Capítulo 1
1877
Se abrió la puerta y el aya entró diciendo:
—Vamos, señorita Lara, hace un día precioso y usted debería estar en el jardín el lugar de devanarse los sesos tratando de escribir.
Lara Hurley levantó la mirada y replicó risueña:
—Me devano los sesos con un propósito, Nanny. Cuando sea famosa, te sentirás orgullosa de mí.
El aya, que llevaba más de veinte años con la familia, se limitó a gruñir, mientras recogía un chal de lana dejado al descuido sobre una silla, una pamela de otra y varios libros esparcidos por el suelo.
Lara volvió la cabeza y exclamó:
—¡Oh, Nanny, has roto el hilo de mis pensamientos y he olvidado lo que iba a escribir! Y este capítulo me está resultando verdaderamente difícil.
—No entiendo por qué quiere escribir un libro cuando la casa está llena de ellos.
—Eso dices ahora, pero cuando mi libro se publique serás la primera persona que querrá que le firme un ejemplar.
El aya gruñó de nuevo, como si tal cosa le pareciera muy poco probable, y Lara añadió:
—Está bien, Nanny. Pero dime, ¿qué otra cosa puedo hacer para ganar dinero? Como sabes muy bien, lo necesitamos desesperadamente.
—No es ése el tipo de ocupación que pueda darnos dinero —replicó el aya—. Por lo que he oído, los autores famosos siempre murieron de hambre en miserables barracas antes que se publicaran sus libros.
—Tienes razón —aceptó Lara—, y aunque yo no me muero de hambre gracias a ti, necesito desesperadamente un vestido nuevo. Y si tengo que ir a la iglesia con el mismo sombrero los próximos cinco años, estoy segura de que se caerá hecho pedazos en cualquier momento mientras canto los salmos. Entonces te sentirías avergonzada de mí.
El aya nada contestó y Lara prosiguió:
—No es que vaya a la iglesia para que la gente se fije en lo que llevo puesto. ¡Dios mío, la gente!… —suspiró—. Siempre las mismas cosas y los mismos chismes en este agujero donde nunca sucede nada… No es extraño que tenga que echar mano de toda mi imaginación para escribir algo interesante.
—No digo que no use su imaginación, señorita Lara, pero está pálida y lo que necesita es aire fresco para que sus mejillas recobren el color. No sé por qué no se dedica a la jardinería o al dibujo como las otras jóvenes damas del pueblo.
—¿Qué jóvenes damas? No hay ninguna de mi edad por aquí, bien lo sabes.
Comprendiendo que llevaba las de perder, el aya se dirigió a la puerta.
—No puedo quedarme aquí luchando todo el día, señorita. Tengo que preparar la cena de su padre y ese mal llamado pollo que mató Jacobs está tan duro que necesitaré hervirlo durante varias horas antes que se le pueda hincar el diente.
Sin esperar la respuesta, salió del estudio cerrando la puerta a sus espaldas, por lo que no escuchó la risa de Lara. La dureza de los pollos era motivo de frecuente discusión entre el aya y el anciano que les ayudaba en las tareas más pesadas, como plantar las verduras en el huerto o limpiar las caballerizas.
Lara se preguntaba con frecuencia qué harían sin él, pues estaba segura de que no encontrarían a otro que realizara tantas tareas como Jacobs, a pesar de la escasa paga que recibía.
«¡Dinero, dinero!», pensó la joven con tristeza, «¡no es la raíz de todo mal, pero sí la causa de todos los problemas y preocupaciones!».
Con frecuencia había pensado en lo ridículo que resultaba que su padre hubiera heredado el título y un montón de deudas con él en lugar de dinero.
Como hijo menor del tercer lord Hurlington, había ingresado en la iglesia anglicana, mientras que su hermano mayor, Edward, como se acostumbraba, había servido en la Guardia de Granaderos, regimiento al que siempre habían estado adscritos los primogénitos de la familia.
Cuando Edward murió en Egipto, no en batalla, sino por culpa de la fiebre del desierto, el reverendo Arthur Hurlington se convirtió en heredero del título de barón.
Pero el abuelo de Lara falleció dejando una montaña de deudas que no lograron cubrirse totalmente con lo obtenido por la venta de la casa solariega y todo lo que contenía.
Como era un hombre recto y honorable, el nuevo lord Hurlington trabajaba con ahínco para conseguir pagar las deudas restantes por medio de sus propios ingresos, muy escasos por cierto. Esto significaba que su esposa y su hija se vieran obligadas a restringir al máximo los gastos y a economizar cada penique. Por lo tanto, cosas como un vestido nuevo o un sombrero debían esperar hasta un futuro lejano, cuando la familia estuviera libre de la pesada carga que tenía atada al cuello.
—¿Cómo pudo ser el abuelo tan despilfarrador? —había preguntado Lara a su madre mucha veces. Lady Hurlington no sólo no tenía respuesta, sino que un año antes pareció haber renunciado a la lucha por la supervivencia y se consumió lentamente.
Lara pensaba con amargura que su madre había muerto debido a la carencia de alimentos suficientes para fortalecerla, y a la imposibilidad de comprar las caras medicinas que necesitaba.
Desde los dieciocho años, cuando dejó de considerarse una niña, a Lara la obsesionaba la idea de ganar dinero. Pero sabía que le sería imposible dejar solo a su padre, aunque le ofrecieran un trabajo lucrativo en otra población, lo que, en cualquier caso, no era nada probable. Las únicas profesiones adecuadas para jóvenes como ella eran la de señorita de compañía o la de institutriz.
«Eres demasiado joven para eso», le había dicho Nanny cuando le habló de ello.
—De todas maneras, no tengo deseos de cuidar niños —contestó Lara—. Mamá siempre decía que una institutriz vive una existencia miserable en un lugar perdido entre el cielo y el infierno. No está ni en el piso de abajo ni en el de arriba, por así decirlo, sino en una tierra de nadie entre ambos. Y ésa me parece una posición muy incómoda.
Fue entonces cuando decidió escribir una novela sobre ese tema. La heroína sería joven, bonita y pobre; conseguiría trabajo en una mansión ducal y por supuesto, como el duque sería viudo, andando el tiempo se casaría con él y serían felices.
Lara pensaba que era el tipo de novela que a ella le gustaría leer. Estaba segura de que cuando la terminase, encontraría un editor que la publicara y ambos ganarían una fortuna.
«¡Quizá me haga famosa de la noche a la mañana como lord Byron!», se decía. También recordó a las hermanas Brontë, parecidas a ella puesto que también eran hijas de un pastor de iglesia y vivían en el campo, en Yorkshire. Sólo que Little Fladbury, donde ella vivía, era más aburrido aún que Yorkshire. Allí los años transcurrían sin que nunca sucediera nada nuevo.
En las novelas, pensaba Lara siempre existe una gran mansión donde vive el terrateniente. Su protagonista debía ser joven, apuesto y fijarse en una bella joven del lugar, o por el contrario, si era viejo y malhumorado, tendría un hijo romántico y audaz, dispuesto a fugarse con la muchacha amada.
Como hija única, Lara había llevada una existencia solitaria y tenía la cabeza llena de sueños. Sólo su madre había comprendido que los seres que habitaban su imaginación eran tan reales o más que los que trataba a diario.
Cuando se levantó de la mesa, Lara lo hizo satisfecha porque ya había escrito dos capítulos de su libro, pero ahora se encontraba, estancada en el tercero. En éste era donde la heroína, que había sido recomendada como institutriz por una amable anciana que vivía en los alrededores, llegaba al castillo ducal.
«¿Cómo puedo describir un lugar así si nunca he visto ninguno?», se preguntó Lara. Había oído decir que a unos veinte kilómetros del pueblo había varias mansiones aristocráticas. Conocerlas, aunque sólo fuese por fuera, le resultaría muy útil. Pero Rolo, el único caballo del que ella y su padre disponían era ya muy viejo y dudaba que la llevara a quince kilómetros, mucho menos a veinte. Sabía que cierto granjero estaba dispuesto a prestarle un caballo de tiro si se lo pedía ya fuera para cabalgar o para que llevase una carreta, pero otra vez era cuestión de distancia. Quince kilómetros eran demasiados para ir y volver en el mismo día y no tenía con qué pagar una posada donde pasar la noche.
«Supongo que todos los escritores se enfrentan con las mismas dificultades que yo», pensó. Más éste era un pobre consuelo y miró su manuscrito con tristeza antes de decidir lo mejor que podía hacer era lo que le había aconsejado su aya: salir al jardín.
Nanny siempre la interrumpía, tratando de evitar que se concentrara en su novela. La joven sabía que era porque en cierto modo estaba celosa, ya que le disgustaba la idea de que creciera y fuera capaz de pensar por sí misma. Sin embargo, era difícil saber qué habrían hecho si Nanny no cocinara, limpiara la casa y cuidara de su padre, como lo había hecho con lady Hurlington hasta la muerte de ésta.
«Pasearé hasta el huerto», decidió Lara, «y tal vez, además de darle gusto a Nanny, se me ocurra una idea sobre qué escribir».
Salió al vestíbulo, donde vio que el aya había colocado sobre una silla el viejo sombrero que ella usaba cuando salía al jardín. Lo cogió y estaba a punto de salir de la vicaría por la puerta trasera cuando oyó que llamaban a la puerta principal. Se preguntó quién podía ser. Era demasiado tarde para pensar en el cartero; ya había estado allí antes. Además toda la gente del pueblo sabía que su padre estaba ausente reemplazando en un funeral al párroco de la villa cercana, que se encontraba de vacaciones.
Dándose cuenta de que Nanny no había oído la llamada desde la cocina, fue a abrir. Cuando vio a la muchacha que permanecía ante la puerta, lanzó una exclamación de júbilo:
—¡Jane! ¡Qué alegría verte!
—Yo también estoy encantada —declaró la visitante.
—¡Pasa! —la invitó Lara—. Estoy ansiosa de escuchar todas las novedades que me traigas.
Jane Cooper, una muchacha de veinticuatro años, penetró en el vestíbulo y miró a Lara con cierto nerviosismo, como si no pudiera creer que realmente se alegrara de verla.
El señor Cooper, padre de Jane, había sido maestro de escuela. Tras retirarse, y durante varios años, hasta su muerte, había dado clases a Lara.
Jane nació cuando sus padres eran ya bastante mayores y la madre murió al darla a luz. El dolor del señor Cooper sólo se había aminorado por la adoración que sentía hacia su única hija.
Dedicó su tiempo a instruirla como había hecho con tantos niños a lo largo de su vida de profesor. Cuando lady Hurlington comprendió la fortuna que significaba tener en Little Fladbury a un hombre tan inteligente, le pidió que aceptara como alumna a Lara y, aunque Jane era mayor que ella, se convirtieron en muy buenas amigas.
Pero la forma de ser de ambas era muy diferente. Jane debido quizá a la falta de madre, era tímida, débil de carácter y muy insegura. Sin embargo, era bastante bonita, con su cabello rubio y su cutis claro y sonrosado. Tenía además unos preciosos ojos celestes, que miraban al mundo con tanta sorpresa como renuncia a involucrarse en cualquier cosa que no fuera simple y directa. A pesar de su educación superior, Lara pensaba con frecuencia que Jane parecía menor que ella y, desde luego, mucho menos audaz y despierta.
La muerte del señor Cooper significó un desastre ya que su pequeña pensión también se acabó con él y Jane había tenido que ponerse a trabajar para vivir. El único empleo para el que estaba capacitada era el de institutriz y lady Hurlington le consiguió colocación en casa de unos familiares de su marido, los cuales vivían en un ambiente muy distinto al de Little Fladbury. Sumamente agradecida, Jane se marchó a casa de lady Ludlow, en Londres, donde tenía que enseñar a tres niños pequeños y, por lo que Lara había sabido, lo hizo con mucho éxito.
Ahora, mientras abría la puerta del estudio e invitaba a Jane a pasar, Lara pensó que parecía providencial que su amiga llegara en aquel momento, cuando estaba tan necesitada de información acerca de la vida de una institutriz en un ambiente refinado.
—Siéntate, querida —le dijo—. Supongo que ya habrás comido, pero aunque es temprano para el té, le pediré a Nanny que te sirva…
—No, gracias Lara —la interrumpió su amiga—. No quiero nada, excepto tu ayuda.
—¿Mi ayuda? —repitió Lara y sonrió—. ¡Eso es precisamente lo que yo quiero de ti!
Observó que Jane la miraba intrigada y se apresuró a añadir:
—Pero eso no importa de momento. Primero dime tú lo que necesitas y después te contaré yo.
Jane se quitó los guantes blancos que llevaba y, tras ponerlos sobre su regazo, juntó ambas manos y dijo:
—¡Oh, Lara…! Tengo un gran problema.
Su forma de hablar indicó a Lara que era serio.
—¿Qué ha sucedido, Jane?
—No sé… La verdad es que no sé cómo empezar, —contestó Jane—. Verás… he venido con la intención de pedir a tu padre si es posible, me dé otra carta de recomendación.
—¿Qué ha ocurrido con la que tenías?
—Lady Ludlow se la dio al marqués de Keyston, en cuya casa estoy empleada actualmente.
—¿Dejaste a lady Ludlow? No lo sabía.
—No fue porque hubiera hecho algo malo —se apresuró a decir Jane—, pero los dos chicos pasaron a la escuela preparatoria y se decidió que la niña tomara lecciones con otras de su edad.
—¡Oh, pobre Jane! ¿Así que ya no te quisieron con ellos?
—Sentí mucho marcharme. Estaba contenta allí y lady Ludlow era muy amable conmigo.
—Y te consiguió una nueva colocación. —Jane asintió con un movimiento de cabeza—. ¿Qué hay de malo en ello?
Por un momento, Lara pensó que Jane no iba a responder. En sus ojos azules había una expresión que no podía comprender.
—¡Oh, Lara, estoy tan asustada…! —dijo al fin—. No… no sé qué hacer.
—Cuéntamelo todo desde el principio —le pidió Lara. Por su mente cruzó como un relámpago la idea de que todo lo que Jane le revelara sobre lo que le sucedía como institutriz era exactamente lo que necesitaba para su novela. Pero en seguida se dijo que era muy egoísta al pensar así y que debía concentrarse en ayudar a su amiga que, estaba segura, nunca sería capaz de ayudarse a sí misma.
—Cuando lady Ludlow me dijo que debía irme con el marqués de Keyston me alarmé bastante —explicó Jane—, porque se trataba de un caballero muy importante.
—¿Quién es? —preguntó Lara—. Nunca he oído hablar de él.
—Es amigo del príncipe de Gales y posee muchos caballos de carreras. Lady Ludlow habló de él de una manera que me hizo comprender que le admira mucho.
—¿Y tú cuidas de algún hijo suyo?
—No, no… El marqués no es casado. Soy la institutriz de su sobrina, hija única de su hermano mayor, que murió hace algún tiempo.
—Comprendo… Supongo que así fue como heredó el actual marqués.
—En efecto.
—¿Cuántos años tiene tu alumna?
—Diez, pero es bastante torpe y no puedo enseñarle mucho.
—¿Dónde vive el marqués?
—En una enorme mansión llamada Keyston Priory. Sus alrededores son muy bonitos y yo sería feliz allí, si no fuera porque… Se detuvo y se mordió el labio inferior como si le temblara. Los ojos de Lara reflejaban el interés que sentía.
—¿Qué ha sucedido, Jane? —preguntó—. ¿Es el marqués quien te hace difícil la vida?
No sabía cómo expresarlo en palabras, pero estaba segura de que allí había un perverso villano, como en las obras de teatro, que amenazaba a la tierna y pura doncella que era Jane y a la cual sólo el héroe podría salvar.
—No, no se trata del marqués —repuso Jane—, sino de su amigo.
—¿Qué amigo?
—Su nombre es lord Magor, un hombre viejo. ¡Oh, Lara! Le tengo miedo y no sé qué hacer. Debo… Es necesario que salga de allí, pero no tengo a dónde ir.
Lara acercó un poco su silla a la de Jane.
—¿Qué hace para atemorizarte tanto?
—Se presenta en el aula las tardes en que estoy sola… y hace dos días trató de besarme. ¡Oh!, sé que eso es pecaminoso, pero no me escucha cuando le digo que se vaya.
—¿Cómo has podido salir hoy? ¿Es tu día libre?
—No, pero he tenido suerte. Ayer por la mañana, Georgina sintió un fuerte dolor en un diente. Estaba tan mal que le dijo al secretario de su señoría, el señor Simpson, que es quien maneja la casa, que necesitaba llevarla al dentista.
—Así que hoy la has llevado a Londres.
—Así es. Hemos visitado al dentista, que le ha encontrado un absceso en un diente. La niña estaba tan molesta que él ha insistido en que hoy se quede en cama.
Se detuvo para tomar aliento y prosiguió:
—Su antigua aya ha ido a Londres con nosotros y se ha quedado luego con ella en la mansión Keyston. Eso me ha dado oportunidad de tomar el tren para venir aquí, pero debo tener cuidado de no perder el de regreso, que pasa a las cinco.
—Tendrás que ir andando a la estación, a menos que papá regrese con el carruaje.
—Me iré con tiempo suficiente.
—Cuéntame más de lord Magor.
—Está siempre en Keyston porque al marqués le agrada su compañía. Allí se celebran grandes fiestas y no me explico por qué lord Magor se fija en mí cuando las damas que invita su señoría son tan bellas y lucen unos vestidos que no podría ni imaginarte.
—También quiero que me hables de ellas con todo detalle, pero por ahora cuéntame cosas de lord Magor. Estoy segura de que podrías decirle que te deje en paz.
—No me hace caso —respondió Jane—. Insiste en decirme lo bonita que soy y es tan… tan imponente. Además resulta difícil mostrarse grosera con un caballero que tiene por lo menos cuarenta años.
«Exactamente el tipo de hombre que imaginaba», se dijo Lara. Estaba segura de que lord Magor sería bastante alto y fornido, rubicundo, y que fumaría puros.
—¿No podrías hablarle al marqués de su amigo y pedirle que intervenga para que te dejara en paz? —preguntó a su amiga.
—¿Hablar con el marqués? —exclamó Jane, horrorizada—. ¡No podría! Si hasta se me hace difícil darle los buenos días o las buenas tardes… ¡Es… es horrible!
—¿Qué quieres decir con eso?
—No es fácil de explicar —contestó Jane—. Es muy cínico y autoritario y parece sentir un gran desprecio por todo y por todos… ¡especialmente por mí!
—¡Oh, pobre Jane! —exclamó Lara, comprensiva—. Parece que has llegado al lugar menos adecuado para ti.
Conocía mejor que nadie la incapacidad de Jane para enfrentarse hasta con las más pequeñas dificultades de la vida, y ni qué decir con caballeros que la asediaran con malas intenciones.
Lara era muy inocente y no estaba al tanto de lo que eso significaba exactamente. Sólo sabía que los villanos de las novelas que había leído, y los de las historias que llenaban su mente, siempre perseguían a inocentes doncellas, no porque quisieran casarse con ellas, sino para ofrecerles lo que se calificaba como «un destino peor que la muerte». No tenía idea de en qué consistía esto, pero sabía que tenía algo que ver con los diez mandamientos.
En ocasiones, su padre predicaba en contra de los «pecadores que merecen el fuego del infierno» y los pecadores eran de forma inevitable, los villanos de sus historias.
Y ahora Jane, con su problema, le proporcionaba decenas de argumentos. Sentía que sus dedos ardían por comenzar a escribirlos en los cuadernos que le habían sobrado de cuando recibía lecciones y que ahora contenían ya dos capítulos de su primera y valiosa obra.
—Háblame del marqués —dijo, y le pareció que Jane se estremecía antes de decir:
—Es muy impresionante, ya te digo, y yo nunca me acerco a él si puedo evitarlo. Pero lord Magor es mucho peor. ¡Oh, Lara! ¿Qué puedo hacer para que me deje en paz?
Pero antes que Lara pudiera responderle añadió:
—De cualquier modo, no puedo quedarme más tiempo en Keyston Priory y por eso he venido a pedirle a tu padre que sea tan amable de darme una recomendación. Si le pido la mía al señor Simpson puede adivinar que busco otro empleo.
—¿Y cómo vas a conseguirlo sin que él se entere de que te vas?
—He pensado que puedo escribir a la agencia de colocaciones de la cual envían a la servidumbre y luego pedir a lady Ludlow que me recomiende.
—Estoy segura de que lo hará encantada.
—Sí, pero no quiero que ella le diga al marqués lo que pienso hacer hasta que ya tenga a dónde ir. Sabes que no tengo casa y, como los familiares de papá viven en el norte del país, no tengo dinero para ir allí a vivir con ellos.
—Siempre puedes venirte con nosotros —le ofreció Lara y los ojos de Jane se encendieron.
—¿Lo dices en serio?
—Por supuesto. Me encantaría tenerte aquí y a papá también. Él te escribirá una maravillosa recomendación o, si quieres, yo puedo escribir una igual a la que te dio mamá y firmarla con su nombre.
—¿Crees que eso sería correcto?
—¡Claro que sí! Será igual que si mamá te hubiera dado dos si en aquel momento las hubieras necesitado.
—Sí, supongo que sí —convino Jane, algo dubitativa—. ¡Qué amable eres, Lara…! Pero todavía debo volver y enfrentarme con lord Magor hasta que encuentre algo.
—¿Cómo es ese hombre?
—Supongo que de joven era bastante atractivo. El ama de llaves, la señora Brigstow, hablaba de él un día y dijo que tenía una gran reputación entre las mujeres. Supongo que por eso es por lo que no entiende que yo no quiera que me bese.
Lara lanzó una exclamación y dijo:
—¿Sabes? Eso es exactamente lo que yo sospechaba que les sucedía a las institutrices de las grandes casas, donde los caballeros piensan, debido a que son mujeres que no pertenecen ni al piso de arriba ni al de abajo, que son presa fácil.
Se dio cuenta de que Jane se había escandalizado al oír sus palabras.
—¡Eso suena horrible, Lara…! Pero supongo que es cierto.
—Le decía a Nanny, justo antes que llegaras, que según mi madre una institutriz está en algún lugar entre el cielo y el infierno, en tierra de nadie, y eso es lo que te sucede a ti, Jane.
—Lo sé —suspiró Jane—. Pero el caso es que estoy siempre atemorizada. Cuando de noche me encierro en mi habitación, siempre tengo miedo de que lord Magor logre entrar.
—¿Cómo podría hacerlo?
—No podría, sé que es una tontería pensarlo. Pero no puedo dormir y luego por la mañana tengo dolor de cabeza y me siento tan enferma que apenas puedo dar las lecciones a Georgina. ¡Dios mío! Lo único que deseo es huir de allí y no volver jamás.
La forma en que hablaba le indicó a Lara lo perturbada que se encontraba. Observó que su rostro estaba más pálido de lo usual y que tenía círculos oscuros alrededor de los ojos. Recordó que Jane siempre había tenido reacciones muy intensas. Si discutía con alguien o sufría algún disgusto, lloraba hasta ponerse enferma y se quedaba en cama, incluso días, negándose a comer.
Por su mente cruzó la idea de que si su amiga sufría un colapso nervioso, la despedirían y después le resultaría casi imposible conseguir otro empleo.
—Lo que de verdad necesitas, Jane, son unas vacaciones. ¿Cuándo te las tomas?
—Olvidé preguntar cuándo tenía derecho a ellas —contestó Jane—. De cualquier manera, no quiero tomar vacaciones, puesto que no tengo a dónde ir.
—Pues yo considero indispensable que las disfrutes —insistió Lara.
—¿Pero cómo? Supongo que las cosas irán mejor cuando el marqués se marche y no haya tantas fiestas. He oído decir a los sirvientes que cuando comienza la temporada en Londres, él sólo va a Keyston Priory algún fin de semana que otro.
—¿Y crees que lord Magor continuará yendo con él?
—Suele hacerlo siempre. Desde que yo llegué a allí, sólo ha faltado a una fiesta.
—Ya veo que es un verdadero problema —suspiró Lara—, pero debes enfrentarte a él y decirle que, si no te deja en paz, se lo dirás al marqués.
—Me daría mucho miedo hacerlo, así que no sería convincente y él no me creería.
Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras continuaba diciendo:
—De verdad, Lara, no puedo seguir allí mucho tiempo. Debo encontrar algún sitio a dónde ir.
—¿Crees que podría escribir a lady Ludlow?
—Aunque es familiar de papá, no la conozco —contestó Lara—. ¿Piensas que es el tipo de persona que puede comprenderte?
—En realidad no lo sé. Se portó muy amablemente conmigo cuando vivía en su casa y enseñaba a sus niños, pero se ausentaba con mucha frecuencia.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lara.
—Se mueve en el mismo círculo social que el marqués y, por lo tanto, siempre anda con los príncipes de Gales o gente importante como ellos.
—Eso me parece fascinante. ¡Continúa!
—Por supuesto que las únicas grandes fiestas que yo he presenciado son las que daba la propia lady Ludlow, y eso sucedía sólo cuatro o cinco veces al año.
—¡Cómo me hubiera gustado verlas yo también! —Jane sonrió con tristeza.
—Sólo las veíamos desde detrás de la balaustrada. Allí, junto con otros sirvientes, espiaba para ver bajar a las damas para la cena. Iban cubiertas de joyas y lucían unos vestidos tan escotados que estoy segura de que tu padre los habría considerado escandalosos.
Lara sonrió, mas no dijo nada. Con frecuencia, su padre le había descrito lo bella que aparecía su madre en los bailes a los que asistían cuando eran jóvenes.
—Pero sin duda tendrías oportunidad de hablar con lady Ludlow cuando no había fiestas, ¿verdad? —inquirió.
—Solía bajar a los niños al salón a las cinco de la tarde —explicó Jane—. Les molestaba ir al piso bajo y solían quejarse y protestar mientras los vestía con sus mejores galas.
—¿Qué hacías luego?
—Entraba en el salón y permanecía en pie a la puerta esperando hasta que milady decía: «¡Oh, aquí están mis niños! Venid a darme un beso, queridos» y mientras los pequeños se acercaban a ella, me preguntaba: «¿Han sido buenos hoy, señorita Cooper?». Yo contestaba siempre que sí, le hacía una reverencia y me retiraba.
—¿Eso era todo?
—Sí, hasta que volvía para recogerlos.
—¿Qué sucedía entonces?
—Cuando entraba en el salón, lady Ludlow me miraba y decía: «Aquí está la señorita Cooper. Ahora id a la cama, queridos míos, y no olvidéis decir vuestras oraciones». Algunas veces se volvía hacia mí para preguntar: «¿Repiten todos los días sus oraciones, señorita Cooper?». Yo le contestaba nuevamente que sí. Entonces los niños se acercaban a mí, yo hacía otra reverencia y los llevaba arriba, a su habitación. Lara sonrió.
—Lo describes como si fuera imposible acercarse a ella. Pero Jane, eso es exactamente lo que quería saber. Ahora me permitirás que te cuente mis novedades. ¡Estoy escribiendo un libro!
—¿Un libro? —repitió Jane.
—Una novela —explicó Lara— y la heroína es una institutriz, como tú, que se casa con el duque al final. Así que tal vez te cases con el marqués y logres que mi historia se convierta en realidad.
Jane la miró horrorizada.
—¡No me casaría con su señoría ni aunque me lo suplicara! —protestó—. Me da tanto miedo que cuando dice «buenos días, señorita Cooper», me resulta casi imposible responderle.
—Entonces tal vez te cases con lord Magor —dijo Lara sin pensar y Jane gimoteó diciendo:
—Eres mala al decirme eso. ¡Le odio, le detesto! Sé que nunca podré escapar de él… y al final logrará… lo que desea.
—Lo lamento —se apresuró a decir Lara—. No quería molestarte. Pero, Jane… ¿qué es lo que desea?
—Algo malo, perverso. Pero yo soy buena, siempre lo he sido y papá no esperaría que fuera de otra manera —aseguró Jane con énfasis apasionado.
—No, por supuesto que no —convino Lara y, rodeando con un brazo los hombros de Jane, le dijo—: Sólo bromeaba como cuando éramos pequeñas y tú te enfadabas conmigo. Discúlpame, querida, encontraré la forma de ayudarte, ¡te lo prometo!
Desesperada, Jane repuso:
—¡No! Nadie puede ayudarme y cuando mañana vuelva a Keyston, estoy segura de que allí estará lord Magor esperándome.
—Entonces no debes regresar. —Al decir esto, Lara comprendió que era la única solución. Podía sentir cómo temblaba su amiga y veía estremecerse la mano con que sostenía el pañuelo—. Escúchame, Jane —añadió—. Tienes que ser sensata. Debes quedarte aquí y escribir a lady Ludlow para pedirle ayuda, así como también a esa agencia de colocaciones de Londres.
—No… no puedo irme sin avisar con tiempo —repuso Jane con voz temblorosa—. Si abandono así este empleo, nadie más me dará otro.
—¿Estás segura?
—Completamente. El señor Simpson, que es quien contrata al personal, siempre dice que nunca daría una recomendación a alguien que dejara el empleo sin avisar con antelación suficiente. Cuando una de las doncellas se fue para casarse, le oí decir: «Con esto termina para siempre su posibilidad de encontrar trabajo. Es una forma muy incorrecta de comportarse y un ejemplo pésimo para el resto de la servidumbre de la casa».
—¿Qué plazo es el correcto para avisar? —preguntó Lara.
—Un mes por lo menos —contestó Jane y volvió a llevarse el pañuelo a los ojos mientras proseguía—. ¡Oh, Dios mío…! ¿Cómo voy a soportar otro mes más, temiendo cada noche que lord Magor… logre introducirse en mi cuarto? ¡Me volveré loca!
Se la veía tan desesperada, que Lara la abrazó con más fuerza.
—Escucha, Jane: avisaré a Nanny que estás aquí y le pediré que te sirva una taza de té. Te sentirás mejor después de descansar un poco.
—No podré descansar hasta que abandone Keyston Priory y deje de ver a lord Magor para siempre.
—Ciertamente, parece un hombre despreciable —comentó Lara—. Lo que necesita es una dura lección, pero supongo que sólo otro hombre podría dársela.
Se quedó pensativa unos momentos y entonces, como solía sucederle a menudo, una escena empezó a surgir en su mente. Lara vivía aquellos momentos con tanta intensidad, que era como si los hechos estuvieran sucediendo ante sus ojos. Ahora podía ver a Jane, temblorosa en el aula mientras escuchaba las fuertes pisadas que subían por la escalera; podía ver a lord Magor entrar y amenazarla con ojos flameantes y las manos extendidas para alcanzarla. Jane se alejaba de él, presa de un terror indescriptible…
Pero de pronto, lord Magor sería detenido. ¡Había encontrado a alguien que se le oponía! Sería derrotado y humillado, como le sucede siempre al villano en todas las historias donde el bien triunfa sobre el mal.
Repentinamente, Lara lanzó una exclamación:
—¡Jane, ya sé lo que vamos a hacer!
—¿Qué? —preguntó Jane, mirándola desconcertada por su alteración.
—No debes volver a Keyston Priory, sino quedarte aquí y descansar. Nanny te cuidará.
—¡Pero tengo que volver! —le recordó Jane—. Debo regresar y avisar con tiempo mi partida. Si no, nunca más conseguiré empleo, ni siquiera con la recomendación de tu padre.
—Sí lo conseguirás. Lo estoy planeando todo… Calla un momento.
Separó sus brazos de Jane y se sentó con la barbilla cogida entre los dedos, como si esta actitud le ayudara a discurrir. Jane se secó los ojos y la miró con aprensión.
—No tiene objeto, Lara. Eres muy amable y sé que tratas de ayudarme, pero estoy atrapada y no hay forma de escapar.
Su voz se quebró al pronunciar las últimas palabras y Lara se puso en pie como si le resultara más sencillo hablar en esa posición.
—Préstame atención, Jane: Estoy segura de que antes de dejar Keyston Priory para dirigirte a Londres, parecías enferma y quizá hasta le dijiste al aya de la niña que no te sentías bien.
—No recuerdo haber dicho nada, pero debieron darse cuenta de que algo me sucedía porque el aya, que por lo general no es muy complaciente, me dijo: «Está bien, señorita Cooper, vaya a ver a sus amigos y no se preocupe por Georgina. Estará muy bien conmigo».
—¿Ves? ¡Ahí tienes! —dijo Lara con satisfacción.
—En realidad —prosiguió Jane como si Lara no hubiera hablado—, el aya prefiere estar sola con Georgina. Tiene celos de mí y piensa que las institutrices son innecesarias, unas «enredadoras» según dice.
Lara sonrió.
—Estoy segura de que es lo último que puede decirse de ti.
—Trato de no ser una molestia para nadie y, por supuesto, no pretendo causar problemas. ¡Ya tengo bastante con los míos!
—Bueno, te diré lo que haremos para que salgas de ellos. —Jane la miró, pero sus ojos azules se veían opacos, sus labios temblaban y estaba muy pálida.
Lara comprendió que estaba atemorizada a tal punto que acabaría por enfermar realmente, lo que sería desastroso para su futuro. Se sentó de nuevo junto a ella y le dijo:
—No hables hasta que termine de explicarte mi plan. Te quedarás aquí, Nanny te cuidará y comerás y dormirás hasta que te sientas repuesta del todo.
Jane abrió la boca para protestar, pero Lara alzó una mano exigiendo silencio.
—Yo tomaré el tren de las cinco para Londres y le diré al aya de Georgina que cuando llegaste aquí nos dimos cuenta de que estabas muy enferma y que yo decidí ocupar tu lugar.
Jane dio un respingo.
—¡Eso es ridículo! ¡No puedes hacerlo!
—¿Por qué no? —replicó Lara—. Sabes bien que, habiendo sido educada por tu padre, soy tan capaz como tú de enseñar a esa niña.
—Nadie puede enseñarle. Es una criatura medio tonta y tú no eres la persona adecuada para ser institutriz, Lara: tú eres una verdadera lady como lo era tu madre.
Lara se echó a reír.
—Ser una verdadera lady no da dinero ni me permite asistir a los bailes cargada de joyas o codearme con el marqués de Keyston y lord Magor.
Se dio cuenta del estremecimiento que recorrió a Jane al escuchar sus últimas palabras y añadió:
—Creo que puedo manejarlo con mucha mayor habilidad que tú. Lo que es más; me propongo darle una lección que nunca olvidará.
—¡Oh, Lara, no te acerques a él! ¡Ni siquiera le hables!, —después de una breve pausa, Jane añadió—: No, no puedo permitir que hagas eso.
—No lo puedes impedir. Además, Jane, yo no le tengo miedo como tú.
Jane lanzó un suspiro que era casi un sollozo.
—Supongo que eso es por ser quien eres, pero yo no puedo evitar sentirme atemorizada. Es solo hecho de pensar en él hace que me sienta casi enferma de miedo.
—Lo sé y es indudable que no podrás soportar un mes más, así que yo iré en tu lugar para avisar que te vas.
—No, escucha, no puedes… Lara la interrumpió.
—Lo que les diré, primero a Georgina y su aya y luego al marqués, es que cuando me visitaste aquí, en el campo, traías una erupción que el doctor piensa que puede ser sarampión o varicela. Por lo tanto, no puedes correr el riesgo de contagiar a Georgina.
Jane la miraba con los ojos muy abiertos, pero no dijo nada. Lara continuó:
—Como soy amiga tuya y, por casualidad, también buscaba empleo como institutriz, por hacerte un favor a ti y no causarles inconvenientes a ellos accedí a ocupar tu lugar y enseñar a Georgina hasta que te restablezcas y puedas volver al trabajo. Como no sufrirán ningún tipo de molestia con el cambio, no creo que nadie, y mucho menos el marqués, se niegue a que te reemplace.
¿Piensas que te creerá?
—¡Por supuesto que sí! ¿Qué puede hacerle dudar de que tu ausencia se debe sólo a que procuras lo mejor para su sobrina?
—No, no puedo dejarte hacerlo —dijo Jane, pero su tono de voz indicó a Lara que su resistencia se debilitaba.
—Eso es lo que haré —afirmó— y ni tú ni Nanny podréis detenerme.
Mientras hablaba comprendió que su aya podía ser el mayor obstáculo, así que agregó con rapidez:
—Voy a la cocina para hablar con Nanny. Tú ponte cómoda, y no te inquietes por nada. Te prometo que sabré manejar al marqués, a lord Magor ¡y a todo el que se me ponga delante!
Sin escuchar las protestas de Jane, Lara salió riendo del estudio y cerró la puerta.