Capítulo 7

Farica despertó temprano, pero no lo suficiente para escaparse y visitar a Iván sin que se notara su ausencia. Con ansiedad deseaba hacerlo, pero comprendió que sería un grave error si su padre descubría en ese momento que Iván vivía y se ocultaba en la casa de muñecas. Sabía bien, sin que él se lo dijera, que Iván deseaba presentarse a su padre como él mismo y no como un fugitivo.

Por lo tanto se levantó, se vistió y para cuando ya estaba lista con el hermoso traje y sombrero con los que viajaría, ya era hora de desayunar. Su padre ya la esperaba.

Tuvo la sensación de que estaba tan interesado en sus planes para la mina de carbón, que los había revisado una vez más antes de ausentarse del Priorato. Como de costumbre, ingirió un suculento desayuno y mientras Farica se servía, abrigaba la esperanza de que Iván fuera lo bastante sensato para cuidar de alimentarse bien antes de emprender el cansador trayecto hasta Londres.

Tendría que pasar una noche en el camino para dar un descanso a los caballos. Cuando ella y su padre hacían ese viaje, lo habitual era que pasaran dos noches en camino, de ser posible en casa de amistades. A pesar suyo empezó a preocuparse de que algún aldeano reconociera a Iván y que Riggs u otro de los asesinos del conde, pudiera seguirlo y matarlo cuando se encontrara desprotegido en alguna posada del camino. Pero pensó que se mostraba cobarde, y ambos prometieron tener valor. En cuanto su padre terminó de desayunar, dijo:

—Vámonos cuanto antes. Espero que cuando lleguemos a casa de tu tía encontremos que ya se recuperó del todo y nos explique por qué armó tanto alboroto.

Farica se rió porque así era su tía. Recogió sus guantes y un pequeño bolso de mano que contenía un pañuelo y esperó a que entregaran a su padre su sombrero de copa y sus guantes.

—Estás muy elegante hoy, papá. ¡Y me gusta el adorno de tu ojal!

Sir Robert lo miró y sonrió. Era una pequeña orquídea del invernadero y ella comprendió sin que él lo dijera que lamentaba que la colección de orquídeas del castillo que tanto admiraba, estuviera ahora fuera de su alcance. Subieron al faetón que los esperaba, que no era tan moderno como el del conde pero tenía muy buenos muelles y tiraba y un tiro perfecto de cuatro caballos.

El joven mozo de cuadra que detenía la cabeza de los caballos los soltó, de un brinco subió al asiento de la parte de atrás y los animales iniciaron la marcha. Como era tan temprano el ambiente estaba fresco y el sol aún no brillaba en todo su esplendor, pero Farica sintió que el día sería caluroso y tuvo la esperanza de que Iván no sintiera demasiado molesto el largo viaje que le esperaba. Salieron del portón y tomaron la vereda que conducía a través de la aldea y pasaba frente a la posada de Abe, y de ahí se dirigía hacia la carretera principal.

Sin proponérselo, Farica miró a su alrededor, como en busca de algún indicio de Riggs o sus secuaces, que estaba segura, aún husmeaban por las pequeñas posadas de las cercanías. Cuando llegaron al parque de la aldea, a cuya izquierda aparecía la posada, lanzó una pequeña exclamación mal contenida. Afuera de ella se reunía una numerosa multitud. Parecía que toda la aldea se encontraba ahí, excepto algunas mujeres y niños que corrían hacia donde los demás se congregaban.

—¿Qué sucede, papá? —preguntó con voz temerosa.

—No tengo idea, pero iré a ver.

Condujo sus caballos hacia la posada. Al llegar a ella, Farica lanzó un grito de horror. Junto a la puerta de la posada estaba Abe, en medio de Riggs y de otro hombre de aspecto grotesco. Cada uno de ellos empuñaba un grueso palo e intentaban retener a Abe. Alrededor de ellos, toda la gente de la aldea lanzaba exclamaciones de protesta. Era evidente que habían acudido de sus lugares de trabajo. Algunos de los hombres llevaban horquillas o azadones, otros hoces o guadañas y los leñadores venían provistos con hachas y sierras. Todos gritaban a la vez y provocaban un barullo ininteligible, por lo que era imposible entenderlos.

Sin embargo, era evidente que protestaban por algo… Después, cuando su padre detuvo los caballos, vio junto a ellos, de pie porque acababa de desmontar, al conde. Estaba de espaldas a ellos, pero el solo verlo hizo que Farica se pusiera tensa. Instintivamente se acercó un poco más a su padre y puso su mano sobre la rodilla de él.

—¿Qué demonios sucede? —preguntó Sir Robert, irritado.

En ese momento, la voz de Riggs se elevó por sobre los gritos de la multitud.

—¡Dice que no sabe nada, su señoría!

Se dirigía al conde y sólo por un momento la gente que los rodeaba guardó silencio, como si desearan escuchar la respuesta.

—¡Entonces háganlo hablar a golpes! —contestó el conde como en un gruñido.

Fue así que, mientras los dos hombres levantaban sus palos para golpear a Abe y Farica lanzaba un grito de protesta, un hacha voló de entre la multitud.

Nadie supo quién la lanzó, pero cayó a la altura de la cabeza del conde, le tiró el sombrero de copa y se hundió en su cuello. Sin un murmullo, se desplomó al suelo. La multitud se alborotó y mientras yacía ahí y su caballo resollaba aterrorizado, horquillas y hachas cayeron sobre su cuerpo, mientras que Riggs, a punto de golpear a Abe recibió una herida de guadaña que le arrancó media pierna y a su cómplice lo hacían perder el conocimiento con un azadón. Por un momento todo fue un tumulto y el ruido simulaba al de un gran número de animales salvajes que caía sobre su presa.

Y mientras Farica permanecía en su asiento, paralizada de horror, las manos cruzadas sobre el pecho, de una esquina de la posada surgió Iván montado en Pegaso. Con él iba Hagman en el lomo de Waterloo. Farica contuvo el aliento.

Vio que Iván se percataba de lo sucedido, en tanto que la multitud, como si de pronto se diera cuenta de su presencia, retrocedía unos pasos. Iván pudo ver el cuerpo del conde prendido al suelo con las horquillas. La sangre que brotara de la herida provocada por el hacha había formado una gran mancha carmesí sobre la chaqueta. Sus dos secuaces, Riggs y el otro hombre, yacían postrados en el suelo a cada lado de Abe, quien no se había movido. Riggs gemía mientras la sangre corría por su pierna, en cambio el otro permanecía inmóvil.

Durante unos cuantos segundos, aunque a Farica le pareció mucho tiempo puesto no podía moverse ni pensar, Iván observó el espectáculo. Entonces desmontó, entregó las riendas de Pegaso al mozuelo que tenía más próximo y se abrió paso entre la multitud que de pronto sólo susurraba o guardaba silencio, como asustados de lo que habían hecho. Saltó hacia una gruesa mesa de roble en la que los viejos solían reunirse por las tardes afuera de la posada para beber cerveza o sidra. De alguna manera, a Farica le pareció diferente, hasta que advirtió que por primera vez lo veía vestido como un caballero a la última moda.

Comprendió que Hagman debió llevarle ropa del castillo. Por un momento permaneció sobre la mesa y observó a la multitud debajo de él, enseguida, exclamó:

—Querida gente de mi pueblo, por la misericordia de Dios, después de que me dieron por muerto en la Batalla de Waterloo, ahora puedo regresar a mis dominios y ocupar el lugar que me corresponde, ¡como sexto Conde de Lydbrooke!, ya que mi padre ha muerto.

Se escuchó un jadeo ahogado y después un absoluto silencio, como si todos los que escuchaban hubieran contenido el aliento. Iván continuó:

—Estoy seguro, aun cuando estuve ausente por muchos años, de que algunos de ustedes me recordarán a pesar de que, como pueden ver, fui herido en el campo de batalla —aseveró.

—Tengo entendido —prosiguió—, que durante mi ausencia y desde la muerte de mi padre se han realizado cambios que no me agradan. Deseo su ayuda, la de todos y cada uno de ustedes, para restaurar el castillo y todo el condado… Eso significa que pido a todos aquellos fieles servidores que fueron despedidos, que regresen enseguida a su trabajo en el castillo —precisó.

—Deseo que los Prosper y los Bradshaw se hagan cargo nuevamente de sus granjas y lo mismo concierne a todos los que estuvieron empleados en los jardines o en el campo —continuó. —Habrá problemas, por supuesto que los habrá, pero yo estaré aquí y estoy seguro que, juntos, podremos resolverlos. Todo lo que deseo ahora es agradecer a Dios por devolverme a casa y hacerme sentir seguro de que juntos, podremos hacer que el castillo y la propiedad recupere la belleza y la prosperidad de que gozó en el pasado.

Al terminar de hablar Iván, primero se escucharon exclamaciones ahogadas y después vítores excitados y espontáneos y todos empezaron a blandir sus herramientas, sus gorras y sus pañuelos, agitándolos en el aire.

Había hablado con tal sinceridad que Farica apenas si podía verlo a través de las lágrimas. Observó que muchas de las aldeanas lloraban, mientras los hombres se acercaban ansiosos de estrecharle la mano y decirle una y otra vez lo mucho que les alegraba su regreso. Sir Robert, al mirar a Farica y notar sus lágrimas, expresó:

—Creo, cariño, que debemos dejar al héroe del día para que disfrute de su hora de triunfo. Ya habrá tiempo más que suficiente después para presentarle nuestros parabienes.

No esperó la respuesta, y ordenó proseguir la marcha. Ya habían avanzado un poco cuando Farica miró hacia atrás para lanzar una última mirada a Iván inclinado sobre la mesa para estrechar las manos de la gente que no cesaba de vitorearlo.

* * *

Después de visitar a la hermana de Sir Robert y encontrar, como había supuesto él, que se había recuperado de su ataque cardiaco y estaba muy sorprendida de que se tomaran la molestia de hacer el viaje para visitarla, Farica se dio cuenta de que su padre, con toda deliberación, no había mencionado el extraordinario incidente que presenciaran en la aldea. En cierta forma se alegraba de ello porque había sido un tremendo impacto emocional darse cuenta, no sólo de lo que Riggs intentaba hacer a Abe, sino el ver asesinar al conde frente a ella.

Sabía que lo merecía. Pero a la vez, el espectáculo del hacha enterrada en su cuello y cómo lo atacaban los aldeanos mientras yacía tirado en el suelo, le pareció como una pesadilla. Pero eso había hecho más fácil la situación para Iván.

Ya no sería necesario que fuera a Londres ni que tuviera que usar la fuerza en contra de su propio primo.

Sabía que todos deseaban regresar a la vida normal, y que en unos cuantos días o tal vez horas, el castillo volvería a ser el mismo de siempre.

Sin embargo, aun cuando su corazón cantaba porque todo había resultado bien no deseaba hablar ni pensar en algo tan horrible. Fue solo hasta que iniciaron el regreso a casa, como a las dos de la tarde, que se dio cuenta del tacto que había mostrado su padre. Había entre ellos un entendimiento sutil y muy valioso. Pero cuando ya cruzaban el portón para tomar el camino principal, Sir Robert habló con voz muy tranquila.

—Creo, hija mía, que no me equivoco pensando que me has ocultado algo.

Farica le dirigió una rápida mirada y él le explicó:

—Noté que el nuevo conde montaba a Pegaso y no puedo suponer que lo hurtará de mi caballeriza, así que sólo puedo deducir que tú le prestaste tu caballo.

Farica contuvo el aliento.

—Tienes razón, papá. Yo se lo presté y, ¡tengo mucho que contarte!

—¿Por qué no confiaste en mí? —preguntó, dolido, Sir Robert.

—La respuesta es muy sencilla, papá. Iván me previno que si te decía lo que había descubierto por casualidad, ¡sería como si firmara tu sentencia de muerte!

Sir Robert se mostró asombrado y mientras Farica le relataba la extraña historia que parecía demasiado fantástica para ser verdad, la escuchó atento sin hacer ningún comentario hasta que ella terminó. Farica habló en voz muy baja porque no deseaba que el palafrenero que iba detrás de ellos escuchara. Sólo hasta que contó a su padre que Iván se disponía a ponerse en camino para entrevistarse con su coronel y pedirle ayuda militar, Sir Robert habló con tono de aprobación.

—Era algo muy sensato. Fergus Brooke pudo agregar otro crimen a su ya larga lista.

Farica percibió el tono de indignación en la voz de su padre y dijo:

—Era muy astuto e hipócrita, papá. ¡No podía ser posible que te dieras cuenta lo despreciable y malvado que era en realidad!

—Si hubiera usado mi instinto o mis sentidos de forma adecuada, ¡lo habría percibido! —respondió con brusquedad Sir Robert.

Hizo una pausa antes de añadir:

—Debes perdonarme, querida, el que me dejara cegar por mis ambiciones para ti y sólo puedo agradecer a Dios que, en Su Misericordia, te salvó de casarte con un monstruo semejante.

Su padre no la presionó para que le dijera nada más. Pero ella tuvo la sensación de que sospechaba lo que sentían el uno por el otro. Ya estaba avanzada la tarde cuando cruzaron la aldea y todo parecía tranquilo. No había señales del tumulto de la mañana. Farica adivinó que habrían conducido el cadáver del conde a la iglesia familiar que distaba como kilómetro y medio de distancia del portón del castillo. Sin embargo, no hizo pregunta alguna y su padre se apresuró como si ansiara regresar al Priorato.

«Mañana», pensó Farica «debo ver al viejo Abe para asegurarme de que no le afectó mucho lo que sucedió hoy».

Los ladrillos rojos y las ventanas en forma de diamante del Priorato, se veían muy hermosos y acogedores, y al entrar, por la expresión del rostro del mayordomo comprendió que anhelaba contarles lo sucedido, y con rapidez corrió hacia su habitación. Su doncella la esperaba y después de que se bañó y se puso su traje de noche para le cena, le dijo:

—Puedo jurar que ya se enteró, señorita, de las cosas terribles que sucedieron en la aldea esta mañana.

—Sí, lo sé todo, Emily, gracias, pero no deseo hablar de ello.

Bajó a toda prisa al salón donde suponía que su padre la esperaba, pero para su sorpresa había un hombre de pie frente a la chimenea y cuando se volvió, Farica lanzó una exclamación de absoluta felicidad. Era Iván. Sin pensar ni hacer preguntas, corrió a arrojarse en sus brazos. La besó salvaje y apasionadamente hasta que al fin levantó la cabeza para decir:

—¡Mi amor, mi dulzura, todo se debe a ti! Y como ansiaba verte, vine a preguntar si podría cenar con mi más cercana y preciosa vecina.

—¿Estás bien? ¿No hubo… más… problemas?

Las lágrimas acudieron de nuevo a sus ojos y con sus besos se las secó Iván antes que sus labios volvieran a unirse.

Sólo cuando ella sintió que volaban en el cielo y no había necesidad de explicaciones Iván él:

—¡Te amo, Dios, cómo te amo! Vine a pedir a tu padre que nos permita casarnos enseguida. ¡No puedo hacer todo lo que es necesario sin ti!

Le fue imposible a Farica responder, porque los labios de él mantenían cautiva su boca y sólo se separaron cuando se abrió la puerta y Sir Robert entró en la habitación.

* * *

La multitud de aldeanos que esperaban afuera de la iglesia arrojaron pétalos de flores de todo tipo a la pareja de recién casados que salían a la luz del sol y a la dicha que les esperaba. Los diamantes de la tiara de Farica no resplandecían más que sus ojos.

Se detuvieron un momento después de cruzar el portón para que ella diera unas palmadas de cariño a Pegaso que los esperaba con una guirnalda de flores alrededor del cuello y su silla decorada de igual forma.

Iván también lo acarició y después de que ayudara a Farica a subir al carruaje abierto que también estaba decorado con flores, recibieron otra lluvia de pétalos que obligó a Pegaso a sacudir la cabeza, para así mostrar su disgusto antes de seguir con la procesión nupcial hacia el castillo.

—Comprendo, Sir Robert —había dicho Iván—, que usted espera que Farica se case en su propia casa, pero le pido que sea generoso y permita que las festividades se lleven a cabo en el castillo.

Sir Robert se había mostrado sorprendido e Iván continuó:

—Mi gente ha sufrido más de lo que puedo decir durante los meses en que Fergus usurpó mi lugar y tuvo el mando. Es difícil suponer que alguien pudiera mostrarse tan cruel como para despedir a los viejos sirvientes sin concederles la correspondiente pensión, sin darles casa y con sólo el previo aviso de veinticuatro horas.

Vio que Sir Robert comprendía y prosiguió:

—Por supuesto, están muy sensibles por sus sufrimientos y temores y debemos no sólo por ellos, sino por Farica y por mí mismo intentar distraerlos con un evento tan feliz…

Sir Robert se rió.

—¡Y eso, sin duda, será la boda!

—Se sentirán emocionados y estoy seguro que los hará olvidar sus desdichas más rápido que cualquier otra cosa —respondió Iván con sencillez.

Sir Robert colocó una mano sobre el hombro de Iván.

—Es usted un joven muy sabio y, por supuesto, lo entiendo. Pero espero que mi propia gente, que ha conocido a Farica desde su niñez, sea invitada a las festividades.

—Por supuesto —le aseguró Iván—. Haré que coloquen dos toldos y los regalos, aunque no serán muchos, se exhibirán en el salón de baile del castillo. También creo que debemos incluir fuegos artificiales, además de los acostumbrados barriles de cerveza, sidra y, desde luego, un buey asado, como es lo tradicional.

Sus ojos brillaban divertidos al decirlo y Sir Robert se rió al verlo tan jovial.

—No hay duda de que será algo para recordarse.

—Es justo lo que espero —afirmó Iván.

Para Farica fue como si todos sus cuentos de hadas se convirtieran en realidades. Resultaría imposible ser más feliz de lo que ella era y se daba cuenta de que cada vez que Iván la besaba, y, de hecho, cada vez que se veían lo amaba más y sabía que él sentía lo mismo.

—¿Sabes dónde deberíamos pasar nuestra luna de miel? —bromeó él.

—¿En dónde?

—En la casa de muñecas.

—Creo que estaríamos muy apretados —protestó ella—. ¿Adónde iremos?

—La respuesta es muy sencilla, ¡a ninguna parte!

Ella lo miró sorprendida y él agregó:

—Creo que ambos hemos sufrido demasiadas experiencias traumáticas y emocionales para desear viajar. Lo que deseo es la seguridad de estar en casa.

Y como si pensara que ella estuviera desilusionada, dijo con rapidez:

—Si de verdad deseas ir a Londres o a una casa que poseo en Newmarket, iremos ahí, pero pienso, preciosa mía, que sería maravilloso permanecer en casa e iniciar el millón de cosas que es preciso hacer en el castillo y que nadie más que nosotros podrá llevar a cabo.

—Es lo que me gustaría.

—¿De veras?

—¡Por supuesto! Lo único que realmente me importa es estar contigo.

—No te contaré mis planes, serán un secreto.

Le sonrió, la rodeó con sus brazos y ella se olvidó de todo, excepto de las candentes sensaciones que él provocaba en su interior con sólo tocarla. Mientras se dirigían al castillo bajo la luz del sol, Farica apretó la mano de Iván, pensando en que su boda, que se realizó cuatro días después de que él recuperara su posición, había sido tal como la deseaba.

Como, ante la sociedad, estaban de luto, aunque fuera por un hombre indeseable, no se invitó a nadie a la boda, ni siquiera a familiares cercanos. La iglesia estaba llena de los sirvientes de mayor rango del castillo y del Priorato, de los granjeros, los jefes de jardineros y sus esposas y los jefes de guardabosques. Se sentaron orgullosos, todos con sus mejores atuendos, en las bancas que en otras ocasiones ocuparan los personajes más distinguidos del condado y al frente estuvieron Abe y Hagman.

Como no hubo tiempo de adquirir un vestido de novia, Farica usó uno de los hermosos vestidos que su padre le comprara para usar en Londres en una ocasión que nunca tuvo lugar. Lució un velo de encaje que había usado la familia Brooke durante generaciones, la tiara que la madre del conde usó el día de su boda y un collar de diamantes que era parte de la colección Brooke y tan bello que Farica sintió que jamás había imaginado nada igual.

—Pareces una princesa de cuento, mi amor —le dijo Iván cuando en un momento se calmaron los vítores y cesaron de caer sobre ellos los pétalos de flores.

—Deseaba estar para ti, lo más bella que pudiera.

—¿Cómo podrías no serlo? Cuando te vi por primera vez pensé que eras la mujer más hermosa que había visto en mi vida y ahora sé que ninguna Condesa de Lydbrooke ha superado tu belleza. De hecho, tengo la intención de que pinten tu retrato mil veces, para que no haya habitación sin un óleo con tu hermoso rostro.

Farica se rió antes de protestar.

—¡La gente me considerará muy vanidosa si te permito hacerlo! ¡De lo que deseo asegurarme es que no mires nunca a otra mujer!

—No existe en el mundo otra más que tú —repuso Iván y ella comprendió, por el tono profundo y apasionado de su voz, cuánto la quería.

Mucha gente más los esperaba en el castillo y otros corrían detrás de ellos. Primero entraron en la casa, pero no había una larga fila de invitados a quienes estrecharles la mano. En cambio, admiraron los regalos de boda colocados en el salón de baile, que no eran muchos porque poca gente se había enterado de su boda. Después se dirigieron a ambos toldos, donde en cada uno cortaron un pastel nupcial e Iván dirigió unas palabras.

Todo eso llevó tiempo y cuando por fin Sir Robert se despidió y regresó al Priorato, ya se habían encendido linternas bajo los toldos y los últimos fuegos artificiales caían sobre el lago e iluminaban los rostros emocionados de los niños de la aldea que los veían por primera vez. Todo fue muy sencillo y feliz y Farica preguntó:

—¿Qué haremos ahora?

—Primero, comeremos algo y una de mis sorpresas será el lugar al cual iremos —respondió Iván.

Farica suponía que dormirían en el gran dormitorio principal que ocuparan todos los condes de Lydbrooke y que su habitación sería la contigua, que no había sufrido ningún cambio desde la muerte de la madre de Iván. Sin embargo él la condujo hacia otra parte del castillo a unas habitaciones que ella no había visto antes, pero que los recibieron perfumadas con la fragancia de las flores. Farica miró a su alrededor y se dio cuenta de que toda la habitación estaba decorada con orquídeas del invernadero. Era tan hermosa que ella lanzó una exclamación de asombro e Iván le explicó:

—He mandado redecorar las habitaciones que, por tradición, deberíamos usar y, mientras tanto, mi amor, pensé que serías más feliz aquí. Son las habitaciones que ocupaba de joven, antes de irme a la guerra y que he sabido por la servidumbre que no se han usado desde entonces.

Farica comprendió que, de una manera sutil, él quería decirle que no deseaba que ella durmiera en ninguna habitación que Fergus hubiera contaminado y que cuando se hubieran redecorado todos los dormitorios principales, desaparecería todo rastro de él. Pensó que nadie podría ser más perceptivo que él y se le aproximó.

Él la abrazó y añadió:

—Ven, mi amor, a ver dónde dormiremos esta noche.

Abrió la puerta que comunicaba a la siguiente habitación y ella comprendió que se debió trabajar a una velocidad increíble para convertir lo que estaba segura era un sencillo dormitorio, en una habitación digna de cualquier diosa. Había un amplio lecho, que supuso provendría de otra parte del castillo, con una corola pendiente del techo de la que caían cortinas del mismo tono de sus ojos.

Pero era difícil ver nada porque, había profusión de flores: orquídeas, azucenas y rosas blancas en guirnaldas que colgaban de los muros y llenaban la chimenea, ya que el tiempo era muy caluroso para encenderla. Y también el lecho estaba rodeado de flores, lo que lo convertía en un lugar de descanso digno de Afrodita.

—¡Qué hermoso, de una belleza perfecta! —exclamó Farica—. Gracias, mi amor, por pensar en ello.

Levantó su rostro para ofrecerle sus labios y él la besó con ternura antes de conducirla al saloncito privado.

Ya la servidumbre traía su cena y en cuanto se sentaron a la mesa, Iván levantó su copa de champaña.

—Por mi esposa —brindó con voz suave—, que me ha guiado, e inspirado desde el momento en que la conocí.

Farica miró a través de la mesa a su esposo y musitó:

—¡Por el hombre más maravilloso del mundo!

Comprendió que sus palabras excitaban a Iván, pero los empleados llevaban la comida en servicio de plata y tuvieron que comportarse ceremoniosamente hasta que terminó la cena.

Por instrucciones de Iván, en cuanto se pusieron de pie, los lacayos levantaron la mesa y la sacaron de la habitación, en lugar de quitar las cosas, lo que habría llevado más tiempo.

Cuando se cerró la puerta tras ellos, Iván rodeó con sus brazos a Farica y la condujo hacia la ventana.

Las habitaciones donde se encontraban daban hacia la parte trasera del castillo, así que no había ningún ruido que los perturbara, ni luces de los toldos que alteraran la tranquila belleza del jardín. En cambio, había una fuente que lanzaba agua iridiscente hacia las estrellas y el aroma de las rosas silvestres y las madreselvas entraba por la ventana abierta.

—Esto era lo que añoraba durante los años que estuve en combate, primero en la península y después en Francia —comentó Iván—. Solía imaginarme aquí de regreso; que contemplaba este paisaje, como lo hacemos ahora, antes de acostarme.

Farica puso su mejilla, en un gesto amoroso, junto a la de él, que continuó:

—En mis sueños siempre había alguien aquí conmigo, ya que nunca estaba solo. ¡Ahora sé, mi amor, que ese alguien eras tú!

—¿De verdad… crees que nos… hemos conocido…, en otras vidas?

—¡Por supuesto que así es! Y hemos viajado el uno hacia el otro tal vez por miles de años, hasta encontrarnos unidos por siempre jamás.

—Es lo… que deseo… creer.

—¡Es lo que yo creo! Nadie, excepto alguien tan perfecto como tú, mi precioso amor, se habría enamorado de mí cuando era un hombre perseguido, que no poseía nada más que un caballo, una pistola y unos cuantos soberanos.

Farica se rió y eso pareció desvanecer la solemnidad con que hablara Iván.

—Pero de todas maneras eras muy orgulloso —dijo con suavidad—. Tanto que temía que no aceptaras nada de mí, ni siquiera la comida que pesaba mucho cuando la llevé a la casa de muñecas.

Iván suspiró.

—Jamás en mi vida pensé en casarme con una mujer por su dinero, ni en tener una esposa que fuera más rica que yo.

—¿Importa eso? —preguntó rápidamente Farica—. Iba a decirte que una de las lecciones que me diste es que el dinero no tiene importancia junto al amor. ¿Me prometes que no… resentirás que tenga…, una enorme fortuna?

—Ahora nos pertenece a ambos, mi amor, igual que el castillo es tuyo, y compartiremos todo lo que poseemos, de tal manera que será imposible saber dónde empieza lo tuyo y dónde termina lo mío.

Farica lanzó una exclamación.

—Oh, Iván, querido, es lo que deseaba que sintieras y tenía tanto temor de… que pudieras… sentir…

Él le impidió continuar al apoderarse de su boca. Sólo hasta que la besó tanto que su corazón latía violentamente contra el de él, le dijo:

—Hay una forma, mi adorable esposa, en que puedo probarte de una vez por todas que no es cuestión de mis posesiones o de las tuyas.

—¿Cómo… podrás… hacerlo?

Era difícil entender lo que él decía debido al embeleso que le provocara en su interior y que sólo la hacía desear que no cesara de besarla una y otra vez.

Ante su sorpresa, la condujo del saloncito hacia el dormitorio, que les prepararon mientras cenaban.

La ropa de cama estaba ya dispuesta y había sólo dos velas encendidas, una a cada lado del lecho. Iván la apretó muy cerca de él, pero no la besó. En cambio, le quitó los broches del cabello para que cayera sobre sus hombros y pensó de nuevo, como la primera vez, que tenía un color cobrizo con puntas doradas por el sol.

Y mientras ella levantaba la mirada hacia él, le desabotonó el vestido por la espalda y Farica sintió que, al caer, hacía el suave sonido del viento que meciera los árboles. Se estremeció y al sentirse turbada ocultó el rostro en el pecho de él.

Pero Iván la izó en brazos, la llevó a la cama y la depositó sobre las almohadas.

Unos segundos más tarde se reunió con ella y al sentirlo tan cerca, el corazón de Farica palpitó con desesperación.

Su amor pareció crecer en su interior de una forma tan abrumadora, que se sintió como si la elevara con la rapidez y la fuerza de una ola de mar, pero sin saber adónde la conduciría.

—¡Te… amo! —exclamó y se dio cuenta de que los labios de él estaban muy cerca de los suyos.

—Y yo a ti, mi preciosa adorada. Éste es el momento en que te probaré que ya no somos dos seres, sino uno solo. Lo que es tuyo es mío y lo mío es tuyo. Lo que es más, mi maravillosa y perfecta amada, eres por completo mía y jamás te perderé.

Y al decirlo sus labios se posaron primero en los de ella, después la besó con intensa pasión, en los ojos, las mejillas y la suavidad de su cuello hasta que Farica se estremeció. Con ternura le besó el suave pecho, antes que su corazón latiera contra el de ella. Nunca ella había conocido tal embeleso, que la hacía sentir salvaje como el viento y al mismo tiempo abrasada por el calor del sol.

—¡Te amo, Iván —exclamó—, te… amo! Por favor… ámame… de tal manera… que te pertenezca… por completo.

—Eres mía, mía. Y, mi adorada y pequeña esposa, nada, nunca, nos dividirá.

Entonces, mientras la poseía con devota entrega, Farica comprendió por qué había dicho que ahora eran una sola persona.

Se habían fundido en uno solo, siendo mudos testigos el aroma de las flores, el sonido de los ángeles y las estrellas que los miraban desde lo alto del cielo para recordarles que tenían un solo corazón, un solo cuerpo y que su amor provenía de un solo Dios infinito y verdadero.

FIN