Capítulo 1

El duque de Eaglefield salió por la puerta del salón de banquetes que daba acceso al jardín.

Caminó un poco hasta que la música que había dejado atrás solo se escuchaba vagamente.

Entonces se sentó y miró hacia el mar.

Las estrellas comenzaban a surgir en el cielo y la luna brillaba.

Bajo aquella luz plateada todo se veía muy romántico.

Sin embargo, el duque parecía ajeno a la belleza que lo rodeaba.

Sentado sobre un banco de madera se congratulaba de haber escapado de las festividades que tanto complacían al Rey. Éste ofrecía fiesta tras fiesta en el Pabellón Chino de Brighton.

Para muchos aquel edificio en sí se veía fantástico, aunque fuera de lugar.

El contenido, aunque muy valioso, era definitivamente inadecuado para Inglaterra.

Algunas cosas habían sido traídas de la Casa Carlton, varias de ellas habían sido muy discutidas y criticadas desde entonces, aunque como Príncipe Regente, él había invertido una fortuna al adquirirlas.

Al presente, concentraba su casa en la de Brighton en la cual se había gastado más de cien mil libras y todavía no terminaba.

El salón de banquetes, donde se celebraba la fiesta de esa noche, era una nueva adición.

Sólo al Príncipe Regente se le pudo ocurrir algo tan fantástico como los enormes candelabros en forma de lirios de agua, juzgó el duque.

Se suponía que el exterior del pabellón imitaba al Kremlin de Moscú.

En el salón de banquetes había un dragón de plata que se asomaba entre las palmeras.

El duque pensaba que todo aquello se parecía al sueño descabellado de alguien que no estaba del todo bien de la cabeza.

De pronto pareció ahogarle el calor que el Rey siempre mantenía en sus habitaciones, además la constante alharaca de las mujeres y los sonidos de la orquesta, le resultaron intolerables.

Por lo tanto, el duque escapó cuando supuso que nadie lo estaba viendo.

Ahora respiró profundo, llenándose los pulmones con el aire salado que provenía del mar.

Sin embargo, si deseaba estar solo, pronto se sintió frustrado, al percibir pasos detrás del él.

Se puso tenso y se sintió molesto por la intromisión.

Escuchó que una voz dijo:

—Me pareció ver que salías, Theo. ¿Qué estás haciendo aquí?

El duque suspiró de alivio.

El intruso era Harry Hampton, su amigo de mucho tiempo, por quien sentía un profundo afecto.

Harry y él habían crecido a la par y jugado cuando niños.

Habían asistido a Eton al mismo tiempo.

Después de salir de Oxford, donde estudiaron juntos, ambos se incorporaron a la Household Brigade.

Sin embargo, el duque había dejado de ser soldado cuando heredó su título.

Como extrañaba la compañía de Harry, había insistido en que éste renunciara también.

Harry se sentó junto al duque.

Cualquiera que los viera podría pensar que se trataba de los dos jóvenes más bien parecidos que jamás hubieran visto.

El duque en especial, era muy atractivo.

Tenía cabellos oscuros cepillados hacia atrás, que nacían de una frente recta, en un rostro de facciones clásicas.

Harry era rubio y los dos eran casi de la misma estatura.

Como eran buenos deportistas ninguno de ellos tenía ni una onza más de su peso normal.

—¿Qué te hizo venir hasta acá? —preguntó Harry—. ¿Lady Antonia te estaba fastidiando demasiado?

—Estaba aburrido —respondió el duque—, aburrido hasta la desesperación por los mismos chistes, la misma comida, la misma música y si he de ser honesto, hasta de los mismos rostros.

Harry rió.

—Comprendo lo que me quieres decir —dijo él—, pero a la vez, ¿cuál es la alternativa?

—Eso mismo es lo que yo me he estado preguntando —respondió el duque.

—Alguien debió molestarte para que te incomodaras así —observó Harry—. Yo vi a Lady Antonia que coqueteaba con ese hombre de nariz larga cuyo nombre no recuerdo.

—Ella está tratando de ponerme celoso —razonó el duque—, porque pretende que le regale el par de caballos color castaños que traje hace una semana de Penny Wakewhurst.

—¡Pero tú solo los has montado una vez! —exclamó Harry.

—Lo sé —respondió el duque—. Pero bien sabes como es Antonia cuando se empecina en obtener algo. No descansa hasta que consigue su propósito.

Harry apretó los labios para no decir lo que pensaba de Lady Antonia.

Quizá fuera una de las mujeres más bellas del gran mundo, pero también era una de las más ambiciosas.

A él le molestaba que sus amigos tuvieran algo que ver con ella.

No obstante, también sabía que el duque nunca escuchaba las críticas acerca de alguien de quien él estaba enamorado.

Por lo tanto, Harry decidió que lo único que podía hacer era esperar a que la pasión se esfumara.

Y tratándose de Theo Eaglefield, esto por lo general sucedía más pronto que tarde.

Al mismo tiempo, Harry sabía que Lady Antonia estaba sacando su mejor provecho de Theo.

Esa mujer le disgustaba en extremo aunque sabía que no sería prudente el expresarlo en voz alta.

Por lo tanto, sólo comentó:

—He llegado a la conclusión de que las damas de categoría resultan ser más costosas que las cortesanas bonitas. ¿Qué le sucedió a Cleone?

Hubo una pausa antes que el duque respondiera:

—Está resentida porque después que le regalé un collar de brillantes hace tres semanas, aún no le he comprado la pulsera que hace juego con éste.

—¡Por Dios! —exclamó Harry—. ¿Es que las mujeres nunca se sienten satisfechas con lo que reciben?

—No cuando se trata de mí —respondió el duque—. Ahora mismo reflexionaba yo que las mujeres sólo están interesadas en lo que lo pueda darles.

Harry asintió.

—Supongo que ésa es la verdad.

El duque se volvió y lo miró sorprendido.

—¿También lo piensas así?

—Por supuesto —respondió Harry—. Tienes que reconocer, Theo, que eso es parte del precio que debes pagar por ser quien eres.

—No se a qué te refieres —declaró el duque.

—Bueno, por mucho tiempo he pensado que el precio que debes pagar por ser un duque tan adinerado es que todos cuantos te tratan ven solamente el oropel exterior y no al hombre que hay debajo.

El duque frunció el ceño.

—¿De veras eso es cierto?

—¡Por supuesto que lo es! —respondió Harry—. Todo esto significa, Theo, que tú no ves la vida tal y como es sino a través de un cristal.

El duque hizo un gesto de impaciencia, mas no lo interrumpió.

—La gente a ti te valora de una manera muy diferente a como me valora a mí o a cualquier otro hombre común y corriente —continuó diciendo Harry.

—No lo creo —protestó el duque—. Explícate.

—Es muy sencillo —continuó Harry—. Suelen verte a través del cristal que te protege y te ven como a alguien muy importante que posee todo cuanto ambicionarían ellos tener: posición, dinero, casas, fincas, todo un listado.

—¿Es eso cierto? —preguntó el duque.

—Me temo que sí —afirmó Harry—. Para ellos es imposible darse cuenta de que debajo de toda esa opulenta personalidad hay un ser común y corriente con sentimientos iguales a los de todos los demás hombres. Y por lo que a mí respecta, uno de los hombres más agradables y bondadosos del mundo.

El duque sonrió.

—Gracias, Harry —contestó—, pero lo que me dices es sólo para consolarme.

—Por supuesto que es verdad —afirmó Harry—. Desafortunadamente, tú, en lugar de aceptarlo tal cual, te das cuenta de que te falta algo.

—¿Y qué puede ser ese algo? —preguntó el duque.

—Por una parte, llegar a conocer a la gente en términos iguales.

El duque lo miró con fijeza y él continuó:

—Yo me he dado cuenta de cómo la gente habla contigo con un tono de voz diferente al que usan cuando hablan conmigo. ¿Qué tan a menudo conoces a alguien quien se atreva a contradecirte o a censurarte?

—¿Por qué iban a censurarme? —preguntó el duque en tono agresivo.

—Nadie puede estar siempre acertado en todo lo que dice y hace —respondió Harry—. No obstante, cuando se trata de ti, la gente está de acuerdo contigo cuando están ante tus ojos y murmuran a tus espaldas.

—No lo creo —respondió el duque.

—Piénsalo por ti mismo —continuó Harry—. ¿Hay alguien más que tú conozcas que se atreva a hablarte como lo estoy haciendo yo ahora?

Hubo silencio hasta que el duque preguntó:

—Si yo aceptara que tienes razón, cosa de la que no estoy convencido, ¿qué debo hacer al respecto?

—Eso es algo sobre lo que he estado reflexionando —respondió Harry—, mas yo no habría mencionado el tema si tú no me hubieras dicho lo hastiado que estás de las mujeres que te tratan como a un cuerno de la abundancia y de los hombres que te envidian por lo que posees.

El duque levantó las manos.

—Está bien —aceptó él—. ¡Ya no digas más! Acepto que cuanto dices tiene algo de verdad. Pero regresamos a la misma pregunta: ¿Qué puedo hacer?

—He estado pensando —señaló Harry—, que te aburres porque estás siempre con las mismas personas. Si no las encontramos aquí, con Su Majestad, las vemos en casi todas las casas a las que somos invitados en Londres o en la tuya cuando tú recibes.

—Eso es verdad —aceptó el duque.

—En las carreras de caballos estás siempre con los mismos socios del Jockey Club. Si vamos a Wimbledon, sabemos exactamente quiénes estarán presentes y lo mismo sucede con las cacerías en el otoño.

El duque no respondió.

Sabía que era cierto que él siempre invitaba a los mismos cazadores a Eagle Hall.

Si alguien no era invitado, éste se sentía herido y ofendido.

—Lo que es más, cazamos siempre con la misma jauría —estaba diciendo Harry—, y ambos somos conscientes de que si asistimos a una de las casas de placer que están cerca de St. James, allí las cortesanas más bonitas están siempre reservadas para ti.

—¡Maldita sea! —espetó el duque de pronto—. Haces que parezca como si mi vida no valiera la pena de vivirla.

—Por supuesto que sí vale la pena —repuso Harry—, pero lo que le falta a tu currículum diario es variedad.

—Muy bien —exclamó el duque—. ¡Encárgate tú de eso! Yo no sabría por dónde empezar.

—Mientras hemos estado conversando —comentó Harry—, he sentido como si algo me guiara hacia la manera de ayudarte.

—¿Cómo? —preguntó el duque con cinismo.

—No tengo la menor idea —repuso Harry—. Pero los dos a menudo hemos hablado sobre la importancia que tiene el saber usar nuestros instintos.

El duque recordó que aquello era uno de los temas acerca del cual ellos habían discutido con mucho interés cuando eran estudiantes en Oxford.

El duque siempre se había vanagloriado de tener un instinto muy definido en lo que a la servidumbre se refería.

Si contrataba a un hombre como secretario o administrador, pensaba que sabía como era aquél desde el primer momento en que lo entrevistaba.

Esto era mucho más confiable que todas las referencias que ellos pudieran traer.

También, cuando estaba en el ejército, se hizo popular porque poseía un instinto muy especial para diferenciar entre lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Aquello era algo que lo hubiera ayudado en caso de enfrentarse al peligro.

El duque siempre resintió que la guerra ya hubiera terminado cuando Harry y él se unieron a la brigada.

Ambos escuchaban cómo los hombres mayores hablaban acerca de famosas batallas, entre ellas la de Waterloo.

La guerra por desagradable que fuera, hubiera sido una parte importante en su vida.

En voz alta Theo Eaglefield dijo:

—Está bien, Harry, admito que tengo un instinto muy peculiar en lo que a la gente se refiere.

—Eso es lo que está sucediendo ahora —señaló Harry—, y tu instinto te está diciendo que Lady Antonia está decidida a obtener todo cuanto pueda mientras que Cleone se comporta de una manera interesada porque ésa es parte de su profesión.

—¿Y de veras supones que cualquiera de las mujeres que hemos conocido esta noche en ese rebuscado edificio pudiera comportarse de manera diferente? —preguntó el duque.

—¡Ninguna! —respondió Harry con ironía—. Todas son iguales. ¡Para ellas tú eres un duque acaudalado, además de un hombre muy bien parecido y codiciado! Junta esas dos cosas y para qué molestarse en buscar en otra parte.

El duque rió como si no pudiera evitarlo.

—Muy bien, Harry —aceptó él—. Tú ganas. Pero ¿qué esperas que yo haga? ¿Salir a explorar el mundo cuando estoy seguro de que en todas partes las cosas serán iguales, sólo que con más incomodidades?

Hizo una pausa antes de añadir:

—Podría retirarme a Eagle Hall como un ermitaño y dedicarme a contemplarme el ombligo mientras espero la salvación espiritual.

—¡Tengo una idea mejor! —expresó Harry.

En su voz había una nota de emoción que el duque percibió.

—Se me acaba de ocurrir, quizá por inspiración de tu ángel de la guarda, lo que te convendría hacer.

—¿Y eso qué es? —preguntó el duque.

Se dijo que tal vez era algo desagradable y que aquélla era una conversación absurda.

Sin embargo, al mismo tiempo reconoció que se sentía intrigado.

—Es más, creo que debo hacer una apuesta —dijo Harry con calma.

—¿Hacer qué? —preguntó el duque.

—Apostar acerca de tu oportunidad de llegar a conocer gente común y corriente, de igual a igual y no bajo tu personalidad verdadera.

El duque se dio la vuelta en su asiento y lo miró.

—¿Qué es lo que me estás sugiriendo? —preguntó él.

Pensó en aquellos momentos que él no sentía el menor deseo de salir de Inglaterra.

En Eagle Hall tenía varios caballos que deseaba entrenar.

También pensó en la bella dama que había estado junto a él durante la cena.

Ella le había coqueteado de una manera experimentada que invitaba a conocerla más.

Si él terminaba con Lady Antonia y en realidad ya estaba cansado de sus constantes demandas monetarias, allí surgiría una nueva aventura para él.

Lo que el duque más disfrutaba en sus lides amorosas era la caza.

La experiencia ya le había dicho que el final era siempre el mismo.

Después de un tiempo más o menos perentorio, inevitablemente lo dominaba el hastío.

No le gustaba admitirlo, pero todas las mujeres decían lo mismo, pensaban lo mismo y se comportaban igual.

Una vez que las hacía suyas, él podía anticipar cada palabra que la bella en turno le iba a decir.

El duque ya había visto todas las miradas.

Lo que sí resultaba divertido era el acercarse por primera vez a una mujer bonita quien inevitablemente estaba casada.

La pregunta obligada era si sería demasiado peligroso continuar, por si su esposo hacía un escándalo.

Por desgracia aquella pregunta, como tantas otras, encontraba su respuesta demasiado pronto.

Lady Antonia tenía un esposo que prefería el campo a Londres.

A menudo se encontraba ausente en el Norte de Inglaterra donde tenía algunas propiedades.

Ahora el duque recordó que todas las mujeres a quienes él les había otorgado sus favores, habían estado en las mismas circunstancias.

Por lo tanto, no existía ningún peligro de tener que sostener un duelo al amanecer.

Ni tampoco el riesgo de que un marido celoso lo hiciera matar por medio de asesinos pagados.

—Lo que voy a hacer es apostarte mi caballo negro —dijo Harry—, contra tu castaño a que no puedes caminar desde aquí a Eagle Hall, como cualquier persona y encontrarte con gente común y corriente en el camino.

El duque miró sorprendido a su amigo.

—¿Dijiste caminar? —preguntó él por fin.

—¡Dije caminar! —repitió Harry—. Y aunque eso es algo que no has hecho desde que salimos de Oxford, recordarás que solías ser muy bueno para hacerlo.

—¡Caminar! —exclamó el duque—. ¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque si tú pasas cabalgando en uno de tus maravillosos caballos, mi querido Theo —respondió Harry—, entonces, ¿cómo vas a poder hablar con personas de todo tipo que te encuentres en la calle, en los campos o en las casas y en las posadas donde tendrías que hospedarte?

—¡Creo que te has vuelto loco! —exclamó el duque—. ¿Cómo iba yo a caminar desde aquí a Eagle Hall aún cuando quisiera hacerlo?

—Muy fácil —respondió Harry—. Tienes dos pies para que te lleven hasta allá y no creo que sean más de ochenta kilómetros.

Y calculó un momento antes de añadir:

—No te tomaría más de una semana.

—¡Me niego a hacer semejante tontería! —replicó el duque de inmediato.

—Pensé que así sería —señaló Harry—. Así que entonces regresemos y le dirás a Lady Antonia que le regalas los caballos castaños. Sólo espero que ella sea capaz de darles buen trato. Jamás me ha parecido muy buena conductora ni jinete.

—¡No tengo la menor intención de darle los caballos a Antonia! —declaró el duque.

—En lo personal a mí me gustaría mucho tenerlos —indicó Harry—. Aunque debí suponer que todo eso que me dijiste acerca de que querías a mi caballo Sarraceno sólo eran palabrerías.

—Tú sabes muy bien que yo quiero a Sarraceno para que fecunde a mis yeguas —respondió el duque—, aunque comprendo que te privaría del mejor caballo de tus establos.

—Muy bien, entonces intenta ganarlo —lo retó Harry—. Aunque en realidad era esperar demasiado que tú hicieras algo tan diferente. Por lo menos hubieras probado que hablas en serio cuando dices que estás aburrido con la vida que llevamos en estos momentos. Sobre todo de la codicia de cuantos te rodean.

—Estoy de acuerdo con eso —aceptó el duque—. Pero la verdad es que no puedo imaginarme a mí mismo caminando ochenta kilómetros sin tener a nadie con quién charlar. Además, estoy seguro de que esas posadas a las que te referiste son muy incómodas.

—Por supuesto que lo son —convino Harry—. Sin embargo, ése es el precio que tienes que pagar para fingir no ser un duque acaudalado, engreído por su propia importancia y resguardado de cualquier cosa desagradable por un ejército de sirvientes y una multitud de aduladores que están siempre viendo que más pueden obtener de ti.

—¡Eso no es verdad! —exclamó el duque.

No obstante, sabía muy bien que así era.

Era consciente de que lo que Harry le había estado diciendo era la verdad.

Jamás lo había admitido en voz alta, pero siempre se había percatado de que ésa era la realidad.

Él casi podía vislumbrar la vida que le esperaba año tras año.

Sería siempre igual y ausente de emociones.

Sus empleados lo apartaban de todo cuanto era desagradable o peligroso.

Sus casas, sobre todo Eagle Hall, funcionaban como si estuvieran sobre ruedas muy bien engrasadas, manejadas por aquéllos en quienes él podía confiar; hombres quienes ponían los intereses de su amo por encima de todo lo demás.

Sus fincas eran un ejemplo para todos los terratenientes y sus pensionados lo bendecían y le agradecían todo cuanto él hacía en su beneficio.

Ahora planeaba establecer escuelas en sus aldeas.

Cuando fue nombrado Caballero de la Orden de la Jarretera, el Rey le había dicho que debía sentirse muy orgulloso ya que muy poca gente tenía motivos para criticarlo.

Pero si Harry tenía razón, y la tenía, entonces algo le faltaba.

Quizá era algo llamado «el toque común».

El duque pensó tenerlo, mas nunca lo había probado con nadie que no fuera la gente que lo rodeaba.

Mientras lo analizaba muy seriamente pudo escuchar a estas cómo le repetían cien veces al día:

—Sí, su señoría, no, su señoría. Por supuesto, su señoría.

Sus administradores y los campesinos que poblaban sus tierras le decían:

—Como su señoría lo desee o lo haremos de inmediato, milord.

Nadie se oponía, ni se revelaba, nadie levantaba la voz para protestar.

De pronto, el duque decidió que iba a aceptar la apuesta de Harry.

Por lo menos para demostrarle a este que no tenía miedo de hacer algo diferente.

Es más, probaría que Harry estaba equivocado.

Las personas del montón que lo trataran como a uno más, serían muy parecidas a las del gran mundo que lo trataban como a un duque.

Dudaba mucho que las mujeres con las cuales se encontrara no estuvieran tan dispuestas a hacer el amor con él como lo estaban Lady Antonia y sus antecesoras.

«Ellas por lo menos me desean como hombre» se dijo el duque.

Pero entonces no estuvo tan seguro de que eso fuera cierto.

Harry lo había hecho dudar de todo.

¿Sería posible que las mujeres que le sonreían de manera seductora estuvieran viendo su título en lugar de a él?

Aquélla era una idea preocupante.

De prisa, como si temiera poder cambiar de manera de pensar, él propuso:

—¡Muy bien, Harry, acepto tu apuesta y espero que cuando yo llegue a Eagle Hall tú me estés esperando allí con Sarraceno.

Harry dejó escapar un grito de júbilo.

—¿Lo dices en serio? ¿De veras lo dices en serio? —preguntó.

—¿Alguna vez has visto que yo me retracte de mi palabra? —preguntó el duque.

—Eres más valiente de lo que yo te creía —declaró Harry—. Y tengo la corazonada de que ésa va a ser una experiencia que tú nunca olvidarás. Ésta te hará un hombre aún más agradable de lo que ya eres.

—¡Cállate! —exclamó el duque—. Y vamos a hablar de cosas concretas. ¿Cuándo salgo? ¿Qué ropa me pongo? ¡Te advierto que si me muero del tedio te voy a arrancar la cabeza cuando llegue a Eagle Hall!

—Ése es un riesgo que tendré que correr —declaró Harry—. Aunque tú siempre has sido más fuerte que yo.

—Pongo una condición —le indicó el duque—. ¡No le dirás ni una palabra de esto a nadie! No quiero quedar como un tonto ni tampoco que una media docena de curiosos decida seguirme para ver cómo me va.

—De acuerdo —aceptó Harry—. Y la primera persona que no debe saberlo es tu valet.

El duque arqueó las cejas.

—Dawson es de confianza.

—Yo no confiaría en ningún sirviente —opinó Harry—. La mitad de los chismes que llegan hasta Londres provienen de la servidumbre y como de seguro Dawson va a pensar que te has vuelto loco, es muy probable que lo comente con alguien.

—Está bien —estuvo de acuerdo el duque—. Si bien, no creo que pueda salir vestido con mis mejores ropas, con botas muy finas y la corbata atada a la última moda.

Harry rió divertido.

—No, por supuesto que no. Si vienes a mi casa mañana temprano yo te proporcionaré ropa adecuada que no resulte molesta. En seguida yo te llevaré en mi carruaje hasta algún punto fuera del pueblo.

Los ojos le brillaron antes de añadir:

—No tomaré ese tramo en contra tuya; sin embargo, si por casualidad sientes que los pies se te cansan y que el viaje resulta en extremo cansado y decides montar o utilizar algún vehículo para cubrir el último tramo, entonces tus caballos castaños serán míos.

—Yo me encargaré de que eso no suceda a menos que pases por encima de mi cadáver.

Harry rió.

—Estás actuando tal y como yo pensé que lo harías —comentó—. Me gustaría poder acompañarte pero si lo hago, íbamos a pasar todo el tiempo conversando y dudo que hicieras amistad con el carnicero, el panadero o el tendero para ver cómo ellos tratan al simple señor Field.

—¿Ése será mi nuevo nombre? —preguntó el duque con curiosidad.

—¿Por qué no? Siempre he sabido que cuando uno se disfraza, es un error apartarse demasiado de la realidad. En una emergencia a veces resulta difícil recordar un nombre falso, a menos que estemos familiarizados con éste.

—Muy bien, como tú eres el instigador de esta absurda apuesta, me llamaré señor Field —estuvo de acuerdo el duque—. Muchos de mis parientes llevan ese apellido, aunque no es muy probable que me los encuentre en mi camino.

—Por lo menos ellos no irían a pie —indicó Harry.

Los dos rieron ante aquella idea ya que todos los parientes del duque eran de muchas ínfulas.

El duque enlazó su brazo en el de Harry y los dos caminaron hacia los salones iluminados del pabellón chino.

La música se hizo cada vez más ensordecedora al igual que el sonido de las voces.

El duque estaba meditando en lo que Harry había planeado y pensó que sería un error regresar a los salones.

Lady Antonia lo estaría esperando.

Entonces se dijo que no estaría bien hacer algo fuera de lo común aquella noche.

Cuando él desapareciera, al día siguiente muchos preguntarían qué le había sucedido.

Pensó que debería preparar una buena coartada.

Podría decir que había tenido que ausentarse de inmediato ya que uno de sus caballos había sufrido un accidente.

Es más, existían muchas razones por las cuales él debería alejarse de Brighton.

Con una sonrisa, se dijo que ya se estaba metiendo en el espíritu de aquel juego que Harry le había planeado.

Sabía que todo aquello era ridículo.

Sin embargo su mente, lo veía como un reto.

Sentía que si se negaba a aceptar la idea, se iba a arrepentir de haberlo hecho toda su vida.

Además, sería admitir que era poco aventurero.

La puerta por la cual había salido del salón aún permanecía abierta.

El duque entró por ésta en el salón abarrotado de gente y decorado, en exceso, con pendones sobre las paredes y muebles que el Rey había traído desde China a un costo enorme.

El duque vio a Lady Antonia y se dio cuenta de que ella lo estaba buscando.

Ella nunca debería saber lo que él iba a hacer.

De alguna manera, la mujer lograría sacarle ventaja a todo aquello.

Lady Antonia lo vio y, cuando ella se le acercó, él tuvo que reconocer que se trataba de una mujer extremadamente bella.

No obstante, el duque sabía muy bien que esa belleza era exclusivamente superficial.

La mujer llegó a su lado.

—¿En dónde estabas? —preguntó, melosa—. Te extrañé.

—Sentí que hacía demasiado calor en esta habitación —respondió el duque—, y afuera se siente la brisa que viene del mar.

Lady Antonia se estremeció levemente.

—Yo puedo llevarte a un lugar donde estaremos cómodos y a gusto —sugirió ella con voz seductora.

En los ojos de Lady Antonia había un brillo que el duque conocía muy bien.

Consciente de lo que ella deseaba, pensó que sería un error hacer algo diferente, así que dijo:

—Permíteme que te lleve a tu casa.

—Eso es lo que yo ansiaba que me dijeras —respondió la mujer—. ¡Te necesito, mi querido Theo!

—Más tarde podrás escuchar lo que tengo que decirte —respondió el duque con voz carente de emoción.

Y la condujo hacia el otro lado de la habitación donde el Rey Jorge IV se encontraba.

Éste se estaba volviendo obeso.

Sin embargo, todavía conservaba el encanto y los modales que lo hacían ser llamado «el primer caballero de Europa».

Su Majestad extendió la mano cuando el duque se le acercó.

—¡Eaglefield! —exclamó—. Esperaba verlo para pedirle su opinión acerca de un cuadro que me acaba de llegar hoy desde Pekín. Costó muy caro pero estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo de que vale hasta el último centavo que pagué por él.

Y puso una mano sobre el hombro del duque antes de continuar:

—Venga a verlo mañana cuando podamos estar solos.

—Ya anticipo el placer de hacerlo, Majestad —respondió el duque.

Lady Antonia hizo una reverencia y el Rey le besó la mano.

El duque estaba pensando que una de las cosas que Harry iba a tener que hacer al día siguiente era presentarle al Rey sus excusas por no poder asistir a la cita.

«Harry se lo merece por haberme metido en este enredo», pensó el duque.

Miró a su alrededor y se encontró con los ojos de la dama que se había sentado junto a él durante la cena.

En ellos pudo ver una invitación abierta.

Pero aceptarla significaba tener que soportar después, una vez más, la consabida escena violenta por parte de Antonia, seguida de llanto y recriminaciones.

Ya las había vivido antes.

Era algo que le resultaba desagradable y que deseaba evitar.

Él sintió que Lady Antonia le ponía la mano sobre el brazo y lo inducía hacia la puerta.

En esos momentos comprendió que, aunque pareciera increíble, se sentía muy contento de haber aceptado la apuesta de Harry.