Capítulo 4

El marqués, que se vestía para la cena, pensó con satisfacción, que hasta el momento, todo iba saliendo a pedir de boca.

Sir Algernon Gibbon llegó al atardecer. El marqués y Charles Collington lo condujeron a un campo recién arado, para mostrarle dónde habían sido encontradas siete monedas romanas.

Él se mostró muy emocionado, diciendo que no solo eran de gran antigüedad, sino, en su opinión, muy valiosas. Aconsejó al marqués que hiciera excavar en los alrededores del hallazgo, por si faltaban otros tesoros por descubrir.

Se enfrascó en una larga disertación sobre la forma en que los romanos construían sus anfiteatros y sus villas y señaló, acertadamente, que había muchas ruinas romanas en la cercana población de St. Albans.

El marqués había escuchado con halagadora atención, de forma deliberada, porque había notado lo aburrido e inquieto que estaba Charles Collington.

Sin duda la mente de su amigo se hallaba ocupada en los planes programados para esa noche. El marqués decidió que nadie podía haber dispuesto con más cuidado que ellos la campaña para engañar a Sir Algernon.

Se dijo, también, que nunca había estado más entretenido que en esos últimos días dedicados a entrenar a Saviya en su papel.

Como Fabius esperaba, Saviya resultó una alumna inteligente y muy receptiva.

Solo tenían que explicarle cada cosa una vez. Nunca se olvidaba de nada y seguía las instrucciones a la perfección.

Lo que más satisfacía al marqués era que, aunque Charles Collington tomó el papel de productor, era hacia él a quien Saviya se volvía siempre buscando confirmación a lo que decía, o buscando su aprobación cuando hacía algo que le indicaban.

Descubrió que esperaba con ansiedad la expresión medio tímida de la joven y la mirada llena de confianza que ella le dirigía.

Era como si comprendiera que él tenía mayor autoridad que Charles Collington y, aún más, que apreciaba su opinión más que la de nadie.

La admiración de Charles Collington por ella crecía día con día.

—¡Es fantástica! —comentaba una y otra vez—. Nadie podría creer que es una gitana, que no nació en el seno de una importante familia aristócrata. Es un ejemplo viviente de lo que nosotros decimos: que no es la sangre azul la que hace a una dama, sino la educación.

—Y la sensibilidad —añadió el marqués.

—Por supuesto. Saviya es exquisitamente sensitiva y receptiva a todo lo que uno dice y hace.

—Es usted una actriz nata —le había dicho en una ocasión el marqués.

—Creo que la buena actuación depende de que uno viva el papel que está representando, emocional como mentalmente. Una bailarina tiene que sentir de manera profunda todo lo que interpreta, así que tal vez no sea tan difícil para mí como lo sería para otras personas.

Fue este comentario el que había dado al marqués una idea sobre otra forma en que podrían confundir a Sir Algernon Gibbon. Pero esto era algo que involucraba más a Saviya y a él que a Charles Collington.

Lo que hacía todo mucho más fácil, les comentó Saviya con una nota de sorpresa en la voz, fue que su padre había cedido en su prohibición de que visitara la casa, aun estando el marqués.

Además, autorizaba el plan para que Saviya hiciera el papel de una noble rusa.

—¿Por qué cambió su padre de opinión respecto a mí? —preguntó el marqués.

—Lo desconozco —repuso Saviya—. Yo pensé que se iba a enfadar y a prohibirme que participara en la farsa, pero el asunto lo divirtió mucho y solo me recomendó que actuara yo muy bien para que ustedes pudieran ganar su apuesta. Tal vez él considera que es algo muy similar a cuando actuaba yo en teatros privados de Moscú y San Petersburgo.

—¿Ha hecho usted eso? —preguntó el marqués.

—Solo en pequeña escala. Entre los gitanos que viven en ambas ciudades existen bailarinas y cantantes muy famosas. Gracias a mi madre, alguna ocasión me permitían tomar parte; era en recuerdo de ella, no por mis propios méritos.

Ahora Hobley terminó de atar la corbata blanca del marqués y mientras retrocedía para observarla, dijo:

—Creo que debo decirle, milord, que el señor Jethro ha sido visto en el pueblo.

—¿Cuándo? —preguntó el marqués con voz aguda.

—Estuvo allí el día de ayer, milord. Uno de los lacayos, que fue a la oficina postal dijo que su carruaje estaba frente a «El hombre verde».

—¿Qué puede estar haciendo en el pueblo, Hobley? —preguntó el marques.

—No lo sé, milord. Pensé que si el señor Jethro andaba por estos lugares vendría a visitar a su señoría. Pero, según supe, solo anda haciendo averiguaciones.

—¿Sobre qué? —preguntó el marqués.

—Sobre por qué se ha quedado su señoría en el campo y también sobre la señorita Saviya.

—¿Por qué iba a interesarle eso a él? —preguntó el marqués casi para sí y entonces se volvió a Hobley para agregar—: ¿Cómo supiste todo eso?

—Henry, el tercer lacayo, milord, estaba en «El hombre verde» cuando entró el señor Jethro. Iba con dos hombres de aspecto rudo. El señor Jethro estuvo interrogando al mesonero sobre su señoría. Esta mañana, otro de los sirvientes de la casa lo sorprendió conversando con Bob.

—¿Y quién es Bob?

—El nuevo ayudante de la despensa. El señor Bush no había podido encontrar un muchacho chico y contrató a éste que decía venir de St. Albans. He discutido el asunto con el señor Bush, milord, y pensamos que, en tales circunstancias, sería preferible despedirlo.

—¿Tú crees que le deba estar pasando información al señor Jethro?

—No me sorprendería, milord. Vieron al señor Jethro dándole dinero.

—Entonces despídanlo ahora mismo —ordenó el marqués con voz aguda.

—Es posible que Bob haya sido puesto aquí por el señor Jethro —agregó Hobley—. El señor Bush me dijo que la referencia que Bob mostró era de Lord Portgate, que como su señoría bien sabe es amigo íntimo del señor Jethro.

El marqués recordó a un joven miembro del Parlamento, borracho y disoluto, a quien se le veía con frecuencia en compañía de su primo.

—¡Despidan sin tardanza a ese muchacho! —insistió el marqués, mientras se colocaba su chaqueta de etiqueta.

Después bajó al salón.

Solo cenarían con él esa noche, Sir Algernon Gibbon y Charles Collington.

El chef les sirvió una cena espléndida y los vinos que la acompañaron fueron dignos de ésta. Los tres hombres se dirigieron al salón al terminar de cenar.

Tenían poco tiempo allí cuando Bush entró para decir con voz baja al marqués, aunque no tan débil a fin de que los otros dos hombres escucharan todo:

—Parece que hubo un ligero accidente en el camino y el carruaje de una dama, resultó averiado, milord. En apariencia, el caballo principal rompió la rienda y los palafreneros dicen que tardarán cuando menos media hora en arreglarla. Pensé que su señoría debía saber que la señora está esperando afuera de su carruaje.

—Entonces, por supuesto, no debemos dejarla allí —dijo el marqués—. Invítela a pasar, Bush.

—Muy bien, milord.

—Parece que tenemos compañía. Me gustaría saber si es alguien a quien conocemos —comentó Charles Collington.

Antes que nadie pudiera contestar, se abrió la puerta y el mayordomo anunció en tono impresionante:

—Su Alteza, la Princesa Kotovski, milord.

Los tres caballeros se volvieron para mirar cómo hacía su entrada en el salón una figura muy elegante.

Era evidente que la dama se había quitado el abrigo para entrar. Llevaba un espléndido traje de noche, verde esmeralda, adornado con tul y recogido con lazos de raso. Su cintura era muy pequeña y su figura, exquisita.

Pero el rostro era aún más encantador. Tenía cabello muy negro, con luces azulosas, y lo peinaba hacia arriba, en un estilo muy moderno. Sus ojos destacaban en su pequeña cara ovalada.

Llevaba un collar de esmeraldas, de la colección Ruckley, y zarcillos de las mismas piedras. Un brazalete de esmeraldas también rodeaba uno de sus largos guantes de cabritilla.

El marqués se adelantó a recibirla.

—Permítame darle la bienvenida, Alteza. Soy el Marqués de Ruckley y lamento mucho el accidente que tuvo su carruaje.

—Fue una verdadera suerte para mí que haya sucedido cuando pasaba frente a la entrada de su casa —dijo la recién llegada, con una voz musical de fascinante acento extranjero—. Sus palafreneros han sido muy amables, milord, y yo le estoy en extremo agradecida.

—Encantado de que podamos servirle —contestó el marqués—. Su gratísima estancia aquí, Alteza, aligera la monotonía de una reunión de hombres solteros. Permítame presentarla a mis amigos: Sir Algernon Gibbon y el Capitán Charles Collington.

La dama hizo dos reverencias con fina gracia y después de sentarse en un sofá de damasco, frente al fuego, aceptó un vaso de vino.

El marqués se ofreció a que le sirvieran de cenar, pero ella declaró que había cenado antes de dejar el Palacio Brochet donde había estado hospedada.

—¿Su Alteza se dirige a Londres? —preguntó Sir Algernon.

La princesa le sonrió.

—Mi esposo acaba de ser designado para ocupar un puesto en la Embajada de nuestro país en Londres —contestó—. Será mi primera visita a su famosa capital y estoy ansiosa, en verdad, por llegar a ella.

—Nosotros procuraremos que Su Alteza disfrute de su estancia en Londres —ofreció el Capitán Collington—. Y estoy seguro de que así será, porque las fiestas que ofrece la Embajada Rusa son de las más alegres y divertidas dentro del ambiente diplomático.

—Así es —reconoció Sir Algernon—, pero lo cierto es que ningún país del mundo ofrece fiestas más espléndidas que las celebradas en su país, señora. Recuerdo que cuando estuve en Rusia, me impresionó la esplendidez de su hospitalidad.

—¿Ha estado en Rusia? —preguntó el marqués—. No tenía idea de ello.

—Fue hace mucho tiempo —contestó Sir Algernon—. Era el último año del siglo pasado. Yo tenía veinte años e hice un recorrido por todos los países de Europa que no estaban en guerra.

—¿Y le gustó mi país? —preguntó la princesa.

—Jamás olvidaré su belleza, el encanto de su gente y, desde luego, sus incomparables bailarines.

—Me supongo que se refiere usted al Ballet Imperial, Sir Algernon —supuso ella.

—No solo el Ballet Imperial me pareció un deleite más allá de las palabras —contestó Sir Algernon—, sino que también me fascinaron sus bailarinas gitanas. De hecho, mi anfitrión, el Príncipe Paul Borokowski, con quien me hospedé mientras estuve en Rusia, se casó algunos años más tarde con una bailarina de raza gitana.

—Pero ¿no es eso muy fuera de lo común? —preguntó el marqués, recordando lo que Saviya le había dicho respecto a que una gitana no podía casarse con un gorgio.

—No precisamente en Rusia —explicó Sir Algernon—. Allá las cantantes y bailarinas gitanas ocupan una posición muy especial, diferente a la que tienen en otros lugares del mundo. ¿No es así, Alteza?

—Sí, lo que ha dicho usted es muy cierto —admitió Saviya. Dirigió a Sir Algernon la mejor de sus sonrisas al añadir—: le agradezco mucho sus conceptos y alabanzas sobre mi país, Sir.

—Todo lo que encontré en Rusia fue tan excepcional, tan inolvidable así, que tal vez el haberla visitado cambió mi vida —declaró Sir Algernon en tono casi dramático—. Desde entonces he cultivado el gusto por las artes y he procurado rodearme de cosas bellas; aunque nunca podrán sobrepasar o igualarse siquiera con los espléndidos tesoros que encontré en los palacios de ustedes, Alteza.

—Me hace sentir envidioso, Gibbon —comentó el marqués.

—Lo comprendo —admitió Sir Algernon. De inmediato y como era su costumbre inició una larga disertación sobre los cuadros que había visto en Moscú y las maravillosas colecciones de objetos de arte que se encontraban en los palacios de San Petersburgo.

Cuando se volvió hacia Saviya para que confirmara lo que estaba diciendo, se sintió muy halagado de que Su Alteza expresara admiración por su capacidad para apreciar la belleza y por sus profundos conocimientos en cuestiones de arte.

Cuando Bush entró por fin para decir que la rienda había sido reparada y el carruaje estaba dispuesto para conducir a Su Alteza a Londres, la princesa se puso de pie, con un leve dejo de tristeza.

—¡Han sido ustedes tan bondadosos! —agradeció, dirigiéndose al marqués—. ¡Lo que en el primer momento me pareció un desastre, se convirtió en un verdadero placer para mí!

—Espero que me permitirá tener el honor de visitarla cuando yo vuelva a Londres —suplicó el marqués.

—Mi esposo y yo nos sentiremos encantados de recibirlo —repuso ella—. Yo sé que él deseará unir su agradecimiento al mío, por su gentil hospitalidad.

—Nos encontraremos en un futuro muy cercano —ofreció Sir Algernon al despedirse de ella—. El Embajador de Rusia y su esposa, la Princesa Lieven, son grandes amigos míos. Usted se servirá permitirme ofrecer una cena en su honor, tan pronto como haya tenido tiempo para instalarse en Londres.

—Es usted muy gentil y acepto con mucho gusto el ofrecimiento —agradeció Su Alteza con voz suave, antes de proceder a despedirse del Capitán Collington.

El marqués la acompañó primero hasta la puerta y después salió con ella al vestíbulo.

—¡Estuvo magnífica! —murmuró con voz baja en cuanto la puerta se cerró detrás de ella—. ¿Cuánto tiempo necesita antes que lleve yo a Sir Algernon a la terraza?

—Un cuarto de hora —murmuró ella.

El marqués la dejó y volvió al salón.

—¡Qué mujer tan hermosa! —exclamaba Sir Algernon en ese momento—. Desde luego, las rusas son increíblemente bellas de jóvenes. Deben reconocer que digo la verdad cuando afirmo que no hay mujeres más bellas en el mundo que las de sangre azul.

Durante los siguientes minutos, Sir Algernon siguió hablando de Rusia. El marqués procuró que las copas de sus invitados estuvieran siempre llenas.

—Como es una noche tan tibia para esta época del año, me gustaría que saliéramos un rato a la terraza —sugirió el marqués en cierto momento—. Tengo algo que mostrarle, Gibbon, creo le resultará muy interesante.

—Mi visita aquí ha resultado plena de sorpresas —comentó Sir Algernon—. Por lo tanto, me preparo para la próxima.

Los caballeros salieron por los largos ventanales estilo francés, que daban acceso a una terraza cubierta de baldosas. En el centro de ella estaba una pequeña escalinata que descendía al jardín.

En lo alto de ella había tres sillones.

El marqués invitó a Sir Algernon a apoltronarse en el del centro, mientras él y Charles Collington ocupaban los sillones de cada lado.

El jardín estaba tranquilo y misterioso, bajo un cielo tachonado de estrellas y con una luna llena, cuyo resplandor iluminaba la tibieza del ambiente.

Frente a ellos se expandía un prado verde que bajaba hasta un pequeño templo griego traído a Inglaterra por el abuelo del marqués, a principios del Siglo XVIII, que se antojaba como una perla gigantesca bajo la luz de la luna, rodeado por la sombra de árboles y arbustos.

Llevaban pocos minutos allí, cuando se escuchó, proveniente del templo, el débil y dulce sonido de unos violines.

Aunque al principio parecían simples sombras imprecisas, los músicos fueron acercándose a ellos hasta que pudieron distinguirse con claridad. Eran varios músicos que interpretaban una bella y rítmica melodía a cuyo compás latía con más fuerza el corazón.

El conjunto no solo lo integraban violines, sino también címbalos y cítaras.

Se fueron aproximando hasta quedar en la orilla misma del prado. Entonces se dividieron, dejando como fondo la clara perfección del templo griego.

La música se hizo más sonora y de pronto apareció una bailarina. Parecía como si hubiera surgido de las musicales notas y formara parte de ellas.

El marqués esperaba que Saviya fuera una bailarina notable; mas era imposible encontrar las palabras exactas para describir la celestial belleza de sus movimientos.

Vestía ropa gitana, pero no las que usaba normalmente. Él comprendió de manera instintiva que era su vestuario teatral. Sobre un fondo blanco lucían bordados de gran colorido, tanto en la falda como en el talle. Las mangas de su blusa de muselina se extendían como alas de mariposa.

Una amplia falda colgaba de su frágil cintura y el marqués sabía que llevaba un total de siete faldas, una sobre la otra, que se agitaban con cada acompasado movimiento que ella hacía.

Había joyas alrededor de su cuello, que brillaban a la luz de la luna, y sobre su cabeza llevaba una guirnalda de flores de la cual se desprendían numerosas cintas multicolores.

Sus pies casi no rozaban el suelo, mientras ella volaba con la agilidad de una mariposa sobre el prado verde.

De pronto aparecieron detrás de los músicos hombres y mujeres que portaban antorchas iluminando el jardín con una luz misteriosa, casi pagana.

La música cambió de ritmo. Ya no era suave y excitante, sino alocada y dulce a la vez; violenta, pero tierna. Mientras Saviya aceleraba la rapidez de sus movimientos, los gitanos con las antorchas encendidas empezaron a cantar.

Había una rara belleza en la melodía de sus voces y un sutil encanto en sus palabras, aunque quienes las escuchaban no pudieran traducirlas.

El sonido se elevó, el ritmo se hizo más y más rápido. Saviya parecía volar por los aires, girar y elevarse hasta que casi no parecía ya un ser humano, sino una garza que emprendía el vuelo.

Y, sin embargo, todo lo hacía con tal donaire, con tanta lindura, que personificaba la fantasía misma de un sueño.

Y, cuando parecía que ningún ser humano podría soportar ya tanta intensidad, la sonoridad de la música fue reduciéndose poco a poco, hasta ser sustituida por una suave melodía, como las aguas de un mar tranquilo, después de una tormenta.

Primero las antorchas encendidas regresaron rumbo al templo, después las siguieron los músicos y, por fin, Saviya, que continuaba bailando mientras desaparecía entre las sombras de los músicos que se alejaban. La música se perdió en la distancia y ella se quedó un momento de pie, perfilada contra las columnas del templo, con su esbelta figura demasiado graciosa para ser humana, antes de borrarse por completo.

Por unos minutos se hizo un silencio absoluto. Entonces Sir Algernon se incorporó de un salto, gritando y aplaudiendo.

—¡Bravo! ¡Increíble! ¡Es exquisita… sensacional! —exclamó.

Como si despertara de un sueño, el marqués se levantó también para aplaudir, aunque la emoción le oprimía la garganta y en ese instante no hubiera podido hablar. Había sido, aunque casi no se atrevía a reconocerlo ni siquiera ante sí mismo, una experiencia emocional nunca vivida antes.

Debido a que era difícil encontrar las palabras exactas para expresar su sentir los tres hombres, en silencio, volvieron al salón.

Un poco más tarde entró Saviya.

Todavía llevaba puesto el hermoso vestido al estilo ruso, con el que había bailado. Cuando entró en el salón, el marqués avanzó hacia ella y tomándole la mano, se la llevó a los labios.

—Yo esperaba que fuera usted una excelente bailarina —confesó con voz suave, pero no encuentro palabras que expresen lo extraordinaria que estuvo esta noche, en todos los aspectos.

Ella le sonrió, sin contestar, y agradeció las felicitaciones de Sir Algernon y Charles Collington.

—Como comprenderá ahora —dijo éste a Sir Algernon—, nos debe usted mil guineas.

—Es un precio que pagaré gustoso por haber visto a esta fascinante bailarina —contestó Sir Algernon—. ¿Podrían decirme cómo se llama?

—Es Saviya —contestó el marqués—, y como ya habrá usted inferido, es gitana. Pero su madre es rusa y fue bailarina.

—Esta noche me hizo usted recuperar mi juventud perdida —comentó Sir Algernon a Saviya. Se volvió hacia el marqués para añadir—: ahora comprenderá por qué hablaba yo con tanto entusiasmo de las bailarinas y cantantes rusas.

Con una nota de curiosidad en la voz, agregó:

—Tiene que explicarme, Ruckley, ¿en dónde encontró usted a esta deslumbrante criatura? ¿Cómo es que se encuentra aquí, en Inglaterra?

El marqués contó lo sucedido y Sir Algernon se volvió preocupado hacia Saviya:

—¿El accidente no tuvo consecuencias? Pudo haberse fracturado una pierna y eso habría sido una tragedia irreparable.

—Por fortuna no fue nada grave —contestó Saviya—. Solo queda una pequeña cicatriz en mi frente y unos cuantos moretones en mi brazo.

—Yo veo aquí las huellas de un fuerte golpe… está muy morado —dijo Charles Collington, que se había acercado a ella y ahora se inclinaba sobre su brazo.

Ella se echó a reír.

—Éste es el brazo derecho.

—Pero aquí tiene un fuerte golpe —insistió él.

—No —contestó ella—. Ésta es una marca de nacimiento y es una señal que en mi tribu es muy respetada. Como pueden ver, es la cabeza de un halcón. Un halcón tiene ojos muy penetrantes y esto indica que yo soy clarividente.

—Sí, tiene razón —asintió Charles Collington—, la señal semeja la cabeza de un halcón. ¿Puedes verla, Fabius?

La señal era del tamaño aproximado de un florín y Sir Algernon se apresuró a verla. Sin embargo, el marqués fue a traer a Saviya un vaso de vino de una mesita lateral.

—Debe sentirse sedienta y cansada después de esa increíble actuación —y solícito le entregó el vaso.

—Nunca me siento cansada después de bailar contestó ella. —Lo que me agotó fue el esfuerzo para representar el papel de una aristócrata.

—Que logró de una forma extraordinaria, ¿no es cierto, Gibbon? —dijo Charles Collington.

—¡Así es! Fue impecable —contestó Sir Algernon—. Lo único que lamento es no poder ofrecerle en Londres la cena que le tenía yo prometida.

—Debo declarar, Gibbon, que está usted tomando con la calma de un verdadero deportista la pérdida de mil guineas —exclamó Charles Collington—. La verdad es que casi me siento avergonzado por haberle ganado ese dinero.

Todos se echaron a reír al oír esto. Entonces el marqués, alzando su copa invitó:

—¡Brindemos por Saviya, cuyo talento es tan gigantesco como su modestia!

—Lo que no comprendo —intervino Sir Algernon—, es por qué no se quedó usted en San Petersburgo, donde su genialidad para bailar sería mucho mejor apreciada que aquí.

—Mi padre, como buen gitano, no resiste pasar demasiado tiempo en un solo lugar. Fue asombroso que nos quedáramos tantos años en Rusia: pero de pronto le entró el anhelo de volver a Inglaterra.

—¿Él ya había estado aquí? —preguntó el marqués.

—Sí, hace muchos años —contestó Saviya—, antes que yo naciera, o cuando era una nenita. No lo recuerdo.

Hablaron unos minutos más y entonces Saviya agregó.

—Creo que debo irme. Mi padre se preguntará qué me sucedió, puesto que el resto de la tribu debe estar ya en el campamento.

En ese momento se abrió la puerta y entró un lacayo en el salón. Llevaba algo en las manos y se acercó al marqués, esperando a que éste le dirigiera la palabra.

—¿Qué sucede? —preguntó el marqués.

—Esto fue entregado en la puerta del frente, milord. Un hombre me lo dio y me dijo que debía entregarlo a su señoría cuando se retirara a descansar. Sin embargo, como usted aún esta aquí, pensé que sería mejor entregárselo. El hombre dijo que era un regalo de los gitanos.

El marqués miró a Saviya.

—Parece que su padre se está mostrando muy generoso conmigo.

El lacayo puso el paquete en sus manos y Saviya vio que era una cesta redonda de mimbre, no muy grande, con la tapa detenida a cada lado con una clavija de madera.

—Es extraño… —murmuró Saviya, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Mi padre no le habría enviado nada sin decírmelo.

—Un regalo de los gitanos —repitió el marqués—, sin duda debe ser algo poco común, Saviya.

Quitó las dos pequeñas clavijas de madera al decir eso.

Entonces, cuando estaba a punto de levantar la tapa, Saviya arrebató la cesta de sus manos y con extraordinaria rapidez corrió hacia un extremo de la habitación, puso la cesta en el suelo y se alejó de ella.

La cesta resbaló por el piso de madera muy pulida, donde no había ya tapetes, y fue a detenerse casi frente a la puerta.

—¿Qué está usted haciendo? —preguntó el marqués asombrado.

Al decir él eso, vio que la tapa de la cesta resbalaba hacia un lado. A través de la hendidura apareció primero una lengua larga, bifurcada, después la cabeza y por último el cuerpo de una serpiente.

Se movió con tanta rapidez que no hubo tiempo de que nadie dijera nada antes que el animal llegara al suelo, se incorporara y su cabeza se expandiera para revelar que se trataba de una cobra.

—¡Santo cielo! —exclamó el marqués.

—¡Una pistola! —gritó Charles Collington—. ¿En dónde tienes una pistola, Fabius?

La cobra volvió la cabeza primero hacia la derecha y después a la izquierda. Estaba siseando, con su larga lengua entrando y saliendo de su boca, evidentemente molesta de tanto traqueteo.

Charles Collington empezó a moverse con precaución por un lado de la habitación, tratando de alcanzar la puerta por detrás de la serpiente. Con un leve movimiento de la mano, Saviya lo detuvo.

—¡Quédense quietos! —ordenó con voz muy baja—. No se muevan, ni hablen.

Había una indiscutible autoridad en su tono de voz y el marqués contuvo las palabras de furia que habían acudido a sus labios.

Saviya se acercó un poco más al enfurecido reptil, y empezó a emitir un extraño sonido por la boca. No era precisamente un canto, sino más bien un sonido agudo semejante al de la flauta de carrizo que utilizan los encantadores de serpientes en la India. Al principio, surgió de su boca con tanta suavidad, que los tres hombres presentes no lo percibieron.

Pero la cobra sí lo había escuchado. Dejó de sacar la lengua y volvió la cabeza, llena de curiosidad, hacia un lado y otro. Por fin sus ojos amarillentos se clavaron en Saviya.

Continuaba lista para el ataque, con la cabeza levantada al aire.

Con lentitud, produciendo aún ese raro sonido que parecía compuesto de solo tres notas repetidas una y otra vez, Saviya fue aproximándose un poco más.

Primero se puso de rodillas a corta distancia de la cobra, con los ojos fijos en ésta y el cuerpo muy rígido. Había un silencio sepulcral en la habitación y los tres hombres contemplaban la escena casi petrificados.

Después, con mucha lentitud, casi de modo imperceptible, Saviya empezó a moverse, impulsando los hombros un poco a la izquierda, después a la derecha. Se balanceaba rítmicamente, con los ojos clavados todo el tiempo en la cobra.

Ésta empezó a moverse también, balanceándose como ella lo hacía, con su cabeza amarillenta, salpicada de negro y blanco, inclinada primero a la derecha, después a la izquierda, otra vez a la derecha y a la izquierda.

Saviya fue intensificando sus movimientos y el tono de la melodía. La cobra fue desinflando su cabeza y la bajó poco a poco, hasta que por fin quedó plana en el suelo, como si la serpiente estuviera sometida a la voluntad de Saviya.

Entonces la melodía entonada por ésta cambió y casi como si hubiera añadido una nota de mando, el sonido se tornó brusco, aunque todavía melodioso.

De manera increíble para los hombres que contemplaban la escena, la cobra obedeció. Se deslizó con lentitud y volvió a meterse a la cesta de la que había salido. Su largo cuerpo oscuro siguió a la cabeza hasta que por fin desapareció la punta de la cola.


Aún sin dejar de cantar, Saviya se movió lentamente hasta que pudo colocar la tapa en la cesta y asegurarla, poniendo en su lugar, las clavijas de madera.

Tan pronto como la cesta quedó cerrada, la joven dejó de cantar y por un momento pareció como si fuera a desplomarse.

El marqués corrió a su lado y, rodeándola con un brazo, la ayudó a ponerse de pie.

—¿Está usted bien? —preguntó.

—Es… estoy bien… gracias.

Sin embargo, él vio que estaba pálida y a punto de desmayarse. La ayudó a cruzar la estancia, para después sentarla en un sillón.

—¡No hable! —ordenó él y le sirvió una copa.

Ella tomó dos o tres tragos y se la devolvió.

—Es suficiente, gracias —dijo.

—¿Cómo pudo encantar a esa serpiente? —preguntó Sir Algernon—. Había oído hablar sobre ese tipo de hazañas, pero nunca creí que alguien pudiera hacerlo, si no después de un prolongado entrenamiento. ¡Y nunca había sabido que una mujer fuese capaz de hacerlo!

—Lo he visto hacer muchas veces —contestó Saviya—. Pero es la primera vez que lo hago yo misma.

—En ese caso fue aún más milagroso —comentó el marqués—. ¡No sé cómo darle las gracias, Saviya! Usted me salvó la vida.

Saviya lanzó un profundo suspiro.

—Cuando observé la cesta vi que no era como la usada por los gitanos, sino por la gente del circo. Por un momento me fue difícil recordar dónde antes había visto ese tipo exacto. Fue cuando recordé que eran las cestas usadas por los encantadores de serpientes que hemos encontrado en nuestros viajes —se detuvo un momento y después, mirando al marqués, agregó—: ellos sacan el veneno que las cobras traen en una bolsita, antes de emplearlas en sus espectáculos; pero ésta era una cobra muy joven que todavía no había sido tratada. Si lo hubiera mordido, habría sido mortal. Su veneno actúa en el acto en el sistema nervioso.

—Pero… ¿quién puede desear su muerte, Ruckley? —preguntó Sir Algernon.

—La respuesta a eso es sencilla… —empezó Charles Collington, pero la intervención del marqués lo hizo callar.

—No tiene objeto discutirlo, Charles. Una vez más, no tenemos pruebas.

—¿Qué es lo que sucede? Deben contármelo —preguntó Sir Algernon con curiosidad.

—Creo que es hora ya de que Saviya se vaya a la cama —sugirió el marqués.

—Sí, debo irme —reconoció ella, con docilidad.

Hizo una reverencia a Sir Algernon, otra a Charles Collington, y salió, acompañada por el marqués, hacia el vestíbulo y de éste a la puerta principal.

Se volvió para despedirse del marqués, pero éste movió la cabeza de un lado a otro.

—Iré con usted al bosque —dijo—. No me gusta la idea de que vaya sola.

—Yo no corro ningún peligro —contestó ella—. Es usted el que me preocupa. ¿Quién es el hombre que desea matarlo? Si no me lo dice, me pasaré la noche procurando adivinar de quién se trata. Solo sé que lleva su mismo apellido.

—Sí, Saviya, tiene razón. Es mi primo Jethro Ruckley. Si yo muero, él heredará mi título y mis propiedades.

—Entonces, no es la primera vez que intenta matarlo, ¿verdad? —preguntó Saviya, mientras cruzaban el patio.

El marqués le relató brevemente lo sucedido en su casa de Londres cuando cayó una parte de la mampostería.

—Esta noche, si hubiera abierto la cesta en mi dormitorio, mi muerte habría sido inevitable.

Saviya se estremeció.

—¡Es un hombre peligroso! ¡Muy peligroso! —exclamó Saviya—. Necesita tener mucho cuidado.

El marqués sonrió.

—Es lo que dice Charles. No soy clarividente como usted para pronosticar qué nuevas formas de exterminio en mi contra se le ocurrirán a Jethro. Por cierto, supongo que tendré que matar a esa cobra que me envió.

—He oído que hay un circo en St. Albans —dijo Saviya—. Allí es donde su primo debió obtener la serpiente. Envíeles la cobra de regreso, con su agradecimiento. Creo que comprenderán y no cometerán el error, otra vez, de vender animales peligrosos a un desconocido.

—Sí, eso haré —convino el marqués—. Aunque quisiera mejor devolvérsela al propio Jethro. El problema —agregó riendo—, es que si él muere, nadie creería que la idea original fue suya.

—Debe estar usted siempre en guardia.

—Tengo la impresión de que mientras usted esté a mi lado, no corro ningún peligro.

Habían llegado a la orilla del bosque y Saviya se detuvo.

—No hay razón para que siga usted adelante.

—Hay todas las razones del mundo para que desee protegerla. ¡Tengo tanto qué agradecerle!… Ante todo, por los momentos de increíble belleza que me brindó esta noche. Después, por haberme salvado la vida.

Extendió la mano derecha hacia ella, al decir eso, y Saviya puso su mano izquierda en la de él. Sus palmas se tocaron. Entonces, una repentina sensación de éxtasis, desconocida para él, sacudió su cuerpo. Descubrió, al bajar la mirada hacia los ojos de Saviya, que ella sentía lo mismo.

Por un momento ninguno de los dos pudo moverse; sin embargo, era casi como si estuvieran abrazados, fundidos uno en el otro.

—¡Saviya! Sabes lo que siento por ti, ¿verdad! —declaró el marqués con voz ronca—. ¡Te quiero! Te deseo más de lo que he deseado nunca nada en mi vida. ¡Vente conmigo, Saviya! Yo te daré cuanto puedas desear en tu vida y juntos podremos ser muy felices.

Ella no contestó por un momento, hasta que al fin preguntó con voz apenas perceptible.

—¿Me estás pidiendo que me convierta en… tu amante?

—¿Necesitamos palabras para algo que es tan maravilloso, tan sublime? —musitó él—. Nosotros fuimos hechos el uno para el otro, Saviya. Lo he sentido en estos últimos días. Tú lo sientes también, cuando estamos juntos. Lo he visto en tus ojos.

Ella volvió la cabeza hacia otro lado y él continuó diciendo:

—Es demasiado tarde para fingir, mi amor. Creo que tú también me quieres un poco y yo puedo hacer que me ames con toda la vehemencia de tu cuerpo exquisito y de tu razón. ¡Ven conmigo, Saviya! Encontraremos una felicidad solo reservada a unos cuantos.

Ella levantó la cabeza.

—¡Yo… no puedo! Tú sabes bien que… ¡no puedo!

—¿Por qué?

—Porque estaría… mal.

—¿Quién decide eso? Olvida todo, tu tribu y sus leyes. Recuerda solo que somos un hombre y una mujer que se pertenecen uno al otro.

Sus dedos oprimieron los de ella al decir:

—Yo cuidaré de ti y no te faltará nada por el resto de tu vida. ¡Te lo juro! Pero, no destrocemos nuestro amor, no desperdiciemos esta maravillosa oportunidad de alcanzar esa dicha plena que ambos sentimos cuando estamos juntos.

Ella no contestó, pero él comprendió, sin necesidad de palabras, que no estaba convencida.

—¡Mírame, Saviya!

Ella titubeó, pero entonces, como si se viera obligada a obedecerlo, echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos preocupados parecían muy grandes en su rostro pequeño.

—¡Tú me amas! —exclama el marqués—. ¡Sé que me amas y me emocionas de una forma que jamás me había emocionado! ¡Me duele el cuerpo de tanto desearte! Pero hay mucho más que deseo en lo que siento por ti. Ansío estar contigo; saber que estás conmigo. Quiero escuchar tu voz y observar el movimiento de tus labios; quiero contemplar esa extraña expresión en tus ojos, que me grita tu amor.

Saviya contuvo la respiración. Sus labios estaban entreabiertos, sus ojos eran pozos de misterio y el marqués advirtió que estaba temblando.

—¡Dios mío, cómo te quiero!

Algo pareció romperse dentro de él, al decir eso. La tomó en sus brazos y la oprimió fuertemente contra su pecho.

Sus labios bajaron hacia los de ella. Entonces, con la cabeza de Saviya apoyada en su hombro, empezó a besarla. Sus primeros besos fueron exigentes y posesivos; pero cuando se dio cuenta de lo suave, pequeña y dócil que era ella, la besó con exquisita dulzura.

Fue un momento de magia que él jamás hubiera podido imaginar. Era como si el mundo entero se hubiera detenido y estuvieran solos en una eternidad a la que solo ellos pertenecían.

—¡Te amo! —Y recordó, que esas dos palabras, jamás se las había dicho antes a mujer alguna.

Me hamava tut —murmuró ella y él comprendió que Saviya le estaba declarando su amor en su propio idioma.

—¡Te amo! ¡Te amo! —repitió él, besándole los ojos, las mejillas, el cuello y, de nuevo, los labios.

—¡Vuelve conmigo, ahora mismo! —suplicó él—. ¿Para qué esperar?

Con mucha lentitud, ella se retiró de él.

Su rostro, bañado por la luz de la luna, aparecía radiante. Pero Fabius vio que su expresión cambiaba.

—¡No! —dijo ella—. ¡No! ¡No! Sería algo terrible no solo para mí, sino para ti también. ¡Te amo demasiado para… lastimarte!

—¿Por qué habrías de lastimarme?

Ella se quedó de pie, mirándolo, y él fue presa nuevamente de la extraña idea de que no lo estaba mirando a él, sino a través de él, más allá.

—Eres tú… quien importa —dijo con suavidad.

Y, antes que pudiera detenerla y volver a tomarla en sus brazos, ella se había alejado y desaparecido entre los árboles.

—¡Saviya! —gritó con desesperación—. ¡Saviya!

Pero no recibió respuesta de la oscuridad. Estaba solo.