Capítulo 6

—Me voy, milord, si no necesita algo más su señoría —dijo Hobley.

El marqués miró a su valet, desde donde estaba sentado, ya fuera de la carreta, a la sombra de los árboles.

—Nada, gracias, Hobley. Pero no te olvides de asegurarte de que el Coronel Spencer y el alguacil del condado, estén en casa mañana.

—Yo me encargaré de eso, milord.

—Haz todo sin despertar sospechas —le advirtió el marqués—. No quiero que nadie sepa que estoy vivo, hasta que me enfrente con Jethro.

—Puede confiar en mí, su señoría.

—Bien, Hobley, y gracias.

—Buenos días, milord.

Levantando la cesta vacía en que trasladaba los alimentos desde la casa, Hobley se deslizó entre los árboles y casi en el acto se perdió de vista.

El lugar, en medio de una espesa arboleda, era un escondite perfecto. La carreta estaba de tal modo cubierta por ramas, hierbas y lianas, que resultaba, como Saviya le había dicho, casi invisible.

Habían pasado tres semanas desde que fue arrojado del caballo y apuñalado por los hombres de Jethro.

La herida producida por el puñal aparecía cicatrizada y la clavícula había soldado. Fabius, como él mismo decía, estaba ya en perfectas condiciones de salud.

Al mismo tiempo, recordaba, avergonzado, lo ridículas que sonaban sus valerosas palabras de una semana antes, cuando alardeaba que al abandonar el lecho estaría listo para enfrentarse con Jethro.

La triste realidad fue que se levantó débil como un niño y tembloroso como un anciano, y que le tomó varios días recobrar las fuerzas.

La paz del lugar en que se hallaba representó un remanso para que su recuperación fuera más rápida, además, el tiempo que pasaba con Saviya le parecía muy corto y los días pasaron casi sin que él se diera cuenta.

—Tú me haces muy feliz —confesó una noche, con voz profunda.

—¿Es verdad? —le preguntó Saviya.

—Nunca, hasta ahora, había conocido la verdadera felicidad —le aseguró el marqués.

Llevó las manos de la joven a sus labios y percibió cuando tocaron aquella tersa piel que ella se estremecía de placer.

—Pensé que lo único que pedía a la vida eran diversiones —continuó diciendo él—, que solo me interesaba reír, participar en conversaciones ingeniosas, asistir a fiestas organizadas por mis amigos. Pero ahora mi mayor anhelo es estar a solas contigo.

—Tal vez si estuviéramos juntos por mucho tiempo, tú te… aburrirías —sugirió ella con cierta angustia en la voz.

—¡Sabes que eso no es verdad! —protestó el marqués—. Antes, siempre que estaba con una mujer, me sentía insatisfecho, inquieto.

—¿Y ahora?

—Siento como si un nuevo mundo se abriera ante mí… un mundo insólito, no solo de gente, lugares y cosas, sino de mí mismo y de ti.

Saviya volvió un poco la cabeza para apoyarla en el hombro de él.

—Tú eres mi mundo —murmuró.

Entonces el marqués la rodeó con sus brazos y la acercó a su pecho.

Sentado frente a la carreta, advirtió que Saviya estaba preocupada. Ya la conocía lo suficiente como para saber lo que sentía, aunque ella no se lo dijera. Y esto era así, sobre todo, cuando aparecía confusa.

Era indudable que la inquietaba lo que sucedería cuando él se enfrentara con Jethro y lo arrojara de la casa.

El marqués, por su parte, estaba lleno de excitación. Sabía que algo feroz y primitivo dentro de sí pugnaba por salir a luchar contra su primo y castigarlo por los atentados que había hecho contra su vida.

—¿Por qué estás tan preocupada, mi amor? —preguntó a Saviya.

Ella se movió del banquillo en el que se hallaba sentada, se acercó al marqués y se arrodilló junto a su silla.

—No puedo evitarlo —contestó.

—¿Estás siendo clarividente o solo sientes preocupación?

Ella sonrió con un dejo de tristeza.

—Tú sabes que como te amo de manera tan intensa, no puedo ver el futuro en lo que a ti se refiere. Sin embargo, percibo que estás en… peligro. Por lo demás, mi gran amor me ciega y ya no soy una bruja, sino… ¡una mujer!

El marqués rio de buena gana.

—No lo digas en tono tan trágico —suplicó él—. Eso es lo que yo quiero que seas… ¡una mujer! ¡Mi mujer! ¡Ahora y siempre!

Él se levantó de la silla al decir eso y puso a Saviya de pie, para estrecharla entre sus brazos. Le hizo la cabeza hacia atrás para mirar sus ojos, oscuros y preocupados.

—Confía en mí —dijo él—. Yo sé lo que es mejor para ambos.

Entonces la besó y no pudieron pensar en nada que no fuera el éxtasis que a ambos consumía y los transportaba a un mundo donde no había traiciones, ni temores, solo amor.

* * *

Cuando el marqués se levantó al día siguiente, despertó de un profundo sueño, e invadido de una sensación de felicidad, vio que Saviya ya había encendido el fuego. Hobley llegó unos minutos más tarde, con huevos frescos, pan recién horneado y un buen trozo de mantequilla dorada hecha en el establo de su señoría.

Ayudó al marqués a vestirse, mientras Saviya preparaba los huevos y el café.

Cuando el marqués bajó de la carreta, vio que había un leve rubor en sus mejillas, producido por el calor del fuego. Con su atractiva ropa de gitana, parecía la heroína de un melodrama teatral y demasiado hermosa para ser una mujer práctica.

Sin embargo, los huevos estaban aderezados a la perfección con cuantas hierbas especiales utilizaban los gitanos. El marqués opinó que el platillo superaba a cualquiera que le hubiese preparado su famoso y costoso cocinero.

—Cuéntame, Hobley —dijo, cuando la muchacha le sirvió la segunda taza de café—, ¿conoces los planes del señor Jethro para esta mañana?

—Tengo idea, milord, de que se va a levantar muy tarde contestó Hobley con firmeza.

—¿Estuvo bebiendo anoche? —preguntó el marqués.

—En exceso, milord. Dos de sus amigos se marcharon después de la medianoche y un tercero se iba para Londres cuando yo salía de la casa.

—Eso quiere decir que el señor Jethro estará solo, ¿no es así?

—Así es, milord.

—Eso es lo que quería saber —dijo el marqués—. ¿Ordenaste los caballos?

—Me siguieron hasta cerca de aquí —repuso Hobley—. Los dejé a cincuenta metros de distancia, milord, porque consideré que era mejor que los palafreneros no vieran la carreta.

—Muy bien hecho —aprobó el marqués—. Y ahora, Hobley… será mejor que te vayas. Ve a buscar al alguacil y llévalo a casa. Nos encontraremos allí en una hora. ¿Te dará suficiente tiempo?

—Más que suficiente, milord.

Hobley se dio vuelta para retirarse y dijo:

—¡Buena suerte, milord! Será un placer para todos tenerlo de regreso en el marquesado.

—Gracias, Hobley.

El valet desapareció y Fabius continuó desayunando tranquilo, aunque estaba tratando de ejercer un férreo dominio sobre sus emociones.

—¿Tendrás cuidado? —preguntó Saviya de pronto.

—Tendré mucho cuidado, por ti —contestó el marqués—. Pero, después de todo, ¿qué puede hacer Jethro? Ya anunció al mundo que estoy muerto y qué tú eres mi asesina. Cuando vuelva vivo y contigo a mi lado, le será muy difícil evitar que sus mentiras sean recibidas por todos con verdadero desprecio.

—De cualquier modo, él es como un reptil, o como una rata. No creo que se considere vencido con tanta facilidad. Me habría gustado que siguieras mi consejo de llamar al Capitán Collington.

—No me siento nada orgulloso de la forma en que mi primo se ha comportado —contestó el marqués—. En mi familia casi nunca hubo escándalos. Mi padre y mi abuelo fueron hombres muy respetados, tanto en el condado, como en la Cámara de los Lores. Cuando yo muera, espero que la gente hablará bien de mí.

Cuando terminó de hablar, el marqués advirtió la expresión del rostro de Saviya e interpretó su pensamiento, vinculado a la idea de que su asociación con ella no aumentaría en modo alguno su prestigio. La tomó de la mano.

—No te pongas así, mi amor —dijo—. Mi vida privada es muy mía y ningún hombre interferirá en ella. En público seremos muy circunspectos.

Pero a pesar de sí mismo, comprendía lo difícil que sería tener a Saviya viviendo en la Casa Ruckley sin que la gente descubriera su relación.

Sabía también, que nunca la ofendería teniéndola, como había tenido a sus anteriores amantes, en una pequeña casita situada en un barrio más o menos elegante de Londres, donde podría visitarla a su conveniencia.

Aún quedaban muchos obstáculos por vencer; pero, por el momento, pensó que lo mejor era ir salvándolos uno por uno.

Cuando se hubiera librado de Jethro, él y Saviya viajarían al extranjero y a su regreso, harían frente a los problemas que su relación pudiera ir provocando.

Los caballos que Hobley trajo para ellos eran de los mejores que tenía el marqués y cuando levantó a la joven hacia la silla de uno de ellos, murmuró con voz baja:

—Siempre he deseado verte montar.

Comprendió, por la luz repentina de sus ojos, que ella también se sentía excitada por la magnificencia de los caballos y por el hecho de que ahora tenía unas riendas en las manos.

Los dos palafreneros que habían traído a los caballos se mostraron asombrados de ver con vida al marqués y cuando él los saludó, se dio cuenta de que mostraban sincera satisfacción de que no estuviera muerto como les habían hecho creer hasta ahora.

Los palafreneros traían sus propios caballos y cuando el marqués se puso en marcha, lo siguieron.

Era, pensó Saviya, una pequeña caravana la que partió del bosque para salir, por fin, al parque de la Casa Ruckley. Ésta se veía espléndida, bañada por la luz del sol, con sus ladrillos rojos contrastando con el resplandor de las ventanas de cristal en forma de diamantes y las retorcidas chimeneas recortadas contra el cielo azul.

Cuando Saviya levantó los ojos, vio que el estandarte de los Ruckley ondeaba con el viento. Solo cuando el dueño de la casa estaba allí, se izaba el estandarte. El que Jethro hubiera ordenado que se izara, era un claro indicio de que se creía ya el nuevo Marqués de Ruckley.

Cruzaron el parque, obligando a huir a los ciervos que pastaban bajo los árboles, y se dirigieron con tranquilidad hacia el patio que había frente a la entrada principal.

«Nunca me había parecido mi casa más hermosa que ahora» pensó el marqués. «Vale la pena luchar por ella».

Lucharía hasta el último aliento, para evitar que Jethro y sus amigos, borrachos y disolutos como él, arruinaran la digna serenidad de la Casa Ruckley.

Saviya lo miró por encima del hombro, cuando detuvieron los caballos frente a la puerta principal.

—No hay señales de Hobley —dijo—. Creo que debemos esperarlo.

—No voy a esperar a nadie —contestó el marqués y había una nota en su voz que mostró lo furioso que estaba.

Era como si haber visto su casa nuevamente le hubiera hecho ver con toda claridad lo que estaba a punto de perder. Ahora, su calma de las primeras horas del día había cambiado, para transformarse en una profunda ira.

Desmontó y depositó a Saviya en el suelo.

Ella hubiera querido suplicarle que esperara un poco más, la llegada del alguacil. Pero como sabía que nada lo haría cambiar de opinión en ese momento, lo siguió en silencio. El marqués subió a toda prisa la escalinata, en dirección de la puerta del frente.

Ésta fue abierta inmediatamente y mientras los lacayos en servicio lo miraban asombrados, Bush lanzó una exclamación de alegría.

—¡Su señoría! ¡Está usted vivo!

—¡Muy vivo! —contestó el marqués.

—Todos estábamos seguros, muy seguros, milord, de que no podía usted haber muerto como decían; pero el que no hubiera vuelto nos tenía alarmados.

—Pues ahora estoy a aquí —replicó el marqués—. ¿En dónde está el señor Jethro?

—En el salón, milord. Acaba de desayunar.

El marqués cruzó el vestíbulo, siempre seguido por Saviya.

Un lacayo se adelantó a toda prisa, para abrirles la puerta.

Jethro estaba de pie en el extremo opuesto del salón, frente a la chimenea, y la expresión de su rostro hizo estremecer a Saviya.

El hombre era tal como ella lo había visto por primera vez que leyó la suerte al marqués, y comprendió que estaba en peligro.

Moreno, con una larga nariz, Jethro Ruckley podía haber sido apuesto, si no hubiera sido porque su vida desordenada le daba un aspecto disoluto. La expresión de su rostro era tan perversa, tan siniestra, que hacía que la gente lo rehuyera de forma instintiva.

Sus ojos, bajo espesas cejas, estaban demasiado juntos; pero era su boca, retorcida y cínica, en un perpetuo gesto de menosprecio, lo que lo hacía verse intolerable.

—¡Así que has vuelto! —exclamó con voz áspera, antes que el marqués pudiera hablar—. Te vi al cruzar el parque, así que estoy listo para darte la bienvenida, mi querido primo.

El marqués avanzó hacia él.

—¿Cómo te atreves a comportarte de la forma en que lo has hecho? —preguntó el marqués con lentitud; tenía ya a su voz bajo estricto dominio—. Tres veces has tratado de matarme, Jethro, y tres veces has fracasado. ¡He tenido ya suficiente!

—Eres un hombre con suerte —repuso Jethro, pero el tono de su voz hacía que sus palabras parecieran un insulto—. Cualquier otro hombre hubiera muerto a causa de los accidentes que programé para ti. Así que ahora supones que vas a impedirme que herede, ¿no es eso? Pero todavía no estoy derrotado, primo Fabius… ¡todavía no!

—Me temo que tus planes, por ingeniosos que hayan sido declaró el marqués en tono lleno de desprecio, —se han vuelto insoportables para mí. No voy a tolerarlos más. Por lo tanto, Jethro, he venido a darte un ultimátum.

Su primo se echó a reír y el sonido de su risa fue desagradable.

—¿Y qué sugieres? —preguntó—. ¿Vas a colgarme de un árbol o a encerrarme en un calabozo?

—Ninguna de las dos cosas —contestó el marqués—. Tú decidirás si quieres que te someta a juicio por intento de asesinato y perjurio o si por tu propia voluntad te exilias al extranjero. Te daré una pensión generosa, Jethro, en tanto que no pongas un pie en Inglaterra.

De nuevo Jethro Ruckley lanzó una carcajada.

—¡Bien pensado, Fabius! Típico de un caballero como tú. Y esperas que seleccione la segunda alternativa para evitar un escándalo en la familia.

—Por primera vez estamos de acuerdo con algo.

—¿Y realmente piensas —preguntó Jethro con una voz sedosa, pero siniestra—, que intento irme al extranjero y dejar que disfrutes de esta casa con tu amante gitana?

El marqués perdió el color.

—No metas a Saviya en esta discusión, Jethro —replicó en tono agudo—. Ya la has difamado suficiente.

—¿Crees, realmente, que yo, un Ruckley, podría difamar a una gitana?

—¡Basta, Jethro! Limitémonos a discutir lo que vas a hacer tú.

Saviya había estado observando a Jethro Ruckley y advirtió que estaba erguido en actitud altiva frente al marqués, con las manos a la espalda. Tenía un cierto tipo de valor que era parte de su herencia. Aunque era un hombre vil y perverso, Jethro tenía buena sangre en las venas y, sin importarle lo que sucediera, no se conduciría como un cobarde.

—Quiero tu respuesta —insistió el marqués.

—Te la daré ahora mismo —contestó Jethro Ruckley—, y con toda claridad, primo Fabius, para que no haya error posible. Tú siempre me has despreciado, siempre me has considerado de poca importancia, pero ahora, por fin, tengo yo la sartén por el mango.

El marqués se limitó a enarcar las cejas, para demostrar que no comprendía lo que su primo estaba diciendo. Jethro continuó:

—Vas a morir, Fabius, como he intentado todo el tiempo que lo hagas. Es mejor que sea en este momento, porque parecerá, al menos a los ojos del mundo, una muerte honorable, de acuerdo con la tradición de la familia.

—No sé de qué estás hablando —observó el marqués—. Deja de decir tonterías y responde a mi pregunta: ¿quieres ser sometido a juicio o irte al extranjero?

—¡No haré ninguna de las dos cosas! Me quedaré aquí a disfrutar de la vida como el sexto Marqués de Ruckley.

Al hablar, retiró las manos de la espalda y Saviya lanzó un leve grito de horror.

Jethro Ruckley sostenía dos pistolas y ambas apuntaban al pecho del marqués.

—Si me matas —le advirtió el marqués con desprecio—, te colgarán por asesino.

—Por el contrario —contestó Jethro—. Te habré matado en defensa propia —lanzó una leve risilla—. Has venido a caer directo en mis manos, mi querido Fabius. Los sirvientes te vieron llegar y tendrán que aclarar que venías dispuesto a la venganza. Nos habrán oído discutir, ¿y habría algo más comprensible que suponer que, ante mi impertinencia, perdiste los estribos y me disparaste con tu propia pistola de duelo?

Había tanto veneno en su voz, que Saviya se quedó petrificada, pensando en lo ingenuos que habían sido en llegar como lo hicieron.

—Debes estar pensando —dijo Jethro Ruckley con menosprecio—, que tu ramera gitana rendirá testimonio contra mí. ¡No seas ciego, Fabius! Nadie tomará en cuenta la palabra de una gitana contra la del sexto Marqués de Ruckley.

Había una nota de triunfo en su voz antes que continuara diciendo:

—Me has estado amenazando, Fabius. Nadie puede negar eso. Desafortunadamente para ti, no te has proporcionado los medios para hacer efectiva tu amenaza. Mi plan, en cambio, es muy inteligente.

Sonrió con la satisfacción del hombre que tiene todos los ases en la mano.

—Diré a los magistrados que me amenazaste, Fabius, y que como yo no acepté tus absurdas sugerencias, trataste de matarme. Esta pistola, que ya ha sido disparada, será encontrada en tu mano. Para protegerme yo disparé a mi vez y siendo, desde luego, mejor tirador que tú, resulté victorioso.

Había algo horrible en la forma de hablar de Jethro Ruckley. Entonces, en el momento mismo en que empezaba a levantar la pistola que tenía en la mano derecha, para apuntarla mejor hacia el marqués, hubo un movimiento repentino.

Antes que su dedo oprimiera el gatillo, un rayo de acero cruzó los aires y penetró en su garganta.

Fue tan rápido que el marqués no se dio cuenta en el primer momento qué había sucedido.

Jethro Ruckley tambaleante, cayó hacia atrás. En el momento de hacerlo, su dedo se crispó en el gatillo y hubo un disparo ensordecedor. La bala de su pistola perforó el techo, por encima de sus cabezas.

Por un momento, el marqués se quedó paralizado. Antes que pudiera reponerse de la impresión, escuchó una voz a sus espaldas y pisadas que cruzaban la habitación.

El marqués volvió la cabeza.

—¡Coronel Spencer! —exclamó.

El alguacil del condado era un hombre anciano, pero distinguido. Su expresión era muy seria.

—¿Oyó usted lo que se dijo aquí? —preguntó el marqués.

—Sí, y en los últimos minutos no supe qué hacer —contestó el Coronel Spencer—. Tenía la impresión de que si entraba en la habitación de forma intempestiva, Jethro podría haber terminado contigo antes de lo que intentaba.

—Yo arrojé la daga que lo mató —dijo el marqués, poniendo la mano con rapidez en la de Saviya, para impedirle que lo contradijera.

—Fue un acto de defensa propia —observó el alguacil, como si comprendiera—, y no tiene ninguna importancia quién haya arrojado el arma.

—Gracias, coronel —respondió el marqués, agradecido—. No querría que… mi futura esposa se viera mezclada en cosas desagradables.

Al decir eso sintió que los dedos de Saviya se ponían rígidos bajo los suyos.

—Te felicitaría, Fabius, en circunstancias más agradables —dijo el alguacil—. Por el momento, tengo que cumplir mi deber.

El alguacil se dirigió hacia el cuerpo de Jethro Ruckley, que yacía sin vida en el suelo. La sangre manaba de la herida y había también un hilillo que brotaba de sus labios delgados.

Al mirar hacia la daga, el marqués comprendió que Saviya lanzó el arma con excelente puntería. Había perforado el cuello de Jethro exactamente en el punto más vulnerable y con una fuerza increíble que procedía de la flexibilidad de los músculos de su muñeca.

—Siento mucho que la vida de tu primo haya terminado de este modo —comentó el alguacil con voz baja—. Los conozco a ambos desde niños. Mientras crecían, me dio la impresión de que se llevaban bien.

—Así era —contestó el marqués—. Pero cuando nos convertimos en hombres, Jethro se dejó dominar por los celos y la envidia. Ansiaba, con desesperación, ocupar mi lugar.

—Hobley me explicó ya sobre los otros atentados que hizo en tu contra.

—Coronel, usted fue amigo íntimo de mi padre —dijo el marqués con voz baja. ¿Podría usted arreglar las cosas para que hubiera el menor escándalo posible?

—Haré lo que pueda —prometió el coronel—, como yo estaba presente en la muerte de Jethro, mi declaración será suficiente para los magistrados. Fue un duelo de honor y habrá pocas formalidades legales que llenar.

—En un duelo de honor se acostumbra que el sobreviviente se vaya unos meses al extranjero y eso es lo que yo pretendo hacer —contestó el marqués.

—Eso me parece muy sabio de tu parte —aprobó el coronel—. Deja todo en mis manos. Como amigo de tu familia que soy, desde hace años, la verdad de lo que sucedió entre Jethro y tú nunca saldrá de estas cuatro paredes, Fabius.

—Gracias, coronel —dijo el marqués—. Yo sabía que podía confiar en que usted, como nadie, comprendería.

Extendió la mano y al estrechársela, el alguacil declaró:

—Quiero, por sobre todas las cosas, Fabius, verte ocupar el lugar que tu padre tenía en el condado. Yo sé que un hombre joven, que ha estado en los horrores de la guerra, necesita el descanso y la diversión que solo Londres puede proporcionar. Pero aquí hay mucho por hacer. Con las nuevas tierras que yo sé que han puesto en tus manos, espero que te veamos con mucha más frecuencia.

El marqués intuyó que lo que el alguacil le estaba diciendo tenía un significado mucho más profundo de lo que parecía.

Sin mencionar a Saviya, se daba bien cuenta de que ella estaba en los pensamientos del coronel.

El marqués había reconocido, en el momento mismo en que Jethro se tambaleaba y moría del impacto de la daga, que había solo un lugar en su vida para Saviya y era como su esposa.

No solo le había salvado la vida por tercera vez, sino que había matado a un hombre para defenderlo.

Al pensar en ella notó que no se encontraba a su lado. Miró a su alrededor y pensó que tal vez, para evitar ver el cadáver de Jethro se había ido a buscar al reverendo.

El alguacil se dirigió hacia la puerta y el marqués lo siguió. Ya en el vestíbulo, el marqués dio instrucciones a Bush para que retiraran el cuerpo de Jethro Ruckley.

El marqués se dirigió entonces hacia la biblioteca. Y, al pasar junto a un lacayo preguntó:

—¿En dónde está la señorita Saviya?

—Salió de la casa, milord.

El marqués miró al hombre con asombro. Cruzó a toda prisa el vestíbulo y bajó la escalinata.

El carruaje del alguacil estaba afuera y Hobley conversaba con el cochero. Al ver salir al marqués, Hobley se acercó a él.

—¿En dónde está la señorita Saviya? —le preguntó el marqués.

—Salió hace unos minutos, milord. Montó el caballo en el que yo había vuelto con el Coronel Spencer, y se dirigió hacia el bosque.

—Que me traigan un caballo inmediatamente —ordenó con voz aguda el marqués, a un lacayo.

El hombre se marchó corriendo y Hobley, al levantar la vista hacia su amo, no se atrevió a hacer las preguntas que temblaban en sus labios.

Sabía que algo había perturbado de manera grave al marqués. Con expresión ansiosa, se dirigió hacia la casa, para averiguar él mismo lo que había sucedido.

Pasaron solo unos cuantos minutos antes que apareciera un palafrenero, conduciendo el potro negro favorito del marqués.

Desmontó y casi antes que tocara el suelo, el marqués había ocupado ya su lugar en la silla.

Sin una sola palabra, se lanzó al galope a través del parque, en dirección del bosque.

Lo impulsaba el temor que era casi como una daga que oprimiera con fuerza su corazón.