Capítulo 7
El marqués espoleó su caballo hasta que llegó al bosque, mientras se preguntaba cómo podría encontrar a la tribu de Saviya.
Recordaba que ella le comentó que habían cambiado de lugar, cuando Jethro empezó a buscarla.
Aunque el marqués comprendía que era imposible ocultar a cincuenta personas por mucho tiempo, los bosques de su propiedad eran lo bastante grandes como para que necesitara pasar varios días buscándolos, a menos que lo ayudara un golpe de suerte.
Tenía la impresión de que Saviya había pensado siempre en dejarlo, en cuanto se recuperara.
Sabía que ella estaba muy consciente de las diferencias sociales que había entre ellos y era lo bastante inteligente como para comprender, como él mismo, las inevitables consecuencias si él establecía una relación permanente con una gitana. Y el matrimonio implicaría, aún, mayores dificultades no solo desde su punto de vista, sino también del de ella.
Saviya no hablaba en vano cuando le dijo que lo más terrible que podía pasar a un gitano era ser exiliado de su tribu. Debido a lo estrecho y unido de su sociedad, que se mantenía apartada del resto de la gente, el exilio era para ellos tan malo, o peor, que la excomunión para un católico.
El matrimonio entre una gitana y un hombre de diferente raza era criticado de forma unánime por todas las tribus gitanas. Un gitano, o una gitana, que se casara con una persona extranjera, dejaba de tener el derecho de llamarse gitano.
—A veces —le había explicado ella—, el ostracismo se aplica hasta a la familia misma del culpable.
—¡Eso me parece injusto… cruel! —había exclamado el marqués.
—¡Es peor que la muerte! —murmuró Saviya con suavidad.
Al recordar esa conversación, el marqués temió que el hecho de decir al alguacil que Saviya iba a ser su esposa la había impulsado a huir.
Recordó otra ocasión, cuando él aún continuaba enfermo y Saviya permanecía sentada en la puerta de la carreta, que le había preguntado:
—¿Qué es el amor, Saviya? Porque yo nunca antes de ahora, lo había sentido.
—Creo que el amor —había respondido ella después de meditar un momento—, es que alguien le importe a uno tanto, que nos haga olvidarnos de sí mismos. Cuando uno deja de existir, porque solo palpita en la otra persona.
Había vuelto la cabeza hacia el marqués y él vio que sus ojos brillaban como estrellas al concluir diciendo:
—Cuando se ama, se vive para el ser amado… y se muere por él.
—¿Así es como tú sientes respecto a mí? —preguntó el marqués.
Ella se había levantado para irse a arrodillar a su lado y decir:
—Tú sabes que sí. Lo único que deseo en el mundo es que seas feliz.
—Yo soy feliz, mientras tú estés conmigo.
La había abrazado en aquel momento y, sin embargo, con una extraña percepción, él había comprendido que ella no era del todo suya.
«¿Cómo puedo convencerla» se preguntó, «de que nada es importante, excepto nuestro amor, excepto la necesidad que tenemos uno del otro?».
Tenía que encontrarla, pero sabía que el tiempo estaba en su contra. Si, como sospechaba, los gitanos se preparaban ya para marcharse, una vez que se alejaran de los alrededores, ¿cómo podría encontrarla nunca?
Cabalgando a toda prisa, se dirigió hacia el lugar del bosque donde él mismo había estado oculto tres semanas.
Con el corazón oprimido por la angustia, se dio cuenta de que la carreta de Saviya no se encontraba ya en el lugar.
Sus ojos buscaron huellas que la carreta debió dejar al ser retirada de allí; pero seguirla no era fácil. Había partes cubiertas de musgo, sobre las cuales el paso de una carreta no dejaba huella alguna, al igual que porciones cubiertas de hojas secas y maleza donde tampoco resultaba visible el paso de una carreta.
Dando vueltas, aguzando la vista para buscar rastros de ruedas en las partes de terreno en que se grababan éstas, el marqués cabalgó media hora más antes de llegar, por fin, a un espacio abierto.
Se dio cuenta, en el acto de que allí era donde había estado el campamento de los gitanos, antes que Jethro tratara de matarlo y cuando Saviya le había salvado la vida por segunda vez. Quedaban restos de varias fogatas, pero solo había ya cenizas.
Sin embargo, el marqués encontró huellas mucho más claras de ruedas de carretas. Advirtió que conducían hacia la parte sur de la propiedad, donde el bosque era más espeso, así que resultaba en ocasiones, casi impenetrable.
«Allí es donde deben estar escondidos los gitanos» se dijo.
Encontró lo que parecía un viejo sendero angosto, aunque lo bastante ancho, para hacer posible el paso de una carreta. Empezó a seguirlo, sin dejar de pensar en que si no encontraba pronto el escondite de los gitanos, Saviya escaparía de él para siempre.
«¡Te amo!» le dijo desde el fondo de su corazón. «¡Oh, vida mía! ¿No te das cuenta de lo mucho que te amo? ¿Cómo es posible que me hagas esto?».
Continuó avanzando, aunque por momentos lo invadía la desesperación. Se encontraba con partes tan similares a las que ya había pasado, que a veces temió estar dando vueltas en círculo.
De pronto y de forma tan repentina como increíble, ¡los encontró!
Había ocho carretas, la mayoría de ellas más grandes y más elaboradas que la de Saviya, y era evidente que estaban a punto de partir.
Los caballos habían sido ya colocados entre los ejes de las carretas y algunos de los gitanos tenían ya las riendas en las manos. Otros doblaban tiendas de campaña y guardaban objetos dentro y abajo de las carretas.
Cuando el marqués llegó hablaban entre ellos, en su propio idioma, pero en cuanto lo vieron, se produjo un repentino y profundo silencio.
Él detuvo su caballo y varios rostros de piel oscura y ojos negros lo miraron llenos de desconfianza y se clavaron interrogantes en su figura.
Era un grupo de gente muy bien parecida, reconoció el marqués. De pómulos altos, ojos negros y cabello oscuro. Tenían más aspecto ruso que cualquier otro grupo de gitanos que él hubiera visto alguna vez.
Había niños con pequeños rostros ovalados y grandes ojos de gacela, así como mujeres mayores con pañoletas rojas en la cabeza y grandes arracadas de oro.
El marqués adelantó un poco el caballo.
—Quiero hablar con su voivode —dijo.
El hombre al que se había dirigido no contestó, sino que señaló con la mano hacia el extremo más lejano del claro en el que se encontraba el campamento.
Cuando el marqués cabalgó en la dirección indicada, vio una carreta más elaborada que todas las demás y frente a ella, a un hombre alto que hablaba con Saviya.
El hombre fue el primero que lo vio y Saviya volvió la cabeza. El marqués descubrió una repentina expresión de radiante alegría en el rostro de ella. En seguida desapareció, como si una nube hubiera ocultado el sol de forma repentina.
El marqués llegó hasta donde ellos estaban y desmontó.
Notó que el voivode era casi tan alto como él mismo y cualquiera hubiera comprendido, por su porte y su vestuario, que se trataba del jefe de la tribu.
Su chaqueta era azul y calzaba botas muy altas. En el chaleco corto tenía pegados numerosos botones de oro y lucía una pesada cadena de oro, de la que colgaban diversos amuletos, alrededor de su cuello.
Su cayado, que era un símbolo similar al cetro de un rey, estaba hecho de plata y el puño, de forma octagonal, estaba adornado con una borla roja.
El marqués extendió la mano hacia él.
—Soy el Marqués de Ruckley y usted es, creo, el padre de Saviya.
—Lo he estado esperando —contestó el voivode.
—Y, sin embargo, parece que se marchan ya —observó el marqués con voz aguda.
Él miró a la gitana al decir eso y vio en sus ojos, clavados en él, una súplica muda, como si le implorara que comprendiera el porqué había tenido que huir.
—¿Qué quiere usted con nosotros? —preguntó el voivode—. Le estamos muy agradecidos por la hospitalidad que hemos tenido en sus bosques; ahora ha llegado el momento de irnos.
—He venido —empezó a decir el marqués con voz tranquila—, a pedir su autorización para tomar como esposa a su hija.
—¿Está usted dispuesto a casarse con ella?
No había sorpresa en la voz del voivode. Se limitó a mirarlo con ojos penetrantes, como si quisiera ver, en lo más profundo de él, la honradez de sus intenciones.
Había una dignidad en él que hacía que aquella mirada no resultara impertinente.
—¡No! —exclamó Saviya antes que su padre pudiera hablar—. ¡No… no es posible!
Su voz era vehemente y apasionada.
Entonces, con voz firme, y no exenta de autoridad, el voivode le habló en románico.
El marqués no entendió las palabras, pero el sentido de ellas era claro. Estaba reprendiéndola, diciéndole que no le correspondía a ella decir nada. Saviya inclinó la cabeza.
—Perdóname, padre —dijo en inglés.
—Discutiremos esto —le contestó el voivode al marqués—, y, tú, Saviya, quiero que escuches también lo que tengo que decir.
Pasó frente al marqués y se dirigió a la tribu. Sin duda debió decirles que no se marchaban todavía, porque los hombres que habían estado observando con curiosidad al marqués y al voivode, se dieron ahora vuelta para desenganchar los caballos.
Las mujeres empezaron a reavivar el fuego que había en el centro del claro y que casi estaba por extinguirse.
El voivode llevó al marqués y a Saviya junto a su carreta y ella sacó un asiento que colocó junto a la escalerilla… El voivode se sentó en ésta e indicó el asiento al marqués. La joven se dejó caer sobre el pasto, a los pies de su padre, todavía con los ojos bajos.
Saviya estaba muy hermosa, pero inmensamente triste, y Fabius anheló poder rodearla con sus brazos y oprimirla contra su pecho.
A una seña del voivode, un gitano trajo al marqués una copa de vino, que él aceptó. Era vino tinto, de excelente calidad. Quizá los gitanos lo habían traído consigo en sus viajes a través de Europa.
Una vez que los demás gitanos se alejaron de donde ellos estaban y el voivode estuvo seguro de que nadie podría escucharlos, preguntó con voz grave, dirigiéndose al marqués:
—¿Desea usted casarse con Saviya?
—Sí, deseo convertirla en mi esposa —contestó el marqués.
—Yo sabía que ése era el destino de mi hija —aclaró el voivode con lentitud.
El marqués lo miró con considerable sorpresa. Una respuesta así no la esperaba.
El voivode era un hombre apuesto, de unos cincuenta años. Su rostro era muy delgado y sus pómulos prominentes, pero debió ser, pensó el marqués, muy atractivo en su juventud.
—Saviya le habrá explicado —continuó el voivode—, que los kalderash no solo somos orfebres, sino que también tenemos ciertos conocimientos de magia. Fue este conocimiento el que me guio hacia aquí.
—¿Quiere usted decirme —preguntó el marqués—, que supo usted, por clarividencia, que Saviya habría de conocerme y que nos íbamos a enamorar?
—Ésa es una forma simple de decirlo —reconoció el voivode.
Aunque su inglés era bueno, hablaba con acento extranjero muy pronunciado.
—Entonces, ¿me da usted su autorización? —insistió el marqués.
—Hay algo que tengo que decirle primero —contestó el voivode—, algo que también intentaba decir a Saviya cuando quisiera casarse.
La muchacha levantó la cabeza y el marqués vio que había una expresión de sorpresa en su rostro.
—Usted no sabe nada sobre nuestra raza —continuó el voivode, dirigiéndose aún al marqués—, pero debe haberse enterado por Saviya, que a ninguna muchacha gitana se le habría permitido, en circunstancias ordinarias, comportarse como ella lo estuvo haciendo las últimas semanas. Fue a su casa a leer sus libros y después tuvo la compañía de usted de forma constante.
—Yo misma me sentí asombrada de que lo permitieras, padre —intervino la joven.
—Se te permitió ese comportamiento —explicó el voivode porque yo sabía que era tu única oportunidad de encontrar esposo… de otra manera, te habrías quedado sin casar.
Saviya lo miró desconcertada.
—Pero ¿por qué?
—Porque no hubiera podido permitir tu matrimonio con ningún miembro de nuestra tribu, ni con ningún otro románico —contestó el voivode.
Saviya parecía estupefacta. El marqués escuchaba con asombrosa atención y con los ojos fijos en el voivode.
—Tengo una historia que contarles —dijo el voivode.
Era evidente, cuando empezó a hablar, que tenía un dominio de las palabras que el marqués no hubiera esperado nunca de un gitano, ni siquiera de un jefe de tribu.
Tal vez era su sangre húngara la que lo hacía no solo elocuente, sino capaz de hablar con la cultura de un hombre que ha vivido de forma muy diferente a la mayor parte de los gitanos.
Era cierto, también, que era casi mágica la forma en que hizo que esa historia se mostrara ante sus ojos, como si ellos mismos la hubieran vivido.
Zindelo era hijo del voivode de los kalderash en Hungría, y su tribu en particular estaba bajo la protección de uno de los grandes nobles húngaros. Su música les daba un prestigio especial y eran muy respetados.
Eran ricos, se les aceptaba como parte de la comunidad y Zindelo era considerado como uno de los jóvenes más apuestos que había en el país.
Cuando él tenía veintiún años, el Zar de Rusia envió al noble húngaro, un grupo de bailarinas y cantantes gitanos, muy famosos en Rusia, para su teatro privado.
Entre ellos iba una joven bailarina llamada Tekia, de la que el joven Zindelo se enamoró a primera vista. No tardó en darse cuenta de que su amor era correspondido.
Se casaron y ella no volvió a San Petersburgo. La tribu recorrió Hungría, Rumania y Austria, porque Zindelo estaba ansioso de mostrar a su flamante esposa las bellezas del mundo. Para entonces, Zindelo se había convertido ya en el voivode de su tribu.
Mientras se encontraban en Alemania, donde sufrieron algunos pequeños intentos de persecución, Zindelo decidió que debían visitar Inglaterra.
Se dirigieron a la costa y encontraron un barco que se dirigía a Aberdeen, en Escocia.
Unos treinta miembros de la tribu, en su mayor parte jóvenes y aventureros como el propio Zindelo, decidieron que les gustaría visitar Escocia, después ir bajando por las Islas Británicas, para más adelante volver al Continente.
Parecía una gran aventura, pero desafortunadamente les tocó un mar muy picado.
Para entonces Zindelo y Tekia tenían ya tres años de casados y una niña de quince meses, nacida en Hungría.
Los niños gitanos son proverbialmente fuertes, pero tanto la pequeña Saviya, como su madre, enfermaron durante el viaje.
El barco estuvo a punto de naufragar, y aunque a Zindelo lo llenó de emoción la impresionante tormenta, su joven esposa, que jamás había estado antes en el mar, se asustó mucho. Además del mareo que sufría, la angustiaba su hijita.
Cuando llegaron a Aberdeen, Tekia estaba al borde del colapso.
Tenía cierta tendencia a la depresión y a la melancolía, y ya en suelo escocés, Zindelo la vio tan abatida, que temió que perdiera la razón.
La nenita se había negado a comer y a beber durante todo el viaje y aparecía muy débil, delgada y triste.
Tekia, durante la travesía estuvo al borde de la histeria y en el colmo de la angustia, empezó a sufrir de altas fiebres.
Acamparon cerca del mar. Hacía frío, pero era un frío tonificante y pronto los otros miembros de la tribu empezaron a recuperarse y a interesarse en el ambiente.
La caza era abundante en los páramos, y los estofados calientes que preparaban todos los días en sus hogueras, pronto los hicieron volver a reír y a cantar.
Pero Tekia empeoró y la nena continuó debilitándose.
—Una noche estaba yo sentado junto a mi tienda, desesperado —relató el voivode—, cuando uno de los hombres de la tribu vino a decirme que una mujer quería hablar conmigo.
»Estaba de pie bajo la oscuridad de los árboles. Cuando llegué a su lado, vi que era vieja y de facciones fuertes.
»Pensé que quería que le dijera la suerte, porque es la razón más frecuente por la que una mujer se acerca a un campamento gitano.
»Tengo muchos años de conocer a los gitanos», dijo la mujer. «A pesar de todos sus defectos, son bondadosos con sus hijos y siempre son buenos padres. Yo quiero que usted acepte a una niña que traigo aquí y que la críe como si fuera suya».
«Yo había tenido muchas solicitudes extrañas, pero ninguna como ésa».
«Lo siento», le contesté, «nosotros somos románicos. No queremos con nosotros a los niños de otras razas y jamás los robamos, a pesar de las historias que se cuentan sobre nosotros».
«Si usted no acepta a esta niña» dijo la mujer escocesa, «¡morirá!».
«¿Por qué? ¿Qué le sucede?» pregunté.
«Hay alguien que va a matarla».
—La miré con incredulidad.
«Es la verdad» insistió ella al comprender que yo no la creía. «Esta niña es hija de un noble, pero la madre de la pobrecilla murió al nacer ella y su padre se ha vuelto a casar.
—Hablaba con tanta sinceridad —explicó el voivode—, que comprendí que me estaba diciendo la verdad.
«¿Y quién quiere matar a la criatura?», pregunté.
«La nueva esposa del amo. Es una mala mujer, que decidió conquistarlo, casi antes que mi pobre señora se hubiera enfriado por completo», explicó la mujer con amargura. «Ahora, ella misma ha tenido una niña, prematura por cierto, y dicen que no podrá tener más».
«¿Es eso una tragedia?», pregunté casi de buen humor. «El mundo está lleno de mujeres, de cualquier modo.
»Es que en Escocia», me contestó ella, «cuando no hay hijo varón, la primogénita hereda el título y las propiedades».
—Empecé a comprender lo que la mujer estaba tratando de decirme.
«¿Me quiere usted decir», pregunté todavía con incredulidad, «que la nueva esposa de su amo intenta matar a esta niña para que la suya sea la heredera?».
«La matará, de eso no le quepa a usted la menor duda», contestó la escocesa. «Esta noche la encontré en el cuarto de la criatura, con una almohada en las manos. Si no hubiera llegado en ese momento, sé que habría asfixiado a la pobre nenita en su propia cuna».
«Es triste… muy triste», dije conmovido, «pero me temo que no podré hacer nada. Si yo aceptara a la criatura de un gorgio, la gente diría que me la había robado. ¿Se imagina el escándalo que eso provocaría?».
«Por favor», suplicó la mujer, «por piedad, salve la vida de esta pobre criatura. Yo no se la habría traído si alguien no me hubiera dicho apenas ayer que tiene el cabello lo bastante oscuro como para ser una gitana. Llévesela con usted. ¿Quién notará a una criatura más en su campamento?».
—Al decir eso, retiró el chal con que cubría el rostro de la niña. Vi que era una niña muy pequeña con el cabello oscuro y mucho más grueso de lo que es común en una criatura de esa edad. La miré sintiendo compasión de su caso, aunque sabía que no podía hacer nada.
»En esos momentos oí un grito repentino procedente de mi tienda.
«Corrí hacia allá, porque era la voz de mi esposa, que me llamaba.
»Estaba sentada en la cama, delirando por la fiebre. La tomé en mis brazos.
«¿Qué te sucede?» le pregunté.
«Soñé… soñé» gritó ella, «¡que Saviya estaba… muerta! ¡Muerta!».
«Estaba desesperada. Yo la abracé y después le di una poción de hierbas tranquilizantes que una de las mujeres le había preparado. La bebió y pareció calmarse».
«Fue solo un sueño tonto, Tekia», le dije. «Duérmete tranquila».
«¿Tú cuidarás de Saviya?», me suplicó.
«Yo cuidaré de ella» le prometí. «Está dormida muy tranquila, ni siquiera tus gritos la despertaron».
«Recosté a mi esposa sobre las almohadas, vi que sus ojos se cerraban, y entonces fui a ver la cesta que había del otro lado de la tienda, donde dormía la niña. ¡La niña estaba muerta!».
El marqués vio que Saviya había permanecido inmóvil, petrificada, mientras el voivode hablaba. Tenía los ojos fijos en el rostro de él y el marqués notó que él mismo estaba casi tan tenso como ella; los dos, temerosos de perderse una sola palabra de lo que estaban oyendo.
El voivode continuó relatando cómo había tomado a su hijita muerta, embargado de una pena terrible y preguntándose cómo podría enterar a su esposa de la tragedia. Ella parecía ya mentalmente alterada por los peligros del viaje y la preocupación por la niña.
—Comprendí entonces —continuó el voivode—, que el destino me había dado la solución de mi problema. Volví adonde estaba la mujer escocesa.
—¿Y cambiaron a las niñas? —preguntó el marqués.
—La mujer les cambió la ropa —continuó el voivode—, y mientras lo hacía no dejaba de repetir la poca diferencia que había entre ambas. Las dos eran pequeñas, de frágil constitución y con el cabello oscuro.
«Yo le decía que mi chiquita parecía una gitana», dijo, cuando me vio con la criatura viva en mis brazos, mientras ella tenía a mi niña muerta en los suyos.
—¿Su esposa no notó la diferencia? —preguntó el marqués.
—Estuvo muy enferma durante varias semanas —contestó el voivode—. Yo pensé que lo mejor era alejarnos de allí y partimos al otro día hacia el sur. Días después habíamos salido de Escocia. Saviya, la nueva Saviya, iba siempre en mis brazos, de modo que nadie en la tribu sospechó que no era la misma criatura que había cruzado el mar con nosotros.
«Cuando regresamos a Europa, ya casi me había olvidado de que había existido otra niña, que murió por mi insensatez de llevar a mi tribu a Escocia, en lugar de quedarme en Europa».
—¡Entonces… yo no soy… tu hija! —murmuró Saviya y un leve sollozo pareció estallar en su voz.
—No de mi sangre —contestó el voivode—, pero tú sabes que siempre has sido parte de mi corazón.
El rostro de la joven estaba muy pálido.
—¡No puedo… creerlo! —gritó—. No puedo aceptar el hecho de no ser… románica.
—Ahora comprendes —le dijo el voivode—, por qué no podía yo permitir que te casaras con algún hombre de nuestra tribu. Nuestra sangre debe permanecer pura, y aunque para salvar la razón de mi esposa, te adopté, habría ido contra todos mis instintos permitir que tú, siendo una gorgio, te desposaras con uno de los nuestros.
—¿Sigues pensando igual… acerca de mí… después de todos estos… años que he estado… contigo? —preguntó Saviya.
—Tú sabes que es la ley de acuerdo con la cual vivimos —repuso el voivode con sencillez.
El marqués permaneció en silencio. Hubiera querido tranquilizar a Saviya, consolarla, pero a la vez, comprendía la impresión que esa verdad debió causar en ella y, en ese momento, él estaba al margen del problema.
Ella debía enfrentarlo sola, era algo que la afectaba directamente a ella, porque involucraba su vida misma.
Ahora el voivode, en un tono diferente de voz, como si de un golpe hubiera olvidado todo, dijo:
—Usted desea casarse con Saviya… como no puedo ofender a mi tribu haciéndole saber que la he engañado durante estos años, voy a pedirle que la despose bajo el rito gitano. Y para hacer eso posible le ruego, si está usted de acuerdo, que se convierta en mi hermano mediante un intercambio de sangre.
—He oído hablar de ceremonias similares y acepto —contestó el marqués.
—No se realiza con frecuencia ni todas las tribus la aceptan —aclaró el voivode—. Pero en esta ocasión, como no quiero perder el respeto ni la autoridad que me corresponden por derecho, lo presentaré así ante mi gente. Después, se podrán casar.
Miró a la joven con una leve sonrisa en los labios antes de añadir:
—Antes de una boda, hay, por supuesto, preparativos que hacer. Váyase ahora, milord, y vuelva más tarde.
—Yo sé que es tradicional —dijo el marqués con lentitud—, que el novio no solo haga un regalo de dinero a los padres de la novia, sino que contribuya también a la fiesta que sigue a la ceremonia. Confío en que usted me permitirá hacer ambas cosas.
—¡Concedido! —aceptó el voivode con una leve inclinación de cabeza.
—Entonces, me gustaría sugerir que dos o tres de los hombres de su tribu esperen en la orilla del bosque. Así mis sirvientes podrán encontrarlos para entregarles comida y bebida. Y también me gustaría que uno de ellos me esperara allí a mi regreso, porque me costó mucho trabajo dar con ustedes.
—Así se hará —reconoció el voivode—. Y ahora, mientras yo hablo con mi tribu, puede hablar dos o tres minutos con la novia. No más, porque va contra nuestras costumbres.
Se alejó, al decir eso, y Saviya se puso de pie.
—No puedo… creer lo que… mi padre nos dijo —murmuró en tono desventurado—. ¡Yo soy gitana! ¡Siempre he sido gitana!
—Creo que ambos sabemos que dijo lo exacto —afirmó el marqués con voz profunda. Bajó la mirada hacia el rostro pálido y desencajado de ella y dijo con mucha gentileza—: no tengas miedo, mi amor. Todo saldrá bien. Lo único que importa es que nos amamos.
—¿Todavía… me… quieres? —preguntó ella con voz temblorosa.
—¿Necesitas preguntarlo? —contestó el marqués. Ella lo miró a los ojos, aún titubeante—. ¡Te amo! Recuerda que nada más importa, excepto que te amo y que esta noche serás mi esposa.
Se llevó la mano de ella a los labios, y caminó hacia donde un muchacho gitano estaba deteniendo el caballo.
* * *
Eran casi las seis de la tarde cuando el marqués cruzó el parque en su faetón. Los gitanos le habían mostrado un camino muy corto que conducía del final del parque hacia el angosto sendero que llegaba a su campamento.
Fabius vestía tan elegante como si fuera a asistir a una recepción de la Casa Carlton.
Su corbata, anudada en un estilo complicado por las diestras manos de Hobley, era inmaculadamente blanca, y le llegaba hasta la barbilla. Una leontina incrustada de piedras preciosas pendía de los bolsillos de su chaleco, sobre pantalones de color champaña.
Desde que saliera del campamento gitano esa mañana, había estado muy ocupado escribiendo numerosas notas que envió ese mismo día a Londres con mensajeros. Una de ellas para Charles Collington, avisándole que él estaba vivo y Jethro, muerto.
Después fue a la biblioteca a buscar al reverendo, con quien sostuvo una larga conversación.
También envió al campamento gitano una enorme cantidad de comida y varias cajas de champaña, aunque no pudo menos que pensar que los gitanos debían preferir el rico vino tinto al que estaban acostumbrados.
Presa de una sensación de felicidad indescriptible, el marqués guio los caballos hacia el bosque.
Al llegar a la orilla de éste, vio que dos jóvenes gitanos lo esperaban ya. El marqués detuvo los caballos y bajó del faetón. Entregó las riendas al palafrenero que lo acompañaba y le ordenó que volviera con el carruaje a la casa, porque él se quedaría.
Luego, escoltado por dos gitanos, el marqués caminó entre los árboles, rumbo a campamento…
Había una enorme fogata encendida en el centro de él y las carretas habían sido colocadas en círculo, en torno a ella, exceptuando la de Saviya, que aparecía a un lado. El marqués notó que la habían decorado con flores y follaje.
Los gitanos rodeaban al voivode. Éste estaba más imponente que nunca, con una chaqueta adornada con botones de oro y un collar incrustado con piedras preciosas. Sostenía su cayado en la mano y junto a él, Saviya, ataviada con un vestido muy similar al que usara para bailar la noche de la cena a la que asistiera Sir Algernon. Sin embargo, ahora su tocado parecía casi una corona. Estaba hecho de oro, tachonado de piedras preciosas.
Lucía piedras preciosas también alrededor del cuello, en las muñecas y en las orejas. Su falda estaba ricamente bordada. A los lados de su rostro caían cintas de colores, casi como si fueran un velo.
Con lentitud, el marqués avanzó hacia el voivode, mientras la novia continuaba con los ojos clavados en el suelo y la cabeza inclinada.
Unas horas antes el marqués había enviado, como sabía que era lo correcto, un cofrecito lleno de monedas de oro, que ahora se encontraba sobre una mesa, detrás del voivode.
Cuando el marqués llegó ante él, el voivode dijo con voz muy alta, para que todos lo escucharan:
—Usted ha pedido casarse con mi hija, que es miembro de mi tribu y es de raza románica.
—He pedido a usted autorización para hacerlo —contestó el marqués, que sabía que era la respuesta apropiada.
—No puedo entregar a mi única hija a un gorgio —continuó el voivode—, pero ¿está usted dispuesto a convertirse en uno de los nuestros, a volverse mi hermano porque mi sangre es su sangre y la sangre de usted es la mía?
—Será un honor para mí —contestó el marqués.
El voivode repitió en románico, para su tribu, lo que habían dicho. Entonces, tomando la mano del marqués en la suya, le hizo una pequeña incisión en la muñeca con un cuchillo enjoyado.
Cuando aparecieron unas gotas de sangre, se cortó su propia muñeca y la presionó contra la del marqués, a fin de mezclarlas.
Al hacerlo, el voivode proclamó el nuevo parentesco entre ellos, diciendo que el marqués se comprometía a vivir desde entonces de acuerdo con la ley gitana.
Cuando terminó, Saviya se acercó y ahora ella y el marqués quedaron frente al voivode: el marqués del lado derecho, Saviya del izquierdo, tomados de la mano.
El voivode pronunció algunas palabras en románico y un miembro de la tribu se adelantó para entregarle un puñado de ramas.
—Estas ramas —dijo el voivode al marqués—, vienen de siete diferentes tipos de árboles.
Hablando de nuevo en románico, pronunció otras palabras sobre las ramas, después rompió éstas, una por una, y las arrojó al viento.
—Esto simboliza la unión del matrimonio —explicó al marqués y a Saviya—. Nunca deben faltar al compromiso que han contraído mutuamente, hasta que uno de los dos muera. Como marido y mujer, tendrán que dar y compartir. Ve, Saviya, a traer pan, sal y agua.
Saviya se retiró del lado del marqués y trajo de su carreta una cesta conteniendo una hogaza de pan, una bolsita de sal y una jarra de barro llena de agua.
Colocó el pan y la sal en la mesa que había junto al voivode y levantando la jarra de barro, invitó al marqués a beber.
Él bebió un poco, después ella bebió también, el voivode tomó la jarra de sus manos y la rompió a sus pies.
—En tantas piezas como se haya roto esta jarra —dijo— serán los años de felicidad que disfrutarán juntos. Guarden un pedazo cada uno. Guárdenlo con sumo cuidado. Si lo pierden, la desdicha y la soledad caerán sobre ustedes.
—Nunca perderé el mío, mi amor prometió el marqués a Saviya, con voz baja. Ella lo miró y él se dio cuenta de que había una expresión de verdadero éxtasis en su rostro.
El voivode agarró de nuevo su cuchillo enjoyado y tomó la mano derecha del marqués. Saviya extendió la izquierda. Hizo pequeñas cortadas en ambos, suficientes para que salieran unas cuantas gotas de sangre. Enseguida unió las dos muñecas para que su sangre se mezclara y las enlazó con un cordón de seda en el que hizo tres nudos.
—Un nudo representa la constancia —declaró—, el segundo la fertilidad y el tercero una larga vida.
En seguida el voivode cortó dos trozos de pan de la hogaza, los espolvoreó con un poco de sal y se los entregó al marqués y a Saviya.
Ellos los comieron y cuando terminaron de hacerlo, el voivode desató el cordón de seda con el que había unido sus muñecas.
—Conserven este cordón —dijo—, símbolo de que están atados para toda la vida y jamás podrán separarse.
Cuando terminó de hablar, los gitanos, que los habían estado rodeando en silencio, lanzaron un grito de satisfacción. Un segundo después empezó la música… música alegre, salvaje, procedente de los violines y los otros instrumentos musicales que el marqués oyera tocar cuando Saviya había bailado.
El voivode condujo a la pareja hacia la fogata frente a la cual habían colocado cojines y asientos cubiertos con tapetes.
Todos los hombres se sentaron, mientras las mujeres se ocupaban de servir la cena. Al marqués le pareció delicioso cuanto le sirvieron. La champaña que él había enviado fue servida en unos copones que el contempló con asombro.
—Nosotros mismos los hicimos —comentó el voivode, al entregar al marqués su copa de oro incrustada con piedras semipreciosas: amatistas, turquesas y cornelias.
Había otras copas adornadas con cuarzo rosa y cristal de roca, procedente de Rusia y de los países de los Balcanes.
Comieron y bebieron, con el fondo de la música y las canciones que iban interpretando diversos grupos de la tribu.
^Por último, las mujeres empezaron a bailar.
No eran tan graciosas ni tan etéreas como Saviya, pero, de cualquier modo, bailaban muy bien. El marqués se dio cuenta de que sus bailes, en su mayoría, eran rusos. Algunas veces eran lentos y sensuales, tan hermosos que semejaban cisnes que se movían sobre las aguas plateadas de un lago.
En otras, eran bailes apasionados, excitantes y una vez más, el marqués sintió que el corazón le palpitaba con más fuerza y que lo invadía una vehemencia extraña, que lo hacía sentir como si él mismo estuviera bailando.
La música se tornó más intensa, las voces parecieron subir de tono y aun los violines parecieron convertirse en parte de la noche misma.
Entonces el voivode se puso de pie.
—Pueden irse ahora —dijo al marqués.
Saviya extendió los brazos hacia el voivode.
—¿Volveré a verte alguna vez? —la oyó preguntar el marqués, casi en un susurro.
—Es muy poco probable —contestó el voivode en inglés—, pero estarás siempre en mis pensamientos y en mi corazón, como lo has estado hasta ahora.
Abrazó a Saviya por un momento. Luego la soltó, se desprendió de los brazos con que ella le había rodeado el cuello y depositó la mano de la joven en la del marqués.
—Ahora es suya —dijo—. Cuídela mucho.
—Puedo asegurarle que siempre lo haré —contestó el marqués.
Los dos hombres se estrecharon la mano. Saviya condujo al marqués hacia su carreta.
Había dos caballos blancos para tirar de ella. El marqués subió y se sentó junto a su flamante esposa en el asiento del frente. Pero no había riendas. Los gitanos conducían los caballos.
Los hombres que tocaban los violines iban adelante de ellos, seguidos por las mujeres, que cargaban bultos y cestas.
El marqués se volvió a mirar al voivode, que permanecía de pie junto a la hoguera, en el campamento ahora casi desierto.
Su mano descansaba en su cayado y se le veía distinguido, pero al mismo tiempo, muy solitario. Era un rey de una pequeña comunidad, pero era solo eso… ¡un rey!
La procesión avanzó un buen rato en la oscuridad, hasta que por fin se detuvo.
Los caballos fueron desenganchados de la carreta. El marqués y Saviya, que continuaban sentados en la carreta, vieron cómo las mujeres encendían una pequeña hoguera. Las que llevaban bultos, los extendieron apareciendo tapetes y mantas que iban extendiendo en el suelo, a un lado de la hoguera, para recibir el calor de ésta, pero cuidando que el fuego no llegara hasta ellos. Después cubrieron el lecho improvisado de ese modo, con los pétalos de flores multicolores, que llevaban en las cestas.
Entonces las gitanas empezaron a bailar alrededor del fuego, primero con lentitud y después con sus movimientos que aumentaban en pasión y en intensidad.
A la luz de las llamas, sus figuras tenían una rara y primitiva belleza y por fin, al compás de la música de los violines, empezaron a alejarse hacia el bosque.
Los músicos las siguieron y no tardaron también en perderse entre los árboles.
Saviya bajó de la carreta, para ponerse de pie junto a la hoguera y seguirlos con la mirada, hasta perderlos de vista.
El marqués la imitó y se reunió con ella.
Las últimas notas de los violines parecieron temblar en el aire y después se hizo el silencio.
—¿Te diste cuenta? —preguntó Saviya, con voz muy baja y muy triste—. Ni siquiera… me miraron. ¡Ya jamás… volverán a hablarme!
Había tanta desventura en su voz que el marqués la rodeó con sus brazos.
Ya no llevaba puesta la corona de joyas que usara para casarse. Ahora su cabello cayó sobre el hombro de él. El marqués levantó la mano y con mucho amor le acarició la cabeza.
—¡Ya no soy… nadie! —murmuró—. ¡Ya no soy siquiera una… bruja!
—Eres mi esposa —dijo el marqués con voz profunda—, y me tienes embrujado, Saviya, desde el momento mismo en que te vi, Estoy apresado en tu embrujo del que no podré escapar nunca.
La oyó lanzar un profundo suspiro. Levantó el rostro hacia el marqués. Sus ojos se veían muy oscuros y misteriosos a la luz de la luna.
—¿Estás seguro de que eso es… suficiente? —preguntó ella—. Tengo tan poco que darte. ¡Ahora no sé ya siquiera quién soy!
—Pero yo sí lo sé —contestó el marqués—. Sé que representas todo lo que yo he deseado siempre en una mujer; todo lo que ambiciono de mi esposa. Todo lo que amaré, adoraré y veneraré por el resto de mi vida.
Sus palabras la hicieron estremecer. Con mucha gentileza, con la suavidad con que había empezado la música, como gotas de lluvia que cayeran sobre la tranquila superficie de un estanque, él empezó a besarla, oprimiéndola contra su corazón.
Entonces, al sentir cómo surgía una llama repentina en ella, que incitaba al delirio el fuego que había encendido en él, los labios del marqués se tornaron más apasionados y más exigentes.
Con emoción indescriptible, empezó a besarla hasta que los sentidos de uno, solo tenían cabida en los del otro.
Así, mientras la luna ascendía por encima de los árboles y el fuego de la hoguera se extinguía, compartieron juntos el lecho de flores, arrullados por el sutil murmullo del amor.