Capítulo 1
1832
Nora oyó gritar a su madre y se tapó las orejas con las manos. Jamás hubiera imaginado que podría sentirse tan escandalizada y tan impresionada como se sentía desde que había vuelto de Florencia, donde había pasado varios años interna en un colegio para señoritas.
Cuando Charles Sherborne, su padre, murió, su mundo, pequeño y feliz, se había venido abajo.
Fue inevitable que él tuviera un accidente con los caballos salvajes e indómitos que eran los únicos al alcance de su bolsillo.
Y, sin embargo, él montaba con la impresionante elegancia con que hacía todo.
Fue también inevitable que, a su muerte, su esposa y su única hija descubrieran que él había dejado una montaña de deudas.
Él había disfrutado de la vida con un entusiasmo contagioso, y nunca se había preocupado demasiado, ni había preocupado a nadie, por los aspectos desagradables de la existencia.
Louise Sherborne había mirado con angustia y temor la multitud de cuentas que había encontrado escondidas en el escritorio de su esposo.
Optimista e irresponsable, cuando llegaban las cuentas él se había limitado a guardarlas en un cajón olvidándose posteriormente de ellas.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la señora Sherborne con desesperación.
Ella era la hija de un general, sir Alexander Tremaine; pero su padre la había desheredado.
Esto no era de sorprender ya que, en contra de sus deseos, ella se había fugado con el honorable Charles Sherborne.
El general sabía muy bien que él no tenía ni un penique.
Su padre, lord Borne, vivía en una casa medio derruida porque no tenía para repararla.
No podía intervenir en los asuntos del Condado, porque tampoco tenía dinero para llevar una vida social activa.
Su hijo Charles era muy apuesto y él esperaba que se casara con una rica heredera.
Había, como lord Borne bien sabía, varias jóvenes que reunían esas características interesadas en él.
Sir Alexander tenía las mismas aspiraciones para su hija.
«Es tan bonita», pensaba él, «como su madre cuando me casé con ella, y su belleza aumenta con cada año que pasa».
Las dos familias se llevaron un gran disgusto cuando Charles y Louise se fugaron para casarse.
Pero ellos se amaban tanto y eran tan felices juntos que nada de lo que pudieran decir les preocupaba.
Charles jamás había atendido los consejos de su padre acerca de que se casara con una mujer rica, y Louise no habría sido humana si hubiera podido resistir su encanto.
Ambos sentían una pasión avasalladora.
Era tan intensa como el amor de Romeo y Julieta, de Dante y Beatriz, y, en general, de todas las parejas cuyos romances eran cantados por los trovadores.
—¿Cómo podría vivir sin ti, mi amor? —preguntaba Charles.
Estaba tan apuesto al decir eso, que Louise se derretía en sus brazos.
En tales momentos ella olvidaba que no tenían dinero para pagar ni siquiera un criado que la ayudara, no para cubrir los gastos de la casa.
Charles tenía una pensión de cien libras al año, que le había asignado su abuela.
Por desgracia, sin embargo, no le dejó ninguna cantidad de dinero como herencia, al morir. De modo que la pensión desapareció cuando ella murió.
Dos semanas antes de la muerte de Charles, Louise y él tuvieron que enfrentarse de nuevo al problema de cómo sobrevivir.
Él ganaba algo de dinero domando caballos que después vendía.
Como tenía que ir a Londres para encontrar un comprador, y vestirse de forma elegante para hacerlo, las ganancias era mínimas ya descontados todos los gastos.
Lo que su abuela sí había hecho, sin embargo, había sido pagar de antemano la educación de Nora en Florencia.
—Louise y tú habéis sufrido todo en aras del amor —le había dicho a su nieto—, pero Nora no tiene ninguna culpa de eso.
Le sonrió y continuó diciendo:
—Ella debe tener la oportunidad de brillar en el mundo social al que tú renunciaste.
—Yo renuncié a él por algo mucho más importante que el dinero y el éxito social —contestó su nieto—. ¡Por una cosa rara llamada felicidad!
Su abuela se había reído.
—Es verdad, pero no puedes esperar que Nora se sienta satisfecha viviendo en un pueblo olvidado de Dios.
Dejó de hablar un momento y entonces añadió:
—Los únicos hombres que podrá conocer allí son el vicario y el tendero.
Charles fue quien se echó a reír esta vez y dijo:
—Agradecemos mucho tu preocupación, abuela, y espero que sea tan práctica como tus palabras.
—Lo es —contestó la anciana—. Tan pronto como Nora cumpla dieciséis años, la enviaré a estudiar a Florencia. Allí permanecerá por lo menos dos años.
Louise había parecido más encantada que Charles, a quien disgustaba la idea de separarse de su hija.
En cuanto a Nora, aquella perspectiva le hacía mucha ilusión pero, al mismo tiempo, no deseaba dejar a su madre sola sin protección.
—¡No voy! —decidió después de la muerte de su padre.
Louise la abrazó.
—¡Por supuesto que irás! Es muy importante para tu educación, y yo estaré muy bien aquí.
—¿Sin dinero y con todas esas deudas? —preguntó Nora con brusquedad—. ¡Mamá, tienes que comer!
Entonces, casi como en respuesta a sus oraciones, les pareció a ellas en aquel momento, había aparecido sir Horace Harlow.
Era un hombre de más de cincuenta años, que había comprado varios caballos a Charles Sherborne.
Él se presentó unos días después del funeral, para ver si quedaban caballos que pudieran interesarle.
Nora pensó que el hombre esperaba conseguir alguna ganga, al faltar el dueño.
Sin embargo, después de hablar con su madre, pagó por los caballos que había mucho más dinero del que valían.
Al día siguiente fue a arreglarlo todo para que fueran recogidos y volvió una vez más para asegurarse de que no se cometieran errores con él.
Para el fin de semana, había pedido a Louise Sherborne que se casara con él.
Por un momento, ella le había mirado con gran asombro. Le resultaba difícil comprender lo que el hombre le estaba diciendo.
—Yo sé que usted se siente muy desdichada por haber perdido a su esposo —le dijo—, y también que no me ama.
Se detuvo un momento y después continuó diciendo:
—Pero yo le enseñaré a amarme, y como soy un hombre muy rico, puedo darle cuanto necesita. Desde luego, cuidaré de Nora también.
Fueron estas últimas palabras las que hicieron que la señora Sherborne se tomara en serio su proposición.
Era consciente de que, aunque la escuela estaba pagada, necesitaban dinero para el viaje que ella debía hacer a Florencia. Y, por supuesto, ropa. Una ropa mucho más elegante que la que había usado mientras ayudaba a su padre a domar caballos y a su madre en los quehaceres de la casa.
Louise sabía que jamás podría amar a nadie como había amado a Charles.
Y sin embargo, ella comprendía que habría sido muy egoísta por su parte permitir que Nora volviera a una casa mísera y pobre una vez terminada su educación.
Todos sus familiares, los Tremaine, habían ignorado a Louise cuando se fugó con Charles, exceptuando su hermano Hugh.
Hugh era unos cuantos años más joven que ella. Era un joven alocado e irresponsable, que había gastado una suma astronómica de dinero divirtiéndose en Londres. Debido a ello, Louise sabía que él había sido en gran parte, culpable de la muerte del general. Su padre había muerto apenas unos meses antes.
Sufrió un ataque cuando descubrió la cantidad de dinero que debía su hijo.
Cuando falleció, prácticamente había tenido que ser empleado todo su dinero para pagar las cuentas de Hugh.
No contento con eso, Hugh había perdido durante una noche de parranda y juego, la finca llamada parque Tremaine, que había heredado de su padre.
Cuando se enteró de ello, primero por los periódicos y después a través del vicario del pueblo en que estaba ubicado el parque Tremaine, Louise Sherborne lloró de amargura y de tristeza.
Por primera vez desde su matrimonio, se dio cuenta de que todavía amaba el que fuera su hogar y las cosas que había dentro de él y que habían pertenecido a su madre.
Aunque nunca había podido volver a él, ahora sabía que aquél era el lugar al que ella pertenecía.
Se sentía como una niña que acaba de descubrir de pronto que se ha quedado huérfana.
Sólo Charles hubiera podido consolarla.
Pero todavía sucederían cosas peores, porque dos meses más tarde Hugh Tremaine se batió en duelo, en el Parque Green y, mató de un disparo a su oponente.
Para evitar ser arrestado, cruzó el canal y se dedicó a divertirse en París hasta que murió a causa de las heridas recibidas en otro duelo.
Louise sólo se enteró de la muerte de su hermano cuando le escribieron los abogados de la familia.
No le sorprendió saber que también él había dejado grandes deudas que nunca podrían ser pagadas.
Por lo tanto, no tenía familiares cercanos que pudieran hacerse cargo de Nora.
Louise sabía, además, que sus primos lejanos no sentirían particular interés por la hija de una mujer que había hecho algo tan reprobable como huir con un hombre que no tenía ni un penique.
Por lo tanto, después de pensarlo mucho y de pasar varias noches en vela, aceptó a sir Horace Harlow.
Debido a que estaba de luto riguroso, sir Horace y ella se casaron de forma muy discreta en una oficina del Registro Civil de Londres.
Fueron de luna de miel a una casa que él poseía en Newmarket, donde nadie los vería en esa época del año.
Nora, por su parte, fue enviada a otra casa de su propiedad situada en Oxfordshire.
Antes de irse, él le pidió que se comprara toda la ropa que necesitara para ir a Florencia.
Nora descubrió que también había buenas costureras en Oxford. Además, había una costurera permanente en la casa que le hizo todos los cambios necesarios en lo que compró.
La muchacha era lo bastante inteligente como para comprender que se trataba de una academia muy elegante.
Como las alumnas procedían de las familias más distinguidas de Italia y de Francia, irían muy bien vestidas.
Estaba segura de que las muchachas francesas tendrían un chic que era casi imposible de encontrar en Inglaterra.
A los dieciséis años, Nora tenía ya una espléndida figura y resultaba muy atractiva debido, sobre todo, a su pelo rubio con tonalidades rojizas y a sus grandes ojos verdes.
Cuando su madre y su padrastro se reunieron con ella, al volver de su luna de miel, se dio cuenta de que ella estaba muy pálida.
Nora atribuyó eso al hecho de que debía seguir echando de menos a su adorado esposo.
Había comprado a su madre ropa de las tiendas más elegantes de la calle Bond. Las joyas que brillaban en su cuello y en sus muñecas valían, calculó Nora, una pequeña fortuna.
Cuando la muchacha se marchó a Florencia lo hizo pensando que, por lo menos, su madre disfrutaría de un lujo que no había conocido desde que huyó de la casa paterna.
Disponía de un ejército de criados para ser atendida y era evidente que sir Horace estaba fascinado por su nueva esposa.
Había pasado quince años solo, después de quedarse viudo, así que la compañía femenina resultaba una grata novedad para él. No se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que la había echado de menos.
—¡Cuídate mucho! —le dijo Louise a su hija al despedirse de ella.
—¡Sir Horace cuidará de ti, mamá! —contestó Nora.
—Eso… espero —dijo su madre un poco dudosa.
—Nunca hubiera podido dejarte sola, sin dinero y sin nada que hacer, habrías echado mucho de menos a papá.
—¡Le echo de menos… ahora! —había dicho Louise con un leve sollozo en la voz.
Las palabras fueron dichas en un murmullo, como si temiera que alguien la oyera.
Nora llegó a Florencia con una cantidad considerable de dinero a su disposición.
Su ropa, para satisfacción suya, no tenía nada que envidiar a la de las otras alumnas.
Debido a que era inteligente, se propuso no desperdiciar el tiempo y aprender lo más posible.
Hizo amistad con muchachas de diferentes nacionalidades, para conocer sus costumbres e idiomas.
Después del primer año, obtuvo numerosos premios que, estaba segura, serían la delicia de su madre.
Escribía a casa dos veces por semana y Louise le enviaba largas cartas llenas de amor, contándole todo lo que hacían.
Le describió las fiestas a las que empezaron a asistir en cuanto ella entró en el periodo de medio luto, así como las carreras de caballos en las que sir Horace había visto conseguir a sus caballos muchos premios.
Nora era muy perceptiva en lo que a las personas se refería, y se dio cuenta, sin que su madre tuviera que decírselo, de que ella lamentaba que su primer esposo no hubiera dispuesto de los magníficos caballos que sir Horace tenía.
La joven advirtió, al recordar el contenido de las cartas de su madre, que ésta le mencionaba muy raras veces.
Cuando llegó a casa descubrió que las cosas eran muy diferentes de lo que ella creía.
No llevaba allí más de una hora, cuando se dio cuenta de que sir Horace había cambiado de una forma muy extraña durante los dos años que ella había estado fuera.
Parecía mucho más viejo y su pelo se había vuelto casi blanco, pero no fue tanto su aspecto lo que la turbó como su conducta.
Al irse a Florencia, Nora recordaba haberle visto fascinado por su madre.
Le dedicaba numerosos cumplidos y no dejaba de decirle cuánto la adoraba. Para él nada era demasiado caro, si se trataba de hacerle feliz.
Ahora era un hombre completamente diferente.
Contradecía constantemente a su esposa y no podía ser más grosero con ella.
La forma en que la hablaba y la miraba hacían pensar a Nora que sentía una gran antipatía por ella.
Cuando se quedaron solas, Nora rodeó con sus brazos los hombros de su madre y le preguntó:
—¿Qué ha sucedido, mamá? ¿Por qué actúa sir Horace de una forma tan desagradable?
—Yo prefiero no hablar de ello —contestó Louise, llorosa.
—¡Pero, no puedes dejarme en la ignorancia, mamá! —protestó Nora—. Cuando estaba en Florencia, yo creía que eras feliz porque sir Horace era bueno y cariñoso contigo.
De detuvo y luego continuó:
—Ahora, en cambio, parece molestarle todo lo que tú dices.
—¡Lo sé… lo sé! —contestó Louise—. ¡No puedo evitarlo! He hecho todo lo posible, pero no hay nada que yo ¡pueda hacer!
—No entiendo.
Comprendió que su madre no sabía si mentir o decir la verdad.
Entonces, como si le aliviara tener alguien con quien compartir sus angustias, dijo en una voz que su hija apenas alcanzó a oír:
—Cuando se casó conmigo sir Horace estaba seguro de que yo le daría un heredero. Su primera esposa no había podido hacerlo, y él creía que como yo era todavía joven, no habría ningún problema.
Nora contuvo la respiración.
—Yo no tengo la culpa —continuó su madre—. ¡Te aseguro que no la tengo! ¡Es Horace quien no puede tener hijos, pero él me culpa a mí!
—¿Y nadie se lo ha dicho? —preguntó Nora.
—El médico es un hombre muy amable, ha tratado de convencerle, pero él no le cree —murmuró su madre—. Ha decidido que yo debía haberle dado un hijo.
Emitió un profundo suspiro y continuó diciendo:
—Como no he concebido un hijo, él me odia y quisiera que estuviera muerta.
Nora dio un leve grito de horror.
—¡No puedo creerlo, mamá! ¡Estoy segura de que no deberías decir esas cosas!
Entonces comprendió que su madre estaba llorando. La abrazó y la besó.
—Está bien, mamá, tranquilízate —dijo—. He vuelto a casa y yo cuidaré de ti.
—No, mi amor, tú no debes sacrificarte. Fue un error casarme con él, pero sólo lo hice por ti y ahora no hay nada que yo pueda hacer.
Su voz fue ahogada por el llanto.
Cuando Nora la dejó, fue a sentarse en su propio amplio y lujoso dormitorio, preguntándose qué podría hacer ella para sacar a su madre de lo que parecía una situación muy desagradable.
Veinticuatro horas más tarde, comprendería que era mucho más grave de lo que ella había pensado.
Debido a que quería tener a su hija cerca de ella, lady Harlow había instalado a Nora en la habitación contigua a la suya, al lado de la cual se encontraba la de sir Horace, es decir, el dormitorio principal de la casa.
La primera noche después de la llegada de Nora, tuvieron una cena bastante incómoda, durante la cual sir Horace fue todavía más grosero con su madre de lo que lo había sido durante la comida.
Cuando todos se fueron a acostar, a ella le pareció que estaba viviendo una horrible pesadilla de la que debía despertar.
Se desnudó, pero en lugar de acostarse, pensó en ir a hablar con su madre.
Tal vez, aunque pareciera imposible, encontraran una solución a su problema.
Nora estaba segura, después de lo que su madre le había dicho, que su padrastro y ella no dormían juntos.
Pero al ir a abrir la puerta, oyó la voz de él y se quedó inmóvil. Una larga serie de denuestos, juramentos y maldiciones llegaron a sus oídos.
Un segundo más tarde sintió un golpe y comprendió que el hombre estaba pegando a su madre.
Nora no supo qué hacer.
Le pareció una eternidad el tiempo que transcurrió mientras sir Horace maldecía y golpeaba a su madre una y otra vez.
Finalmente, cerró la puerta para volver temblorosa a su habitación y acostarse en la oscuridad, preguntándose con desesperación qué podía hacer.
Sus padres habían sido siempre muy felices.
Jamás había pasado por su mente la idea de que un hombre que era un caballero pudiera tratar a alguien tan gentil y hermosa como su madre de esa forma bestial.
Entonces cayó en la cuenta, y se dijo a sí misma que debía haberlo notado desde su llegada, su madre estaba muy delgada.
La felicidad que antes parecía irradiar de su cara había desaparecido.
En ese momento parecía casi insustancial, como si su apego a la vida fuera muy frágil.
«¿Qué puedo hacer? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué puedo hacer?», se preguntó Nora una y otra vez.
Siguió haciéndose esa pregunta durante el día siguiente y el otro.
Esa noche, cuando Nora se quitó las manos de las orejas pudo oír a su madre suplicar y llorar de nuevo de forma patética:
—¡Por favor, Horace, no me pegues más!
—¡Maldita, mil veces maldita! —contestó sir Horace furioso—. ¿Para qué me sirves si no puedes darme lo que quiero? ¡Cuánto antes me libre de ti, mejor!
Fue entonces cuando Nora comprendió lo que debía hacer.
Esperó con la puerta cerrada casi una hora.
Cuando volvió a abrirla con mucho cuidado como esperaba, sir Horace se había ido a su propia habitación y su madre estaba sola.
La oyó sollozar convulsivamente. Se acercó a la cama y cuando llegó a ella, extendió los brazos y abrazó a su madre con todas sus fuerzas.
—No llores más, mamá —dijo, oprimiéndola contra su pecho—. Yo cuidaré de ti, y esto no volverá a suceder nunca.
Comprendió que su madre no entendía. La recostó en la cama, se sentó junto a ella y dijo:
—Deja de llorar, mamá, y escúchame. ¡Nos iremos de aquí!
Sus palabras detuvieron las lágrimas de su madre. Después de unos momentos, ésta murmuró:
—No entiendo lo que quieres decir.
—He estado pensando mucho en esto —contestó Nora—. Tengo la impresión de que papá me está guiando, diciendo qué debo hacer.
Su madre lanzó un sollozo que pareció proceder de lo más profundo de su corazón.
—¡Oh, mi querido Charles! —murmuró—. Te echo tanto… de menos… ¡Si pudiera… reunirme contigo!
Eso era lo que, Nora sabía, su madre debía haber deseado más de una vez.
—Papá no querría que tú fueras cobarde, mamá —dijo—. Y yo sé que él nos ayudará, porque, sin importar dónde esté, te ama tanto como te amaba cuando estaba vivo.
—¿Cómo pudo morirse cuando yo le amaba tanto? —murmuró su madre con voz quebrada por el llanto.
—¡Él no está muerto! —dijo Nora—. ¡Estoy segura de ello!
—¿Cómo puedes decir eso?
—Cuando ese hombre bestial te estaba pegando anoche, y otra vez hace unos momentos, sentí a papá cerca de ti.
Se detuvo y sonrió a su madre antes de continuar:
—Cuando me quedé en la cama, pensando cómo podría salvarte, él me dijo con toda claridad lo que teníamos que hacer.
Su madre no contestó, pero Nora comprendió que estaba escuchando.
—Vamos a reunir todo lo que podamos. Después nos iremos de aquí y nos esconderemos donde sir Horace no pueda encontrarnos nunca.
—¡Pe… pero yo no puedo hacer eso! —protestó su madre—. ¡Después de todo, soy su… esposa!
—¡Una esposa que él no quiere! ¡Una esposa a la que odia! —declaró Nora—. ¡Si él no consigue encontrarte y piensa que estás muerta, se alegrará de poder buscar a otra mujer con quien casarse!
Después de una breve pausa continuó:
—Tenemos que planear todo muy bien, mamá. Lo primero que hay que hacer es descubrir cuándo saldrá de la casa el tiempo suficiente como para que podamos marcharnos y él no se dé cuenta hasta que no sea demasiado tarde.
—¡No! ¿Estás hablando en serio?
—Claro que hablo en serio. Voy a llevarte a algún lugar donde puedas volver a ser feliz —dijo Nora con firmeza—. Un lugar donde podamos estar juntas, olvidarnos de sir Horace y recordar sólo a papá.
Observó con alegría, cómo un rayo de esperanza parecía invadir a su madre.
—Estoy segura de que esto está mal —dijo Louise con voz débil.
—Me niego a permitir que te quedes aquí y a dejar que ese salvaje te mate a golpes —dijo Nora irritada—. ¡De cualquier modo, mamá, yo no podría estar en esta casa mucho tiempo más sin decir a sir Horace lo que pienso de él!
—¡No… no! —exclamó su madre con desesperación—. ¡Tú no debes intervenir en esto, él podría pegarte a ti también!
—Y eso es algo que deseo evitar por todos los medios —reconoció Nora—, así que cuanto antes nos vayamos, mejor. Ahora piensa, mamá, intenta recordar cuando sale él de casa.
La mujer se secó los ojos y se incorporó un poco en la almohada.
—Pasado… mañana —dijo con voz titubeante—. Tu padrastro irá a Londres. —Tiene que asistir a una… cena importante.
Aspiró una profunda bocanada de aire antes de añadir:
—Es sólo para caballeros, así que no quiere que yo le acompañe.
—¡Magnífico! Eso significa, desde luego, que tardará en volver dos días por lo menos.
Nora supuso que después de una cena en la que beberían más de la cuenta, sir Horace se pondría todavía más insoportable que de costumbre.
Le había sorprendido la cantidad de vino que había bebido tanto durante la comida como durante la cena.
Cuando le conoció, él no le había dado la impresión de ser un hombre bebedor.
Ahora resultaba evidente que el clarete, el champán y el oporto le gustaban más que cualquier otra cosa.
Y el alcohol le hacía comportarse de un modo todavía más brutal con su madre.
Nora había visto ya los golpes que su madre presentaba en el cuello y en los hombros, cuando había ido a verla a su habitación aquella mañana temprano.
Lady Harlow se había puesto rápidamente un bata.
Pero Nora estaba segura de que había golpes en sus senos y en otras partes de su cuerpo, que eran prueba evidente del castigo que sir Horace le estaba impartiendo.
Él era lo bastante astuto, pensó, como para no golpear a su madre en la cara, donde las marcas de sus golpes podían ser vistas.
Descubrió que le odiaba con una intensidad más violenta que cualquiera otra emoción que había sentido nunca.
—Como comprenderás, mamá —dijo—, si huimos de aquí, seremos muy pobres.
Dejó de hablar un momento, y entonces añadió:
—Yo buscaré trabajo. ¡Cualquier cosa será mejor que vivir en esta casa!
Ella comprendió que su madre estaba de acuerdo con ella, aunque no dijo nada, y continuó hablando:
—Debes empezar a pensar lo que quieras llevarte. Así, cuando sir Horace se vaya, al día siguiente, nosotras podamos marcharnos sin pérdida de tiempo.
—Pero ¿dónde iremos? —preguntó su madre con voz asustada.
—Si volvemos al pueblo donde vivíamos con papá, sir Horace nos encontrará con mucha facilidad.
—¡Sí!
—Así que lo mejor es que vayamos a donde tú vivías de niña. Quizás allí encontremos una casita.
Su madre suspiró.
—Sería maravilloso vivir cerca de mi vieja casa. He pensado en ella con mucha frecuencia; pero tu padre y yo no volvimos ni una sola vez, después de fugarnos.
—¡Entonces iremos allí! —aseguró Nora—. Si no podemos encontrar dónde vivir una vez que lleguemos a Little Bletchley, estoy segura de que habrá muchos otros pueblos donde podamos hacerlo.
Se detuvo para sonreír a su madre antes de continuar:
—Debe haber algún pueblo, en el que nadie se interese por una viuda y su hija.
—¿Viu… viuda?
—¡Desde luego! Y como no debemos usar nuestro verdadero apellido, Sherborne, he pensado que si tú te presentas como la señora Borne, que es un nombre bastante común, nos será muy fácil recordarlo.
Su madre se echó a reír con suavidad.
—¡Oh, querida, presentas todo como si se tratara de un cuento de hadas! Pero estoy segura de que cuando llegue el nuevo día, seré lo bastante sensata como para comprender que eso es imposible.
—Lo que es imposible, mamá, es que nos quedemos aquí. Te voy a llevar lejos y es inútil que te opongas. Irnos es lo único sensato.
—No creo que sea nada sensato. Pero sería maravilloso no volver a tener miedo y, como dices, pensar sólo en papá.
—Entonces, tienes que ayudarme —dijo Nora—. Ante todo, debemos conseguir algo de dinero.
—¿Dinero? —preguntó la mujer con expresión de asombro.
—No podemos vivir del aire —explicó Nora como si estuviera hablando con una niña—. Aunque al principio las cosas no serán fáciles, cuando yo consiga trabajo, empezarán a mejorar.
—Pero ¿en qué vas tú a trabajar? ¿Qué sabes hacer?
—Si después de la amplia y costosa educación que he recibido —dijo Nora—, no encuentro algún tipo de trabajo, ¡me sentiré tan sorprendida como desilusionada!
—Pero tú eres una dama y las damas no… trabajan.
—Dama o no dama, no pienso morirme de hambre —contestó Nora—. Así que no perdamos tiempo discutiendo por eso.
Dejó de hablar un momento y luego continuó diciendo:
—¡Concentrémonos en lo que podemos llevarnos que nos pueda proporcionar, por lo menos al principio, un techo bajo el cual dormir y dos buenas comidas al día!
* * *
Posteriormente Nora habría de felicitarse a sí misma por lo lista que había sido al organizar su fuga.
En primer lugar, averiguó que sir Horace tenía un secretario.
Descubrió que pagaba a los criados, así como a los empleados de la finca y que todas las cuentas pasaban por su oficina.
Fue fácil, en cuanto sir Horace se marchó, después del desayuno, acercarse al señor Watson.
Le dijo que ella y su madre habían sido invitadas a pasar la noche con unos amigos que vivían del otro lado de Oxford.
—Necesitamos algo de dinero para propinas y cosas así —le explicó Nora—. Además, como vamos a pasar por Oxford, mi madre está ansiosa por comprarme ropa nueva que sustituya a la que he estado llevando en la escuela.
—Desde luego, señorita Sherborne —contestó el secretario—, pero su señoría tiene crédito en la mayor parte de las tiendas.
—Mamá me ha dicho que ella muy pocas veces hace compras en Oxford y que mi padrastro prefiere que ella compre su ropa en la calle Bond —protestó Nora.
El señor Watson reconoció que eso era verdad.
—Por lo tanto, será mucho más fácil pagar al contado, que esperar mientras hacen las investigaciones para comprobar si somos respetables y no vamos a robar su mercancía —añadió Nora.
El señor Watson se echó a reír.
—¡Estoy seguro de que nunca pensarían tal cosa, señorita Sherborne!
Sin embargo, debido a la simpatía que sentía por Nora, a la que él consideraba una muchacha muy bonita, el hombre le entregó lo que era, en realidad, un considerable cantidad de dinero.
Al hacerlo, dijo:
—¿Cuidará usted bien de este dinero? ¡Estoy seguro de que sir Horace se sentiría horrorizado si supiera que van a llevar ustedes encima tanto dinero!
—Estará a salvo, no se preocupe —le aseguró Nora—, y le prometo que lo gastaremos con mucha rapidez, para evitar el riesgo de perderlo.
El señor Watson rió de nuevo.
—Si usted quiere mi consejo, señorita Watson, yo esperaría hasta pode ir a Londres. Las ropas de su señoría vienen de las mejores tiendas de la calle Bond.
—¡Y está realmente guapa con ellas! —sonrió Nora.
Le pareció que el señor Watson iba a decir que lady Harlow estaba hermosa con todo lo que se pusiera.
Como si el hombre pensara que eso era incorrecto, se limitó a decir:
—Espero, señorita Sherborne, que encuentre usted lo que quiere.
—¡Quiero estar elegante para ser digna de esta casa! Compraré lo mejor que encuentre, hasta que podamos ir a Londres.
Se detuvo antes de añadir:
—¡Ahora que recuerdo! Necesito con desesperación un abrigo de viaje. El único que tengo me hace creer que todavía estoy en la escuela. Tal vez fuera mejor que me diera otras cincuenta libras.
El señor Watson se las dio encantado.
Subió la escalera en actitud de triunfo. Encontró a su madre ya lista, pero muy pálida y asustada.
Nora la besó y dijo:
—¡Alégrate, mamá! He conseguido sacar una cantidad astronómica al señor Watson. Con tus joyas y ese dinero, podremos vivir bastante tiempo, sin ninguna preocupación.
—¡Oh, querida, no sé si debo irme! —dijo su madre titubeante.
—¡Bueno, yo sí me voy! —aseguró Nora—. Pero si tú quieres quedarte aquí…
Su madre lanzó un pequeño grito y la muchacha exclamó:
—Sólo estaba bromeando, mamá. ¡Por supuesto que vienes conmigo, especialmente después de lo de anoche!
Se daba cuenta de que sir Horace había sido todavía más brutal que de costumbre la noche anterior.
Había cerrado bien la puerta de comunicación, porque sentía que no podía soportar oír los gritos y lamentos de su madre.
Y, sin embargo, dos veces sus gritos habían sido tan fuertes que habían penetrado a través de la pesada puerta de caoba.
En ese momento, Nora había deseado haber nacido hombre.
Entonces habría entrado y habría dado a sir Horace un poco de su misma medicina.
Una vez más él había bebido más de la cuenta. Sólo cuando estuvo segura de que había vuelto a su propio dormitorio, se atrevió ella a entrar en el de su madre.
Había hecho que su madre sacara todos los vestidos costosos que poseía, así como todas las pieles que se ponía durante el invierno, para que su doncella los guardara en un baúl al día siguiente.
—¿Para qué se lleva milady todas las pieles, cuando hace tanto calor? —preguntó la doncella.
Nora había previsto esa pregunta y había dicho a su madre lo que debía contestar.
—Los amigo con los que voy a pasar la noche —contestó lady Harlow—, me han dicho que conocen a un peletero que se dedica a arreglar y remodelar las capas y abrigos de piel.
La doncella quedó aparentemente convencida.
El carruaje en el que emprendieron el viaje iba lleno de baúles.
Cuando por fin se pusieron en marcha, la muchacha pensó que iniciaban una gran aventura.
Pidió a Dios que no se le hubiera olvidado nada, que hubiera pensado en todo y hubiera tomado todas las precauciones posibles para evitar que sir Horace descubriera dónde habían ido.
Dio instrucciones al cochero para que las dejara en La Mitra, una bien conocida hostería de Oxford, usada por las diligencias.
—Para evitar que los caballos de sir Horace tuvieran que ir demasiado lejos —dijo con tono arrogante—, nuestros amigos enviarán su carruaje para que nos recoja aquí.
—Eso es muy considerado por su parte, señorita —contestó el cochero.
—Sí —afirmó Nora con tono ligero.
* * *
Nora y su madre llegaron a Oxford alrededor de las once de la mañana.
Tan pronto como el cochero y el lacayo que iba en el pescante con él bajaron el equipo y se fueron, la joven preguntó dónde podrían alquilar un carruaje con buenos caballos.
El lugar que les recomendaron estaba muy cerca de allí y no tuvieron el menor problema para conseguir lo que deseaban.
Viajaron en él hasta las tres de la tarde y sólo se detuvieron a comer en una hostería, donde fueron cambiados los caballos.
En otra hostería alquilaron otro carruaje y volvieron a emprender el viaje. Llegaron a Little Bletchley a las siete y media de la tarde.
Sólo entonces su madre empezó a manifestar señales de nerviosismo. No tardó en confesar su temor a que no encontraran ningún lugar donde hospedarse en el pueblo.
Trató de recordar cuál era la posada más cercana, pero le resultó difícil, después de veintiún años de ausencia hacerlo.
—Piensa, mamá, en alguien que pudiera ayudarnos a encontrar una casita —le dijo Nora—. Tal vez haya alguna donde podamos pasar la noche, aunque tengamos que dormir en el suelo.
—Si el señor Ainsworth vive todavía, cosa que dudo mucho —contestó lady Harlow—, él nos ayudará.
—¿Quién es el señor Ainsworth?
—Era el administrador de la finca de mi padre. Recuerdo que todo le apreciaban mucho.
—Entonces, le buscaremos a él —dijo Nora.
A ella le pareció que su madre estaba muy cansada. Cogiendo sus manos en las suyas, dijo:
—¡No te preocupes, mamá! Como ya te he dicho, yo sé que papá está a nuestro lado.
—¿Tú crees eso… realmente? —preguntó su madre con un brillo de esperanza en los ojos—. Yo sigo hablando con él y a veces tengo la impresión de que puede oírme.
—¡Claro que puede oírte! —dijo Nora—. Y yo sé que él piensa que estamos haciendo lo correcto.
Sonrió a su madre antes de continuar.
—¡No puedo imaginar a papá permitiendo que un hombre te trate de la forma en que lo hace sir Horace!
—¡Eso es… cierto! —dijo lady Harlow en voz baja.
—Sólo pide a papá que nos guíe ahora, que se asegure no sólo de que el señor Ainsworth vive, sino de que esté dispuesto a ayudarnos.
Lady Harlow se echó a reír con suavidad, como si no pudiera evitarlo.
—¡Oh, Nora, te pareces tanto a tu padre! Él siempre estaba seguro de que todo saldría bien, de que cualquier cosa que sucedía era para mejorar.
—Ya verás cómo yo tengo razón —aseguró la muchacha pidiendo al cielo que fuera justificada su esperanza de encontrar al señor Ainsworth.
De repente, el carruaje se detuvo.
El cochero se inclinó hacia la ventana abierta y gritó:
—¿A dónde quieren que las lleve?
Nora miró a su madre.
—A la casita blanca que está a las afueras del pueblo —dijo lady Harlow a su hija.
Nora repitió la explicación al cochero y, cuando el carruaje se puso de nuevo en marcha, dijo:
—Ahora, mamá, recuerda que no eres lady Harlow, sino la señora Borne.
—Trataré… de recordarlo —prometió su madre con timidez.
—Creo que a papá le gustará que usemos parte de su apellido.
Nora hizo una breve pausa antes de continuar diciendo:
—Si nos vemos muy presionadas, siempre podemos decir que somos primas lejanas de lord Borne, y que por eso queremos vivir por esta zona.
—¡Oh, Nora, no! —exclamó su madre—. ¡Yo no podré recordar todas esas cosas! Tal vez estemos cometiendo un error, y yo debiera volver.
—¿Cómo puedes estar ten desanimada, mamá? Recuerda que tenemos dinero suficiente para vivir un año sin tener que preocuparnos.
Se detuvo un momento y luego dijo:
—Por lo menos no tendremos que depender, como las criaturas del bosque, de las hojas de los árboles para cubrirnos.
Lady Harlow emitió una leve risa.
En ese momento los caballos se detuvieron frente a una casita blanca.