Capítulo 5

Lara y Georgina llegaron al corredor que conducía al salón de música. Parecía no haber nadie por allí y caminaban con rapidez cuando se abrió una puerta y apreció el marqués. La joven no pudo evitar un sobresalto y Georgina miró asustada a su tío.

—¡Hola, Georgina! —saludó él—. ¿A dónde se dirigen?

De pronto, Lara se dio cuenta de que aquélla era la oportunidad que esperaba para hablarle de la niña.

—Buenas tardes, señorita Wade —la saludó él con su sequedad característica.

Lara hizo una reverencia.

—Buenas tardes, milord. Si no está usted muy ocupado, me gustaría hablarle un momento.

El marqués arqueó una ceja antes de responder.

—Ahora estoy libre, señorita Wade. Lara se volvió hacia Georgina.

—Ve a la sala de música, querida, y prepáralo todo. Me reuniré contigo dentro de unos minutos.

La niña miraba, nerviosa a su tío, como temiendo que sucediera algo desagradable, pero obedeció y siguió por el corredor hacia el lugar indicado.

Lara miró entonces al marqués.

—Bien, señorita Wade —le dijo él—. ¿Está preparada para decirme qué es lo que anda mal o prefiere que nos sentemos?

—Nada está mal, milord, pero tal vez sea mejor que pasemos a algún sitio donde no puedan interrumpirnos.

El marqués se volvió hacia la habitación de la que acababa de salir y dijo abriendo la puerta:

—Aquí nadie nos molestará.

Lara vio al entrar que era un despacho y, por los planos colgados en la pared, supuso que allí atendía el marqués los asuntos relacionados con la propiedad. Había dos sillas, una delante y otra detrás del escritorio. Cuando Lara se sentó en una, el marqués ocupó su lugar al otro lado, frente a ella.

Hubo una breve pausa, como si él buscara qué decir, pero al cabo se arrellanó en su asiento y dijo:

—Espero.

A ella le dio la impresión de que estaba un tanto divertido y ya había decidido de antemano que lo que iba a decirle era innecesario y de poca importancia. Por eso levantó la barbilla instintivamente al decir:

—Quería hablar con usted, milord, acerca de Georgina.

Tuvo el presentimiento de que no era aquello lo que él esperaba.

—Si va a decirme que es torpe para aprender, ya lo he oído de sus otras institutrices y es evidente que no hay nada que yo pueda hacer para solucionarlo.

—Por el contrario, milord —se apresuró a decir Lara—, lo que tengo que decirle tal vez resulte una sorpresa, pero en mi opinión es indudable que Georgina posee un talento musical notable, si no excepcional.

El marqués la miró como si no creyera lo que oía.

—¿Cómo lo sabe?

—Pensará que no estoy calificada para juzgar, pero aprendí a tocar el piano y estoy segura de que si Georgina tuviera los maestros adecuados, podría alcanzar un nivel profesional.

—¿Cómo le ha sido posible saberlo cuando lleva sólo una semana aquí?

Lara sonrió.

—Lo que le sugiero milord, es que escuche tocar a Georgina. Por supuesto debe recordar que no ha tomado más lecciones de música que las que yo le he dado y, por el momento, sólo toca de oído después de escuchar las piezas que yo interpreto para ella.

Hizo una pausa antes de añadir con énfasis:

—Me sorprenderá mucho si a usted no le parece extraordinario lo que hace su sobrina.

El marqués permaneció en silencio unos momentos, después comentó:

—Admito que estoy asombrado por lo que acaba de decirme, señorita Wade, y también sorprendido de descubrir lo bien que monta Georgina. Todas las institutrices anteriores, tal vez con excepción de la señorita Cooper, a quien yo asustaba tanto que era incapaz de hablarme, se quejaban de la apatía de Georgina que, según decían, era casi una decisión de no aprender.

Lara tardó un momento en hablar, tenía que escoger cuidadosamente las palabras para lo que necesitaba expresar.

—Georgina es una criatura muy sensible —dijo al fin— y creo que toda su vida se ha visto alterada por el hecho de saber que tanto su padre como su madre lamentaban que fuera una niña en vez de un varón.

—¿Cómo es posible que lo sepa? —preguntó el marqués.

—Los sirvientes suelen hablar delante de los niños como si éstos fueran sordos. Georgina debe haber escuchado a alguno decir que su madre lloró al saber que no había nacido el hijo que deseaba. Y su padre le hizo ver claramente que estaba desilusionado porque no era un niño. Además, la niña se da cuenta de que si hubiera sido varón hoy ocuparía el lugar de usted.

El marqués la miraba atónito.

—¿Así se lo ha dicho ella o le puso usted esa idea en la cabeza? —preguntó.

Lara se puso rígida y él vio la furia en sus ojos. Antes que la joven pudiera hablar, añadió con rapidez:

—Le pido que me disculpe. No debía haber dicho eso.

—Acepto sus excusas, milord, pero me ofende que haya pensado, aunque sólo haya sido un instante, que yo sería capaz de tal cosa.

—Perdone. Sólo puedo agregar como excusa que sé muy poco acerca de los niños.

—¿Puedo añadir yo algo más, milord, ya que hablamos con franqueza?

—Usted habla siempre con franqueza por lo que veo, señorita Wade —replicó el marqués.

—En efecto, y si eso le molesta, podemos olvidarlo todo.

—Trataré de no irritarme, aunque temo que lo que insinúa es que he sido un verdadero estúpido en lo que concierne a mi sobrina.

—Sería incapaz de mostrarme tan grosera, milord —contestó Lara—. Digamos solamente que no le ha prestado la misma atención o el mismo interés que dedica a sus caballos.

El marqués rió con cierta amargura al decir:

—Muy bien, acepto su crítica. Ahora dígame ¿qué ideas tiene en mente?

—No puedo evitar pensar que como Georgina es huérfana y, por lo tanto, una criatura solitaria e introvertida, convencida además de que nadie la quiere, lo mejor para ella sería que tratara a otros niños y, si fuera posible, que tomara sus clases con ellos. Actualmente pasa el tiempo solo con adultos y su aya no sólo es posesiva, sino que la trata como si fuera una criatura de dos años.

Al terminar, Lara temía que el marqués le respondiera que era una impertinente al criticarle no sólo a él, sino también al personal de su casa. En cambio, él dijo con lentitud:

—Creo que comprendo lo que quiere decir, señorita Wade. ¿Me permite pensarlo y dedicar a mi sobrina, como usted sugiere, la misma atención que a mis caballos?

Lara le dirigió una sonrisa que pareció iluminar todo su rostro.

—Eso es todo lo que pido, milord. Muchas gracias. Se puso en pie mientras hablaba y añadió:

—Y ahora, por favor, ¿quiere venir a escuchar a Georgina?

—Ésa es mi intención y espero que no se desilusione ni se enfade conmigo si no soy de la misma opinión que usted respecto a su talento musical.

Fue hasta la puerta y la abrió para que la joven pasara. La siguió y, mientras se dirigían al salón de música, le dijo:

—Resulta que se me considera casi una autoridad en música, ya que soy director del teatro de la ópera y el príncipe de Gales me pide con frecuencia que elija a los artistas que presenta ante sus invitados en la mansión Marlborough.

—Entonces es usted la persona más indicada para ayudar a Georgina.

—Eso está por verse —le previno el marqués, como si tratara de evitar que ella le contagiara su entusiasmo.

Llegaron en silencio hasta el salón de música. Lara se detuvo junto a la puerta y levantó una mano para indicar al marqués que no hiciera ruido.

Podían oír cómo tocaba Georgina y Lara pensó que nadie podría negar que era algo extraordinario para una criatura de su edad. El vals de Strauss llegaba hasta ellos con un ritmo profundo, ejecutado con tal sentimiento que bien hubiese podido surgir de los dedos de un pianista experimentado. Al cabo de unos momentos, Lara, sin hablar, abrió la puerta y entró en la habitación.

A Georgina se la veía muy pequeña sobre la banqueta junto al gran piano «Broadwood». Estaba tan concentrada en lo que hacía que ni siquiera notó que había entrado alguien. Cuando terminó con una octava que sus pequeños dedos apenas alcanzaban, levantó el rostro y dejó caer ambas manos sobre el regazo.

—Eso ha estado muy bien, Georgina —le dijo Lara—. Y ahora quiero que toques para tu tío la misma pieza que tocaste ayer para mí.

—Pero a lo mejor… a mi tío no le agrada que yo esté aquí —la voz de Georgina era trémula.

—Me encanta que al fin se use este salón para algo útil —la contradijo el marqués—, me temo que ha permanecido solitario mucho tiempo.

—¿Puedo volver a tocar aquí? —la niña hablaba como si la hubiera atormentado la idea de que la alejaran del piano.

—Sugiero que toques algo más y después te diré si considero tu ejecución tan buena como dice la señorita Wade —le contestó su tío.

—La señorita Wade opina que puedo hacerlo muy bien si me esfuerzo.

—También a mí me lo ha dicho, pero ahora tú me convencerás mejor con música que con palabras.

—Sí, tío Ulric, por supuesto.

Georgina se puso a tocar un aria de la ópera La Traviata que Lara le enseñara a principios de la semana y le había encantado. Era una composición vigorosa, no el tipo de música suave y soñadora que el marqués habría esperado escuchar tocada por una niña, pensó Lara.

Como le pareció que sería un error acercarse demasiado a su alumna, eligió para sentarse, un sofá que estaba algo alejado del piano.

El marqués pareció comprender su intención, porque también se mantuvo alejado y buscó apoyo en una columna. Al principio observaba a Georgina fijamente, pero poco después Lara se dio cuenta de que la miraba a ella y se sintió turbada.

Además, ansiosa de que Georgina causara buena impresión a su tío, no podía relajarse y estaba tensa, con los dedos cruzados sobre el regazo y, aunque casi no se percataba de ello, rezaba.

Como siempre que estaba ante el piano, después de un breve titubeo, Georgina dejó que la música la absorbiera y se olvidó de todo lo demás. Cuando terminó, su rostro mostraba una irradiación inconfundible. Durante un momento, tras separar las manos del teclado, no se movió y Lara comprendió que aún seguía en su mundo de sueños antes de volver a la realidad que la rodeaba.

—¿Lo… lo he hecho bien? —preguntó al fin mirando a Lara, que le contestó:

—Creo que ha sido excelente, si se tiene en cuenta que sólo la has tocado dos o tres veces antes.

Mientras hablaba miró al marqués de forma retadora. Él se acercó a su sobrina.

—Como ha dicho la señorita Wade, Georgina, lo has hecho muy bien. Y ahora toca decidir qué haremos con tu futuro.

—¿Qué… qué quieres decir?

—Si te vas a dedicar a la música, necesitarás tener los mejores maestros y tal vez sea posible encontrar a alguien que pueda enseñarte aquí, en el campo, durante un año más o menos. Pero me parece que tal vez sea mejor que vayas a Londres, para estudiar con algún profesor de la Real Academia de Música.

—¡Eso sería muy emocionante, tío Ulric! —exclamó Georgina, mas cambió un poco su tono al preguntar—: Pero… ¿podré montar también en Londres?

—Supuse que lo preguntarías tarde o temprano —sonrió el marqués—. La respuesta, por supuesto, es sí. Podrás cabalgar por el parque Hyde, como lo hago yo todas las mañanas, pero tendrás oportunidad de galopar a tu gusto en la pista de carreras cuando vengas aquí los fines de semana.

Georgina le miraba con ojos radiantes.

—¡Es maravilloso, maravilloso, tío Ulric! ¿De veras te parece que podré aprender a tocar tan bien como dice la señorita Wade?

—Sospecho que tendrás que trabajar mucho para llenar sus aspiraciones —contestó el marqués mirando a Lara mientras hablaba y ella pensó que se comportaba de un modo un tanto provocativo. Pero añadió, como si quisiera ser justo—. Tenía usted toda la razón, señorita Wade. Y antes que lo diga por mí, admito que es algo que debí descubrir hace tiempo.

Lara sonrió.

—Es inesperada su generosidad, milord, pero siempre me han dicho que me cuide de los griegos cuando vienen con regalos.[2]

Los ojos del marqués brillaron divertidos y esto pareció disipar las líneas de su rostro que le daban una expresión cínica.

—Ahora que usted y su protegida me han convencido de lo que se debe hacer, me concentraré en ello y le daré prioridad sobre todos los demás asuntos que demandan mi atención.

—Gracias, señor —la voz de Lara reflejaba su contento—. No puedo expresar con palabras lo feliz que me siento.

Casi como si pudiera leer los pensamientos del marqués, comprendió que le intrigaba la razón de que la niña, a quien hacía sólo una semana que conocía, le importara tanto; pero sin duda consideraba que sería un error hacer la pregunta, que temblaba en sus labios, delante de Georgina.

Y Lara sabía que le sería imposible decirle la verdad, ya que aunque nunca había sufrido la sensación de no ser querida, sí conocía la soledad de una criatura sin niños de su edad para jugar. Y en cierto modo, también había sentido que tenía un talento que debía expresar, aunque no estaba segura de cómo hacerlo. Por su mente cruzó la idea de que todo lo que sucedía podía formar parte de su novela, pero hasta aquel momento no había pensado incluir niños en ella.

—¿Toco algo más, tío Ulric? —preguntó, ansiosa, Georgina—. La señorita Wade me enseñó un vals de Offenbach muy alegre y dice que está segura de que tú lo bailas cuando vas a las fiestas en Londres.

El marqués dirigió una mirada inquisitiva a Lara, pero se limitó a contestar:

—Me encantará oírte, Georgina.

La niña hizo surgir del piano una de las melodías que habían conquistado París y que para Lara tipificaba toda la alegría de los bailes sobre los que tanto había leído, pero a los que nunca había asistido. Como Georgina tocaba bien, la música hizo surgir en ella el deseo de bailar y, mentalmente se deslizó por toda la habitación con un soberbio vestido y en los brazos de un apuesto galán. Cuando terminó la melodía, se percató de que nuevamente el marqués la miraba intrigado.

«Tal vez piense que no debía hablar de él con Georgina de esa forma», pensó y, para disimular su turbación, se puso en pie.

—Muy bien, has tocado excelentemente —elogió el marqués a la niña—. Estoy impresionado por tus cualidades y te prometo que podrás estudiar el piano tanto como quieras y con los mejores maestros que pueda conseguirte.

—¡Gracias, gracias, tío Ulric! —exclamó Georgina—, quizá, si me esfuerzo, algún día te sientas orgulloso de mí.

Lara contuvo el aliento y se preguntó si el marqués comprendería la importancia que su respuesta tendría para Georgina. Era como si en aquel momento la pequeña hubiera depositado en él todo el anhelo que tenía por sus padres desaparecidos. Si él le fallaba ahora, la pequeña nunca se lo perdonaría.

—Ya estoy muy orgulloso de ti, Georgina —contestó el marqués con voz profunda—, tanto como lo estuve cuando ganaste la carrera. Creo que debemos competir otra vez mañana, ¿qué te parece?

Al hablar extendió una mano y Georgina le dio la suya.

—Me encantaría, tío Ulric, pero si Snowball vence de nuevo a Black Knight, se va a volver un engreído.

—Estoy seguro de ello —bromeó él—, así que tal vez no le dé tanta ventaja como la vez anterior.

—Pero, por favor, sólo un poco menos —rogó Georgina y su tío sonrió.

—Ya veremos mañana. Además, todo depende de lo bien que tú lo dirijas.

—Lo sé y por eso trato de montar tan bien como tú y la señorita Wade.

—Haces muy bien, ya que ambos somos bastante excepcionales.

Sin soltar a Georgina de la mano, bajó de la tarima donde estaba colocado el piano y se acercó a Lara.

La comprensión y la amabilidad que el marqués demostraba por Georgina hacían sentirse tan feliz a la joven, que le miró y dijo con voz suave, segura de que él la comprendería:

—Gracias, milord.

El aya envió a Georgina a la cama, molesta porque se habían retrasado en regresar a sus habitaciones y porque la niña estaba muy excitada por lo sucedido. Era evidente que estaba celosa y Lara prefirió irse a su dormitorio para bañarse y cambiarse de ropa antes de cenar.

Tenía poco donde elegir, ya que su guardarropa era escaso y el de Jane no era mucho mejor. Pero su amiga poseía un vestido azul de tarde, bastante bonito, que ella no había usado aún y tenía deseos de hacerlo. Mas en seguida se dijo que era un desperdicio de tiempo y también que estaba mal usar la ropa buena de Jane sin necesidad cuando sabía que, al igual ella, como mucho podía permitirse adquirir una o dos prendas al año. Sacaba uno de sus propios vestidos del armario, cuando Agnes entró en la habitación.

—Lamento llegar tarde, señorita, pero hemos estado muy ocupados en el piso bajo.

—¿Por qué? —preguntó Lara—. Creí que los invitados llegaban mañana.

—Eso era lo que todos pensábamos, pero cuando su señoría volvió avisó que esta noche llegarían quince personas en lugar de mañana, para estar aquí antes que el príncipe de Gales y lady Brooke y darles la bienvenida.

—Comprendo… y supongo que habrás tenido que deshacer el equipaje de los que han llegado.

—Hemos tenido que apresurarnos para que todo estuviera listo antes de la cena —se quejó Agnes—, además las doncellas de las invitadas, como vienen cansadas del viaje, sólo quieren supervisar y nos dejan todo el trabajo pesado.

—Pero no creo que sea un trabajo tan duro sacar de las maletas esas bonitas prendas que me describiste.

—Le diré lo que haremos, señorita —dijo Agnes, como si la idea acabara de ocurrírsele—. Mañana por la noche, cuando yo prepare los dormitorios, lo que suelo hacer cuando el resto de la servidumbre baja a cenar, la llevaré conmigo y le mostraré algunos de los hermosos vestidos que traiga consigo lady Brooke.

—¿Ha venido de nuevo lady Louise? —preguntó Lara.

—Sí, y por lo que he oído, su señoría no la esperaba. Se ha presentado acompañada por lord Magor y ha dicho que pensaba ir a otro sitio, pero que quienes la habían invitado cancelaron el compromiso a última hora y estaba segura de que a su señoría le complacería verla.

—¿Cómo sabes que ha dado esa explicación?

—El señor Newman, el mayordomo, la oyó. Pero también cree que milord no estaba nada contento de verla. No nos sorprende, ya que incluso entre los sirvientes se cruzan apuestas sobre cuándo empezará su señoría a buscar otra cara bonita.

De pronto, Lara se sintió avergonzada, no por lo que Agnes decía, sino de sí misma. Una cosa era conseguir información para su libro y otra muy distinta chismorrear con la servidumbre acerca de lo que hacía el marqués. Además, y aunque no sabía por qué, deseó no haberle hecho ninguna pregunta a Agnes ni haberse enterado jamás de la existencia de lady Louise.

—¿Quieres abrocharme el vestido, Agnes? —pidió para cambiar de tema—. Si no me apresuro, no estaré lista cuando me suban la cena y detesto la comida fría.

—Por supuesto, señorita. ¡Ah! Y recuerde que mañana por la noche tiene que bajar conmigo cuando vaya a la habitación de lady Brooke.

Lara no contestó, pero luego, cuando Agnes se hubo ido, pensó que no haría algo tan incorrecto como ver la ropa de otra persona no teniendo permiso para ello. Al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en lo útil que aquello sería para su novela.

La semana anterior había terminado el tercer capítulo y estaba segura de que su descripción de los sentimientos de la heroína al conocer el hogar ancestral del duque —que estaban basados en sus propias impresiones al conocer Keyston Priory— era lo mejor que había escrito hasta entonces.

«Sé que venderé este libro y ganaré dinero para papá y para mí», pensó. «Si tengo que hacer cosas que mamá no aprobaría, no debo ser muy quisquillosa acerca de ello».

Pero estaba decidida a no entrar jamás en las habitaciones de lady Louise por muy atraída que se sintiera.

«Me da pena de ella», se dijo, «ya que se siente tan infeliz de perder al marqués, pero desde luego, está muy mal por su parte haberse interesado por él siendo casada».

Entonces pensó que le sería imposible describir lo que una mujer casada sentía por un hombre con el que no se podía casar y en cómo justificaría el ser infiel a su marido.

«Debo ceñirme a una historia de amor sencilla, con final feliz», pensó.

Sin embargo, ahora que había conocido tanto acerca de los amigos del marqués y del comportamiento del príncipe de Gales, comprendía que una novela no podía ser completamente verídica si todos los amores reflejados en ella eran puros, inocentes y limpios.

«Quizá la única posibilidad que tengo de ganar dinero sea seguir siendo institutriz», suspiró. ¿Era aquello lo que debía hacer cuando dejara Keyston?

Estaba segura de que cuando se fuera echaría de menos no sólo a Georgina, sino también los magníficos caballos y al propio marqués de Keyston. Aunque le parecía demasiado imponente, había sido una experiencia fascinante e inesperada hablar con él, ya que era un hombre muy diferente a todos los que había conocido hasta entonces. Además de ser un jinete extraordinario, poseía una mente brillante. En el poco tiempo que llevaba en Keyston Priory, Lara se había percatado de que la eficacia con que se realizaba todo, la buena organización de la servidumbre y la prosperidad del señorío se debían a la dirección del dueño.

Sin poderlo evitar, surgió de nuevo en su mente la pregunta de por qué el marqués, teniendo tanto y siendo un hombre inteligente parecía hastiado, escéptico e incluso infeliz. Deseó tener el valor suficiente para preguntarle qué le sucedía de malo, pero se rió ante la idea de ser tan entremetida.

Cuando terminó de cenar, un lacayo retiró el servicio y ella cerró con llave la puerta del aula. Aquella noche deseaba escribir todo lo sucedido cuando el marqués oyó tocar el piano a Georgina, así que sacó sus cuadernos. Primero hizo algunas anotaciones en lo que se había convertido casi en un diario desde que llegó a Keyston, y luego empezó a escribir el cuarto capítulo de la novela. Había llegado el momento de presentar al héroe, así que se puso a describir al duque. Tras haber escrito casi dos páginas, se dio cuenta, sorprendida, de que había hecho un retrato casi exacto del marqués. Volvió a leer lo escrito y se preguntó:

«¿Tengo en realidad la intención de convertirle en el héroe?».

Sin duda se ajustaba a la corona ducal sin dificultad, pero el héroe romántico que siempre había imaginado antes de ir a Keyston era muy diferente. No estaba segura de lo que una institutriz inocente y de ojos grandes, como Jane, podía sentir por un hombre como el marqués.

«La atemorizaría», pensó.

Revisaba nuevamente lo escrito cuando escuchó un ligero ruido. Recorrió la habitación con la mirada y vio que el pomo de la puerta giraba. Por un momento pensó que lo había imaginado, pero observó que se movía de nuevo y ya no le cupo duda de que había alguien fuera. Sospechando de quién se trataba, Lara contuvo el aliento.

Se oyó un toque suave en la puerta, como si quien llamaba no deseara que se escuchase a lo lejos. A continuación se escuchó una voz, poco más que un susurro, pero bastante clara:

—¡Señorita Wade, deseo hablar con usted!

Al ver confirmada su sospecha, Lara sintió que su corazón palpitaba acelerado por el temor. Mas en seguida recordó la fuerte cerradura de la puerta y permaneció sentada en su silla, sin hacer ningún ruido y disfrutando al saber que lord Magor permanecía detenido por una cerradura y sin poder hacer nada. De nuevo se oyó su voz:

—Debo hablar con usted. Déjeme entrar.

Lara le imaginó atento para escuchar su respuesta, que no llegó.

Al cabo de unos minutos, como si comprendiera que era inútil, lord Magor optó por alejarse y la joven le oyó bajar sigilosamente las escaleras.

«Esto debe servirle de lección para que deje a las indefensas institutrices en paz», pensó encantada y se preguntó cómo habría logrado separarse tan temprano del resto de los invitados. Miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea y para su sorpresa, ya que no tenía idea del tiempo que había pasado escribiendo, vio que era más de la una de la madrugada. Supuso que como era la primera noche después del viaje, los huéspedes se habían retirado a dormir temprano.

Pensó en lo asustada que habría estado Jane en su lugar y decidió que la culpa era en parte de su amiga.

«Posiblemente pensó que a los sirvientes les parecería extraño que cerrara la puerta con llave», se dijo. A ella no le importaba lo que pensaran, aunque tenía intención, si se despertaba a tiempo, de abrirla antes de que llegaran las doncellas para limpiar el aula.

¿Cómo se atrevería lord Magor a comportarse de una manera tan incorrecta? Sabía que si le hubiera dejado entrar, habría intentado hacerle el amor y, aunque no estaba segura de lo que esto significaba, adivinaba que, de permitírselo, habría permanecido con ella durante horas.

De pronto recordó algo que hasta entonces había escapado a su atención. La primera mañana que pasó en Keyston la había despertado una ruidosa campana a las seis de la mañana. Por un momento pensó que se trataba de una alarma de incendio, pero cuando se dio cuenta que no causaba ninguna conmoción, comprendió que debía haber otra razón para ello.

Cuando Agnes llegó más tarde, le preguntó:

—¿Qué campana era esa que sonó tan temprano?

—Es la de las caballerizas, señorita —le explicó la doncella—. Siempre que hay invitados suena a las seis de la mañana. Antes no se acostumbraba, pero creo que cuando su señoría fue huésped de lady Brooke en Easton Lodge, donde acude con tanta frecuencia el príncipe de Gales, le pareció muy buena su idea de hacer sonar una campana a las seis de la mañana.

Lara no había vuelto a pensar en ello, pero ahora surgió en su mente la explicación de que era para avisar a los que debían volver a su propio dormitorio antes que los sirvientes empezaran a circular por la casa.

«¿Cómo es posible que ésa sea la razón?», discutió consigo misma Lara, pero cierto instinto le indicaba que así era. «¡Qué desagradable es todo esto! Seguro que papá se escandalizaría mucho si supiera que estoy en una casa donde se estimula la inmoralidad de una manera tan evidente».

Sólo podía esperar que su padre no supiera nunca las cosas que ella había conocido en Keyston Priory. Más después razonó que tal vez él supiese mucho más acerca de la sociedad londinense que ella. Al fin y al cabo, no había habido nadie más extravagante que su abuelo. Había oído decir con frecuencia, aunque por su edad no comprendía lo que significaba, que su tío Edward, el cual debía haber heredado el título, era un gran conquistador, no sólo en el campo de batalla, sino también en los salones de baile. Recordó también que, según decía su padre, su hermano mayor no se había casado nunca porque le resultaba difícil encontrar una mujer que le mantuviera satisfecho el resto de su vida.

—Debo admitir que puso gran empeño en su búsqueda —había dicho el reverendo a su esposa en presencia de Lara, pero no fue tan afortunado como yo, mi amor, que te encontré.

—Estoy muy agradecida al Señor por ello —contestó lady Hurlington con voz suave—, aunque con frecuencia me siento celosa de esas mujeres que escuchan arrobadas cada palabra que dices y siempre están dispuestas a brindarte cuanta ayuda necesites en la iglesia.

El padre de Lara se había echado a reír diciendo:

—Para mí es como si no existieran. Aunque fueran más bellas que la Venus de Milo, te aseguro que ni lo notaría. Sólo tú existes para mí, querida.

«Así es como debe ser el amor», pensó Lara y era lo que había intentado descubrir en su libro. Pero ahora veía que había diversas clases de amor, incluso el amor pecaminoso que lady Louise sentía por el marqués y que le causaba el intenso sufrimiento que Lara había oído reflejado en su voz.

También existía el amor del príncipe de Gales por lady Brooke, que era varios años mayor que él y tenía un marido apuesto y encantador, el cual era tratado en todas las revistas y periódicos como un firme pilar del mundo aristocrático.

«¿Por qué no se puede conformar con él, aunque sea excitante tener como enamorado al príncipe de Gales?», se preguntó Lara. Todo le parecía difícil de comprender y ahora que tenía la oportunidad de descubrir y conocer muchas cosas acerca de aquella gente, sabía que su padre lo desaprobaría. Pero tal vez la perdonara cuando su libro fuera un éxito. Entonces podrían hacer reparaciones en la vicaría y convertirla en un lugar mucho más confortable que ahora.

Lara comprendió que buscaba excusas para algo que la fascinaba tanto como le repelía. Pensó en lord Magor y se dijo que tendría que asegurarse de que, cuando ella se fuera, no molestaría nunca más a Jane.

Recordó lo que su amiga le había dicho que pasaba las noches en vela, incapaz de dormir porque incluso con la puerta del dormitorio cerrada con llave, temía que lord Magor encontrara la forma de introducirse.

«¡Su comportamiento es espantoso!», se dijo Lara. «Si no encuentro otra forma de asustarle hablaré con el marqués!».

Ya que había sido tan comprensivo respecto a Georgina, quizá entendería también el problema de Jane… Pero lord Magor era su amigo y, al condenarle por su mal comportamiento, también estaría condenando al marqués por romper los corazones de Alice, Gladys, Charlotte y lady Louise… Aunque en realidad el asunto era al revés, ya que ellas lo asediaban a él… ¿o no? Porque para que aquellas mujeres le entregasen su corazón, él debía haberlas enamorado primero…

Todo lo que pensaba hacía más complicado su proyecto de escribir una novela acerca de aquel tipo de sociedad.

«Tal vez mi heroína deba enamorarse simplemente de su vecino, que sería hijo de un noble», se dijo. «Se casarían y serían eternamente felices».

Pero sabía que le resultaría imposible escribir un argumento largo y complicado acerca de la vida de Little Fladbury y que si no se presentaban algunas complicaciones y obstáculos, al cabo de doscientas o trescientas palabras resultaría de lo más aburrido.

«No, tiene que ser el duque y, como el príncipe de Gales, enamorará a todas las hermosas damas casadas con algún otro», decidió echándose a reír.

Guardó el manuscrito, apagó la luz y, al entrar en su dormitorio, cerró con llave antes de empezar a desvestirse para meterse en la cama.