Capítulo 2

Ya a punto de llegar a la mansión Keyston, en Park Lane, Lara se confesó que se sentía un tanto nerviosa. Sin embargo, seguía convencida de que era una aventura muy favorable para su libro el contar con la experiencia que le permitiría reflejar de forma verídica la vida social de una gran casa, además de un villano «auténtico».

Se había dado cuenta de que sólo por su temor a enfrentarse con lord Magor, aunque reacia y con protestas hasta el último minuto, le había permitido Jane tomar su lugar.

—No querrán que cuides a la niña si tienes sarampión —insistió Lara—, pero si se niegan a aceptarme y dicen que pueden arreglárselas bien sin institutriz, con volverme… ¿Qué tenemos que perder, de un modo u otro?

Era un razonamiento irrebatible y poco a poco había logrado hacer ver a Jane que, al menos, la ganancia serían unos cuantos días de descanso y tranquilidad, si no lograban extender más el plazo.

El aya fue un poco más difícil de convencer.

—¡Jamás escuché una cosa así! —exclamó—. ¡Ir sola a vivir en una casa extraña!

—No voy de visita —explicó Lara— y estaré tan a salvo y pasaré tan desapercibida como Jane hasta ahora.

Antes de decirle al aya lo que pensaba hacer, había hecho prometer a Jane, bajo palabra de honor, que no mencionaría la cuestión de lord Magor.

—Ya sabes cómo es Nanny —le dijo—. Le daría un ataque si supiera que ese hombre te ha molestado. ¡Imagínate si se tratara de mí!

—Sí, lo sé —contestó Jane, apesadumbrada— y por eso no debería permitir que vayas, Lara. Después de todo, soy mayor que tú y tendría que ser capaz de cuidarme sola.

Pero esto era algo que Jane era incapaz de hacer y, además, Lara estaba decidida a atemorizar a lord Magor tanto como él había asustado a su pobre amiga.

Había trazado ya mentalmente su plan y, mientras el aya protestaba sin cesar, ella preparó su equipaje. Luego, sin que la anciana lo advirtiera, entró en la habitación de su padre y abrió el cajón superior de la cómoda. Había allí varias cosas que el reverendo había conservado cuando se deshizo de la casa solariega de su familia: algunas miniaturas de antepasados de los Hurley, dibujos que lady Hurlington hiciera de jovencita y lo que Lara buscaba: un par de pistolas de duelo.

Cuando su padre las llevó por primera vez a la vicaría, se las había mostrado con orgullo y le dijo que las atesoraba porque se habían usado por primera vez en un duelo que tuvo su abuelo durante el reinado de Jorge IV.

—Me temo que el duelo se debió a una bella dama que mi abuelo y otro noble pretendían —añadió el reverendo.

—¿Quién ganó? —preguntó Lara.

—Me alegra decirte que mi abuelo. Tuvo después otro duelo del que salió igualmente victorioso y usó también estas pistolas.

—¡Qué emocionante! —exclamó Lara—. Debía de ser un hombre muy impulsivo para haber tomado parte en dos duelos.

El relato de su padre provocó que en su imaginación surgieran interesantes historias con el bisabuelo como protagonista y convenció a su padre para que le dejara probar las pistolas que su antepasado usara con tanta eficacia. Como no deseaba dañar a ninguna criatura viviente, eligió como blanco una tapa de cartón colocada en el tronco de un árbol del jardín. El reverendo le enseñó cómo apuntar y cuando la joven hubo logrado algunos disparos cercanos a la diana, le dijo que ya podía considerarse incluso una buena tiradora.

—No es que vayas a tener que batirte a duelo —añadió—, pero no es mala idea que una mujer aprenda a defenderse.

—¿De quién, papá? —preguntó Lara.

Hubo un pequeño titubeo antes que el reverendo contestara:

—Supongo que la respuesta correcta es de los ladrones y maleantes.

Lara, por intuición, había comprendido que lo que su padre había estado a punto de decirle era que para defenderse de caballeros que la asediaran cuando ella no estuviera dispuesta a aceptar sus requiebros.

«Aunque Jane hubiera tenido una pistola, habría sentido demasiado miedo para asustar a lord Magor con ella», se dijo ahora.

Estaba completamente segura de que su amiga no sería capaz de disparar un arma, así como de que ella, que tenía bastante buena puntería, podría acertar a un hombre como blanco.

Llevar las pistolas en su equipaje, donde las había puesto cuando el aya no la miraba, le daba una sensación de seguridad. Aunque se dijo que tal vez la atracción que lord Magor sentía por Jane no la sintiera por ella. Pero sólo siendo una tonta habría podido no darse cuenta, al mirar su imagen en el espejo, de que era muy bonita.

Era muy probable que los Hurley hubieran heredado el parecido de su valiente antepasado, el primer lord Hurlington: las mujeres de la familia eran muy bellas y los hombres muy apuestos.

La mayoría de las mujeres que asistían a la iglesia de Little Fladbury, pensaba Lara con frecuencia, iban para admirar a su padre, que estaba irresistiblemente atractivo en el púlpito, mientras ellas permanecían embebidas y atentas a lo largo de los aburridos sermones.

Por otra parte, nadie habría podido negar que lady Hurlington era adorable y de ella había heredado Lara su cabellera, más roja que dorada, y que a la luz del sol o de las velas, parecía rodear su rostro con un halo de salvaje esplendor.

«Si tuviera ojos verdes», se decía, «parecería una sirena o la malvada de una novela».

A éstas siempre las describían como mujeres de ojos verdes, cabello rojo y cuerpo sinuoso como el de una serpiente.

Pero los ojos de Lara eran grises con chispitas doradas y, cuando se vio en el espejo antes de salir de su casa, notó que parecía muy joven y algo asustada por lo que iba a hacer.

«Debo recordar», se advirtió a sí misma, «que se supone que tengo por lo menos veintitrés o veinticuatro años, porque de otra manera me considerarían muy joven para enseñar».

Había escrito una recomendación, para el caso de que se la pidieran, y la firmó con el nombre de su padre. Jane opinaba que no sería necesario, ya que se suponía que sólo enseñaría a Georgina durante una temporada y, por lo tanto, no le harían muchas preguntas acerca de su vida.

—Pero me siento nerviosa pensando que podrían hacer averiguaciones acerca de ti y descubrir quién eres —había añadido.

—Sabes bien que casi nadie ha oído hablar de este apartado lugar, al que jamás viene nadie —contestó Lara—. En el gran mundo nada saben de papá y mucho menos de mí.

Jane sabía que era cierto, pero añadió:

—¡Por favor, Lara, ten cuidado! ¿Y si lord Magor te… te hiciera algo malo? ¡Nunca me lo perdonaría!

—¿Hacerme algo malo? No te entiendo. Dices que trató de besarte y admito que eso me parece horrible, pero creo difícil que pudiera llegar a herirme o pegarme.

Jane no contestó y Lara tuvo la sensación de que pensaba en algo que no se atrevía a decir. Por fin agregó, como si tratara de convencerse a sí misma:

—Estoy segura de que todo saldrá bien y si te asusta debes huir y regresar aquí de inmediato.

—Te prometo que lo haré —contestó Lara—, pero por amor de Dios, no digas nada de esto a papá o a Nanny. Si lo haces, mañana mismo se presentarán en Keyston para sacarme de allí.

—No, no diré nada —prometió Jane—, pero debería impedir que lo hicieras, aunque te agradezco tu generosidad hacia mí.

—En realidad soy muy egoísta —le aseguró Lara—, porque lo que quiero es obtener la información que necesito para mi novela. ¡Oh, Jane! Si es un éxito, puedes compartir las ganancias conmigo, ya que a ti te deberé que sea creíble.

Había metido también el manuscrito en su baúl pensando: «Tendré tiempo para escribir en las noches, cuando la niña se haya acostado, y también tomaré nota de todo cuanto suceda».

Le hubiera gustado que Jane le hablara más de las fiestas que daban en Keyston, pero sabía que era más importante conocer cuáles serían sus obligaciones y qué lecciones había dado a Georgina.

—La niña es muy torpe —dijo Jane— y la verdad es que no me explico la razón, ya que la familia Keyston tiene fama de ser inteligente. Entre ellos ha habido grandes estadistas y militares notables.

—¿Hay algún libro con la historia de la familia? —preguntó Lara.

—Imagino que debe haberlo en la biblioteca —contestó Jane—, pero yo nunca he tenido tiempo de leer. Cuando mandaba a Georgina a la cama y terminaba de limpiar la sala de clases, me sentía aterrada de que lord Magor subiera y tratara de acosarme… por lo que no podía concentrarme en la lectura.

Lara no pudo evitar pensar que Jane sacaba un poco de quicio las cosas.

«Después de todo, es sólo un hombre», pensó. ¿A qué se referiría Jane al decir que podía hacerle algo malo? Aquello la intrigaba un poco, pero tenía tantas cosas en las que pensar, que casi había olvidado a lord Magor cuando el coche de alquiler llegó a la mansión Keyston.

Se había acordado de preguntar a Jane el nombre del aya de Georgina, pues sabía que a la suya le molestaba que los extraños la llamaran Nanny.

—Nesbit, señorita Nesbit —le había dicho Jane.

—¿Debo preguntar por ella cuando llegue o habrá allí algún secretario, como en Keyston Priory, a quien deba ver primero?

—El señor Simpson está en Keyston Priory actualmente porque allí está el marqués —explicó Jane—. Cuando su señoría regresa a Londres, el secretario se adelanta para prepararlo todo y esperar su llegada.

—Entonces, lo mejor que puedo hacer es preguntar por el aya y explicarle lo sucedido —decidió Lara.

—Es… espero que todo salga bien… Temo que… ¡Oh, querida, querría que no lo hicieras! —balbuceó Jane.

—No empecemos de nuevo, ya es hora de que me vaya —se impacientó Lara.

No tenía otra forma de llevar su baúl a la estación que pedir a Jacobs que la acompañara con una carretilla. Hubiese podido solicitar a su amigo el granjero algún otro medio de transporte, mas pensó que cuantas menos personas supieran lo que iba a hacer, mejor.

Como la vicaría y la iglesia estaban alejadas del pueblo, nadie les vio cuando iban con paso ligero por la vereda sinuosa que desembocaba en el camino principal. Éste llevaba a la estación de Little Fladbury.

Aunque el baúl no contenía muchas cosas, estaba hecho de cuero pesado, así que Jacobs lo depositó en el andén con un gesto de alivio y sacó un pañuelo del bolsillo para secarse el sudor de la frente.

Lara tenía tanto que preguntar a Jane, que había salido de la casa en el último minuto. Así que no tuvo que esperar mucho para ver el tren que se acercaba humeante y que unos segundos más tarde se detuvo con gran estrépito junto al andén.

El jefe de estación salió para supervisar que cargaran el baúl de Lara en el furgón de equipajes y después la condujo a un asiento vacío en el vagón reservado para damas.

«¡Esto sí que es una aventura de verdad!», se dijo Lara al ponerse el tren en marcha, y ahora se repetía lo mismo cuando los caballos hicieron alto a la puerta de la mansión Keyston. Era una construcción imponente, rodeada por una verja muy alta, y Lara supuso que en la parte posterior de la casa habría un gran jardín lleno de árboles.

«Debe de ser estupendo ser tan rico como para tener una gran mansión en el campo y otra en Londres», pensó.

El cochero bajó y tocó la campanilla. Enseguida abrió la puerta un lacayo de elegante librea azul y amarillo con grandes botones plateados en los cuales se veía el escudo del marqués.

Mientras el cochero bajaba su baúl y lo dejaba en el suelo, Lara observó la sorpresa del lacayo ante su llegada.

—Deseo ver a la señorita Nesbit. Por lo que sé, está aquí con lady Georgina —le dijo— y por favor, permita que ponga mi baúl en el vestíbulo mientras hablo con ella.

A pesar de que no se daba cuenta de ello, Lara hablaba de manera tan correcta y autoritaria, que el lacayo contestó respetuoso:

—Avisaré a la señorita Nesbit que está usted aquí, señorita.

—Muchas gracias.

La condujo a un salón que a Lara le pareció debía ser para recibir por la mañana. Estaba amueblado de forma muy confortable, con muebles franceses que Lara había visto en los libros, pero nunca en la realidad. Había además cuadros indudablemente valiosos. Mientras esperaba, recorrió la habitación para admirarlos y ver la firma de sus autores. Estaba segura de que el precio de uno sólo le bastaría a ella y a su padre para vivir cómodamente, incluso con algo de lujo, durante varios años.

Se abrió la puerta y el lacayo entró de nuevo.

—La señorita Nesbit pide que suba usted, señorita, ya que no puede dejar sola a milady.

Lara siguió al sirviente por una escalera impresionante que llevaba al primer piso.

Luego, tras pasar una puerta verde, subieron por otra escalera no tan elegante al segundo piso, donde había varias puertas que Lara supuso debían de ser las de los dormitorios principales.

Avanzaron por un largo pasillo y, casi al final, el lacayo llamó a una puerta que abrió una mujer de edad. Lara adivinó al instante que estaba ante la señorita Nesbit.

Era casi una copia al carbón de su propia aya, con su vestido gris de blanco cuello almidonado y un ancho cinturón sujeto por una hebilla plateada. El cabello canoso lo llevaba recogido con severidad en la nuca y su rostro era suave y amable, pese a que en la barbilla y la boca se notaba la firmeza de quien lleva años dando órdenes que deben ser obedecidas.

Miró sorprendida a Lara antes de decir:

—¿Deseaba verme?

—Traigo un mensaje de la señorita Jane Cooper.

El aya no respondió y, mientras el criado se alejaba, Lara añadió:

—Tengo que explicarle algo a usted ¿podría pasar?

—¿Dice que viene de parte de la señorita Cooper? —preguntó con tono suspicaz la anciana.

—Sí —contestó Lara.

Con cierta reticencia, al parecer, la señorita Nesbit abrió un poco más la puerta.

—Pase —invitó—, pero no hable fuerte. La niña duerme. Ha estado muy inquieta todo el día y es un alivio que haya podido conciliar al fin el sueño.

—La señorita Cooper me dijo que tenía un absceso en un diente.

—Eso es lo que dice el dentista —gruñó el ama como si ella no estuviera muy de acuerdo.

Estaban ya dentro de la habitación y Lara vio que era una cómoda salita, con una puerta que debía dar al dormitorio.

—Será mejor que se siente —le indicó la señorita Nesbit.

Lara lo hizo en un sofá tapizado en algodón estampado con flores y el aya se sentó frente a ella.

—¿Bien? —preguntó—. ¿De qué se trata?

—Me temo, señorita Nesbit, que sea un trastorno lo que tengo que decirle.

—¿Porqué?

—La señorita Cooper fue a visitarme al campo, donde yo vivo, y no parecía estar muy bien de salud, así que al terminar de comer avisé al médico, está casi seguro de que tiene sarampión.

—¿Sarampión? —exclamó el aya, en tono agudo, mas en seguida añadió—: ¡Ah! Pero no importa. La niña ya lo pasó.

—Me alegro —dijo Lara—. La señorita Cooper estaba muy preocupada por si hubiese podido contagiarla.

—De todos modos, hay varias personas en Keyston Priory que no lo han tenido —comentó el aya—, incluso dos de las doncellas que se hacen cargo del aula.

—Ésa era otra cosa que preocupaba a mi amiga la señorita Cooper —se apresuró a decir Lara. Sin duda Jane no sabía que lady Georgina había pasado ya el sarampión. Pero en realidad no importaba mucho, porque de todas maneras se suponía le sería imposible trabajar en dos o tres semanas por lo menos.

—Bien, lamento mucho saberlo —dijo la señorita Nesbit—. Siempre he dicho que esas enfermedades infantiles siempre es mejor tenerlas cuando es uno pequeño. Se sufre más de mayor.

—Eso mismo fue lo que dijo el doctor —contestó Lara— y la señorita Cooper pensó que la única manera en que podía enmendar la situación era encontrando a alguien que la sustituyera eventualmente.

Vio que el aya se ponía algo rígida, pero antes que pudiera hablar continuó diciendo:

—Yo acabo de dejar mi empleo porque mi alumna es ya muy mayor para necesitar institutriz y como la señorita Cooper estaba muy ansiosa de no causarles a ustedes ningún inconveniente, le dije que accedería con gusto a venir y enseñar a lady Georgina hasta que el doctor diga que ella está restablecida.

El aya la miró dubitativa.

—No sé qué decir —contestó—. No le vendría mal a la niña descansar algún tiempo de lecciones.

Lara ya esperaba este comentario y sonrió diciendo:

—Estoy segura de que milady estará mucho mejor con usted, pero a mi amiga le preocupaba mucho darle a usted más tareas, con lo mucho que ya trabaja según me contó. Así que si yo pudiera hacerme cargo de lady Georgina durante una o dos horas al día, estoy segura de que le sería de alguna ayuda a usted.

Por la expresión del aya, comprendió que estaba sorprendida ante su actitud. Al cabo de un momento, la anciana dijo casi de mala gana:

—Bueno, ya que está usted aquí, y como supongo que realmente es amiga de la señorita Cooper, será mejor que por lo menos pase la noche en casa.

—Es usted muy amable. Si no me hubiera aceptado, no habría sabido qué hacer. Dudo que haya un tren a esta hora para volver a mi pueblo.

—La señorita Cooper me dijo que iba a visitar unos amigos —comentó el aya—. Era a usted, por lo que veo…

—Así es. Yo trabajaba con lord Hurlington; era la institutriz de su hija. El padre de la señorita Cooper vivía en esa misma población antes de morir.

Le pareció, aunque no estaba segura, que el aya se había impresionado al oírla mencionar el nombre de un lord.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó la anciana.

—Lara Wade.

Había escogido este nombre porque le pareció que sonaba adecuado. En Little Fladbury había una solterona apellidada Wade, que enseñaba sin mucho éxito en la escuela dominical.

—Bien, señorita Wade, comprenderá que yo no puedo decidir si se queda o no con nosotros hasta que la señorita Cooper mejore. Eso corresponde al señor marqués o a su secretario que se encarga del personal. Le verá usted mañana, cuando volvamos a Keyston Priory.

—Espero que me permitan ayudarle —dijo Lara—. Además, tengo grandes deseos de conocer la casa, después de lo que me ha contado de ella mi amiga.

—Supongo que ella la admira tanto como el resto de la gente —dijo el aya con indiferencia, como si no se permitiera a sí misma mostrarse entusiasmada.

—Me parece —dijo Lara— que la señorita Cooper cree que tiene una gran suerte al trabajar en un lugar con tanta historia y con alguien tan amable como usted lo es con ella.

Estaba segura, al hablar, de que la señorita Nesbit no lo era en lo más mínimo. Lo más probable era que fuera celosa y tratara de obstaculizar la tarea de Jane. Pero su madre le había dicho con frecuencia:

—Siempre debes alabar a las personas atribuyéndoles cualidades que no poseen. Es de esperar que se sientan tan avergonzados que cambien de actitud.

Lara se había reído entonces de aquella teoría, pero ahora se dio cuenta de que al aya le habían agradado sus palabras y parecía más tranquila.

—Como falta poco para cenar, señorita Wade, imagino que querrá quitarse el sombrero y lavarse las manos —la señorita Nesbit se dirigía a ella como si fuera una niña a quien había que recordar lo que debía hacer. Al mismo tiempo, dio un fuerte tirón al cordón dorado que colgaba junto a las cortinas y que servía de llamador.

Con un vuelco en el corazón, Lara comprendió que había ganado. De momento al menos había sido aceptada y ya podía imaginar lo útil que le sería para su libro pasar unas semanas en aquel ambiente.

Lara conoció a Georgina a la mañana siguiente y vio que era tal como la describió Jane: una criatura muy bonita, pero que parecía aletargada, sin demostrar interés por cuando sucedía a su alrededor.

La señorita Nesbit condujo a Lara al dormitorio, donde la niña desayunaba sentada en la cama. Cuando le explicó que su institutriz estaba enferma y había enviado una amiga para ocupar su puesto hasta que se sintiera mejor, no pareció despertar ninguna curiosidad en Georgina, que siguió ocupada en comerse un huevo pasado por agua. Luego, cuando hubo acabado, exclamó:

—¡No quiero recibir lecciones! ¡Odio los verbos!

—También yo —replicó Lara—. Me costó mucho tiempo aprenderlos.

Georgina no hizo ningún comentario y Lara continuó:

—Antes de que nos pongamos a estudiar, espero que me enseñarás tu hermosa casa, a la que vamos hoy. Estoy ansiosa por conocerla.

—Es muy grande —contestó Georgina, como si esto fuera una desventaja.

—Yo vivo en una muy pequeña, así que me resultará interesante conocer una grande, pero debes ayudarme para que no me pierda.

Había un leve brillo de interés en los ojos de Georgina cuando respondió:

—Nadie se pierde allí, pero las doncellas tienen miedo de caminar por la noche por si se les aparece el fantasma.

—¿Hay un fantasma? ¡Qué emocionante! ¡Háblame de él!

—¡Basta de charla, Georgina! —interrumpió con brusquedad el aya—. Sabes bien que eso asusta a Nelly y a Bessie y que las tendremos gritando por todas partes que han visto a la dama blanca, al monje gris o cualquier otra bobada.

—¿Han visto algún fantasma? —preguntó Lara.

—Si hay gente que de noche se desliza por los pasillos, ¡puede jurar que no son fantasmas! —respondió cortante la señorita Nesbit y, como si pensara que ya había dicho demasiado, salió de la habitación dejando solas a Lara y a Georgina.

—A Nelly la aterrorizan los fantasmas —dijo la niña en voz baja—. Una vez me puse encima una sábana y grité «¡Buuu!» cuando entró en mi habitación. Gritó, tiró la bandeja y Nanny se molestó mucho.

Lara se echó a reír.

—No me sorprende. El miedo provoca que la gente haga toda clase de tonterías.

—Tal vez usted se asuste también cuando lleguemos a Keyston Priory.

—Espero que no. Además, no gritaré aunque vea un fantasma.

—A mucha gente la asusta tío Ulric —dijo Georgina como en un impulso.

Lara adivinó que hablaba del marqués y preguntó:

—¿Por qué?

—Porque es una persona que atemoriza. —Como si no tuviera deseos de contestar más preguntas, la niña añadió—: Quiero levantarme. Dígaselo a Nanny.

—Sí, claro.

Lara fue a abrir la puerta y vio que el aya estaba en la salita, recogiendo algunas cosas esparcidas por allí y que sin duda debían ser incluidas en el equipaje.

—Georgina quiere levantarse —le avisó Lara y se preguntó si sería correcto referirse a la niña sin emplear su título—. Permítame que la ayude, señorita Nesbit.

El aya pareció sorprendida por el ofrecimiento.

—Todo esto hay que meterlo en el baúl que hay ahí en el rincón. Yo iré a atender a la niña.

Lara colocó las cosas en el enorme baúl, hecho con una piel muy cara según advirtió. Era otro ejemplo de lujo y suspiró pensando que la única persona que parecía una pedigüeña al llegar a la mansión sería ella.

Incluso se sentía tan avergonzada de su viejo sombrero, que le había pedido a Jane prestado el suyo. Era de paja barata, adornado con cintas azules para hacer juego con los ojos de Jane, pero estaba en buenas condiciones.

Al ponérselo, Lara pensó que resultaba algo teatral con su cabellera rojiza, pero le era imposible presentarse con su viejo sombrero, completamente pasado de moda y, como le había dicho a su aya, a punto de caerse a pedazos.

—Toma de mis cosas todo lo que necesites —le había ofrecido Jane—, pero me temo que mi vestuario no es muy elegante.

—Imagino que me pondré verde de envidia cuando vea los trajes que llevan las invitadas del marqués.

—¡Son una maravilla! —exclamó Jane—. Cada uno cuesta una fortuna y algunas damas londinenses nunca usan un vestido más de una vez.

—¿Y qué hacen con ellos entonces?

—Se los dan a sus doncellas, que los venden y así se sacan algún dinero extra.

—¡Qué cosa más rara!

—¡Oh, no! Es bastante corriente entre las damas de la alta sociedad. Con frecuencia he pensado que si tuviera dinero les compraría mi ropa a esas doncellas; pero como sabes, tengo que ahorrar cada centavo de mi sueldo por si acaso algún día me quedo sin empleo.

—Sí, claro… —reconoció Lara. Pero cómo le habría gustado que su amiga le pudiera prestar algo más bonito que los sencillos vestidos que había usado durante años, algunos de los cuales le quedaban ya muy apretados porque había crecido o porque los había lavado demasiadas veces.

—Como usarás mi dormitorio —le dijo Jane— lo encontrarás allí todo y, si quieres, te presto el vestido que llevo ahora.

Como a Lara le pareció bastante feo, prefirió usar el propio, que había pertenecido a su madre, echándose una capa por encima para el viaje.

Lara no se daba cuenta de que, debido a que su figura estaba muy bien proporcionada, y tenía la cintura muy estrecha, daba a la ropa, por usada que estuviera, una elegancia que no se habría podido comprar en ninguna tienda. Por eso, mientras se dirigían a Keyston Priory en el elegante carruaje de cuatro caballos, pensaba que incluso junto a Georgina hacía un triste papel.

El vestido de la niña era de muselina adornada con encajes y encima llevaba un abrigo ligero de raso, los puños orlados de armiño. Era exactamente lo que, en opinión de Lara, debía lucir su heroína. Era una pena que Georgina fuera tan joven y no pudiera, por tanto, servirle de modelo para la protagonista.

Pero de todos modos, tomó nota mental de la solicitud con que la atendían. El cochero, tocado con sombrero de copa, le había extendido sobre las rodillas una mantita de piel y el mayordomo y tres lacayos de librea se inclinaban reverentes mientras se dirigía al carruaje.

La señorita Nesbit insistió en que Lara debía sentarse junto a Georgina en el sentido de la marcha y ella lo hizo enfrente.

—Como soy una extraña, estoy segura que Georgina preferirá sentarse junto a usted.

Sabía que la sugerencia había complacido al aya, pero ésta le indicó:

—Lo correcto es que se siente usted ahí, señorita Wade, y no pienso discutir más el asunto.

—Muy bien. Pero estaré dispuesta a cambiar de lugar en cualquier momento del viaje.

Descubrió que sus modales respetuosos y las lisonjas que utilizaba con gran habilidad, suavizaban la actitud del aya para con ella. Sospechó que el comportamiento de las anteriores institutrices había sido insolente y recordó que su propia aya estaba siempre a la defensiva con ellas.

«Si me quedo, debo tratar a todos de igual forma», decidió.

Después se dedicó a entretener a Georgina y le contó varios relatos, la mayoría inventados, acerca de su niñez. Como advirtió que la señorita Nesbit escuchaba atenta, tuvo mucho cuidado de no decir nada que la hiciera sospechar.

Georgina estaba ya muy cansada cuando el coche tomó la avenida que llevaba a la casa y su aya le advirtió:

—Te irás en seguida a la cama. De lo contrario, no habrá salida a montar mañana.

—¡Sí que montaré! —en la voz de Georgina había un tono de segundad que Lara no le había escuchado antes—. Sé que Snowball me ha echado de menos.

—Bueno, si descansas bien esta noche, verás mañana a tu poni.

Lara se dio cuenta de que aunque Georgina parecía enfurruñada, en sus ojos había un brillo especial. Aquella conversación la hizo percatarse de que a la niña le gustaba mucho montar a caballo y pensó, con súbita emoción, que si Georgina cabalgaba, tal vez a ella también se lo permitirían.

Cuando Rolo era joven, solía montarlo cuando su padre no lo necesitaba, pero ahora el caballo estaba viejo y era casi una crueldad hacerle galopar. Como la vicaría estaba alejada de la población, Lara ansiaba todos los días poder cabalgar, en lugar de hacer largas caminatas a través del bosque para ir a Little Fladbury. En tales ocasiones solía imaginar que iba en un gran caballo negro o en un unicornio blanco como la nieve.

—¡Gracias a Dios que llegamos a casa! —exclamó la señorita Nesbit.

Lara miró hacia el final de la larga avenida de robles y casi perdió el aliento. La casa relucía como una joya bajo el sol de la tarde y la joven pensó que era la más hermosa que había visto en su vida. Reconoció enseguida que era de estilo isabelino y que debía de haber sido un gran monasterio antes que se decretara la disolución de éstos.

Por delante corría un ancho arroyo cruzado por un puente y los verdes prados que la rodeaban parecían de terciopelo. El arroyo estaba bordeado de almendros y otros árboles en flor que dejaban caer sus hojas al agua.

—¡Es una maravilla! —exclamó Lara, sin percatarse que lo decía en voz alta.

—Sí, es bastante bonita —admitió el aya con indiferencia—. Pero ningún lugar de la tierra es perfecto.

La forma en que hablaba era tan parecida a la de su propia aya, que Lara no pudo evitar reírse. Pero al notar la mirada aguda que le dirigía la señorita Nesbit, recordó que aquél era un momento crucial.

A pesar de haber llegado tan lejos en su aventura, podía suceder que la enviaran de vuelta a su casa, de forma vergonzosa además, si el señor Simpson o el marqués consideraban que su presencia allí era una impertinencia.

«¡Oh, Dios mío, por favor, permite que me quede!», rogó y continuaba con su oración mientras salía del carruaje y seguía a Georgina por la escalinata para entrar por la puerta cuyas pesadas hojas de roble estaban talladas con el escudo de los Keyston.