Capítulo 4

Alloa se dio cuenta, de pronto, de que Dix tenía todavía sus manos en las de ella. Hizo un tímido movimiento para retirarlas y él se las soltó.

Dix se reclinó en el asiento y sacó una pitillera de su bolsillo.

—¿Me permites fumar? —preguntó.

—Por supuesto —al decir eso se dio cuenta de que la pitillera era de oro y de que el encendedor que utilizó también parecía caro.

—¿Qué haces por aquí? —preguntó ella.

—Como puedes ver, voy a llevar este automóvil al sur. Lo llevo a Bayona, para ser exacto —respondió él después de un ligero titubeo.

Ella se volvió para mirar el gran Mercedes rojo, que resplandecía bajo el sol.

—Es un hermoso automóvil —comentó—. ¿Te han… contratado para… llevarlo?

Había una extraña expresión en su rostro y en sus ojos cuando repuso, entre burlón y serio:

—¿Estás sugiriendo, de una forma sutil, que lo he robado?

—No, no, claro que no —protestó Alloa.

Pero no pudo evitar que el rubor se extendiera por sus mejillas, ni que su voz sonara poco sincera.

—Yo prefiero que me digas siempre lo que piensas —observó él.

—No lo has robado, ¿verdad? Dime la verdad, por favor, dime la verdad.

El la miró con fijeza durante varios minutos y Alloa pensó que había aparecido en su rostro y en sus ojos una expresión desconocida para ella.

—Yo quiero confiar en ti —declaró Alloa angustiada.

—¿Por qué te preocupas por mí? —preguntó él—. No lo merezco; pero para tranquilizarte, voy a asegurarte que no he robado este automóvil.

—¿Y has encontrado trabajo? —insistió Alloa. De nuevo le pareció que él titubeaba antes de contestar.

—Más o menos —reconoció al fin.

—No te hago estas preguntas por simple curiosidad. Supongo que… si soy sincera… te diré que me siento un poco responsable de ti. —¿Porque me dejaste ir?—. Preguntó él con una repentina sonrisa. —No sabes en qué lío te estás metiendo. Una persona que se haga responsable de mí corre el riesgo, no sólo de llevarse una gran desilusión, sino también de arrepentirse de haberlo hecho, aunque esto parezca un poco presuntuoso por mi parte—. Pero ¿por qué tiene que ser así?

—Porque, como tú ya sabes, soy lo que la gente decente llamaría una «mala cabeza». Soy la oveja negra de mi familia.

—No es posible que te guste esa clase de vida.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no pareces feliz… —contestó Alloa.

—Y tú, que eres tan virtuosa, ¿eres feliz?

—Sí, terriblemente feliz.

Trató de no pensar en las noches en que había estado preocupada por él, en que se había sentido triste por lo del broche.

—Y, sin embargo, tu virtud parece llevarte a situaciones muy incómodas, si no es que francamente comprometidas. Ella se ruborizó y respondió de forma impulsiva: —No te he dado las gracias por haberme ayudado. Estaba muy asustada.

—Si no hubiera pasado por allí… —empezó a decir y se detuvo—. Olvídalo. No merece la pena pensar en eso. Ten más cuidado la próxima vez. No puedes confiar en todas las personas como has confiado en mí.

—Esto ha sido muy diferente —sonrió Alloa—. Lo que ha pasado esta mañana ha sido tan inesperado… yo nunca imaginé que algo así podría pasarme a mí.

—¿Cómo te peinas? —preguntó él. Al ver la expresión desconcertada de ella agregó—: lo que quiero decir es… ¿nunca te miras en el espejo?

—¿Quieres decir que… mi cara atrae a gente como el señor Calvert? ¡Oh, no…!

Dix miró su reloj de pulsera.

—Si nos ponemos en marcha ahora mismo y no nos detenemos, para nada, llegaremos a Tours entre las seis y media y las siete. Te buscaré habitación en un hotel decente y después te invitaré a cenar.

—Pero… yo pensaba ir más lejos…

—No digas tonterías. Habrás avanzado ya bastante si llegas hoy a Tours. Además, no me niegues el placer de invitarte a cenar.

—Supongo que debía decir que no —murmuró ella—. Después de todo, no te conozco… y…

—Tu madre te advirtió que nunca aceptaras invitaciones de desconocidos. Pero yo no soy eso para ti —señaló él con una sonrisa.

Alloa tuvo que reconocer que parecía que le conocía desde hacía mucho tiempo.

—Me estoy portando como una tonta —dijo por fin—. Me encantaría cenar contigo, si me permites pagar la cena.

—¿Estás tratando de insultarme?

—Tú sabes bien que no es esa mi intención. Pero yo soy pobre, también. Sé lo que es hacer que cuente cada centavo que uno tiene, porque hay que renunciar a ciertas cosas que se desean, para poder comprar otras. La señora Derange me ha dado dinero para el viaje, así que yo debo pagar mi cena.

El guardó silencio por un momento, como si estuviera pensando en lo que ella había dicho. Luego se echó a reír.

—Tu honestidad es increíble. Si andas escasa de dinero, podrías muy bien cenar conmigo, deja que yo pague, y guárdate el dinero que habrías gastado en la cena.

—¡Yo no haría una cosa así! No sería honrado. Además, tendría que mentir.

—Sí, lo sé, pero me pregunto si hay alguien que en la actualidad viva de acuerdo con esas normas.

—Mi padre lo hace —contestó Alloa—. Y hay millones de personas como él, hombres y mujeres que tratan de hacer lo que es correcto sin importar lo que eso cueste en sacrificios personales, o lo difícil que parezca.

—¿Y crees que yo podría ser una de esas personas?

—Yo sé que podrías serlo. Lo supe desde el primer momento en que te vi. No eres el tipo común de… —titubeó un momento.

—¿Ladrón? —sugirió el con una leve sonrisa.

—Es una palabra horrible —declaró Alloa con tono apasionado—. Olvida el pasado, olvida todas las cosas que has hecho, de las que te sientes avergonzado.

—Lo dices como si fuera muy fácil segura.

—Eres muy convincente —observó él—. Pero será mejor que nos vayamos y continuemos esta conversación durante la cena. ¿No crees?

—Sí, por supuesto.

—Tú irás delante —indicó Dix, abriendo la puerta del automóvil—. No quiero perderte de vista, por si te mezclas en alguna otra aventura. Ve tan deprisa como puedas. Yo podré seguirte.

—Sí, ya me he dado cuenta… —señaló ella sonriendo.

—No corras riesgos —ordenó él, cerrando la puerta. Dio la vuelta al automóvil, para detenerse junto a la ventanilla de ella—. ¿Sabes? Este automóvil es demasiado grande para una chica tan pequeñita como tú.

—Es el automóvil más maravilloso que he conducido nunca —exclamó Alloa con entusiasmo—. Casi no puedo creer que todo esto sea verdad, que estoy aquí en Francia, por primera vez en mi vida.

—¿Nunca habías estado antes en Francia? —preguntó incrédulo. Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—Entonces, hay muchas cosas que quiero enseñarte —dijo él—. No perdamos más tiempo. Vamos directamente hacia Tours. No te detengas más que a la entrada de la ciudad. Una vez allí, yo te adelantaré, para llevarte al hotel donde pienso que debes alojarte. Alloa se puso en marcha.

Por el pequeño espejo retrovisor podía ver al Mercedes rojo que la seguía a una prudente distancia, dándole una sensación de seguridad.

Llegaron a Tours a la seis y media. Al llegar a la entrada de la ciudad, ella disminuyó la velocidad y Dix la adelantó. La condujo a través de amplias avenidas hasta que llegaron cerca del centro de la ciudad.

Se pararon frente a un hotel que daba a un pequeño jardín municipal con una fuente en el centro. Varios mozos acudieron en el acto a coger la maleta de Alloa e indicarle dónde estaba el aparcamiento del hotel.

Dix la estaba esperando en la entrada.

—Este lugar es demasiado elegante —protestó ella en voz baja—. No creo que esté al alcance de mis posibilidades.

—Es un lugar respetable y no te pasará nada. Ya he hablado con el hombre de recepción y te dará una habitación en el fondo para que puedas dormir tranquila. El recorrido de mañana es bastante largo.

—Estoy segura de que este hotel debe ser demasiado caro. La señora Derange puede pagarlo —respondió él con firmeza—. Ahora deja de preocuparte, y sube a prepararte para la cena. Iré a buscarte dentro de media hora.

—¿No vas a hospedarte tú aquí? —preguntó Alloa.

—Ya tenía una habitación reservada en otra parte.

Ella no tuvo más remedio que seguir al mozo que la llevó a su habitación.

El hotel había sido en otros tiempos una posada para diligencias, pero lo habían modernizado con gran habilidad.

Alloa se dio un buen baño y se sintió más descansada.

Ella hubiera querido tener algún vestido elegante que ponerse, pero tuvo que conformarse con su vestido de seda negra, con cuello y puños blancos, muy apropiado para una modesta secretaria como ella.

Lo único que pudo hacer para mejorar su apariencia fue cepillar su cabello hasta que brilló como oro y pintarse los labios.

Estaba lista exactamente a la hora en que Dix hubiera dicho que llegaría a buscarla.

Sin embargo, titubeó un momento antes de bajar. Se sentía mortificada sabiendo que iba a cenar a solas con él. Dix nunca le creería si le decía que era la primera vez que iba a cenar sola con un hombre.

No era de extrañar que se sintiera tan emocionada, dijo a su imagen reflejada en el espejo. Entonces, un poco avergonzada al notar el brillo que apareció en sus ojos, cogió su bolso de mano y salió de la habitación.

Dix la estaba esperando en el vestíbulo del hotel, atrayendo las miradas furtivas de dos jovencitas francesas, que estaban sentadas en un sofá, a ambos lados de su padre, un hombre bastante corpulento.

Se había puesto un traje gris oscuro. Sin embargo, a pesar del color un poco sombrío de su ropa, a Alloa le pareció que había algo atrevido en su apariencia. Tenía el aspecto de un pirata del siglo XVIII. Su actitud, su porte, eran las de un aventurero incorregible.

Alloa sonrió, y él la cogió del brazo y la condujo fuera del hotel. El Mercedes rojo estaba en la puerta. Subieron a él y, todavía en silencio, se alejaron de allí.

—¿No te gustaría tener un automóvil así? —preguntó ella.

—Yo preferiría un Bentley —contestó él.

—Yo nunca he subido a un Bentley.

—Entonces debo… —empezó él a decir pero se calló de pronto.

Alloa se preguntó qué iba a decir. Era imposible hacer frente a las preguntas que se obstinaban en surgir en su mente.

Se alegró de que el recorrido no fuera muy largo. Pocos minutos después habían llegado al restaurante.

El lugar era pequeño. Había una parrilla al fondo, donde los camareros estaban ocupados dando vueltas a pollos colocados sobre las brasas.

Alloa miró a su alrededor, con ojos muy abiertos.

—Ya he pedido la cena —explicó Dix—. Quiero que pruebes algunas de las especialidades de este lugar, y su preparación es lenta.

—Esto va a ser muy costoso —comentó Alloa desolada.

Ella había pensado que iba a decir que no tenía mucha hambre y pedir lo más barato que hubiera en la carta. Pero ahora no podía hacerlo.

Les sirvieron langostinos, preparados con una deliciosa salsa especial; después hubo pato silvestre, seguido crepés suzettes.

Dix pidió un vino tan delicioso que Alloa sintió que podía percibir el sabor de las uvas y del sol que habían contribuido a su elaboración.

Hablaron de cosas triviales, sin embargo, Alloa pensaba que aquélla era la velada más emocionante que había tenido en toda su vida. —Había oído hablar de lugares como éste— comentó ella—. Pero; nunca pensé que alguna vez cenaría en uno de ellos. En realidad, jamás creí que tendría la oportunidad de conocer Francia.

—Un día tienes que ir a París —dijo él—. Es la ciudad más bella del mundo, y hay algo en el aire que hace que la gente se sientan alegre, feliz y despreocupada.

—¿Tu hogar está en París?

—He vivido buena parte de mi vida allí —contestó él, de forma evasiva.

—Y, te fuiste para ir a vivir a Londres. ¿Por qué?

—A decir verdad, en esta ocasión estaba en Londres temporalmente. Tenía algo qué hacer allí.

—Yo pensé que vivías en Londres. Aunque, para ser sincera, no estaba segura de cuál era tu nacionalidad. Sólo sabía que no eras inglés.

—Yo procedo del sur de Francia. Algunas veces me considero vasco. Mi familia es francesa. Mi hogar paterno no está lejos de los Pirineos.

—¿Y vas a tu casa ahora?

—Iré a ella pronto.

Alloa comprendió que estaba haciendo preguntas indiscretas, pero no podía evitarlo. Sentía curiosidad, no sólo por la reserva natural que él demostraba en todo lo que se refería a su vida, sino también porque tenía la sospecha de que él estaba metido en algo que no deseaba que supiera.

Había algo en todo ello que Alloa estaba decidida a descubrir tarde o temprano, aunque no dejaba de temer lo que podría averiguar. La muchacha lanzó un leve suspiro. El levantó la vista con expresión preocupada.

—¿Te aburres? —preguntó.

—No, no, claro que no —ella le sonrió—. Sólo estaba pensando en lo diferente que es esto a cuanto he hecho en mi vida.

—No creo que suelas cenar con ladrones —dijo él con un tono provocativo.

—No me refería a eso. No suelo cenar a solas con nadie.

—¿Me quieres decir, en serio, que no tienes novio? —preguntó Dix.

Alloa movió la cabeza de un lado a otro.

—No, claro que no. No he tenido oportunidad de conocer ningún hombre en el tiempo que llevo viviendo en Londres. Y en Escocia, llevaba una vida muy tranquila y veía a poca gente.

—¿Por eso decidiste trabajar en Londres? ¿Para buscar marido?

Alloa se irguió indignada.

—Perdóname —dijo él, cogiendo su mano—. No debí haber dicho eso. Lo que pasa es que no puedo creer que no haya hombres que te inviten a comer, a cenar, a bailar, a divertirte con ellos.

—¿Cómo van a invitarme si no me conocen?

—¿Así que nunca has estado enamorada?

—No.

—¿Y si te enamoraras de alguien, qué pasaría?

—Espero poder casarme con el hombre de quien me enamore.

—Sí, claro. Es el fin del camino, ¿no?

Ella le miró un poco desconcertada.

—¿Qué estás tratando de decirme?

—Estoy tratando de saber más de ti. Me resulta difícil creer que una muchacha tan atractiva como tú haya vivido tanto tiempo fuera de la realidad.

—Eso depende de lo que tú llames realidad. Si por realidad te refieres al amor, es verdad. Si te refieres a la vida en general, no estoy de acuerdo. La gente de Londres no me ha parecido diferente del que conocí en Escocia. Todos estaban agobiados de problemas y tenían que enfrentarse a muchas dificultades. Todos luchaban y se esforzaban ya fuera por dinero, posición o por el cariño de otras personas.

—Y a ti no te interesa ninguna de esas cosas.

—Estás tratando de hacerme sentir como una santurrona —protestó Alloa—. Claro que las quiero todas. Quiero ganar mucho dinero, quiero que mis padres se sientan orgullosos de mí, y quiero enamorarme, loca, desesperadamente, de alguien que me ame de igual forma.

—¿Y crees que eso sucederá sin ningún esfuerzo por tu parte?

—Si es mi destino que obtenga esas cosas, así será. Como solía decirme una anciana del pueblo, cuando era una adolescente: «Tu Príncipe Azul llegará algún día. Nada en el mundo podrá detenerle».

—¡Soberbio fatalismo! —exclamó Dix—. Yo me pregunto si en Francia no hacemos las cosas un poco mejor.

—¿Te refieres… a los… matrimonios por conveniencia…?

—Ah, ¿tú has oído hablar de esas cosas?

—Sí, por supuesto. La señora Derange…

Alloa calló de pronto, recordando que aquello no era asunto suyo y que por lealtad no debía discutir los asuntos de su jefa.

—… La señora Derange me ha hablado de ellos —concluyó—. Tengo entendido que en Francia, incluso en la actualidad, los matrimonios entre las mejores familias son todavía arreglados.

—Entre los campesinos y la clase media no creo que sea la regla general —dijo Dix—. Algunos miembros de la aristocracia, sobre todo los que se desenvuelven en el ambiente cosmopolita, también han desechado tales ideas.

—¿Y qué piensas tú al respecto?

—He visto algunos casos en que esos matrimonios tienen éxito. Pero, desde luego, en esas ocasiones es normal que ambos cónyuges se casen sabiendo que marido y mujer, en lo que al corazón se refiere, tomarán caminos separados.

—¿Me quieres decir que amarán a otras personas, sin deshacer su matrimonio?

—Sí. El hombre tendrá una querida y la esposa un amante, y ninguno de los dos protestará.

—Creo que eso es horrible —dijo Alloa—. Y supongamos… supongamos que la muchacha ame con todo su corazón al hombre con quien se ha casado, mientras que él lo considera sólo un contrato legal arreglado por sus padres… ¿entonces qué?

—Será un contrato legal para ella también —contestó Dix—. Si ella se enamora de su marido, tal vez tenga la suerte de conseguir que él se enamore de ella también.

—¡A mí me parece todo eso completamente equivocado! —exclamó Alloa—. El amor debe ser la única razón para el matrimonio.

Él sonrió al notar la emoción que había en su voz.

—Supongamos —dijo Dix—, que tuvieras la oportunidad de casarte con un hombre que estuviera en una posición muy ventajosa, que pudiera darte cuanto tú quisieras, que fuera honrado y que te amara, pero si tú supieras que no podrías sentir por él nunca nada más que respeto y cierto grado de afecto, ¿cuál sería tu respuesta?

—Sería un no definitivo. Jamás me casaría con un hombre, a menos que le amara.

—Por otro lado, supongamos que te enamoraras de alguien que no pudiera ofrecerte nada; alguien a quien tus padres jamás aprobarían y a quien tú no podrías respetar, ni admirar, pero de quién te hubieras enamorado de manera muy profunda. ¿Qué harías?

A ella le pareció como si el restaurante mismo se hubiera quedado en silencio, como si todos se hubieran quedado callados, esperando su respuesta.

Por fin, en un murmullo, Alloa contestó:

—¡No lo sé! ¡No lo sé!