Capítulo 8
El marqués se levantó con mucho cuidado, para no despertar a Saviya.
Dormida parecía una niña y vio que la expresión de su rostro era de intensa felicidad.
La contempló y pensaba que nadie podía verse más hermosa que ella. Sus ojos eran oscuras medias lunas, contra el marfil de su cutis, y su cabello negro, de luces azulosas, caía sobre la almohada y sobre sus hombros desnudos.
Se habían metido en la carreta poco antes del amanecer, porque una suave brisa se llevó el último rastro de calor y la noche empezó a enfriar.
La noche había representado un embrujo de amor que el marqués jamás había soñado siquiera que podría existir.
Fabius se puso la larga bata que Hobley le había llevado a la carreta, cuando estuvo enfermo, salió por la puerta abierta y bajó la escalerilla.
El sol iluminaba el pequeño claro en el que se hallaban y él recordó que era una parte del bosque que no había visitado desde que era niño.
Más allá del lugar donde estaba la carreta aparecía un estanque rodeado de árboles. Eran sauces cuyas ramas colgaban sobre el agua tranquila. Muchas flores silvestres crecían en sus orillas y el lugar se veía tan hermoso a la luz del sol, como se había visto misterioso e irreal a la luz de la luna.
El marqués vio que Hobley ya había encendido el fuego que muriera durante la noche. Más allá de la hoguera se veía el lecho cubierto de flores que las gitanas prepararan para ellos.
Sobre él estaban los collares de piedras preciosas que quitara del cuello de Saviya durante la noche, para arrojarlos de forma negligente sobre los pétalos.
Él soltó su cabello, perfumado y terso como la seda, para besarlo… después ella se había estremecido al contacto de sus manos sobre su piel.
El marqués se dijo que jamás había concebido que pudiera existir tanta dicha como la que él disfrutaba ahora.
—Buenos días, Hobley —saludó con voz alta.
—Buenos días, milord.
—¿Tuviste mucho problema para encontrarnos? —preguntó el marqués con una sonrisa.
—Me tomó algún tiempo, milord, pero traje a su señoría el vino para el almuerzo. Se está enfriando en el estanque.
—¿Está el agua muy fría? —preguntó el marqués.
—Solo está fresca, milord.
—Entonces, creo que la probaré.
Fue hacia el estanque, al decir eso. Se quitó la bata y se lanzó al agua que estaba, como había dicho Hobley, fresca y vigorizante, pero no helada.
Una vez que Fabius terminó de nadar, Hobley lo afeitó y cuando el valet comprendió que su amo ya no lo necesitaba, volvió a la casa.
El marqués subió a la carreta y se sentó en la orilla de la cama, para contemplar a su amada, que continuaba dormida. Sin embargo, un momento más tarde, abrió los ojos.
Una dicha inefable iluminó su rostro al ver al marqués. Éste se inclinó hacia ella y Saviya le echó los brazos al cuello.
—¡Es… cierto! —murmuró somnolienta—. ¡Temí que lo de anoche hubiera sido solo un… sueño maravilloso!
—¿Tú crees eso en verdad… que fue maravilloso, mi amor?
—Fue tan increíble mi felicidad, que nunca imaginé siquiera que el amor pudiera ser así de perfecto.
Los labios de él apresaron los de ella. Entonces, al sentir la suavidad con que Saviya se entregaba a él, los besos del marqués se volvieron más y más apasionados, hasta que todo quedó olvidado, excepto la ineludible necesidad que tenían uno del otro…
Fue mucho tiempo más tarde que Saviya bajó corriendo la escalinata de la carreta, para dirigirse a la hoguera todavía encendida.
—Debes tener mucha hambre —dijo—. Solo una mala esposa permite que su marido pase tanto tiempo sin alimento.
—¡Estaba yo hambriento de algo menos material! —contestó el marqués y sonrió al ver que Saviya se ruborizaba.
Ella se ocupó de preparar los huevos que Hobley había traído y los cocinó con esmero sobre la fogata.
Todo el tiempo sintió la mirada de Fabius y se dijo que su vestimenta no debía ser muy púdica, con solo una bata de seda encima, y la cabellera suelta cayendo a los lados.
—Me haces sentir avergonzada —protestó ella.
—Te adoro cuando te sientes así.
Ella le sirvió y él terminó con todo. Cuando Saviya se disponía a recoger las cosas, el marqués le dijo:
—Deja eso a Hobley, Saviya, y ven aquí conmigo.
Ella le sonrió de forma provocativa.
—¿Me lo estás ordenando?
—¡Por supuesto! ¡Y no te atrevas a desobedecerme!
—¿Qué harías si lo hiciera?
—Te encerraría en los calabozos de mi castillo y te torturaría hasta que te rindieras completamente a mí. Te amo con locura, mi cielo; pero voy a ser siempre tu amo. Ven acá, preciosa mía.
Y Saviya corrió a sus brazos, como un niño que buscara refugio en el regazo de su madre.
Las horas trascurrieron con rapidez. Los dos se tendieron bajo los rayos del sol, a hablar de ellos mismos y de su amor. Más tarde, cuando aumentó el calor, el marqués convenció a Saviya de nadar en el estanque. Y él pensó, al admirarla, que no podía haber en el mundo nada más bello que la perfección de su cuerpo blanquísimo, deslizándose entre las aguas plateadas.
Iba a morir la tarde, cuando el marqués sugirió.
—Creo que ya debemos irnos, mi amor.
—¿Irnos? ¿Adonde?
—A casa. Hoy vamos a casarnos.
—Pero… ¡si ya estamos casados!
—Lo estamos, de acuerdo, y hemos quedado unidos de manera indisoluble. Pero, también quiero casarme contigo, Saviya, de acuerdo con las leyes de Inglaterra y recibir la bendición de mi Iglesia, que espero algún día será también la tuya.
—La ceremonia de ayer es para mí sagrada y me ha unido a ti de tal manera, que ya te pertenezco y no podría pertenecer nunca a nadie más. Pero supongo que para ti es diferente, ¿verdad?
—No, no hay ninguna diferencia —contestó el marqués con firmeza.
—La hay. Para ti las leyes gitanas no son tan importantes como lo son para mí, aunque ya no sea gitana. Debido a la posición que ocupas, a la importancia que tienes en la sociedad, es mejor que quedes en libertad de casarte con una mujer de tu clase, si un día deseas hacerlo.
—¡Tú eres de mi clase! Yo lo supe siempre, aun antes que el voivode nos dijera que eras hija de un noble.
—Sigo siendo una mujer sin nombre… una doña nadie —contestó Saviya con amargura—. Déjame estar contigo, porque soy tuya, pero será mejor que no me convierta en tu esposa de acuerdo con las leyes inglesas, para no exponerme al desprecio de tus amigos. Nunca olvidaré la forma en que tu primo se refirió a mí. Él solo expresó con voz alta lo que tus amigos y conocidos estarán pensando, aunque no tengan el valor de decírtelo en tu cara.
—Ya te he dicho antes, y te lo repito —dijo el marqués—, que no me interesa lo que digan a mis espaldas. Tú representas el prototipo exacto de la que soñé como esposa.
Vio la expresión preocupada en los ojos de Saviya y agregó:
—No estoy dispuesto a discutir sobre esto, linda. Tú siempre obedeciste al voivode y ahora me obedecerás a mí. Eres mía y yo soy quien tomará las decisiones que afecten a nuestra vida.
Los ojos de ella se clavaron en los suyos y el marqués sintió que se alegraba de que él hiciera sentir su autoridad.
—Yo haré… lo que tú me pidas —dijo con dulzura después de un momento.
Tan pronto como se vistieron, caminaron tomados de la mano, hacia las orillas del bosque, donde el marqués había ordenado que le esperaran con su faetón. Ayudó a Saviya a subir a él y después recibió las riendas del palafrenero que lo había llevado hasta allí, y éste saltó a la parte de atrás.
La Casa Ruckley se veía exquisita a la luz del crepúsculo.
Las sombras empezaban ya a alargarse en los prados y las flores formaban grandes manchones coloridos sobre ellos. La casa misma aparecía resplandeciente y acogedora.
El estandarte ondeaba por encima del techo y Saviya lo miró con una leve sonrisa.
—¡Tu estandarte! —exclamó, recordando lo furioso que se había puesto cuando Jethro ordenó izarlo en su ausencia.
—¡Nuestro estandarte! —corrigió él—, ¡que ondea sobre nuestra casa, mi amor!
—¿Puedo realmente poseer una parte de algo tan hermoso así?
—Cuanto yo tengo te pertenece, mi amor —contestó el marqués.
—Creo que siempre he anhelado tener una casa —le confesó Saviya—. Tal vez era algún instinto olvidado o una parte de mi sangre.
Se echó a reír y después suspiró, diciendo:
Tal vez nunca fui gitana de corazón. Solo pensé que lo era. Empiezo a interpretar ahora muchas cosas sobre mí misma, que antes me desconcertaban.
El marqués detuvo el faetón ante la entrada principal. Bajó de él y ayudó a Saviya a hacerlo también. Tomados de la mano, subieron la escalinata hacia la puerta.
Ella llevaba puesto el elaborado vestido de gitana, bordado con exquisitez, que había usado en la boda y el marqués le ayudó a ponerse los collares de piedras preciosas en el cuello y los pendientes en las pequeñas orejas.
Solo le faltaba la corona con la que se había casado, que formaba parte de los tesoros de los kalderash y que éstos usaban en todas las bodas que tenían lugar dentro de la tribu.
—Hay tres caballeros esperando a su señoría informó Bush, en cuanto entraron en el vestíbulo. —Están en el salón.
—¿Son visitantes? —preguntó el marqués con voz aguda.
El capitán Collington los trajo, milord. Llegaron poco después del almuerzo y yo les dije que su señoría llegaría en las últimas horas de la tarde.
El marqués sonrió.
—¡Charles está aquí! —dijo a Saviya—. Le escribí ayer para decirle que estaba vivo. Me imagino que no pudo resistir la tentación de venirse a cerciorar de la verdad.
Todavía con Saviya de la mano, el marqués se dirigió hacia el salón. Un lacayo les abrió la puerta y entraron.
Había tres hombres en el extremo más lejano de la habitación. Cuando vieron entrar al marqués y a Saviya, se pusieron de pie.
—¡Fabius, nunca en mi vida sentí tanto alborozo, como al recibir tu nota! —exclamó Charles Collington.
Cruzó la habitación en dirección del marqués, mientras hablaba, con las manos extendidas.
—¿Estás bien? —preguntó, estrechando la mano de su amigo.
—Me he recuperado del todo, gracias a Saviya —contestó el marqués—. Pero vi la muerte muy de cerca.
—Su señoría me escribió diciéndome lo maravillosa que ha sido para con él —dijo el Capitán Collington dirigiéndose a Saviya. Ella le sonrió y él le tomó la mano para besarla—. Yo y todos los amigos de Fabius tenemos una gran deuda de gratitud hacia usted —añadió con evidente sinceridad.
Mientras él hablaba, el marqués se había acercado a los otros dos caballeros, que esperaban de pie frente a la chimenea.
Uno de ellos era Sir Algernon Gibbon; el otro era un hombre al que el marqués no había visto nunca.
—¡Me he enterado de la milagrosa historia de su salvación! —comentó Sir Algernon—. Cuando su primo me dijo que había caído en una emboscada y había sido asesinado por Saviya, jamás le creí. Pero no había manera de que refutara cuanto él decía.
—Todo está bien cuando termina bien señaló el marqués, que evitaba comentar lo sucedido.
Miró con expresión interrogante al desconocido que se encontraba junto a Sir Algernon.
—Permítame presentarle —dijo Sir Algernon de manera pomposa—, al Conde de Glencairn, a quien he traído aquí por un motivo muy especial.
El marqués extendió la mano, pero para su sorpresa, el hombre al que acababa de ser presentado no lo miraba a él, sino a Saviya, quien en ese momento se aproximaba hacia ellos, conversando animadamente con Charles Collington.
La estaba mirando de una forma tan extraña, que no atendió al saludo del marqués, dejando a éste con la mano tendida…
Entonces, como si todos comprendieran que algo extraño estaba sucediendo, se produjo un profundo silencio, hasta que el Conde de Glencairn exclamó con voz ahogada:
—¡Es increíble!
En seguida, dirigiéndose a Saviya, agregó:
—¡Eres la viva imagen de tu madre!
Saviya lo miró con ojos muy abiertos, hasta que Sir Algernon pareció comprender que a él le correspondía dar las explicaciones del caso.
—Saviya —dijo—, el Conde de Glencairn desea ver esa marca de nacimiento que tiene usted… la cabeza del halcón, que me mostró cuando estuvimos aquí semanas antes.
—Ya no hay razón para que me la muestre —le interrumpió el Conde de Glencairn antes que Saviya pudiera contestar—. Ella es mi hija… la hija que supuse muerta y de cuya venturosa existencia me enteré hace apenas seis años, cuando murió mi segunda esposa.
—¿Yo… yo soy… su hija? —preguntó Saviya, con una vocecita casi inaudible.
—Eres mi hija —insistió el Conde de Glencairn con firmeza.
—Entonces… ¿tengo un… nombre?
—¡Claro que lo tienes! —contestó él—. Eres Lady María Concepción McCairn. Eres mi María, mi hija mayor… de quien me dijeron que había muerto, cuando contaba solo quince meses de nacida. Cuando supe que te habían regalado a los gitanos, pensé que no te recuperaría jamás.
Saviya estaba muy pálida. Como si temiera admitir lo que escuchaba, puso su mano en el brazo del marqués. Éste cubrió sus dedos con los suyos, en un gesto de cariñosa comprensión.
—Como es usted el padre de Saviya, milord, creo que debo informarle que nos hemos casado ya en una ceremonia gitana. Ahora tengo el honor de pedirle su consentimiento para casarme con ella de acuerdo con las leyes de nuestro país.
—¿Debo perder a mi hija, cuando recién acabo de encontrarla? —preguntó el conde, pero sonrió al decirlo.
—¿Cómo fue que logró encontrarme? —preguntó Saviya.
—A mí se me debe tal mérito —intervino Sir Algernon Gibbon con orgullo—. Cuando el marqués y Charles Collington pensaron que me habían ganado mil guineas porque habían hecho pasar a una gitana por una dama de alcurnia, yo estuve dispuesto a reconocer que había perdido y a pagar mi deuda.
—Yo sentí que ponía de manifiesto un gran espíritu deportivo —observó Charles Collington.
—Me alegro que lo haya sentido así —contestó Sir Algernon—, aunque yo tenía la certeza de que Saviya era de sangre azul.
—¿Cómo pudo saberlo? —preguntó el marqués.
—Porque del fondo de mis recuerdos —contestó Sir Algernon—, surgió la idea, cuando se mencionó el asunto de la marca de nacimiento, de que había una familia noble cuyos miembros llevaban la marca del halcón.
—¡Pensé qué eso probaba que yo era… bruja! —murmuró Saviya.
—No —declaró Sir Algernon—, después de meditarlo un poco, llegué a la conclusión de que era usted una McCairn.
—Es verdad —intervino el conde—. Esa marca de nacimiento ha sido característica de los míos desde hace muchas generaciones. No todos en la familia la tienen, pero aparece con más frecuencia entre las mujeres que entre los hombres. De cualquier modo, aparece, y nuestro escudo de armas contiene la cabeza del halcón.
—Debemos sentirnos muy agradecidos —dijo el marqués—, de sus asombrosos conocimientos de genealogía, Gibbon.
—En cuanto recordé a qué familia pertenecía esa señal —informó Sir Algernon—, escribí al conde pidiéndole una entrevista. Él me contestó que a su venida a Londres me visitaría. Mientras tanto, su primo Jethro proclamaba su muerte y existía ya una orden de arresto contra Saviya.
—Yo hubiera querido encontrarla de cualquier manera —observó el conde.
—Por fortuna, Charles Collington recibió ayer la carta del marqués, y pude darle noticias afortunadas sobre su hija.
—No pueden ser mejores, por cierto —exclamó el conde y, volviéndose hacia Saviya, agregó—: ¡Si solo supieras lo que he sufrido por ti estos últimos seis años!
—¿Usted nunca sospechó que la niñita que habían sepultado no era la suya? —preguntó el marqués.
—¡No, en lo absoluto! —contestó el conde—. Yo no estaba en casa cuando esto ocurrió. Volví al día siguiente de los funerales, que habían sido dispuestos por mi esposa, la madrastra de María.
—Me imagino que fue la vieja niñera la que le informó lo sucedido —intervino el marqués—. Nosotros hemos oído la historia de labios del jefe de la tribu gitana, que crió a Saviya como si fuera su propia hija. Pero antes que usted nos cuente su versión, hay algo que me gustaría saber: ¿por qué es morena Saviya? No se parece en nada a usted.
—No, por supuesto —contestó el conde.
Aunque su cabello era ya casi blanco, sin duda de joven debió ser de tono rubio rojizo, peculiar de los escoceses.
—La explicación es muy simple: mi esposa era española —contestó.
—¡Española! —exclamó Sir Algernon—. ¡Por supuesto! ¿Cómo no se me había ocurrido?
—Mi familia siempre tuvo una inmensa propiedad en España —continuó el conde—. Está cerca de Segovia. Cuando estuve allá, siendo joven, me enamoré de una preciosa condesa, vecina nuestra. Me casé con ella y me la llevé a Escocia, pero murió al dar a luz a nuestra hija.
Se detuvo y volviéndose a Saviya dijo con una voz ronca por la emoción:
—Cuando te vi cruzar el salón hace unos instantes creí ver nuevamente a tu madre. El parecido es sorprendente.
—Ahora relaten toda la historia —pidió Charles Collington—, desde el principio.
El marqués contó en breves palabras lo que el voivode les había revelado a Saviya y a él, apenas el día anterior. Y el conde confirmó que coincidía con lo que la vieja niñera le había contado.
Sonrió a Saviya al decir:
—Solo hay una cosa que debo agregar y que espero, querida mía, que no te desilusiones demasiado: no eres la heredera de mi título. Me casé por tercera vez y hace dos años mi esposa, que es mucho más joven que yo, dio a luz dos varoncitos gemelos. Por lo tanto, ya hay un McCairn del sexo masculino para heredar el condado.
—Eso me alegra mucho —comentó el marqués—. No quiero que mi esposa se ocupe de ninguna propiedad que no sea la mía.
Cuando terminó, miró el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea y se puso de pie.
—El reverendo estará listo para casarnos, en mi capilla privada, dentro de media hora exacta. Considero, milord, que a usted le gustaría entregarme a su hija ante el altar. ¿Y qué puede ser más deseable que mi padrino de bodas, sea mi mejor amigo y como testigo de la ceremonia, firme Lord Algernon, cuya sabiduría logró el encuentro de mi futura esposa con su padre?
El marqués tomó a Saviya del brazo y la condujo hacia la puerta.
—Arriba, mi amor —dijo con voz baja—, encontrarás un vestido blanco que ordené ayer de Londres, junto con alguna ropa más que espero te guste. Proceden de la misma casa de modas que nos proporcionó el vestido verde con el que tratamos de engañar a Sir Algernon.
—¡Todavía no puedo creer que todo esto sea verdad! —dijo Saviya—. Ahoya ya no tengo por qué avergonzarme de ser tu esposa.
—Nunca hubo razón alguna para que te sintieras avergonzada —protestó el marqués—. Pero si saber que perteneces a una noble familia escocesa te hace feliz, también me hace feliz a mí.
Se llevó las manos de ella a los labios y besó sus dedos, uno por uno. Ella lo miró a los ojos y por un segundo ambos se quedaron inmóviles.
—¡Te amo! —pronunció el marqués con voz baja—. Y quiero estar solo contigo.
—¡Yo… también! —murmuró Saviya.
—Realizando un gran esfuerzo, retiró sus manos de las del marqués y subió por la escalera.
* * *
Era ya cerca de la medianoche, cuando el marques despidió a Hobley.
Fue muy larga la sobremesa de esa noche, porque Saviya y su padre habían tenido que contarse muchas cosas y los demás los habían escuchado con profundo interés.
La boda había sido muy hermosa. Fueron entonados bellísimos trozos de música en el órgano de la capilla, en lugar de música gitana, y reinó una atmósfera de fe y recogimiento distinta a la de la noche anterior.
Saviya estaba muy hermosa, y muy convencional, con un velo de encaje que tenía siglos de pertenecer a la familia Ruckley, con la tiara de brillantes de las antepasadas de su prometido sobre su oscuro cabello y con un ramo de azucenas blancas en las manos.
La noche anterior el marqués no le había dado un anillo; pero esta noche le había colocado en el dedo anular de la mano izquierda un anillo que había pertenecido a su madre, y él sentía que ese anillo los ataba todavía más.
Al terminar la ceremonia, él había levantado el velo de Saviya y la había besado con fervor en los labios.
Advirtió que ella estaba tan conmovida como él.
—¡Te amo! —murmuró el marqués, cuando salieron de la capilla y caminaron por un pasillo que conducía a la parte más familiar de la casa.
—¡Ahora sí soy tu esposa por todas las leyes! —exclamó ella—. ¿Sabes? Quisiera proclamar al mundo entero que soy tuya y que soy quien soy.
—Lo harás cuando aparezca el anuncio de nuestra boda en The Gazette pasado mañana —repuso el marqués con una sonrisa—. Y ya no quedará duda en la mente de nadie respecto a con quién me casé.
—Tú sabes que no estoy pensando en mí, sino en ti.
Lo sé, pero me alegro por los dos, corazón mío. Ahora tienes ya nombre, raíces, una numerosa familia y una estirpe.
—¡Estás tratando de asustarme! —dijo ella en tono acusador, pero sus ojos sonreían.
—Solo te estoy recordando que has adquirido fuertes responsabilidades. ¡Se acabó eso de trotar despreocupada por el mundo, en una carreta!
—¡Si hablas así, creo que voy a escaparme! —lo amenazó ella, aunque él comprendió que estaba bromeando.
—Nunca me dejarás —contestó él muy serio—, porque sabes muy bien que no podría vivir sin ti. Estarás siempre conmigo, Saviya. Y como hemos estado a punto de perdernos mutuamente, jamás permitiré que desaparezcas de mi vista.
Después de la boda, fue servida una cena de gala, que resultó muy diferente a la fiesta gitana de la noche anterior.
Los numerosos platillos fueron servidos por lacayos de peluca empolvada, en fuentes de plata. Se bebió champaña, pero en copas de cristal y no en fabulosos copones incrustados de piedras preciosas.
La conversación fue larga, pero muy amena. Sin embargo, el marqués no solo quería estar a solas con su esposa, sino que tenía en mente que al clarear el nuevo día iniciarían su viaje de luna de miel.
—Es extraño, pero yo pensé desde un principio que fuéramos a gozar de nuestra luna de miel a España —dijo el marqués dirigiéndose al conde.
—Deben visitar a los familiares de María —opinó el conde—. Yo les daré cartas de presentación para ellos. Si usted no ha estado antes de ahora en España, muy pronto se dará cuenta de lo hermosas que son las españolas.
—Solo tengo que mirar a mi esposa para darme cuenta de ello —contestó el marqués.
Había sido un día inolvidable, se dijo a sí mismo cuando por fin dio unos golpecitos en la puerta de comunicación entre su dormitorio y el de Saviya. Sin aguardar respuesta, entró.
La habitación estaba en la oscuridad, excepto por la luz procedente del fuego encendido en la chimenea.
Era de esperarse, pensó el marqués, que Saviya hubiera hecho encender el fuego. Era casi un símbolo de la vida de gitana que había llevado hasta entonces.
Sin embargo, el calor del día había pasado y esta noche afuera soplaba un viento helado, que hacía necesario el fuego.
Cruzó la habitación y en la oscuridad, los postes de la cama le hicieron recordar los troncos de los árboles que los habían rodeado la noche anterior.
Saviya estaba sentada en un tapete hecho con la piel de un oso blanco, frente a la chimenea.
El marqués notó que había bajado los cojines de las sillas, para rodearse con ellos. Pero estaba sentada muy erguida, con su largo cabello oscuro cayéndole más abajo de la cintura.
Había aroma de flores, pero éste procedía de los ramos que adornaban las mesas laterales. Se percibía también la fragancia exótica del cabello de Saviya, ese perfume extraño, inolvidable, que el marqués notara esa primera vez que la llevó en brazos, después de haberla arrollado con el faetón.
Se quedó de pie, contemplándola, muy alto y apuesto.
Cuando ella levantó el rostro, había una sonrisa en sus labios y una expresión en sus ojos que hizo que el corazón del marqués diera un vuelco en su pecho.
—Estás muy hermosa, vida mía.
—Quiero que tú… me veas así.
—¿Es que acaso podría verte de otra manera?
La luz del fuego iluminaba el rostro de ella y el marqués se preguntó si alguna otra mujer podría estar tan atractiva, tan misteriosa y al mismo tiempo tan deseable como ella.
El viento sacudió las ventanas y produjo un extraño silbido en la chimenea.
—Sopla un viento muy frío esta noche —comentó el marqués en tono distraído—. Me alegro que vayamos a dormir en una cama.
—¿Estás seguro de… eso? —preguntó Saviya.
Él se dio cuenta de que había ahora esa sonrisa levemente burlona en los labios de su amada que tanto le había fascinado cuando se conocieron.
Él se inclinó para ayudarla a levantarse, pero al hacerlo, los brazos de ella le rodearon el cuello, obligándolo a descender hasta quedar recostado a su lado.
—¡Saviya! —exclamó él con voz ronca.
Entonces sintió cómo los labios de Saviya buscaban los suyos con frenesí y cuando sus bocas se unieron, él sintió que el corazón de la joven palpitaba aceleradamente contra el suyo.
—¡Te amo! —Hubiera querido decirle.
Pero fue arrastrado por una magia indescriptible… un hechizo tan poderoso que ambos se perdieron en un éxtasis en el cual no eran necesarias las palabras.
FIN