Capítulo 3
El marqués de Kerne se apoyó en el respaldo de su silla y miró al primer ministro con asombro.
—¿Me está usted diciendo, en serio, que me han desterrado? —preguntó.
—Más bien le han impuesto un ligero castigo —contestó el primer ministro—. Y será sólo por tres meses.
—¡Esto es un insulto! —exclamó el marqués.
—Estoy de acuerdo con usted, Kerne —dijo el conde Grey—, pero no hay nada que pueda hacer usted al respecto.
—¡Si el príncipe Kluchusky tuviera un ápice de decencia, me habría retado, como cualquier otro hombre! —dijo el marqués, furioso.
—Creo que lo ha pensado bien —contestó el conde Grey—, pero el rey, como usted bien sabe, se opone al duelo.
Se detuvo y después continuó diciendo:
—En realidad, él me ha dicho que no debe usted insultar al representante de un país extranjero.
—¡Esto es obra de la reina Adelaida! —protestó el marqué—. Los hombres han estado arreglando sus diferencias como caballeros desde hace siglos. ¿Por qué tenía ella que interferir?
El conde Grey hizo un gesto de impotencia con las manos.
—Lo siento, Kerne, y todas mis simpatías están con usted; pero es el deseo del rey, o más bien una orden, si usted lo prefiere, que no aparezca usted en la corte, ni sea visto en Londres, durante los próximos tres meses.
Hizo una mueca un poco triste al añadir:
—No es muy agradable para mí tener que decirle esto.
—Y no es nada agradable para mí escucharlo —contestó el marqués con brusquedad.
Para el marqués de Kerne, en realidad, aquello era como una bomba.
Se había hecho famoso por sus aventuras amorosas y sus relaciones ilícitas con las mujeres más atractivas de Londres.
En el reinado anterior, el rey Jorge IV, había sido admirado y envidiado por sus proezas amorosas.
Aunque los maridos rechinaban los dientes cuando le veían y juraban vengarse de él, casi siempre eran demasiado cobardes para retarle, ya que era un tirador notable y un esgrimista extraordinario.
Pero, como el marqués sabía demasiado bien, los tiempos habían cambiado con la muerte de Jorge IV y la coronación de su hermano Guillermo.
El mismo rey Guillermo no había llevado precisamente una vida de monje, pues había tenido diez hijos ilegítimos con la actriz conocida como la señora Jordan.
Ahora, desde que se había casado con la reina Adelaida, que tenía sólo veinticinco años, todo había cambiado. La mayor parte de los cortesanos pensaban que no había sido un cambio para mejorar, sino todo lo contrario.
En primer lugar, la corte ofrecía ahora una imagen muy diferente a la que presentaba en tiempos del rey Jorge, un hombre aficionado al despilfarro, al lujo y a la extravagancia.
El rey Guillermo había conseguido ahorrar catorce mil libras al año despidiendo a la orquesta alemana que había contratado su hermano para sustituirla por una inglesa, bastante peor.
También había despedido al chef francés, que seguía a su predecesor de residencia en residencia.
Y aquélla era una medida que deploraban todos los días quienes se sentaban a la mesa real.
Lord Dudley, célebre por su costumbre de decir siempre lo que pensaba, había comentado en una ocasión:
—¡Vaya, qué cambio! ¡Patés fríos y champán caliente!
En realidad, la lujosa estructura de modo de vida del rey anterior había sido desmantelada en todos los sentidos.
Los yates reales habían sido reducidos a dos, y la deliciosa y sustanciosa casita que George tenía en Windsor prácticamente se encontraba en ruinas.
Pero lo peor de todo era que la cuadra real apenas contaba ya con caballos.
Además de todo lo anterior, la corte inglesa de había vuelto puritana y aburrida.
En cierta forma, era extraño que la reina Adelaida se mostrara tan recta y exigente respecto a la conducta de todas las personas que tenían contacto con ella y con el rey.
Al mismo tiempo, aceptaba con una encomiable generosidad, a los hijos ilegítimos de su esposo.
Era inevitable, pensó el primer ministro en esos momentos, mirando a través de su escritorio, que tarde o temprano el marqués de Kerne se las viera con la reina.
De forma muy franca, ella había dicho que estaba decidida a que no hubiera escándalos, citas clandestinas o adulterios en la corte.
Por lo tanto, era de esperar que algún marido traicionado por el marqués, fuera lo bastante astuto como para despertar la indignación de la reina en su favor.
El primer ministro miró al marqués y se dijo que sería muy difícil que un hombre fuera más apuesto o más atractivo para las mujeres que él.
Y no sólo era su elevada estatura y la amplitud de sus hombros que le hacían notable.
Se le podía considerar, además, un soberbio jinete, un magnífico deportista, cuyos caballos eran siempre los primeros en cruzar la meta en todas las carreras.
Finalmente, su inteligencia y cultura eran indiscutibles.
Cuando decidía tomarse la molestia, el marqués podía pronunciar un discurso mejor en la cámara de los lores que cualquiera de sus contemporáneos.
Era desafortunadamente cierto que resultaba tan incomparable en el amor, como lo era en la tribuna.
Antes de que el marqués entrara a su oficina, el conde se había divertido recordando los numerosos romances en que se había visto envuelto durante los últimos años.
No tardó mucho en perder la cuenta.
Pensó que ningún hombre hubiera podido cautivar el corazón de tantas mujeres hermosas sin el magnetismo especial que el marqués poseía.
Sin embargo ahora, tal vez por primera vez en su vida, se había encontrado con un obstáculo que no podía descartar con un simple encogimiento de hombros.
No era sólo el hecho de haber sido corregido, o más bien, castigado, lo que resultaba irritante; era también, pensó el conde Grey, la ignominia de ser echado de la corte, como un niño es expulsado de la escuela.
Como si el marqués estuviera pensando lo mismo, preguntó con voz aguda:
—¿Quién más sabe esto?
—Por el momento, sólo yo —contestó el primer ministro—. Su majestad me ha mandado llamar muy temprano esta mañana y me ha dicho lo que le tenía que decir a usted. Como le tengo cariño, Kerne, no tengo la menor intención de comentarlo con nadie.
—Se lo agradezco —contestó el marqués—. ¿Usted cree que podemos confiar en que la reina no diga nada a sus damas de honor?
—Creo que sí. El sentido del deber que tiene su majestad es una de sus mejores cualidades.
Se detuvo un momento y luego continuó diciendo:
—Como ha sido educada en una corte provinciana, de mente muy estrecha, tiene una idea muy clara de los principios con los que debe regirse la vida, y no está dispuesta a modificar sus puntos de vista para quedar bien con Inglaterra.
El marqués se echó a reír, pero el conde Grey continuó diciendo:
—Oí comentar a alguien ayer que su majestad es el tipo de mujer que todo hombre asegura que sería una excelente esposa… ¡para cualquier hombre menos para él!
El marqués volvió a reír.
—Lo que estoy diciendo en realidad —aclaró el primer ministro—, es que hasta la fecha, y estoy seguro de que esa costumbre está muy arraigada en ella, su majestad nunca ha difundido chismes, sobre todo si van en contra del prestigio de una persona.
—Eso es lo que quería saber —dijo el marqués—, y yo haré todo lo posible, si usted es igualmente puntilloso, por no dar a nadie la impresión de que he sido expulsado de la corte.
—Usted volverá a tiempo para la carrera real de Ascot —le dijo el primer ministro para consolarle.
—Eso espero, porque pienso ganar la copa de oro.
Cuando salió del despacho del primer ministro, lo hizo con aire arrogante y tranquilo, como si no tuviera la más pequeña preocupación.
Sólo cuando subió a su faetón, que le esperaba fuera, y cogió las riendas, pensó, furioso, que la reina y el príncipe Kluchusky le habían hecho aparecer como un tonto.
Sólo esperaba que Dios no permitiera que ninguno de sus amigos, o de sus enemigos, se enterara de lo sucedido.
Sabía demasiado bien que la historia correría como un reguero de pólvora a través de las casas de Mayfair y de los clubes de St. James.
Asomarían lágrimas a los ojos de muchas de las mujeres que le habían amado, y risitas de satisfacción en las caras de sus maridos.
«¡Maldición! ¡Maldición!», se dijo el marqués a sí mismo, mientras conducía sus caballos con una habilidad que era la envidia de todos sus enemigos y de no pocos de sus amigos.
Cuando se detuvo frente a su casa de la plaza Berkeley, el marqués entregó las riendas a su palafrenero.
Luego entró en el vestíbulo de una forma que hizo que los cuatro lacayos que tenía y el mayordomo adivinaran, con pesar, que el marqués estaba de muy mal humor.
Sus caras impasibles, sin embargo, no revelaron su temor, cuando el hombre dijo con voz aguda:
—¡Mándeme inmediatamente al señor Carstairs!
—Muy bien, milord —contestó el mayordomo.
El marqués se había servido una copa de champán y se había sentado frente a su escritorio, cuando el señor Carstairs entró en la habitación.
Era un hombre de edad madura, con una constante expresión preocupada.
El marqués sabía que el hecho de que todas sus casas y fincas tuvieran el nivel de perfección que él exigía se debía al genio del señor Carstairs como administrador.
En realidad, los dos hombres se llevaban muy bien.
El señor Carstairs cumplía las órdenes del marqués, y llevaba a cabo sus ideas con exactitud. En algún sentido, los dos pensaban de la misma forma.
El marqués se daba cuenta de que su administrador sentía, además, un gran respeto por él.
Cuando el señor Carstairs cruzó la habitación, el marqués dijo con franqueza:
—¡Tengo problemas, Carstairs!
—Me temía mucho que eso sucedería, milord.
—¿Cómo sabía que iba a suceder algo? —preguntó el marqués con sorpresa.
Carsters tardó unos segundos en contestar:
—Su alteza lanzó una irónica carcajada.
—Usted lo ha expresado muy bien; sólo que el príncipe no me ha retado a duelo, como usted esperaba.
El señor Carstairs arqueó las cejas.
—¿No, milord?
—Él ha sido más listo que eso… ¡maldito sea! Simplemente se ha quejado a su majestad la reina y ella se ha encargado del resto.
El señor Carstairs emitió una exclamación ahogada. Entonces dijo:
—Se puede imaginar lo que estoy sintiendo —continuó el marqués—. Y lo único que no deseo es que todo idiota al que he vencido en la pista de carreras, o al que he ganado dinero en la mesa de juego, o al que he humillado por impertinente, se burle de mí por lo que ha sucedido.
Se produjo una ligera pausa antes de que el señor Carstairs dijera:
—Lo comprendo muy bien, milord.
—El primer ministro dice que él no dirá nada, y yo confío en él. Por otra parte, creo, también, que el rey me aprecia a su manera.
Se detuvo un momento y luego continuó diciendo:
—Si él recuerda su pasado un poco agitado, sin duda alguna comprenderá mi comportamiento y mantendrá la boca cerrada.
Había desafío en los ojos del marqués al decir:
—Lo que tenemos que hacer, Carstairs, es encontrar alguna explicación razonable para que yo salga de Londres.
Empezó a pasear de un lado a otro, antes de continuar:
—Debemos descubrir un lugar al que pueda ir, teniendo en cuenta que las carreras acaban de empezar y yo debía estar en Newmarket la semana que viene.
—¿No va a asistir, milord?
—¿Y encontrarme con que todo el mundo me pregunta por qué no he aceptado sus invitaciones en Londres?
Guardaron silencio unos momentos. Luego, el señor Carstairs dijo:
—Su señoría puede irse al extranjero.
—¡Eso es lo último que puedo hacer! —contestó el marqués—. Irme al extranjero en estos momentos convencería a todos de que tengo problemas y eso se relacionaría inevitablemente con la princesa Natalia.
—Es verdad —reconoció el señor Carstairs—. Para ser franco, milord, debo decirle que han corrido muchos chismes, debido a lo hermosa que es y al gran número de damas que están muy celosas de ella.
El marqués sabía que eso era verdad.
Había tenido que soportar lágrimas y recriminaciones de varias bellezas inglesas que pensaban que la princesa las había suplantado en su corazón, lo cual era cierto, por otra parte.
La verdad es que no sólo era una de las mujeres más fascinantes que él había conocido en su vida, sino también la más seductora.
Le había atraído nada más conocerse.
Ella se propuso conquistarle y para ello, hizo alarde de una habilidad que le resultó sumamente intrigante.
Gracias a la sangre real que corría por sus venas, y de la cual ella estaba inmensamente orgullosa, podía actuar en público como una gran dama cuando lo deseaba.
En privado era tan apasionada como una tigresa. El marqués nunca había conocido a ninguna mujer que respondiera a su forma de hacer el amor tan bien como ella.
Él estaba acostumbrado a la complacencia de los maridos ingleses que, en general, preferían volver la vista hacia otro lado cuando él perseguía a sus esposas o cuando, como sucedía con frecuencia, ellas le perseguían a él.
Por lo tanto, subestimó la furia del ruso, que consideró su conducta un insulto imperdonable.
El príncipe estaba adscrito temporalmente a la embajada rusa y, por lo tanto, gozaba de inmunidad diplomática.
Además, debido a que era políticamente importante en esos momentos mantener relaciones cordiales con Rusia, el marqués había cometido un grave error de estrategia diplomática, aunque sólo fuera simbólico.
El señor Carstairs suspiró.
Sabía mejor que nadie lo humillante que sería que la gente supiera que el marqués había sido reprendido por el rey y la reina.
De hecho, le habían castigado hasta que aprendiera a portarse de manera correcta.
—¡Vamos, Carstairs! —dijo el marqués—. Debe ocurrírsele algo. ¿Dónde tengo casas que pueda visitar, aparte de la de Newmarket, donde todos me verían?
Dejó de hablar y se quedó pensativo por un momento antes de continuar:
—Tampoco puedo ir a Leicestershire. Resultaría extraño que fuera allí no siendo temporada de cacería.
—¿No cree usted, milord, que si fuera a la casa Kerne en Buckinghamsire todos pensarían que tenía que resolver problemas locales?
—Lo que sucedería si hiciera eso sería que muchos de mis amigos se invitarían a ir conmigo y esperarían que yo volviera a Londres cuando lo hicieran ellos.
—Sí, desde luego, milord, entiendo.
El señor Carstairs pensó por un momento. Entonces dijo:
—Desde luego, está el parque Tremaine, que su señoría nunca ha visitado.
—¿El parque Tremaine? —repitió el marqués—. ¿Dónde diablos está eso?
—Debe usted recordar, milor, que usted ganó esa finca en la mesa de juego hace poco más de un año. Pertenecía al señor Hugh Tremaine, quien posteriormente murió durante un duelo en Francia.
—¡Santo Cielo! ¡Me había olvidado por completo del asunto! —exclamó el marqués.
Se detuvo un momento mientras trataba de recordar el incidente.
—¡Ya lo recuerdo! Era un jovencito tonto, que bebía demasiado, e insistía en continuar jugando cuando no tenía la menor esperanza de ganar.
—Usted recordará, milord, que el muchacho perdió su casa y los terrenos que la rodean ante usted. Pero como usted nunca mostró ningún interés en el lugar, yo lo dejé en las manos del que había sido siempre su administrador.
—¿Y dónde está ese lugar? —preguntó el marqués.
—En Hertfordshire, cerca de Potters Bar, donde su señoría fue una vez a una feria del caballo.
—¿Cómo es el lugar? —preguntó el marqués.
—Por lo que he oído, es un magnífico ejemplo de arquitectura georgiana temprana. Tiene tres mil acres de terreno y la renta de ellos son muy bajas.
—¿Y dice usted que pertenecía a Hugh Tremaine?
—Sí, y antes de él a su padre, el general Alexander Tremaine.
—Me parece haber oído hablar de él. Pero ¿qué disculpa puedo dar a la gente de allí cuando me pregunten la razón de mi visita?
—En la casa sólo viven los encargados. Y como estoy seguro de que hay muchas cosas que organizar allí, todos entenderán su llegada. Y nadie aquí sabrá dónde está su señoría.
—¡Es buena idea! —dijo el marqués—. Pero ¿qué les dirá usted a mis amigos cuando pregunten por mí?
—Creo, milord, que sería buena idea decirles que se ha producido un incendio en su castillo de Escocia y que usted no ha tenido más remedio que marcharse en el acto para ver la gravedad del siniestro y encargar las reparaciones necesarias en las partes afectadas por él.
—Eso es bastante convincente. Además, muchos de mis amigos han estado en él, cuando me han acompañado a Escocia.
—Estoy seguro de que todos lamentarán saber que se ha producido un incendio en un castillo tan magnífico como ése.
El marqués lanzó una leve risa, llena de amargura.
—Ese plan es tan bueno como cualquier otro —dijo—, y como no tengo deseos de contestar preguntas necias, me marcharé ahora mismo hacia… ¿cómo dice que se llama el lugar…? El parque Tremaine.
El señor Carstairs le miró consternado.
—¡Milord, no puede usted hacer eso! La casa está vacía y cerrada. Como le decía, allí sólo viven los encargados.
—Como no voy a necesitar a la servidumbre aquí, durante los próximos tres meses —dijo el marqués—, envíe usted a todos los criados que crea que puedo necesitar en los carruajes que lleven el equipaje. Desde luego, me llevaré conmigo a los dos chefs que tenemos.
Hizo una breve pausa y añadió furioso:
—¡Si tengo que irme al campo, por decreto real, iré, pero que nadie espere que como solo carne a la plancha y zanahorias!
Se puso de pie al decir eso, bebió lo que quedaba del champán en su copa y dijo:
—Iré a cambiarme. Dígales que me tengan listo a Pegaso para dentro de media hora.
Salió de la habitación y el señor Carstairs le siguió con la mirada.
Demasiado tarde pensó que debía haberse ocupado más del parque Tremaine. Por lo menos, debía haber ido él mismo a ver en qué condiciones se encontraba la casa.
Estaba seguro de que, debido a que había permanecido vacía durante más de dos años, al marqués le parecería deplorable.
Pero sabía que sería inútil tratar de disuadirle de que se fuera en el acto. Una vez que el marqués tomaba una decisión era imposible hacerle cambiar de opinión.
El señor Carstairs, por lo tanto, llamó al mayordomo, al ama de llaves y a los chefs y les dio las órdenes pertinentes.
* * *
El marqués emprendió el viaje solo media hora más tarde.
Estaba, tuvo que admitir el señor Carstairs, tan elegante y tan atractivo, que casi parecía un crimen que se sepultara en el campo, en lugar de animar el ambiente de Londres.
Sólo él sabía lo que el marqués sentía bajo ese aire de suprema indiferencia que asumía.
Con un auto-control que no pudo por menos de admirar, le dijo delante de la servidumbre:
—Si alguien pregunta por mí, dígales que he ido a cumplir un deber ineludible.
—Eso haré, milord —contestó el señor Carstairs.
Sabía que los criados que iba a enviar al parque Tremaine, para atender al marqués, debían recibir alguna explicación sobre las razones para todo aquel repentino alboroto.
Se daba cuenta, también, de que debía darles una explicación muy diferente de la que iba a dar a quienes debían pensar que su señoría se había ido a Escocia.
Cuando el marqués salió de Londres, el sol brillaba en todo su esplendor.
Los árboles empezaban a llenarse de hojas, la hierba estaba muy verde y había flores en los setos, todo lo cual hizo que empezara a sentirse un poco más animado.
Esto, sin embargo, se debía más que nada al caballo en que iba montado, un magnífico potro negro que había comprado hacía seis meses en Tattersall’s.
Sabía que valía hasta el último penique de la considerable suma que había pagado por él.
Como era un soberbio jinete, prefería viajar solo, aunque hubiera sido más normal llevar a un palafrenero con él.
Él había descubierto en viajes anteriores que, a menos que el hombre tuviera un caballo tan bueno como el suyo, tendía a quedarse atrás.
De cualquier modo, es ese momento no deseaba la compañía de nadie. Quería estar solo.
Sabía ir a Potters Bar, por la referencia que el señor Carstairs le había dado.
Había ido dos veces a la feria del caballo que se celebraba allí cada año.
En una ocasión había comprado un potro a un precio muy razonable y el animal había ganado muchas carreras para él.
Sabía que Little Bletchley estaba a unas cuatro millas más al norte.
Después de comer en una posada del camino, empezó a buscar el pueblo y el parque Tremaine.
Alrededor de las tres de la tarde, cruzó unas rejas de hierro forjado, que estaban abiertas, con una casita a cada lado de ellas.
Al ver la larga avenida bordeada de robles, se sintió un poco alentado.
Continuó cabalgando y vio la casa que había al fondo de la avenida. El señor Carstairs tenía razón.
Era realmente un excelente ejemplo de la arquitectura georgiana temprana y, como tal, muy atractiva.
Cruzó el puente que había sobre el lago.
Se detuvo un minuto en el centro para contemplar dos cisnes que se dirigían serenamente hacia una pequeña cascada situada al fondo.
Se dijo a sí mismo que si tenía que soportar el aislamiento durante tres meses, por órdenes del rey, sería muy difícil encontrar un lugar más agradable que ése para hacerlo.
Al mismo tiempo se dio cuenta de que el jardín estaba invadido por la maleza.
Sin embargo, los arbustos se encontraban llenos de flores, al igual que los árboles frutales que crecían junto al lago.
Detuvo su caballo junto a la escalinata de piedra gris.
Vio, para su sorpresa, que la puerta principal estaba abierta, cuando él esperaba encontrarla cerrada a piedra y lodo.
Había pensado llevar su caballo a la caballeriza, pero siguiendo un impulso, decidió entrar primero en la casa.
Como era improbable que hubiera comida para Pegaso, hasta que llegaran sus palafreneros, el animal podría disfrutar de la hierba que encontrara.
El marqués había enseñado ya a su caballo a acudir cuando él lo llamaba.
Ahora, desmontó, ató las riendas al pescuezo de Pegaso y lo dejó libre.
Sabía que, debido a que había sido un largo recorrido y debía estar cansado, no se iría muy lejos.
Luego, subió los escalones.
Pensó que era toda una aventura entrar en una casa que era suya, pero la cual había permanecido en el olvido hasta unas cuantas horas antes.
Llegó a lo alto de la escalinata.
Se detuvo un momento para volver la mirada hacia el lago.
Su mente estaba ya muy ocupada pensando en las mejoras que podría hacer.
Por fin, se dio la vuelta y entró en un atractivo vestíbulo de mármol.
Había una escalera tallada de madera a un lado de él y una magnífica chimenea al otro.
Se dio cuenta de que todo estaba limpio, cuando él esperaba encontrar solo polvo y telarañas.
Había una puerta doble al fondo del vestíbulo y una de las hojas estaba abierta.
Se acercó y vio que el sol entraba a raudales por las ventanas.
Se sorprendió mucho al descubrir que una joven estaba arreglando las flores.
Estaba de espaldas a él y la oyó decir:
—¡Mira! ¡Son las primeras lilas blancas y huelen maravillosamente!
—¡Me alegra oír eso! —dijo el marqués.
La joven se volvió y él se encontró ante una pequeña cara ovalada en la que dos ojos enormes, ahora agrandados por el asombro, le miraban fijamente.
* * *
Nora cabalgó hacia la casa.
Pensó que había pasado diez días de felicidad perfecta, desde que su madre y ella llegaran al parque Tremaine.
Había recibido una gran alegría al descubrir que los caballos estaban sanos, bien alimentados y era de buena calidad.
Se trataba exactamente del tipo de caballos que hubiera querido tener su padre, si hubiera tenido dinero para adquirirlos.
Desde luego, se había vuelto un poco indómitos y difíciles de controlar, debido a la falta de ejercicio.
Pero ella no hubiera sido digna hija de su padre si no hubiera sabido cómo educar a un caballo.
Tardó varios días en domar al primero, pero, por fin, lo había conseguido.
Ahora estaba domando otro para su madre.
Había obligado a su madre a descansar tanto como le fuera posible durante los primeros días que habían pasado en el parque Tremaine.
No era sólo lo que había sufrido físicamente a manos de sir Horace lo que la tenía tan alterada, sino también el hecho de que tenía la desagradable sensación de que había actuado de forma deplorable al huir de su lado.
Nora le había asegurado, una y otra vez, que había hecho lo único que era posible hacer.
Las cosas empezaron a resultar un poco más fáciles para ellas cuando el señor Ainsworth les envió una mujer del pueblo llamada Amy. Iba a la casa todas las mañanas para limpiar las habitaciones que habían sido descuidadas y para fregar bien la cocina.
—Me temo que no puedo pagar un servicio así, señor Ainsworth —dijo Nora con firmeza cuando él lo sugirió al principio.
—Usted no va a pagar nada, señorita Nora —contestó el señor Ainsworth—, en primer lugar, porque tengo casi seis meses de salarios acumulados, debido a que no he temido que pagar a ningún encargado.
Vio el placer reflejado en los ojos de Nora y continuó diciendo:
—En segundo lugar, si usted encuentra imposible dirigir la casa, incluso con la ayuda de Amy, no tendría ningún reparo en pedir al secretario de su señoría que aumentara su sueldo.
Nora se echó a reír y dijo:
—Es muy amable por su parte, pero lo único que no deseamos es atraer la atención de nadie hacia nosotras.
Se detuvo antes de añadir:
—Estoy segura de que con la ayuda de Amy nos bastará. Y cuando haya usted gastado en el salario de ella el dinero que tiene usted ahorrado, dígamelo, por favor.
—Siento mucho —contestó el señor Ainsworth—, que haya tan poco para la señorita Lou…, digo, para su madre y para usted.
—Estamos muy bien, de verdad —dijo Nora—. No sabe lo maravilloso que es para mamá haber vuelto a casa.
Se detuvo. Entonces, como pensaba que era justo para el señor Ainsworth recibir alguna explicación, añadió:
—Ha sido muy desgraciada desde que papá murió. Su segundo matrimonio fue un verdadero desastre.
—Imaginaba algo así —dijo el señor Ainsworth—. Así que debemos hacer todo lo posible por conseguir que ella se sienta cómoda y feliz aquí.
—Eso es lo que yo quiero hacer.
—Y tiene usted mucha razón. ¡No queremos que su señoría se interese para nada en el parque Tremaine!
La forma en que lo dijo hizo que Nora le mirara con curiosidad y le pidiera:
—Hábleme del marqués.
—Lo que yo he oído no es, ciertamente, muy edificante, señorita Nora.
—¿Por qué no?
—Usted es demasiado joven para saber esas cosas, señorita Nora.
—Pues yo me siento muy vieja porque tengo que cuidar a mamá.
—Y supongo que usted se puede cuidar sola —comentó el señor Ainsworth con una sonrisa.
—Creo que así es. Después de todo, nos ha ido bien hasta ahora. Primero, al lograr huir y después, al encontrarle a usted.
Ella comprendió, al decir eso, que había cometido un error, y dijo:
—Confío en usted, señor Ainsworth, y sé que no me fallará.
—Le aseguro, señorita Nora que yo haría cualquier cosa que estuviera en mi mano para ayudar a la señorita Louise.
Su sinceridad era evidente y Nora se sintió todavía más feliz.
Había llegado a creer que nunca tendrían que marcharse de allí. Y tal vez, en el futuro, pudieran encontrar buenos amigos.
Cuando llegó a la caballeriza, dejó su caballo segura de que Henry se haría cargo de él.
Había siempre paja limpia en el suelo y el cubo estaba lleno de agua fresca.
Ella hubiera querido dar una buena gratificación a Henry por todo lo que había hecho por ellas desde que habían llegado.
Pero todavía tenía miedo de tocar el dinero que había guardado en la caja fuerte.
Estaba, de hecho, tratando de gastar lo que sería su sueldo de de encargadas, que estaba segura debían ser unos cuantos chelines, en la compra de la comida.
Había descubierto que había buenos pichones en el bosque y que dos hombres del pueblo tenían escopetas.
Les pagaba unos cuantos peniques por cada pichón que le llevaban. Y les daba lo mismo a los chiquillos que cazaban en el parque.
Les encantaba tener un poco de dinero propio, para comprar dulces.
«¡Nos las ingeniaremos para sobrevivir con lo que tenemos durante mucho… mucho tiempo!», se dijo Nora a sí misma, llena de optimismo.
Entró corriendo en la casa para avisar a su madre que había vuelto.
—Ya he empezado a preparar la comida, querida —le dijo Louise desde la cocina.
—Vendré a ayudarte dentro de un momento —contestó Nora—, antes quiero quitarme el traje de montar.
—He dejado uno de mis vestidos en tu cama —contestó Louise—. Creo que el que te pusiste ayer te queda ya un poco justo.
Nora iba a comentar que no importaba su aspecto, puesto que no había nadie que la pudiera ver, pero entonces decidió que sería un error.
Ella quería que su madre se interesara por todo, incluyendo ella misma, así que se limitó a decir:
—Gracias, mamá querida. ¡Estoy segura de que Henry, cuando me vea, apreciará lo elegante que estoy!
Louise se echó a reír, como Nora quería que hiciera, pero cuando los pasos de su hija dejaron de oírse, lanzó un leve suspiro.
Si Nora estaba preocupada por el futuro, también lo estaba ella.
Se daba perfecta cuenta de que la muchacha debía ser presentada en el palacio de Buckingham donde conocería a gente de su edad.
Sobre todo, jóvenes solteros de su misma clase social, con uno de los cuales tal vez quisiera casarse.
«¡Me estoy comportando de una forma egoísta, terriblemente egoísta!», dijo Louise, mientras movía la salsa que estaba preparando en una cacerola.
Entonces recordó cómo la había conocido a ella sir Horace.
Pero su actitud, había cambiado tanto, que ahora la odiaba con una violencia incontenible porque ella no podía darle lo que él más deseaba.
Se estremeció y se dijo a sí misma que, aunque amaba a su hija más que a nada, no podría volver a soportar aquel purgatorio de nuevo.
«De todas formas, debemos hacer algo, tarde o temprano», se dijo a sí misma. «Por favor, Charles querido, ¡encuentra una solución! ¡Me siento completamente desamparada sin ti!».
Las lágrimas llenaron sus ojos, pero ella se las secó rápidamente cuando oyó a Nora que volvía por el corredor.
Su hija entró en la cocina y Louise cogió los platos y los llevó a la mesa.
De repente se dio cuenta de que Nora estaba de pie, posando para que la viera con el vestido que llevaba puesto.
—¡Mira, mamá! —dijo—. La crisálida se ha convertido en mariposa y todos los hombres que me ven caen rendidos a mis pies.
Louise se echó a reír.
Pensó que Nora estaba muy hermosa con aquel vestido de gasa azul muy pálido, que ella había considerado siempre demasiado juvenil para ella.
—¡Estás preciosa, mi amor! —exclamó—. Ahora, ven a sentarte a comer, antes de que se enfríe la comida.
—¿Qué tenemos hoy en el menú? —preguntó la muchacha.
—Hensy ha insistido en matar una de sus gallinas para nosotras. Yo la he cocinado y me sentiría muy desilusionada si no estuviera deliciosa.
—Lo que me gustaría de verdad —dijo Nora—, sería que nos diera uno de sus pollos más jóvenes; pero dudo mucho que lo haga.
—Él prefiere que crezcan, se conviertan en gallinas ponedoras y le den huevos que vendernos —contestó su madre.
Nora contó a su madre lo que había visto y lo que había hecho durante su cabalgata. Rieron y conversaron hasta que terminaron de comer.
Después de fregar los platos, la joven dijo:
—¡Y ahora, mamá, vas a subir a descansar! Amy ha limpiado todas las habitaciones de tu madre, así que podrás echar una cabezada en el cómodo sillón que está junto a la ventana.
—Me mimas demasiado —protestó Louise—, pero como sé que te enfadarás si me opongo, haré lo que tú dices.
—Trata de dormir un poco —insistió Nora—. Yo voy a salir al jardín a cortar algunas flores. Después tomaremos el té en el salón, como solíamos hacer y usaremos el servicio de té de la reina Ana.
Se detuvo antes de añadir:
—Nos imaginaremos que por lo menos dos duques y unos cuantos condes van a venir a tomar el té con nosotras.
Louise iba riendo cuando subió la escalera. Nora cogió una cesta y unas tijeras y salió al jardín.
Ella sabía cuánto le complacía a su madre que hubiera flores frescas por toda la casa, porque le recordaba cómo estaba ésta cuando era niña.
En realidad, a la muchacha le gustaba colocar las flores. Pensaba con cierta tristeza que era una pena que los invernaderos estuvieran ahora vacíos.
Henry le había dicho que en otros tiempos se cultivaban en ellos orquídeas, claveles y muchas otras flores.
Pensó, mientras arreglaba las lilas blancas que apenas habían empezado a florecer, que se parecían a su madre, frágiles y perfumadas.
Entonces la oyó entrar en el salón.
—¡Mira! —dijo—. ¡Son las primeras lilas blancas y huelen maravillosamente!
Fue entonces cuando le contestó la voz de un hombre. Ella volvió la cabeza con rapidez.
De pie, mirándola, se encontraba el hombre más elegante y más apuesto que había visto en su vida.
Por un momento, le pareció una imagen creada por su imaginación, pero no tardó en comprender que el recién llegado era real.
Aunque parecía haber salido de un cuento de hadas, era un hombre vivo. Ella preguntó con voz nerviosa:
—¿Quién es… usted?
—Creo que ésa es una pregunta que debía hacerle yo a usted —contestó el marqués, mientras se acercaba a ella—. ¡Yo creía que mi casa estaba vacía!
—¿Su casa? —exclamó Nora con voz ahogada—. Entonces usted es… ¡el marqués de Kerne!
—¡A sus órdenes! Y ahora, tal vez usted quiera explicarme quién es usted.
Por un momento, Nora se quedó tan atontada que casi le dijo la verdad. Luego, con evidente dificultad, consiguió decir:
—¡Yo soy Nora Borne, una de las personas encargadas de cuidar su casa!