Capítulo 2

La casa pintada de blanco era una pequeña construcción rodeada por un precioso jardín lleno de flores.

Nora la miró un momento. Luego dijo, antes de abrir la puerta del carruaje:

—Tú espera, mamá. Yo veré si el señor Ainsworth está aquí. Si no, tendremos que ir a otra parte.

No esperó a que su madre contestara, temerosa de que rechazara la idea.

Saltó del carruaje y se acercó con rapidez a la puerta principal.

Llamó con los nudillos y se preguntó qué harían si no había nadie en casa.

Después de unos cuantos segundos, oyó que alguien retiraba una silla y avanzaba con pasos lentos y pesados hacia la puerta.

Ésta se abrió y Nora vio a un anciano cuyas facciones revelaban su bondad natural.

—¿Es usted el señor Ainsworth? —preguntó.

—A su órdenes. ¿En qué puedo ayudarla, señorita?

Llena de alivio, Nora dijo con una sonrisa:

—Hay una vieja amiga suya en el carruaje que está fuera y desea verle.

Volvió corriendo por donde había llegado y dijo a su madre:

—Él está aquí, mamá. Me ha gustado mucho su aspecto y estoy segura de que él nos ayudará.

Lentamente, como si tuviera miedo, su madre bajó del carruaje y se dirigió hacia la puerta principal.

Por un momento, el señor Ainsworth se limitó a mirarla. Luego, dijo:

—¡Señorita Louise! ¡No puedo creerlo!

—¡Sí, soy yo! —contestó la mujer—. ¿Cómo está usted, señor Ainsworth? ¡Hace muchos tiempo que no nos vemos!

Ella extendió la mano al decir eso. Él la aceptó y dijo:

—¡Casi no puedo creer que sea usted! La he recordado muchas veces, señora, y sentí mucho saber que Charles había muerto.

Sus palabras y la bondad que había en la voz del anciano hicieron que a Louise le resultara imposible contestarle.

Entró en la casita y Nora volvió a decirle al cochero que las esperase.

—¡Espero que no tarde demasiado! —dijo él de mal humor—. ¡Quiero volver antes de que oscurezca!

—Descuide —contestó Nora—. Le prometo que tardaremos lo menos posible.

El hombre pareció aliviado. Ella corrió a la casita.

Su madre estaba sentada ante el fuego, en la pequeña, pero cómoda salita. Era evidente que estaba hablando de los viejos tiempos con el señor Ainsworth.

Él se puso de pie cuando Nora se reunió con ellos. Inmediatamente, volvió a sentarse y dijo:

—Espero que me perdonen por permanecer sentado mientras hablamos, pero he tenido un accidente en la granja y me he hecho daño en las piernas.

—¡No se preocupe! —dijo Louise con rapidez—. Y no le entretendremos demasiado.

Al decir esto miró a Nora. Ésta comprendió que su madre no quería explicar por qué estaban allí.

—Hemos acudido a usted, señor Ainsworth, en busca de ayuda —empezó a decir la muchacha.

Él no habló, un poco sorprendido, y ella continuó diciendo:

—Mi madre y yo, por razones de las que no queremos hablar, hemos venido a escondernos aquí. Quisiéramos alquilar una casita pequeña, muy barata, y hemos pensado que tal vez usted podría proporcionarnos una.

—Pero, señora Sherborne… —empezó a decir el señor Ainsworth.

—¡No, no! —le interrumpió Nora—. Ella no es aquí la señora Sherborne.

Vio la sorpresa reflejada en los ojos del anciano y continuó diciendo:

—Es posible que haya algunas personas en el pueblo que la recuerden. Si sucede eso, usted debe explicar que se casó con un primo lejano de su primer esposo y que es ahora la señora Borne. Y que ése es mi apellido también.

El señor Ainsworth pareció desconcertado.

—Todo esto es muy complicado —dijo Nora—, pero no exagero al decirle que hemos venido aquí huyendo.

Se detuvo un momento y luego continuó:

—No queremos que nadie fuera del pueblo sepa quiénes somos, ni de dónde venimos.

El señor Ainsworth sonrió.

—No quedan ya muchas de las personas que conocieron a la señorita Louise de jovencita. Veintiún años son mucho tiempo, pero los viejos tienen mucha memoria.

Nora rió con suavidad.

—Es verdad, como la conocerán como la señora Borne, y a mí como la señorita Borne, creo que estaremos a salvo. Así que, ¿a dónde podemos ir?

El señor Ainsworth pareció preocupado.

—No creo que haya ninguna casa vacía por el momento —murmuró—. Hay un hombre viejo, apellidado Norton, a quien su madre debe recordar sin duda, porque fue el mayordomo del parque, y cuando él muera…

—¡Necesitamos algo ahora mismo! —dijo con urgencia.

Todos guardaron silencio y Nora comprendió que su madre estaba rezando en silencio porque él recordara algún lugar al que ellas pudieran ir.

Entonces, de pronto, la cara del hombre se iluminó y dijo:

—Tengo una idea, pero casi no me atrevo a proponérsela a ustedes, señorita Borne.

—Le agradecería cualquier sugerencia que pudiera hacernos —contestó Nora.

Los ojos del señor Ainsworth parpadearon, como si se sintiera turbado. Entonces dijo:

—Sólo hay un lugar donde nadie esperaría encontrarlas a ustedes, y que está vacía en la actualidad: ¡el parque!

—¿Se refiere usted a la casa de mis padres?

El señor Ainsworth asintió con la cabeza.

—Sí, señora, cuando el señor Hugh perdió la casa y los terrenos, el marqués de Kerne, su nuevo dueño, me pidió que cuidara de la finca y buscara encargados para la casa.

Nora contuvo la respiración, pero no le interrumpió y él siguió diciendo:

—Se asignó una pensión a todos los criados y yo dejé al señor Cossins y a su esposa como encargados.

—Recuerdo a Cossins —dijo Louise—. Él era mozo de la casa cuando yo era niña. Limpiaba las botas y hacía en la casa todos los trabajos que nadie quería hacer.

—Así es, señora —reconoció el señor Ainsworth—. Cossins fue un hombre muy útil hasta que el reúma lo dejó inválido. Pero fue el asma lo que le costó la vida a fin de cuentas.

—¿Y la señora Cossins? —preguntó Louise.

—Murió el año pasado. Y yo no he podido sustituirlos todavía.

Nora lanzó un leve grito de exclamación:

—¿Quiere decirnos que podríamos ocupar el lugar de los Cossins y convertirnos en encargados del Parque?

—Yo no sugiero, desde luego, que hagan ningún trabajo —contestó el señor Ainsworth—. La casa está vacía y es evidente que interesa muy poco al marqués.

—¡Pero yo tengo que trabajar! —dijo Nora con rapidez—. No inmediatamente, porque tenemos un poco de dinero.

Suspiró y añadió:

—Sin embargo, no nos durará eternamente. Cuando encontráramos un lugar donde vivir, le pensaba pedir a usted que me ayudara a buscar trabajo.

El señor Ainsworth se echó a reír.

—Bueno, no creo que ser encargados del parque sea muy duro. Además, estoy seguro de que podré encontrar a alguien del pueblo que vaya a echarles una mano de vez en cuando.

Por la forma en que hablaba, Nora se dio cuenta de que él no disponía de mucho dinero.

Como si supiera lo que ella estaba pensando, el señor Ainsworth dijo:

—Aunque su señoría nunca se ha acercado a la casa desde que la ganó, yo recibo cada mes dinero para los criados, los encargados de la casa y un jardinero.

—¿Cómo puede un solo jardinero hacer todo? —exclamó Louise.

—Henry hace todo lo que puede, pero él prefiere las hortalizas a las flores y yo me temo, señora, que encontrarán los jardines llenos de maleza, aunque todavía son muy hermosos.

—Estoy deseando volverlos a ver —dijo Louise.

Nora advirtió que había un toque de excitación en los ojos de su madre.

—Nos sentiremos muy muy agradecidas, señor Ainsworth, si usted nos permite encargarnos de la vieja casa de mamá —dijo—. Y nos dará mucho gusto recibir el mismo salario que pagaba usted a los Cossins.

—¡No, claro que no! —protestó Louise, pero Nora se opuso inmediatamente a la idea de renunciar al sueldo.

—Lo necesitaremos, mamá, y si el marqués de Kerne está dispuesto a pagar a un encargado, yo no me negaré a recibir un salario por el trabajo que estoy dispuesta a hacer para mantener la casa en orden.

—¡Hay más trabajo del que usted se imagina! —le advirtió el señor Ainsworth.

—Pero lo haré con gran placer —contestó Nora—. Gracias, muchísimas gracias, por habernos encontrado un lugar donde vivir y un trabajo que nos permita mantenernos.

—Nunca hubiera imaginado que un miembro de la familia Tremaine tendría que trabajar, señorita Borne, pero me alegra haber podido ser de alguna ayuda.

—¡Ha sido usted de gran ayuda! —dijo Nora—. Ahora, tal vez pueda usted decirnos cómo llegar a la casa, porque el carruaje alquilado que nos ha traído aquí está impaciente por volver a su lugar de origen.

—Comprendo —sonrió el señor Ainsworth—, y creo que tal vez en mis actuales condiciones yo fuera más un problema que una ayuda.

Dejó de hablar para sonreír, antes de continuar diciendo:

—Por lo tanto, debo pedirle, señorita Borne, que vayan ustedes solas a la casa y hagan allí los arreglos que les parezcan mejor.

Se levantó de la silla al hablar y se acercó cojeando hasta un escritorio que se encontraba al lado de la ventana.

Abrió un cajón y sacó un montón de llaves.

Una de ellas era muy grande y, al entregárselas, explicó a Nora:

—La llave más grande abre la puerta posterior. Todas las demás están identificadas y creo que su madre conoce la casa mucho mejor que yo.

* * *

Mientras recorrían la avenida, bordeada de viejos robles, que conducía al parque Tremaine, Louise cogió la mano de su hija.

Dijo en voz baja:

—¡No puedo… creerlo! ¡No puedo creer que de verdad vaya a vivir en mi casa después de todos… estos años!

—Te dije que papá nos ayudaría —contestó Nora—. Y no puedo imaginarme nada más agradable para ti, mamá, que estar en tu propia casa y olvidar todas las horribles cosas que han sucedido después de que él murió.

Por un momento, una expresión desolada asomó a los ojos de Louise.

Aparecía en ellos siempre que recordaba que Charles ya no estaba con ella.

Sin embargo, no pudo contener su excitación cuando cruzaron el puente de piedra construido sobre el lago.

Un suave declive conducía al patio cubierto de grava y una escalinata de piedra a la puerta principal.

El cochero obedeció las órdenes de Nora y torció a la izquierda.

Poco después cruzó un arco y se detuvo ante la puerta posterior, que daba acceso a las cocinas. Un poco más adelante, estaban las caballerizas.

El cochero bajó del pescante y dijo a Nora con un tono bastante desagradable:

—¿No va a ayudarme nadie? ¡Es demasiado equipaje para mí solo!

—Yo le ayudaré —dijo ella—, pero primero permítame abrir la puerta.

Introdujo la llave en la cerradura. La puerta se abrió con facilidad y su madre entró.

No tardaron en encontrarse en un ancho pasillo con suelo de baldosas. Había puertas a ambos lados. Nora supuso que conducían a las despensas y bodegas, así como a la cocina.

Su madre le había descrito con frecuencia cómo había sido su vida cuando era joven.

Tenían un gran número de criados porque a su padre le gustaba que todo funcionara a la perfección.

Louise corrió por el pasillo, como si quisiera asegurarse de que todo seguía como ella lo recordaba.

Nora dejó las llaves sobre una mesa que había junto a la puerta y salió a ayudar al cochero.

Sin dejar de gruñir, el hombre metió los baúles y los bultos de equipaje más grandes.

Nora se encargó de los más pequeños.

Cuando todo estuvo dentro, la joven pagó el importe del viaje y le dio una generosa propina. El cochero aceptó el dinero sin dar las gracias.

Volvió a subir al pescante, dio vuelta a sus caballos y se alejó.

Por un momento Nora se sintió como si se hubiera quedado aislada en una isla desierta, sin ningún otro barco a la vista.

Entonces se dijo a sí misma que habían tenido mucha más suerte de la que ella se había atrevido a esperar, y que, por lo menos, su madre sería feliz allí.

Fue a buscarla, pensando, al hacerlo, que no tardaría en oscurecer.

Debían encontrar algún medio de alumbrarse; de otro modo, tendrían que andar a ciegas por las numerosas habitaciones de la casa.

Encontró a su madre, como era de esperar, en el salón continuo al amplio vestíbulo de entrada.

Nora vio que se trataba de una habitación muy amplia, con numerosos retratos en las paredes y el terciopelo azul de que estaban hechas las cortinas daban a la estancia un aspecto realmente señorial.

Louise estaba en el fondo de la habitación, con las manos unidas.

Su hija pensó que la expresión de felicidad que había en su cara la favorecía mucho.

Además, parecía mucho más joven de los treinta y ocho años que tenía. De hecho, tenía el mismo aspecto que antes de casarse con sir Horace.

Cuando oyó acercarse a Nora, exclamó:

—¡Estoy en casa otra vez! ¡No sabes cuánto he echado de menos esta habitación, donde mi madre solía sentarse todas las tardes!

—Ya veo que es tal y como tú me la describiste.

Cogió a su madre del brazo y añadió:

—Mañana me enseñarás toda la casa y me contarás anécdotas de lo que pensabas y sentías antes de fugarte con papá.

Le sonrió y después continuó diciendo:

—¡Pero ahora tenemos que ser prácticas! Pronto será de noche y a diferencia de ti, yo no creo que pueda moverme de un lado a otro sin luz. ¿Dónde están las velas?

Louise se echó a reír.

—Tenemos algo mejor que velas —dijo—. Ven.

La mujer se dirigió a la despensa y abrió una puerta situada a su lado.

Nora vio varios estantes llenos de lámparas de aceite.

En el otro lado de la habitación había un armario que contenía cientos de cajas de velas, así como palmatorias de todas las formas y tamaños que era posible imaginar.

—¡Santo cielo! —exclamó Nora cuando vio lo que contenía aquella habitación.

Louise rió de nuevo.

—Mi padre tenía todo muy bien organizado y como Hugh nunca vivió aquí, estoy segura de que todo se quedó tal como estaba cuando murió papá.

—Eso hace las cosas mucho más fáciles de lo que yo había supuesto. Y ahora que hemos encontrado la forma de alumbrarnos, ¿qué te parece si me enseñas nuestras habitaciones? Será mejor que llevemos dos lámparas.

Vio que la mayor parte de las lámparas estaban llenas ya de aceite.

Mientras Louise la conducía hacia el primer piso, pensó la suerte tan increíble que habían tenido.

Si algo podía hacer a su madre feliz y le permitiría olvidar lo que había sufrido en manos de sir Horace, era volver al hogar paterno.

Cuando llegaron al descansillo, Louise titubeó:

—Supongo —dijo en voz baja—, que como somos sólo las encargadas de la casa deberíamos dormir en la sección destinada al servicio, o al menos en los dormitorios que solían ser ocupados sólo por los invitados sin importancia.

—¿Quién puede ser más importante que tú, mamá? —preguntó Nora. Su madre se echó a reír.

Entonces dijo, todavía un poco nerviosa:

—¿Crees que importaría mucho que yo durmiera sólo esta noche… en el dormitorio de mamá?

—¡Claro que no! —contestó Nora—. Dime cuál es. Y supongo que debe haber una habitación agradable para mí al lado.

Su madre corrió por el pasillo, como si temiera que alguien fuera a detenerla antes de llegar a la habitación donde su madre había estado siempre dispuesta a hablar con ella.

Recordaba que cuando estaba en la cama, siempre le parecía muy hermosa y elegante.

Como el resto de la casa, las sillas estaban cubiertas con fundas blancas.

Sin embargo, la cama con sus cortinajes cayendo desde una corona dorada resultaba impresionante.

Cuando Nora retiró los cortinajes, entendió por qué los muebles incrustados, el retrato de Louise de niña que había sobre la repisa de la chimenea, y los candelabros decorados con cupidos que se encontraban a cada lado de la cama, significaban tanto para su madre.

—Tú dormirás aquí, mamá —dijo.

Louise miraba a su alrededor con lágrimas en los ojos.

La habitación contigua era casi tan hermosa como la que acababan de dejar.

Nora pidió a su madre que le dijera cuál era el armario de la ropa blanca.

Después de hacer sus camas con las sábanas más bonitas que encontraron, la joven comentó:

—Por el momento, nosotros somos los huéspedes más importantes, las personas más distinguidas que hay en la casa. Nadie podría desmentir eso.

—Yo me siento un poco culpable —protestó su madre—. Pero como el dueño no está interesado por la casa, ¿por qué hemos de preocuparnos?

—Tienes razón —contestó Nora—. Y no pensemos en él, no sea que nuestros pensamientos vuelen como pájaros a Londres y él sienta de pronto la necesidad de visitar esta propiedad que nunca ha visto.

—¡Oh, no… no debe hacer eso! —exclamó Louise horrorizada.

* * *

Después de comer los sándwiches que Nora había tenido la precaución de comprar en la posada donde habían comido, decidieron acostarse.

Las dos estaban muy cansadas después del viaje, así que subieron a sus dormitorios sólo lo que necesitaban para pasar la noche.

Nora comprendía que después de lo que su madre había sufrido durante los dos últimos años, su salud no debía ser muy buena.

Aunque no se quejaba, aún debían dolerle los golpes que sir Horace le había dado la noche anterior.

«No debo permitir que ella haga demasiado», se dijo Nora a sí misma. «Al mismo tiempo, nada le sentará mejor que tener cosas en las que pensar, que no sean sir Horace».

Murmuró una oración de gratitud destinada tanto a Dios como a su padre.

Cuando se quedó dormida estaba pensando, llena de satisfacción, en todo lo que tendría que hacer al día siguiente.

* * *

Después de un desayuno que consistió sólo en té sin leche, Nora fue a buscar a Henry.

Lo encontró. Era un hombre fuerte, de unos cincuenta años, que estaba cuidando el jardín.

Ella comprendió por qué el señor Ainsworth había dicho que le interesaban más las hortalizas que las flores.

Cuando la vio aparecer, Henry la miró asombrado.

—¡Buenos días! Mi madre y yo hemos sido enviadas aquí por el señor Ainsworth, como encargadas de la casa y, como somos nuevas, tenemos la esperanza de que usted pueda ayudarnos.

—Haré todo lo que pueda —contestó Henry.

—Mi madre es la señora Borne y yo soy Nora Borne. Por el momento, lo que más necesitamos es comida.

Henry la miró con sorpresa y Nora continuó:

—Quiero comprar algunos huevos, pero no sé dónde hacerlo.

Henry sonrió.

—Estoy pensando —dijo después de un momento—, que si sabe conducir, podría usar el pony con la carreta.

Nora contuvo un grito de alegría. Se limitó a preguntar:

—¿Quiere decir que hay caballos aquí?

—Sí, hay caballos, pero como no hay quién los monte, me limito a sacarlos al campo de vez en cuando. Y les doy de comer todos los días. Desde luego, los tengo encerrados todo el tiempo durante el invierno.

—¡Tenía la esperanza de que hubiera caballos! —dijo Nora con ansiedad—. ¿Y dice usted que hay una carreta?

—Bessy es una yegua vieja, pero ella podría llevarla al pueblo. Si lo desea, le puedo colocar las bridas ahora mismo.

—Se lo agradecería muchísimo.

Ella titubeó y después preguntó:

—De todas formas, ¿podría vendernos algunos huevos?

—Nunca había pensado venderlos —contestó Harry—, pero las gallinas están poniendo ahora muy bien y tengo bastantes.

Nora le compró una docena de huevos. Él le explicó que podría obtener leche y mantequilla de la granja, que estaba a sólo unos cuatrocientos metros de allí.

—Si usted quiere —dijo él—, yo le traeré leche y mantequilla.

—Sí, estaré lista para ir al pueblo dentro de una hora —dijo Nora—. Primero voy a preparar unos huevos para el desayuno, porque tanto mi madre como yo tenemos mucha hambre.

Con cierta timidez, Henry le ofreció unas rebanadas de pan y un poco de mantequilla, que ella le prometió devolver en cuanto hubiera comprado la suya.

Debido a que había mucho que hacer, comieron en la cocina en la amplia mesa que había en el centro.

Había vigas en el techo y Louise le explicó que en otros tiempos colgaban de ellas patas de jamón y grandes trozos de tocino.

A Nora le costó bastante encender la enorme cocina en la que normalmente, le explicó su madre, había media docena de ollas y marmitas.

Louise estaba tan fascinada hablando del pasado y explorando la casa que insistió en que Nora fuera sola al pueblo.

En general, la casa estaba limpia, aunque había bastante polvo.

La joven estaba decidida, sin embargo, aunque eso pareciera un despilfarro, a pedir al señor Ainsworth que les consiguiera una mujer que fuera regularmente para limpiar la cocina y las habitaciones que ellas iban a usar.

Después de todo, estaba segura de que, sin pagar alquileres, el dinero proporcionado por el señor Watson les duraría mucho tiempo.

Y ella no había olvidado lo mucho que valían las joyas de su madre.

Pensó en ella cuando abrió la caja fuerte que había en la despensa, para guardar la mayor parte de su dinero. Encontró que estaba lleno de objetos de plata, en su mayor parte cubiertos con fundas de paño verde.

—Estoy guardando nuestro dinero aquí por seguridad, mamá —le dijo—, y será mejor que traigas tus joyas. Sería un error dejarlas a la vista aunque estamos solas en la casa.

Hubo una ligera pausa. Entonces Louise dijo en voz baja:

—Yo… yo no las he traído.

Nora se incorporó al oírla.

—¿Qué quieres decir con eso de que no las has traído?

—Las he dejado. Por favor, por favor, Nora, no te enfades conmigo.

—Pero ¿por qué no las has traído? Quedamos de acuerdo en que eso sería una salvaguarda para el futuro.

—Lo sé querida, y supongo que ha sido una tontería por mi parte, pero no soportaba traer algo que sir Horace me dio pensando que yo podría darle algo a cambio.

Nora comprendió lo que su madre quería decir.

Se sintió horrorizada, sin embargo, al pensar en que tenían mucho menos dinero del que ella suponía.

—Lo siento, oh Nora, lo siento mucho —dijo su madre—. Tal vez te parezca absurdo, pero no pude soportar la idea de traer algo tan valioso como las… joyas, cuando él me odia tanto.

Al decir eso, las lágrimas rodaron por las mejillas de su madre y Nora la abrazó.

—No te preocupes, mamá —dijo con tono consolador—. No llores. Yo entiendo y, desde luego, has hecho bien. Sólo una persona tan buena y sensible como tú habría actuado de esa forma.

—¿No estás enfadada? —preguntó Louise.

—¡Claro que no! —contestó Nora—. Y nos las ingeniaremos de algún modo. ¡Claro que lo haremos! ¿Cómo podría ser de otra manera, cuando papá está velando por nosotras?

Los ojos de Louise estaban cuajados de lágrimas, pero su expresión era de felicidad cuando dijo:

—Hablas igual que tu padre. Tenía mucho miedo de que te pusieras furiosa conmigo.

—No sólo te quiero, sino que te admiro, mamá —le aseguró Nora y la besó.

Sólo cuando iba de camino al pueblo, se preguntó cuánto les duraría el dinero que tenían.

Había costado una considerable cantidad de dinero el transporte hasta Little Bletchley.

Desde luego, contarían con el dinero que les pagarían por cuidar la casa, aunque Nora estaba segura de que serían sólo unos cuantos chelines a la semana.

Un consuelo era que tenían una gran cantidad de ropa, que les duraría mucho tiempo.

Aunque muchos de sus vestidos eran inadecuados para su nueva condición, no habría nadie que las viera, así que no importaba realmente cómo vistieran.

«¡Será mejor aceptar las cosas como vengan!», se dijo Nora a sí misma, mientras Bessy avanzaba con toda tranquilidad por la avenida. La yegua se negaba a correr.

Sólo después de haber comprado en la pequeña tienda del pueblo las cosas más indispensables como sal, té, pan, arroz, azúcar, harina, se encontró contando cada penique que había gastado.

Era el primer gasto que hacía de lo que ella sabía que era su precioso capital. Una vez que éste se acabara, no habría más.

Se dio cuenta de que la gente con la que hablaba en el pueblo sentía mucha curiosidad.

Cuando explicó que su madre y ella eran las encargadas de lo que todos llamaban la Casa Grande, le preguntaron quiénes eran y de dónde venían.

—Usted no tiene aspecto de encargada de casa, señorita —dijo el tendero.

Era evidente que se trataba de un hombre parlanchín y Nora estaba segura de que todos los chismes del pueblo circulaban a través de él.

—Bueno, pues eso es lo que soy —dijo la joven con tono ligero—. Mi madre y yo cuidaremos de la casa lo mejor posible. Estoy segura de que todos ustedes se sienten orgullosos de ella.

—Nos sentíamos así cuando vivía el general —contestó el tendero—. Pero las cosas son muy diferentes. No es lo mismo ahora que nadie vive en ella.

—¡Es cierto! —intervino una mujer que estaba escuchando—. Apenas hace unas noches le estaba diciendo a mi esposo… que se le pone a una la carne de gallina, sí señor, sólo de pensar en esa casa.

Lanzó un bufido y entonces continuó diciendo:

—¡No es justo que una gran casa como esa permanezca vacía… sin nada que se mueva en ella más que los ratones!

Nora rió.

—Bueno, mi madre y yo estamos ahora en ella, pero claro está que no es lo mismo. No habrá fiestas, ni visitantes… como en los tiempos del general.

—Eso nos daba qué hablar, claro que sí —dijo la otra mujer—. Y con mucha frecuencia solíamos hablar de cómo se había fugado con el novio la hija del general, la señorita Louise. Eso sí que fue romántico. Ahora, supongo que en ella sólo hay fantasmas.

—¡Tiene usted demasiada imaginación, señora Bates! —dijo el tendero—. ¡Y esta jovencita que es la nueva encargada no me parece un fantasma!

Nora volvió a reír.

—¡Por supuesto que no lo soy! Y muchas gracias por ayudarme. Espero no haber olvidado nada.

—Y si lo ha olvidado, se lo llevaré mañana —dijo el tendero.

—¡No lo dudo! —dijo la señora Bates de buen humor—. Con lo que a usted le gusta chismorrear.

Todos soltaron una carcajada.

Nora se marchó pensando que el hecho de que Little Bletchley estuviera tan aislado del mundo, era una ventaja para su madre.

Estaba segura de que no sólo sir Horace no lograría encontrarlas, sino que con toda probabilidad no desearía hacerlo.

Como su madre había dicho, él la odiaba.

Mientras volvía hacia el parque, la joven empezó a planear cómo podrían darle a él motivos para creer que su madre había muerto.

Entonces quedarían libres y ninguna sombra empañaría su dicha.

Como siempre había tenido una imaginación muy viva, convirtió todo en un cuento de hadas.

Aunque nunca había soñado que encontraría un refugio tan perfecto como el parque Tremaine para vivir, no pudo evitar que su mente se trasladara al futuro.

«Cuando ya estemos bien instaladas», se dijo a sí misma, «y no tengamos miedo de que nos descubra sir Horace, tal vez pueda encontrar amigos para mamá, así no se sentiría sola».

Recordó lo divertido que era cuando sus padres recibían en su casa a los caballeros que acudían a comprar los caballos de su padre, a los pocos vecinos que vivían cerca de ellos.

Les resultaba imposible ofrecerles muchas comodidades.

Pero como eran jóvenes, felices y estaban tan enamorados, la gente que iba a visitarlos se sentía como en su propia casa y no se fijaban en la modestia de la comida y la bebida que les ofrecían.

Al volver la vista atrás, Nora pensó que casi todos los visitantes se iban casi en contra de su voluntad.

Era como si no soportaran la idea de alejarse de la casita que parecía estar llena de risa y de amor.

«Mamá debe llevar de nuevo ese tipo de vida» se dijo a sí misma.

Recordó cómo había pensado, cuando estaba en Florencia, que su madre estaba rodeada de toda clase de lujos, de todas las comodidades materiales que sir Horace podría brindarle.

En cambio, había estado viviendo una pesadilla de horror y violencia, que eran dos cosas que su madre no podía resistir.

Eso había dejado en ella cicatrices que Nora sabía que no curarían del todo jamás.

«Debo cuidar ahora de mamá y hacerla feliz», se dijo a sí misma, mientras Bessy se movía un poco más deprisa al comprobar que volvían ya a su caballeriza.

A Nora le parecía que su madre era más una niña, que una mujer adulta, madre de familia. Era ella la que tendría que tomar todas las decisiones en el futuro.

«¡Pero tú tendrás que ayudarme, papá!» dijo en el fondo de su corazón, mientras Bessy se detenía junto a la puerta posterior de la casa. «Te has portado maravillosamente hasta ahora, así que, por favor, ¡no me falles!».