Capítulo 5

El duque se despertó y vio que el sol entraba por la ventana. Se dio cuenta de que no se había desvestido y que se quedó dormido encima de las colchas.

Miró su reloj y vio que eran las seis y media.

Esto le dijo que le quedaba media hora antes que tuviera que despertar a Alysia.

Por lo tanto, se lavó muy bien con el agua fría que estaba en la jofaina.

Se rasuró y se puso una camisa limpia. Arrojó al suelo la que había estado usando.

Aquello se lo sugirió Harry y el duque pensó que a éste le llamaría la atención saber que había seguido su consejo.

Después de cepillarse los cabellos se puso la segunda corbata de seda que Harry le había metido en la bolsa.

En seguida caminó por el pasillo hasta la habitación de Alysia.

Cuando llegó a la puerta hizo el impulso de llamar… mas con sorpresa vio que la cerradura había sido botada y que la puerta se mantenía abierta.

Entró y vio que la habitación estaba vacía.

La cama aparecía revuelta y sobre el piso estaba la camisa que Alysia había tomado para dormir.

Por un momento, el duque se limitó a mirar a su derredor.

Automáticamente se dio la vuelta y corrió por la escalera.

No había señales del posadero, pero la sirvienta que los había acompañado a sus habitaciones estaba limpiando las cenizas de la chimenea.

El duque tuvo que hacer un gran esfuerzo para mostrarse tranquilo cuando preguntó:

—¿Qué le ha ocurrido a la señorita que estaba conmigo anoche?

—¡Ella se marchó, señor!

—¿Que se marchó? ¿A dónde? —preguntó el duque con ira—. Dígame qué fue lo que ocurrió.

La manera como él hablaba hizo que la sirvienta se pusiera de pie como para defenderse.

—Un caballero que dijo ser su padre llegó a buscarla anoche ya muy tarde.

—¿A qué hora exactamente? —preguntó el duque.

—Debió ser ya cerca de las dos de la madrugada —respondió la sirvienta—. El hombre entró y preguntó si una señorita muy joven había llegado caminando en compañía de un hombre.

—¿Él se lo preguntó a usted? —sugirió el duque.

—Sí porque el amo estaba ocupado sirviendo tragos.

—Y usted le dijo que pensaba que era la señorita que estaba durmiendo arriba.

—No había ninguna otra señorita aquí, anoche —respondió la sirvienta—, y yo cuando le pregunté que si era bonita él repuso de inmediato:

—Ésa es a la que estoy buscando.

—¿Y entonces usted lo condujo arriba? —preguntó el duque.

—¿Por qué no? —contestó la sirvienta—. Él me pagó para que lo hiciera.

—Usted debió avisarme que él estaba aquí —le reprochó el duque.

—Yo no sabía en cuál habitación se había quedado —respondió la sirvienta—. Me asomé a la suya y vi que estaba dormido con la vela encendida.

—A usted no se le ocurrió despertarme y llevó al hombre a la otra habitación.

—Él era su padre, ¿no es así? —preguntó la sirvienta con voz agresiva—. Si usted se escapó con ella, era lógico que él tratara de rescatarla.

El duque hizo un gran esfuerzo para dominarse.

—La puerta estaba cerrada con llave —advirtió él—. Ese hombre rompió la cerradura.

—No le costó mucho trabajo —repuso la mujer—. Yo ya he dicho muchas veces que esas cerraduras no sirven para nada.

—¿Qué ocurrió después de que él abrió la puerta? —preguntó el duque.

—Entró y su hija dio un grito. Entonces él espetó:

—«Si alborotas mato al hombre que te trajo hasta aquí».

El duque se puso tenso.

—¿Está segura de que eso fue lo que él dijo?

—Yo estaba afuera esperando por si me necesitaban —respondió la sirvienta.

Entonces él preguntó:

—¿Traía una pistola consigo?

—Me parece que sí —respondió la mujer—. Pero no era fácil ver con sólo la luz de las estrellas que entraba por la ventana. Él tenía algo en la mano ya que la señorita suplicó:

—«¡No, no! Iré con usted pero no le cause daño. Ha sido muy bondadoso conmigo».

—«¡Vendrás conmigo de inmediato!» —le ordenó su padre—. «¡Vístete!».

—Entonces él permitió que ella se vistiera —dijo el duque como si estuviera tratando de grabar en la memoria todo cuanto la mujer le decía.

—Él se paró junto a la ventana mirando hacia afuera y la muchacha temblaba mientras se vestía. El padre la tomó por el brazo y amenazó:

—«Un solo grito y ese hombre que te raptó muere».

—«El no me raptó, contesto ella muy asustada» —siguió repitiendo la sirvienta—, pero él le dijo que se callara y la chica no habló más.

—¿Qué clase de carruaje traía? —preguntó el duque.

—Uno muy elegante —respondió la doncella—. Dos caballos y dos cocheros y adentro estaba otro hombre que los esperaba.

—Gracias —respondió el duque—, me ha dicho todo cuanto yo necesitaba saber.

En seguida él le dio a la sirvienta una moneda y corrió a su habitación para recoger su ropa.

Su cerebro estaba trabajando con celeridad.

Bajó una vez más y sin decir nada salió por la puerta de atrás que conducía a las caballerizas. Se dirigió a éstas y encontró cinco caballos.

Un palafrenero les estaba dando de beber.

El duque se le acercó con aire de autoridad.

—Necesito su ayuda —dijo—, y yo me encargaré de que valga la pena.

Mientras hablaba, sacó una moneda de oro de su bolsillo y la sostuvo en la mano para que el hombre pudiera verla.

Pronto la avaricia brilló en los ojos del hombre quien preguntó:

—¿Cómo puedo ayudarlo, señor?

—Deseo comprar un caballo —indicó el duque—, y lo necesito con urgencia. ¿Cree usted que alguno de estos esté a la venta?

El palafrenero se rascó la cabeza.

—Estos caballos van a tomar parte en la carrera a campo traviesa. Sus dueños no son ricos por eso están compitiendo.

—¿De cuánto es el premio? —preguntó el duque.

—¡Cien libras! —repuso el hombre.

—Permítame ver los caballos.

El duque pasó de un establo a otro.

En su opinión los caballos eran bastante corrientes excepto uno que le pareció mucho mejor que los demás.

—¿A quién pertenece éste? —preguntó él.

—Al señor Turner, señor. Es un hombre joven que vive a unos diez kilómetros de la posada y que pasó aquí la noche pues él y sus amigos tuvieron una fiesta.

—Voy a hablar con el señor Turner —dijo el duque.

Y le entregó la moneda al palafrenero quien la tomó de inmediato.

—¡Gracias, señor, muchas gracias! Yo lo ayudaré en todo lo que pueda.

Pero el duque ya se encontraba caminando de regreso a la posada.

En el vestíbulo se encontró con la sirvienta.

—Lléveme a la habitación que ocupa el señor Turner —ordenó él—. Supongo que sabe cuál es.

—Lo conozco muy bien —dijo la sirvienta y al instante subió por la escalera.

El señor Turner aparentemente estaba durmiendo en la habitación situada enfrente de la que había usado el duque.

La puerta estaba sin llave y él la abrió.

El señor Turner, quien parecía ser un hombre de unos veintidós o veintitrés años, estaba dormido.

Parecía como si hubiera bebido en exceso la noche anterior.

El duque le sacudió el brazo pero le tomó algunos segundos poder despertarlo.

—¿Oiga, qué sucede? —preguntó Turner.

El duque se sentó junto a la cama.

—¡Quiero, comprarle su caballo!

—¿De qué me está hablando?

—Le estoy diciendo que necesito un caballo con urgencia. He visto el suyo en las caballerizas y le daré por él mucho más de lo que vale.

El señor Turner abrió los ojos un poco más.

Entonces como si le estuviera costando trabajo concentrarse en lo que escuchaba, preguntó:

—¿De veras me dijo que… quiere comprar mi caballo?

—Lo quiero ahora, de inmediato —respondió el duque—, y si me lo vende yo le daré trescientas libras por él, que es mucho más de lo que podría obtener si ganara la carrera.

El señor Turner se sentó en la cama.

—Yo entiendo que usted quiere mi caballo —dijo lentamente—, pero ¿no podría esperarse hasta después de la carrera?

—¡Lo necesito de inmediato! —repitió el duque—. Le estoy ofreciendo trescientas libras por él.

El señor Turner lo miró como si no pudiera creer tal oferta.

El duque, impaciente, añadió:

—La respuesta tiene que ser sí o no, pero ahora mismo. De no ser así, yo compraré otro de los caballos que están en las caballerizas. Estoy seguro de que alguno de ellos estará a la venta.

Como el joven no respondió, el duque se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.

Pero antes que la alcanzara, el señor Turner exclamó:

—¡Espere! Yo no he rechazado su oferta.

—Pero tampoco la ha aceptado —respondió el duque.

—La acepto. Me voy a perder la carrera; sin embargo…

—Se trata de un precio que usted no puede rechazar —terminó de decir el duque.

Y metió la mano en su bolsillo para sacar un cheque que ya estaba firmado.

Lo colocó delante del señor Turner y expresó:

—Déjeme explicarle que estoy comprando el caballo porque soy el administrador de las caballerizas del Duque de Eaglefield y tengo una cita en un lugar retirado a la cual no puedo faltar. Este documento está a nombre del duque y como a usted le interesan las carreras estoy seguro de que habrá oído hablar de él.

—Por supuesto que sí —respondió el señor Turner—. Su caballo ganó la gran carrera nacional a campo traviesa y yo estuve allí.

—Entonces sé que se sentirá satisfecho al saber que el suyo encontrará un hogar en las caballerizas del duque.

Después, miró a su alrededor.

La habitación era más grande que la que él ocupó y al otro lado estaba un escritorio.

Allí encontró tinta y una pluma.

—Voy a llenar el documento —dijo al señor Turner—, y podrá cobrarlo en el Banco Coutts.

Acercó una silla, se tentó y lo giró por la cantidad de trescientas libras.

Entonces preguntó:

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Simón —respondió el señor Turner.

El duque escribió el nombre y sostuvo el documento en su mano para dejar que se secara.

Cuando instantes más tarde se acercó a la cama, Simón Turner preguntó:

—¿Y si el documento fuera falso, que me ocurriría a mí?

El duque se paró frente a él y con calma le explicó:

—Entiendo que es usted un hombre de mundo, señor Turner, y por tanto habrá conocido mucha gente. Sin duda, tiene la suficiente experiencia como para saber cuándo alguien lo está engañando.

Simón Turner lo miró con fijeza.

Cuando los ojos de ambos se encontraron el duque puso en práctica su fuerza de convicción para obtener lo que quería.

Había tenido que tratar con muchos hombres durante su vida y, por consiguiente, no se sorprendió cuando Simón Turner quedó conforme.

—Muy bien —dijo él—, supongo que puedo confiar en usted.

—Le doy mi palabra de honor de que no lo defraudaré —respondió el duque—, y como deseo montar el caballo, necesito también su silla y sus arneses, así que aquí están otras diez libras en efectivo para pagarlos.

Con rapidez puso el dinero sobre la mesa.

Y, antes que Simón Turner pudiera decir algo más, añadió:

—Muchas gracias y si tuviera algún problema me puede encontrar en la casa del Duque, Eagle Hall, en Berkshire.

Sin esperar una respuesta, corrió escaleras abajo.

El palafrenero lo ayudó a ensillar el caballo y recibió una buena propina por hacerlo.

Sacó el animal de las caballerizas y el duque regresó a la posada.

Recordó que no había pagado lo que debía por la cena y por las habitaciones.

Dejó varios billetes sobre el mostrador y estaba a punto de marcharse cuando el propietario salió de la cocina.

—¿Qué sucede? —preguntó intrigado—. Emma me dijo que usted ha comprado un caballo.

—Así es —repuso el duque—, y el dinero que le debo a usted está sobre el mostrador.

—¿Cómo sabía usted cuánto debía? —preguntó el propietario.

—Supuse cuánto sería lo justo y, además, lo aumenté —respondió el duque—. No creo que se sienta desilusionado.

Salió de la posada y se subió al caballo.

—¡Buena suerte, señor! —le gritó el posadero mientras se alejaba.

El duque nunca se había equivocado al decidir si un caballo era bueno o malo.

Se dio cuenta de que el que acababa de comprar, aunque no tan fino como los suyos, era joven y brioso.

Comenzó galopando a través del campo y después adoptó un paso más tranquilo.

Ésto era para que el caballo rindiera todo el día sin cansarse demasiado.

Mientras avanzaba, el duque estaba planeando qué era exactamente lo que debía hacer para salvar a Alysia.

Ni por un instante pensó en no hacer nada.

Estaba furioso porque al no haber tenido habitaciones contiguas, no pudo escucharla cuando se marchó.

Ahora se daba cuenta de que habían sido poco precavidos al llamar tanto la atención cuando organizaron la fiesta en beneficio de los Parkinson.

Además, había subestimado el empeño de Miles Maulcroft en rescatar a su hijastra.

Ahora que lo reflexionaba, de seguro que el hombre había enviado lacayos a todas partes.

Sus averiguaciones la habrían llevado hasta «La Zorra y el Pato».

Era lógico que los Parkinson le habrían contado lo buenos que habían sido con ellos aquella muchacha muy bonita y el hombre a quien ella llamaba su hermano.

Miles Maulcroft se habría dado cuenta de que no podían estar muy lejos ya que estaban caminando.

El duque recordó que no habían pasado por ninguna otra posada durante todo el día.

Se maldijo por haber sido tan descuidado.

Debió de haber adivinado que un hombre que es capaz de matar a su esposa por dinero no iba a dejar escapar a su hijastra tan fácilmente.

«Ha sido mi culpa y tengo que salvarla», se dijo el duque.

Mientras cabalgaba repasó mentalmente todo cuanto Alysia le había dicho acerca de su hogar.

Le tomó algún tiempo recordar el nombre de la aldea en la cual ella vivía.

Alysia lo había mencionado cuando hablaban acerca de que los Parkinson estaban muy solos.

—Era igual que en Meadowley —había dicho ella.

¡Ése era el nombre de su aldea?

Supuso que lo encontraría en el mapa que llevaba consigo.

Sólo temía una cosa.

Para evitar que la chica pudiera escapar una vez más, seguro que su padrastro iba a insistir en que ella se casara de inmediato.

—Pero eso no podría ser sino hasta mañana —reflexionó el duque tratando de tranquilizarse.

Él y Alysia habían caminado a través de la campiña.

Y ése era el camino que el duque había tomado para tratar de encontrar a Miles Maulcroft, como viajaba en un carruaje, se vería obligado a seguir los caminos llenos de curvas y desviaciones.

Era imposible transitar rápido a través de éstos.

Había algunas carreteras pero éstas llevaban directamente a Brighton o a las demás poblaciones importantes de Sussex.

«Tengo que salvarla, no sólo de su padrastro sino también de Lord Gosforde», decidió el duque mientras cabalgaba.

Por supuesto era consciente de que no sería fácil.

Iba a tener que utilizar aquello a lo que Alysia le daba tanta importancia: su cerebro.

No había desayunado por lo que se detuvo unos momentos cerca de medio día.

Podía haberse detenido en la posada de los Parkinson pero pasó de largo.

No tenía deseos de hablar con ellos.

Eso lo hubiera retrasado. Así que siguió adelante.

Ya en la tarde, cuando su caballo comenzó a cansarse un poco, el duque se salió de los campos.

En un cuarto de hora descubrió un camino principal.

Éste estaba bastante concurrido y un poco adelante encontró una posada.

El duque llegó al patio y le entregó su caballo a un palafrenero.

Después entró en la posada.

Ésta era grande y estaba bien amueblada.

El propietario lo recibió con modales que demostraban su costumbre de tratar con viajeros importantes.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —preguntó éste.

El duque se dio cuenta de que mientras hablaba el hombre mantenía la vista en su chaqueta algo gastada.

De ninguna manera estaba vestido con la elegancia propia de un caballero.

—Deseo hablar con usted acerca de un asunto muy importante —explicó el duque—, y le agradecería si pudiéramos ir a alguna parte donde nadie nos moleste.

El propietario pareció sorprendido.

Sin embargo, abrió la puerta de una pequeña habitación donde era obvio que llevaba a cabo sus cuentas.

El duque se sentó y dijo:

—Soy el administrador de una de las fincas del Duque de Eaglefield y acabo de recibir la orden de llevar un documento de cierta importancia a su señoría en Eagle Hall donde él radica.

—Sí, he oído hablar de su señoría —indicó el posadero.

—La mayoría de la gente que asiste a las carreras de caballos ha oído hablar de él —respondió el duque.

—Él posee muy buenos caballos —observó el posadero.

—Así es —asintió el duque—, y yo vengo montando uno de ellos ahora.

El duque se dio cuenta de que el posadero lo miraba con curiosidad, esperando que le dijera qué necesitaba.

—Lo que yo requiero de usted —dijo el duque—, es un carruaje ligero tirado por dos caballos que deberán ser muy buenos, a fin de poder llegar con oportunidad y entregar los documentos en Eagle Hall.

Como el posadero no hiciera ningún comentario, el duque continuó:

—Dejaré aquí el caballo que traigo el cual será recogido por un palafrenero tan pronto como sea posible. Como un hombre me estará esperando con los documentos no hay necesidad de que envíe a un cochero conmigo.

Hizo una pausa como si estuviera buscando las palabras.

—Yo mismo conduciré los caballos y preferiría una calesa o una carroza pequeña que tenga capacidad para dos personas solamente.

—Comprendo —dijo el posadero.

—Ahora que sabe lo que requiero, espero que pueda facilitármelo.

Hubo una breve pausa antes que el posadero contestara:

—Es algo que me gustará hacer y claro que me sentiré encantado de tener como cliente a su señoría. No obstante, supongo que usted comprenderá que eso resultará un poco costoso.

—¡Por supuesto, por supuesto! —asintió el duque—. Pero el dinero no es problema. Lo importante es que a su señoría no le gusta esperar y él necesita los documentos de inmediato.

Sacó del bolsillo otro cheque, cuidando de que el posadero viera que tenía muchos más.

—Aquí está un cheque sobre el banco del duque que es el Banco Coutts —dijo él—, y también puedo entregarle algo en efectivo aunque en realidad no me gustaría quedarme sin cambio para el viaje de regreso.

El posadero pareció impresionado.

—El cheque de su señoría será suficiente, señor —repuso él—, y le aseguro que cuidaremos muy bien del caballo hasta que vengan a recogerlo.

—Sabía que podría confiar en usted —expresó el duque—. Y ahora me gustaría poder asearme y comer algo antes de continuar mi viaje.

De inmediato fue conducido hasta una habitación muy agradable.

Le trajeron una cubeta con agua caliente y después de lavarse, el duque estudió su mapa.

Descubrió que se encontraba a sólo cinco kilómetros de Meadowley.

Cuando bajó una buena comida lo estaba esperando, pero no se entretuvo mucho tiempo en degustarla.

Sabía que era importante encontrar a Alysia antes que oscureciera.

El posadero le había conseguido dos caballos muy briosos para que tiraran de la calesa.

Ésta tenía una capota que podía ponerse encima del cochero cuando hacía mal tiempo.

Sin lugar a dudas era lo mejor que el posadero podía ofrecer.

Como los caballos estaban descansados, al duque le costó un poco de trabajo poder dominarlos y esto le agradó.

Pronto abandonó la carretera principal y se adentró en los caminos vecinales.

Era imposible avanzar de prisa aunque deseara hacerlo.

Le tomó algo de tiempo llegar hasta Meadowley.

Cuando lo hizo, se detuvo ante el primer chico que se encontró.

Escogió a éste, pues sabía que era menos probable que le hiciera comentarios o le preguntara quién era él.

—¿Me puedes decir cuál es la casa del señor Maulcroft? —preguntó él.

El niño, que era un pequeño de unos diez años, señaló hacia adelante.

—Dé vuelta a la derecha —indicó él—. La entrada está junto a un bosque.

El duque le arrojó un par de monedas que el chiquillo atrapó con gusto.

Entonces siguió adelante.

Avanzó con calma para no llamar la atención.

Le dio gusto comprobar que el bosque era bastante grande.

El camino de entrada hasta la casa también tenía árboles a ambos lados.

La reja de hierro se mantenía abierta.

El duque entró esperando que nadie lo viera.

Optó por detener los caballos cuando vio la casa más adelante. Se trataba de un edificio muy atractivo y justo el tipo de casa que él imaginaba para Alysia.

Era muy larga y sin lugar a dudas de la época isabelina.

Desde donde se encontraba pudo ver que la casa se encontraba rodeada por un jardín lleno de colorido.

Los árboles y los arbustos se encontraban en flor y él pensó que era un lugar ideal para el amor.

Por eso los padres de Alysia habían sido tan felices allí.

En ese momento recordó al demonio que la habitaba ahora.

Les dio vuelta a los caballos y atravesó el bosque hasta llegar a un campo que se extendía al otro lado.

El suelo estaba duro por la falta de lluvias.

El duque siguió avanzando por el campo hasta que estuvo paralelo a la casa.

Para esa hora todos los campesinos ya habrían regresado a sus casas.

El duque detuvo sus caballos y los ató a una cerca para que éstos no escaparan.

Los animales inclinaron las cabezas y comenzaron a pastar.

El duque entró caminando al bosque.

Avanzó entre los arbustos y se acercó cada vez más a la casa.

Cuando llegó hasta ésta todo le pareció muy tranquilo.

No se veía a nadie en el jardín y aparentemente tampoco en la casa.

De pronto sintió una honda aprensión.

Quizá el padrastro de Alysia la había llevado directamente a la casa de Lord Gosforde.

La muchacha le había dicho que no estaba muy lejos.

Si era así, entonces quizá la obligaran a casarse antes que él pudiera rescatarla.

El duque se acercó aún más a la casa para ver si podía mirar hacia adentro a través de alguna ventana.

De pronto la puerta principal se abrió y un hombre salió y se quedó parado en los escalones.

En cuanto lo vio el duque estuvo seguro de que se trataba de Miles Maulcroft.

Era un hombre bien parecido. Sin embargo, su expresión era dura y cruel y había algo desagradable en su persona.

El duque comprendió porqué Alysia había dicho que lo repudió desde el instante mismo de conocerlo.

No obstante, de alguna manera Miles Maulcroft podría resultar atractivo para las mujeres.

El hombre permaneció parado sobre los escalones mirando a su alrededor.

Era como si estuviera levantando un inventario de lo que poseía, o de lo que pensaba tener.

Después de cuatro o cinco minutos se dio la vuelta y entró una vez más en la casa, dejando la puerta abierta.

El duque había averiguado lo que quería saber.

Si Maulcroft se encontraba allí entonces eso significaba que Alysia también estaría en alguna parte de la casa.

Mientras cabalgaba hacia la aldea de Alysia, pensó una docena de veces en lo que ella había dicho y la manera como había escapado.

«—Mi habitación tiene un balcón —le explicó—, y yo logré atar una sábana y deslizarme por ésta. Fue… difícil, pero yo estaba desesperada».

Ahora el duque regresó al bosque y rodeó la casa hasta llegar a la parte posterior de ésta.

De repente comprendió cómo había escapado Alysia.

Descubrió dos balcones que daban al rosedal detrás del cual estaba un área de césped para jugar a los bolos.

Los balcones debieron ser añadidos en una época muy posterior a la construcción de la casa original.

Éstos no estaban muy altos.

El duque comprendió cómo, dejándose resbalar por la sábana, Alysia había llegado hasta el suelo.

Entonces se preguntó cuál balcón sería el de Alysia.

Cuando el sol se reflejó en una de las ventanas con balcón se encendió una luz.

Ya había averiguado cuanto deseaba saber.

Siempre era un error permanecer demasiado tiempo en un lugar a menos que fuera indispensable.

Por lo tanto, regresó adonde estaban sus caballos.