Capítulo 5

Mientras conducía el automóvil bajo el sol de la mañana, Alloa sintió como si estuviera viendo Francia por primera vez. El primer día había estado muy preocupada por el automóvil, y el segundo, por su impertinente pasajero. Por lo tanto, no había podido disfrutar de la campiña francesa.

Ahora empezó a percibir la belleza que había en todo lo que veía, en los grandes castillos que surgían de vez en cuando al fondo del camino, y en las hermosas residencias rodeadas de jardines, con pequeños estanques a los lados.

Había tanto que ver, tanto que era nuevo para ella, que no pudo menos que sentir el hecho de tener que darse prisa para poder llegar a Biarritz esa noche.

Sin embargo, Dix había insistido en que se detuvieran en Burdeos para comer juntos.

—Quiero que pruebes una comida que te gustará y que bebas un vino que no olvidarás en el corazón del país de las uvas —le dijo. Alloa se sintió un poco mortificada por aceptar la invitación, aunque en realidad le agradaba mucho su compañía.

La noche anterior, cuando le presentaron a Dix la cuenta, se negó a enseñársela e insistió en que su parte era una suma ridícula, por lo pequeña. Pero no quiso aceptar más y él pagó con varios billetes, cuyo valor ella no pudo ver.

Dix la llevó temprano a su hotel pero permaneció despierta recordando todo lo que había dicho durante la cena. Estaba preocupada porque se había dado cuenta de que la actitud de él había cambiado desde el momento en que ella se había negado a dar una respuesta directa a su pregunta sobre el matrimonio.

Comprendía que había sido muy torpe. Lo que él realmente e: taba tratando de averiguar era si tendría oportunidad de casarse con una muchacha decente que pudiera amarle por sí mismo, sin importar lo que fuera. ¡Como una tonta, ella no se había dado cuenta de eso!

«Le he fallado», se dijo, sintiéndose muy triste, cuando se quedó sola en la quietud de su habitación.

A pesar de la actitud fría que Dix había adoptado desde el momento en que ella dio su necia respuesta, parecía haber recobrado su natural cordialidad esa mañana, cuando fue a buscarla al aparcamiento del hotel.

Le ayudó a revisar el Cadillac y le indicó cómo salir de Tours.

—Debemos llegar a Burdeos a la una de la tarde —le dijo—. Espérame para que te guíe al restaurante donde vamos a comer. Está cerca del mercado, pero no es fácil de encontrar.

Sólo cuando estuvo ya frente al volante del Cadillac, y emprendió el camino a Burdeos, Alloa comprendió el gran alivio que la actitud de Dix le había producido.

No se atrevió a confesarse, ni siquiera a sí misma, el temor que la había invadido esa mañana al despertar, de que Dix se hubiera ido sin esperarla.

Eran apenas las doce y media cuando Alloa llegó a las afueras de Burdeos y esperó a que el Mercedes rojo la adelantara. Pudo ver a Dix en el momento en que pasaba junto a ella.

Se sorprendió pensando que era difícil imaginar a Dix trabajando de mecánico en un taller, o de obrero en una fábrica, como le hubiera sido imposible imaginar a Lou Derange fregando platos o pelando patatas.

«Y sin embargo, tiene que trabajar en otra cosa», se dijo Alloa. «El conducir el automóvil de otra persona, sólo le hace aficionarse a gastos caros, que él no puede permitirse el lujo de satisfacer».

No dejó de pensar en cómo podría convencerle de que hiciera lo que era correcto sin detenerse ante las dificultades que pudiera encontrar en el camino de la rectitud. Se daba cuenta de que las horas volaban y de que quizá ya no dispondría del tiempo necesario para seguir hablando de eso. No se atrevía siquiera a preguntarse si, una vez que llegaran a Biarritz, tendría oportunidad de volver a verle.

Dix se paró frente a un restaurante de aspecto bastante común, que había en una callecita lateral, junto a un mercado.

Por un momento Alloa se sintió desilusionada; pero en cuanto entró, lanzó una leve exclamación de placer. El interior estaba construido como si fuera una gruta. Había grandes rocas a un lado, donde crecían helechos y flores.

En el centro había una fuente cuya agua caía en un tazón cubierto de lirios acuáticos. En el restaurante reinaba el ambiente sombrío y misterioso de una enorme caverna.

—¡Qué lugar tan encantador! —exclamó Alloa, cuando se sentaron en una mesa del rincón.

—Lo más importante aquí —le explicó Dix—, son las cavas.

—¿Me quieres decir que es famoso por sus vinos? —preguntó ella.

—Muy famoso —sonrió Dix.

Un camarero apareció un momento después y él y Dix pasaron un buen rato discutiendo los diversos vinos y la comida adecuada para ellos.

Alloa estaba demasiado interesada en el ambiente para prestarles atención.

—He pedido algo que creo que te gustará —dijo Dix, volviéndose por fin hacia ella, muy sonriente—. Me temo que va a ser muy caro.

—Olvídate del dinero por esta vez. ¿Sabes? Cuando veníamos hacia aquí, venía pensando que no tienes idea siquiera de cómo disfrutar de la vida. Eres como todas las personas que son demasiado buenas. Crecen con la idea de que todo lo que es alegre es pecaminoso y perverso.

—¡Oh, no, yo no soy así! —protestó Alloa con firmeza—. Estaba pensando en lo afortunada que soy de estar aquí, de experimentar todo esto, y de tenerte a ti para compartirlo.

—Vaya, me alegro de ocupar un lugar en eso.

—¡Claro que lo ocupas! Quiero que sepas lo agradecida que estoy por todo lo que has hecho por mí. Si no hubiera sido por ti, no habría conocido todos estos lugares, ni habría sabido qué comer I o beber, tampoco hubiera sabido nada sobre el país.

—Así que hasta un ladrón puede resultar útil en ocasiones —dijo Dix.

Alloa le miró furtivamente y comprendió que él no la había perdonado por lo que había dicho la noche anterior.

Impulsivamente, extendió la mano y la puso en el brazo de él. —Hay algo que debo decirte— murmuró en voz baja—. Hay algo que quiero que sepas… yo… yo he pensado mucho sobre lo que dijiste anoche… sobre la pregunta que me hiciste. Y… ahora sé la respuesta.

—Cuando me lo preguntaste, no tuve tiempo de pensar, de considerar la respuesta. Era una pregunta que jamás se me había ocurrido. Pero ahora sé que la respuesta es… sí. Una muchacha, o una mujer, si amara lo suficiente a un hombre, se casaría con él, sin importar lo que hubiera hecho en el pasado.

—¿Estás segura de eso? —preguntó Dix.

—Muy segura —contestó Alloa con firmeza—. Si ella le amara a él, y él la amara a ella, entonces no habría probabilidades de que él volviera a hacer cosas malas.

—Supongamos —dijo Dix con lentitud—, supongamos que se casaran, o que reconocieran su mutuo amor, y el hombre continuara siendo lo que había sido siempre… un golfo, sin llegar al extremo de ser un criminal. ¿Qué sucedería entonces?

Alloa respiró profundamente.

—Yo no sé mucho sobre el amor —reconoció—. Sin embargo, creo que una vez que se entrega, ya no puede retirarse jamás. Una mujer podría seguir amando a un hombre, sin importar lo que este hiciera.

Dix la miró a los ojos.

—Tu estás hablando de una mujer mística o de algún hombre imaginario —observó—. Anoche, si mal no recuerdo, te pregunté si tú podrías amar a alguien a quien no respetaras.

Alloa bajó la vista hacia su propia mano, apoyada en el brazo de él. Dix había adivinado que ella estaba tratando de ayudarle, y ahora no le quedaba más remedio que decir la verdad. Se sintió temblar, sin saber por un momento qué decir. Y entonces, como por arte de magia, la respuesta brotó de sus labios.

—Es una pregunta que no puedo contestar, porque nunca he estado enamorada.

—Supongo que eso es lo que más se acerca a la verdad —contestó él. Por un momento ella se preguntó si estaría enfadado, pero Dix se volvió hacia ella y le sonrió—. Pensaba que ibas a decirme una mentira inocente, porque creías que con ello me ayudarías.

Alloa se ruborizó y levantó los ojos hacia él.

—Trato de decir siempre la verdad —dijo.

—Eso es evidente… —Él puso la mano sobre los dedos de ella que, en su agitación, habían apretado el brazo de Dix—. No pienses más en esto. Tal vez un día vuelva a hacerte la misma pregunta y tú me des una respuesta diferente. Por el momento, hablemos de ti. Háblame de tu casa, de cómo fue tu infancia.

Alloa contestó todas sus preguntas y se sintió aliviada por una tibia felicidad, porque él ya no estaba enfadado con ella.

Pensó, mientras le observaba, que había algo muy sensitivo en la delicadeza de sus facciones, en las arrugas que empezaban a aparecer alrededor de sus ojos. Recordó que su padre había dicho una vez: «Cuanto más sensible es un hombre, más difícil le resulta hacer frente a la rudeza y la brutalidad de la vida».

Charlaron un rato más. Luego, al llegar la comida y con ella dos vinos, uno blanco y otro tinto, comieron en silencio. Cuando Alloa terminó un plato de fresas silvestres y estaba bebiendo una taza de aromático café, dijo:

—Y ahora, tengo algo más que agradecerte… la segunda más deliciosa comida que he saboreado en mi vida.

—Ha estado bien —reconoció Dix con indiferencia—. No sé cómo no puedes demostrar más entusiasmo. Nunca hubiera creído que existiera un vino con sabor a luz de sol embotellada. —Le diremos al propietario tu opinión. El camino más corto para conquistar el corazón de un francés es alabar su cocina y sus vinos—. No es difícil elogiar algo tan delicioso como esto.

—Excepto que los ingleses nunca expresan sus pensamientos o sentimientos. Lo mismo si algo les gusta, que si les disgusta, siempre consiguen mantener un diplomático silencio. Para mí eso es desconcertante.

—¡Oh, no todos somos así! En Escocia somos muy expresivos, m Se supone que los escoceses son serios y amargados, pero a mí me • parecen mucho más hospitalarios que los ingleses.

—Tendré que ir entonces a Escocia —dijo Dix—. ¿Me invitarás a tu casa?

Era un desafío y Alloa lo sabía.

—¡Por supuesto! Me encantaría que conocieras a mi padre.

—¿Para que él pudiera terminar de reformarme?

—¡No! Porque yo sé que os llevaríais muy bien. Y cuando le diga a mi madre lo amable que has sido conmigo, ella te adorará. —Realmente, no sé si puedo creerte o no—. Por favor, debes creer que estoy diciendo la verdad. No puedes creer que soy tan ingrata como para avergonzarme de ti, después de todo lo que has hecho por mí, ¿verdad?

—¿De verdad me llevarías a tu casa? —preguntó Dix.

—Me sentiría feliz de hacerlo —contestó ella, con evidente sinceridad—. Aunque me temo que te parecería un lugar muy pobre, después de todos los lujos a los que estás acostumbrado. No es que yo crea que no esté bien que te hayas acostumbrado a ellos; lo que pasa es que has permitido que se vuelvan parte de tu vida y eso es algo de lo que debes alejarte.

—No veo ninguna razón para que renuncie a algo, mientras pueda ganar suficiente dinero de forma honrada para pagarlo.

—Por supuesto, eso es ideal. Pero ¿puedes hacerlo? ¿Qué trabajo podrías realizar para obtener ingresos tan elevados?

—Hay muchos modos —repuso Dix evasivamente.

—Sí, pero ¿correctos y honrados? —Preguntó Alloa—. Oh, por favor, escúchame. Es muy difícil expresar esto con palabras, pero tengo que hacerte comprender. Sé honrado y haz sólo lo correcto. Va a significar muchos sacrificios; va a ser muy duro para ti, al principio, pero poco a poco vas a descubrir que la paz y el auto respeto valen mucho más que cualquier cosa que puedas comprar.

—¿A cuánto quieres tú que renuncie? —preguntó él.

—A todo lo que no hayas obtenido por medios honrados. A todo lo que no hayas ganado, a todo lo que no sea tuyo de verdad.

Habló en voz baja, sin mirarle.

—¿Y si yo te dijera que muchos de los objetos que provocan tu desconfianza son realmente míos, que los he obtenido por medios legítimos?

—Entonces me alegraría mucho. Eso haría las cosas más fáciles para ti.

—Y supongamos —observó él después de un momento—, supongamos que no fueran mías. ¿Qué sugerirías que hiciera?

Alloa respiró profundamente.

—Entonces debes devolverlas —dijo—. Yo sé que te sentirías vació y desgraciado sin ellas. Pero, lo mismo se trate de dinero que de cosas, lo que sea, si no son tuyos porque los has obtenido por medios deshonestos, deben ser devueltos a su dueños.

Estaba pensando en los objetos finos que había visto en su poder. Tal vez tuviera un apartamento, en algún lugar, lleno de objetos robados. Quizá hasta su ropa fuera robada también, adquirida con dinero de procedencia dudosa.

Pasó mucho tiempo antes de que él volviera a hablar. De pronto Dix dijo en voz baja:

—Eres muy drástica en tus convicciones, ¿verdad?

—No se puede ser de otra manera y tú tienes que aprender a ser así.

—Sí, ya entiendo lo que estás tratando de decirme. Pero, me pregunto si le dirías lo mismo a un industrial que ha conseguido triunfar haciendo que quiebren sus competidores, o a un político que hace falsas promesas. ¿Estas personas no son tan deshonestas, o más aún, que quienes cogen pequeños objetos que no les pertenecen?

—Moralmente lo son, por supuesto —respondió Alloa—. Y aunque no niego que haya personas que actúan de ese modo, hay también muchísimas que se portan con decencia y que hacen sólo cosas que saben que son correctas y honradas. Hay mucha gente que hace sacrificios personales para ayudar a los demás, que no son capaces de decir una mentira o de hacer algo malo, bajo ninguna circunstancia.

—Es una lástima que yo nunca haya conocido a gente así.

—Tal vez no has tenido oportunidad de hacerlo. Ven conmigo a Escocia y te presentaré a muchas personas que son muy honradas y que se sienten orgullosas de serlo.

—Tal vez algún día aceptaré tu invitación. Mientras tanto, creo que debemos iniciar el viaje si quietes llegar a Biarritz a tiempo para cenar.

Alloa sintió que algo le oprimía el corazón. Así que su comida juntos había llegado a su fin. Tal vez era la última vez que hablaran con seriedad, sobre cosas de importancia.

—Echaremos gasolina antes de salir para Burdeos —estaba diciendo Dix, mientras hacía una señal para que le trajeran la cuenta—. Podemos parar a tomar algo como a las cinco. Yo iré detrás de ti todo el tiempo y cuando crea que hay un buen lugar, te adelantaré y te indicaré dónde debes pararte.

—Me parece muy bien —asintió Alloa.

Para Alloa eso era un respiro. No tenía todavía que despedirse de él y su corazón se sintió más ligero por ello.

Una vez más, emprendieron la marcha. Era un camino metido un poco tierra adentro, de modo que no podía verse el mar; sin embargo, Alloa podía percibir la cercanía de éste.

Había en el ambiente un aroma salobre y un aire tonificante, que la hacía pensar en la costa cercana, bañada por el oleaje grisáceo del Atlántico.

Para su sorpresa, Dix no la hizo pararse frente a una de las numerosas posadas del camino. Poco después de las cinco de la tarde, el Mercedes rojo se adelantó a un pueblecito y se desvió por un camino lateral, hasta que llegaron a un pequeño castillo.

Había sombrillas en el jardín y Alloa supuso que lo que había sido originalmente una casa particular, se había convertido en restaurante. Dix seleccionó una mesa aislada, donde quedaban aislados de los demás, y tenían una vista completa del jardín lleno de flores.

—¡Qué lugar más bonito! —exclamó Alloa.

—A veces paro aquí, cuando voy hacia el sur.

—¿Haces con frecuencia este viaje?

—Sí, con bastante frecuencia.

—¿Siempre en automóvil?

Había una sonrisa traviesa en la cara de él cuando contestó:

—Sí, siempre que puedo pedir uno prestado… o robarlo.

Alloa advirtió que se estaba riendo de ella y sintió que se ruborizaba. No tuvo que contestar, porque el camarero llegó en ese momento y Dix pidió té para ella, café para él y unos pastelillos de crema.

—No hemos tardado mucho —comentó Dix, consultando su reloj—. Puedes llegar a Biarritz como a las siete y media. Eso te dará tiempo suficiente para darte un baño y vestirte para la cena.

—No tengo que ponerme muy elegante para cenar en mi habitación.

—¿Así es como te tratan? ¡Qué gente tan estirada!

Alloa rió de buena gana.

—Nada de eso —dijo—. Yo estoy trabajando y no hay razón para que la señora Derange o Lou me inviten a cenar con ellas en el restaurante.

—Pero eres familiar suyo.

—Un familiar muy lejano. Ni siquiera estoy segura de creer las historias de la señora Derange de que todos descendemos de la familia del duque de Rangé—Pougy.

Al decir eso, Alloa se dio cuenta de que era la primera vez que mencionaba al duque ante Dix.

—Supongo que si lo dice es porque es cierto —comentó él—. Los norteamericanos son muy escrupulosos en sus investigaciones.

—Bueno, eso no me afecta a mi de ninguna manera. No espero conocer al duque, no creo que a él le interese conocerme a mí.

—¿Por qué no? Eres tan pariente suyo como Lou Derange.

—Sí, pero yo no tengo dólares. No creo que mis dos peniques escoceses puedan compararse con los millones de dólares de Lou.

Al oírla, Dix se echó a reír.

—Es la primera vez que te oigo hablar con cinismo.

—No estoy siendo cínica, sino estrictamente práctica. Dicen que los franceses son muy prácticos, y parecen serlo en lo que al matrimonio se refiere.

—Mientras que los escoceses, desde luego, jamás piensan en el dinero.

Alloa sonrió.

—Exacto —dijo—. Aunque no somos tan tacaños como dice la gente.

Dix terminó su café y miró su reloj.

—Debemos irnos ya.

—Por favor, déjame pagar mi cuenta.

Él negó con la cabeza.

—Me reservo el derecho de ser quien pague nuestra última comida juntos —insistió Dix.

—Sí, por supuesto; ésta es… ¡la última! Alloa sintió como si el sol se hubiera ocultado de pronto. —Espero que pienses algunas veces en mí— dijo Dix. —Sigue rezando por mí, si te acuerdas.

—Lo recordaré —respondió Alloa.

—Yo no dejaré de pensar en ti —murmuró él—, y trataré de luchar por renunciar a las cosas que tanto me gustan.

Alloa se sintió invadida por un sentimiento de profunda desolación. ¿Qué más podía decir? ¿Qué más podía hacer para ayudarle? Lo vio pagar la cuenta. Después empezaron a andar a través del jardín lleno de flores hacia dónde estaban aparcados los automóviles. Ella permaneció un momento de pie junto a la puerta del Cadillac, y cuando Dix llegó a su lado, extendió una mano hacia él.

—Gracias —dijo en voz baja—. Quisiera poder decirlo con palabras adecuadas.

Dix cogió su mano entre las suyas.

—¿Significa algo para ti… el que nos digamos adiós así? —preguntó.

—Por supuesto —contestó ella—. Ya te he dicho lo agradecida que estoy de que me salvaras, y de que hayas sido tan amable conmigo estos últimos días. Yo… siempre rezaré por ti. —¿Y eso es todo?— preguntó Dix. —¿Qué mas?— contestó ella.

—¿Qué más? —repitió él y a ella le pareció que se burlaba. Alloa no lo comprendía, no sabía qué era lo que estaba tratando de decirle. Y debido a que se sentía turbada, se dio la vuelta con cierta brusquedad y exclamó:

—¡Adiós!

—¡Hasta la vista! —contestó él en francés y se dirigió a su coche.

Alloa sintió que las lágrimas acudían a sus ojos mientras recorría el camino de vuelta a la carretera principal. ¿Que había querido decir él con su pregunta?

Una vez más sintió que le había fallado, pero no sabía de qué forma. Sólo comprendía que toda la alegría y la felicidad que había sentido durante las últimas horas, desaparecía como por arte de magia.

«¿Qué ha querido decir? ¿Qué quería él que yo le dijera?», se preguntó repetidas veces mientras avanzaba por la carretera principal. Disgustada consigo misma, parpadeó para librarse de las lágrimas.

Continuó avanzando y mirando de vez en cuando por el espejo retrovisor. El Mercedes rojo seguía tras ella. Alloa se preguntó si Dix se sentiría en ese momento tan triste y deprimido como ella.

Hubiera querido pararse para decirle que no podían separarse así, que había todavía muchas cosas de las que debían hablar, pero comprendió que no era posible. Ella no se detendría, porque una vez ante él, no podría decirle todo lo que quería.

Estaban entrando en Bayona, cruzando el puente sobre el río. De pronto, a la derecha, vio una señal que decía: Biarritz. Ella volvió la mirada.

El Mercedes rojo continuaba detrás. Alloa dio la vuelta para coger un camino rodeado de espesos bosques de pino. El mar estaba a su derecha. Brillaba con tal intensidad, que a Alloa le costaba trabajo mantener los ojos fijos en el camino.

Pronto aparecieron ante ella el faro, los hoteles y las casas de Biarritz.

El lugar era tal y como lo había imaginado. Se elevaba en un pequeño semicírculo junto al mar, muy pintoresco y hermoso. En la distancia, los Pirineos, con sus picos cubiertos de nieve, aparecían recortados contra el fondo del cielo azul.

Instintivamente redujo la velocidad y miró hacia detrás. Por un momento no pudo creer lo que veía. Paró el automóvil a un lado y volvió la cabeza, buscando algo en el solitario camino. El mercedes rojo ya no la seguía. ¡No había nada a la vista!