Capítulo 6
Nora había llegado a lo alto de la escalera, cuando vio que un lacayo sacaba del dormitorio del marqués la bandeja del desayuno.
Iba seguido de dos doncellas que llevaban un motón de sábanas y fundas.
Detrás de ellas iba el ama de llaves.
A Nora le divertía ver la cantidad de gente que el marqués había contratado para que contribuyeran a su comodidad.
Sabía cómo deleitaba a su madre ver que en la casa se desarrollaba casi la misma actividad que en tiempos de su padre.
Mientras ella recorría el corredor, en dirección al dormitorio principal, Tomkins salió de él.
—¡Buenos días, señorita! —dijo en tono alegre—. Su señoría ha vuelto a ser como ha sido siempre. ¡Ahora mismo está sentado en su cama… dando órdenes!
Nora se echó a reír.
—Iré a recibir una cuantas —dijo— y usted debe descansar. —Casi no ha dormido en estas tres últimas noches.
—Anoche ya no fue tan mal —dijo Tomkins—, y muchas gracias, señorita, por la ayuda que me ha prestado.
Se alejó antes de que Nora pudiera decir algo más. Ella se dio cuenta de que a él no le gustaba mucho que le halagaran.
Nadie hubiera podido cuidar del marqués con más eficiencia que él.
Había tenido una fiebre muy alta y había pasado dos noches muy inquietantes.
Nora y Louise le cuidaban durante el día. La primera sabía que el conde de Grantham estaba esperando abajo y que su madre era una persona diferente desde que él había aparecido.
A Louise le encantaba hablar de los viejos tiempos con él y a Nora no necesitaba decirle nadie que el conde amaba a su madre de la misma forma en que su padre la había amado.
«Si mamá fuera libre», pensó con tristeza.
Abrió la puerta de la habitación del marqués y vio que el sol entraba a raudales en ella.
Se acercó a la cama y dijo:
—Tomkins me ha contado que ha pasado usted muy buena noche. Me alegro mucho.
—Me siento otra vez como nuevo —dijo el marqués—, ¡y pienso levantarme!
Nora lanzó un leve grito.
—¡Es demasiado pronto! ¡Necesita primero la autorización del médico!
El marqués sonrió.
—¿Otra vez está tratando de imponerme su voluntad, Nora? Me parece recordar que me obligó a tragar una medicina muy desagradable y me ordenó que durmiera, cuando quería permanecer despierto.
—Todo era por su propio bien.
—Eso es algo que mi niñera solía decirme. Descubrí entonces, y he confirmado eso a través de los años, que todo lo que es por mi bien resulta siempre muy desagradable.
Nora se sentó en una silla y dijo con un tono diferente de voz:
—Supongo que querrá saber qué ha sucedido al príncipe.
—¡Espero que le haya usted herido considerablemente más de lo que él me hirió a mí! —contestó el marqués.
—El doctor Gibson me ha dicho que ha estado sufriendo considerables dolores, pero que está pensando irse ya mañana de la posada de Potters Bar donde ha estado hospedado.
El marqués no dijo nada y Nora murmuró en tono asustado:
—¿Usted cree que no volverá a intentar nada?
—Es muy improbable —contestó el marqués—, pero si lo hace, estoy seguro de que usted se las ingeniará para salvarme.
Miró a Nora y luego extendió la mano, con la palma hacia arriba.
Casi como si él la estuviera hipnotizando, ella puso lentamente su mano en la de él.
Cuando sintió que los dedos de él se cerraban sobre los suyos, un leve rubor cubrió sus mejillas.
Ella miró hacia otro lado mientras el marqués le decía en voz baja:
—Todavía no le he dado las gracias, Nora, por haberme salvado la vida.
—Creo que… sería mejor que lo olvidásemos —dijo Nora con voz titubeante—. El doctor Gibson me ha dicho que el príncipe ha contado a todos que ha sido atacado por un salteador de caminos.
Dejó de hablar, le sonrió y añadió:
—Ésa puede ser la explicación a su herida también.
—¡No me interesa lo que el príncipe piense o diga, sino usted! —dijo el marqués—. ¡Nunca había conocido a una mujer que fuera tan rápida y tan certera disparando!
—Papá me enseñó, porque pensaba que podía serme útil alguna vez.
—¡Pues no se equivocaba! —comentó el marqués con sequedad—. Y ahora tengo que pensar en cómo darle las gracias.
Nora recordó cómo había tratado él de darle las gracias ya una vez y miró hacia otro lado. El rubor de sus mejillas se hizo más intenso.
Habría retirado la mano de la del marqués, pero éste se aferró con fuerza a ella.
—¿Me ha perdonado por la forma en que me porté la primera noche después de que cenamos juntos?
Nora no contestó y él continuó diciendo:
—Estoy muy arrepentido. Me sentí muy avergonzado de mí mismo después de que usted saliera corriendo. Mi única disculpa es que estaba usted tan encantadora, tan adorable, que olvidé lo joven que es.
Nora no supo qué decir. Dio un leve tirón a su mano, pero el marqués la retuvo con firmeza.
—Ahora —continuó—, quiero decirte lo que siento por ti y como las palabras no son suficientes, me sería mucho más fácil darte las gracias con besos.
—¡No… no… usted no puede hacer eso! —dijo Nora con rapidez.
—¿Por qué no? —preguntó el marqués.
Ella se dio cuenta de que los ojos de él estaban fijos en sus labios. Con un movimiento rápido que él no esperaba, consiguió librar su mano de la de él.
—¡Si piensas volver a huir —dijo—, me levantaré de la cama y te seguiré!
La muchacha, que había empezado a levantarse de su silla, volvió a sentarse.
—Me está usted extorsionando —dijo con tono acusador— ¡y eso no es nada deportivo!
—Tú sabes la razón: en el amor y en la guerra…
—Si no habla usted de forma sensata —le interrumpió Nora—, me iré ahora mismo. Y si me sigue, como ha amenazado con hacer, el brazo volverá a sangrarle.
El marqués se echó a reír.
—Lo que me encanta de ti, Nora —dijo—, es que nunca dices lo que yo espero que digas. Pero quiero hablar contigo y seré sensato como tú dices.
—Yo tengo algo muy emocionante que decirle primero —le interrumpió Nora.
—¿Qué es?
—El conde de Grantham vino a verle hace dos días, y resultó ser un viejo amigo de mamá, a quien ella conoce desde que era niña.
Se detuvo un momento antes de continuar:
—Viene todos los días para hablar con ella de los viejos tiempos, mientras espera la oportunidad de hablar con usted.
—Ya sé lo que quiere —contestó el marqués—. Me habló de ello en Londres.
Nora esperó con una interrogación en los ojos, y él le explicó:
—Tiene varias yeguas de muy buena calidad que desea cruzar con Pegaso y algunos otros de mis caballos. Será muy fácil arreglar eso, mientras yo estoy aquí.
Se produjo una leve pausa antes de que Nora dijera, titubeante:
—¿Cuánto tiempo va a quedarse?
—¿Importa eso?
—Es que si usted quiere que mamá y yo nos vayamos cuando usted se marche, tendremos que ir buscando otro lugar donde ir.
—Yo sé que eso os quitaría tranquilidad. Y tal vez sea una cosa que no está a vuestro alcance —dijo el marqués con voz suave.
Nora le miró con asombro.
—¿Cómo sabe usted eso? Yo nunca se lo he dicho.
—Estoy usando mi cerebro. Creo que soy más perceptivo de lo que tú supones —contestó el marqués—. Mientras tanto, sigo esperando a que confíes tu secreto.
Nora unió las manos.
—Por favor, no insista ni trate de averiguar cosas que no queremos decirle —suplicó—. Eso sólo hará las cosas más difíciles de lo que ya son y alterará mucho a mamá.
—Cuando hablas así —contestó el marqués—, no hay nada que yo pueda hacer.
Dejó de sonreírle y añadió:
—De todas formas, Nora, creo que es muy cruel que, después de haberme salvado la vida y de haberme cuidado mientras estaba enfermo, me sigas tratando como a un extraño.
—¡Yo no hago eso! ¡Le aseguro que no hago eso! —dijo Nora.
Habló con apasionada sinceridad.
Y cuando miró al marqués a los ojos, sintió que su mirada era capturada por la de él.
Le pareció que le resultaría imposible mirar hacia otro lado y tuvo la impresión de que él le estaba diciendo algo que ella no comprendía.
* * *
Louise había prometido cuidar del marqués mientras Nora salía a caballo un rato antes de comer.
Como ella sabía que su madre no tardaría en llegar por el corredor, la muchacha dijo en voz baja:
—Por favor, no altere usted a mamá. Ella es más feliz en estos momentos de lo que lo ha sido en mucho tiempo.
Le sonrió y continuó diciendo:
—Si usted empieza a interrogarla y a decirle la curiosidad que siente respecto a nosotras, volverá a preocuparse muchísimo.
—¿Cómo puedes imaginar siquiera que yo podría hacer una cosa tan cruel? —preguntó el marqués enfadado.
—Sólo quiero… advertírselo.
—Tú has dejado muy claro lo que estás pensando. En el futuro trataré de ser indiferente a tus preocupaciones y de interesarme sólo por las mías.
Nora emitió un leve grito.
—Ahora me está usted haciendo creer que he sido grosera e ingrata. ¡Por favor, no se ofenda por lo que le he dicho!
Sus ojos eran suplicantes al decir:
—¡Yo quisiera contarle todo, le juro que quisiera hacerlo! Pero no es mi secreto y nosotras deseamos con toda el alma quedarnos aquí, donde nadie sabe quiénes somos…
Ella pensó, al decir eso, que ya era bastante peligroso que el conde supiera la verdad.
Pero como amaba a su madre, sabía que él haría todo lo posible porque Louise fuera feliz y por evitar que sir Horace la encontrara.
De todas formas, tenía el presentimiento de que la comodidad y el lujo en el que estaban viviendo eran sólo un sueño.
Tarde o temprano despertaría a la realidad y se encontrarían de nuevo huyendo de sir Horace.
«Mamás es su esposa, y él tiene a la ley de parte suya», pensó con profunda tristeza.
No sospechaba que toda su ansiedad y todos sus temores eran muy evidentes para el marqués.
Una vez más, el marqués extendió una mano para coger la de ella.
Sintió que los dedos de Nora temblaban en los suyos como si fuera un pajarito. Y comprendió de forma extraña, pero con la misma seguridad que se alguien se lo hubiera dicho, que se había enamorado de ella.
Nunca se había sentido tan preocupado por una mujer, no tan deseoso de protegerla.
Sabía que lo que deseaba era rodear a Nora con sus brazos y decirle que él velaría por ella, que no permitiría que nadie la asustara jamás.
Sus sentimientos eran tan intensos y tan fuera de lo común que dudó de ellos y pensó que tal vez se debían a su fiebre.
Miró a Nora, que estaba sentada junto a él, con la luz del sol haciendo resaltar los tonos rojizos de su pelo.
Él comprendió que ella no sólo era más hermosa que ninguna de las mujeres que había conocido en su vida, sino que le atraía de una forma muy diferente.
En realidad, lo había sabido desde el primer momento en que la vio, pero no se había dado cuenta de que aquello era amor.
Hasta entonces, el amor sólo había significado para él un feroz intercambio de pasión, como la que compartiera con la princesa.
Habían disfrutado el uno del otro a nivel únicamente físico y con una ferocidad sensual.
Reconoció que había encontrado en Nora algo espiritual, tan exquisito, que lo que sentía por ella procedía de su corazón.
Aquello era algo en lo que no había pensado desde que era un chiquillo.
Suponía que quienes eran religiosos lo llamarían el alma; para él era un deseo de algo que procedía del infinito y que estaba más allá de todo lo que era terrenal y mundano.
Antes sólo lo había percibido al ver algo de gran belleza o al escuchar buena música.
Volviendo la mirada hacia atrás, podía recordar haberlo sentido cuando tenía los brazos de su madre a su alrededor y ella le había enseñado a rezar.
Ahora, aquel sentimiento extraño e inexplicable, pero al mismo tiempo delicioso, era lo que sentía por Nora.
Disfrutaba enormemente hablando con ella y se sentía estimulado por la originalidad de sus pensamientos.
Le encantaba la forma en que ella trataba de derrotarle en discusiones sobre temas que no tenían nada que ver con su relación como personas.
Y, sin embargo, pensó él incluso esa primera noche en que habían intercambiado argumentos y habían probado su ingenio el uno frente al otro en la mesa del comedor, él se había dado cuenta de que Nora era diferente.
Era muy diferente a todas las mujeres que había conocido hasta ese momento.
Sintió el impulso de decirle lo que estaba sintiendo, pero tuvo miedo de asustarla, de alejarla de él como había hecho al intentar besarla.
El marqués era muy inteligente y había practicado el auto-control, cuando éste era necesario, toda su vida.
Mientras retenía la mano de Nora en la suya y la miraba a los ojos, se dijo a sí mismo que conquistaría su amor, aunque tardara toda la vida en hacerlo.
Comprendió, sin embargo, que tendría que tener mucho tacto.
Ella estaría en guardia, debido a las historias que había oído sobre él, ninguna de las cuales, pensó con tristeza, hablaban a su favor.
* * *
Louise entró en el dormitorio. Estaba tan hermosa como su hija y el marqués comprendió en el acto que se sentía más feliz que nunca desde que él la conocía.
Le dio los buenos días y luego dijo a Nora:
—Tu caballo espera fuera, querida, así que date prisa para cambiarte. Te vendrá bien cabalgar un poco.
—Dejo al marqués en tus manos, mamá —dijo Nora, levantándose de la silla en la que estaba sentada—, ¡pero tendrás que ser muy estricta con él, si habla de levantarse!
Salió de la habitación y corrió por el pasillo para irse a poner su traje de montar.
—¿Hay algo que desea que le traiga? —preguntó Louise.
El marqués movió la cabeza de un lado a otro.
—Siéntese y hábleme de David Grantham. Su hija me ha dicho que usted le conoció en el pasado.
Louise le miró con timidez y él continuó:
—Yo había olvidado que él vivía cerca de aquí, pero eso me hace preguntar si su hogar estaba por estas tierras.
—Yo no quiero hablar de mí misma —contestó Louise—, pero David está deseoso de verle. ¿Cree que estará lo bastante bien esta tarde para hablar con él?
—Estoy seguro de que me sentiré muy bien —contestó el marqués.
Estaba pensando, al decir eso, que tal vez el conde le proporcionara la siguiente pista en el misterio que estaba tratando de desentrañar.
¿Cuál era la razón por la que Louise y Nora habían huido?
* * *
El conde llegó poco antes de la comida y Louise, que estaba en el salón, dijo a Nora con aire de disculpa, cuando se reunió con ella:
—He invitado a David a comer, espero que no te importe.
—¡No, claro que no! —contestó ella—. ¿Se lo has dicho a su señoría?
—Supongo que he debido hacerlo, pero como empezaba a hacerme muchas preguntas sobre David, he tenido miedo de decir algo indiscreto y de que él adivinara por qué estamos aquí.
—¡Oh, ten cuidado, mamá! —suplicó Nora—. Sería un desastre que alguien supiera la verdad.
—Excepto David… podemos confiar en David, ¿verdad?
Pareció tan preocupada al hacer la pregunta que Nora exclamó:
—Sí, por supuesto, mamá. Pero dile que tenga mucho cuidado sobre lo que dice cuando el marqués le interrogue, como hará, sin duda alguna.
El doctor Gibson llegó durante la tarde y una vez que se marchó, Nora entró en el dormitorio del marqués.
—¡Por fin! —anunció él tan pronto como ella apareció—. ¡Mañana tu jurisdicción sobre mí, como inválido, terminará!
Él le sonrió antes de continuar:
—El doctor me ha permitido levantarme y como eso es algo que pensaba hacer, de todos modos, me alegro de contar con lo que tú tendrás que aceptar como la aprobación profesional.
Habló con tono desafiante y Nora dijo:
—Yo sólo pensaba en usted. ¿Está seguro de que su brazo está ya bien?
—¡Puedo contestarte a eso diciéndote que estaré cabalgando de nuevo antes de que termine esta semana! —replicó el marqués. Su voz se hizo muy severa al añadir—: Mientras tanto, he pedido que me suban un tablero de ajedrez. Te reto a una partida, con la advertencia de que yo juego al ajedrez con frecuencia en mi club.
—¡Eso revela que yo estoy en desventaja! —protestó Nora.
Se sentó junto a la cama y recordó los buenos ratos que su padre y ella habían pasado jugando al ajedrez. Aunque él era un jugador muy hábil, ella le había derrotado algunas veces.
Esperaba ahora que, aunque no pudiera probar su superioridad sobre el marqués, pudiera, por lo menos, presentarle una buena batalla.
Jugaron y hablaron. Nora consiguió acercarse al triunfo antes de que el marqués pudiera hacer la jugada decisiva a su favor.
Ella había disfrutado jugando todavía más porque esperaba que el marqués no hubiera notado que Louise se había quedado abajo.
Eso se debía a que el conde no se había ido después de comer.
Había ido a pasear por el jardín con su madre y después había anunciado que se quedaría a tomar el té.
Nora los había dejado solos.
Comprendía que su presencia no era deseada y se daba cuenta de que nada podía ser mejor que oír a su madre reír como solía hacerlo antes de la muerte de su padre.
Al mismo tiempo, no podía por menos que preocuparse por el desenlace de todo ello.
Pensaba no sólo en la felicidad de Louise, sino también en la del conde.
Temía que tarde o temprano sus parientes y amigos se preguntaran por qué visitaba con tanta frecuencia el parque Tremaine, y si había allí alguna atracción especial aparte del marqués.
—¡Estás preocupada! —dijo el marqués cuando terminaron de jugar.
Se inclinó hacia adelante y pidió con mucha gentileza:
—¡Déjame ayudarte! Yo sé que necesitas ayuda, y creo que soy bastante inteligente cuando se trata de problemas y dificultades.
—Estoy segura de ello —contestó Nora—, pero… usted sabe que no puedo hablar de ello… ¡así que deje de intentar obligarme a hablar de algo que… no debo!
—¡Estás consiguiendo que me sienta frustrado y muy furioso!
Nora iba a contestar; pero se limitó a ponerse de pie y se dirigió hacia la ventana.
El sol se estaba escondiendo detrás de los enormes robles que había en el parque.
La belleza del espectáculo la hizo contener la respiración.
Pensó que con tanta belleza a su alrededor, el marqués con quién hablar y la comodidad de la casa de su abuelo, debía ser la mujer más feliz del mundo.
Si no tuviera que preocuparse por su madre y por sir Horace…
Entonces oyó al marqués decir en el mismo tono exasperante y furioso que había usado antes:
—¡Caramba! ¡Tú eres capaz de hacer perder la paciencia a un santo!
Debido a que resultaba muy inesperado oírle hablar de esa manera, Nora sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Se aferró al alféizar de la ventana para contener la tentación de volver corriendo a la cama y suplicar al marqués que no enfadara con ella.
Su voz había penetrado en su mente y, pensó ella, también en su corazón como si le hubiera clavado una daga.
Entonces, mientras luchaba contra el dolor que eso le había causado y sus lágrimas le impedían ver el crepúsculo, comprendió que le amaba.
¿Cómo era posible, para ella, no amarle cuando era tan apuesto y, al mismo tiempo, tan bueno y comprensivo?
Trató de recordarse a sí misma todas las cosas escandalosas que había oído sobre él.
Recordó los comentarios que la gente del pueblo hacía.
«¿Cómo puedo ser tan necia, como para amar a un hombre que, cuando se vaya de aquí, no volverá a pensar en mí?», se preguntó.
Entonces, mientras ella permanecía de espaldas a él, le oyó decir con un tono muy diferente:
—¡Ven aquí, Nora! Siento mucho haber hablado de esa forma… como si estuviera enfadado. Es que no soporto saber que eres desgraciada ni ver el temor reflejado en tus ojos.
Había algo intrigante, gentil y al mismo tiempo hipnotizante en la forma en que él habló.
Nora se enjugó los ojos con el dorso de la mano, como si fuera una niña, y volvió a acercarse lentamente a la cama.
Se detuvo junto a la cama y miró al marqués. Él extendió las manos, y sin pensar, ella puso las suyas en las de él.
El marqués tiró de ella hacia adelante, de modo que quedó sentada en el borde.
Con cierta timidez, los ojos de Nora se encontraron con los del marqués y él pudo ver restos de sus lágrimas.
Se miraron durante un largo rato hasta que, como si las palabras hubieran estallado en los labios del marqués, éste dijo:
—¡Te he herido y eso es lo último que querría hacer! ¡Oh, mi amor, tú debes haberte dado cuenta ya, a estas alturas, de que te amo!
Nora no pudo hacer otra cosa más que mirarle con incredulidad.
—No quería decírtelo —continuó él—, y no seré un fastidio para ti, ni te preocuparé, hasta que tú llegues a amarme también.
Los dedos de él apretaron los de ella, hasta que el dolor que eso le causó hizo a Nora comprender que lo que estaba oyendo era real y no sólo producto de su imaginación.
Pero tenía que estar segura.
—¿Has dicho que me amas? —preguntó con voz titubeante.
—¡Por supuesto que te amo! —declaró el marqués—. Siento como si tú hubieras formado parte de mí desde hace años, como si nos hubiéramos conocido a través de los siglos y no sólo hace unos días.
Contuvo la respiración antes de añadir:
—¡Tal vez eso sea verdad! Te he estado buscando toda mi vida… Debo haberte conocido en otras vidas y ahora te he vuelto a encontrar.
Dejó de hablar para sonreírle, antes de añadir:
—Tú eres todo lo que yo siempre he buscado y deseado en una mujer, y que creía que era imposible encontrar.
—¡No… no es verdad! —murmuró Nora—. ¡No puedes estar diciéndome esas cosas a mí!
—Pero te las estoy diciendo. ¿Crees que ni siquiera cuando estaba con fiebre estos últimos días he dejado de sentir y disfrutar de tu presencia en esta habitación?
Habló con tal intensidad que hizo que cada palabra pareciera diferente a todo lo que había dicho antes.
Nora siguió mirándole, con ojos tan abiertos que parecían llenar toda su cara. Apretando los labios él continuó diciendo:
—Me dije a mí mismo que debía controlarme y no tratar de conquistarte hasta que nos conociéramos mejor.
Se detuvo un momento antes de continuar:
—Pero mi amor es demasiado grande para poder callarlo durante más tiempo. Lo único que puedo hacer es suplicarte que trates de comprender lo que estoy sintiendo por primera vez en mi vida.
Se llevó una de las manos de ella a los labios.
Él besó la suavidad de su piel y ella sintió un intenso calor que penetrara hasta su corazón. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
—¡Estás llorando! —exclamó el marqués—. Mi amor, mi vida, ¿qué he dicho? ¿Qué he hecho para hacerte llorar?
—¡Lloro porque soy muy feliz! —sollozó Nora—. ¡Ha sido tan duro tratar de cuidar a mamá sola con el constante pánico a que pudiéramos ser descubiertas, y ahora tú me amas!
—¡Te amo! —confirmó el marqués.
Con mucha gentileza la acercó a él.
Cuando sus brazos la rodearon, la cabeza de ella cayó sobre su hombro. Él empezó a acunarla como si fuera una niña.
El marqués bajó la mirada hacia ella. Los ojos de Nora estaban buscando los suyos, mientras las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas.
Los labios de ella temblaban, pero no de temor, sino a causa de las nuevas sensaciones que estaba experimentando.
Él contuvo el aliento y lentamente, como si se estuviera obligando a no actuar con rapidez, los labios del marqués descendieron sobre los de Nora.
Fue un beso muy gentil, porque él trató de recordar que ella no hacía sido besada nunca.
Para la joven fue como si las puertas del Paraíso se hubieran abierto y él la hubiera conducido hacia un resplandor de luz que parecía proceder de él y estar dentro de ella al mismo tiempo.
Sintió que los brazos de él la apretaban con más fuerza y la acercaban todavía más a él, pero no tuvo miedo.
Sólo comprobó que aquél era el amor que ella había deseado encontrar y pensó que jamás podría ser suyo.
Era el amor que había comprendido que sus padres sentían uno por el otro.
Era tan glorioso y tan delicioso que comprendió que lo que estaba sintiendo estaba más allá de su imaginación, más allá de sus sueños.
Sólo cuando el marqués levantó la cabeza dijo con una voz llena de felicidad, pero que era apenas poco más que un murmullo:
—¡Te… amo! ¡Te… amo!
—¡Y yo te amo a ti! —dijo el marqués—. ¿Cómo puede haber conseguido que yo sienta todo este amor por ti? ¿Cómo es posible que no haya conocido hasta ahora el verdadero significado del amor?
Él no esperó su respuesta, se limitó a besarla de nuevo.
La siguió besando hasta que para ellos no hubo nada más que un éxtasis que les hizo dejar de ser humanos, para convertirse en parte del mismo cielo.
* * *
Nora salió de la habitación del marqués antes de cenar.
Le parecía estar andando sobre nubes de gloria y que le sería muy difícil volver de nuevo a la tierra.
Cuando fue a buscar a Louise se encontró para su consternación, con que su madre estaba en su dormitorio, llorando.
—¡Mamá! ¿Qué te sucede? —preguntó.
—¡Oh, querida, soy tan desgraciada!
—Pero ¿por qué?
—Porque sé que no debo quedarme aquí y arruinar la vida de David.
—¿Por qué vas a arruinar tú su vida? —preguntó Nora.
Por un momento, su madre no contestó. Entonces dijo:
—¡Él me ama! ¡Me ha amado toda la vida y quiere que me vaya con él!
—¿Qué te vayas con él?
—Quiere llevarme al extranjero, a París o a Italia, donde podamos vivir juntos y nadie haga preguntas.
Nora se sentó en el sofá donde estaba recostada su madre.
—Pero mamá, tú no debes hacer eso, ¿no crees?
—¡Claro que no voy a hacerlo! No puedo ignorar que estoy casada con otro hombre.
Se detuvo y emitió un profundo suspiro antes de continuar:
—Pero ¿cómo voy a pasar el resto de mi vida en esta situación? Él dice que nunca amará… a nadie… más que a mí…
Nora pensó que sería un error en ese momento decir a su madre lo que ella sentía por el marqués.
Eso la impulsaría a fugarse con el conde, simplemente para no estropear la posibilidad que se le había presentado de casarse con el hombre que ella amaba.
Se le ocurrió de pronto que si se casaba con el marqués, como era lo que más deseaba en el mundo, sir Horace sabría dónde encontrar a su madre.
¿Y cómo podía ella permitir que su madre volviera con sir Horace, cuando sabía cómo la trataría él?
Al mismo tiempo, eso significaba que mientras estuvieran escondidas, no podría casarse con el marqués.
La idea de que su madre se fuera, para vivir abiertamente en pecado con el conde la horrorizaba y, estaba segura, no haría feliz a ninguno de los dos.
Su madre era demasiado recta para soportar una vida de engaño.
Nora había oído hablar durante su estancia en Florencia, de gente que había salido de Inglaterra, después de abandonar al marido o a la esposa, para vivir con otra persona.
Entonces eran menospreciados por todos, excepto por las parejas que llevaban una vida inmoral, como la suya.
«Mamá jamás podría vivir así», pensó Nora.
En voz alta dijo:
—No te alteres, mamá. Parecías tan feliz últimamente, gracias a la presencia del conde, que él no querrá verte tan desesperada, tan desdichada.
—Él dice que es porque estoy viviendo una vida imposible, que desea llevarme lejos y cuidar de mí —dijo Louise con voz quebrada—. Pero… ¿serviría eso de algo?
Se detuvo un momento y después continuó:
—Y estoy segura, querida, de que eso no sería lo… correcto, ni la vida adecuada para… ti.
—Tampoco sería la vida adecuada para ti, mamá.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? ¡Oh, Nora! ¿Qué podemos hacer?
Empezó a llorar de nuevo de forma convulsiva, pero comprendió Nora, de forma muy diferente a la que lloraba cuando sir Horace la golpeaba.
Se dijo que aunque su madre nunca amaría a nadie como había amado a Charles, sentía un profundo afecto por David Grantham.
Éste crecería con los años, hasta convertirse en un amor profundo y duradero que haría felices a ambos.
Al mismo tiempo, Nora estaba segura de que lo que el conde había sugerido, terminaría por destruir a su madre.
Por el momento, no quería pensar en sí misma.
Y, sin embargo, era consciente de que si hacían saber al mundo que el marqués y ella estaban enamorados, el desastre descendería sobre ellos con la forma de sir Horace.
Rodeó con los brazos a la sollozante Louise y la oprimió contra su pecho, mientras en su corazón preguntaba con desesperación:
«¡Oh, Dios mío! ¿Qué podemos hacer? ¡Ayúdanos, por favor, ayúdanos!».
* * *
A la mañana siguiente, Louise se quedó en la cama, con los ojos hinchados y un fuerte dolor de cabeza. La propia Nora se sentía muy mal.
Se obligó a sí misma a levantarse y como comprendió que ya no había razón para sentarse con el marqués después del desayuno, ya que él estaba mucho mejor, se fue a cabalgar.
Por primera vez en su vida, no encontró ningún placer en montar, a pesar de que llevaba un magnífico caballo.
En cambio, tenía la sensación de que sus problemas la agobiaban de tal modo que no podía pensar en nada más.
Galopó a través del parque, cruzó la llanura y se encontró en la parte posterior de la arboleda, donde había visto al príncipe acechando al marqués para matarle.
Se le ocurrió que tal vez, fue el amor, aunque no se había dado cuenta de ello en el momento, por el hombre más impresionante y apuesto que había visto en su vida, lo que la había hecho actuar con rapidez suficiente para salvarle.
Y ahora tenía que decirle, y ella pensó que había sido muy tonto por su parte no haberse dado cuenta antes de eso, que no podrían casarse.
Tan pronto como se supiera que ella y su madre estaban viviendo en el parque Tremaine, tendrían que irse lejos para escapar de sir Horace.
«Pero ¿a dónde? ¿A dónde podemos irnos?», se preguntó con desesperación.
Ansiaba, aunque sabía que eso era imposible, dejar todo en manos del marqués.
Frente a aquellos problemas que resultaban para ella imposibles de resolver, se sentía muy joven, muy inexperta y tal vez muy tonta.
Y, sin embargo, sabía que sería un error meter en ellos al marqués.
Sabía que él, como el conde y muchos otros hombres, pensarían que valía la pena renunciar a todo por el amor. Pero llegaría un día en el que se arrepentiría de haber hecho algo que se traduciría de cualquier modo en un escándalo y que iría en detrimento de su dignidad personal y del honor de su familia.
«Mamá y yo debemos irnos de aquí», se dijo Nora a sí misma.
Pensó entonces en el poco dinero que les quedaba y comprendió que les resultaría casi imposible, si se llevaban todo su equipaje, irse del parque Tremaine sin que el marqués y el conde se dieran cuenta de ello.
Ellos tratarían de disuadirlas, y el conde incrementaría las súplicas a su madre para que se fuera con él al extranjero.
«¡Sería un error!», pensó Nora.
Entonces se preguntó si algo podría ser peor que esconderse en un lugar oscuro, atormentadas siempre por el temor de ser descubiertas por sir Horace.
Sin la protección del marqués y del conde, ¿cómo podrían negarse a hacer lo que sir Horace les exigiera?
Nora estaba segura de que él insistiría en que su madre volviera a su lado.
Él era demasiado orgulloso como para admitir abiertamente que su madre le había abandonado.
Estaba segura de que él las estaba buscando de forma subrepticia.
Tal vez estuviera diciendo a todos que su esposa se había ido de vacaciones y no tardaría en volver a casa.
Nora cabalgó hasta que se sintió agotada, no de montar, sino de pensar sin llegar a ninguna conclusión.
Mientras cabalgaba de regreso a casa, se dijo a sí misma que lo único que no debía hacer era alterar a su madre más de lo que ya lo estaba en ese momento.
«Hasta que no tenga planeado todo en mi mente, debo permanecer alegre y segura de que todo saldrá bien», decidió Nora.
Entonces, todos los nervios de su cuerpo parecieron clamar diciendo que amaba demasiado al marqués y que deseaba quedarse con él. Dejarle sería como perder una parte de su cuerpo.
Volvió a la casa poco antes de la hora de la comida.
Después de cambiarse, bajó la escalera en busca de su madre y se encontró con el conde, que en ese momento entraba por la puerta.
—¡Buenos días, Nora! —dijo él.
Ella le cogió de la mano y le condujo a través del vestíbulo hacia el salón-escritorio.
—Quiero hablar con usted —murmuró Nora.
Él sonrió y ella pensó que era encantador.
—Supongo que es acerca de su madre.
—Mamá está muy alterada.
—¿Alterada? Yo creía que era muy feliz cuando la dejé ayer.
—Después de meditar en lo que usted le sugirió, comprendió que estaba muy mal.
—Por supuesto que está mal —reconoció el conde—, pero ¿cree usted que está mejor que sigan escondidas aquí, con un nombre falso? No pueden vivir así para siempre.
—Tiene razón —dijo Nora—, pero, por favor, no presione a mamá para que se vaya con usted. Mamá no es lo bastante fuerte como llevar ese tipo de existencia y no tardaría en sentirse culpable por haber arruinado su vida.
—Casi arruinó mi vida hace veinte años, cuando ya la amaba y la perdí —dijo el conde en voz baja—, ¡y no puedo perderla otra vez!
—Sé lo que está usted pensando —contestó Nora—, pero, por favor, no nos precipitemos. Debemos pensar las cosas con mucho cuidado.
El conde sonrió.
—Usted es muy sensata, pero demasiado joven para tener que enfrentarse a una situación tan difícil como ésta. Fue muy valiente al liberarla de ese tipo loco que la estaba maltratando.
Se detuvo un momento y luego añadió:
—Ahora debemos procurar que sea feliz.
—Eso es lo que yo deseo —dijo Nora—. Pero, por favor, piense en lo que le he dicho.
—Trataré de hacerlo.
Puso la mano en el hombro de Nora al decir:
—Sé que su madre está pensando también en usted. Ésta no es la vida que usted debía estar llevando.
Le sonrió y continuó diciendo:
—Yo haré todo lo que pueda para que algún familiar mío cuide de usted.
Nora comprendió lo que él estaba sugiriendo y dijo inmediatamente:
—Es usted muy bueno, pero, por favor, por el momento sólo haga feliz a mamá y no la turbe, como sucedió anoche.
Entraron juntos en el salón y no hubo necesidad de que Nora dijera nada más, porque Louise los estaba esperando.
Aunque era evidente que le alegraba mucho ver al conde, estaba muy pálida y tenía profundas ojeras.
El conde le besó las manos y dijo:
—Vamos a pasar una tarde muy feliz, juntos. He traído mi faetón para poderte llevar a pasear por la finca.
—Me encanta la idea —dijo Louise con una vocecita patética y el conde le volvió a besar la mano.
Estaban esperando a que la comida fuera anunciada, cuando la puerta se abrió y entró el marqués.
Nora y Louise lanzaron un grito de sorpresa, cuando le vieron cruzar el salón, con el aspecto de costumbre.
Él tenía mucho cuidado, sin embargo, cuando movía el brazo izquierdo.
—¡He estado esperando para verte —dijo el conde, extendiendo la mano—, pero no esperaba que bajaras tan pronto!
—¡Ya estoy perfectamente bien! —dijo el marqués con firmeza—. Y estoy cansado de que me mimen y me dominen dos hermosas, pero muy autoritarias enfermeras.
El conde se echó a reír.
—¡Eres un hombre muy afortunado y no voy a prestar oídos a tus quejas!
Los criados llevaron copas de vino y una botella de champán en un cubo de hielo.
El conde bebió a la salud del marqués.
—¡Yo tengo que hacer también un brindis —dijo el marqués después de haberles dado las gracias—, brindo por una mujercita muy hermosa y muy lista, que es la responsable de que yo esté aquí en estos momentos!
Levantó su copa hacia Nora y al ver que el conde los miraba desconcertado, el marqués explicó:
—¡Es un secreto, pero tal vez se lo podamos contar a David alguna vez!
—¡Oh, sí, hacedlo, por favor! —suplicó Louise—. Yo no he contado nada, aunque deseaba hacerlo, porque Nora dijo que nadie debía saberlo.
—Si no me hacéis partícipe de los secretos de esta familia —dijo el conde—, voy a reventar de curiosidad.
—¡Comprendo muy bien tus sentimientos! —dijo el marqués—. No hay nada más frustrante que lo tengan a uno en la oscuridad.
Miró a Nora al decir eso.
Entonces, cuando ella volvió la mirada hacia él, un poco desafiante, sus ojos se encontraron y de pronto fue como si estuvieran solos y no hubiera nadie más en el mundo.
Todo fue olvidado, excepto su amor, que pareció envolverlos como si fuera una nube.