Capítulo 4

El músico interpretaba una tonadilla alegre con su violín. Por instrucciones de Alysia todas las sillas fueron colocadas afuera de la posada.

El posadero y su esposa, sorprendidos por lo que estaba ocurriendo, obedecían todas las órdenes que recibían.

Esto incluía algunas mantas de colores que fueron colocadas sobre el piso.

—Ésas son para que se sienten los niños —le explicó Alysia al duque.

Él miró en torno suyo y comentó:

—No debe sentirse desilusionada si nadie acude.

—Estoy segura de que sí vendrán —respondió Alysia con confianza—, al menos por curiosidad.

Y sonrió antes de añadir:

—Veo que usted nunca ha vivido en una pequeña aldea. Todo cuanto ocurre es comentado de inmediato. De otra manera todos sienten que se quedaron fuera.

El duque rió.

—Esta noche vamos a poder comprobar si usted tiene o no razón.

Pero le estaba hablando al aire, porque Alysia había entrado en la posada una vez más.

Él sabía que la chica estaba ayudando en la cocina a la señora Parkinson, dueña, de la posada.

Se afanaban en preparar algunos bocadillos que fuera posible comerlos sin usar los platos y cubiertos.

Había cuadritos de queso decorados con media cereza.

Rebanadas de tocino muy bien frito, tiritas de pescado sobre trozos de pan tostado y pequeños tomates rellenos que le encantaban a los niños.

Todo acomodado sobre bandejas decoradas con lechuga del jardín.

Alysia todavía estaba trabajando cuando el duque entró para anunciarle:

—¡Me parece que algunos de sus invitados han comenzado a llegar!

Alysia corrió a lavarse las manos.

Se miró un momento ante un espejo que colgaba encima del lavamanos.

Mientras lo hacía, el duque se preguntó cuántas otras bellezas se comportarían de una manera tan casual en lo referente a su aspecto.

No dijo nada cuando Alysia corrió hacia la puerta donde él se encontraba parado.

—¿Quiere ayudarme? —suplicó ella en voz baja.

—Por supuesto —contestó él—, pero en realidad ésta es su fiesta y yo soy un simple invitado.

—Un invitado muy importante —indicó Alysia.

Ésta no hablaba con la coquetería con que solían hacerlo otras mujeres.

Simplemente lo dijo como un hecho.

Ambos salieron de la posada y vieron que los niños habían llegado.

Detrás de ellos, caminando lentamente, venían los adultos.

Caminaban como si pensaran que era un error mostrar demasiado interés.

La mayoría eran las madres de los pequeños.

Alysia les estrechó las manos y las invitó a sentarse en las sillas para que pudieran escuchar la música.

El duque esperó hasta que unos cuantos hombres llegaron también.

Éstos se estaban riendo entre sí, como si se burlaran de lo que estaba pasando.

Pero al mismo tiempo parecían decididos a observarlo todo.

Cuando casi la totalidad de las sillas estuvieron ocupadas, el duque se puso de pie y dijo:

—Mi hermana organizó esta fiesta porque se percató de que los dueños de esta preciosa posada, que son nuevos en la aldea, estaban muy solos. Por eso los hemos invitado a ustedes a venir esta noche para demostrar que los ingleses siempre tienden la mano de la amistad a los recién llegados.

Él pudo ver la sorpresa reflejada en el rostro de quienes lo escuchaban.

—Todos los presentes recibirán una copa gratis como señal de bienvenida de parte de los señores Parkinson y de nosotros.

Hubo una exclamación general de sorpresa y entonces uno de los hombres intervino:

—¡Me parece muy bien! —Y aplaudió.

Como si no supieran qué otra cosa hacer, los demás aplaudieron también.

Entonces el duque continuó:

—Por la segunda copa ya tendrán que pagar. Sin embargo, ahora, mientras disfrutan de la primera propongo que levanten sus vasos y les deseen mucha suerte y felicidad a los señores Parkinson quienes han venido para radicar aquí.

Hubo un leve murmullo al escuchar aquellas palabras.

De pronto, el posadero y su esposa salieron de dentro trayendo grandes bandejas que sostenían tarros con cerveza y sidra, así como limonada para los niños y algunas copitas con oporto para los hombres mayores.

El duque esperó hasta que todos tuvieron su bebida en la mano.

Entonces él alzó la suya.

—¡Por los señores Parkinson! —brindó entusiasmado—, y que Dios los bendiga a ellos y a esta posada y por supuesto a todos los habitantes de esta encantadora aldea.

Todos los invitados levantaron sus vasos y gritaron: «Buena suerte».

Alysia miró a los señores Parkinson y vio que ellos sonreían aunque al mismo tiempo se sentían un tanto turbados.

Y se apresuraron a entrar en la posada una vez más.

Alysia se paró junto al duque.

Éste levantó su mano y el brindis terminó.

—Lo que mi hermano y yo hemos planeado —dijo ella—, es que, a fin de divertirlos cada quien contribuirá con algo. Yo voy a comenzar bailando y espero que algunos de los niños me acompañen.

La joven ya se había puesto de acuerdo con el músico, quien comenzó a tocar una melodía que ella consideró sería conocida por casi todos en la aldea.

Estaba acostumbrada a bailar desde que era una niña, así que no se sintió cohibida por tener que hacerlo frente a un público.

Alysia se paró delante de todos y bailó con una gracia y un ritmo que causaron admiración al duque.

A él le pareció que la chica era como una diosa joven que había bajado del Olimpo para divertir a los mortales.

Después de danzar por varios minutos, Alysia llamó a los niños.

Algunos de los más pequeños se acercaron a ella presurosos.

Los tomó de la mano y comenzaron a dar vueltas.

Entonces los niños mayores también se les unieron y sus madres los observaban con orgullo.

Cuando la música terminó, Alysia hizo una reverencia y las niñas la imitaron.

Los aplausos no se hicieron esperar.

Los niños se sentaron sobre las mantas una vez más.

Alysia miró al duque.

Él ya había hablado con el músico en cuanto éste llegó.

Le dijo que la única canción que él sabía bien era El Canto de los Boteros de Eton.

Como el hombre era un buen intérprete del violín pronto pudo tocar la melodía cuando el duque se la tarareó.

Con su voz de barítono ahora el duque entonó aquella melodía que era tan popular entre los estudiantes de Eton.

Su voz era profunda y parecía resonar por todas partes.

Cuando repitió el estribillo, los niños y después los hombres se le unieron:

«Remen, remen juntos.

Con el cuerpo entre las rodillas…».

* * *

El lo repitió tres veces y después regresó a su lugar entre los aplausos.

Posteriormente, muchas personas se ofrecieron para mostrar lo que podían hacer.

Un chico tocó una melodía en una flauta que él mismo había tallado.

Aunque no lo hacía muy bien, resultaba obvio que era muy apreciado en la aldea.

Los niños que pertenecían al coro interpretaron varias estrofas de un villancico que habían aprendido la navidad anterior.

Las niñas hicieron lo mismo.

Por fin pareció que el desfile de talentos había terminado.

Los hombres mayores que estuvieron bebiendo tarro tras tarro de cerveza por los que habían pagado, se pusieron a entonar una canción que todos conocían.

El duque nunca la había escuchado antes.

Pero pensó que era cantada con frecuencia en la aldea.

De pronto pensó que aquello era el tipo de evento que a Harry le hubiera gustado que él conociera.

El sol se ocultó y cuando ya estaba bastante oscuro las madres comenzaron a llevarse a los chicos más pequeños hasta sus casas.

Los hombres que estaban bebiendo pasaron a sentarse al bar.

Nadie se dio cuenta cuando el duque condujo a Alysia al piso superior.

—Es hora de retirarnos —dijo él—. Recuerde que mañana nos espera una larga caminata.

—¡Fue una bonita fiesta! —comentó Alysia muy contenta—, y estoy segura de que después de ella los señores Parkinson ya no estarán solos en el futuro.

—Fue muy lista al pensar en esto —observó el duque.

Llegaron a sus habitaciones y él señaló:

—A propósito, como usted no trajo ropa para dormir pensé que quizá quisiera usar una de mis camisas.

—¿Está seguro de que no la va a necesitar? —preguntó Alysia.

—Completamente seguro —respondió el duque.

—Por supuesto que yo se la lavaré y la plancharé cuando lleguemos al lugar adonde usted me lleva.

—¿Sabe como lavar una camisa? —preguntó el duque.

Mientras hablaba pensó que aquello era algo completamente desconocido para cualquiera de las mujeres que él había conocido hasta entonces.

—¡Por supuesto que sí! —respondió Alysia—. Mi madre solía decirme que el señor Brummel sostenía que las camisas de un caballero deberían dejarse blanquear al sol.

Y miró al duque antes de continuar:

—Yo estoy segura de que cuando usted está en Londres su ropa es lavada siempre en Hampstead Heath, donde todos los hombres elegantes mandan la suya.

El duque pensó que con aquella ropa que Harry había pedido prestada para él, nadie lo podía comparar con un hombre bien vestido de la calle St. James.

En voz alta él dijo:

—Me sentiría encantado de que me lave mi camisa, pero al lugar donde vamos hay suficientes sirvientes que lo harán por usted.

—No sería ninguna molestia —aseguró Alysia—. Usted ha sido sumamente amable conmigo y hay tan poco que yo pueda hacer en cambio.

Alysia volvió su rostro hacia él mientras hablaba.

En ese instante, el duque sintió deseos de besarla.

Se veía encantadora y él estaba seguro de que sus labios eran aún virginales.

Entonces se dijo una vez más que se estaba comprometiendo demasiado.

Él abrió la puerta de su habitación donde dejara su bolsa de viaje sobre una silla.

La abrió y sacó una de las camisas blancas que Harry había metido.

Se la entregó a Alysia.

—Póngase esto y trate de dormir lo más pronto posible —sugirió él—. Yo la despertaré poco después de las siete.

Ella tomó la camisa y exclamó:

—¡Gracias! ¡Gracias por una velada maravillosa! Todo fue tan emocionante que me olvidé de mis temores. Pero de todas maneras… yo sé que con usted estoy… segura.

Le dirigió una sonrisa muy dulce y se fue a su habitación.

El duque permaneció inmóvil hasta que escuchó cómo se cerraba la puerta de Alysia.

Con un suspiro él cerró también la suya.

—¡Esta chica no es para mí! —exclamó convencido y comenzó a desvestirse.

* * *

Alysia estaba profundamente dormida cuando llamaron a la puerta.

—¡Ya son las siete! —Escuchó que le decía el duque.

Se levantó de inmediato.

Cuando terminó de vestirse estuvo segura de que el duque ya la esperaba abajo, pero antes vio la bolsa de este sobre la cama y, con mucho cuidado, guardó la camisa que él le había prestado. Sabía que a él no le importaría si ella usaba su peine. Se peinó delante del espejo y deseó tener otro vestido para cambiarse.

El que llevaba aún se veía limpio y sin arrugas pero pensó en todos los bonitos vestidos que había dejado en su casa.

Se preguntó si el señor Field la encontraría elegante con ellos.

Entonces se dijo que no debería hacer que se arrepintiera de su bondad al permitir que ella lo acompañara.

Le parecía extraño que él estuviera caminando tan largas distancias y que no pudiera alquilar un caballo.

La noche anterior había tenido dinero suficiente como para invitar una copa a todos.

Sin embargo, ella se percató de que su chaqueta y su corbata ya estaban un tanto gastadas.

Supuso que quizá él había perdido su dinero de alguna manera.

No creía que hubiera sido por el juego pues parecía ser un hombre muy sensato.

Su padre siempre le había dicho:

—Sólo los tontos apuestan a las cartas ya que la suerte siempre termina estando en contra de ellos.

«Estoy segura de que el señor Field es un hombre muy inteligente», se dijo Alysia.

Ella no sabía por qué, pero estaba segura de que él era un caballero con el cual su padre hubiera estado de acuerdo.

Además, se expresaba como un hombre bien educado.

A menudo su padre le había comentado que algunos hombres pretenden poseer una cultura que en realidad no tienen.

—Por lo general logran engañar a muchos —había dicho él—, pero no a alguien como yo que ha estudiado toda su vida y es consciente de lo mucho que le queda por aprender.

Alysia se había reído.

—¡Papá, tú lo sabes todo!

—Ojalá eso fuera cierto —respondió él—. Pero por lo menos sé lo suficiente como para no dejarme sorprender.

Alysia volvió a reír ante aquello y lo había retado.

Siempre que iban de compras ambos miraban los escaparates de las tiendas en los que se exhibían cosas muy caras.

Entonces ella hacía que su padre le dijera si aquello que estaban viendo era una pieza auténtica o una imitación.

Ella descubrió que él había tenido la razón siempre.

Ahora pensaba que su padre habría estado de acuerdo con el señor Theo Field y también aceptado que éste era un caballero auténtico. Miró en torno suyo y vio que él sólo había dejado su bolsa en la habitación.

La joven corrió escaleras abajo con ésta.

El duque ya se encontraba en el salón, tomando el desayuno.

—¡Apresúrese! —apremió él—. Se le enfría el desayuno.

Alysia puso la bolsa sobre una silla.

—Encontré su peine —dijo ella—, y ojalá no le moleste que lo haya utilizado.

El duque sonrió e hizo un gesto con la mano.

—Usando las palabras que siempre se repiten en el Oriente le diré que, «todo cuanto tengo es suyo». Desafortunadamente, son muy pocas cosas.

—Es todo cuanto necesitamos —respondió Alysia—, excepto, quizá, por dos buenos caballos.

—Estoy de acuerdo con usted —convino el duque—. Desgraciadamente, no puedo alquilarlos.

Alysia sintió que había actuado con poco tacto y expresó de inmediato:

—Es muy agradable caminar bajo la luz del sol y quizá esta noche encontremos otra posada tan atractiva como ésta, aunque lo dudo.

—Yo también lo dudo —dijo el duque.

Terminaron de desayunar y él levantó la bolsa.

Se puso el sombrero anticuado sobre la cabeza.

—¿Está lista? —preguntó él.

—Debemos despedirnos de los Parkinson. —Sugirió ella.

—Por supuesto —estuvo de acuerdo el duque.

Y pasaron al bar donde el posadero se encontraba limpiando los vasos.

El duque depositó algunas monedas sobre el mostrador, pero de inmediato Parkinson las rechazó.

—Después de lo que usted ha hecho por mí —dijo—, lo menos que mi esposa y yo podemos ofrecerles es una cama donde dormir.

El duque, quien ya había pagado antes por las bebidas gratis que se ofrecieron a los aldeanos durante la fiesta, declaró:

—Si así es, entonces sólo me queda darle las gracias y desearle la mejor dejas suertes en el futuro.

—Si tengo suerte se deberá a usted y a su linda hermana —respondió el posadero—. Cuídese mucho. Creo que no deberían de andar a pie.

—Es bueno para nuestra salud —respondió el duque.

Y le dio la mano al posadero.

Entonces la esposa salió de la cocina y le dio un beso a Alysia.

—Nunca olvidaré lo que han hecho por nosotros. Es usted un ángel del cielo.

—Espero poder regresar algún día a visitarlos —prometió Alysia—. Estoy segura de que entonces el lugar va a estar tan repleto que no habrá espacio para mí.

—Siempre habrá una cama para ustedes —prometió el señor Parkinson—, y que Dios los bendiga.

En seguida se volvió como turbado por sus propias palabras y la señora Parkinson se secó los ojos.

El duque condujo a Alysia hacia el exterior.

Mientras se alejaba caminando, ella se volvió varias veces para despedirse con la mano de la señora Parkinson que los seguía con la mirada.

—Estoy segura de que de ahora en adelante la situación va a mejorar para ellos —razonó Alysia.

El duque se preguntó si él se hubiese percatado de los problemas que inquietaban a los Parkinson, si hubiera estado solo.

También se preguntó si a él se le habría ocurrido una solución como se le ocurrió a Alysia.

«¡Ella es una joven muy especial!», se dijo para sí.

Y trató de concentrarse en la dirección que llevaban.

Caminaron hasta el medio día cuando se detuvieron en una posada.

Estaba ocupada por una gran cantidad de huéspedes ya que esa tarde se iba a celebrar una competencia.

Se trataba sólo de un encuentro pugilístico entre dos aldeas, pero la posada estaba repleta.

El duque tuvo que hacer uso de sus modales más autoritarios para poder conseguir alimentos para Alysia y para él.

Una vez que los obtuvieron los dos comieron de prisa.

Pronto se alejaron de aquel grupo de hombres que ya parecían haber bebido demasiado.

—¡Me alegro de que no estemos hospedados ahí! —comentó Alysia cuando se pusieron en camino.

—También yo —respondió el duque—. Si hay algo que detesto es a un conjunto de hombres que gritan para animar a dos fulanos a hacer exactamente lo que ellos no se atreven.

—Papá siempre decía que el boxeo es peligroso ya que golpear a un hombre en la cabeza le puede dañar el cerebro.

—Supongo que eso es cierto —comentó el duque—. Desgraciadamente, la mayoría de la gente no se preocupa por su cerebro. ¿Se ocupa usted del suyo?

—¡Por supuesto que sí! —aseguró Alysia—. Yo quiero utilizar el mío y cuando me muera quiero sentir que hice algo de utilidad en bien de los demás. Eso depende de mi cerebro.

El duque sonrió con un leve gesto de ironía.

Él pensó que la mayoría de las mujeres hubieran dicho que eso dependía de su belleza y de sus cuerpos.

—¿Qué cree usted que pueda hacer por este mundo en el cual vivimos? —preguntó él en voz alta.

—Supongo que todos deseamos hacer de este mundo un lugar más feliz donde vivir —repuso Alysia después de un silencio bastante prolongado.

—Y supongo que usted piensa que le darían una calificación de excelencia por lo que hizo ayer —sugirió el duque.

—No, creo que esa excelencia la entregarían a los dos, en igual porcentaje —dijo Alysia riendo—, o quizá como fue tan generoso, a usted le corresponde mayor puntuación.

Hubo un silencio.

Entonces ella prosiguió con voz muy diferente:

—Fue maravilloso el que usted le hubiera obsequiado una copa a toda esa gente. Eso hizo que la velada comenzara muy bien, pero… por favor… descuéntelo de lo que pueda obtener por… mis perlas.

El duque recordó que las había guardado en el bolsillo de su chaqueta.

Se detuvo un momento para sacarlas y dijo:

—Póngaselas alrededor de su cuello. Le aseguro que todavía no he llegado al punto de aceptar dinero de una mujer.

Alysia quiso discutir con él pero entonces recordó a su padrastro.

Como sintió vergüenza, las mejillas se le cubrieron de rubor.

—Yo… jamás pensé que usted… fuera a hacer eso —balbuceó ella después de un momento—. Yo no quiero sentir que… lo hice gastar, cuando fue mi idea el… invitar a la gente… de la aldea.

El duque le puso el collar alrededor del cuello y lo cerró en la parte de atrás.

—Me parece que esta charla constante acerca del dinero hubiera ofendido a su padre —comentó él—. Las mujeres inteligentes saben que ése es un tema que no discuten las damas de categoría.

Para sorpresa del duque, Alysia rió.

—Yo no soy una dama de categoría —repuso—, y el dinero es algo acerca de lo que tendremos que hablar tarde o temprano.

—¿Por qué? —preguntó el duque.

—Porque yo estoy en deuda con usted de varias maneras y si puedo llegar a recuperar mi dinero, preferiría dárselo a usted que a otra gente que no ha hecho nada por merecerlo.

—Muy bien —estuvo de acuerdo el duque—. Hablaremos al respecto cuando usted logre recuperarlo. Sin embargo, tengo la sensación de que no va a ser fácil.

Alysia suspiró.

—Eso mismo pienso yo, pero mientras tanto no quiero ser un estorbo.

—No lo es —contestó el duque—, y francamente, esta caminata se me hubiera hecho muy aburrida si usted no estuviera conmigo.

—Cuando me dice cosas como ésa —observó Alysia—, entonces ya no me siento incómoda cada vez que me llevo la comida a la boca o por la cama en la cual duermo.

—Alguien tan bonita como usted —comentó el duque sin pensar—, por lo general acepta ese tipo de cosas como algo rutinario.

—¿Por qué? —preguntó Alysia.

Él sabía que en su inocencia ella no iba a comprender y después de un momento respondió:

—¡Vamos! Estamos caminando muy despacio porque usted está tratando de utilizar su cerebro. Póngale atención a sus pies que son lo más importante en estos momentos.

—Sí… por supuesto —estuvo de acuerdo Alysia.

Y miró hacia atrás al decir aquello.

Era como si esperara ver a su padrastro aparecer en cualquier momento.

El duque extendió la mano y tomó la de Alysia.

—Estaba bromeando —dijo él—. Disfruto de su charla de la misma manera como disfruto el tenerla conmigo. Ya que el dinero es un tema que nos está prohibido, ¿de qué podemos hablar?

—De usted —sugirió Alysia—. Todavía no me ha dicho nada acerca de usted.

—Eso es algo que haré al final del viaje —respondió el duque.

—¿Por qué no ahora?

—Porque es una historia larga y tediosa —contestó él—, y cuando yo le hable acerca de mi importante persona, espero que usted se concentre en cada palabra.

Él estaba bromeando una vez más y Alysia volvió a reír.

—Así lo haré —repuso ella—. Me parece que es usted la persona más interesante que jamás he conocido y, por lo tanto, quiero saber todo acerca de su persona.

—Eso es pedir mucho —protestó el duque.

—Estoy segura de que habrá hecho muchas cosas interesantes en su vida —continuó diciendo Alysia—. Y como ya le comenté, me extraña que siendo tan inteligente y con tanta personalidad no haya podido ganar lo suficiente como para comprar un caballo.

El duque pensó que aquello era uno de los halagos más complicados y a la vez más sinceros que jamás había escuchado.

—Eso es algo que también le explicaré más tarde —prometió él.

Los dedos de Alysia se cerraron sobre los de él.

—Usted sabe que si alguna vez me es posible ayudarlo, lo haré con mucho gusto —declaró ella en voz baja.

—Ya le he dicho —respondió el duque—, que un hombre, quien realmente se precia de serlo, no puede aceptar dinero de una mujer.

Los dos callaron y avanzaron un tramo antes que Alysia dijera:

—Papá tenía mucho menos dinero que mamá, pero como ambos se amaban, eso era algo que… jamás les causó problemas.

—Por supuesto que no —señaló el duque—. Cuando uno está enamorado cualquier cosa es posible, pero nosotros hablábamos acerca de hombres y mujeres comunes y corrientes, lo que es algo muy distinto.

—Todos deseamos enamorarnos —comentó Alysia—. Los seres humanos necesitan el amor, pero a menudo no hay suerte y… no se encuentra.

—Supongo que el amor es lo que usted desea encontrar —expresó el duque.

—Por supuesto que sí —respondió Alysia—. Yo quiero el amor que hizo tan feliz a mamá. Ella en lo único que pensaba era en papá, y éste la amaba tanto que nada más les importaba.

—Entonces los dos fueron muy afortunados —razonó el duque.

Mientras caminaban, se preguntó si alguna vez iba a encontrar aquel amor idílico que Alysia estaba buscando.

Pensó que si ella se desilusionaba, podría echar a perder algo que era muy valioso, un algo que la hacía a ella diferente de cualquier otra persona que hubiera conocido.

Estaba seguro de que el amor, tal como Alysia lo buscaba, era una emoción sagrada que provenía de Dios.

Ella no debería resultar herida por nada que fuera mundano, cruel o desagradable.

En otras palabras, se trataba de un sueño infantil.

La vida real no podía equipararse a sus expectativas.

«Esta chica se va a sentir desilusionada», se dijo el duque. «¡Por supuesto que sí! Va a descubrir que el hombre de sus sueños al que está esperando, no es un caballero perfecto sino un ser ordinario, con fallos y defectos humanos».

Le dolió imaginar que Alysia pudiera llorar por la desilusión.

Quizá se volviera cínica y amargada como tantas otras personas.

Alysia necesitaba ser cuidada y protegida.

De inmediato se puso tenso ante las implicaciones que tenía aquella idea.

Siguieron su caminata hasta que el duque advirtió que se encontraban en una parte desolada del campo.

Parecía haber mucha distancia entre la aldea anterior y la siguiente, la cual aún ni siquiera se veía.

Sin que ella se lo dijera, él comprendió que Alysia estaba cansada.

Por supuesto, no se había quejado, pero él estaba seguro de que ya estaría adolorida de los pies.

—Pasaremos la noche en la siguiente aldea a la cual lleguemos —anunció él—. Allí de seguro habrá una posada.

—Ésta no será tan encantadora como «La Zorra y el Pato» —dijo Alysia—, pero quizá tengamos suerte.

Por fin llegaron a la posada en veinte minutos más.

Al verla, el duque pensó que parecía adecuada.

Sin embargo, era obvio que no se encontraba en tan buenas condiciones como la que acababan de dejar.

Afuera de ésta aparecía un grupo de hombres que bebían y reían en voz alta.

A pesar de eso, ya era demasiado tarde como para seguir adelante.

El propio duque ya comenzaba a sentirse cansado y no era de extrañar el que Alysia caminara arrastrando los pies.

Ambos entraron en la posada.

El dueño era un hombre mayor, de labios delgados.

—Necesito dos habitaciones, una para mí y otra para mi hermana —explicó el duque.

El propietario miró a Alysia.

Su mirada le indicó al duque que el hombre sospechaba que si la chica era hermana de alguien, ciertamente no lo era de él.

—Tengo dos habitaciones —respondió él—, pero no están juntas.

El duque frunció el ceño.

—Para mi hermana sería más agradable tenerme cerca.

—Lo toma o lo deja —espetó el posadero—. Mañana tenemos una carrera a campo traviesa y estaremos completos después del anochecer.

—¡Bien, las tomaremos! —aceptó el duque.

El posadero insistió en recibir su dinero antes que una mujer de aspecto desagradable los condujera al segundo piso.

La primera habitación era pequeña pero estaba amueblada con cierto decoro.

La segunda estaba al final del pasillo y tenía una ventana que daba a las caballerizas instaladas en la parte posterior del edificio.

El duque pensó que aquélla pudiera resultar ruidosa y, por lo tanto, decidió quedarse allí.

—Me… me hubiera gustado estar… más cerca de usted —murmuró ella.

—Son sólo uno o dos pasos —terció la sirvienta con voz desagradable—, o pueden quedarse juntos si eso es lo que desean.

—Las dos habitaciones nos parecen bien —intervino el duque molesto.

Su tono resuelto hizo que la mujer se alejara con la cabeza levantada.

El duque llevó a Alysia hasta la primera habitación que daba al frente de la posada.

Y abrió la puerta.

Al hacerlo, se dio cuenta de que la puerta no tenía llave.

—Me parece que quizá usted se sentirá más tranquila si usa la otra habitación —sugirió él.

—Usted necesita descansar tanto como yo —insistió Alysia.

—Se necesita de mucho para quitarme el sueño —respondió el duque.

En seguida dejó la bolsa sobre el piso, la abrió y sacó la camisa que Alysia usara la noche anterior.

—Por lo menos no… estamos muy… lejos —comentó ella como para darse ánimos.

Los dos bajaron para comer algo.

El lugar estaba aún más repleto que cuando llegaron.

Los hombres, reunidos en el bar hacían mucho ruido.

Sin embargo, el duque logró obtener una mesa al final del comedor.

Tuvieron que esperar un largo rato, pero por fin les trajeron algo de comer.

El duque se dio cuenta de que Alysia estaba muy callada.

Un queso aceptable era el último platillo de la comida.

—Subamos a nuestras habitaciones —sugirió él.

Y tomó a Alysia del brazo.

Cuando atravesaron el comedor pudo observar que todos los hombres presentes la estaban mirando.

Tenían que pasar junto al bar para llegar a la escalera.

Algunos de los bebedores hicieron comentarios sugestivos que fueron recibidos con estruendosas carcajadas.

El duque abrió la puerta de su habitación y vio que todo estaba tal y como él lo había dejado, incluyendo la bolsa.

Entonces caminó por el pasillo rumbo a la habitación donde iba a dormir Alysia.

Se asomó a la ventana y vio que las caballerizas estaban bastante tranquilas.

El duque abrió la ventana.

—Éste es el peor lugar que hemos encontrado hasta ahora —comentó él—, y la cama parece incómoda.

—Creo que esta noche yo podría dormir sobre cualquier cosa —respondió Alysia.

—Entonces apresúrese a meterse en la cama —sugirió él—, y no se olvide de cerrar la puerta con llave.

Ella lo miró sorprendida antes de preguntar:

—¿Teme usted que… alguien pretendiera entrar?

—Me parece que todos esos hombres que están abajo ya han bebido demasiado y no se acordarán muy bien de dónde están durmiendo —respondió él—. Una cochiquera sería el lugar idóneo para ellos.

Alysia rió.

—Entiendo lo que me quiere decir y voy a cerrar la puerta con llave. Pero usted deberá despertarme cuando sea hora de levantarse.

—La llamaré a las siete —respondió el duque—, y espero que podamos obtener algo de desayunar más pronto de lo que tardó la cena.

—Supongo que los dueños estarán ganando una fortuna —respondió Alysia—, y yo hubiera preferido que fueran los Parkinson quienes la obtuvieran en lugar de esta gente.

—Preocúpese sólo por usted —aconsejó el duque—. Buenas noches, Alysia.

Ella lo miró y le puso la mano sobre el brazo cuando dijo:

—¡Muchas gracias por un día… encantador! Estar en su compañía ha sido muy emocionante y cada paso que damos me aleja… más y más de mi… padrastro.

—¡Olvídese de él! —repuso el duque.

—Estoy tratando de… hacerlo, mas no puedo dejar de imaginar lo… furioso que estará porque yo… me he escapado.

La voz de Alysia se hizo temblorosa y, al escucharla, el duque sintió deseos de envolverla en sus brazos para consolarla.

Entonces comprendió que aquello era algo más de lo que no debería hacer.

«¡Cuanto más pronto lleguemos a mi casa, mejor!», pensó él, Irritado y se encaminó hacia la puerta.

—Buenas noches, Alysia —se despidió—. Olvídese de todo excepto de que está cansada —agregó.

—Trataré de hacerlo y gracias… una vez más —respondió ella.

El duque salió al pasillo y esperó hasta que escuchó cómo la chica hacía girar la llave en la cerradura.

Entonces se dirigió a su propia habitación.

Al hacerlo, encontró un montón de sábanas sucias amontonadas sobre el piso al otro lado del pasillo.

Era obvio que quien había ocupado aquella habitación se había marchado y que ésta estaba siendo dispuesta para un nuevo huésped.

Entre las sábanas había un periódico del día anterior.

El duque lo recogió y se lo llevó consigo a su habitación.

Había una vela encendida junto a la cama.

Ésta no era de muy buena calidad por lo que el duque tuvo que acercar mucho el periódico para poder leer.

No había leído las noticias desde que saliera de Brighton.

Se ventilaba un problema político en el cual estaba muy interesado.

Pero entonces se dijo que lo único que importaba era llevar a Alysia hasta Eagle Hall lo más pronto posible.

Luego buscó la página deportiva.

Leyó el nombre de los ganadores de las carreras que habían tenido lugar desde que él comenzara su caminata.

Y comenzó a sentirse dominado por el sueño.

Sin darse cuenta, se acomodó sobre las almohadas y se quedó dormido antes que tuviera tiempo siquiera de apagar la vela.