Capítulo 6

Farica se levantó muy temprano, antes de las cinco de la mañana, hora en que sabía bajaban las doncellas para abrir la casa. Mientras se deslizaba por los corredores, pensó que si su padre se enteraba de lo había pasado iba a sentirse escandalizado, igual que su madre, si viviera.

Sabía sin embargo que no podía hacer otra cosa que no fuera intentar ayudar a Iván en todo lo posible. Sabía que él no exageraba al decir que Fergus era muy peligroso y aunque parecía increíble, ella sí creía que sería capaz de matar sin detenerse por nada con tal de no perder el título de conde. Era tan atemorizante pensar en eso, que Farica se obligó a concentrarse en Iván y en la necesidad, más urgente y humana, de proporcionarle los alimentos. La cocina estaba en silencio y se percibía el aroma de las cebollas que colgaban de las vigas. Llegó hasta la sección de la cocina donde había cuencos de mármol llenos de leche que durante la noche había formado una gruesa capa de crema. También sabía que habría sobrantes del día anterior, así como huevos y mantequilla que enviaran de la granja del Priorato.

Buscó un cesto y lo llenó primero de las cosas más pesadas, cortó rebanadas de jamón de una pierna recién preparada y salchichón que el cocinero preparaba según una receta de su padre y que era delicioso. También encontró una lengua de buey que no habían cortado y sobrantes del salmón que se sirviera en la cena de la noche anterior y que sabía que, por instrucciones de su padre, sólo se cocinaba si estaba recién pescado en el cercano río Avon. Estaba segura de que era un lujo del que Iván debió disfrutar desde niño y ahora lo disfrutaría nuevamente. Ya lleno un cesto, en otro colocó una docena de huevos, una libra de mantequilla preparada con la leche del ganado Jersey de su padre y un tarro de miel de las colmenas del jardín. Recordó que Iván necesitaría pan, pero como las cocineras no habían bajado aún, no sería posible llevarle una hogaza recién horneada, como las que le servían a su padre durante el desayuno. Pero quedaba una del día anterior, de la cual cortó la mitad y la colocó en la canasta. Se disponía ya a irse cuando recordó que desearía leche y también café o té. Tomó de la despensa café recién molido, después llenó una jarra de leche y salió de la casa por la puerta trasera.

Era bastante difícil cargar los pesados cestos y la jarra de leche, pero se las arregló, aun cuando al llegar a la casa de muñecas le pareció que había recorrido un larguísimo trayecto y los brazos le dolían.

Se había propuesto dejar las cosas afuera de la puerta, pero Iván debió verla a través de la ventana porque salió y exclamó:

—¿Cómo pudiste venir tan temprano y cargada con tantas viandas?

—Pensé que estarías hambriento —respondió Farica sonriente.

Él se vestía cuando la vio y sólo llevaba puesta su camisa y unos pantalones de montar, no tan bien cortados como los del padre de ella. No obstante, ya se había anudado la corbata y ella pensó que estaba muy apuesto y atractivo, de un modo en extremo viril.

Se ruborizó al avergonzarse de pensar eso. Pero Iván no lo advirtió. Le había quitado los cestos y la jarra y los llevaba al interior de la casita, sin olvidar que debía inclinar la cabeza al entrar. Las colocó en la mesita donde Farica solía servir el té con frecuencia a sus muñecas y a sus amigas.

Su madre había mandado instalarle una pequeña estufa, réplica de la que había en la cocina del Priorato. Estaba colocada junto a la chimenea y podía usarla cuando deseaba cocinar. Un juguete que Farica disfrutó intensamente.

Cocinaba en ella todo tipo de platillos raros para sus amigas y en ocasiones llevaba un poco para su padre.

—¿Y ahora, de qué se trata? —Solía preguntar él.

—Es una receta que me dio el cocinero, papá, y la hice tal como me lo indicó.

Algunas veces era un triunfo, otras, un fracaso, pero ahora pensó que Iván podría, al menos, prepararse el café y los huevos en la pequeña estufa. Como era verano, estaba bien segura de que no le importaría comer todo lo demás frío. El miró asombrado todo lo que le llevara.

—¿Es dotación para un día o para un mes?

Farica se rió.

—Es evidente que necesitas buena alimentación.

—Ofendes a las monjas que fueron tan bondadosas para conmigo.

—Entiendo que las dotaciones de los conventos son muy buenas para el alma, pero no tan apetitosas como las que disfrutarías si pudieras elegir.

—No me quejo en absoluto de lo que me trajiste y es muy dulce de tu parte haberte tomado tanta molestia.

Lo dijo en un tono tan tierno que la hizo sentir como si la besara. Y al darse cuenta de que él pensaba lo mismo, el rubor cubrió sus mejillas.

—Debo irme. Nadie debe saber que me levanté tan temprano.

—Desearía que te quedaras conmigo todo el día. Cuando no estás me siento solo, perdido y, por supuesto, deprimido. A tu lado todo lo veo diferente.

Su voz era tan suplicante, que al mirarlo, ella se vio perdida. Sin saber cómo se encontró en sus brazos y la besaba, no con pasión como la noche anterior, sino tierno, posesivo y exigente. Era como si se pertenecieran el uno al otro y nada pudiera jamás separarlos.

—¿Sabes lo bella que eres? —preguntó Iván cuando pudo hablar—. ¡Eres como la luz del sol y cuando estás cerca de mí como ahora, siento que como crees en mí puedo conquistar el mundo!

—Eso es lo que harás y el mundo que conocemos… nuestro mundo…, será un lugar mucho mejor gracias a ti.

Iván no respondió. En cambio la besó hasta que, con un esfuerzo, la apartó de él.

—Regresa a casa, mi amor. Encenderé la estufa, me cocinaré algunos huevos y te bendeciré con cada bocado que me lleve a la boca.

—¿Me quedo y te los cocino?

Era lo que Farica deseaba hacer, pero al decirlo no pudo evitar mirar hacia la ventana y notar que fuera empezaba a levantarse el sol sobre el horizonte.

—Tal vez sería un error. Si tu padre se enterara de lo que ocurre, sin pretenderlo podría revelar a mi primo lo que opina de su comportamiento y eso lo haría sospechar que me oculto en la propiedad de ustedes. Y también podría significar que tú te vieras involucrada.

Contuvo el aliento y agregó con firmeza:

—¡No, eso no debe suceder! ¡Regresa a casa, Farica! Te adoro por pensar en mí y por todo lo que haces, pero debo protegerte y Dios sabe que me resulta ya bastante difícil protegerme a mí mismo.

—Me iré porque me lo pides, pero te amo y rezaré por ti.

Se dirigió hacia la puerta, de pronto se detuvo.

—¿Recuerdas que hoy por la tarde saldré a pasear con tu primo?

—No lo he olvidado —respondió Iván con muy diferente tono de voz—. ¿Debes ir? ¡No soporto pensar que estés cerca de ese hombre!

—Creo que lo mejor es alejar de él cualquier sospecha que pudiera tener hasta que Hagman consiga descubrir lo que planea y dónde ha estado el hombre que te busca.

Iván no respondió y después de un momento Farica añadió:

—¡Oh, mi amor, cuídate! ¡Si algo te sucediera ahora… no querría… vivir!

El dolor de su voz hizo eco en la casita. Y cuando Iván avanzó hacia ella, se alejó de él con prisa, salió por la puerta abierta y desapareció entre los rododendros. No sólo deseaba ocultar las lágrimas que acudieron a sus ojos, sino que tampoco podía soportar que lo humillaran así y lo obligaran a ocultarse en una casita de recreo infantil, mientras que Fergus mandaba en el castillo y tenía a su servicio criminales dispuestos a asesinar si así se les ordenaba.

«¡Es cruel, cruel!», se dijo cuando regresaba al Priorato.

Entró en la casa por una ventana que tenía el cerrojo descompuesto y subió, con sigilo, por una escalera posterior, con cuidado para evitar que la vieran las doncellas que ya recorrían los pasillos con escobas y plumeros en las manos. Se deslizó a su dormitorio, se desvistió y se metió en la cama y al poner la cabeza en la suave almohada intentó pensar sólo en Iván y en lo mucho que lo amaba, para olvidar así, todos los problemas que la agobiaban. Debió quedarse dormida, porque lo siguiente que supo fue que la doncella descorría las cortinas. El sol penetró en la habitación y supuso que debían ser las ocho de la mañana.

Vestida con su traje de montar bajó a desayunar con su padre. Cuando terminaron, los dos salieron a galopar por los terrenos de la propiedad.

Al mirar a su padre montado en uno de sus magníficos sementales, por el que había pagado una suma considerable, pensó en lo mucho que habría disfrutado Iván el estar con ellos. Se preguntó si, al confesar la verdad a su padre, él lo invitaría a unirse a ellos. Pero recordó lo peligroso que sería si Riggs, y tal vez otros asesinos a sueldo del conde, investigaban en las posadas, interrogaban a la gente de la aldea y tal vez los amenazaban si sospechaban que no les decían la verdad.

—Pareces preocupada, mi muñeca, ¿qué sucede? —preguntó Sir Robert y Farica advirtió que llevaban buen rato sin hablar.

—Espero que no te incomode el ver al conde esta tarde —continuó él—. En lo personal, estoy ansioso de tomar el té en el castillo. Deseo visitar el invernadero, que hace tiempo no he admirado. Como recuerdas, el viejo conde tenía una espléndida colección de orquídeas. Estoy seguro de que muchas están floreciendo y tal vez algunas más que nunca he visto antes.

—Recuerdo lo bellas que son.

—Debes convencer a Fergus para que aumente esa colección que considero es única en toda Inglaterra. Fue difícil durante la guerra conseguir nuevas especies, pero ahora no dudo que descubrirá que es muy interesante y un inmensa placer.

Farica comprendió que hablaba como si tuviera la certeza de que ella se convertiría en la esposa de Fergus. Se preguntó qué opinaría si le contara que el yerno que deseaba era un impostor y un asesino. Cuando a las dos de la tarde llegó el conde en su faetón para llevar a Farica a pasear, al observar lo encantador que se mostraba con su padre, comprendió que cualquiera que lo conociera en un evento social no sospecharía jamás las profundidades de su maldad.

—Tengo tantas cosas que consultarle, Sir Robert —dijo con ese tono respetuoso que a todo hombre de edad le halaga recibir. Es usted tan inteligente y experimentado en asuntos del campo—, continuó —mientras que yo, como usted sabe, no tuve hasta ahora la oportunidad de aprender. Le quedaré muy agradecido por cualquier ayuda que pueda darme. Espero que no le resulte incómodo que lo bombardee con mis preguntas.

—Querido muchacho, estoy más que dispuesto a hacer cuanto pueda —respondió Sir Robert.

Pero Farica se sintió asqueada de su hipocresía. Se había puesto uno de sus vestidos más hermosos, no para complacer al conde, a quien detestaba más cada vez que lo veía, sino por darse valor a ella misma. Tenía la sensación de que abordaría una vez más el tema de cuándo aceptaría ella casarse con él. Sin embargo, ante su sorpresa, cuando emprendieron el paseo en el faetón, el conde no le hizo ningún cumplido ni le dijo nada que la turbara. En cambio, comentó:

—¡Qué hombre tan encantador es su padre! Es usted muy afortunada de que la quiera tanto y que ambos se entiendan tan bien.

Lanzó un suspiro y añadió:

—Mi padre y yo jamás nos veíamos y como mi madre murió cuando yo era pequeño, con frecuencia me sentía muy solitario.

Farica estaba segura de que decía eso para provocar su piedad y respondió con voz amable:

—Lo siento mucho por usted. Por cierto, yo creo que su tío lo habría acogido con beneplácito en el castillo, pero él siempre creyó que usted prefería Londres.

—Londres puede ser un lugar muy divertido para un joven, pero también muy costoso —respondió el conde.

—Estoy segura que es verdad.

—Y ahora, me sorprende descubrir lo mucho que cuestan también las cosas en el campo. Y a propósito, iba a invitarlos a usted y a su padre a tomar el té, pero los hombres llegaron justo cuando salía a recogerla y creo que sería un error dejarlos sin hacer nada toda la tarde.

—¿Qué hombres? —preguntó Farica.

—Pensé que se lo había dicho. Uno de los vitrales de la capilla se estrelló y tuve que contratar expertos en ese oficio para que vinieran al castillo a repararlo.

Farica se sorprendió porque jamás habría esperado que el conde se interesara en la capilla. A ella, en cambio, le parecía muy bella, aunque durante años no se había usado porque el viejo conde siempre prefirió acudir a la iglesia de la aldea, donde estaban sepultados todos los Brooke.

—Me agrada sentirme rodeado de ellos —había comentado en una ocasión y ella lo comprendió.

La capilla era muy antigua y se encontraba en una parte del castillo que jamás se había renovado. Farica sabía que sería una gran tragedia la pérdida de alguno de los vitrales de las ventanas que tenían cuando menos cuatrocientos años de antigüedad.

—¿Cómo sucedió?

El conde movió la cabeza.

—No lo sé, tal vez fue el viento. Y como usted lo conoció antes que se rompiera, pensé que sería de gran ayuda si pudiera indicar a los hombres cómo deben unirlo.

—Espero poder hacerlo —aceptó Farica—, pero hace tiempo que no los veo.

—Nos detendremos ahí para indicarles qué hacer y después volvemos más tarde para comprobar si lo hacen bien.

Al decirlo, el conde dirigió sus caballos hacia el camino recorrieron la avenida de robles hasta que Farica pudo ver frente a ellos el magnífico edificio. Como de costumbre, sintió que su corazón saltaba ante su belleza. De pronto, al levantar la vista, notó que la bandera que debía ondear porque el conde se encontraba en casa, se había olvidado. Sólo el asta se recortaba contra el cielo y ella tuvo la esperanza de que aquello fuera como un vaticinio de que pronto Iván tornaría el lugar que le correspondía. El conde detuvo sus caballos frente a la puerta principal y ella pensó, como ya lo había hecho antes, que no era tan buen conductor como su padre y como estaba segura que también Iván lo sería.

—Venga a mirar lo que hacen —sugirió el conde mientras subían la escalinata de piedra y penetraban en el vestíbulo con sus hermosas estatuas de dioses griegos y retratos de antepasados Brooke.

Farica sabía que era un largo tramo hasta la capilla a través de corredores de los cuales colgaban armas y pinturas, decorados con finas piezas de mobiliario. Su padre había dicho en una ocasión:

—Cada vez que vengo al castillo, me doy cuenta de lo imposible que es que un solo hombre, por rico que sea, adquiera los tesoros que sólo pueden coleccionarse a través de varias generaciones.

Farica, al comprender que sentía envidia, había deslizado su brazo en el de él al decir:

—Tú has coleccionado muchas más cosas hermosas en tu vida, papá, de lo que la mayoría de los hombres logran hacer y yo siempre te estaré muy agradecida por tu buen gusto.

Sir Robert se mostró encantado y la besó, pero ella pensó que él tenía razón. Sólo familias establecidas durante largo tiempo podrían, a través de los siglos, reunir tantas cosas bellas, todas las cuales eran parte de la historia de su país. Llegaron a la capilla y al entrar, Farica se sorprendió al ver que no había ningún trabajador en las ventanas. En cambio había grandes jarrones con flores blancas a cada lado del altar que estaba cubierto con una tela blanca y dorada. Estaban encendidas seis velas, tres a cada lado de una alta cruz de plata que ella recordaba se había hecho durante el reinado de Jaime I y permanecía ahí desde entonces. Se volvió para mirar interrogante al conde que caminaba detrás de ella y se dio cuenta de que cerraba la puerta tras de sí.

—¿En dónde están… los trabajadores? —empezó a preguntar, entonces vio que un sacerdote vestido con un hábito blanco se dirigía al frente del altar.

—¿Qué sucede? —preguntó. El conde se detuvo a su lado y la tomó de la mano.

—Como no puede decidirse, lo hice por usted. La traje aquí, Farica para casarme con usted, porque deseo hacerlo y no puedo permitir más tardanzas.

Aunque asombrada, Farica logró reponerse y responder:

—¿Cómo se atreve a algo tan incorrecto? ¡Por supuesto que no me casaré en estas circunstancias!

—No tiene alternativa.

—¡Claro que la tengo! ¡No puede obligarme a decir que acepto casarme con usted si no deseo hacerlo!

—Entonces tendré que usar un poco de convencimiento —dijo el conde con un tono de voz que la alarmó.

—¡Nada que diga o haga me convencerá de casarme con usted!

Su voz era firme y decidida y aun cuando en su interior temblaba, sabía que Iván se habría sentido orgulloso de ella. El conde sacó del bolsillo de su chaqueta una daga larga y filosa. Era igual a la que debieron usar cuando intentaron matar a Iván en el convento, pero en cambio habían asesinado a un hombre inocente.

—¡Así que intenta asesinarme! —exclamó Farica.

—No, por supuesto que no. ¡De nada me serviría muerta! Pero a menos que se case conmigo, me propongo marcarle el rostro de tal manera que ningún hombre pueda mirarla sin sentir repulsión. ¡Entonces, sólo yo estaría dispuesto a casarme con usted y me agradecería que lo hiciera!

Su siniestra forma de hablar no era menos aterradora que su amenaza. Farica lanzó una exclamación de temor y habría retrocedido, pero él la sujetó del brazo. Y mientras ella permanecía abrumada ante sus intenciones, la hizo avanzar hasta quedar de pie frente al sacerdote. Era un hombre mayor, con una espesa y mal cuidada barba gris. Sostenía un libro de oraciones en sus manos temblorosas, pero Farica advirtió que no porque tuviera miedo, sino que despedía un fuerte olor a licor. Se dio cuenta de que estaba muy bebido. Y mientras se preguntaba, desesperada, qué podía hacer para escapar, el conde dijo con brusquedad:

—¡Inicie la ceremonia, tonto!

El sacerdote miró el libro de oraciones y con voz pastosa empezó:

—Queridos hermanos…

—¡Rápido, la ceremonia! —le gritó el conde.

Con rapidez, el sacerdote dio vuelta a las páginas del libro, pero antes que pudiera hablar, la gran cruz de plata se inclinó hacia adelante y le golpeó la cabeza. Cayó al suelo y mientras el conde lanzaba un grito de indignación, un hombre salió de detrás del altar y le propinó un sonoro golpe en la punta de la barbilla. Pareció volar por los aires y al caer, su cabeza pegó contra la esquina de una de las bancas talladas y quedó inconsciente.

Antes que pudiera moverse o siquiera respirar, Farica se encontró en brazos de Iván que la conducía hacia la puerta, mientras dejaban atrás a los dos hombres inconscientes. La puerta se abrió antes que ellos llegaran y afuera se encontraba Hagman.

Iván no habló, condujo a Farica a través de un pasillo hasta una puerta que daba al jardín posterior del castillo. Cruzó el césped hasta llegar a unos arbustos.

Poco más adelante, atado a un árbol, los esperaba Waterloo. Iván bajó a Farica de sus brazos y hasta entonces ella lanzó una exclamación y habló por primera vez.

—¡Oh, Iván, Iván… me salvaste… estaba tan… aterrorizada!

—Sabía que debías estarlo, mi amor, pero tuve que esperar hasta el último momento para evitar que él pudiera escapar y dejarlo inconsciente.

—¡Fuiste… muy… hábil!

—Debo alejarte de aquí.

Iván la levantó de nuevo en brazos para depositarla al frente de su silla de montar, como lo hiciera la vez anterior.

Enseguida condujo su caballo a través de los arbustos hasta que llegaron al campo que se iniciaba al terminar el jardín.

Mientras avanzaban, Farica se quitó el sombrero, lo ató de las cintas a la silla y se reclinó contra Iván, quien había montado tras ella, y lanzó un pequeño suspiro de alivio y felicidad.

—¿Cómo podía suponer… cómo podía… imaginar —preguntó en voz baja—, cuáles eran sus verdaderos… planes cuando me dijo que una de las… ventanas de la capilla iba a ser… reparada?

—Tienes que agradecer todo a Hagman, mi amor. Cuando acudió a verme esta mañana, después que tú te fuiste, me contó que habían sucedido en el castillo dos cosas inusitadas para las que no podía encontrar explicación.

Iván besó el cabello de Farica antes de proseguir:

—La primera fue que se ordenó se colocaran flores blancas en la capilla, lo que sorprendió a toda la servidumbre porque su señoría jamás había acudido a ningún servicio desde que heredara. Después llegó un sacerdote procedente de Londres.

—¿Hagman sabía que era un sacerdote?

—¡Me dijo que le pareció un tipo de sacerdote muy extraño, ya que en cuanto puso pie en la casa, antes del desayuno, pidió brandy!

—Así que Hagman acudió a contártelo.

—Cuando lo escuché me alarmé. Sabía bien cuánto deseaba tu dinero mi despreciable primo y como adivino la forma en que funciona su desviada mente, ¡comprendí que había decidido apoderarse de él!

—¿Cómo pudo pensar en algo tan… tan bestial…, como mutilar mi rostro?

—¡Tuvo suerte de que no lo matara yo! Pero ya antes de acudir a la capilla, había decidido que no podía continuar tolerando la posición en que nos encontramos.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó nerviosa Farica—. ¡Oh, mi amor, ten cuidado! ¡Algo podría sucederte!

—Nada me va a suceder, no te preocupes. Iré a Londres.

Era lo último que Farica habría esperado que dijera y tardó algunos segundos en poder repetir:

—¿A… Londres?

—Cuando Hagman me llevó el periódico esta mañana —explicó Iván—, leí que el coronel de mi regimiento y dos de mis compañeros oficiales que me conocen, acaban de regresar a Inglaterra desde París, donde permanecieron con el Ejército de Ocupación. Iré a buscarlos, les explicaré la situación en que me encuentro y estoy seguro de que me ayudarán.

—¡Oh, Iván, es una idea maravillosa! Si tienes soldados que te apoyen, no sentiré tanto temor.

—Se provocará un escándalo, lo cual es muy lamentable —dijo Iván con voz resuelta—, pero algo hay que hacer, como bien sabía yo desde antes que ese demonio te aterrara.

Farica volvió el rostro para apoyarlo en su hombro y él le besó la frente antes de decir:

—Ya todo terminó, mi amor, pero deseo que cuentes a tu padre lo sucedido.

—¿Deseas que lo haga?

—Pero no me menciones —intervino con rapidez Iván—. Lo que deseo es que lo hagas comprender que no podrás ver al conde bajo ninguna circunstancia, que es muy peligroso y que debes estar muy bien vigilada tanto en tu casa como en cualquier lugar adonde vayas.

—Estoy segura de que si cuento a papá que tu primo intentó obligarme por la fuerza a casarme con él, se mostrará decidido a evitar que vuelva a suceder. Pero ¿cómo le digo que me salvé?

—Dile que fue uno de los sirvientes del castillo quien te sacó de la capilla y que te dejó en la puerta y se apresuró a ocultarse, por temor a perder su empleo.

—Creo que papá me creerá, ¿pero lo considerará explicable?

—Todo lo que importa es que debe asegurarse de que no vuelva a suceder algo así durante mi ausencia. Creo que podemos confiar en que Fergus, aun cuando no tenga la quijada rota, como es probable que la tenga, se sentirá muy mal todo el resto del día de hoy y tal vez de mañana. Yo tengo la intención de llegar a Londres esta noche. Después, me haré cargo de todo, al menos, ¡eso espero!

—¡Lo estarás! —afirmó Farica con tono profético—. Y sé que cuando tú dirijas todo, ¡estaré a salvo!

—Con la ayuda de Dios.

—Estoy segura que así será.

Al decirlo pensó en cómo había empujado Iván la cruz de plata sobre la cabeza del sacerdote, para dejarlo inconsciente, antes de hacerse cargo de su primo.

Sabía que no sólo había sido Hagman quien lo previniera de lo que sucedía, sino Dios, que con sus misteriosos designios primero los había unido y después, hasta el momento, los había ayudado en cada acción que tomaran.

—¡Sé que tendrás éxito! —exclamó—. A la vez temo que te alejes y no debes viajar solo.

—Ya pensé en eso y quizá pueda pedir prestado un caballo a alguien. Por el momento no puedo darme el lujo de comprar uno.

Farica lanzó una risa muy tierna.

—Sabes muy bien que debes llevarte a Pegaso y él se sentirá muy orgulloso de que lo montes. Hagman puede montar a Waterloo y lo primero que te buscaré en cuanto llegue a casa será otra pistola, estoy segura que Hagman sabe usarla y, por supuesto, dinero.

Vio que Iván movía los labios como para protestar y le colocó un dedo sobre los labios para impedirle hablar.

—¡Si después de todo lo que hemos pasado vas a mostrarte orgulloso —agregó—, creo que, por primera vez me voy a incomodar contigo, o a sentirme ofendida!

Como si no pudiera evitarlo, Iván se rió.

—Supongo que si tomo en cuenta que me has dado casa y me has alimentado y besado, te parezco demasiado quisquilloso con detalles pequeños, pero te prometo, mi amor, que por todo eso te recompensaré.

—Y como una ambiciosa usurera —rió Farica—, esperaré recibir el cien por cien de lo que te he dado… ¡en besos!

—¡Ahora mismo recibirás el primero!

Los labios de Farica estaban ansiosos y él la besó hasta que todo se desvaneció excepto la luz del sol que parecía no sólo rodearlos, sino estar en su interior y encender un extraño fuego. Después, Iván siguió su viaje y minutos más tarde se encontraban en las afueras del jardín del Priorato.

—Antes de hablar con papá, regresaré contigo con todo lo que necesitas. Sé que él trabaja en su estudio en los planes para la mina de carbón en espera de que sea hora de ir al castillo para tomar el té. Por lo tanto, iré a la caballeriza a recoger a Pegaso y más tarde avisaré a los mozos de cuadra que le permití pasar la noche con unas amistades.

—¿Estás segura de que estarás bien? —preguntó Iván y ella se rió.

—No creo que tu malvado primo esté en condiciones de atacarme cuando menos en una hora o más.

Él la apretó como si la idea de que alguien la atacara lo angustiara. Entonces dijo:

—Muy bien, apresúrate y procura evitar que alguien te haga preguntas. Recuerda que Riggs y sus cómplices todavía no han de saber lo que sucedió en el castillo.

La vio cruzar los arbustos rumbo a la caballeriza. No había nadie ahí y ella supuso que los mozos de cuadra habrían salido a ejercitar los caballos, mientras que los palafreneros se tomaban un descanso antes de preparar el carruaje que llevaría a su padre al castillo. Se dirigió hacia donde estaba Pegaso, lo ensilló y le puso la brida, sin que nadie apareciera. Entonces entró en la casa por una puerta que daba al jardín. Sin que la vieran se dirigió presurosa hacia la oficina del secretario de su padre, quien estaría tres días en Londres, para atender asuntos de su padre.

Sabía dónde se ocultaban las llaves de la caja de seguridad que contenía las joyas de su madre, las suyas y el dinero para pagar los salarios de la servidumbre. Sin ningún problema sacó cien libras esterlinas, cerró la puerta de la caja de seguridad, regresó las llaves a su escondite y regresó a la caballeriza. Condujo a Pegaso hacia el patio, montó en él y se dirigió por las intrincadas veredas que conducían, primero hacia los jardines y después hacia la casa de muñecas. Iván la esperaba y cuando la ayudó a desmontar, la besó.

—¿Te vio alguien? —preguntó cuando la depositaba en el suelo.

—Nadie. Y aquí está el dinero. ¡No olvides cómo tienes que pagármelo!

La besó a tiempo que deslizaba la bolsa que ella le entregara dentro de su chaqueta sin ver lo que contenía.

Enseguida condujo a Pegaso hacia la casita de muñecas y lo alojó en el pesebre donde antes estuviera Waterloo, que ahora se encontraba atado a un árbol.

—Resentirá que lo desplace Pegaso —sonrió Farica.

—¡Está bien dispuesto a ceder su lugar a sus mayores de superior categoría! —respondió Iván.

Desensilló a Pegaso, le quitó la brida y cuando se dirigían hacia el frente de la casita, Iván dijo:

—Lamento, mi amor, no poder acompañarte para explicarle a tu padre lo maravillosa y valiente que eres. Sé que ninguna otra mujer se habría comportado como tú en tan aterradoras circunstancias.

—No fueron tan aterradoras… una vez que me… salvaste.

—De todas maneras, ¡eres tan valiente como hermosa! No hay nadie como tú, bien lo sabes.

La besó, apasionado y exigente. Después agregó:

—Mi amor, recuerda que aún no ganamos la batalla. Esto fue solo una escaramuza que pondrá al enemigo en guardia.

—Lo recordaré —ofreció solemne Farica—, y sé que papá me protegerá en todas las formas posibles en cuanto conozca lo ocurrido.

—Prométeme que tú también tendrás mucho cuidado. Sabes que una rata acorralada lucha desesperada, ¡y eso es Fergus!

Farica sintió temor, pero no quería que Iván lo supiera. Con rapidez le rodeó el cuello con los brazos y lo besó; sin decir más se alejó hacia el Priorato. Tal como lo esperaba, encontró a su padre en el estudio ocupado con los planos.

—¡Farica! —exclamó al verla—. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué sucedió?

—Tengo algo muy… desagradable para ti, papá.

Arrojó Farica su sombrero sobre una silla y al sentarse junto a su padre lo tomó de la mano.

—No deseo que te perturbe lo que tengo que decirte, papá, aunque en verdad es bastante desagradable.

—¿De qué hablas? ¿Por qué regresaste sola?

Parecía un tanto molesto y Farica, mientras le apretaba fuerte la mano, le contó con exactitud lo sucedido, excepto que le dijo que no tenía idea de quién era el sirviente que había noqueado al conde y la sacara de la capilla.

—¡No puedo creerlo! —exclamó asombrado Sir Robert—. ¿Cómo se atrevió el conde a hacer tal cosa, a amenazarte de forma tan vil?

—Bueno, estoy a salvo, papá. Aunque puede intentarlo otra vez.

—¡Sólo sobre mi cadáver se casaría contigo ahora! —exclamó indignado Sir Robert.

Farica se estremeció por temor a que esas palabras trajeran mala suerte.

—Considero, papá, que lo más bondadoso que podemos pensar es que el conde está loco. Necesita dinero con tanta urgencia que está dispuesto a cualquier cosa para conseguirlo, pero sé que tú impedirás que el que consiga sea mi dinero.

—¡Por supuesto! Sólo me perturba, cariño, que hayas sufrido tan desagradable experiencia, aun cuando ninguno de los dos podríamos haberlo imaginado. ¡Cuando vea a ese jovencito le diré con toda claridad lo que pienso de él!

—¡No, papá, eso no serviría de nada! Creo que lo más digno será fingir que nada sucedió. De todos modos, imagino que no lo veremos durante algún tiempo.

Hizo una pausa, pero al pensar en lo que Iván dijera, añadió:

—A menos, por supuesto, que esté tan desesperado por dinero que persista en su intento.

—Si en verdad piensas que pueda intentar raptarte por segunda vez, ¡debemos impedirlo!

Sir Robert se puso de pie y dio unos pasos por el estudio como si solo al moverse pudiera calmar sus sentimientos. Transcurridos unos momentos, comentó:

—Un consuelo, aunque breve, será que tú y yo nos ausentemos de aquí, al menos por un día.

—¿Adónde vamos, papá y por qué?

—Después que te fuiste, llegó un mensajero para avisarme que mi hermana Alice sufrió un ataque al corazón y desea vernos enseguida.

—¡Oh, pobre tía Alice! ¡Qué terrible! —exclamó Farica.

La hermana de su padre, Lady Burton, vivía como a treinta kilómetros y aun cuando por el momento Farica no quería alejarse del Priorato por si Iván la necesitara, comprendió que como él se iría a Londres, no importaba si ella también se ausentaba.

—Saldremos mañana temprano, para llegar con ella a la hora del almuerzo. Veremos qué podemos hacer por Alice y regresaremos a tiempo para la cena.

—Ese plan me agrada, papá, no me gustaría permanecer mucho tiempo en esa casa tan incómoda.

—Estoy de acuerdo contigo, así que tendremos que levantarnos muy temprano. Y para asegurarnos de no tener ningún incidente desagradable antes de irnos o durante el viaje, me llevaré a James y a Henry para que nos escolten.

Hizo una pausa para añadir casi como si hablara consigo mismo.

—¡Ambos son muy buenos tiradores con pistola!

—Eso me parece excelente, papá y, sin duda, mucho más seguro que si viajamos solos.

—¡Más seguro! —Casi gritó Sir Robert—. ¡Es indignante que deba temer a mis propios vecinos! Todo lo que puedo decir es que preferiría verte en un ataúd que casada con un réprobo como ése.

La forma tan completa en que había cambiado de opinión provocó en Farica deseos de sonreír. A la vez, pensó que si su padre supiera los crímenes que había cometido y con qué saña perseguía al verdadero conde en ese mismo momento, se indignaría mucho más. Sin embargo guardó silencio, se puso de pie y se inclinó para besar la mejilla de su padre.

—Te quiero, papá y no volvamos a pensar en el conde. ¡Me da miedo!

—¡Jovenzuelo malvado! —Gruñó Sir Robert.

Pero no dijo más.