Capítulo 5
Nora se despertó muy temprano y casi inmediatamente pensó en el marqués.
Sabía que le resultaría muy embarazoso verle y se preguntó cómo podría evitar hacerlo, por lo menos hasta más tarde.
Entonces, al mirar el reloj que había en la repisa, tuvo una idea. Se levantó con rapidez, y se puso su traje de montar y sus botas.
Como no tenía sombrero, se arregló el pelo con tanto cuidado como le fue posible, para que no se le despeinara con el viento.
Bajó del primer piso por la escalera de servicio y se dirigió hacia la puerta que conducía a la caballeriza.
Aunque el sol no había salido todavía, había ya dos palafreneros cepillando los caballos del marqués, uno de los cuales era Pegaso.
Comprendió, sin embargo, que sería un error entretenerse.
Pidió a los palafreneros que le ensillaran al que ella consideraba su propio caballo y se alejó de allí con toda la rapidez que le fue posible.
Pensó que era muy probable que el marqués quisiera cabalgar temprano también, pero ella no quería hacerlo con él.
«Si actúo como si deseara su compañía», se dijo a sí misma, «va a pensar que soy como todas esas mujeres inmorales que hay en Londres y de las que tanto hablan en el pueblo».
Recorrió un sendero a través del bosque y galopó después por la llanura que había más allá de él.
Un poco más tarde, hizo dar la vuelta al caballo, para volver a la casa, aunque no sentía muchos deseos de hacerlo.
Debido a que estaba decidida a no encontrarse con el marqués, en el caso de que él hubiera salido a montar temprano, eligió una ruta a través del parque, alejada del camino que ella supuso que él recorrería.
Luego, se dirigió hacia la arboleda que estaba justo al terminar el puente que cruzaba el lago.
Llevaba a su caballo a paso lento, pensando en lo emocionante que había sido la noche anterior, hasta que el marqués la había arruinado.
De pronto, se dio cuenta de que había un caballo entre los árboles.
Podía ver el movimiento de su cola y se preguntó si habría escapado algún caballo de las caballerizas. Pero advirtió que le caballo llevaba jinete y sintió curiosidad por ver quién podría ser el intruso.
Era fuera de lo común encontrar a un forastero cabalgando por el parque, porque los hombres y los chiquillos del pueblo siempre iban a pie.
Decidió preguntarle qué deseaba. Hizo volver a su caballo y se movió a través de los árboles.
Aunque ella estaba todavía a cierta distancia del jinete, y no podía ver a éste con toda claridad, notó que parecía un caballero, porque iba muy bien vestido.
Se acercó un poco más y al hacerlo vio que el hombre se volvía para mirar hacia el otro lado del bosque, a través del puente. Se inclinó hacia adelante y al moverse él, Nora vio, que algo brillaba en su mano derecha.
Con gran asombro, comprendió que era una pistola.
Instintivamente, detuvo su caballo.
Entonces, cuando el hombre se irguió en la silla, pensó que había algo extraño en la forma de su cabeza y en el ángulo en que llevaba inclinado el sombrero, que hacía que no pareciera inglés.
De pronto comprendió quién era el hombre.
Moviéndose con lentitud, para que él no pudiera oírla, se alejó de allí. Cuando estuvo ya lo bastante lejos como para que él no la oyera, ni la viera, galopó de vuelta a las caballerizas.
Entregó su caballo a un palafrenero y preguntó:
—¿Ha salido a montar su señoría?
—No, señorita. Pero debemos llevar a Pegaso a la puerta principal de la casa dentro de unos minutos.
Nora entró corriendo en la casa.
Estaba jadeante cuando llegó al vestíbulo, donde había dos lacayos.
—¿Ya ha bajado su señoría? —preguntó ella.
—No, señorita —contestó uno de ellos—, pero el desayuno de su señoría ya está listo y él no tardará en bajar.
Nora no dijo nada.
Volvió por donde había llegado y abrió una puerta que había cerca de la despensa.
Conducía a una habitación donde su abuelo guardaba todas sus armas y su equipo deportivo.
Estaban exactamente donde él las había dejado antes de morir.
Había varias escopetas y dos rifles a un lado de la habitación, en un gabinete con puertas de cristal.
En la otra pared se encontraban cañas de pescar, redes y cestas de pescador.
Nora no había inspeccionado todavía la habitación con cuidado, pero sabía que había una mesa donde encontraría lo que estaba buscando.
Colocadas con todo cuidado se podían ver las pistolas que el general había usado durante su servicio como militar.
Varias de ellas eran modelos antiguos que probablemente ya no servían para nada; pero una era mucho más moderna.
Había dos pistolas de duelo y unas armas muy antiguas que debían haber pertenecido a los antepasados del general.
Había también una pequeña pistola que parecía una miniatura de las otras.
Nora recordó que su madre le había contado que el general acostumbraba a llevarla en su bolsillo, en países peligrosos, o cuando se ponía traje de etiqueta.
Cogió primero la más moderna de las pistolas.
La cargó con balas que encontró en un cajón.
Entonces, después de un momento de titubeo, se metió la más pequeña después de cargarla también con balas que encontró en el mismo cajón, en el bolsillo de su chaqueta de montar.
Volvió corriendo hacia el vestíbulo. Sin que ella se lo preguntara, el lacayo con quien había hablado antes, le dijo:
—Su señoría ya ha bajado, señorita.
Nora cruzó el pasillo hacia la habitación que usaba siempre para desayunar porque el sol de la mañana entraba en ella en todo su esplendor.
El marqués, como ella esperaba, se encontraba sentado en la cabecera.
Tenía un periódico colocado frente a él, sobre un atril de plata, y lo estaba leyendo mientras comía.
Él levantó la mirada en el momento en que Nora entró en la habitación. Sin esperar a que la saludara, exclamó:
—¡Está usted en peligro, milord, y le he traído una pistola con la cual protegerse!
El marqués la miró sorprendido.
—¿Qué quiere decir con eso de que estoy en peligro? —preguntó.
Nora se sentó en una silla, junto a él, y le dejó la pistola que llevaba encima de la mesa.
—Venía de mi cabalgata diaria —le explicó—, cuando en la arboleda que hay más allá del puente, vi a un hombre montado a caballo.
Se detuvo en momento y bajó la voz al continuar:
—Miraba hacia la casa, como si estuviera esperando que alguien apareciera, y tenía una pistola en la mano.
—¿Está segura? —preguntó el marqués—. Me parece demasiado extraordinario para ser cierto.
—Monta un buen caballo y va elegantemente vestido.
Ella dejó de hablar y continuó después con lentitud:
—A pesar de la distancia me di cuenta de que había algo extraño en él, algo que no era nada inglés. Creo, milord que es… ¡el príncipe!
La expresión de sorpresa del marqués se convirtió en una de completa estupefacción.
—¿Qué quiere decir con eso del príncipe? —preguntó con voz aguda.
—El príncipe Kluchusky —dijo Nora como si hablara con alguien muy tonto.
El marqués la miró fijamente.
—¿Cómo diablos, viviendo usted aquí, puede saber algo sobre el príncipe Kluchusky?
Por primera vez, debido a que ella había estado concentrada en salvarle de lo que estaba segura era el plan del príncipe para matarle o por lo menos herirle, Nora se sintió turbada.
Bajó los ojos y apareció un leve rubor en sus mejillas al decir:
—Me han dicho que el príncipe está muy enfadado con su señoría.
—¿Quién le ha dicho eso?
—Todos hablan de ello en el pueblo.
—Todo esto me resulta muy difícil de creer. ¿Está segura de que no se está imaginando que es el príncipe y que tiene realmente una pistola en la mano?
—Puede ir usted a comprobarlo —contestó Nora, pero como está escondido entre los árboles, supongo que se propone sorprenderle y huir antes de que nadie le vea.
El marqués apretó los labios.
—¿Cómo diablos habrá sabido él que yo estaba aquí?
Nora no conocía la respuesta. Se quedó sentada, mirándole con los ojos muy abiertos y una expresión de temor en la cara.
Había leído suficiente sobre Rusia y los rusos como para saber que ellos se dejaban arrastrar con facilidad por pasiones tempestuosas.
También sabía que la santidad de la vida significaba muy poco para ellos.
Estaba segura de que el príncipe Kluchusky creía que había sido insultado por el marqués.
Él debía pensar que su honor estaba en juego y esperaba vengarse de forma asesina de él.
Como si pudiera leer sus pensamientos, el marqués dijo:
—Muy bien, iré con usted para ver si esto es sólo creación de su viva imaginación o si está sucediendo realmente, lo cual me parece muy improbable.
Se levantó de la mesa y Nora le ofreció la pistola.
Él la miró y dijo entonces:
—¡No!
—¿No la va a llevar usted?
—¡No! —repitió el marqués—. El príncipe, si está realmente aquí, es demasiado caballeroso como para disparar contra un hombre desarmado. Y yo tengo órdenes expresas de no batirme en duelo con él.
Casi en contra de su voluntad, Nora la volvió a dejar en la mesa. Cuando el marqués llegó a la puerta, dijo:
—Será mejor que venga conmigo y me diga dónde está. Supongo que si usted ha podido acercarse a él, sin ser vista, yo puedo hacer lo mismo.
Nora pensó que eso era muy inteligente por su parte. Mientras el marqués recogía su sombrero y su fuete, se le ocurrió una idea repentina.
—Creo que sería mejor que diera usted la orden de que Pegaso sea devuelto a la caballeriza y salgamos de la casa por la puerta de atrás —dijo.
El marqués era lo bastante listo como para comprender que ella le estaba diciendo que el príncipe, si realmente estaba en la arboleda, podía ver la puerta principal desde su escondite.
Por lo tanto, pensaría que era extraño que el marqués, una vez que hubiera montado, no se dirigiera inmediatamente hacia el puente, como habría hecho en circunstancias normales.
Se quedó pensativo por un momento antes de decir:
—¡Tengo una idea mejor!
Se volvió hacia uno de los lacayos y dijo:
—Diga al palafrenero que está sujetando a Pegaso que se quede donde está, junto a la puerta principal, y que estaré ahí dentro de unos minutos.
—Muy bien, milord —contestó el lacayo y corrió a obedecer.
El marqués miró a Nora. Ella se adelantó para enseñarle el camino hacia la puerta por la que ella había salido esa mañana. También conducía a las caballerizas.
Una vez allí, el marqués ordenó que ensillaran dos caballos para ellos.
Pocos minutos después, Nora y el marqués salían por la puerta posterior de las caballerizas para recorrer la llanura que conducía a un sembrado vacío en esos momentos.
Al final de él, había un riachuelo que alimentaba el lago.
Era pequeño y poco profundo. Había un punto donde era fácil cruzar sin que los caballos se mojaran más que la parte baja de las patas.
Luego Nora cabalgó hacia el lugar de la arboleda donde había visto al príncipe.
Sintió que el corazón le latía con más fuerza. Comprendió que era debido a que tenía miedo, en primer lugar, de que el príncipe no estuviera ya allí y no pudiera convencer al marqués de que no había sido producto de su imaginación.
En segundo lugar, de que si, si él seguía allí, se produjera una violenta escena entre los dos hombres, por el amor de la princesa Natalia.
Pensó que sería embarazoso para ella, y algo humillante, que estuviera presente cuando el príncipe acusara al marqués de haber seducido a su esposa, como la gente del pueblo decía que había hecho.
«Si empiezan a discutir, me iré de aquí», se dijo Nora.
Redujo la velocidad de su caballo para acercarse al lugar desde el cual ella había visto al príncipe entre los árboles.
Él seguía allí. Estaba inclinado hacia adelante, como cuando le había divisado la primera vez.
Era evidente que estaba observando la casa y esperando ver al marqués salir por la puerta principal.
El marqués se acercó un poco más, hasta que estuvo lo bastante cerca del príncipe para decir sin levantar la voz:
—¿Está esperándome, alteza?
El príncipe se estremeció y se dio la vuelta.
Nora vio que tenía razón al decir que tenía una pistola en la mano derecha.
Por un segundo, el hombre se limitó a mirar al marqués. Luego, dio la vuelta al caballo, para quedar frente a él.
—Sí, milord, le estaba esperando para informarle de que voy a llevarme a la princesa a Rusia. ¡Pero antes de irme, quiero darle una buena lección!
—Si va a dármela usando esa ofensiva arma que sostiene en la mano, ¿me permite decirme que voy desarmado?
Se detuvo un segundo antes de continuar:
—Y aunque estoy dispuesto a que usted me rete de la forma tradicional, estoy desafortunadamente incapacitado por la orden expresa de su majestad de que no haya duelo entre nosotros dos.
—Lo sé —contestó el príncipe Kluchusky—, pero eso no me impedirá vengarme.
Nora pensó, llena de temor que había una expresión en sus ojos que, combinada con sus marcados pómulos y su pelo oscuro, le daba la apariencia de una bestia salvaje.
—Creo —dijo el marqués, casi arrastrando las palabras—, que sería más civilizado si discutiéramos esto con una copa de vino en la mano.
El marqués dejó de hablar y señaló la casa, antes de continuar:
—Por lo tanto, sugiero que su alteza acepte mi invitación para venir conmigo a la casa.
—Si usted cree que yo me ensuciaría los pies entrando en una casa que le pertenece a usted, ¡está muy equivocado! He contratado a un detective para que le siguiera y lo que él me ha informado sobre su conducta me ha decidido a matarle.
—¿Y enfrentarse a la horca por eso? —preguntó el marqués con menosprecio.
El príncipe emitió un sonido de furia.
—Se olvida que tengo inmunidad diplomática, por lo tanto, no puedo ser sometido a juicio por los tribunales de este país.
Se detuvo antes de continuar:
—¡Lo único que puede hacer ahora, Kerne, es encomendar su alma a Dios y recordar que está recibiendo su merecido!
Levantó la mano que sostenía la pistola. Nora comprendió que apuntaría al corazón del marqués.
Con una rapidez provocada por el temor que le producía el que muriera el marqués, sacó la pequeña pistola del bolsillo de su chaqueta.
El disparo de ella dio en el blanco una fracción de segundo antes que el del príncipe.
Aunque evitó que disparara contra el corazón del marqués y le matara, la bala, de hecho, atravesó la manga de la chaqueta de montar del marqués.
Y mientras la pistola del príncipe rodaba al suelo ruidosamente, los caballos de ambos hombres echaron a correr.
El marqués controló su caballo a poca distancia de allí.
El caballo del príncipe continuó a través de los árboles y una rama baja tiró al jinete de la silla.
El hombre se quedó tendido en el suelo, con la sangre brotando de la muñeca herida.
El caballo de Nora era más viejo y menos nervioso, y ella pudo controlarlo sin problemas.
Se movió con inquietud, pero no echó a correr.
Nora bajó la mirada hacia el príncipe, con la cara pálida y los ojos muy abiertos por el miedo.
El marqués volvió a cabalgar hacia ella.
—Gracias, Nora —dijo él en voz baja y tranquila—. Venga, la llevaré a casa.
Ella vio con inquietud que la manga de su chaqueta de montar estaba empapada de sangre.
—¡Debe usted hacer que le vean ese brazo ahora mismo! —murmuró con esfuerzo—. ¿Y qué vamos a hacer con el príncipe?
—¡Olvídelo! Enviaré a alguien a atenderle, aunque supongo que tendrá criados cerca de aquí.
Habló con tono casual, como si aquello no tuviera la menor importancia.
Debido a que a Nora le resultaba muy difícil hablar, le siguió para vadear el riachuelo y subir a toda prisa la cuesta que conducía a la caballeriza.
Cuando llegaron a ésta, su brazo izquierdo colgaba sin fuerzas a un lado y la sangre empezaba a escurrir por el puño.
Un palafrenero le ayudó a desmontar y él caminó con paso admirablemente firme hacia la casa, seguido de Nora.
Al entrar en el vestíbulo, dijo con la misma voz autoritaria con que daba siempre las órdenes:
—¡Buscad a Tomkins ahora mismo!
Empezó a subir la escalera, pero llegó sólo al segundo escalón antes de tambalearse.
Nora, que hablaba por primera vez desde que salieran de la arboleda, dijo a los lacayos:
—¡Ayuden a su señoría a subir a su dormitorio!
Dos de ellos obedecieron inmediatamente, mientras el tercero corría a buscar al ayuda de cámara del marqués.
Nora siguió con la mirada el ascenso del marqués, hasta que llegó al descansillo.
Entonces, para su alivio, vio que el mayordomo llegaba corriendo, procedente de la despensa.
—¿Qué ha sucedido, señorita? —preguntó.
—Su señoría ha sido herido —contestó Nora—. ¡Mande a un mozo a buscar un médico tan pronto como sea posible! Cualquier persona en el pueblo le indicará dónde vive.
Se detuvo y luego añadió:
—Diga al palafrenero que está fuera, que Pegaso no será montado esta mañana.
Luego, subió corriendo hacia la habitación de su madre.
Louise pareció horrorizada cuando supo lo que había ocurrido.
—Aún no puedo creer que hayas salvado la vida al marqués.
Para su sorpresa, Nora se sintió de pronto muy débil y se dejó caer en una silla.
—Papá me enseñó a tirar —contestó con voz temblorosa—. Dijo que uno nunca sabía lo que podía pasar.
Louise le entregó un vaso de agua y, mientras lo bebía, Nora continuó diciendo:
—Nunca pensé que el marqués iba a ser tan necio como para enfrentarse al príncipe son un arma en la mano, con la cual defenderse.
—Yo entiendo su razonamiento —contestó Louise—. Ningún caballero dispararía contra un hombre desarmado. Es horrible pensar que el príncipe sea tan poco civilizado.
—Él es ruso, mamá. Y estaba… ¡defendiendo su honor!
—¡Tú no debías saber esas cosas! —protestó Louise.
Nora no dijo nada.
Estaba recostada, con los ojos cerrados, pensando que era una suerte que no hubiera matado al príncipe.
Ella había apuntado hacia la mano, pero al darle en la muñeca había salvado la vida del marqués, que era lo único que importaba.
Se encontró preguntándose qué habría sentido si hubiera sido el marqués al que ella hubiera visto en el suelo, sangrando.
¿Y si la bala le hubiera dado en el corazón y le hubiera matado, como era la intención del príncipe?
Habría sido como ver caer un gran roble, se dijo a sí misma.
Sabía, también, que habría sido una tragedia que hubiera muerto de aquella forma.
«Es un hombre tan interesante, tan vital y tan atractivo», se dijo a sí misma.
Entonces recordó que lo había comparado con el Flautista de Hammelin.
Se sintió avergonzada al pensar que, si no tenía cuidado, se convertiría en otra de las mujeres tontas que le seguía sin pensar en las consecuencias.
* * *
El médico llegó una hora más tarde. Cuando salió del dormitorio principal, Nora le estaba esperando para hablar con él.
Era un hombre bastante joven y había llegado al pueblo hacía muy poco, de modo que su madre nunca había oído hablar de él.
—¿Me puede decir cómo está su señoría? —preguntó Nora—. Mi madre y yo estamos hospedadas aquí, como sus invitadas, y naturalmente, nos sentimos muy preocupadas por él.
—Tengo entendido, por lo que su señoría ha dicho —contestó el hombre—, que le ha disparado un loco. Probablemente haya sido alguien que estaba cazando en los terrenos de la finca sin permiso.
Nora pensó que era el tipo de explicación que debía haber dado el marqués y ella asintió con la cabeza, mientras el médico seguía diciendo:
—Su señoría ha perdido mucha sangre, pero es sólo una herida superficial y le he dado algo para reducir el dolor y hacerle dormir.
Miró a Nora con interés antes de añadir:
—Su ayuda de cámara me ha dicho que él puede cuidarle, pero estoy seguro de que ayudaría mucho que usted pudiera estar con él. La posibilidad de conseguir una enfermera, ni siquiera en Londres, es muy remota.
Nora sabía que eso era cierto, y comprendió que el médico, aunque no lo dijo, temía dejar al marqués en manos de los criados única y exclusivamente.
—Tanto mi madre como yo —dijo— tenemos algo de experiencia en cuestión de enfermería y, desde luego, haremos todo lo que podamos por su señoría.
—Estoy seguro de ello —contestó el hombre—. Volveré esta noche; pero mientras tanto, no creo que tengan ningún problema con el enfermo.
Bajó la escalera y Nora se dirigió al dormitorio principal. Llamó con suavidad a la puerta.
Fue abierta por Tomkins, un hombrecillo de baja estatura y movimientos ágiles que, según había sabido Nora por boca de otros criados, llevaba ya muchos años con el marqués.
La noche anterior, la doncella llamada Rose, que había atendido a Nora, le había dicho, cuando la estaba ayudando a vestirse para cenar:
—Nos han traído aquí a tal velocidad, señorita, que no sé si voy o vengo.
Nora se había echado a reír y Rose había continuado diciendo:
—Eso está muy bien para el señor Tomkins, el ayuda de cámara de su señoría. ¡Él lleva más de diez años con el señor marqués y está acostumbrado a estas carreras!
Se detuvo y adoptó una expresión de severidad al decir:
—Yo no estoy acostumbrada a esto y la señora Meadowfield, el ama de llaves, se ha acostado con un fuerte dolor de cabeza.
Nora compadeció a la mujer y supuso, al ver a Tomkins, que éste debía ser tan eficiente como parecía.
—Acabo de hablar con el médico —le dijo—, y le he explicado que tanto mi madre como yo estamos acostumbradas a cuidar enfermos, y estamos dispuestas a ayudarle todo lo que podamos.
Ella pensó, mientras decía eso, cuántas veces se habían visto obligadas a vendar a su padre, cuando uno de los caballos que estaba domando lo tiraba.
Algunas veces solo salía con algunos rasguños, pero otras llegaba a sangrar o terminaba con algún esguince.
Lo mismo había hecho respecto a un chico que ayudaba a su padre en la caballeriza y que, como decía Louise con frecuencia, era notablemente propenso a los accidentes y estaba siempre metido en problemas de un tipo o de otro.
—¡Es muy amable de su parte, señorita! —exclamó Tomkins—. Y sería de gran ayuda si usted se quedara con su señoría unos momentos, mientras voy a buscar unas vendas que metí en un baúl cuando salimos de Londres.
—Por supuesto que lo haré con mucho gusto —dijo Nora.
Entró en el dormitorio, mientras Tomkins salía a toda prisa.
Las persianas estaban semi-cerradas, acostado en la amplia cama de cortinajes de terciopelo, estaba dormido.
Nora se sentó y lo miró.
Su primer pensamiento fue que estaba muy apuesto; después, que parecía más joven y muy diferente a como le había visto el día anterior y aquella mañana.
Comprendió que eso se debía a que estaba callado e inmóvil.
Por lo tanto, no era tan abrumador, ni tan autoritario, ni tan magnético.
Le hizo comprender que ya no tenía miedo de él. De hecho, ya no le odiaba como le había odiado cuando trató de besarla.
Ahora sólo le parecía un chico malcriado, que siempre se salía con la suya, sin importarle cuáles fueran los sentimientos ajenos.
«Es listo, muy listo, y ha sido muy bueno con nosotras», razonó Nora.
También decidió que había sido muy valiente por su parte, aunque un poco tonto, haberse enfrentado al príncipe sin tener nada con qué defenderse.
Vio la parte superior de su brazo vendado y comprendió que estaba desnudo bajo las sábanas.
Eso no la escandalizó. Por el momento, no se sentía más turbada ante él de lo que había sentido ante Ben, el chico de la caballeriza.
Ben había llorado sobre su hombro después de romperse la clavícula y ella y su madre lo habían desnudado.
«Supongo que todos los hombres son como niños, cuando están heridos», pensó.
Se preguntó si un día tendría un hijo a quien cuidar y proteger.
Esperaba que, si lo tenía, fuera tan apuesto como el marqués.
De pronto, se dijo a sí misma que aquellos pensamientos eran bastante tontos y que debía buscar algo mejor que hacer.
Había una librería en la habitación.
Sacó un volumen al azar y descubrió que era una novela de sir Walter Scott.
Era una historia que ella ya había leído, pero decidió leerla de nuevo.
Sin embargo, cuando empezó a hacerlo, se dio cuenta de que en lugar de concentrarse en la lectura, como hacía siempre, sus ojos se fijaban frecuentemente en el marqués.
Estaba muy tranquilo, pero a ella le pareció que su palidez había aumentado, y lo atribuyó a la pérdida de sangre.
«Pronto estará bien», pensó. «Y querrá salir a cabalgar».
Había dicho la noche anterior, durante la cena, que pensaba visitar todas las granjas y que esperaba que ella le acompañara.
Nora sabía que, consultando con su madre, ella podría enterarse de dónde estaban todas.
Por lo tanto, había dicho con entusiasmo que estaba dispuesta a hacerlo con mucho gusto, y que podía asegurar que los granjeros se sentirían encantados de verle.
—¡Como todas las demás personas que hay en la finca, sienten mucha curiosidad respecto a usted! —dijo ella.
En ese momento comprendió que no sólo ella se sentía desilusionada, sino que también se sentirían así los granjeros, cuando él no apareciera.
Suponía que tardaría por lo menos una semana antes de estar en condiciones de volver a montar.
«Al menos, somos necesarias aquí y no nos echarán de esta casa», pensó Nora para consolarse.
Fue entonces cuando se sintió escandalizada por un pensamiento que surgió de pronto en su mente.
Era que tal vez, si el marqués la hubiera besado la noche anterior, habría sido una experiencia maravillosa.
* * *
Louise bajó lentamente la escalera, después de haber estado sentada un rato al lado del marqués, que tenía un poco de fiebre, mientras Nora salía a montar.
Tomkins, que había pasado la noche en vela, se había ido a su cuarto a descansar, y ahora la muchacha había ocupado el lugar junto a la cama del marqués.
—Es un día precioso, mamá —le dio—, y creo que debes salir un poco a respirar aire fresco y a tomar el sol. Si no, tendré dos enfermos que cuidar, en lugar de uno.
—Me mimas demasiado —contestó Louise—. Pero te aseguro que me siento tan bien, que pronto renunciaré a todas estas tonterías de que debo descansar y ya no permitiré que me sigas tratando como a una niña.
Nora la besó.
—No discutas, mamá, y haz lo que te digo. El sol te vendría bien.
Louise, por tanto, se había puesto un precioso sombrero, que resultaba demasiado elegante para el campo, pero que le sentaba muy bien.
Se proponía obedecer las órdenes de su hija, cuando oyó el sonido de ruedas que se detenían delante de la puerta y los pasos de alguien que subía la escalinata exterior.
Se detuvo, preguntándose si sería el médico, aunque él ya había visitado al marqués ese día.
Un lacayo abrió la puerta y una voz dijo:
—¡Quiero ver a marqués de Kerne!
—Lo siento, señor, pero él no está en casa —contestó el lacayo con tono respetuoso.
—¡No creo que eso sea verdad! ¿Puede decirle que el conde de Grantham quiere verle?
Louise comprendió que al lacayo le iba a resultar muy difícil convencer al visitante de que el marqués no podía recibir a nadie.
Louise bajó a toda prisa los escalones que le faltaban.
Se acercó a la puerta y dijo:
—Lo siento, pero a su señoría no le está permitido recibir visitas por el momento.
Al levantar la vista hacia la cara del hombre que estaba de pie ante ella lanzó una exclamación ahogada.
Él la miró con incredulidad antes de exclamar:
—¡Louise! Eres Louise, ¿verdad?
—¡Sí, por supuesto! ¡Oh, David, qué sorpresa más agradable volver a verte!
—¿Qué haces tú aquí?
Ella titubeó al darse cuenta de que los lacayos estaban escuchando, y dijo:
—¿Por qué no pasas, por favor?
El conde la obedeció. Entregó su sombrero a uno de los criados y siguió a Louise hacia el salón.
Cuando la puerta se cerró, él exclamó:
—Creo que debo estar soñando. ¡He pensado tantas veces en ti, preguntándome qué estarías haciendo! ¡Nunca hubiera imaginado que te encontraría en tu propia casa!
Louise se quitó el sombrero, como si sintiera un repentino calor.
—Tengo mucho que explicarte. ¿Y qué te ha traído a ti por aquí?
—No es de sorprender, en realidad, considerando que vivo a sólo cinco kilómetros de aquí.
—Pero la casa lleva mucho tiempo vacía.
—Sí, claro que lo sé —contestó él—, pero esta mañana el doctor Gibson me ha dicho que el marqués está aquí y hay algo que quiero discutir con él.
Hablaba como si sus pensamientos estuvieran en otra parte. Tenía los ojos fijos en Louise.
Cuando ella se sentó en el sofá, estaba realmente hermosa.
Su pelo dorado contrastaba con los cojines azules del sofá, y sus ojos tenían una expresión que él no acababa de comprender.
—¡Estás exactamente igual que cuando te vi por primera vez! —exclamó él.
—Ojalá eso fuera verdad —contestó Louise sonriendo—, pero soy muchos años más vieja.
—Y yo también —dijo el conde—, pero sigues siendo la persona más hermosa que he visto en toda mi vida.
—Veo que has cambiado de nombre.
—Heredé el título de forma inesperada, puesto que había tres vidas entre el título y yo, dos años después de que te fugaras con Charles.
—Yo no… sabía eso.
—Lo único que se me ocurrió pensar cuando heredé fue que si hubiera ocurrido antes, y yo hubiera dejado de ser solo un segundo hijo, sin dinero ni futuro, tal vez habría tenido alguna oportunidad de conquistarte, Louise.
Louise le miró sorprendida.
—¿De verdad pensaste eso?
—¡Claro que sí!
—¡No tenía la menor idea!
—Te amé, creo yo, desde el primer momento en que te vi.
Se detuvo un momento, para sonreírle, y luego continuó diciendo:
—¡Debías de tener sólo siete años cuando ya eras la criatura más hermosa que nadie hubiera podido imaginar! ¡Parecías un ángel!
Louise se echó a reír.
—¡Oh, David, pareces un poeta!
—¡Y lo soy! Pero sólo contigo. Quiero que sepas que te escribí numerosos poemas.
—¡Pero nunca me los diste!
—¿Cómo iba a hacerlo? No tenía nada que ofrecerte. Y cuando pensé que había reunido el valor suficiente para acercarme a ti y confesar mis intenciones, apareció Charles en escena y ya no tuviste ojos para nadie, más que para él.
Emitió un profundo suspiro antes de continuar:
—¿Cómo podía imaginarme, cómo suponer siquiera por un momento, que te fugarías con él, cuando yo sabía muy bien que ninguno de los dos tenía un solo penique?
—Lo sé —dijo Louise con suavidad—, pero fuimos muy felices. Tan felices, David, que he deseado casi todos los días desde que le perdí, haber muerto con él.
Los dedos del conde oprimieron los de ella. Luego, preguntó:
—¿Y por qué estás aquí? ¿Qué le ha sucedido a sir Horace Harlow?
Louise emitió un leve grito de temor.
—¿Cómo sabes que me casé con él? ¿Quién te lo ha dicho?
—Yo no estaba en el país cuando Charles murió —explicó el conde—. Pero cuando volví y lo supe, corrí a buscarte.
Suspiró antes de continuar:
—Un anciano que estaba cuidando el jardín de la casa vacía, me dijo que tu hija y tú os habíais ido con sir Horace Harlow el día anterior a mi llegada, porque ibas a casarte con él.
—Sí, me casé con él —dijo con voz ronca.
—Entonces, ¿qué sucedió? ¿Está él aquí contigo?
—No, no… pero, David, no debes decirle a nadie, sobre todo al marqués, que soy lady Harlow. ¡Aquí me conocen como la señora Borne!
—Pero ¿por qué?
Louise titubeó un momento y entonces dijo:
—Cuando mi hija Nora volvió de estudiar en Florencia, descubrió que sir Horace me trataba muy mal y nos fugamos.
—¿Qué quieres decir con eso de que te trataba muy mal? —preguntó el conde con voz ronca.
Louise no contestó y él dijo:
—Él estaba muy enfadado porque, cuando me casé con él, estaba seguro de que le daría el hijo que tanto deseaba. Sin embargo, cuando era joven contrajo una fiebre en África que le dejó estéril…
Louise terminó casi en un murmullo.
—¡La fiebre de las Aguas Negras! —exclamó el conde—. He oído hablar de ella y de cómo afecta a quienes la sufren. Pero sin duda alguna sir Horace debió comprender que, dadas las circunstancias, no era culpa tuya.
—Él… él empezó a odiarme —dijo Louise—. Y Nora pensó que yo no era lo bastante fuerte para soportar más.
Las palabras surgieron como un susurro de entre sus labios.
—¿Me estás diciendo —preguntó el conde con incredulidad— que él te golpeaba?
La miró con el horror reflejado en su cara.
—Si lo hubiera sabido, le habría matado y te habría llevado conmigo. Pero ¿cómo podía yo saberlo?
—Yo tampoco sabía cómo era en realidad antes de que nos casáramos —dijo Louise—. Yo sabía que estaba mal, cuando había amado tanto a Charles, casarme con otro hombre. Pero tenía que pensar en Nora y no teníamos dinero.
—¿No teníais dinero?
—Nada. No lo teníamos entonces, no lo tenemos ahora. Por eso vivimos aquí y aceptamos el puesto de encargadas de la casa.
El conde la miró fijamente.
—¡No puedo creerlo!
—¡Es verdad! Cuando el marqués llegó de forma inesperada, nos dijo que podíamos quedarnos, como sus… invitadas.
—Estoy completamente desconcertado por todo lo que me has contado —dijo el conde—. Pero lo único que importa es que te he encontrado de nuevo, Louise. ¡Y ahora no te dejaré ir!
Bajó la voz al decir:
—¡Oh, mi amor, te he amado toda mi vida, y jamás he podido mirar siquiera a otra mujer!
Louise trató de retirar su mano de la de él.
—No debes hablar así. Estoy casada con sir Horace, y Nora se sentiría muy escandalizada si supiera lo que me estás diciendo.
—Si es verdad que no tenéis dinero y estáis escondidas aquí de si Horace, creo, Louise que te seré muy útil, porque por lo menos yo podré proporcionaros todo lo que necesitéis en el futuro.
Se quedó callado por un momento. Luego dijo:
—¿Crees que sir Horace se divorciaría de ti?
Louise lanzó un leve grito de horror.
—¿Cómo puedes pensar en algo tan escandaloso? Si Horace se entera de dónde estoy, me obligará a volver y yo no podría soportar volver a sufrir ese infierno.
Había lágrimas en sus ojos. El conde dijo con firmeza:
—¡Te juro que eso es algo que no harás jamás! Yo estoy aquí, vida mía, y yo no permitiré que te sientas desgraciada.
Dejó de hablar para mirarla y luego añadió:
—Así que sonríeme y dime que, aunque todavía sigues amando a Charles, yo ocupo un pequeño lugar en tu corazón.
Él esperó hasta que Louise levantó sus ojos llenos de lágrimas hacia él.
—¡Un lugar… muy grande! ¡Oh, David, ha sido tan maravilloso volver a encontrarte!