Capítulo 3

El recorrido de Londres al aeropuerto Lydd fue muy emocionante, pero tranquilo. Salieron a primera hora de la mañana y Alloa se había sentido feliz al ver con qué facilidad podía conducir aquel potente automóvil.

Se había acostado pensando en que odiaba a los hombres y en que había perdido la fe en la naturaleza humana. Pero ahora, se daba cuenta de que podía sonreír con facilidad a la gente que la rodeaba.

Sólo en el fondo de su alma quedaba una gran amargura, debido a que había sido traicionada de forma tan inesperada.

Llegó a Lydd muy temprano y tuvo tiempo de tomar una taza de café y de ver la llegada de los aviones. Era fascinante observar cómo salían los automóviles del interior de los grandes aviones Silver City, y cómo entraban otros, para ser transportados con toda facilidad a través del aire.

El tiempo pasó con tanta rapidez que Alloa se sintió sorprendida cuando vio que el Cadillac azul estaba siendo introducido en un avión y oyó que la llamaban por el altavoz.

Unos minutos mas tarde estaba volando por primera vez en su vida. La costa de Francia no tardó en aparecer. Entonces el avión empezó a trazar círculos descendientes y ella vio tejados rojos y un puente que cruzaba un río.

Tardó sólo unos minutos en pasar la aduana francesa y pronto se encontró de nuevo ante el volante de su automóvil.

«¡Debo recordar que aquí se conduce por el lado derecho!», se iba repitiendo mentalmente, una y otra vez.

Le aterrorizaba la idea de olvidar que ya no estaba en Inglaterra y exponerse a tener un accidente con aquel hermoso automóvil. La colocación del volante en el lado izquierdo del coche, que tan incómoda le había resultado en Inglaterra, era ahora una gran ayuda.

Paró como a las dos de la tarde, para comer los bocadillos que había preparado.

Una vez en marcha otra vez, notó que no había ningún vehículo lo bastante rápido como para adelantar al Cadillac, excepto uno. Cuando se acercaba a Rouen, oyó el sonido fuerte de un claxon y un gran Mercedes—Benz rojo pasó junto a ella, obligándola a apartarse un poco hacia la derecha.

Vio de refilón al conductor y le recordó a Dix. A ella la idea le pareció ridícula. ¿Es que todo extranjero de pelo oscuro le iba a recordar al hombre que la había engañado, al ladrón que, si ella hubiera cumplido con su deber, debía haber entregado a la policía?

Una vez más empezó a reprocharse el robo del broche de zafiros de Lou. No era una pérdida desastrosa para ésta, porque todas sus joyas estaban aseguradas, pero no podía apartar de su mente la idea de que ella había sido cómplice de un acto criminal.

«Soy joven, inexperta, y muy tonta», se dijo y trató de empezar a disfrutar del viaje y a dejar de pensar en el apuesto ladrón.

Estaba oscureciendo, cuando Alloa se dio cuenta de que tenía hambre y pensó que ya era hora de parar.

Llevaba conduciendo casi ocho horas y vio en el mapa que se acercaba a la población de Alencon. La Guía Michelin decía que allí había un restaurante llamado la Petit Vatel. Alloa esperaba que no fuera muy caro. Aunque la señora Derange le había dado dinero para el viaje, sin duda alguna le pediría cuentas de lo que hubiera gastado.

Llegó a Alencon y encontró el restaurante sin dificultad. Estaba situado en una calle pequeña y estrecha, con una especie de plazoleta al fondo, donde era posible aparcar el automóvil.

Había varios coches y cuando Alloa entró en el salón de la parte baja del restaurante, vio que estaba lleno de gente.

Era un lugar alegre, típicamente francés, con manteles de cuadros rojos y blancos, que hacían juego con las cortinas. Una atractiva camarera saludó a Alloa con una sonrisa.

Le preguntó en francés si iba a comer y Alloa le contestó en el mismo idioma que sí. La camarera miró a su alrededor, con aire desolado y vio que todas las mesas estaban ocupadas. Después habló con una camarera que acababa de bajar. Ésta movió la cabeza de un lado a otro, con un leve gesto de impotencia.

Esta evidente que el salón de arriba estaba completo, también. La camarera que había recibido a Alloa volvió a mirar a su alrededor y vio que un hombre se encontraba solo sentado junto a la ventana. La camarera hizo una señal a Alloa y ella la siguió.

La camarera preguntó al hombre si no tenía inconveniente en que la señorita se sentara con él. El hombre pareció un poco desconcertado y masculló algo en inglés, como si no la hubiera entendido muy bien.

—¡Oh, es usted inglés! —Exclamó Alloa en su idioma—. ¿Me permite sentarme con usted? No hay ningún otro lugar disponible.

—Por supuesto. Encantado… —contestó el hombre.

Alloa se sentó. El hombre era difícil de definir. Vestía de una forma un poco llamativa. Daba la impresión de que quería parecer más joven de lo que en realidad era. Tenía el pelo castaño, un pequeño bigote y una sonrisa que dejaba ver la blancura de sus dientes.

—¿Está usted hospedada aquí? —preguntó él.

—No —contestó Alloa—, voy hacia Biarritz.

—¿En automóvil?

—Sí.

—Pero, sin duda querrá pasar la noche aquí. Hay una buena posada llamada Grand Cerf. Yo estoy hospedado ahí y si lo desea, puedo decirle dónde está.

—Se lo agradezco mucho —respondió Alloa con aire dudoso—. Pero tal vez pueda conducir una hora más. No lo he pensado aún. Quería avanzar lo más posible, pero no me gusta conducir de noche.

El hombre consultó su reloj.

—Son las ocho —dijo—. Usted no va a terminar de cenar antes de las nueve. Yo le aconsejaría que se quedara aquí.

—Sí, tal vez sea lo más conveniente —reconoció Alloa.

—Yo creo que sí —dijo el hombre, acercando un poco más su silla a la mesa—. Permítame presentarme. Me Hamo Basil Calvert.

—Yo me llamo Alloa Derange.

—Bien, señorita Derange… supongo que no es casada, ¿verdad? —preguntó, mirando sus manos sin anillos—. Creo que es una suerte que nos hayamos conocido. Estaba pensando cuánto me gustaría tener alguien con quien conversar. Usted es como un ángel caído del cielo.

Mientras Alloa disfrutaba de la deliciosa cena que le sirvieron, el hombre no dejó de hablar. Ella apenas tuvo oportunidad de intervenir con algunos monosílabos y unas cuantas sonrisas.

Se enteró de que el señor Calvert era agente; que le gustaba su trabajo, pero le aburría la soledad; que era muy sociable, le gustaba mucho la gente y en su club de tenis le llamaban Donjuán, por las muchas amigas que tenía. Sin embargo, no se había casado porque todavía no había encontrado a la mujer de sus sueños.

A Alloa el señor Calvert le pareció un hombre aburrido y de poca imaginación. Ella hubiera preferido cenar sola y poder observar a la gente que había en el restaurante. Sin embargo, tuvo que reconocer que el hombre era amable y que parecía bien intencionado.

Tuvo razón en cuanto al tiempo que tardó en cenar. De hecho, eran ya casi las diez cuando Alloa pagó su cuenta y él la suya.

—El servicio está incluido —le dijo él en tono autoritario—, así que no deje propina. No olvide esto mientras esté en Francia y, si quiere un buen consejo, compruebe siempre que la cuenta está bien sumada.

—Sí, sí, así lo haré —asintió Alloa, pensando de nuevo en lo poco agradable que le resultaba la compañía de aquel individuo.

—¿Podría indicarme cómo llegar al hotel que me ha recomendado? —preguntó Alloa cuando salieron del restaurante.

—Yo mismo la llevaré —contestó el señor Calvert—. No le importará llevarme en su automóvil hasta donde está, ¿verdad?

—No, por supuesto.

Subieron al Cadillac y ella siguió las instrucciones del señor Calvert, hasta que llegaron a una plaza muy antigua y muy hermosa. El Grand Cerf resultó ser un hotel pequeño, sin grandes pretensiones, pero muy limpio.

—Les he traído otra huésped —dijo el señor Calvert con aire jovial al hombre que estaba en recepción—. Es una paisana mía que se dirige a Biarritz. Trae un magnífico automóvil norteamericano, que acaba de dejar aparcado en la cochera. Espero que no se lo roben.

—El automóvil está seguro, señor —dijo el hombre, evidentemente ofendido.

Alloa se sintió incomoda, porque no quería que la gente del hotel pensara que ella dudaba de su honradez; pero no le quedó más remedio que guardar silencio. Un mozo se acercó para llevar su maleta y conducirla a su habitación. Ella extendió la mano hacia el señor Calvert.

—Muchas gracias por haberme traído aquí —dijo—. ¡Adiós! Espero que tenga buen viaje.

—De eso quería hablarle —dijo él—. Usted va a pasar por Tours mañana y yo voy hacia allí. Iba a coger el tren, pero le agradecería muchísimo que me permitiera ir con usted. Me haría un gran favor.

Alloa titubeó un momento. No le gustaba la idea de tener que soportar a aquel individuo todo el día siguiente. Sin embargo, ¿qué excusa podía dar?

—Sí, por supuesto —aceptó—, pero quiero salir mañana temprano. ¿Le parece bien a las nueve?

—Me parece muy bien —contestó el señor Calvert con gran entusiasmo—. Bien, buenas noches, y dulces sueños.

El hombre le estrechó la mano efusivamente y Alloa escapó hacia su habitación. Arruinaría el recorrido del día siguiente tener que oír el monólogo del señor Calvert, pero tendría que resignarse.

No parecía interesado por el país que estaba recorriendo ni por los muchos lugares fascinantes que debía haber conocido en sus viajes.

Se preguntó porqué no había tenido valor suficiente para decirle que su jefe le tenía prohibido llevar a nadie en el automóvil. Entonces comprendió que eso habría sido una crueldad. Después de todo era un viajero como ella y a su padre no le habría gustado que le negara a una persona un favor, sólo porque la consideraba aburrida.

Despertó por la mañana y no tardó en descubrir que, así como el día anterior había sido perfecto, éste parecía amenazar con estar lleno de dificultades.

No estuvo lista para reanudar el viaje hasta las nueve y cuarto y cuando quiso poner en marcha el automóvil, descubrió que no arrancaba.

El señor Calvert, desde luego, no tardó en traer un mecánico. Éste procedió a examinar el coche y declaró que tenía que ser llevado con grúa al taller para que lo arreglaran.

—Por favor, no espere por mí —dijo Alloa al señor Calvert—. Vaya a coger el tren.

—Vamos, no esperará que me porte como un maleducado con una dama en apuros —contestó él—. No me moveré de aquí hasta que le dejen bien el automóvil.

—Pero, yo sé que tiene prisa en llegar a Tours, le aseguro que no es necesario que se quede conmigo.

—No, no, ni pensar que la deje aquí sola.

Alloa se sintió desolada, pensando que tendría que oírle todavía por más tiempo del que había calculado.

Por fin, cuando ya no pudo soportar más su monótona conversación, Alloa salió del taller y cruzó la calle para visitar una hermosa iglesia medieval que había visto al llegar.

Abrió la puerta y entró. Instantáneamente, su irritación desapareció. La paz reinaba en la amplia nave.

Había algo en la atmósfera de una iglesia católica que siempre la conmovía. Se lo había dicho a su padre en una ocasión y él había contestado:

—Dios está en todas partes.

Anduvo por el pasillo central hasta que llegó a una capilla donde había una hermosa Virgen rodeada de flores y de velas.

Se arrodilló ante ella. Rezó por sus padres y por ella misma. Después, como si no pudiera evitarlo, rezó por el hombre que había demostrado ser un ladrón.

—Ayúdale, Dios mío.

No podía decir nada más. Ella había fracasado, pero, de algún modo, sentía en su alma que Dix tendría otra oportunidad.

Se puso de pie, sintiéndose renovada, capaz de enfrentarse a cualquier cosa… incluso al señor Calvert. Echó unos cuantos francos en el cepillo, que estaba a la entrada de la iglesia, y salió.

En el taller fue recibida con la buena noticia de que el automóvil estaba casi listo.

—Es cuestión de diez minutos, señorita —le dijo el propietario del taller.

Pero pasó casi una hora antes de que el trabajo estuviera listo, llenaran el tanque de gasolina, revisaran el aceite y el agua, y quedara saldado el importe del trabajo.

—Son casi las doce —dijo Alloa con un profundo suspiro—. Hemos perdido prácticamente toda la mañana. Ya es casi hora de comer.

—He pensado en eso —comentó el señor Calvert, que se había sentado a su lado—. Así que he ido al hotel y les he pedido que nos prepararan unos bocadillos y una botella de vino. Podemos comer en el campo, a un lado del camino. ¿Qué le parece?

—Creo que es una excelente idea —reconoció Alloa—. Ha sido muy amable de su parte al pensar en ello.

—Eso ahorrará tiempo, ¿no? Aun así, no creo que lleguemos a Tours antes de las seis de la tarde.

—¡Oh, qué fastidio! —exclamó Alloa.

—Bueno, si pasa la noche allí, llegará a Biarritz mañana. Con un automóvil como éste, las distancias parecen más cortas.

—Tal vez pueda llegar esta noche más allá de Tours.

—No creo que haya ningún otro lugar importante cerca. Además, quiero invitarla a cenar. Conozco un buen lugar en Tours, y después la llevaré a bailar.

—Es muy amable por su parte —respondió Alloa con firmeza—, pero no voy a quedarme en Tours.

En ese momento decidió que nadie la haría detenerse en Tours, si eso significaba tener que aceptar la invitación del señor Calvert.

Pero él no pareció aceptar su negativa y ella tuvo la incómoda sensación de que estaba convencido de que cenaría con él.

—¿Sabe? Me parece usted demasiado seria —observó el hombre—. A su edad debía estarse riendo de la vida.

—Usted se olvida de que estoy trabajando —replicó Alloa.

—Bueno, es el tipo de trabajo que a mí me encantaría tener. Un automóvil como éste, con la posibilidad de recoger en el camino a una chica guapa como usted. Vamos, vamos, confiese que ha sido un golpe de suerte para usted el haberme conocido.

Alloa empezó a sentirse muy turbada. Era obvio que el señor Calvert estaba coqueteando con ella. Hubiera querido tener el valor suficiente para decirle que no le podía llevar a Tours.

Sin comprender lo mucho que a ella le disgustaba su conversación, el señor Calvert empezó a mirar a un lado y otro.

—Debemos buscar un lugar bonito y aislado para comer… —sugirió.

—No quiero desviarme del camino principal. El automóvil podría estropearse otra vez.

—Bueno, entonces podemos ir andando a uno de esos bosques.

—No, perderíamos tiempo —señaló Alloa con firmeza—. Además, no puedo perder de vista el automóvil. Alguien podría robar el equipaje.

—Está cerrado con llave —sugirió el señor Calvert.

—De cualquier modo, no quiero perderlo de vista —insistió Alloa.

—Bien, allí hay un lugar, un poco más adelante. Puede pararse a un lado del camino y comeremos bajo estos árboles.

Alloa redujo la velocidad. Había, según podía ver, un claro natural entre los árboles. No encontró objeción alguna que poner a la idea del señor Calvert, así que desvió el automóvil hacia el claro y se detuvo a pocos metros de distancia de la carretera.

El señor Calvert bajó y estiró los brazos.

—El olor de los pinos es como un néctar para mí —dijo, aspirando con fuerza—. Me hace sentir fuerte y viril. ¿Qué efecto produce en usted?

—Yo quisiera que comiéramos con rapidez —respondió Alloa, sin hacer caso de sus comentarios—. Siento tanto que hayamos salido tan tarde, que quisiera llevarle a Tours con la mayor rapidez posible.

Sacó la bolsa de papel con la comida que él había puesto en el asiento posterior del automóvil, y se sentó en la hierba, junto al automóvil. El señor Calvert pareció estar a punto de protestar, pero guardó silencio y se sentó junto a ella.

—No se preocupe por mí —dijo—. ¿Quiere que le confiese una cosa?

—Creo que no es necesario. Usted no tenía prisa por llegar a Tours.

—¡Acertó a la primera! —exclamó riendo el señor Calvert—. Tengo mi primera cita mañana.

—No debía decir mentiras —le reprochó Alloa.

—En el amor y en la guerra todo vale —murmuró el señor Calvert.

Alloa se puso rígida. Sacó la comida de la bolsa de papel y puso la botella de vino frente al señor Calvert para que la descorchara.

Pensó cuánto hubiera disfrutado de comer al aire libre, si hubiera estado sola, o con alguien más agradable.

Pero ahora, a pesar de su resolución de mantenerse tranquila y no hacer caso de las familiaridades del señor Calvert, tenía la boca seca y el corazón lleno de inquietud.

El hombre abrió la botella de vino, sirvió los vasos.

Cuando entregó a Alloa su vaso murmuró:

—Este vino le va a gustar. Pondrá un agradable calórenlo en su corazón y tal vez haga que usted se vuelva más cariñosa con su servidor.

Extendió la mano izquierda, que tenía libre, y rozó con ella el brazo de Alloa, que retrocedió como si la hubiera picado una avispa.

—Coma por favor —dijo con voz resuelta—. Si usted no tiene prisa por llegar a Tours, yo sí.

Cogió un bocadillo y empezó a comer.

El señor Calvert levantó su vaso de vino, que había llenado hasta el borde, y lo acercó al vaso que ella sostenía en una mano.

—¡Salud! —dijo—. Brindo por el par de ojos más bonitos que he visto en mucho tiempo.

Alloa no contestó.

—Vamos, por favor, beba más. Queda todavía mucho vino en la botella.

—Parece que olvida que tengo que conducir —protestó Alloa.

El señor Calvert bebió el contenido de su vaso y se volvió hacia ella.

—Escuche —dijo—. Usted es muy joven y me da la impresión de que está asustada. No tiene por qué estarlo. Le aseguro que Basil Calvert es incapaz de hacerle daño a una mosca. No digo que no me gusten las muchachas bonitas, y la verdad, me encanta divertirme cuando se presenta la oportunidad. Pero no voy a hacerla daño, le aseguro. ¿Qué hay de malo en que nos divirtamos un poco? ¿Por qué no nos vamos a poder dar un par de besos, digo yo?

—Creo que será mejor que nos vayamos —respondió Alloa. Trato de levantarse, pero el señor Calvert la agarró de la muñeca—. Vamos, vamos —dijo—. ¿Por qué tanta prisa? —Por favor, suélteme— replicó Alloa con decisión. Trató de retirar el brazo, pero la mano de él la sujetaba con fuerza. —Me gustan las chicas con espíritu— dijo él. —No me preocupa mucho cuando se hacen las difíciles.

Tiró de ella para acercarla a él. Alloa, que se encontraba sobre una rodilla, fue cogida por sorpresa. Perdió el equilibrio y los brazos de él la rodearon.

Ella forcejeó con todas sus fuerzas, pero le pareció que toda su energía era del todo inefectiva.

Siguió luchando contra él con desesperación, consciente todo el tiempo de que, aunque su terror le daba fuerzas insospechadas, el hombre se estaba tiendo de sus esfuerzos, confiando en que él se impondría a fin de cuentas. Además, su vanidad hacia que se sintiera convencido de que ella terminaría por entregarse voluntariamente a él.

—¡Suélteme! ¡Suélteme, le digo!

Ella se retorcía y forcejeaba, pero la boca de él se acercaba más a la suya.

—¡Estoy loco por ti!

La excitación en su voz asustó aún más a Alloa.

—Loco, ¿me oyes? Anda, tigresa, date por vencida.

Ella había logrado soltar una de sus manos. La acercó a la cara del hombre y le arañó. Él dejó de oprimirla por un momento, lo querella aprovecho para tratar de escapar.

Él era más rápido de lo que ella imaginaba. Se levantó y le dio alcance enseguida. Empezaron a forcejear a la orilla del camino y Alloa se dio cuenta con desesperación de que el hombre estaba ganando.

En el momento en que sintió que no podía más y estaba a punto de lanzar un grito de terror al comprender que inevitablemente la boca de él alcanzaría la suya, oyó una voz que decía:

—¿Qué pasa aquí?

El tono firme de la voz masculina y la inesperada interrupción, hizo que Basil Calvert la soltara. Con un gran esfuerzo, Alloa retrocedió y levantó la vista. Sus ojos se abrieron incrédulos al descubrir de quién se trataba.

A unos cuantos metros de ella, se encontraba un gran Mercedes rojo, el cual debía haber pasado a su lado, y frente a ellos, con la cabeza descubierta y el rostro muy serio, casi sombrío, estaba el último hombre que Alloa hubiera pensado que iba a acudir en su ayuda.

Ella lanzó una exclamación ahogada, porque parecía haber perdido la voz. Un momento después gritó:

—¡Dix! ¡Dix!

No supo cómo llegó a él. Sentía que las piernas se le doblaban, pero de algún modo se encontró a su lado, aferrada a su brazo.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Dix.

—Es… es alguien a quien… he aceptado llevar… en el coche —murmuró ella jadeante—. Ayúdeme… a escapar de él… tengo que… tengo que llegar a… Tours.

—¿Se siente en condiciones de conducir?

—Sí, sí… por supuesto.

Alloa hizo un esfuerzo por controlarse. El terror había desaparecido. Se alisó el pelo y se colocó la camisa.

—Entonces, suba a su automóvil. Siga por el camino unos cuatro o cinco kilómetros y luego deténgase. Yo la alcanzaré dentro de unos minutos.

Ella le obedeció sin chistar, agradecida de que él hubiera tomado las riendas del asunto. No volvió siquiera la mirada hacia donde el señor Calvert permanecía de pie, mirándola con la boca abierta.

Corrió hacia el Cadillac, subió a él y se puso en marcha.

Al alejarse, oyó la voz del señor Calvert, como si estuviera dando explicaciones. Había visto a Dix avanzar hacia él, con el puño cerrado, pero no se paró a ver qué sucedía. Oprimió con fuerza el acelerador y unos minutos después, estaba corriendo a cien kilómetros por hora, ansiosa de huir de allí.

«¿Por qué tenemos que estar las mujeres siempre en desventaja?», se preguntó furiosa. «¿Por qué, cuando se trata de fuerza física, somos tan indefensas ante un hombre?».

Había recorrido más de diez kilómetros cuando recordó que debía pararse a esperar a Dix.

Entonces recordó que, aunque la había salvado, seguía siendo un ladrón. La había engañado y la había traicionado.

Por un momento pensó en seguir adelante y negarse a hablar con él; pero comprendió que no podía hacerlo. Tenía que darle las gracias por haberla salvado. Por otra parte, ¿cómo podía enfrentarse a él sin revelarle lo mucho que la había desilusionado su conducta? ¿Y qué objeto tenía hacerle acusaciones y reproches? Era tan inútil e inefectivo como sus esfuerzos para oponerse a la fuerza física de Basil Calvert.

Sintiéndose completamente incapaz de enfrentarse a problemas como aquéllos, paró el coche en lo alto de una colina, desde la cual se dominaba un valle bañado por el sol.

Sintió que el corazón le daba un vuelco cuando contempló la belleza del paisaje que se extendía ante ella. Y, sin embargo, la gente lo arruinaba todo. ¿Por qué no podía ser el hombre tan bello como el mundo en que vivía?

Mientras se hacía esas preguntas, oyó que un automóvil se detenía junto al suyo.

En ese momento recordó su apariencia. Sacó una polvera de su bolso de mano y se retocó la nariz. Se estaba peinando cuando Dix abrió la puerta y entró en el automóvil.

Alloa no le miró. Guardó el peine y dijo en tono muy formal:

—Gracias por haber llegado en ese momento.

—Fue una suerte, ¿verdad? Me pareció que ayer la había adelantado, pero no estaba seguro. Hoy me paré un Alencon para echar gasolina y estirar las piernas. Mientras me llenaban el tanque oí a los mecánicos de la estación de servicio, que es también taller mecánico, discutir sobre las características de los Cadillac. Hablaban de uno que habían arreglado esa mañana, y yo les pregunté de quién era. Cuando la describieron, comprendí que se trataba de usted y me dijeron que había salido hacia Tours. Así que pensé que tal vez podría alcanzarla. Un Mercedes es más rápido que un Cadillac.

—Ha sido muy amable por su parte al haberse parado —observó ella.

—¿Cómo ha podido ser tan tonta como para aceptar llevar en el coche a un tipo como ése?

Ella iba a darle una explicación cuando recordó algo.

—También parece que no soy muy buena para juzgar a las personas.

—¿Qué sucede? —preguntó él al notar la amargura que había en la voz de ella. —¿Se arrepiente de haberme impulsado a cambiar?

—¿A cambiar? —Alloa olvidó sus intenciones de no reprocharle nada—. ¡Usted no hizo más que reírse de mí! Yo creía en usted, y todo el tiempo me estaba engañando. ¡Cómo debe haberle divertido que una pobre tonta como yo, hubiera pensado que iba a volverse honrado, cuando ya tenía el botín en el bolsillo!

—¿De qué me está hablando? ¿De qué me está acusando? —Preguntó él con voz aguda. Había puesto las manos en los hombros de Alloa, obligándola a volverse hacia él.

—Le estoy acusando de ser un ladrón —contestó ella—. Oh, usted no cogió el marco que tenía en las manos cuando entré, pero ya se había guardado el broche y no lo devolvió.

—¿Qué broche?

—El broche de zafiros de Lou Derange, que estaba en el cajón. Ella recuerda haberlo puesto allí. Cuando lo buscamos unos días más tarde, ya no estaba.

—Así que yo lo cogí, ¿no?

—Por supuesto. ¿Para qué mentir? —Trató de soltarse de las manos de él, pero no pudo—. ¿Por qué me miente? Yo creía en usted. Recé por usted como le prometí que haría.

El le soltó los hombros y cogió sus manos.

—Escúcheme bien, Alloa —dijo, en un tono de voz muy diferente. Ya no era una voz dura, exigente, sino suave y tierna—. Escúchame con mucho cuidado. Si ese broche ha desaparecido, yo no tengo la culpa. No robé nada… ¿me entiendes? No robé nada esa noche que tú me encontraste.

Ella levantó los ojos hacia él.

—¿Está… estás seguro?

—Segurísimo. ¡Te lo juro!

Ella le miró a la cara. Sus ojos parecían muy sinceros. No había ninguna expresión burlona en su rostro, la estaba mirando de frente.

—Pero el broche ha desaparecido.

—Como ya he dicho, yo no lo he robado. Te lo juro por todo lo que considero más sagrado. Te juro que cuando salí esa noche de esa habitación, no llevaba conmigo nada más que el recuerdo de una muchacha que había sido muy generosa conmigo.

Ella bajó los ojos, y sus dedos temblaron entre los suyos.

—Yo creía en ti —murmuró—, hasta que… hasta que el broche desapareció. Y entonces… te empecé a odiar.

—¿Y ahora? —preguntó él.

Los ojos de ella le miraron de nuevo.

—Quiero creerte —confesó—. Quiero hacerlo, pero es difícil.

—No te puedo ofrecer nada más que mi palabra.

Ella le miró de nuevo con fijeza.

—No es posible que mientas, mirándome de esa forma —observó.

—¿Me creerás si te digo que no puedo mentirte? A cualquier otra persona podría mentirle, pero no a ti.

—¿Es verdad eso?

—Es la verdad más absoluta. Dime que me crees, dime que confiarás en mí, como habías confiado antes.

Los ojos de él parecían penetrar hasta el fondo mismo de su corazón.

Ella trató de resistirse a su influencia. Trató de pensar de forma lógica y clara, pero comprendió que era imposible. Sólo era consciente de la fuerza de las manos de él y de su cercanía.

El resto del mundo se había desvanecido.

—Te… creo —contestó ella al fin, en un susurro.