Capítulo 5

Los rayos del sol se filtraban a través de los árboles, que exhalaban una cálida fragancia.

Hacía mucho tiempo que Marta no se había sentido tan feliz, es más, casi había olvidado lo que significaba la felicidad.

También sentía una excitación que no había conocido antes.

Desde el momento en que había salido por la puerta principal para acercarse tímidamente a donde Lord Arkley la estaba esperando, tuvo la sensación que todo lo oscuro y tenebroso de su vida quedaba atrás.

Al mirar el caballo que Lord Arkley había escogido para ella, tuvo la seguridad de que era el caballo más brioso de los establos. No podía compararse a los magníficos caballos que montaba en su hogar de Hungría, pero no era uno de los gordos y lentos animales, que las damas de Marienbad montaban generalmente solo porque estaba de moda.

—Una hermosa mañana, señora —la saludó Lord Arkley con una formalidad que, en cierto modo, contradecía la expresión de sus ojos.

—Es muy hermosa… para mí —contestó Marta.

Cuando la oyó a montar, pensó que nunca había alzado a nadie tan ligero y, después, cuando emprendieron su camino, admiró la elegante figura que formaba sobre el caballo.

Comprendió que Marta no buscaba halagos, sino que en aquel momento se estaba concentrando en la dicha de cabalgar y sentirse libre de las preocupaciones que había dejado atrás en el hotel.

Pero lo que él no sabía era que Marta había estado conteniendo el aliento, por temor a que Friedrich la oyera, hasta que por fin había salido del cuarto.

La aterrorizaba pensar que a última hora Friedrich no le permitiera ir y la obligara a enviarle una nota a Lord Arkley, diciéndole que no podría acompañarlo.

Fue andando de puntillas con aquel temor hasta que Josef cerró la puerta tras ella.

Entonces, segura ya de haber escapado, echó a correr por el pasillo.

Sentía el corazón rebosante de alegría porque, al menos por una hora, iba a ser libre.

Fueron cabalgando en silencio por un sendero que serpenteaba entre los abetos y salieron a la luz del sol. A los pies de la montaña en que se encontraban se extendía una llanura.

Marta la miró y luego volvió la vista a Lord Arkley. Él leyó la pregunta que había en sus ojos.

—No son las estepas de Hungría, pero al menos es un buen lugar para galopar.

Le gustó la sonrisa que iluminó el rostro de Marta.

Guiaron a sus caballos por el declive, haciéndoles apresurar el paso hasta llegar a la llanura.

Galoparon, uno al lado del otro, entre las flores alpinas que crecían por doquier, incitando a sus caballos a competir mientras sentían cómo el viento les acariciaba las mejillas.

Galoparon varios kilómetros y, cuando aflojaron las riendas de sus cabalgaduras, Marta gritó:

—¡Ha sido maravilloso! ¡Completa y absolutamente maravilloso!

Por primera vez desde que la había conocido, Lord Arkley vio que el color subía a sus, hasta entonces, pálidas mejillas, que sus ojos brillaban y sus labios sonreían.

Parecía una mujer que se hallara en el umbral de la vida, disfrutando de cada minuto con la firme creencia de que todos los cuentos de hadas podían hacerse realidad y que ella iba a vivir siempre feliz.

Sintiendo que la invadía la timidez ante la mirada de Lord Arkley, Marta se inclinó para acariciar el cuello de su caballo.

—¿A dónde iremos ahora? —preguntó ella, temiendo de pronto que él dijera que ya era hora de regresar.

—Volveremos a subir por el sendero —contestó él—, y le enseñaré el camino a un lago que me parece muy bello.

—¡Oh, me encantaría! —exclamó Marta.

Subieron por la ladera, siguiendo el sendero que serpenteaba entre los árboles como había propuesto Lord Arkley, hasta que vieron el lago.

No era muy grande, pero muy bello, como él había dicho.

Estaba rodeado de árboles y en sus aguas se reflejaban el azul del cielo. A aquella hora de la mañana, ellos eran las únicas personas que se encontraban allí.

Lord Arkley señaló con su fusta un tejado rojo que se encontraba al otro lado del lago.

—Allí hay un pequeño café —dijo—. Tal vez me equivoque, pero estoy casi seguro de que no ha desayunado.

—¿Cómo lo sabe?

—Supongo que habrá salido a toda prisa del hotel y, con la emoción de ir a cabalgar, se ha olvidado de hacerlo.

Marta no respondió y, después de un momento, él preguntó:

—¿He acertado?

—Sí… es verdad… tiene razón… pero… me pregunto cómo puede saber esas cosas.

Para no incomodarla, no respondió que sus ojos eran tan reveladores que podía leer en ellos sus pensamientos.

Además, se imaginaba que ella habría salido sigilosamente antes de que el príncipe Friedrich se despertara.

Se dirigieron hacia el café, acompañados únicamente por el sonido de los cascos de sus caballos y el zumbido de las abejas.

El café era una pequeña cabaña de madera. En la puerta de afuera, donde daba el sol, había dos mesas, desde las que se podía contemplar un hermoso paisaje.

Lord Arkley dejó los caballos a cargo de un muchacho y después Marta y él se apoyaron en una rústica baranda y, se pusieron a mirar los cientos de pececillos que se movían en el lago.

La superficie del lago, en la que se reflejaban los árboles, estaba cubierta por una leve neblina, que le daba un aspecto casi mágico.

A Marta le pareció un lugar encantador.

—¿Qué desea que le pida? —preguntó Lord Arkley—. ¿Un desayuno a la inglesa?

—¡No, por favor! —protestó ella—. Eso sería demasiado. Me conformo con una taza de café.

Les atendió una hermosa joven, que iba vestida con el traje típico de la región, con su corpiño de terciopelo negro y su blusa bordada. Lord Arkley le habló en un perfecto alemán.

Cuando la joven se marchó, comentó:

—Siempre pensé que el alemán era un idioma muy feo, pero al pronunciarlo usted, me ha sonado diferente.

—Me parece que me está haciendo un cumplido —dijo Lord Arkley.

—Simplemente… estaba exponiendo un hecho.

—Prefiero tomarlo como un cumplido y ahora se lo devolveré. ¡Nunca había visto a una mujer que montara tan bien ni que quedara mejor sobre un caballo!

El súbito destello que apareció en sus ojos le indicó a Lord Arkley que le habían complacido aquellas palabras, pero replicó:

—Todavía no he podido darle las gracias por permitirme cabalgar con usted esta mañana. Me pareció que Friedrich le imponía mi compañía y eso me hace sentirme muy apenada —por un momento, se había olvidado de las formalidades y había hablado de su esposo sin emplear su título de nobleza.

—Si le digo que ha sido un placer, sería una palabra demasiado pobre para expresar lo que he disfrutado con nuestro paseo.

—¿Lo dice de veras? —preguntó ella—. Estaba segura… de que hubiera preferido estar solo… o que tal vez… hubiera escogido como compañera… a otra persona.

Pronunció estas palabras, con voz temblorosa, y Lord Arkley replicó suavemente:

—Para que no sigan preocupándole esas ideas, déjeme decirle que prefiero cabalgar con usted en vez de hacerlo solo, y que no hay nadie en Marienbad con quien quisiera estar en estos momentos.

El tono de su voz hizo que el corazón de Marta latiese aceleradamente, extrañamente.

Sintiéndose desconcertada, se puso a mirar los peces que nadaban en el lago.

—¿Cree usted —dijo después de un momento—, que ellos también tienen problemas?

—Si los tienen, también tendrán alegrías.

—¿Quiere decir… que ambas cosas… van juntas?

—Es inevitable en este mundo. No podemos prevenir la subida y la caída, ni el vaivén de la felicidad y la desdicha.

—Como las mareas.

—¡Exactamente!

Marta apoyó un brazo encima de la mesa, y luego, descansó la mejilla en la mano.

—Es usted tan sensible. Cuando hablo con usted, todo parece encajar en su propia perspectiva.

—¿Y cuándo no habla conmigo?

—Entonces… me encuentro perdida y… desconcertada, como si no pudiera pensar con claridad.

—Entonces no trate de hacerlo. Deje de pensar. La mitad de los problemas de este mundo se deben a que las personas siempre están planeando su futuro y, al ponerse a decidir lo que les gustaría hacer el día de mañana, se olvidan de vivir el presente.

—¿Cree que… esa actitud… haría más fácil la vida?

—Estoy seguro. Y déjeme decirle, aunque no me lo crea, que la mitad de las dificultades que nos agobian no resultan tan serias como habíamos supuesto.

Al pronunciar aquellas palabras, dándose cuenta de que con ellas había hecho pensar a Marta en el príncipe Friedrich, añadió rápidamente:

—¡Piense en el presente! Recuerde tan sólo que estamos aquí y que podemos hablar sin interrupciones y sin nadie que nos critique.

—Y que… puedo disfrutar… cada segundo de estos momentos —replicó Marta con una voz apenas perceptible.

Lord Arkley comprendió que Marta guardaría para sí el recuerdo de aquellos instantes para que le sirviera de consuelo en los momentos de desesperación.

La camarera volvió con lo que Lord Arkley había pedido.

A Marta le trajo, además del café, crema batida, unos panecillos calientes, mantequilla fresca y miel que conservaba la fragancia de los pinos y las flores silvestres.

Por último, trajo una fuente con duraznos y racimos de pequeñas uvas blancas, de las que crecen en los viñedos de las laderas de las montañas.

Mientras comía, Lord Arkley hizo reír a Marta hablándole de los viajes que había emprendido con el rey, especialmente de su visita a París, que había sido un triunfo personal para el soberano inglés.

Aunque ninguno de los dos lo mencionó, Marta sabía que aquella visita había enfurecido a los alemanes.

Con anterioridad, habían hecho todo lo que estuvo a su alcance para despertar las sospechas de los franceses sobre lo que llamaban: «los designios e intenciones inglesas».

Pero después de que el rey fuera aclamado en París, la alianza que se originó, según el embajador inglés:

«Fue debida exclusivamente a la iniciativa y habilidad política del rey Edward, que de haber escuchado las objeciones de sus ministros, no hubiera ido nunca a París».

Lord Arkley le contó a Marta divertidas anécdotas de las carreras, de las reuniones sociales y del teatro.

Se acordó entonces de que había sido el barón Echardstein el había sugerido que el verdadero peligro para Alemania residía en que la súbita iniciativa inglesa uniría a Francia, Inglaterra y Rusia en una triple alianza.

Pero el impulsivo aunque astuto carácter del general le había hecho preguntarse a Lord Arkley por qué había ido a Marienbad y por qué había decidido visitar al príncipe Friedrich.

Estaba seguro de que había motivos ocultos que estaban relacionados con él y, especialmente, con el rey.

Pero parecía imposible imaginar que alguien pudiera esperar que el príncipe Friedrich, en las condiciones en que se encontraba, pudiera hacer algo para ayudar al gobierno alemán o para proporcionarle alguna información que no estuviera ya en sus extensos archivos.

Claro que en la mentalidad alemana, siempre existían motivos ocultos.

Tenía que haber alguna razón para que le hubieran invitado a cenar la noche de su llegada y para haber enviado a Marta a cabalgar con él.

Pero entonces se dijo que debía aplicarse el consejo que le había dado a Marta.

Debía sentirse feliz mientras vivía el momento presente, mientras contemplaba el hermoso rostro que tenía enfrente y escuchaba la dulzura de aquella voz.

Y, además, tenía que reconocer que Marta estaba despertando en él sentimientos muy diferentes de los que había experimentado hasta entonces.

Pero se estaba dejando llevar por su imaginación. Marta era una mujer hermosa, él era un hombre y estaban solos en medio de un paisaje encantador. Eso era todo. Sin embargo, sabía que se estaba engañando, sólo que en aquel momento no deseaba enfrentarse a la verdad.

Marta comió la última uva y dijo:

—¡Hacía tiempo que no comía tanto! Hasta había olvidado que la comida podía ser tan deliciosa.

—Déjeme pedir algo más para usted —suplicó Lord Arkley.

Marta movió la cabeza negativamente.

—Me da vergüenza haber comido tanto.

—No hay ningún motivo —contestó él—. Me gustaría llevarla a Inglaterra y hacerla comer tres copiosas comidas diarias para que ganara un poco de peso.

—No creo que pudiera hacerlo —dijo Marta—. A veces pienso que soy la única persona en Marienbad que no está tratando de adelgazar.

—No hacen muchos esfuerzos. Toman las aguas y se creen que eso va a obrar milagros. Después van a las fiestas y comen todo lo que les ponen delante.

Marta supuso que en quien estaba pensando era en el rey Edward, célebre por la enorme cantidad de alimentos que ingería para conservar su fuerza.

—La duquesa me contó —dijo ella—, que estuvo presente en una comida que le ofrecieron al rey Edward y al rey de Grecia en el café Rubezuhl.

Lord Arkley sabía que aquél era un famoso restaurante, que se encontraba en medio del bosque. Se había convertido en un rival de los balnearios de agua medicinales porque era muy difícil no engordar si se iba allí a comer.

—La comida empezó con fogosch a la parrilla —dijo Marta.

—Siempre me ha parecido —la interrumpió Lord Arkley—, que ése es el pescado más delicioso que puede conseguirse en el Danubio.

—A mí también me gusta, pero no seguido de costillas de cordero, perdices asadas y jamón de Praga envuelto en gelatina.

Lord Arkley rió.

—Estoy seguro de que el rey no se perdió ni un solo bocado.

—Los dos reyes probaron también una compota de frutas y la duquesa dice que le hicieron justicia a los mejores vinos austríacos.

—Estoy seguro de que sus majestades olvidaron pesarse durante los tres días siguientes.

—Creo que el rey Edward se echaría a perder si estuviera delgado, porque es muy probable que se volviera muy desagradable. Es tan jovial, tan amable y goza tanto de la vida, que creo que eso es mucho más importante que una cintura delgada.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Lord Arkley—. Pero al mismo tiempo, los que lo queremos vivimos con el temor de que su obesidad sea una carga demasiado pesada para su corazón. No podríamos soportar su pérdida porque Inglaterra lo necesita.

Al oír el tono de su voz, Marta preguntó:

—Usted lo aprecia mucho, ¿verdad?

—Creo que es una magnífica persona y el único que podría mantener la paz en Europa.

Escogía las palabras deliberadamente, sabiendo que si Marta repetía la conversación a su esposo, aquél era la clase de comentario que le disgustaba escuchar a los alemanes.

—La duquesa me contó —añadió Marta—, que algunas gentes le llamaban «el tío de Europa».

—Un título muy apropiado —convino Lord Arkley—. Pero ahora hablemos de usted. ¿Por qué nunca ha ido a visitar a sus parientes de Inglaterra?

—Me encantaría, y mi tío, el duque de Dorset, me invitó a visitarlo el año pasado.

—Pero tuvo que rechazar la invitación.

—Friedrich no puede viajar tan lejos.

Lord Arkley no contestó y, después de un momento, Marta dijo:

—La duquesa me ha contado que tiene usted unos hermosos muebles franceses en su casa de Hamsphire.

—Me encantaría enseñárselos. Tengo también algunos magníficos cuadros franceses y una o dos pinturas impresionistas sobre las que me gustaría conocer su opinión.

—¿Los impresionistas?

Marta abrió mucho los ojos y después dijo:

—Antes de casarme, mi padre me contó que cuando estuvo en París se quedó admirado de las obras de un pintor llamado Monet.

—Su padre y yo tenemos los mismos gustos —dijo Lord Arkley sonriendo.

—Me gustaría saber más de los impresionistas porque sus obras son muy discutidas. Desgraciadamente en Alemia el arte francés está desacreditado y sólo se admira lo convencional.

—Pero usted no opina lo mismo.

—Tal vez soy una rebelde de corazón. Siempre quise ver y probar cosas nuevas. Hay muchas cosas en el mundo de las que nunca oiré hablar… y que jamás tendré la oportunidad de conocer.

La tristeza volvió a reflejarse en sus ojos. Y Lord Arkley anheló decirle que no sufriera, que todo pasaría. ¿Pero cómo hacerle creer que sería así?

El príncipe Friedrich tenía la misma edad que él, veintinueve años, y no había razón para esperar, a menos que la bebida le matara, que no viviera años y años.

Tuvo el presentimiento que Marta no podría soportar muchos años el tormento de vivir junto al príncipe. ¿Cómo iba a poder resistir día a día, año tras año, estando sentada sobre un volcán? —¿En qué piensa?— preguntó él.

—Estaba pensando —contestó ella mirando hacia la otra orilla del lago—, pensaba… que tal vez si nos subiéramos a un bote y remáramos… surcando las aguas a través de la niebla, podríamos encontrar un mundo diferente.

—¿Y cómo sabe que sería mejor que éste?

—Por lo menos sería nuevo… y distinto.

Lord Arkley la contempló un instante y luego dijo:

—Creo que no necesito decirle que puede escapar a un mundo más lejano.

—¿Quiere decir… dentro de mi mente?

—¡Por supuesto! Con libros, música y obras de arte, como los cuadros de Monet.

—Eso es lo que intento hacer —contestó ella—. Pero es difícil, muy difícil.

—Tiene que probar con más decisión. Hace un momento, mientras miraba la niebla, ya estaba escapando. Ahora mire los pinos y convénzase de que, si camina bajo su sombra, verá y oirá cosas que no podemos percibir desde aquí.

—Lo intentaré… lo intentaré con todas mis fuerzas —prometió Marta.

Hablaba con vehemencia y, cuando sus ojos se encontraron con los de Lord Arkley, ambos se pusieron tensos.

—Tal vez —dijo Marta casi en un suspiro—, cuando encuentre el camino hacia ese otro mundo… usted esté allí.

—Intentaré estar, pero supongo que comprende muy bien que no será fácil para ninguno de los dos.

No estaba seguro de lo que había querido decir con aquellas palabras. Se dijo que todo lo que le había aconsejado a Marta había llegado a su cerebro como si procediera de una voluntad ajena a la suya.

No recordaba haber tenido nunca una conversación tan extraña con ninguna mujer.

Pero tampoco había estado nunca tan temprano a la orilla de un lago y con la persona más adorable que había conocido en toda su vida.

De ella se desprendía una cualidad inexplicable que hacía parecer a todas las demás mujeres toscas y desprovistas de gracia. Eran como rosas deshojadas junto a un lirio del valle. Sí, eso, precisamente, era lo que Marta parecía.

Un lirio del valle, o tal vez un copo de nieve luchando desesperadamente por no derretirse.

Marta suspiró.

—Recordaré siempre este lugar. Recordaré también lo que hemos hablado… y me ayudará… me ayudará tanto como si me hubiera arrojado un salvavidas en medio de un mar tormentoso.

—Recuerde que a los mares tormentosos también les llega la calma.

Marta le sonrió, y Lord Arkley comprendiendo que sería un grave error irritar al príncipe Friedrich entreteniéndola demasiado, pidió la cuenta.

Volvieron en silencio, pero Lord Arkley estaba seguro, al ver cómo miraba Marta a su alrededor, que estaba intentando aprenderse de memoria cada detalle, porque cada cosa bella que contemplaba significaba otra puerta hacia el mundo secreto del que él le había hablado.

Cuando se divisaron los tejados de Marienbad, Lord Arkley preguntó:

—¿Vendrá conmigo mañana?

—Nada me gustaría más, pero tal vez no me den permiso y además… Marta titubeó y Lord Arkley añadió rápidamente:

—No lo diga. Ya le he asegurado que no deseo otra compañía. —No quisiera aburrirlo.

—Sabe muy bien que no ha sido así.

—¿Está seguro?

—No debe preocuparse por mis sentimientos —dijo Lord Arkley—, sino concentrarse en el mundo secreto que está tratando de alcanzar.

—Le aseguro que lo haré. Pensaré en él a cada momento… especialmente cuando esté sola.

Avanzaron un poco más en silencio y, al fin, ella dijo:

—El otro día estuve leyendo un libro sobre las enseñanzas de Madame Blavatsky. Una de las creencias de la sociedad es que cuando alguien está preparado para… un maestro o guía… éste aparece.

Lord Arkley sonrió.

—Creo que me está adulando. Pero, si usted ha leído el mismo libro que yo, puedo decirle que su guía o maestro no tiene que ser una persona necesariamente.

Marta le miró desconcertada y él prosiguió:

—La ayuda puede venir de muchos lugares diferentes; algunas personas la encuentran en una iglesia, otras en la cima de una montaña y otras incluso en un bote de remos sobre un lago.

—¡Por supuesto! —exclamó Marta—. ¿Cómo no lo he pensado antes? Luego añadió con timidez:

—Pero todavía creo que usted… ha sido enviado para ayudarme. Luego añadió con timidez:

—Pero todavía creo que usted… ha sido enviado para ayudarme.

—Espero que eso sea cierto —replicó Lord Arkley y se dirigieron hacia el hotel Weimar.

Todavía no habían dado las nueve cuando Marta subió rápidamente las escaleras.

Al abrir la puerta del cuarto vio con desconsuelo que el príncipe Friedrich, ya levantado y vestido, estaba desayunando en el salón.

Siempre hacía una comida abundante y, en aquel momento devoraba una bandeja de pan dulce. Cuando ella entró en la habitación, levantó la cabeza, pero no hizo ningún comentario, sino que siguió comiendo.

—¡Buenos días, Friedrich! —dijo Marta—. Has sido muy amable dejándome ir a montar con Lord Arkley, he disfrutado mucho con el ejercicio.

Pensó que era una frase inoportuna ya que su marido no podía hacer ejercicio, pero también se le ocurrió que, si no lo mencionaba, él lo podría tomar como pretexto. Podría alegar que, si no se había divertido, era inútil que saliera otro día a cabalgar.

—¿Desea su alteza que le sirva algo de comer? —preguntó Josef mientras colocaba una silla para que ella se sentara a la mesa.

—Sólo quisiera una taza de café, por favor —contestó Marta porque pensó que sería muy sospechoso negarse a comer. Aquellos momentos, que había pasado con Lord Arkley en el café que había junto al lago, eran un secreto que guardaría en lo más profundo de su ser.

No podía revelárselo a nadie. Aquél era un lugar encantado, donde habían estado solos, y, divulgar el secreto, le robaría algo de aquel misterio que les había rodeado.

El príncipe Friedrich apartó su plato vacío y mirando a Marta, le preguntó:

—¿Y bien, qué le has dicho?

—¿A Lord Arkley?

—¿Y a quién si no? Cabalgasteis solos, ¿no?

—No hablamos mucho.

—¿Qué te dijo? Te he preguntado de qué hablasteis. ¿Mencionasteis al rey Edward?

—Sí. Lord Arkley dijo que era una magnífica persona.

—¿Y qué más?

—Que disfrutaba de la buena mesa.

—Eso lo sabe todo el mundo. ¿Qué más te dijo?

—Me contó… anécdotas sobre los viajes del rey.

—¿Habló de Alemania?

—No.

—¿De Francia?

—Sólo de la visita que hizo a París con el rey Edward hace dos años.

Se hizo un silencio. De pronto, tan súbitamente que Marta se estremeció, el príncipe Friedrich asestó un golpe sobre la mesa con el puño cerrado, que hizo vibrar los platos y las tazas.

—¡Sólo sabes buscar dificultades! Ya que te he dejado salir a cabalgar, quiero saber lo que sucedió. ¡Dios sabe que tengo muy pocos placeres en la vida! ¡Bien podría disfrutar de algunos cuantos a través de ti!

Marta se sintió conmovida.

—Lo siento, Friedrich. No creí que te pudiera interesar lo que hablamos Lord Arkley y yo.

—Bueno, sí me interesa. Así que cuéntamelo.

Marta trató desesperadamente de recordar lo que habían hablado, excepto en lo relacionado con ellos mismos. Pero se puso nerviosa, y no acertó a escoger sus palabras.

—Le dije… que había oído decir… que al rey Edward le llamaban «el tío de Europa» y Lord Arkley comentó que era un nombre muy apropiado porque, si había alguien que pudiera conservar la paz en Europa, ese hombre era el rey.

—¡Conservar la paz! —dijo el príncipe con sarcasmo—. ¿No te das cuenta de que lo que está tratando de hacer es poner a Francia en contra de Alemania?

—No creo que quiera hacer eso.

—¡Tú no lo crees! ¿Y tú qué sabes? ¿Una débil mental como tú? Vulgo habló de la «daga continental» del rey Edward. Eso es lo que quiero saber. Eso es lo que quiero que le pidas a Arkley que te explique.

Se había alterado y dijo gritando estas últimas palabras. Marta sólo deseaba que Lord Arkley no hubiera oído sus palabras desde el aposento contiguo.

Se le ocurrió de pronto la idea de que, si Lord Arkley pensaba que ella estaba tratando de sacarle información para contársela a Friedrich, no volvería a dirigirle la palabra.

Pero desechó aquella idea por absurda.

Lord Arkley tenía demasiada experiencia en las intrigas de las cortes europeas como para decirle nada que pudiera interesarle al general von Echardstein o al almirante con Senden.

Borró de su mente aquellos pensamientos, diciéndose que Friedrich sólo quería molestarla y que, en los intrincados rincones de su alma, aunque la odiaba, estaba celoso de que otro hombre la encontrara interesante.

Trató de recordar algún otro comentario de Lord Arkley sobre el rey, pero no había nada más que relatar.

Friedrich la miraba con el ceño fruncido. Marta no comprendía por qué estaba tan enfadado y con aquel aire de frustración.

—Debo ir a cambiarme —dijo Marta poniéndose en pie—. No quiero hacerte esperar cuando sea hora de ir al «Kreuzbrunnen».

—Si no estás lista, me iré sin ti —dijo el príncipe Friedrich automáticamente.

Cuando Marta cruzaba la habitación, le dijo:

—Supongo que saldrás a cabalgar mañana con Arkley.

Marta se detuvo.

—Me gustaría hacerlo, si me das permiso.

—Te daré permiso siempre que me cuentes algo más interesante que lo de hoy. Dios sabe lo que tengo que sufrir anclado aquí escuchando únicamente tus tonterías. Así que, ahora que tienes la oportunidad de hablar con un hombre de mundo, lo menos que puedes hacer es emplear el poco cerebro que tienes para recordar lo que te dice.

—Lo haré… lo mejor que pueda, Friedrich —dijo Marta—, y gracias… por permitirme montar otra vez.

Salió de la habitación con el corazón lleno de alegría y casi sin poder creer que podría escapar nuevamente.

Era cierto que Lord Arkley la había conducido a un mundo mágico, desconocido para ella. Y no sólo la había salvado de perecer como quien tiende una mano a un ahogado, sino que le había enseñado el camino hacia el cielo.

—¡Es maravilloso! ¡Absolutamente maravilloso! —murmuró.

Empezó a contar los minutos y las horas que pasarían antes de volver a verlo.

* * *

Mientras se cambiaba de ropa con la ayuda de Hawkins, Lord Arkley pensaba en Marta y en la expresión de sus ojos al hablarle de un mundo secreto.

«¿Cómo sabía yo que ésas eran las palabras precisas?», se preguntó. «¿Cómo vinieron a mi mente esas palabras? ¡No se me habían ocurrido nunca antes!».

Pero al igual que Marta, pensó también en la niebla de la otra orilla del lago, en la belleza de los pinos y en el agua clara. Y viéndoles desde una nueva perspectiva, les encontró un encanto indefinido que no había percibido antes.

«Es diferente de todas las personas que he conocido», se dijo, deseando con una intensidad poco común en él que su esposo le permitiera cabalgar con él al día siguiente.

—Hay un mensaje de Su Majestad, milord —dijo Hawkins rompiendo el silencio.

—¿Qué dice?

—Su Majestad desea que vaya a su aposento cuando él vuelva del «Kreuzbrunnen».

Lord Arkley miró el reloj.

—Ya debe haber vuelto —dijo—. ¿Dijiste que había salido a montar? —Sí, milord.

Lord Arkley cogió su bastón y su sombrero.

—Iré a ver a Su Majestad enseguida.

Suspiró, pensando que le hubiera gustado primero abrir sus cartas y leer el periódico. Pero sabía bien que el rey se irritaría si reclamaba su presencia y no estaba disponible.

Mientras caminaba por el pasillo hacia el otro extremo del hotel, recordó que el príncipe Friedrich había hablado del rey como de un negrero y que Sir Henry Campbell-Bannerman había comentado que estaba harto de formar parte del circo.

Era cierto, en efecto, excepto que aquellos que servían al rey lo hacían por su propia voluntad y con todo el corazón.

Pero al mismo tiempo, podía resultar muy fatigoso.

Cuando lo introdujeron en el aposento, encontró al rey solo en el salón y comprendió que le estaba esperando.

—Buenos días, Arkley —le dijo—. Oí decir que había salido a cabalgar. —Sí, señor.

—¿Solo?

Le formuló la pregunta en un tono que indicó a Lord Arkley claramente que el rey conocía la respuesta. Pero demostrarlo hubiera sido contrario a las reglas.

—El príncipe Friedrich me pidió que acompañara a la princesa Marta —dijo—. No podía negarme.

—¿Y no tenía usted idea del motivo de esa petición?

—Ninguna, señor.

Tomó la determinación de librar de sospechas a Marta, aunque pudieran culpar al príncipe de cualquier cosa.

El rey sonrió.

—Es muy atractiva. Ya se veía desde que era niña, y si pudiera librarse de ese borracho, se convertiría en una gran belleza.

Lord Arkley estuvo de acuerdo, pero pensó que no estaba bien decirlo.

El rey permaneció silencioso un momento, luego dijo:

—¡Siéntese! ¿Tiene alguna idea por qué estuvo Echardstein en Marienbad hace dos días y por qué visitó al príncipe Friedrich? —Sí, señor.

—¿Lo sabe? —preguntó el rey sorprendido—. ¿Entonces, por qué?

—Creo, aunque puedo equivocarme, señor, que el alto mando alemán está ansioso de saber, primero, qué informes traje de Alemania y segundo, quieren saber el motivo de que Inglaterra le brindara hospitalidad en Spithead a la flota francesa.

Aquello había ocurrido hacía unas cuantas semanas y había sido exclusivamente idea del rey.

Antes de los esfuerzos alemanes de desvirtuar la reunión de Tánger, se había enviado una invitación oficial para que la flota francesa visitara Spithead en marzo.

La invitación había sido aceptada y, dos semanas después, el almirante Fisher empezó a hacer planes no sólo para la visita a Spithead, sino para una visita de la Flota del Atlántico a Brest.

Después de los problemas surgidos con el comportamiento de los alemanes en Marruecos, el rey se había hecho cargo personalmente de un programa para organizar una gran demostración de amistad anglo-francesa. Inglaterra y Francia no eran aún aliados pero, como Inglaterra y Rusia, se estaban acercando cada vez más.

Ningún marino extranjero había recibido una bienvenida comparable a la ofrecida a los oficiales y tripulación de los seis cruceros franceses y seis destructores mandados por el almirante Caillard.

Habían anclado en Portsmouth la primera semana de agosto, cuando Lord Arkley estaba en Inglaterra.

Pero oyó decir que el rey había subido a bordo de los barcos franceses para comer con los capitanes, proponiendo un brindis por Francia y especialmente por su buen amigo, el presidente francés.

No era de sorprender que los alemanes se hubieran puesto nerviosos por lo que estaba ocurriendo, y estuvieran cada vez más preocupados por que se estuvieran celebrando pactos secretos a sus espaldas.

—El almirante von Senden también está en Marienbad —prosiguió Lord Arkley—. Al parecer está tomando las aguas.

—Eso oí decir —asintió el rey—, ¿y cree que tenga alguna significación el que haya llegado al mismo tiempo que usted?

—Creo que solamente es otra hebra de la trama, señor.

—No confío en ellos, ni tampoco confío en mi sobrino.

Lord Arkley esperó. Sabía que el rey estaba tratando de poner en orden sus pensamientos.

—Lo que temo —dijo por fin con voz serena—, es que los generales arrastren a Wilhelm a la guerra. Le provocarán a que saque la espada. No tendrá el valor de hacerles entender la situación y les obedecerá. No será su voluntad la que desate una guerra sino su debilidad.

—¿Usted cree?

—Ojalá me equivoque —contestó el rey—. Nadie quiere la guerra, Arkley, pero tenemos que afrontar los hechos.

—¿Cuáles son?

—El kaiser se cree el soberano más grande de la tierra y piensa que ha sido enviado con la divina misión de hacer de Alemania la nación más poderosa del mundo.

Lord Arkley suspiró. Después añadió:

—Si alguien puede evitarlo, señor, es su alteza.

—Tal vez tenga esa suerte, pero no puedo evitar pensar qué sucederá cuando yo ya esté muerto.