Capítulo 1

Como llevaba las manos llenas, Alloa se alegró al ver que la puerta de la suite estaba entreabierta. Cruzó la salita y entró en el dormitorio.

Pero al dejar la ropa recién planchada sobre la cama, se dio cuenta de que había un hombre de pie junto al tocador.

Él debió advertir su presencia en el mismo momento en que ella se dio cuenta de la suya, porque al volverse vio, con repentina sorpresa, que tenía en una mano el valioso marco con su fotografía que Lou colocaba siempre junto sus frascos de perfume y cremas.

Alloa lanzó una exclamación ahogada cuando comprendió que aquel hombre era un ladrón. Por un momento se limitaron a mirarse.

El desconocido, alto, moreno y bien parecido, aunque de aire un poco libertino, parecía no ser inglés.

—¿Qué hace usted en esta habitación? —preguntó Alloa.

Notó, con satisfacción, que su voz no revelaba la agitación que sentía, ni el hecho de que las rodillas le estaban temblando.

Hubo una pausa perceptible antes de que el intruso contestara:

—Debe perdonarme por haber entrado aquí sin permiso.

—Ponga esa miniatura en su lugar ahora mismo.

Él bajó la vista hacia el marco como si le asombrara que se encontrara en su mano, pero inmediatamente obedeció y lo dejó en el tocador.

—¡Usted es un ladrón! —Exclamó Alloa en tono acusador—. Voy a tocar el timbre ahora mismo para que los encargados del hotel se encarguen de usted.

Miró a su alrededor, buscando el timbre con desesperación, hasta que descubrió que éste se encontraba al otro lado de la cama y no podía alcanzarlo.

—Le aseguro que no he robado nada —dijo el desconocido con seriedad.

Alloa creyó percibir una leve sonrisa en los labios del hombre. Era indudable que se estaba burlando de ella. Sin embargo, no estaba dispuesta a dejar que él la intimidara.

—Tal vez no haya robado nada todavía —afirmó—. Pero le va a ser difícil explicar qué hacía usted en esta habitación con la miniatura en las manos cuando yo he entrado.

Recordó, al decir eso, que apenas el día anterior había dicho a Lou Derange:

—Esa miniatura es demasiado valiosa para que la dejes aquí, a la vista de todos.

Lou se había reído de ella.

—El personal de este hotel es de absoluta confianza —declaró—. Además, ellos no saben que los diamantes son auténticos. Y me gusta ver mi fotografía enmarcada con tanta opulencia. ¡Rodeada de diamantes! ¿Qué más podría pedir una muchacha?

Había un tono de amargura en la voz de Lou, pero Alloa prefirió ignorarlo y se rió del chiste, como se esperaba de ella.

Ahora pensó que había tenido razón al hacer ese comentario. Las cosas de gran valor no debían dejarse con tanto descuido en la habitación de un hotel.

—Creo que está siendo demasiado dura conmigo —dijo el desconocido—. ¿Me permite confesarle que, al ver la puerta abierta, fue la curiosidad la que me impulsó a entrar aquí?

Sonrió al decir aquello y la sonrisa transformó su rostro, haciendo que pareciera más atractivo.

—Mi padre dice con frecuencia que la curiosidad es el primer paso hacia la tentación —afirmó ella con severidad.

—Su padre debe ser un hombre muy sabio.

—Es ministro de la iglesia de Escocia.

El desconocido sonrió de nuevo.

—En ese caso, estoy seguro de que él añadiría: «Errar es humano, perdonar es divino». ¿Va usted a perdonarme?

—Mi deber sería comunicar ahora mismo su presencia aquí. Ya sé que está pensando que podría escapar antes de que yo alcanzara el timbre, pero no hay nada que me impida gritar. Hay siempre camareros y doncellas de servicio en este piso. Me oirían.

—Ya veo que estoy completamente en sus manos —dijo el desconocido con repentina humildad—. Pero no estoy tratando de escapar. Por el contrario, me estoy entregando a su misericordia y pidiéndole que me de otra oportunidad.

—Entonces, ¿reconoce que ha hecho mal? —señaló Alloa con rapidez—. ¿Qué es usted un ladrón?

—No puede esperar que acepte una acusación tan grave. Eso sería muy arriesgado por mi parte y la abrumaría con una responsabilidad muy incómoda. ¿Y si yo resultara un criminal desesperado y muy peligroso? Si dentro de una semana viera usted mi fotografía en los periódicos, diciendo que me buscan por homicidio, o algo así, usted no se perdonaría nunca el haberme dejado escapar. ¡No! Le aseguro que mi presencia aquí se debe, como ya le he dicho, a simple curiosidad.

—¿Quería ver cómo era la suite? —preguntó Alloa.

—Digamos que quería ver cómo era la suite en la que estaba hospedada la atractiva señorita Lou Derange.

—¿Corrió sabe que esta suite es de ella? ¿Y qué sabe usted de ella?

—¿Me permite hacerle una confesión? ¡Leo las columnas de chismes sociales! —respondió el desconocido, sonriendo otra vez.

Alloa se sintió casi aliviada. Las revistas habían publicado muchos párrafos sobre Lou y su gran fortuna, así como sobre las fiestas que se estaban ofreciendo en su honor y en el de su madre desde su llegada a Inglaterra.

—¡Ah, por supuesto! —exclamó.

—Así que —continuó el desconocido—, cuando al pasar por el corredor vi abierta la puerta de su suite, sentí la tentación de mirar en el interior. Debo reconocer que no está bien, pero no es un acto criminal.

—Entonces, ¿por qué tenía ese marco en la mano?

—Porque supuse que la fotografía era de la señorita Derange. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí… sí, así es —asintió Alloa.

El hombre parecía tener respuestas para todo y tal vez ésa fue la razón de que la desconfianza de ella aumentara.

—¿Qué es lo que usted hace? Quiero decir… ¿en qué trabaja? —preguntó.

—Oh, hago muchas cosas diferentes —contestó él de forma evasiva.

—¿Y está usted trabajando aquí, en el hotel, por el momento?

—Sí, estoy aquí por el momento —admitió el desconocido.

—¿Por qué no busca un trabajo fijo? —preguntó ella—. Hay muchas oportunidades para hombres como usted. Las fábricas, las tiendas, las oficinas… todas necesitan hombres jóvenes.

—¿Realmente cree que debía hacer eso?

—Sí, por supuesto. Me parece una pena que un hombre como usted sea… —Iba a decir un ladrón, pero se calló y rectificó—: que adopte una actitud equivocada respecto a la sociedad.

—¿Usted cree que ésa es la razón por la que he actuado de este modo?

—¿No es la verdad? Usted es joven, fuerte, bien educado. Y, según sus propias palabras, no tiene trabajo fijo. Así no podría triunfar en la vida.

—¿Es que cree que deseo triunfar?

—¡Claro que sí! —afirmó Alloa—. Todos los seres humanos deseamos triunfar y ganar dinero. O, lo que es más importante, hacer algo que merezca la pena en la vida.

—¿Y si yo le dijera que estoy haciendo lo que me gusta hacer y que no tengo otras ambiciones?

—¡No debe pensar así! Uno no viene a este mundo sólo para disfrutar de la vida, sino para hacer el mejor uso posible de su talento.

—Casi me ha convencido —comentó él con lentitud.

Su voz era seria, pero la mueca de sus labios le traicionó.

—¡Se está riendo de mí! —exclamó Alloa—. Supongo que he sido muy ingenua al pensar que puedo hacerle cambiar, cuando usted ya está acostumbrado a esa forma de vida y ha descubierto que es más fácil y más divertido ganar dinero por medios deshonestos que por medios honrados.

—No, por favor, no hable así —suplicó el desconocido—. No me estaba riendo de usted. Estaba pensando en lo hermosa que estaba tratando de hacerme ver lo erróneo de mi conducta. Usted es demasiado joven para ser una reformadora, y yo soy demasiado viejo para ser reformado.

—Nadie es nunca demasiado viejo. He visto a mi padre hacer que hombres que tenían más de setenta se volvieran honrados.

—Supongo que eso se debía a que eran ya demasiado viejos para gozar de los placeres de la juventud —sonrió el desconocido.

Alloa hizo un gesto de desaliento e irritación.

—Búrlese lo que quiera, pero tarde o temprano descubrirá que está desperdiciando su vida, que no encontrará la verdadera felicidad haciendo cosas malas.

—¿Está segura? Tal vez usted nunca ha hecho nada malo.

—Si lo hiciera, me arrepentiría y trataría de corregirme en el acto.

—Sí, estoy seguro de que usted haría eso. Y quizá debido a que es tan convincente, trataré, también, de enmendar las faltas que he cometido en el pasado.

—¿Lo hará de verdad? —preguntó Alloa con el rostro iluminado.

—Sí, de verdad —contestó él.

Era difícil para ella saber si le estaba mintiendo o no. Y, sin embargo, había algo en sus ojos oscuros que le decía que estaba diciendo la verdad.

—Yo le creo —dijo—. Trate, por favor, trate de volverse honrado. Le aseguro que no se arrepentirá.

—¿Me permite decirle que lo intentaré por usted?

—No, no por mí, sino por usted mismo. Hay tanto bien en usted. De eso estoy segura. Sólo tiene que darle la oportunidad de salir a la superficie y resistir la tentación que ahora le parece tan atractiva; entonces empezará a sentirse diferente… será un hombre nuevo.

—¿Ha heredado usted la elocuencia de su padre?

—No estoy tratando de ser elocuente. Sólo le estoy diciendo lo que pienso.

—Y no hay nada más convincente que la sinceridad —observó el desconocido con sequedad.

—¿Tratará de buscar un trabajo decente? —Suplicó Alloa—. Yo quisiera ayudarle, pero no conozco a mucha gente en Londres. Sólo llevo seis meses aquí. Si estuviéramos en Escocia, mi padre le ayudaría. Ha ayudado a muchos jóvenes a iniciar una nueva vida. Me gustaría que pudiera leer algunas de las cartas que le han escrito. Le dan las gracias porque se sienten felices, porque ya no tienen miedo a la policía, por ejemplo. Ya no sienten temor a que los denuncien. Según han confesado a mi padre, ese miedo de ser descubiertos, era un infierno para ellos.

—Creo que tal vez me sea posible encontrar un trabajo sin su ayuda, pero es muy agradable pensar que estaba dispuesta a dármela.

—Estoy segura de que usted es bueno en el fondo de su corazón, aunque ser un… —De nuevo se detuvo llena de turbación.

—… Un ladrón —terminó el desconocido—. Porque usted me considera eso.

—Lo siento, pero ya no pensaré en usted en estos términos en el futuro. No, ahora que me ha prometido que se va a reformar y a tratar de encontrar un trabajo… un trabajo honrado y permanente. Me lo ha prometido, ¿verdad?

El desconocido asintió con la cabeza.

—Sí, se lo prometo.

—¿Y recordará lo peligroso que es ser curioso? Si hubiera entrado otra persona, a estas alturas ya le habrían detenido.

—Ha sido un riesgo que nunca debía haber corrido.

—Por supuesto que no. Pero, recuerde, no porque fuera peligroso, sino porque no era correcto.

—Sí, sí, ya comprendo —asintió él con suavidad.

De nuevo ella se imaginó que había un poco de risa en su voz, pero sus ojos la estaban mirando con gran solemnidad.

—Ahora, será mejor que se vaya —sugirió Alloa—. Nadie debe encontrarle aquí, porque yo no podría explicar su presencia.

—¿No diría una mentira?

—No, claro que no —contestó Alloa con rapidez y luego añadió—: no, a menos que fuera absolutamente necesario… una mentira inocente, sólo para evitar que le detuvieran.

—Una mentira inocente —repitió él con suavidad—. Me gustaría que usted dijera una mentira inocente por mí; pero tal vez eso es pedir demasiado. Gracias por ser tan buena conmigo. Y gracias por hacerme ver los errores del pasado.

Se acercó a ella al decir eso y antes de que Alloa se diera cuenta de lo que iba a hacer, le había cogido una mano y se la había llevado a los labios. Ella bajó los ojos hacia su brillante cabellera oscura. Un momento después él levantó la vista y descubrió que ella le estaba mirando a los ojos. Observó, ahora que estaba más cerca, lo alto que era y cómo había un indescriptible orgullo, casi arrogancia, en el porte de su cabeza.

—Espero que la vida la trate siempre bien —dijo él con voz tranquila—. Ojalá nunca le resulte difícil estar segura de lo que es correcto y de lo que no lo es.

Alloa no supo qué contestar.

—Me gustaría saber su nombre —dijo él—. ¿Es usted amiga de la señorita Derange?

—No, no soy amiga suya. Soy la secretaria de la señora Derange y, bueno, una especie de dama de compañía de su hija. En cuanto a mi nombre, soy… Alloa Derange… aunque parezca extraño. Me pusieron Alloa porque nací en el pueblo minero de ese nombre. Derange es mi apellido porque mi padre pertenece a la rama inglesa de la misma familia francesa de la que procede el padre de la señorita Derange. Nosotros no nos conocíamos. Me enteré por casualidad de este trabajo.

—Alloa Derange. Es un nombre encantador. Nunca lo olvidaré.

—¿Y usted? ¿No podría decirme su nombre?

—¿Para qué desea saberlo?

—¡Oh, por favor! —contestó ella—. No debe pensar que se lo estoy preguntando para hacer investigaciones indiscretas sobre usted o para denunciarle una vez que haya salido de aquí. No sería capaz de hacer una cosa así.

—No, estoy seguro de que no lo haría. Le creo. Yo se lo he preguntado por simple curiosidad.

—Es que… —Alloa se ruborizó—, me gustaría rezar por usted. Es difícil rezar por alguien si no se conoce su nombre.

—Mis amigos me llaman Dix —contestó él—. Y sí, por favor, rece por mí. Me gustaría mucho estar presente en sus oraciones.

Por un momento la miró a los ojos y Alloa tuvo la extraña impresión de que estaba penetrando hasta el fondo mismo de su alma. Luego, en silencio, con tanta rapidez que ella casi no tuvo tiempo de mirarle, salió y Alloa se encontró sola en la habitación.

Suspiró profundamente y se dirigió hacia el tocador para coger el marco de diamantes y dejarlo en el lugar acostumbrado.

El rostro atractivo de Lou Derange, con sus cejas oscuras bien delineadas, había sido captado de forma exquisita. Alloa comprendió que eran las piedras preciosas que rodeaban el marco las que habían llamado la atención del desconocido.

Era una pena que alguien tan apuesto y encantador como aquel muchacho estuviera llevando una vida que su padre habría llamado de corrupción. Alloa suspiró de nuevo y se miró en el espejo. ¿Le habría convencido de que tratara de ganarse la vida honradamente? De pronto, se sintió deprimida.

¿Por qué iba a hacerle caso? Era tan joven que sin duda la había considerado ridícula, se dijo. Ella tenía veinte años, casi veintiuno, pero no parecía haber cambiado mucho desde los días en que todavía iba a la escuela.

Su pelo rubio y liso caía a ambos lados de su pequeño rostro ovalado y se rizaba un poco en las puntas a unos cuantos centímetros de sus hombros.

Sus ojos eran muy azules y aunque sus pestañas eran oscuras y ella se había depilado un poco las cejas para parecer mayor, aún tenía, pensó con desolación, un aire casi infantil.

¿Quién iba a tomarla en serio? Sobre todo un hombre de la edad de él, alguien que sin duda alguna debía tener una amplia y variada experiencia con mujeres.

«¡Oh, Dios mío, ayúdale! Por favor, ayúdale».

¡Dix! Era un nombre extraño. Significaba diez en francés. Ella suponía que debía ser francés, aunque era difícil saberlo.

Su inglés era impecable, pero tenía un casi imperceptible acento extranjero. Tal vez era español, o quizá italiano. No había ningún modo de saberlo y ahora hubiera querido habérselo preguntado. Pero ¿por qué insistía en pensar en aquel hombre? Sólo había dicho que rezaría por él.

Una vez al día, por la noche antes de acostarse, sería suficiente. Resuelta, cruzó la habitación y empezó a guardar la delicada ropa interior que había planchado en su propia habitación.

Nadie había mencionado que tendría que hacer de doncella de Lou Derange cuando la contrataron para el trabajo.

—Necesito una secretaria —había dicho la señora Derange—, mientras estoy en Europa. He tenido que dejar mi propia secretaria en casa, para que se encargue de ella y atienda todos mis compromisos sociales. Creía que sería fácil contratar una en Londres, pero la agencia me ha dicho que son difíciles de encontrar.

—Ha sido una época de mucho trabajo —contestó Alloa—. Yo estaré libre a fines de semana porque la compañía para la que estoy trabajando se va a trasladar a Manchester.

—Y por supuesto usted no desea irse a trabajar allí, según veo —observó la señora Derange, consultando la hoja de papel que tenía en la mano—. Bueno, parece cosa del destino que haya acudido a nosotras. Casi no podía creerlo cuando vi que se apedillaba igual que nosotras. Pensé que era un error, o una broma de mal gusto.

—Comprendo muy bien que lo haya considerado extraño —comentó Alloa.

—Extraño… ésa es la palabra correcta. No se trata de un apellido común. Mi esposo me explicó una y otra vez antes de morir que todos los Derange que viven en los Estados Unidos son descendientes directos del original de Rangé, fue enviado por Luis XIV a poblar Canadá, junto con varios nobles más. El tenía un título, desde luego, y yo siempre he creído que mi marido tenía derecho a llamarse conde, pero él nunca ha querido hacerme caso.

«Yo soy norteamericana, Susie», solía decirme, «y no quiero saber nada de títulos. La simple democracia es suficiente para mí».

Pero ahora que estamos en Europa, quiero visitar al jefe de nuestra familia. Lou debe conocer a sus familiares franceses.

—¿Y quién es el jefe de la familia? —preguntó Alloa.

—¿No lo sabe? ¿Su padre no está interesado por sus antepasados?

—Me temo que no —contestó Alloa—. El siempre se ha considerado escocés. Ahora se encuentra en Sutherland, donde vivieron su padre y su abuelo. Para él ése es su hogar.

—Bueno, pues yo me he tomado la molestia de seguir el rastro de la familia hasta sus orígenes mismos —dijo la señora Derange con satisfacción—. El jefe de la familia es el duque de Rangé—Pougy. Es fácil comprender que el de francés se unió al apellido al llegar al Nuevo Mundo y se convirtió en Derange. Y no hay la menor duda de que todos somos descendientes directos de la familia de Rangé, cuyos orígenes se remontan a los tiempos de Carlomagno. Me he puesto en contacto con la vieja duquesa, la madre del duque, y ella no sólo reconoce nuestra rama de la familia, sino que está dispuesta a darnos la bienvenida.

La señora Derange hizo una pausa y Alloa, pensando que debía comentar algo, murmuró:

—Debe sentirse muy orgullosa.

—Así es. Considero esto una gran oportunidad para Lou. Usted tiene que ayudarme para que esa niña comprenda lo afortunada que es. Tal vez a usted le presté más atención porque usted también es joven. La juventud no parece interesada por sus antepasados, sin embargo, esas cosas son realmente importantes.

Alloa pronto iba a aprender que ésa era una de las muchas cosas que la señora Derange quería que le inculcara a Lou, aunque ésta no parecía de ninguna manera impresionada por ella.

—¡Oh, no! —Exclamó cuando Alloa, siguiendo las instrucciones de su madre, empezó a hablarle sobre la familia Derange—. Espero que no hayas caído en la trampa de creer todos esos cuentos de mamá. Ha sacado eso a relucir porque quiere que me case con el duque.

Alloa la miró asombrada. No se le había ocurrido que pudiera haber tal intención en el interés que la señora Derange había demostrado por los antepasados de su marido.

—Por supuesto —insistió Lou—. Quiere alejarme de Steve Weston, porque sé imagina que sólo me quiere por mi dinero. No es que yo sea particularmente alérgica a los duques —continuó diciendo mientras se pintaba las uñas—. A mí me gustaría ser duquesa, aunque creo que un duque inglés tiene más categoría que uno francés. ¿Tú qué piensas?

—Supongo que yo comparto la misma opinión, porque soy inglesa —contestó Alloa—. Pero un francés debe pensar lo mismo de sus duques y considerar que son más importantes que los ingleses.

—Sí, creo que tienes razón —asintió Lou con admiración—. Pero como en los Estados Unidos no tenemos duques, uno de una nacionalidad es tan bueno como el otro. Duquesa de Rangé—Pougy. No suena mal, ¿verdad? Mamá tiene fotos del castillo en el que viven. Se llama el Cháteau Pougy. Es un lugar increíble.

—¿Estás realmente pensando en casarte con un hombre al que nunca has visto? —preguntó Alloa asombrada.

—¿Por qué no? Si no puedo casarme con el hombre que quiero, lo mismo da que sea un duque francés que cualquier otro hombre. Además, siempre puedo ser duquesa primero y señora Weston después.

—¡Lou, no puedes decir esas cosas! —exclamó Alloa horrorizada.

—¿Te he escandalizado? ¡Vaya, eres un poco ingenua! Bueno, tal vez estoy exagerando. Yo no me casaría con el duque a menos que fuera atractivo y me gustara.

—¿Y él quiere casarse contigo sin conocerte?

—Eso es problema de mamá —repuso, encogiéndose de hombros—. Según ella, los franceses siempre se casan por conveniencia. La familia de Rangé recibiría de buen grado algunos millones de dólares americanos. De eso han estado tratando mi madre y la duquesa en sus cartas. Yo estoy dispuesta a esperar, para ver qué sucede.

—¿Y qué me dices de Steve Weston? —preguntó Alloa.

La expresión dura de Lou se suavizó por un momento.

—Supongo que estoy loca por él —contestó—. Pero aun así, tal vez mamá tenga razón y mis dólares le interesen más que yo. Cuando se tiene mucho dinero, no puede una dejar de preguntarse si los hombres que se acercan están realmente interesados por ti como persona, o por tu cuenta de banco. Y en tal caso, si el asunto se mira desde un punto de vista práctico, es mejor venderse al mejor postor.

—No debías pensar así. Tú eres como cualquier otra muchacha. Debes amar a alguien que te ame a su vez. Si esperas un poco, tal vez encuentres al hombre adecuado.

—Tal vez Steve me ama por mí misma —dijo Lou con cierta tristeza—. Pero ¿cómo voy a saberlo?

—Creo que eso se sabe casi por instinto. Me imagino que para ti debe ser un poco difícil, pero ¿no hay modo de que te des cuenta si es sincero o no?

—Oh, sí, parece muy sincero. Pero no dejo de preguntarme si estaría tan ansioso de casarse conmigo, como parece estarlo, si tuviéramos que vivir de lo que gana.

—¿En qué trabaja? ¿Gana poco?

—Depende. Trabaja en bienes raíces. Algunas veces las cosas salen bien y gana mucho; a veces, marchan mal y gana poco, casi nada. Creo que mamá tiene razón. Ella dice que lo que Steve quiere es una esposa rica y una vida cómoda, y que no se puede depender del amor. Por otra parte, un título y un castillo son mejor compañía a la hora del desayuno que un marido malhumorado.

Alloa no pudo evitar echarse a reír. Sin embargo, no dejó de sentir compasión por Lou. Ciertamente era una muchacha muy atractiva, esbelta, de piernas largas, con grandes ojos verdes y pelo oscuro.

Además, Alloa se había dado cuenta de que nada la hacía cambiar de opinión una vez que tomaba una decisión.

Alloa se había instalado en el Hotel Claridge tres días después de su entrevista con la señora Derange. Se sentía fascinada por esta nueva vida, tan diferente a todo cuanto había conocido antes.

Ella nunca había imaginado que pudiera haber alguien tan rico como la señora Derange y su hija.

La señora Derange era astuta, una mujer con un gran sentido práctico. Tanto ella, como su marido, venían de familias muy humildes y él había labrado su fortuna cuando ya era un hombre maduro. Así que cuidaba muy bien el dinero cuando no estaba destinado a su hija o a ella.

—Aunque reconocemos que es usted una prima lejana —había dicho a Alloa—, va a estar con nosotras en calidad de secretaria y como una especie de dama de compañía de Lou. Así que no será necesario que baje usted a comer con nosotras. Sus comidas le serán subidas a su habitación. Estoy segura de que usted lo prefiere así.

—Sí, por supuesto —asintió Alloa—. Me parece muy bien.

—Le he conseguido una habitación en el mismo piso en que estamos nosotras. No es muy grande, pero creo que estará cómoda.

—Sí, claro —murmuró Alloa, turbada por las explicaciones.

La doncella de la señora Derange era una francesa llamada Jean—ne, que estaba ansiosa por volver a su país. Al principio, Alloa pensó que iba a ser fría con ella y un poco difícil de manejar, pero tenía su propio modo de conquistar a la gente.

Muy pronto logró que Jeanne se encariñara con ella y que se mostrara muy agradecida por la ayuda espontánea que Alloa le ofrecía en algunas de sus tareas.

—A mí me gusta planchar —le dijo—. Si quiere, yo puedo planchar la ropa de la señorita Lou.

—No es justo que haga tantas cosas, señorita. Usted tiene que escribir cartas a máquina —protestó Jeanne.

—No son muchas y creo que soy bastante rápida. Así que me da tiempo de planchar.

A los dos o tres días de su llegada, Alloa se convirtió en elemento imprescindible del grupo.

—Alloa, ve a decir a recepción que…

—Alloa, trata de averiguar si hay…

—Alloa, por lo que más quieras, pon un poco de orden en este caos.

Pero se dio cuenta de que disfrutaba de cada momento. Todo era muy diferente a cuanto había hecho hasta entonces.

Su madre fue quien insistió en que se fuera de Escocia.

—Esta vida es muy aburrida para ti, queridita —le dijo mientras se asomaba por la ventana de su casa mirando hacia el pequeño pueblo pesquero de Tordale.

—Yo soy muy feliz aquí, mamá —protestó Alloa, pero su madre sonrió incrédula.

Muy pronto, Alloa se encontró en Londres, viviendo en una casa de huéspedes, desconcertada al principio por el ruido y la gente de la ciudad, pero después fascinada por todo.

Primero había sido secretaria de un anciano médico, a quien tuvo que dejar porque se retiró, y después había empezado a trabajar en las oficinas de una gran fábrica, cuyas instalaciones estaban siendo trasladadas ahora a Manchester.

Su tercer trabajo era muy diferente a los dos anteriores y Alloa sentía como si estuviera viviendo en un cuento de hadas.

Se movió de un lado a otro por el dormitorio de Lou, arreglando cosas, guardando ropa en los cajones, pero sin poder dejar de pensar en una persona.

No era sorprendente que la puerta de la suite estuviera abierta porque Lou era muy distraída y pocas veces se molestaba en cerrar las puertas. La señora Derange ya le había llamado la atención por ello, diciéndole que estaba exponiéndose a que la robaran. Pero Lou respondió con indiferencia, que todo lo que tenía de valor estaba asegurado, y, por lo tanto, no había por qué preocuparse.

Los pensamientos de Alloa volvieron hacia el intruso desconocido. El había dicho que había entrado a la suite, por simple curiosidad, y ella prefería creer que era verdad. ¿Qué estaba haciendo él en el hotel? ¿Trabajaba allí? ¿Le volvería a ver?

Sintió un deseo repentino de saber más de él, de averiguar si había encontrado un trabajo honrado.

No, ella nunca sabría lo que había sucedido. La idea la deprimió un poco, pero no tuvo tiempo de seguir pensando en ella porque oyó voces en la salita y comprendió que Lou y su madre habían vuelto.

—¡Alloa, Alloa! —Escuchó de pronto—. ¿Estás ahí?

Ella salió corriendo del dormitorio hacia la sala. Lou se encontraba junto a la chimenea encendiendo un cigarrillo.

—Hay noticias, Alloa—dijo Lou al verla entrar—. Deja que mamá te las diga, antes de que reviente.

—Por favor, Lou, no hables de esa forma tan vulgar —protestó la señora Derange—. Sí, hay noticias, Alloa, y yo sé que tú te vas a alegrar tanto como nosotras.

La señora Derange le dio una carta. Estaba escrita en el papel delgado que se usaba para la correspondencia aérea y Alloa vio que el sobre tenía dos sellos franceses.

—Es una carta de la duquesa de Rangé—Pougy —dijo la señora Derange con evidente orgullo—. Dice que está encantada… sí, encantada de que hayamos venido a Europa, que desea conocernos y que va a hablar con su hijo para que nos invite a hospedarnos en el castillo. ¿No es maravilloso? A decir verdad, empezaría a inquietarme, porque la duquesa no había contestado a mi última carta en la que le decíamos que íbamos a embarcarnos hacia aquí, pero ahora dice que ha estado una temporada en Montecarlo y que su correspondencia no le fue enviada.

—Bien, ahora sólo tenemos que sentarnos a esperar una invitación del duque —dijo Lou—. Mientras tanto, mamá, será mejor que perfecciones un poco tu francés.

La señora Derange la miró desolada.

—Yo hablaba francés muy bien cuando era niña —dijo—, pero no le he practicado durante varios años. Sin embargo, supongo que volveré a recordarlo en cuanto lleguemos a Francia.

Bajó de nuevo la vista a la carta.

—La duquesa dice que espera volver a escribir dentro de una semana.

—No parecen tener mucha prisa —comentó Lou—. No quieren que se note demasiado lo ansiosos que están por morder el anzuelo.

Se expresaba en un tono humorístico; pero la señora Derange le dirigió una mirada de reproche. De repente lanzó un leve grito.

—¡Ya sé! —exclamó—. ¡Tengo una idea! ¿Para qué nos quedamos sentadas aquí? ¿Por qué tenemos que esperar una semana o más a que el duque nos invite? Como tú misma has dicho, necesito perfeccionar mi francés. Vámonos a Francia y lo haré allí.

—Pero, no podemos llegar antes de ser invitadas —protestó Lou.

—No hablo de ir al castillo. Nos vamos a Biarritz, que está a sólo treinta kilómetros de allí. El duque no tendrá más remedio que invitarnos. Además, yo siempre he querido conocer Biarritz.

—¡Oh, sí, por supuesto! —exclamó Lou, riendo, mientras se sentaba en un sillón—. Está bien, mamá. Tú eres la autora de esta obra de teatro. Yo sólo soy materia dispuesta, hasta para echar el lazo a ese evasivo duque.

—Ya te he dicho, Lou, que no debes ser tan vulgar —le advirtió la señora Derange con gran dignidad—. Alloa, ten la bondad de bajar a recepción y pedir que nos reserven habitaciones en el mejor hotel de Biarritz. Iremos en avión, por supuesto.

—Averiguaré también todo lo relacionado con los vuelos —sugirió Alloa. Ya estaba en la puerta, cuando se detuvo y se volvió titubeante—: ¿Voy a ir con ustedes? —preguntó con voz muy baja.

—Claro —contestó la señora Derange en tono distraído—. Y Jeanne también. Queremos estar cómodas.

—Y, por supuesto, la duquesa no se llevaría buena impresión si no llagáramos con séquito —observó Lou, incorregiblemente burlona—. Anda, Alloa, date prisa. Mamá sabe lo que quiere y no se sentirá contenta hasta que lo obtenga —agregó.