Capítulo 3

-No hay duda alguna —le dijo Lord Arkley al rey—, que el pacto anglofranco-ruso les está causando pesadillas a los alemanes.

—Eso es lo que yo pensaba —replicó el rey.

Su Majestad había mandado llamar a Lord Arkley, y ambos estaban sentados en el salón de uno de los aposentos del hotel Weimar. El propio dueño del hotel se había encargado de decorar las estancias regias, procurando que el estilo fuera digno del rey de Inglaterra.

Frente a la chimenea había una repisa de caoba roja junto a la cual había dos cómodos sillones de cuero.

A Lord Arkley le parecía muy curioso que el aposento del rey se decorara todos los años de una manera diferente a la del año anterior.

Aquello no era un despilfarro por parte de los dueños, porque después de que el rey se marchara, todos los muebles y alfombras se vendían como recuerdos por un precio mucho más alto que el de su valor intrínseco.

Lord Arkley comprendió que el rey ya estaba enterado de muchos de los asuntos de los que le había informado. También sabía que el rey estaba muy ocupado en fomentar el interés de los franceses por Marruecos y también en cimentar la cordial alianza que acababa de firmarse entre Francia e Inglaterra.

Cuando se retiró de los aposentos del rey se había enterado de un secreto que podría alarmar grandemente a los alemanes.

El rey le había confiado las instrucciones secretas que el general Brun, jefe del estado mayor francés, había enviado a principios del mes a su agregado militar en Londres.

Dichas instrucciones se referían a la ayuda concreta que los ingleses podrían enviar a Francia en caso de una guerra con Alemania.

Lord Arkley no había preguntado cómo el rey tenía conocimiento de una información tan secreta.

Pero su acostumbrada sagacidad le permitió comprender que aquél era sólo uno de los hilos de la maraña de conversaciones de estado y de tratados que, seguramente, acabarían uniendo a Francia e Inglaterra contra las ambiciones del alto mando alemán.

—Le estoy muy agradecido —le había dicho el rey después de conversar con él durante una hora—. Le mantendré informado sobre el desarrollo de este proyecto, pero, por amor de Dios, tenga mucho cuidado con lo que dice en Marienbad, porque tengo el presentimiento de que los espías de mi sobrino se encuentran por todas partes.

Justamente eso era lo que había pensado Lord Arkley.

Por consiguiente, cuando abandonó el aposento del rey para dirigirse a sus habitaciones, no le sorprendió ver por el corredor a dos oficiales alemanes, con sus resplandecientes uniformes prusianos.

Aunque no pudo ver sus rostros, estaba seguro de que eran de alta graduación.

Se dio cuenta de que se dirigían a los aposentos del príncipe Friedrich y pensó que, si le estaban haciendo una visita de cortesía en nombre del kaiser, aquello representaba al menos cierta consideración por el joven monarca que tan bien lo había servido en el pasado.

Se dirigió hacia el saloncito de su aposento, preguntándose cómo podría volver a ver al príncipe Friedrich, aunque si quería ser sincero consigo mismo, tenía que admitir que era la esposa del príncipe la que le interesaba en realidad.

Llevaba sólo un día de estancia en Marienbad, y ya se encontraba envuelto en los entretenimientos que tanto abundaban en aquel lugar.

Le llegaron invitaciones para cenas y fiestas en las que el rey sería el invitado de honor, para almuerzos, partidas de bridge y para el teatro.

Ya había conversado con la princesa Joachim Murat y la marquesa de Ganay, dos hermosas y encantadoras damas, viejas amigas del rey. Esperaba que distrajeran al rey para que así no centrara tanto su atención en él.

Sentía que el rey, que adoraba la intriga y lo que Lord Arkley llamaba «cuentos de espías», estaba empezando a reclamar su presencia más de lo estrictamente necesario.

—¡Demonios! —se dijo—. Yo también estoy de vacaciones y al igual que el duque de Manchester, quisiera estar de incógnito.

Se dijo que había efectuado un buen trabajo al averiguar durante su estancia de tres semanas en Alemania un buen número de datos que el rey deseaba conocer.

Ahora quería olvidarse de todo, excepto de su propio placer y eso significaba, en aquel momento, una acercamiento a la princesa Marta.

Se dirigió con impaciencia hasta el balcón esperando poder verla a través del enrejado, pero el balcón estaba vacío y no se escuchaban voces provenientes de la ventana que daba al saloncito.

Sintiéndose contrariado, sin ninguna razón, Lord Arkley trató de decidir si saldría a dar un paseo o a visitar el casino, o tal vez a alguna de las atractivas damas que le habían suplicado que pasara a verlas, cuando, de pronto escuchó la atronadora voz del príncipe:

—¡Ya estás aquí! ¿Dónde demonios andabas?

—Te dije, Friedrich, que le había prometido a la duquesa hacerle una visita. Es ya muy anciana y no puede salir de su habitación. Y me dijo que quería verme y preguntar por tu salud.

—Cuando desee que le sirvas de enfermera a una aburrida anciana que hace tiempo que debería estar muerta, te lo comunicaré.

—Lo siento… Friedrich.

—¡Claro que debes sentirlo! He tenido visitas y deberías haber estado aquí para atenderlos.

—¿Visitas?

Lord Arkley pudo percibir la extrañeza en la voz de la princesa. Era un poco difícil escuchar lo que ella decía porque hablaba con su suave y dulce voz, pero como el príncipe estaba disgustado, hablaba a gritos y cada palabra pronunciada en su habitual tono gutural, llegaba hasta Lord Arkley con claridad.

—El barón von Echardstein y el almirante von Senden vinieron expresamente a verme.

—¡Oh, Friedrich, qué bien! ¡Me alegro tanto por ti!

—Ya ves, a pesar de lo que tú pienses, no soy tan inútil.

—Nunca he pensado que lo seas.

—El emperador necesita mi ayuda.

Lord Arkley había estado escuchando la conversación sólo por el placer de oír la voz de la princesa, pero al percibir el jactancioso tono en que la gruesa voz del príncipe pronunció aquellas palabras, prestó atención, lleno de interés.

—¿Y cómo puedes ayudarlos, Friedrich?

—No tienes que hacer preguntas —replicó su esposo en tono cortante—. Lo único que tienes que hacer es obedecerme. Antes de nada, sírveme una copa.

—¿Pero… crees que… será conveniente? —preguntó la princesa en tono vacilante—. Recuerda… lo que dijo el médico.

—¡Al diablo con las órdenes del médico! ¡No discutas conmigo y obedéceme! Eres tonta e inútil y, si no me hubiera casado contigo, no estaría en esta situación. Así que lo menos que puedes hacer es obedecer cuando se te habla.

El príncipe hablaba a gritos y, como la princesa temiera que sus palabras pudieran ser oídas en la habitación contigua o en el jardín, fue hasta la ventana y la cerró.

¿Qué querrían del príncipe Friedrich el barón von Echardstein, que había sido encargado de negocios en Londres, y el almirante von Senden?

En las condiciones en que se encontraba no podía ser de utilidad al kaiser, aunque estaba claro que había algo que sí podía hacer. Pero ¿qué sería?

¿Estaría relacionada aquella misión de alguna forma con el rey de Inglaterra? Pensó que debía comunicarle a Su Majestad lo que había oído, pero luego reflexionó y llegó a la conclusión de que sería vergonzoso confesar que había estado escuchando una conversación ajena.

Además, estaba seguro de que el rey, con su delicada percepción en todo lo relacionado con el sexo femenino, comprendería que él no estaba interesado en el príncipe sino en su esposa.

«No es que esté interesado en ella», se dijo Lord Arkley, «sino que me da pena que una joven tan atractiva esté atada a un bárbaro como ése, aunque tenga una disculpa para su comportamiento».

También quería creer que una de las razones de su interés era el hecho de que la princesa tenía sangre inglesa. Recordó que su madre había sido hija del duque de Dorset.

Aquello explicaba su perfecto inglés y el hecho que cuando le había suplicado, llena de temor, a su esposo, el idioma inglés hubiera acudido a sus labios con más naturalidad que el alemán.

Sólo esperaba que como el príncipe la había estado insultando en su idioma que para ella era extranjero, no se hubiera dado cuenta del exacto significado de algunas de las palabras que había empleado.

Sintiéndose disgustado al pensar que en aquellos momentos, se la maltrataba y maldecía, cogió su bastón y su sombrero y salió del aposento. Echó a andar por los jardines siguiendo la vereda que conducía al Kurhaus.

Le disgustaba jugar a la ruleta o al bridge durante el día, pero aunque no tuviera deseos de jugar, sabía que encontraría a muchos conocidos en el casino. El elegante casino había empezado a rivalizar con los de Homburg y Montecarlo gracias a los distinguidos visitantes atraídos por el rey Edward.

La primera persona que encontró fue Sir Henry Campbell-Bannerman, dirigente del partido liberal. Visitaba Marienbad regularmente debido a la salud de su esposa.

—¡Qué alegría verle, Arkley! —dijo Campbell-Bannerman—. Supongo que habrá venido a unirse al circo de Su Majestad, que a mí me está pareciendo más fatigoso cada día.

Lord Arkley rió.

Sabía que Sir Henry censuraba al rey antes de llegar a conocerlo bien, al igual que Su Majestad no creía tener mucho en común con un liberal que había atacado repetidas veces a Arthur Balfour.

El rey desconfiaba de lo políticos viejos y, al principio, le había prestado poca atención a Sir Henry como persona. Pero un día lo invitó a almorzar, y descubrió que era un conversador excelente que supo entretenerle con historias divertidas, chistes y conocimientos gastronómicos.

Después de ese encuentro, cada vez que el rey llegaba a Marienbad reclamaba la presencia de Campbell-Bannerman.

Sonriendo, Lord Arkley preguntó:

—¿Qué le ha sucedido para parecer tan cansado?

—Estoy cansado —replicó Sir Henry—. Me he visto demasiado envuelto en las constantes diversiones del rey. Su energía y su apetito son insaciables. Puedo asegurarle, Arkley, que esto no es descanso ni vacaciones para mí.

Lord Arkley rió de nuevo y Sir Henry añadió con una sonrisa:

—Tengo algo que enseñarle y que divertirá mucho al rey. —¿Qué es?

Sir Henry sacó un periódico en donde aparecía una caricatura del rey Edward hablando con él en los jardines del Kurhaus. El puño derecho del rey descansaba sobre su mano izquierda, dándole énfasis a algún punto al que Sir Henry prestaba atención.

Debajo del dibujo, había un pie que decía:

«¿Es la paz o la guerra?».

Devolvió el periódico ilustrado y añadió:

—Me gustaría hacer la misma pregunta.

—El único asunto importante sobre el que el rey solicitó mi opinión fue si el mero era más sabroso asado o hervido.

Lord Arkley echó la cabeza hacia atrás y rió.

Entonces se dijo que aquélla era la persona indicada para confiarle su curiosidad acerca de la extraña visita que el alto mando alemán le había hecho al príncipe Friedrich.

Abrió la boca para explicar lo sucedido, cuando algo lo detuvo. Comprendió que aquel asunto sólo le concernía a él. ¿O sería un deseo inconsciente de proteger a la princesa?

No estaba seguro. Sólo sabía que no deseaba discutir sobre los príncipes de Wilzenstein con Sir Henry Campbell-Bannerman ni con nadie más.

Permaneció poco tiempo en el casino, regresando al hotel Weimar ensimismado en sus pensamientos.

No había decidido cuál de las invitaciones para la cena debía aceptar.

Había pajes en el hotel esperando para llevar cartas a cualquier parte de la aldea, pero generalmente no tenían necesidad de ir muy lejos.

La mayor parte de los visitantes importantes estaban en el hotel Weimar porque el rey se hospedaba allí, y el resto se encontraba en los hoteles cercanos, que no estaban muy lejos unos de otros ni tampoco del Kurhaus.

Al entrar en el saloncito, lo primero que vio sobre una mesa que se encontraba en el centro del aposento era una carta que no estaba allí cuando había salido.

La tomó, preguntándose qué anfitriona agregaba su invitación a las demás o si sería un billete más íntimo de una de las dos encantadoras damas que le habían prestado especial atención durante el almuerzo.

Observó su nombre escrito en el sobre con unos elegantes rasgos que no había visto antes.

Al abrir el sobre, un rápido vistazo a la firma le hizo ponerse en guardia.

Leyó:

«Apreciado Lord Arkley:

El príncipe y yo estaríamos encantados de contar con su presencia esta noche en una cena tranquila en el salón de nuestro aposento. Mi esposo desea expresarle, por la presente, que fue un placer encontrarlo de nuevo y le agradaría recordar tiempos pasados, cuando usted visitó Wilzenstein.

Esperamos verlo esta noche a las ocho menos cuarto.

Sinceramente.

Marta de Wilzenstein».

Lord Arkley se quedó contemplando la carta como si no pudiera creer lo que estaba leyendo. Al mismo tiempo, sintiendo que se consumía de curiosidad, comenzó a dar vueltas al contenido de la carta.

Se escondía algo detrás de aquella invitación, alguna razón por la que el príncipe se había vuelto tan amable. No pudo evitar intuir que, de alguna manera, estaba relacionada con la visita de los distinguidos oficiales.

Descartó la idea de que se encontraba de vacaciones y comprendió que estaba envuelto nuevamente en la red de intrigas que pensó haber dejado atrás al llegar a Marienbad.

Mientras se vestía para la cena, se dijo que estaba tan intrigado e interesado por los príncipes como cuando el rey le confió su primera misión.

Su padre deseaba que hiciera carrera en el servicio diplomático, así que había empezado a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores después de graduarse en Oxford.

Era el paso indicado después de haber ganado un premio en idiomas modernos y de haber sido considerado como el estudiante más brillante de Christ Church.

Dos años después, su padre falleció y él encontró la política mucho más divertida que la diplomacia hasta que el Ministerio de Asuntos Exteriores lo llamó para que visitara varios países en una misión especial y secreta.

Lord Arkley sabía que se le consideraba útil debido a su extraordinaria capacidad para aprender idiomas. Nadie sabía que hablaba el ruso a la perfección, por lo que logró obtener información sensacional en San Petersburgo.

Tampoco escapó a la atención del rey el hecho de que, a pesar de ser buscado con afán por las damas, los hombres se sentían a gusto en su compañía.

Además, era buen deportista y un buen catador de vinos.

Lord Arkley era invitado continuamente a las fiestas reales, y enseguida el rey empezó a asignarle misiones especiales en las que logró tener éxito debido a su talento y a un poco de suerte.

Pero pensó con amargura que el papel que había tenido que desempeñar le había convertido en un hombre muy desconfiado.

Debido a la tensa situación que reinaba en Europa, parecía inevitable que hubiera un gran número de espías trabajando para los países más importantes, y algunos de ellos eran mujeres hermosas y seductoras.

Lord Arkley había aprendido a estar siempre alerta.

Aunque se dijo que no había razón para sospechar que aquélla no fuera una invitación corriente, su instinto le decía que había alguna intención escondida detrás de tanta amabilidad.

—¿No llegará tarde, milord? —preguntó Hawkins.

Lord Arkley ya estaba listo. No se dio cuenta de hasta qué punto resultaba elegante su aspecto cuando se miró por última vez en el espejo.

Él no llevaba lujosos botones en su almidonada camisa blanca como muchos de sus contemporáneos. Sólo se había puesto tres perlas, dos blancas y una rosada, regalo de la primera mujer que le había iniciado en las artes del amor.

Siempre pensaba en ella cuando se las colocaba en la pechera de la camisa. Ella había sido no sólo hermosa sino, además, tierna y dulce. La había adorado durante un tiempo, y ahora reverenciaba su recuerdo.

Ninguna mujer con la que hubiera hecho el amor posteriormente, y hubo muchas, podía compararse con la que había constituido su primera experiencia.

Se dijo que se estaba poniendo sentimental. Sabía que no era el único que ansiaba el éxtasis, que es primordial para muchos hombres en su búsqueda del amor, y que tal vez no puede alcanzarse más que una vez.

Pero aquello no le impediría seguir buscando, pensó Lord Arkley frunciendo los labios.

Sabía que, si después de despedirse del príncipe Friedrich deseaba otro tipo de entrenamiento, lo encontraría fácilmente en Marienbad.

A las ocho menos cuarto en punto, salió de su aposento y tocó el timbre del contiguo.

Josef abrió la puerta y con gran solemnidad lo condujo hacia el salón, anunciándole en voz alta de una manera típicamente alemana.

La princesa Marta estaba en pie en una esquina del salón, que según observó Lord Arkley, era más grande que el de su aposento.

Ella estaba vestida otra vez de blanco y, cuando lo anunciaron, fue hacia él.

Llevaba una pequeña tiara sobre sus cabellos oscuros y a él le pareció una hermosa diosa bajada del cielo, completamente ajena a las miserias y tribulaciones humanas.

Cuando cogió aquella delicada mano y se la llevó a los labios, le pareció imposible haberla oído llorar la noche anterior y que la hubieran pegado hasta dejarla inconsciente.

Vio que llevaba sobre los hombros, cubriendo el escote de su vestido, un suave chal de gasa, sujeto a la espalda para que no se resbalara con dos broches de diamantes.

—Me alegro mucho que haya podido cenar con nosotros, Lord Arkley —dijo la princesa en inglés.

Su Alteza ha sido muy amable invitándome.

—Mi esposo se sentirá muy complacido —contestó ella.

Lord Arkley se volvió hacia el príncipe Friedrich que, sentado en su silla de ruedas y con una manta sobre las rodillas, estaba hablando con un hombre de edad, que le fue presentado como el barón Karlov.

Lord Arkley sabía que era natural de Bohemia y que tenía una casa cerca de Marienbad. Lo había visto en sus visitas anteriores, aunque nunca habían sido presentados.

—¿Cómo está usted, Arkley? —preguntó amable el príncipe.

El barón Karlov se puso a charlar con la princesa mientras que Lord Arkley, como se esperaba de él, empezó a hablar con el príncipe Friedrich, recordando viejos tiempos.

Sólo en algunos momentos le pareció reconocer detrás del rostro enrojecido e hinchado el apuesto, pero despótico joven que nunca había sido de su agrado.

Pero, sintiendo lástima de aquel inválido, hizo todo lo posible por que la conversación fuera agradable.

Una vez servida la cena, se sentaron a la mesa que estaba iluminada con velas. La única nota discordante durante la cena fue el insulto que lanzó el príncipe a uno de los camareros por no haberle llenado su copa con la rapidez que él hubiera deseado.

Sin aquel incidente, hubiera sido una cena convencional y más bien aburrida que, en otras circunstancias, hubiera deseado que terminara lo más pronto posible.

Pero por el contrario, se mantuvo alerta intentando retener en su memoria todo lo que ocurría, y así poder repasarlo después con más tranquilidad.

Observó las miradas ansiosas que la princesa le dirigía a su marido. Se quedaba tensa cuando él hablaba, como si dejara de respirar unos segundos.

Sin embargo, su dignidad era tan innata en ella como su orgullo y Lord Arkley intuyó que prefería morir antes que revelarle sus verdaderos sentimientos a un desconocido.

El orgullo de los aristócratas húngaros era bien conocido, y en particular, la altivez de los Esterházy.

Aunque sólo había visitado una vez Hungría, sabía que los nobles como el príncipe Miklos y sus parientes eran enormemente cultos.

En sus palacios, siempre vivía un pintor, un músico, un renombrado viajero y un bufón.

Se había quedado asombrado ante la lujosa existencia de los nobles húngaros y la comodidad de sus palacios. Las ostras que comían, por ejemplo, venían de Flume y Triestre y llegaban hasta las partes más remotas de Hungría. Las damas compraban sus vestidos en París y los caballeros adquirían sus trajes en Savile Row.

Pero lo que más admiraba de los húngaros eran sus caballos y la maestría que los montaban.

Cuando comentó aquello con la princesa, sus ojos se iluminaron y la tristeza se desvaneció durante un momento de su bello rostro.

—Mi padre era un magnífico jinete —dijo ella—, y aunque teníamos una caballeriza pequeña, todos los caballos eran magníficos.

—¿Ha montado usted aquí? —preguntó Lord Arkley.

Ella negó con la cabeza y Lord Arkley pudo leer el anhelo en sus ojos.

—Algunas veces cabalgo en mi propiedad, pero al príncipe no le agrada que yo haga… lo que a él le es imposible hacer.

—Debe ser muy duro para usted. Me gustaría invitarla a cabalgar conmigo por el bosque, hay unos senderos entre los pinos particularmente hermosos, especialmente el que conduce al Monasterio de Teppel.

—Siempre he deseado ir allí. Oí decir que el abad organizó una partida de caza para el rey Edward el año pasado, lo que me parece muy extraño en un monje.

—Estaban ansiosos por congraciarse con él —dijo Lord Arkley sonriendo—, y al rey le encanta el monasterio. Lo visita cada vez que viene a Marienbad, toma té con ellos y los monjes lo adoran.

—Eso es fácil de entender. Siempre parece tan feliz y es tan diferente…

La princesa se detuvo y Lord Arkley comprendió que había estado a punto de cometer una indiscreción.

Terminaron de servir la cena, y entonces la princesa miró a su esposo con nerviosismo.

—Puedes dejarnos solos, Marta —le dijo el príncipe con el mismo tono con que se hubiera dirigido a un criado.

Ella se puso de pie inmediatamente y, tan pronto como salió de la habitación, el príncipe ordenó que se sirviera oporto y coñac. Una vez que hubieron servido las bebidas, los criados se retiraron.

—Ahora podremos estar a gusto —dijo el príncipe—. Dígame, Arkley, ¿qué es lo que piensa de la situación política que hay en Alemania?

La respuesta de Lord Arkley fue cautelosa pues se daba cuenta de que el príncipe estaba tratando de emborracharlo.

El príncipe Friedrich y el barón le estuvieron haciendo preguntas que, de haberlas contestado sinceramente, hubieran sido de gran interés para ciertas gentes de Berlín.

Pero Lord Arkley tenía demasiada experiencia en aquellos menesteres para dejarse engañar por la efusividad de su anfitrión o para caer en la tentación de beber demasiado del excelente oporto o del bien añejado coñac.

Finalmente, como encontró aquella situación aburrida y degradante, se reclinó en su silla y dejó de tomar parte en la conversación.

—Otro trago, viejo amigo —repetía el príncipe.

Como Lord Arkley no hizo ningún esfuerzo por complacerlo y comenzó a contestar con monosílabos a las preguntas que le hacían, el príncipe Friedrich dijo poco tacto:

Supongo que ya es hora de retirarme. Estos malditos doctores, que me dan órdenes como si yo fuera soldado, insisten en que debo dormir bastante.

Al escuchar aquellas palabras, los invitados se pusieron en pie.

—Me gustaría darle las gracias a su alteza real por esta agradable velada —dijo Lord Arkley.

—Todavía no hemos terminado de hablar —replicó el príncipe arrastrando las palabras—. Debemos volver a vernos Arkley, muy pronto.

Era una orden más que una invitación. Lord Arkley saludó con una inclinación de cabeza.

El príncipe Friedrich no contestó sino que alargó la mano hacia las botellas.

Mientras se dirigía hacia la puerta, Lord Arkley se preguntó si la princesa sufriría por el fracaso del príncipe a la hora de obtener de él información secreta.

No estaba seguro de hasta qué punto estaba mezclado el barón, hasta que le dijo cuando estuvieron en el corredor:

—¡Pobre Friedrich! Siento una gran compasión por él. Es comprensible que trate de interesarse por los sucesos mundiales aunque no pueda tomar parte activa en ellos.

—Parece estar muy bien informado —replicó Lord Arkley.

—¿Le parece? Yo tuve la impresión de que se expresaba con cierta ingenuidad y lo que decía era una repetición de lo que dicen los periódicos.

Lord Arkley no contestó y después de unos segundos, el barón prosiguió:

—Voy al casino y supongo que usted también. ¿Por qué no vamos juntos?

—Con mucho gusto. Pero antes, déjeme ir a recoger mi capa y mi sombrero a mi aposento.

—¿No tiene que ir lejos?

—No, sólo está a unos cuantos pasos.

Lord Arkley abrió la puerta de su aposento y el barón entró con él.

—Como le decía —continuó—, el príncipe Friedrich está tratando de mantenerse al día en todo lo referente a los acontecimientos mundiales. En mi opinión, los alemanes estropearon la conferencia de Marruecos. ¿Usted qué opina?

No fueron sólo sus palabras, sino cómo las pronunció, lo que le indicó a Lord Arkley que el barón no había sido invitado a cenar por casualidad. Eludió la pregunta.

—Vi al general von Echardstein esta tarde. Cuando estuvo en Inglaterra, me dio la impresión de ser una persona muy capaz.

—Eso es lo que yo pienso —convino el barón—, pero tengo entendido que está muy preocupado por la estrecha alianza que han firmado Francia e Inglaterra con respecto a Marruecos y, por la evidente predilección del rey de Inglaterra por los franceses.

El comentario había sido hecho con ánimo vengativo, pero a Lord Arkley le sirvió para descubrir lo que quería saber, que el general había estado en contacto el barón.

La política me aburre, especialmente cuando estoy de vacaciones —dijo con tono indiferente—. Mejor hábleme de los lugares de diversión, pero de verdadera diversión, que puedo encontrar esta temporada en Marienbad.

Habló con una despreocupación que estaba seguro de que engañaría al barón, ya que éste carecía totalmente de sutileza.

Como estaba ansioso por congraciarse con Lord Arkley, el barón se adentró en una impúdica descripción de los lugares donde se podían encontrar mujeres, hablándole del asunto durante todo el camino hasta el casino.

Cuando finalmente se unieron a un grupo de amigos, Lord Arkley había decidido no sólo evitar los lugares que el barón le había recomendado, sino al barón mismo.

No permaneció mucho tiempo con sus amigos ni despilfarró su dinero en las mesas de juego. Como se sentía cansado y deseaba acostarse temprano, se deshizo de los amigos que trataban de detenerlo, y regresó al hotel caminando bajo la luz de las estrellas.

Lejos de la música y del murmullo de voces del Kurhaus, la noche estaba tranquila.

La fragancia de los pinos y el perfume de las flores que se entremezclaban con la frescura de la noche, transportando a Lord Arkley a un mundo muy diferente del que había ocupado su mente toda la velada.

Al cruzar por el jardín del hotel, que adquiría una mística apariencia con sus luces escondidas entre los arbustos, vio a una figura sentada en un banco y semioculta por las ramas de un sauce.

Fue su instinto el que le hizo pensar en ella. Posiblemente el noventa y nueve por ciento de las personas hubieran seguido distraídamente su camino. Lord Arkley sin embargo, intuyó su presencia y fue hacia ella, inclinando la cabeza para no golpearse con las colgantes ramas del sauce.

Ella levantó la vista, sorprendida, y él comprendió que había estado ensimismada en sus pensamientos y que su presencia le había vuelto a la realidad.

—Me alegra tener la oportunidad, alteza, de agradecerle la cena de esta noche.

La princesa tomó aliento y por un momento pareció que no podía encontrar las palabras para contestar. Después de un instante, dijo en voz baja:

—Gracias, Lord Arkley. No… me fue posible despedirme de usted.

—Lo comprendo muy bien.

Esperó unos segundos y después preguntó:

—¿Me permite sentarme con usted?

—Yo… estaba a punto de marcharme —dijo la princesa—. Yo… no debería estar aquí… sola… pero hacía tanto calor y…

No era necesario que le explicase que deseaba escapar, sentirse libre aunque fuera sólo un momento.

—Discúlpeme, únicamente pretendía charlar un rato con usted —dijo Lord Arkley sentándose junto a ella—, pero si lo prefiere, la dejaré sola.

No… no es eso… es que no debería estar aquí y…

—Nadie lo sabrá —le dijo Lord Arkley en tono tranquilizador—. Y ahora, intentemos olvidarnos de todo, excepto de la paz y la belleza de esta noche. Cuando al salir del casino me interné en el bosque, me pareció que penetraba en otro mundo.

—Eso es lo que yo trato de hacer, pero a veces me pregunto… si existe ese otro mundo.

—¡Por supuesto! Es el mundo de nuestros sueños, que es tan real como el otro, pero mucho más hermoso.

—¿Es cierto? —preguntó ella como un niño que busca seguridad.

—¡Claro que es cierto! Y ese mundo especial está esperando que lo descubramos. Lo que pasa es que a veces estamos demasiado ocupados, o somos demasiado tontos, o tal vez… desdichados.

—¿No es más fácil encontrarlo… cuando nos sentimos… desdichados? Él negó con la cabeza.

—No creo que eso sea cierto. Cuando las personas se sienten infelices se envuelven en una niebla impenetrable, y para alcanzar lo indefinible, nuestro espíritu debe moverse libremente.

—Entiendo lo que está tratando de decirme —contestó la princesa—, y es una gran ayuda.

—Para resumir mis pensamientos —añadió Lord Arkley—, creo que nunca debe perderse la fe.

Ella volvió su rostro hacia él, sus ojos parecían dos grandes abismos oscuros al contestar:

—Nunca supuse… que alguien como usted… me podría llegar a entender. Él sonrió y ella añadió rápidamente:

—No… eso es ser muy descortés… pero creo que usted entiende lo que quiero decir. Usted forma parte de un mundo… que me desconcierta… un mundo duro… y sin compasión.

Él comprendió que ella no estaba pensando en su propio sufrimiento sino en cómo habían olvidado al príncipe los mismos que lo habían adulado antes de su terrible accidente.

Habían seguido el ejemplo del kaiser porque muchos alemanes sólo admiraban a los hombres superiores, llenos de vigor y de fuerza, y no consideraban de utilidad a los inválidos ni a los incapacitados físicamente.

—Cuando visité la India el año pasado —prosiguió Lord Akley—, fui hasta las estribaciones del Himalaya. Mientras contemplaba las grandes montañas con sus blancos picos brillando bajo el sol, pensé que la belleza, la verdadera belleza, la que penetra en nuestra alma, a menudo va acompañada de crueldad.

—Lo que está diciendo es que de una manera o de otra tenemos que pagar por los momentos de éxtasis.

—O tal vez en ese sufrimiento encontramos el éxtasis.

—Espero que tenga razón —contestó la princesa—, reflexionaré sobre lo que me ha dicho… y trataré… de comprenderme mejor.

—Es lo que he intentado hacer —dijo él—, y estoy seguro que cuando el sufrimiento nos coloca frente a una encrucijada, podemos elegir el camino del cielo o descender hasta los infiernos.

Lord Arkley sonrió y luego añadió:

—Como comprenderá, creo que ése es un punto de vista demasiado simplista. Pero al mismo tiempo, podemos encontrar las variaciones que queramos al tema original; la decisión es nuestra.

Después de unos minutos de silencio, la princesa se puso en pie.

—Me ha ayudado usted mucho. Me gustaría darle las gracias, pero es una palabra tan inadecuada…

—Las palabras no pueden expresar lo que brota del corazón, y creo que esta noche, princesa, le he hablado con mi corazón y espero que el suyo haya acogido mis palabras.

—Han llegado hasta él. Pero ahora debo marcharme.

La mirada que le dirigió le hizo comprender que le suplicaba que no la acompañara porque podrían verlos juntos.

Le pareció extraordinario poder leer así sus pensamientos. ¿O era, como él había dicho, que sus corazones se habían comunicado?

Para facilitar la situación, dijo:

—¿Me perdona si me quedo aquí un rato para meditar?

—Yo también trataré de poner en orden mis pensamientos.

Le tendió la mano y él se la llevó a los labios. Al besarla, sintió la suavidad de su piel.

La princesa se puso muy tensa y, sin añadir ni una sola palabra, se alejó, moviéndose tan delicadamente por el prado que parecía que caminaba sobre una nube o que la impulsaba una onda musical.

Cuando se quedó solo, se sentó para meditar, como había dicho.

Apenas podía creer que aquella conversación hubiera sido real. ¿Qué le había inspirado para hablarle de aquella manera? ¿Cómo habían acudido aquellas palabras a sus labios, desligadas completamente de su cerebro?

Era el mismo cerebro que se ocupaba de los asuntos de estado, del comportamiento de las naciones y de gentes como el barón y el príncipe Friedrich, con sus estériles intentos de jugar a las intrigas.

Pero al hablar con la princesa, otra parte de él había estado dirigiendo su comportamiento, una faceta de su personalidad cuya existencia había ignorado hasta entonces.

Y sin embargo, sabía que no había dicho ningún desatino, y que, según ella le había explicado, le había proporcionado la ayuda que necesitaba.

Era fácil comprender que vivía atemorizada. Era muy joven, apenas tendría veintiún años, y había estado casada durante tres años con un borracho amargado y destrozado moral y físicamente.

La sangre de los Esterházy que corría por las venas de la princesa le proporcionaba el orgullo necesario para mantener su dignidad, por eso Lord Arkley estaba seguro de que nunca le confiaría a nadie lo que estaba sufriendo.

Si no hubiera escuchado cómo se había portado el príncipe con ella la noche anterior, nunca hubiera cruzado por su mente que alguien pudiera maltratarla y humillarla de aquella manera.

Durante la cena había conversado con una gracia y un encanto que habrían sido la envidia de una mujer mayor y más experimentada que ella.

Y sólo gracias a que él había estado muy alerta, había podido descubrir el temor que había en sus ojos al ver que el príncipe se iba emborrachando según avanzaba la noche.

Estaba seguro de que la razón por la que el príncipe había pegado a aquella encantadora y frágil criatura que era su esposa era que ella había escapado ilesa del atentado anarquista mientras que él había quedado lisiado.

Seguramente la odiaba por haber tenido tanta suerte y, con su innata crueldad, deseaba hacerla sufrir lo que él padecía. Por eso la había pegado con el látigo hasta dejarla inconsciente.

—¡Es intolerable! —dijo en voz alta, exasperada—. ¡Pero sólo Dios sabe qué podría hacer yo! ¡Sólo Dios sabe cómo podría salvarla!