—Contad los caballos —le dije a mi hijo.

—Veintitrés —contestó casi de inmediato.

Ya sabíamos cuántos eran.

—No creo que se atrevan a plantarnos cara —dije.

Se oyó un grito que venía del interior de la mansión.

Un grito capaz de taladrar los oídos, tan fuerte como el chirrido de una buena lanza al llevarse por delante los tablones de sauce de un escudo.

—¡Santo Dios! —dijo Finan.

Y el grito cesó.