Capítulo 7

Cuando terminaron de comer, se sentaron a charlar, hasta que Nora exclamó:

—Estoy segura de que Tomkins querrá que usted descanse un poco esta tarde. Está haciendo demasiado para ser el primer día que baja.

—Descanso mientras hablo con vosotros —protestó el marqués—. En realidad, mi brazo está ya casi cicatrizado y me siento muy bien de salud.

Habían contado a David toda la historia del príncipe y su intento de asesinar al marqués. A él le había horrorizado la conducta del ruso.

También le había asombrado que Nora hubiera sido lo bastante astuta y hábil como para salvar al marqués.

—¿Cómo pudiste ser tan tonto como para confiar en que un hombre como el príncipe no te mataría a sangre fría? —le preguntó.

—Con toda franqueza —contestó el marqués—, había olvidado lo poco civilizados que son algunos rusos.

Lanzó una leve exclamación de menosprecio al añadir:

—Nunca imaginé que un hombre fuera capaz de actuar de forma tan deshonrosa, sobre todo cuando había una dama presente.

—¡Podría haberte matado a ti, querida! —exclamó Louise llena de horror—. ¡Y eso es algo que yo no hubiera podido soportar!

Habló con un tono tan angustiado, que el conde extendió la mano de forma instintiva para coger la de ella.

El marqués los miró con una expresión alegre y maliciosa en los ojos. Para Nora, el amor del conde hacia su madre era muy evidente.

Se sintió un poco turbada. Estaba segura de que el marqués, que suponía que su madre era viuda, no tardaría mucho en preguntarles por qué no se casaban.

Dijo a toda prisa:

—Estoy segura de que usted debía ir a descansar, milord. Así, tal vez pueda bajar a cenar con nosotros esta noche.

Mientras hablaba, decidió que más tarde, aquel mismo día, debía decir a su madre que tenían que irse.

Era algo que ella temía mucho hacer.

Al mismo tiempo, estaba convencida de que era la única solución posible.

Confiaba en que su madre comprendiera también que era lo que debían hacer.

Una vez más se preguntó a sí misma cómo podría dejar al marqués.

Sabía que no podía negar su amor, cuando parecía fluir por ella como una corriente de sol.

No podía evitarlo, como no podía evitar que el mundo girara.

Al verle sentado en su silla de alto respaldo, tranquilo y contento, pensó que ningún hombre podía ser más apuesto que él o tener una personalidad más impresionante.

«Tal vez esté siendo absurda, como todas esas otras mujeres que le han amado» pensó. «Pronto se cansará de mí, volverá a su alegre vida de Londres y me olvidará».

Se preguntó si lo que sentiría entonces sería comparable a lo que estaba sintiendo ahora, después de haber decidido que debía irse de allí sin que el marqués se diera cuenta.

Debía asegurarse de que no sólo sir Horace no pudiera encontrarlas, sino tampoco él.

Mientras los demás hablaban, ella estaba planeando que ella y su madre se marcharían muy temprano a la mañana siguiente, antes de que despertaran al marqués.

Debían estar ya muy lejos de allí cuando él comprendiera lo que había sucedido.

«Debo meter en los baúles todas las cosas de mamá y las mías esta misma noche» decidió Nora. «Tan pronto como empiece a amanecer, ordenaré al mozo que vaya a la caballeriza a pedir un carruaje y caballos».

Sabía que el chico lo consideraría extraño, pero no se atrevería a oponerse a una orden dada por ella. Lo mismo sucedería con los palafreneros que estaban en la caballeriza.

Se dirigirían a la posta más cercana y devolverían el carruaje del marqués, mientras ellas continuaban su viaje.

Lo que tendría que decidir rápidamente era a dónde podrían ir.

Pensó que debía haber un gran número de pequeños pueblos donde pudieran encontrar una casita. Escondidas allí, al marqués le resultaría prácticamente imposible encontrarlas.

Estaba dando vueltas a su plan, tratando de asegurarse de que no hubiera cabos sueltos en él, cuando se dio cuenta de que el marqués la estaba observando.

Ella se negó a sonreírle.

—Estás muy callada, Nora —dijo.

—Estaba escuchando a mamá y al conde —dijo ella con rapidez, pero supo que el marqués no la creía.

—Voy a llevar a Louise al jardín —dijo el conde, mirando hacia los ventanales que daban al jardín.

Se puso de pie y continuó diciendo:

—Necesita que le dé un poco el sol. En realidad, nunca la había visto tan pálida.

Nora sabía que eso se debía a que su madre había llorado mucho la noche anterior.

Louise, sin embargo, se las ingenió para protestar:

—¿Estás insinuando que hoy estoy muy fea?

—¡Eso sería imposible! —contestó el conde con galantería.

Había una nota suave, acariciadora en su voz. Sin pensar, Louise extendió una mano hacia él.

En esos momentos, la puerta del salón se abrió y el mayordomo anunció con una voz que sonaba como la trompeta del juicio final:

—¡Sir Horace Harlow, milord!

Nora y su madre se quedaron petrificadas al ver entrar a sir Horace en el salón.

Parecía más fuerte y brutal, pensó Nora, que cuando le había visto la última vez.

Tenía la cara roja y la nariz se le había hinchado a causa de la bebida.

Mientras avanzaba arrogante y amenazador hacia ellas, Nora advirtió que estaba borracho.

Se detuvo a pocos pasos de Louise, que permanecía de pie, como si su repentina aparición la hubiera dejado paralizada. Tenía los ojos oscuros de miedo y sus labios temblaban de forma evidente.

—¡Así que estás aquí! —rugió sir Horace con una voz que pareció llenar toda la habitación.

La miró con furia asesina mientras continuaba diciendo:

—¡En bonito lío me has metido! ¡Me ha costado una pequeña fortuna pagar a dos detectives de la calle Bow para que descubrieran tu paradero!

—¡Tú me obligaste a irme! —exclamó Louise.

Su voz era tan débil que resultaba difícil oírla.

—¿Qué yo te obligué? —gritó sir Horace—. ¡Lo que quieres decir es que esa maldita hija tuya te convenció de que me abandonaras! ¡Bueno, ya me encargaré de ella, como me encargaré de ti, cuando lleguemos a casa!

—No voy a volver contigo, Horace —contestó Louise—. Tú me hiciste muy desgraciada y ahora que he vuelto a mi viejo hogar, he descubierto que me resultaría imposible vivir contigo.

Como si comprendiera que ésta era una discusión en la que él no debía intervenir, el conde se alejó de Louise y se quedó de pie junto a la silla del marqués.

—¡Tú eres mi esposa! —gritó sir Horace—. ¡Vas a volver conmigo y yo me encargaré de evitar que algo similar vuelva a suceder en el futuro!

Había algo tan amenazador en la forma en que él dijo eso, que Louise dio un paso atrás instintivamente, como si temiera que sir Horace fuera a golpearla.

Entonces Nora avanzó hacia él.

—Ya ha oído lo que mamá ha dicho, sir Horace —dijo.

Su voz era firme, aunque estaba muy asustada.

Aspiró una profunda bocanada de aire y continuó:

—Usted la tenía enferma de tanto golpearla y yo no voy a permitirle que la vuelva a maltratar de la forma brutal en que lo estaba haciendo. ¡Eso no se lo permitiré jamás!

—¿Tú no me lo permitirás? —gritó sir Horace—. ¿Quién eres tú, me quieres decir? ¡No eres más que una chiquilla miserable, sin un penique a su nombre, que me robó mi dinero y mi esposa!

Su cara estaba cada vez más congestionada.

—¡Vas a obedecerme y a dejar de poner a mi esposa en mi contra! ¡O te obligaré a obedecer a golpes, como pienso hacer con ella!

—¡Usted no hará nada semejante! —replicó Nora furiosa.

Al decir esto, se colocó delante de su madre, como si quisiera protegerla.

El marqués había estado observando y escuchando con gran atención, aunque había decidido que era mejor no decir nada todavía.

—¡Maldita seas! ¿Cómo te atreves a desafiarme? —rugió sir Horace—. ¡Vendréis ahora mismo conmigo! ¡No estoy dispuesto a soportar más tonterías!

Levantó el brazo al decir eso, como si fuera al golpear a Nora para vencer así su oposición.

El marqués se puso de pie de un salto. Sin embargo, el brazo de sir Horace pareció quedar suspendido en el aire, por encima de su cabeza.

Abrió la boca, como si le faltara el aire, y se tambaleó. Entonces, con un grito gutural que pareció que había sido arrancado de entre sus labios, cayó de forma estrepitosa sobre la alfombra.

Por un momento, Nora no pudo moverse, ni respirar siquiera.

Louise lanzó un leve grito de horror y el conde la rodeó con sus brazos y la llevó a través de los ventanales, en dirección al jardín.

El marqués se acercó a sir Horace y se arrodilló junto a él.

Sin decir nada, se incorporó y rodeó a Nora con su brazo sano y la condujo hacia la puerta.

Estaba tan asustada, tan horrorizada por lo que había sucedido, que no comprendió lo que el marqués estaba haciendo, hasta que salieron al vestíbulo.

Todavía con el brazo alrededor de Nora porque temía que fuera a desmayarse, dijo al mayordomo:

—¡Busca a Tomkins inmediatamente! El caballero que acaba de llegar se ha puesto enfermo, y él sabrá qué hacer.

—Muy bien, milord.

El mayordomo envió a un lacayo a buscar al ayuda de cámara del marqués, mientras este conducía a Nora por el pasillo, hacia el estudio.

Casi habían llegado a él, cuando la muchacha preguntó con voz débil:

—¿Y mamá?

—David cuidará de ella —contestó el marqués—. Y no puedo permitir que te alteres más.

—¿Le ha dado un ataque? —consiguió preguntar Nora.

—¡Está muerto! —contestó el marqués—. Creo que ha sido un ataque al corazón y cuando me acerqué a él ya había dejado de respirar.

—¿Es eso verdad?

—Estoy seguro de ello —contestó el marqués—. Aunque estuviera vivo, no creo que lo haga por mucho tiempo.

—Entonces, ¿no tendremos que irnos?

Fue lo primero que acudió a su mente.

El marqués puso su brazo alrededor de ella y la estrechó.

—¿Realmente piensas que te habría permitido hacerlo? Yo sabía lo que estabas planeando y tenía la intención de impedir que tú o tu madre os fuerais de la casa.

—¿Lo… sabías? —preguntó Nora sorprendida.

—Puedo leer tus pensamientos —dijo el marqués—, y conozco el secreto que tú me has estado ocultando.

Le sonrió antes de continuar.

—Ahora entiendo por qué te llevaste a tu madre, la alejaste de ese bruto borracho y la trajiste a su propio hogar.

Los ojos de Nora le miraron llenos de asombro.

—¿Sabías eso también?

—No fue nada difícil. Tu madre más de una vez reveló que había estado aquí antes. Y hay un asombroso parecido entre vosotras y muchos de los retratos de vuestros antepasados.

—Estaba segura de que sería un gran error que tú supieras por qué estábamos escondidas aquí —dijo Nora con voz débil.

—Ciertamente me dio mucho en qué pensar —contestó el marqués.

Condujo a Nora a un sofá, para sentarla a su lado. Ella apoyó su cabeza en el hombro de él, con un leve suspiro de alivio.

—Ahora puedo decirte por qué vinimos aquí, como encargadas de tu casa.

—¡Es un puesto en el que te vas a quedar para siempre! —dijo el marqués.

Ella levantó la mirada hacia él, sin comprender, y él explicó:

—Me has robado el corazón y tendrás que cuidar de él el resto de nuestras vidas.

La respuesta del marqués fue besarla. Pasó un largo rato antes de que Nora pudiera decir:

—¿Crees que mamá estará bien?

—Estoy seguro de que podemos dejar el bienestar de tu madre en manos de David. ¡Con frecuencia me he preguntado por qué nunca se casó y ahora sé la respuesta!

—Él quería llevarse a mamá lejos de aquí, pero yo pensé que no estaba bien que mamá hiciera lo que él quería.

—Supongo, por lo que me estás diciendo, que él le pidió que se fuera al extranjero con él, y tú estabas decidida a evitarlo.

—Tal vez fuera un poco presuntuoso por mi parte —dijo Nora con humildad—, pero yo comprendí que mamá no resistiría un tipo de vida en que sería mirada con desprecio… por otras mujeres.

—Y ahora ese problema ya no existe —dijo el marqués—. Tu madre puede casarse con David Grantham, y serán muy felices juntos, como lo seremos nosotros también.

Nora no contestó y después de un momento él dijo con mucha ternura:

—¿Crees de verdad que podría yo vivir sin ti? ¿Y que ésta es sólo una fase pasajera de mi vida?

—¿Cómo sabes que yo estaba pensando eso?

—No sólo tus ojos son muy expresivos, sino que estamos ligados de una forma extraña, pero muy real.

La atrajo más hacia su pecho al decir:

—¡Tú me perteneces, Nora, como yo te pertenezco a ti! ¡Ni siquiera la ceremonia matrimonial podrá unirnos más de lo que ya están unidas nuestras almas!

Nora le miró con sorpresa.

Nunca hubiera esperado que el marqués fuera capaz de decir algo así.

Sin embargo, comprendió que lo que él decía era verdad, porque era lo que ella sentía también.

Le amaba con toda su alma.

De repente, el marqués dijo con mucha suavidad:

—Todavía me preguntó cómo he podido ser tan afortunado como para encontrarte en un lugar tan extraño como es una casa de la que me había olvidado por completo hasta que me vi obligado a salir de Londres.

—Nosotras nos sentíamos muy seguras, porque tú… nunca venías… aquí.

—Ahora pienso que fue una gran cosa que lo hiciera.

La besó hasta que ambos tuvieron la sensación de que todo giraba a su alrededor.

—¡Te amo… te amo! —murmuró ella, cuando él levantó la cabeza. La puerta se abrió inesperadamente y ellos se separaron. Era Tomkins.

—Pensé que debía usted saber, milord —dijo—, que el caballero está muerto. He ordenado que le lleven a la casa del médico en su propio carruaje.

—Gracias, Tomkins —contestó el marqués—. Supongo que no has podido hacer nada por él, ¿verdad?

—Nada, milord. El médico confirmará lo que yo sé; que su corazón ha fallado. Nadie hubiera podido salvarle.

—Como supongo que esto habrá causado una gran impresión a todos, milord —dijo Tomkins—, me he tomado la libertad de ordenar una botella de champán. ¡Creo que la señorita Borne necesita tomar una copa más que nadie!

El marqués sonrió.

Tomkins abrió la puerta un poco más y un lacayo entró con una botella de champán y varias copas en una bandeja.

La dejó en una mesita lateral. Cuando volvieron a quedarse solos, Nora dijo:

—No necesito champán, realmente. ¡Me siento muy feliz y emocionada de pensar que mamá no tiene que tener ya miedo y podrá olvidar que ha estado casada con alguien tan horrible como sir Horace!

—Creo que David se encargará de eso —contestó el marqués—, como yo me encargaré de que tú pienses sólo en mí, y en nadie más.

Hablaba con una nota de broma en su voz, pero Nora contestó con un tono de profunda sinceridad:

—Yo ya hago eso.

Fue el marqués quien se encargó de planearlo todo.

Organizó las dos bodas que debían realizarse de forma muy íntima y que se mantendrían en secreto para el mundo exterior durante algún tiempo.

—Lo que tenemos que hacer, David —dijo, cuando el conde y Louise volvieron del jardín—, es conseguir dos permisos especiales de matrimonio del arzobispo de Canterbury.

—¿Dos? —exclamó Louise.

Al comprender lo que eso significaba, corrió hacia donde estaba Nora y la besó.

—¡Oh, querida! ¿De verdad te vas a casar con el marqués? ¡Me alegro tanto! Yo sé que él cuidará bien de ti.

—Yo estaba dispuesto a hacer eso —dijo el conde—, pero si Drogo quiere asumir la responsabilidad, por supuesto que retiraré mi pretensión de ser un buen padrastro.

Por la mente de todos cruzó el pensamiento de que ningún hombre podría haber sido peor padrastro que sir Horace.

—Nora y yo seremos muy felices —dijo el marqués con rapidez—. Y lo único que tenemos que hacer ahora es asegurarnos de que no corren chismes respecto a ninguno de nosotros.

Louise pareció preocupada.

—Tal vez Nora y yo debíamos irnos a algún lugar tranquilo hasta que sea correcto y adecuado que nos casemos.

El conde se echó a reír.

—¿Crees que yo te permitiría hacer eso? —preguntó—. Vamos a casarnos inmediatamente, sin importar lo convencional o no que sea eso.

Le dirigió una mirada llena de amor antes de añadir:

—¡No quiero que vuelvas a sufrir más!

Louise le dirigió una leve sonrisa y el marqués dijo con firmeza:

—¡No hay nada que discutir sobre lo que debemos o no debemos hacer! Vamos a casarnos aquí, en la capilla que hay en la parte de atrás de la casa.

Se detuvo un momento y luego continuó diciendo:

—Tengo entendido que no ha sido usada desde hace muchos años, así que nadie sospechará que se va a celebrar en ella una ceremonia nupcial.

Nora contuvo el aliento y el marqués continuó:

—Yo enviaré por mi capellán privado a Kerne para que realice las ceremonias; después de lo cual pienso, David, que debías llevarte a tu esposa a Venecia o a algún lugar igualmente romántico, para pasar vuestra luna de miel.

Mientras él hablaba, Louise sonrió al conde y se aferró a su brazo.

—Nora y yo —continuó el marqués— navegaremos por la costa en mi yate, hasta llegar a Cornwall, donde tengo una casita que no he visitado desde hace mucho tiempo y que pertenecía a mi madre.

Miró a Nora al decir eso.

—¡Me parece que eso será muy emocionante! —dijo ella en voz baja.

—¡Lo será! —le prometió el marqués.

* * *

El marqués era un organizador nato. Sólo dos días más tarde llegó de Kerne su capellán privado.

Una hora más tarde, David y Louise se casaban, con el marqués y Nora como únicos testigos.

Fue una ceremonia muy conmovedora porque el capellán, un hombre anciano, hacía que cada una de sus palabras cobrara un significado muy especial.

Cuando él los bendijo, Nora sintió que su padre estaba junto a ella, dando su aprobación. Él sabía, mejor que nadie, que era imposible para Louise vivir sola, sin que nadie la protegiera.

«Será muy feliz», se dijo Nora a sí misma. «Y aunque no sienta la misma gloria, la magia que sentía con papá, y que yo sentiré con el marqués, estará contenta».

No pudo por menos que añadir para sí misma:

«Y tal vez algún día llegue a amar a David tanto como la ama él».

* * *

Cuando terminó la ceremonia, era ya la hora de comer.

Debido a que Louise se sentía tan feliz y el conde parecía haber encontrado el Santo Grial fue, pensó Nora, una comida que todos recordarían siempre.

Cuando los criados salieron de la habitación, el marqués brindó por los novios y dijo:

—Todo se ha realizado con tanta premura, que no hemos tenido tiempo de compraros un regalo de bodas, cosa que es muy importante en tales ocasiones.

—No debe preocuparse usted por eso —dijo Louise con rapidez—. Fue tan bueno al permitir que nos quedáramos aquí, después de encontrarnos durmiendo en las mejores habitaciones y actuando como ninguna encargada correcta lo hubiera hecho…

—Algunas veces despierto por la noche —contestó el marqués—, y pienso que en lugar de venir aquí, pude haber ido a cualquiera de mis otras casas…

Se echó a reír y continuó diciendo:

—¡Pero entonces no hubiera conocido a Nora, ni hubiera adquirido una encargada a la que nunca voy a poder despedir!

Todos rieron y él añadió:

—Y como estoy tan agradecido, he pensado regalaros ¡el parque Tremaine!

Por un momento, Louise no pudo dar crédito a lo que había oído. Entonces lanzó una exclamación de dicha incomparable.

—Eso es muy generoso por tu parte, Drogo —dijo el conde—. Como tú sabes bien, debido al incendio que tuvimos hace dos años, la mitad de mi propia casa, que nunca fue tan impresionante como ésta, está en ruinas.

Hizo un gesto muy expresivo al añadir:

—Así que no tengo palabras para decirte lo agradecido que te estoy por haberme proporcionado un lugar adecuado para Louise.

—Estaba seguro de que no rechazarías mi regalo.

Como no encontró palabras con qué darle las gracias, Nora deslizó su mano en la de su prometido y le dio un ligero apretón.

* * *

Cuando Louise y David partieron, en la primera etapa de su viaje a través de Francia, Nora y el marqués se casaron en la capilla.

Así como había sentido la presencia de su padre aquella mañana, Nora se sintió segura de que él la estaba entregando al marqués, como lo habría hecho si estuviera vivo.

También sintió que la capilla no estaba vacía, sino llena con un coro de ángeles cuyas voces parecían vibrar dentro de ella y dentro del marqués y elevarse como un himno de felicidad hacia el cielo.

Cuando él puso el anillo en su dedo y se arrodillaron, cogidos de la mano, para recibir la bendición, se dijo a sí misma que había encontrado el verdadero amor que siempre había anhelado, y que no lo perdería jamás.

Fuera, los estaba esperando un faetón. Cuando el marqués puso a los caballos en marcha, Nora pensó que se estaba alejando de un lugar encantado.

Allí su madre sería muy feliz en el futuro y ella lo consideraría siempre su hogar.

Puso la mano en la rodilla de su esposo y dijo:

—Cómo hemos hecho todo con tanta prisa, no he tenido tiempo todavía de preguntarte a dónde vamos.

—Mañana subiremos a mi yate, que está anclado en Dover —contestó—. Esta noche nos quedaremos a la mitad del camino a Dover, en una casa pequeña, pero cómoda, que tengo allí.

Ella le miró sorprendida y él le explicó:

—Es donde guardo algunos caballos para que estén siempre listos, cuando voy a cruzar el canal, o a embarcarme en mi yate.

Lanzó una breve risa antes de añadir:

—Pensaba usarla para llevar a ella alguna bella compañera que considerara el viaje demasiado agotador, a menos que nos detuviéramos en alguna parte.

—¡Me estás haciendo sentir celos! —protestó Nora.

—No hay necesidad de que te sientas así —dijo el marqués—. En realidad, nunca me he hospedado en ella con nadie. Y todo eso pertenece al pasado.

Sonrió antes de añadir con gentileza:

—Vas a descubrir que he sentado la cabeza y que voy a ser un esposo ejemplar. ¡De hecho, hasta es posible que me consideres aburrido!

Sus ojos brillaban con maliciosa alegría al decir eso.

—¡Tú sabes que eso es imposible, tratándose de ti! —comentó Nora—. Lo que me da miedo es aburrirte yo a ti.

Le miró con tristeza al añadir:

—Los chismes dicen que te has aburrido muchas veces pues las hermosas y sofisticadas mujeres que ponían su corazón y su reputación a tus pies terminaban siempre por aburrirte.

—¡Me aburrían porque no eran tú! Habría sido muy ingrato si no hubiera disfrutado de los favores que me ofrecían, pero lo que tú y yo sentimos el uno por el otro, mi amor, es una cosa muy diferente.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Estoy seguro porque nunca había sentido lo que tú me haces sentir. Y voy a pasar el resto de mi vida asegurándome de que no perderé nunca el éxtasis increíble que experimento cuando te beso.

Habló con tanta sinceridad, de forma tan conmovedora, que Nora sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos.

¿Cómo podía haber imaginado nunca que iba a ser tan afortunada como para encontrar a aquel hombre tan apuesto y tan brillante?

¿Cómo podía haber imaginado nunca que él iba a amarla de esa forma?

* * *

Llegaron a la casa del marqués que, como él había dicho, era muy pequeña. Pero había sido construida durante el reinado de la reina Ana y, por tanto, era muy atractiva.

Estaba situada en el centro de varios metros cuadrados de terreno. Los jardines que la rodeaban estaban llenos de flores.

Había menos criados de los que Nora esperaba, pero entre ellos se encontraba una doncella madura y experimentada, que preparó lo que Nora quería ponerse para cenar.

Le fue preparado un baño perfumado en su dormitorio, que daba al jardín posterior y estaba decorado con un gusto exquisito.

La cama, con su cabecera dorada y sus cortinajes de fresca muselina blanca, que caían sobre una corola dorada, la hizo ruborizarse.

No tardó en reunirse con el marqués en la sala de abajo, donde había sillones y sofás muy cómodos que, pensó ella, sólo podían haber sido seleccionados por un hombre.

Al mismo tiempo, los cuadros que había en las paredes eran una delicia y los candelabros de cristal brillaban a la luz de numerosas velas.

Cuando vio que el marqués la estaba esperando, de pie frente a la chimenea, corrió hacia él. Deseaba sentir sus brazos alrededor de su cuerpo. Y, sobre todas las cosas, deseaba sentir los labios de él en los suyos.

Él la besó hasta que ella sintió que le extraía del cuerpo el alma y el corazón, para hacerlos suyos.

Entonces dijo:

—Durante todo el tiempo que hemos tardado en llegar hasta aquí, mi amor, he estado deseando besarte. ¡Todavía me resulta difícil creer que me amas, cuando recuerdo cómo te escandalicé al principio!

—¿Cómo pude ser tan tonta? —preguntó Nora—. ¡Pero las historias que había oído sobre ti eran realmente escandalosas!

—¡No sé de qué podrán hablar en el futuro los chismosos! —contestó el marqués y los dos rieron.

Cenaron en el pequeño comedor iluminado por las velas, donde la mesa había sido decorada, por instrucciones del marqués, con flores del jardín.

Sin embargo, a Nora le resultó imposible, posteriormente, recordar lo que había comido, excepto que había sido delicioso y que le había parecido ambrosía de los dioses.

Sólo cuando terminaron de comer y charlaron un poco de tiempo, después de que los criados salieran de la habitación, Nora se dio cuenta de que había un brillo más intenso que nunca en los ojos del marqués cuando la miraban.

Por fin, deseosa de estar en sus brazos y de ser besada por él, Nora dijo:

—Tal vez debíamos ir a la otra habitación.

—Como hemos tenido un día muy largo y lleno de emociones, mi amor —contestó el marqués—, y mañana debemos levantarnos muy temprano, tengo una idea mejor.

Ella supo inmediatamente lo que él quería decir.

Subieron juntos la escalera y se dirigieron hacia el dormitorio de ella, adjunto al de él.

Una doncella la estaba esperando.

El marqués de dirigió a su propio dormitorio, mientras la doncella ayudaba a Nora a desnudarse y a meterse en la hermosa cama de cortinajes blancos. Ya acostada, Nora rezó porque fuera capaz de hacer feliz al marqués y no le desilusionara.

Él entró por la puerta que comunicaba sus habitaciones, mientras ella murmuraba su oración con los ojos cerrados.

Cuando los abrió, el marqués estaba de pie junto a la cama.

—¿Estás rezando para que seamos felices, vida mía? —le preguntó.

—Sí y también para que yo no te desilusione.

—Sería imposible que tú hicieras eso.

Apagó la vela que ardía al lado de la cama que él iba a ocupar. Dejó solo una ardiendo junto a Nora.

Luego, se metió en la cama y la atrajo hacia él diciendo:

—¡Eres muy hermosa, mi adorable esposa, pero hay en ti algo más que eso!

Volvió la cara de ella hacia él y la miró. Ella pensó que iba a besarla y sus labios estaban listos.

—Amo tu inteligente cerebrito.

Sus labios se deslizaron por sus cejas arqueadas y tocaron sus ojos antes de decir:

—Puedo leer en tus ojos lo que estás pensando, y sé que ambos tenemos un instinto que es más fuerte que en otras personas, para saber lo que está bien y lo que está mal. En el futuro, debemos hacer juntos lo que está bien, para todos lo que nos rodean.

Lo que dijo resultó tan sorprendente, que Nora contuvo el aliento.

Al mismo tiempo, el corazón le dio un vuelco en el pecho, por la excitación de saber que aquello era algo que él nunca había dicho a ninguna otra mujer.

Así como ella sabía que le había dado su alma, ahora comprendía que poseía la de él.

Entonces sus labios descendieron sobre los de la muchacha.

El marqués estaba decidido a ser muy gentil, porque ella era muy joven, pura y virginal.

Besó sus labios, la suavidad de su pecho, cada uno de sus senos, hasta que sintió que ella se acercaba todavía más a él.

Comprendió que había encendido en ella una pequeña llama, en respuesta al fuego que le estaba consumiendo a él.

—Te amo, corazón —dijo con voz ronca—. ¡Te deseo! Dios sabe cuánto te deseo, pero me da miedo asustarte o escandalizarte.

—¡Nunca podrías hacer eso! —murmuró Nora—. Cuando me besas como lo haces ahora siento que me estás llevando al cielo.

Le sonrió y continuó diciendo:

—Nuestro amor forma parte de Dios y es tan perfecto que los ángeles están cantando.

La forma en que dijo eso hizo que el marqués la besara con mayor pasión, de manera más posesiva.

Nora descubrió que el amor no era algo suave y gentil como ella siempre había creído, sino una fuerza potente, feroz, irresistible. Nadie podía oponerse a él.

Cuando sintió que las llamas que él había encendido se extendían por todo su cuerpo, comprendió que nunca podría ocultar por mucho tiempo el deseo que él inspiraba en ella.

El amor que sentían el uno por el otro era más fuerte que los convencionalismos o los temores que la habían hecho pensar en huir de él.

El amor que sentía por el marqués la hacía su cautiva, y ella nunca hubiera podido escapar de su lado, por mucho que lo hubiera deseado. Y no podría escapar ya nunca, mientras hubiera un soplo de vida en ella.

—¡Te… amo! —se oyó decir a sí misma, no sólo con los labios, sino con todo su cuerpo, mientras el corazón de él palpitaba contra el de ella.

—¡Te adoro! ¡Te idolatro! —contestó él—. ¡Tú eres mía… mía! ¡Vida… entrégate a mí!

—¡Soy tuya… toda tuya!

Entonces cruzaron las puertas del Paraíso y entraron a una gloria muy suya, donde los ángeles cantaban, y la fuerza que los arrastraba era de origen divino.

* * *

Seis días más tarde, el marqués entró en el salón, donde Nora le estaba esperando.

Ella lanzó un grito de felicidad al verle aparecer y corrió hacia él.

Él la rodeó con sus brazos y la estrechó contra su pecho.

La besó con un beso largo y apasionado, antes de preguntarle:

—¿Me has echado de menos?

—¡Me parece que he estado… sola un… siglo!

Él rió.

—En realidad sólo han sido cuatro horas, pero te he traído los periódicos de Falmouth. Están un poco atrasados, pero hay en ellos una descripción del funeral de sir Horace que creo que podría interesarte.

El marqués le entregó un ejemplar del Times. Ella lo cogió y lo extendió en la mesa.

Cuando se inclinó sobre él, sintió cómo el marqués le besaba el pelo y después el cuello desnudo.

—Si haces… eso —murmuró ella—, no voy a poder leer… nada sobre… ese horrible hombre.

—Él ya no volverá a molestarte —dijo el marqués—. Lo que quiero que veas, en realidad, en una referencia que se hace a tu madre.

Con nerviosismo, Nora miró hacia donde, después de un informe formal del funeral de sir Horace, aparecía una lista de la gente que había estado presente.

Leyó:

Lady Harlow, desafortunadamente, no estuvo presente, debido a que no está bien de salud. Se sabe que está convaleciendo en el extranjero y que no volverá a Inglaterra durante algún tiempo.

Nora lanzó un suspiro de alivio.

—¡Si todos creen eso, no habrá ningún escándalo!

—Eso es lo que yo he pensado —dijo el marqués—. Sólo puedo expresar mi admiración por el pariente que haya pensado en algo tan inteligente para explicar la ausencia de tu madre.

—Por lo menos, nadie la considerará extraña.

—Estoy de acuerdo en eso y es lo único que importa.

Nora empujó el periódico hacia un lado y le echó los brazos al cuello.

—¿Has pensado en mí mientras has estado fuera?

—Estás buscando cumplidos —contestó él—, pero la verdad es que no dejé de pensar en ti ni un minuto.

Le sonrió y continuó diciendo:

—¡He forzado los caballos de una forma reprensible, cuando venía hacia aquí, porque estaba deseoso de estar contigo otra vez!

—¡Oh, mi amor, así es como yo esperaba que te sintieras! Ahora dime, ¿ha merecido la pena el viaje por los caballos que has ido a ver?

—He comprado cuatro —contestó el marqués—. Los traerán aquí mañana y tú podrás decirme qué piensas de ellos.

—Estoy segura de que si tú los has elegido, serán maravillosos —dijo Nora—. Estoy deseosa de cabalgar contigo de nuevo.

Estaban en la que Nora consideraba una de las casas más hermosas que había visto en su vida, con un jardín que se extendía hasta la orilla misma de los acantilados.

Sin embargo, ella no se había dado cuenta, al principio, de que la caballeriza estaba vacía.

El marqués quería cabalgar y cuando se enteró de que había unos caballos excelentes en venta en Falmouth, decidió ir a verlos.

Por lo tanto, cuatro días después de su llegada, hizo el viaje. Nora sabía que los caballos que había adquirido eran los mejores que se podía obtener allí.

Ahora dijo con suavidad:

—Será muy emocionante cabalgar contigo, ¡pero espero que encontremos príncipes rusos acechando en los bosques!

—Estoy seguro de que sólo encontraremos a los duendes en los que sin duda tú debes creer —sonrió el marqués—. Ellos nos advertirán de cualquier peligro y, desde luego, como tú vas conmigo, voy bien protegido.

—Supongo que, debido a que te amo tanto, siempre tendré miedo de que algo terrible pueda sucederte.

Se detuvo un momento antes de continuar:

—Por ejemplo, a veces tengo miedo de que todo esto sea sólo un sueño. Temo despertar y encontrar que tú no existes en realidad.

El marqués rió y la abrazó un poco más fuerte.

—¡Déjame demostrarte, de tal modo que ya no tengas la menor duda, que realmente existo! —dijo—. Como he hecho un viaje muy largo, me gustaría bañarme ahora y descansar antes de cenar.

Vio la luz que se encendía en los ojos de Nora y añadió:

—Es una forma muy decente de decirlo.

—Las muchachas de Florencia solían hablar de eso —dijo Nora—, pero nunca estuve muy segura de lo que querían decir.

—Eso es algo que tendré mucho gusto en explicarte —contestó el marqués.

Él la besó y como si temiera que ella fuera a entretenerle, se dirigió a su dormitorio para darse un baño.

Cuando el marqués salió de la habitación, Nora cogió el Times, lo dobló y lo dejó en un rincón. Esperaba que el marqués no volviera a referirse a él.

Deseaba olvidar la forma en que sir Horace había tratado a su madre, y estaba segura de que Louise intentaría hacer lo mismo.

Habían recibido una carta muy feliz de ella, procedente del parque Tremaine, en la que decía:

Somos muy felices, querida, y yo estoy segura de que tú también lo eres con Drogo. Él es todo lo que papá y yo hubiéramos querido que encontraras en un esposo; pero nunca imaginé, dado que no teníamos dinero, que tendrías la suerte de conocer a un hombre que no sólo es atractivo, sino también importante…

«Parece un cuento de hadas», se dijo Nora a sí misma cuando subió a su dormitorio.

No había allí doncella que la ayudara a desnudarse, pero ella lo prefería.

Lo único que deseaba era estar a solas con el marqués, y la abundancia de servidumbre hacía eso muy difícil.

Tomkins era diferente. Él desaparecía en cuanto comprendía que el marqués no le necesitaba.

Nora pensaba que él los consideraba dos chiquillos a los que debía cuidar, mientras que, al mismo tiempo, debía asegurarse de que lo pasaran muy bien.

Las ventanas daban al jardín; pero más allá de éste se veía el mar, que brillaba bajo los rayos del sol que se iba escondiendo de forma gradual en el horizonte.

«¡Es tan maravilloso!» Pensó Nora. «¡Quisiera que no tuviéramos que irnos nunca de aquí… que nos pudiéramos quedar aquí para siempre!».

Pero ella sabía que el marqués tenía muchas obligaciones, que pesaba sobre sus hombros la tarea de cuidar de toda la gente que vivía en sus fincas.

Estaba segura, de que su voz era necesitada con urgencia en la cámara de los lores, para que hablara sobre las leyes de reforma.

«Debo inspirarle y ayudarle a hacer lo que es correcto», se dijo a sí misma.

Pero cuando la puerta se abrió y él entró en la habitación, le fue imposible pensar en nada que no fuera lo apuesto que era y lo mucho que le amaba.

Comprendió, cuando él la atrajo hacia él como si fuera un imán que puesto que él sentía lo mismo respecto a ella, la suya era una unión perfecta, indescriptible, de la mente, el corazón y el espíritu.

El marqués la cogió en sus brazos y la llevó hacia la cama.

La depositó contra las almohadas y se sentó junto a ella.

Le cogió una mano y dijo:

—Yo me pregunto cómo es posible que tú seas más bella cada vez que te miro.

—Y yo me pregunto cómo es posible amarte más cada día de lo que te amé el anterior.

El marqués besó su mano.

Cuando él se metió en la cama, Nora comprendió que más tarde aquella misma noche descubriría, aunque pareciera imposible, que le amaba aún más de lo que le amaba en ese momento.

El marqués sintió que ella movía su cuerpo para adherirlo al suyo.

—Te amo.

—Y yo te amo a ti.

Eran palabras que habían dicho ya un millar de veces, pero que siempre la llenaban de emoción.

Entonces los labios de él la capturaron y una vez más volaron hacia su cielo especial, donde los ángeles cantaban.

FIN