Capítulo 2
El duque ayudó a Antonia a subir a su cómodo carruaje que les esperaba afuera.
Al igual que muchos de sus amigos, él había hecho construir una casa en Brighton para complacer al Rey por quien sentía un profundo afecto.
La del duque era más grande y de aspecto más impactante que la mayoría de las otras, además tenía una magnífica vista del mar.
Sin embargo, a menudo a él le resultaba molesto tener que salir de Londres y desplazarse hasta Brighton cada vez que Su Majestad decidía visitar su Pabellón Chino.
En la capital se llevaban a cabo muchas actividades durante la temporada.
Este año Theo Eaglefield había dudado si ignorar todas las invitaciones que tenía sobre el escritorio y lanzarse a navegar.
Sin embargo, el Rey le había asegurado que su presencia allí era esencial.
Le fue más fácil aceptar que discutir.
Lady Antonia no tenía una casa propia.
Le rentaba una a un noble venido a menos quien prefería el dinero a las diversiones que siempre tenían lugar cuando el Rey estaba presente.
Mientras el carruaje se dirigía con calma hacia la casa de Lady Antonia, ella se acercó al duque.
—Por fin estamos solos, querido —suspiró—, y me siento agradecida de que Su Majestad prefiera que todos se retiren temprano.
Insinuante se le acercó aún más.
Sus largos dedos se deslizaron por encima del pecho del duque y reclinó la cabeza en el hombro de él.
El duque aspiró el perfume francés que ella llevaba.
La fragancia siempre persistía en el cuerpo de él mucho después de que la mujer se hubiera marchado.
La primera vez que lo percibió le pareció seductor.
No obstante, ahora le parecía exagerado.
—¡Te deseo, Theo! —murmuró Lady Antonia—. ¡Te deseo con desesperación, como nadie ha deseado antes a un hombre!
El duque recordó que Antonia ya le había dicho aquello muchas veces.
Sospechaba que de seguro también se lo había dicho a muchos otros hombres.
—Lo siento, Antonia —respondió él—. Pero me duele mucho la cabeza, y ésa fue la causa de que saliera del pabellón a tomar el aire. Necesito irme directamente a casa.
El duque pudo darse cuenta de cómo Antonia se ponía tensa por el disgusto.
—¡Pero no puedes dejarme! —protestó ella—. Quédate aunque sea por unos momentos. Eso me hará muy feliz.
El duque sabía perfectamente lo que significarían esos momentos.
Y no tenía ningún deseo de regresar caminando hasta su casa cuando ya estuviera amaneciendo.
—Perdóname, Antonia —respondió él—, ahora, en verdad, necesito descansar y espero que el dolor de cabeza se me quite antes que amanezca.
—Yo te acariciaré para mitigarlo —ofreció Lady Antonia—. Te prepararé un té que te aliviará el dolor.
El duque ya había bebido uno de los tés curativos de Lady Antonia.
Sabía muy bien que no eran precisamente calmantes.
En realidad se trataba de una bebida afrodisíaca que ella había traído a Inglaterra.
Se abstuvo de contestar.
Unos segundos más tarde los caballos se detuvieron frente a la casa de ella.
El lacayo se bajó del pescante para abrir la puerta.
—Buenas noches, Antonia —dijo el duque.
La mujer ya se había inclinado hacia la puerta abierta pero al escuchar las palabras de él volvió a sentarse.
—No puedes hablar en serio. ¿No pensarás irte sin darme las buenas noches? —preguntó en voz baja.
—Ésa es mi intención —respondió el duque.
—¡Tal actitud me parece muy descortés y muy poco amable de tu parte!
El duque no respondió y después de un momento Lady Antonia añadió:
—¡Si insistes en tratarme de una manera tan poco caballerosa, me quedaré aquí!
El tono de voz de ella le indicó al duque que eso era exactamente lo que iba a hacer.
De inmediato comprendió que tendría que ceder si no quería provocar una escena delante de la servidumbre.
—Muy bien —dijo él—. Entraré para darte las buenas noches. El carruaje puede esperar.
Él comenzó a descender y en los ojos de Antonia apareció un brillo de triunfo.
La mujer se levantó una vez más y bajó al pavimento.
Para entonces el lacayo de guardia ya había abierto la puerta.
Cuando el duque entró detrás de Antonia, la volvió a cerrar.
Lady Antonia ya estaba subiendo por la escalera cuando el duque sugirió:
—Vamos al salón.
Mientras hablaba, se encaminó hacia el salón que estaba en la parte de atrás de la casa.
Lady Antonia dudó un momento.
Súbitamente pensó que si seguía subiendo por la escalera, el duque saldría de la casa y ella no podría hacer nada para retenerlo.
Entonces bajó y atravesó el vestíbulo.
El duque ya se encontraba en el salón, parado de espaldas a la chimenea.
Las velas estaban apagadas, excepto por dos que aún daban luz a la habitación.
Lady Antonia entró y cerró la puerta de golpe.
En seguida caminó hacia el duque, diciendo:
—¿De qué se trata todo esto? ¿Por qué te estás comportando de esa manera?
—No tiene nada de extraño —la contradijo el duque—. Como ya te dije, Antonia, tengo deseos de irme a mi casa y acostarme ¡solo!
—¡Eso es algo que jamás has querido hacer desde la primera vez que yo te amé! —repuso Lady Antonia.
Y se detuvo antes de añadir muy despacio:
—¡Si es por esa tal Christina que se sentó junto a ti durante la cena, te juro que le sacaré los ojos y haré que se arrepienta de haber nacido!
El duque observó la manera como el rostro de la mujer se crispó cuando hablaba.
Y pensó que cuando ella se irritaba se volvía indeseable.
Al instante comprendió que el telón había caído indicando el final de otro de sus romances.
Aquello era algo que había ocurrido muchas veces, pero nunca tan pronto ni de manera tan definitiva.
Se dio cuenta de que Lady Antonia ya no tenía ningún atractivo para él.
Aún cuando se desnudara ante sus ojos, no habría sentido el menor deseo de tocarla.
En voz alta él espetó:
—Te estás comportando de manera histérica y absurda, Antonia. Jamás había visto antes a esa mujer. Ni siquiera le hablé después de terminada la cena.
—Entonces ¿de quién se trata? —preguntó Lady Antonia—. ¡Tiene que ser alguien que te impulse a comportarte de esta manera tan insolente!
—No existe ese alguien —insistió el duque—. Estoy dispuesto a jurarlo por lo más sagrado.
—¡No te creo! ¡Estás mintiendo! —protestó Lady Antonia.
El duque se encaminó hacia la puerta.
—Te estás comportando como una niña malcriada —señaló él—, y si no crees en mis explicaciones, entonces no hay nada que yo pueda hacer al respecto. ¡Buenas noches!
Se dirigió hacia la puerta mientras hablaba y salió al vestíbulo.
El lacayo vio que se marchaba y solícito abrió la puerta.
El duque escuchó un chillido detrás de él cuando salió al exterior.
Lady Antonia vino corriendo detrás de él.
—¿Cómo te atreves a ofenderme así, Theo? —exclamó ella—. ¡No te lo voy a permitir!
El duque no se volvió.
Se limitó a subirse a su carruaje.
El cochero anticipó los deseos de su amo y se puso en camino.
El duque no miró hacia atrás, de haberlo hecho hubiera visto cómo Lady Antonia daba patadas al suelo por la frustración.
Mientras se alejaba, Theo Eaglefield se preguntó cómo pudo haber sido tan tonto de enamorarse de una mujer que cuando se disgustaba perdía los estribos hasta la vulgaridad.
A él ésta lo molestaba mucho.
Le disgustaban las mujeres que utilizaban dobles significados en sus charlas.
Y también aquellas que trataban de seducir a un hombre del cual estaban enamoradas.
El duque prefería que fuera el hombre quien iniciara el cortejo, tanto en la cama como fuera de ésta.
En cuanto a las bellezas con las cuales él estuvo fascinado, habían sido incidentes pequeños e inesperados los causantes de que perdiera el interés en ellas.
Una belleza, y vaya que sí lo era, tenía la molesta costumbre de hacer girar todo el tiempo los anillos que traía en los dedos.
Otra más a él le había parecido que se comportaba de una manera demasiado voluptuosa.
Una tercera hizo siempre todo lo posible por retenerlo a su lado cuando el duque deseaba marcharse.
Detalles pequeños, pero irritantes que hacían caer el telón sobre las aventuras amorosas.
Al presente se preguntó cómo era posible que él no se hubiera percatado antes de lo poco digna que podía llegar a ser Lady Antonia.
Se dio cuenta de que lo que ella sentía eran celos.
Ella se había percatado de que últimamente él ya no le concedía toda su atención.
Sin embargo, no era porque existiera otra.
Cuando su valet acudió para ayudarlo a desvestirse, el duque estaba pensando que lo más conveniente era alejarse.
Gracias a Dios, al menos por esa noche iba a poder descansar tranquilo, sin que nadie lo molestara hasta por la mañana.
Sin embargo, cuando se quedó a solas en la oscuridad, se preguntó si estaría loco por haber aceptado aquella absurda apuesta de Harry.
Podía, sin el menor cuidado, haberse quedado en Brighton donde estaban muchos de sus amigos.
Podía, también, haberse ido a Eagle Hall para montar sus caballos recién adquiridos.
Ahora Brighton quedaba excluido a causa de Lady Antonia.
Sin embargo, no estaba dispuesto a entregarle sus caballos a Harry sin luchar.
Era consciente de que Harry lo había forzado a aceptar la apuesta.
El duque sentía un profundo afecto por Harry y el sentimiento era recíproco.
Ambos siempre habían convivido como si fueran hermanos.
Los padres de Harry radicaban muy cerca de Eagle Hall.
Los dos chicos lo habían compartido todo.
No obstante, a los veintiocho años, sus gustos por las mujeres eran diferentes.
El duque se daba cuenta de que Harry parecía despreciar a las grandes bellezas de la alta sociedad.
Solía decir y con mucha razón, que esas mujeres estaban echadas a perder por tanta admiración.
Ahora él reconocía que Harry tenía razón.
Sin lugar a dudas era el exceso de adulación lo que había hecho que Antonia llegara a pensar que todos los hombres eran sus esclavos.
«¡Estoy mejor sin ella!» decidió el duque mientras se daba vueltas sobre su almohada.
* * *
Dawson despertó al duque a las ocho. Después de un exquisito desayuno se fue a ver a Harry a la casa donde éste se hospedaba.
Harry podía haber rentado una casa.
O bien haber aceptado la invitación del duque para instalarse con él.
—Quizá lo mejor es que yo esté solo —dijo Harry cuando el duque le habló al respecto—. Algunas de tus visitas íntimas pudieran sentirse cohibidas con mi presencia y viceversa.
El duque sabía perfectamente a que se refería su amigo.
Si el esposo de Antonia llegaba de repente, sin duda ella se iba a encontrar con el duque, de manera secreta, en la casa de éste.
Aquello era algo que Harry no aprobaba.
Sin embargo, era sensato estar preparado para cualquier contingencia.
Por lo tanto, Harry se hospedaba en una casa muy cómoda que era manejada con esmero por una pareja que había sido mayordomo y cocinera de varias familias de la alta sociedad.
Ambos sabían exactamente cómo tratar a un caballero.
En la casa sólo vivían unos cuantos. Una anciana de noventa años que había venido a morir a Brighton, un joven como él, quien casi nunca se encontraba en otra parte que no fuera el Pabellón Real.
Harry estaba esperando al duque y cuando éste apareció le dijo:
—¡Buenos días, Theo! ¿Has cambiado de parecer?
—¡Por supuesto que no! —respondió el duque—. Di mi palabra y ahora puedes contar con ella.
Los ojos de Harry brillaron.
Estaba casi seguro de que el duque había discutido con Lady Antonia la noche anterior.
Sin embargo, era demasiado discreto como para mencionarlo.
—Ahora lo que tenemos que decidir —dijo él—, es qué ropa vas a usar. Creo que no tengo qué decirte que estás demasiado elegante como para aparentar ser un hombre que tiene que caminar porque no puede comprarse un caballo.
—Te equivocas si piensas que voy a ir sin un centavo —respondió el duque.
—Puedes llevar todo el dinero que quieras —respondió Harry—. Sin embargo, recuerda que te lo pueden robar. Aunque dudo que un salteador juzgue que tu apariencia es la de un hombre rico como para preocuparse por ti.
El duque no respondió.
Harry entró en su dormitorio y pidió:
—Ven a ver lo que tengo preparado para ti.
El duque estaba muy elegante.
Llevaba una chaqueta que le quedaba sin una arruga.
Sus pantalones ajustados, que se sujetaban debajo del pie por medio de una banda elástica, se veían impecables.
También lo era el chaleco color champaña.
Su corbata, de un blanco inmaculado, estaba anudada con singular elegancia.
El duque había sido la envidia de todos los jóvenes aristócratas cuando llegó a Brighton.
—Ahora tendrás que vestir de una manera más o menos anónima —le sugirió Harry—. Así que voy a tratar de hacer que adquieras una apariencia de hombre común.
Harry levantó de la cama un par de pantalones que, aunque bien cortados, eran de un color café indeterminado.
El duque los vio y se contrarió.
—Me desagradan —exclamó.
—Póntelos —le ordenó Harry—. No importa si te gustan o no, sino como te veas ante los ojos de los demás.
Como no tenía objeto discutir, el duque se los puso.
No podía imaginarse por qué Harry se había comprado algo de un color de tan mal gusto.
Sin embargo, le sentaban bastante bien.
Por lo tanto, no pudo encontrar una razón para no ponérselos.
En lugar de su chaqueta bien cortada, le entregaron una negra, con faldones, del tipo que ya no estaba de moda en Londres.
Sólo las seguían usando los hombres mayores.
La chaqueta estaba un poco desgastada por lo que el duque estuvo seguro de que no iba a llamar la atención. También había un chaleco sencillo del mismo color de los pantalones y sin esperar a ser inducido para hacerlo, se quitó su elegante corbata.
Harry, a cambio, le entregó una corbata de seda de color rojo oscuro y que también se veía bastante usada.
—Simplemente átale un nudo sencillo —sugirió él.
El duque quedó vestido como un negociante de clase media o quizá un caballero venido a menos.
—Supongo que se me permitirá llevar un sombrero —dijo él con sarcasmo.
—Por supuesto —respondió Harry.
Y sacó uno de un ropero y el duque rió.
Se trataba de un sombrero de copa como aquellos que estuvieron de moda varios años antes.
Todos los elegantes de St. James los habían descartado ya.
Él se lo puso en la cabeza y Harry exclamó:
—¡Perfecto!
—Lo que me gustaría saber es de dónde sacaste toda esta ropa —preguntó el duque.
—No me lo vas a creer, pero mi casera tenía un hijo que murió hace seis años cuando empezaba a prosperar en Londres.
—¿De qué murió? —preguntó el duque.
—De nada infeccioso —aclaró Harry de inmediato—. Sufrió un accidente y los médicos que lo trataron no supieron hacerlo bien y murió.
—Y su madre guardó su ropa.
—La tenía muy bien guardada con alcanfor —comentó Harry—, y yo se la pedí prestada. Desea que se la regrese en cuanto ya no la utilices.
El duque rió.
—¡Muy ingenioso, Harry! ¡Tengo que felicitarte! ¡Tu organización es fantástica!
—Gracias —dijo Harry— y en realidad se te ve completamente diferente, Theo.
En seguida tomó una bolsa que estaba en una esquina de la habitación.
—Ésta era bastante corriente, hecha de un material ligero, con una correa para colgarla del hombro.
El duque la miró con curiosidad.
—En esta bolsa hay dos camisas, dos pares de medias, dos pañuelos, un cepillo, un peine y una navaja de rasurar.
—Jamás se me hubiera ocurrido —dijo el duque.
—Lo supuse —respondió Harry—, y para ahorrarte trabajo podrás tirar las camisas cuando ya estén sucias.
—Una idea muy extravagante —comentó el duque en broma.
—Puedes darte ese lujo —indicó Harry y se acercó a la ventana para mirar hacia fuera.
El sol brillaba sobre el mar.
Todavía era muy temprano para que hubiera gente en el paseo.
Pero ambos sabían que dentro de un par de horas el lugar estaría repleto.
—Vamos —indicó Harry—, afuera tengo mi calesa y te llevaré al punto de inicio de tu caminata.
—Supongo que debo agradecértelo —dijo el duque—. Cuida de mi ropa. Dawson se pondría furioso si la estropeas.
—Sabes muy bien que antes que me marche a Eagle Hall dentro de una semana —dijo Harry— le diré a Dawson que tú me acabas de enviar un mensaje diciéndome que haga las maletas y me reúna contigo allí.
—¿Cómo piensas justificar mi ausencia cuando yo no aparezca más tarde, hoy?
—Le diré a Dawson y a cualquier otra persona interesada, incluyendo a una cierta dama, que mientras estabas conmigo, llegó un mensajero para decirte que solicitaban tu presencia en Newmarket.
—¿En Newmarket? —preguntó el duque.
—Dos de tus caballos se enfermaron de manera muy extraña, pero tu entrenador consideró que sería un error que esto se supiera ya que sin duda afectaría la participación de los animales en la siguiente carrera.
—¡Eres un genio, Harry! —exclamó el duque—. Sólo a ti se te pudo ocurrir una razón tan pueril, pero tan creíble para justificar mi ausencia.
—Gracias —respondió Harry con modestia.
—Y a propósito —continuó diciendo el duque—, me esperan en el Pabellón hoy. Será mejor que le repitas esa historia al Rey lo antes posible. A Su Majestad le gusta enterarse de las cosas antes que sean del dominio común.
Harry asintió.
Él conocía la idiosincrasia del Rey tan bien como el duque.
Momentos después, salieron hasta donde esperaba la calesa de Harry.
Ésta era muy cómoda y estaba tirada por cuatro caballos.
El duque se subió con rapidez y Harry le indicó al lacayo que no lo iba a necesitar más.
Él mismo tomó las riendas y se puso en camino.
Nadie los vio cuando atravesaron las calles vacías y pronto salieron al campo.
El polvo formaba una nube detrás de ellos y el duque pensó que aquello ayudaba a esconderlos.
—Pensé que podrías iniciar la aventura en «La Vela y el Ancla» —sugirió Harry.
Ésta era una posada muy conocida ubicada a unos cinco kilómetros de Brighton.
También se encontraba en el camino adecuado si él iba a viajar de Sussex a Surrey.
De ahí pasaría a Berkshire donde se encontraba Eagle Hall.
—Me van a doler mucho los pies cuando regrese a casa —respondió el duque.
—Estaré esperando para ver en qué condición llegas —repuso Harry—. Y por lo menos habrás hecho algo que ninguno de nuestros amigos podría lograr porque son muy haraganes.
—Prométeme que no le dirás a nadie lo que estoy haciendo —volvió a pedir el duque.
—No te voy a responder porque tu insistencia es ofensiva —espetó Harry—. Éste es un arreglo que hemos hecho entre los dos y si alguien más se entera, no será por mi culpa.
—Ni por la mía —aseguró el duque—. Estoy pensando en cómo se reirían si me vieran ahora. ¡Eso, siempre y cuando me reconocieran!
Harry pensó que el duque se mostraba irónico.
Él era tan bien parecido y tenía tan buen cuerpo que de seguro sus amigos lo reconocerían, vistiera como lo hiciera.
Sin embargo, no le pareció que fuera conveniente expresarlo.
Continuó avanzando hasta que «La Vela y el Ancla» estuvo a la vista.
Tiró de las riendas para que los caballos se movieran más despacio.
—Ahora escúchame, Theo —dijo él—. Si las cosas no salen bien, aunque no veo por qué pudiera ser así, no seas tonto. Alquila un caballo y ve directamente a tu casa.
El duque lo miró sorprendido.
—¿Qué podría salir mal? —preguntó él—. Tú mismo dijiste que no voy a llamar la atención de los salteadores. No creo que exista ningún otro tipo de peligro en los tranquilos caminos de Inglaterra.
—No, por supuesto que no —estuvo de acuerdo Harry—. Pero al mismo tiempo yo soy el inventor de todo esto y no quiero que tenga ninguna consecuencia.
El duque puso su mano sobre la rodilla de su amigo.
—Tú lo empezaste —dijo él—, y yo tengo la intención de llevarlo hasta el final, pero me he estado preguntando cómo pude ser tan tonto de haberte escuchado.
Harry detuvo sus caballos delante de la posada.
No se veía a nadie a esa hora de la mañana.
Las puertas parecían estar bien cerradas.
—¡Hasta luego, Harry! —dijo el duque con voz llena de ánimo cuando se bajó del carruaje—. Mientras camine voy a estar pensando en lo mucho que voy a disfrutar montando a Sarraceno.
—¡No cantes victoria antes de tiempo! —exclamó Harry—. ¡Y cuídate mucho, mi buen amigo!
En seguida les dio la vuelta a los caballos.
El duque hizo una caravana muy exagerada con su sombrero.
Cuando el polvo ocultó a Harry y a los caballos, él comenzó a caminar por la vía.
Al hacerlo pensó que debería estar completamente fuera de juicio para haber aceptado aquella apuesta tan ridícula.
Caminó hasta que a medio día comenzó a sentir hambre.
Harry tenía razón cuando le dijo que él caminaba muy poco.
Sus caballerizas estaban llenas de ejemplares maravillosos.
Montar era un tipo de ejercicio y hacer el amor era otro.
Pero caminar era algo muy diferente.
El duque se sintió aliviado cuando vio delante de él una pequeña posada pintada de blanco y negro.
Estaba situada en medio de un pasto verde donde también había un estanque con patos.
Él se sentó sobre un banco afuera de la posada.
Delante de ésta encontró una mesa de madera.
El posadero apareció casi de inmediato.
—¿Puedo ofrecerle algo? —preguntó éste.
—Depende de lo que usted pueda ofrecerme —repuso el duque en tono amistoso—. La verdad es que tengo mucho hambre.
—Bien, parece usted un hombre de bien —comentó, el posadero—. Creo que le gustará comer algunas lascas de carne asada con cebolla. Además, el queso también está en su punto.
—¡Excelente! —respondió el duque.
—¿Y qué desea beber? —preguntó el posadero—. Tengo cerveza o sidra. No hay mucho más en estas partes del mundo.
—La sidra me parece bien —respondió el duque.
El posadero entró en el edificio.
Unos minutos más tarde regresó con la carne y un jamón.
La carne estaba un poco dura pero el duque tenía hambre.
El jamón, que era hecho en casa, estaba excelente.
En el plato había varias papas frías, algunas hojas de lechuga fresca y unas cebollas.
El queso estaba un poco pasado pero el duque se lo comió.
A él le gustó mucho el pan recién horneado que el posadero puso sobre la mesa junto con un tarro de mantequilla.
Cuando terminó, el duque pagó al posadero lo que a él le pareció una cantidad mínima de dinero a cambio de una comida bastante aceptable.
El hombre tomó el dinero y el duque le preguntó:
—¿Tiene usted muchos visitantes aquí?
—A veces sí y a veces no —contestó el posadero—. Hoy en día es difícil poder mantener una posada pues la mayoría de la gente no tiene dinero para poder beber más de una vez a la semana.
—¿Es eso cierto? —preguntó el duque sorprendido—. Yo pensaba que los problemas que surgieron al finalizar la guerra ya habían terminado.
—Las cosechas no fueron muy buenas el año pasado —explicó el posadero—, y con todo el dinero que el Rey derrocha en construir edificios de fantasía que más bien parecen salidos de una pesadilla, los recolectores de impuestos se encargan de hacer que la gente como nosotros los paguemos.
El duque pensó que aquéllos eran terrenos peligrosos y se puso de pie.
—Bueno, le deseo la mejor de las suertes —dijo él—, y espero que las cosas mejoren en el futuro.
—Lo dudo —repuso el posadero con tristeza—. Un joven como usted no debería andar al garete sin un trabajo. Eso es lo que está mal en el país. No hay suficiente trabajo para todos.
—En eso estoy de acuerdo con usted —aceptó el duque—. Bueno, hasta luego.
De inmediato pensó que la construcción del Pabellón Chino de Brighton por parte del Rey era un mal ejemplo para todo el país.
Después de la derrota de Napoleón, durante dos años los campesinos de Inglaterra padecieron terriblemente.
El país se abarrotó de alimentos baratos por lo cual aquéllos no podían vender sus cosechas.
No pocos bancos regionales cerraron sus puertas y mucha gente perdió todo cuanto poseía.
El duque se dio cuenta de que en Londres a nadie parecía importarle.
Todas las noches se celebraban fiestas suntuosas, sobre todo en la Casa Carlton.
Las deudas del Príncipe Regente aumentaban considerablemente año con año.
Se preguntaba si gente como él debería haber hecho algo al respecto.
Harry y él se habían unido a la Brigada y en realidad no habían comprendido lo que estaba ocurriendo en la Inglaterra rural.
Prosiguió su camino pensando que Harry se sentiría satisfecho con la conversación que él había sostenido con el posadero.
Se puso a pensar en esto cuando alrededor de las seis de la tarde se detuvo en otra posada y pidió algo de comer.
Las piernas le dolían y como el lugar se veía limpio solicitó una cama.
Se metió en ésta cuando el sol se ponía y casi al instante se quedó dormido.
Cuando despertó a la mañana siguiente no podía creer que hubiera podido dormir con tal placidez.
«Harry se reirá», pensó él.
Después de desayunar huevos con tocino se puso en camino.
Pasó junto a dos campesinos, uno que pastoreaba algunas cabras y otro que conducía varias vacas.
De vez en cuando se encontraba con alguna carreta tirada por un caballo viejo y cansado y conducida por un anciano soñoliento.
Entonces vio que a su derecha corría un río y se salió del camino para acercarse a éste.
No se trataba de un río muy ancho, pero si bastante profundo.
Estaba medio cubierto por los sauces y de vez en cuando un pato salvaje le llamaba la atención.
Ciertamente resultaba mucho más interesante que el camino lleno de polvo.
Siguió adelante y el río se hizo más ancho.
También se movía con más velocidad y el duque se preguntó por qué.
Entonces descubrió que un poco más adelante había una pequeña cascada.
Detrás estaba una presa en malas condiciones y él la miró con curiosidad.
Momentos después, detrás de un grupo de arbustos se encontró con una poza bastante profunda.
Una mujer joven estaba parada en el borde de ésta mirando hacia las profundidades de lo que a él le pareció que era un remolino.
El duque miró el agua una vez más.
En seguida miró de nuevo a la chica que se encontraba a poca distancia de él.
Una idea horrible acudió a su mente pero casi no podía admitirla.
Su instinto le dijo que ella pensaba arrojarse a las aguas oscuras que estaban debajo.