Capítulo 7

—¿QUE dijo entonces Niobe? —insistió Freddy por centésima vez.

—Me dijo que su padre la había obligado a casarse con el marqués —respondió el vizconde—. Que le había rogado, suplicado, dicho que me amaba, pero que él no la había querido escuchar.

Freddy emitió un sonido despectivo, pero no intervino y el vizconde continuó diciendo:

—Dijo entonces que temió desobedecerle, pero que me amaba desde hacía tiempo y que cómo podía imaginar que deseara casarse con el marqués que era tan viejo y estaba tan enfermo.

Se hizo el silencio, Freddy, a pesar de que ya sabía la respuesta, preguntó:

—¿Qué le contestaste?

—Durante unos minutos no dije nada porque pensaba que, aunque parecía extraño, Niobe ya no me atraía.

Se levantó de la silla y anduvo por la habitación, inquieto, como si así reflejara sus pensamientos.

—Es difícil expresar con palabras lo que sentí —prosiguió después de un momento—. Estaba completamente seguro de que amaba a Niobe como jamás había amado a ninguna mujer antes en mi vida porque es extraordinariamente hermosa. De pronto, de una forma que no alcanzo a comprender, su belleza me produjo menos efecto que la de una estatua de piedra.

—Yo siempre he sentido esa sensación con respecto a Niobe —comentó Freddy—, pero lo que yo piense no importa. Continúa tu relato de lo que sucedió.

—Supongo que la miré de manera extraña. Me parecía casi inconcebible que, a pesar de haber pensado que la amaba con desesperación y que lo seguiría haciendo hasta el fin de mis días, de pronto ya no significara para mí nada más que cualquiera de las mujeres ancianas que acuden a beber el agua bendita.

Cruzó la habitación de un lado a otro antes de continuar:

—Niobe debió darse cuenta de que algo malo sucedía porque exclamó:

«Te amo, Valient y sé que me amas. Debemos hacer algo al respecto».

—Se disponía a rodearme el cuello con los brazos, pero yo me alejé de ella y le dije:

«Ya es demasiado tarde, Niobe. Soy un hombre casado y tú y yo ya no tenemos nada que decirnos».

—¡Eso debió haberla sorprendido! —exclamó Freddy.

—Creo que emitió un pequeño grito, entonces se acercó de nuevo a mí y con la cara levantada hacia la mía, me dijo:

«Divórciate de Jemima. Anula el matrimonio. Papá lo arreglará y podremos estar juntos, como deseamos».

El vizconde hizo una pausa.

—Cuando mencionó a su padre me di cuenta de lo que se proponía y le confesé lo que pensaba tanto de ella como de su padre. Puedo asegurarte que después de lo que dije, ninguno de los dos me dirigirá jamás la palabra.

—¡Gracias a Dios! Lo que debemos determinar ahora es qué hacía Jemima en ese momento.

—Hawkins dice que venía a contarme una nueva idea que él le había sugerido.

—Sí, lo sé y eso significa que debió llegar al salón cuando tú estabas con Niobe.

—¿Y tú crees que oyó a Niobe decirme que me amaba y que no esperó a que yo respondiera?

—Es la única explicación posible, dada la forma en que desapareció.

Habían discutido el asunto una y otra vez durante toda una semana.

Al principio, Valient había pensado que nadie de la casa se había enterado de la visita de Niobe.

Pero cuando Hawkins le llevó el dinero después de cerrar el manantial, le preguntó:

—¿Sabe dónde está la señora, su señoría? Ya se hace tarde y no ha empezado a preparar la cena.

—Pensé que estaba contigo —respondió el vizconde.

—No, señor, me dejó como a las tres de la tarde.

—Supongo que se ha echado un poco y no se ha dado cuenta de la hora. Ve a llamar a su puerta, Hawkins, para despertarla.

—Así lo haré, señor.

Pocos minutos después, Hawkins volvió para informar que Jemima no estaba en su dormitorio y que no la encontraba por ninguna parte de la casa.

El vizconde no se inquietó. Había llegado el periódico y se sentó a leerlo para enterarse de lo que sucedía en Londres, mientras pensaba que no contaría a Jemima la visita de su prima, pero sí a Freddy, con todos los detalles.

Sin embargo, no pudo concentrarse en la lectura; meditaba sobre lo extraño que resultaba que, de pronto, sin ninguna razón aparente, Niobe ya no le atrajera en lo más mínimo.

Había pensado en ella, al principio casi continuamente, después con menos frecuencia porque estaba muy ocupado, y siempre le había parecido rodeada por una aureola de atracción irresistible.

Pero ese día la había visto ordinaria, casi corriente y, aunque todavía estaba dispuesto a reconocer que era muy bella, su belleza ya no le atraía.

«¿Cómo ha podido ocurrir esto de pronto?», se preguntó, y esperó que Freddy encontrara la explicación.

Cuando Freddy volvió al día siguiente, vio al vizconde molesto, irritado y, a la vez, preocupado por Jemima.

—Ha desaparecido, Freddy. Anoche no hizo la cena, no ha dormido aquí y nadie tiene la menor idea de lo que ha podido sucederle.

Freddy dedujo, por lo que Hawkins dijo, que cuando Jemima llegó al salón debió darse cuenta de que Niobe estaba dentro.

Cuando oyó el relato del vizconde de lo que había sucedido, comprendió que por eso se había ido, aunque le extrañó que no se hubiera quedado a enfrentarse con la situación.

Entonces los dos se dieron cuenta de que no tenían la menor idea de dónde podía estar.

—¿Cuánto dinero llevaba consigo? —preguntó Freddy.

—No lo sé —respondió el vizconde—. Supongo que las dos guineas que llevaba al salir de la casa de su tío y, además, había cogido parte del dinero que ganamos el primer día en el manantial para pagar la cuenta de la tienda de la aldea.

—¿Qué ha sido del resto?

—He pagado a Hawkins su salario y las cuentas de las botellas y los materiales que necesitamos para las reparaciones. El resto está en mi escritorio.

—Eso significa que Jemima no ha podido ir muy lejos. ¿Tiene otros familiares aparte de Sir Aylmer?

—Podemos estar seguros de que no se ha ido con su tío —afirmó el vizconde—, y el día que nos conocimos me dijo que si recurriera a cualquiera de sus otros familiares, le tendrían demasiado miedo a él para aceptarla.

—Entonces, ¿dónde demonios está escondida?

—He tratado de repasar en mi mente todo lo qué me dijo. Jamás mencionó una amiga, ni alguna vieja niñera o institutriz por quien tuviera afecto.

—No podemos ir a Londres y recorrer las calles en su busca —comentó Freddy desalentado.

—Es lo que pensaba anoche, cuando no podía dormir —admitió el vizconde—. ¿Crees que debemos preguntar a Sir Aylmer si ha sabido algo de ella?

—Estoy completamente seguro de que es el último hombre de la tierra a quien ella recurriría en busca de protección. Ya sabes cómo la trató y, de todas maneras, si oyó lo que te decía Niobe no es probable que ella misma se pusiera a merced de su prima.

—No, por supuesto que no. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Dónde podemos buscarla?

Era una pregunta que repetía día tras día, mientras Freddy y él esperaban que Jemima volviera.

Estaban de acuerdo en que sería un gran error que alguien, con excepción de ellos mismos, se diera cuenta de que ella ya no estaba allí.

Cuando los vecinos iban a beber el agua del manantial y pedían entrar en la casa, el vizconde decía que su esposa estaba descansando o que había salido y prometía que en la visita siguiente, ella estaría encantada de conocerlos.

—¡No podemos seguir así! —afirmó Freddy, alterado.

El tiempo transcurría con exasperante lentitud y nada parecía ser igual sin la presencia de Jemima.

La popularidad del manantial aumentaba, en lugar de disminuir, pero el vizconde había dejado de emocionarse por el dinero que ganaban y varias noches ni siquiera se molestó en contarlo.

La diferencia en la comida era muy notoria, a pesar de los jamones y patés que Freddy traía de su casa y hasta el champán que bebían mientras hablaban de Jemima, parecía menos bueno que en el pasado.

—Tenemos que hacer algo —dijo de pronto Valient—. Voy a contratar a los detectives de la calle Bow.

Freddy iba a contestarle cuando entró Hawkins.

—Siento no haberle entregado esto antes, señor, pero estaba tan ocupado en el manantial que no he podido alejarme de allí.

—¿Qué es, Hawkins?

—Una carta, señor.

—Supongo que será otra invitación —comentó el vizconde mientras la cogía de manos de su ayudante—. Dios sabe qué pretexto tendré que poner esta vez para justificar que Jemima y yo no aceptemos una cena más de nuestros hospitalarios vecinos.

—Quieren conocerla, tanto como nosotros encontrarla —respondió Freddy.

—Perdone, señor —interrumpió Hawkins—, pero Emily está aquí y he pensado que su señoría podría hablar con ella.

—¿Emily? —preguntó el vizconde.

—La doncella que trabajaba para nosotros en la casa de la plaza Berkeley. El señor Roseburg la contrató cuando nos vinimos.

—¡Oh, sí, Emily! Por supuesto que me gustará verla y saber lo que sucede en Londres.

—¿Qué hace aquí si trabaja para los Roseburg? —preguntó Freddy.

—Sus padres viven en la aldea, señor —explicó Hawkins—, y Emily ha venido a la casa en cuanto ha llegado, con la esperanza de ver a la señora. Le tiene mucho afecto.

El vizconde dirigió una mirada muy significativa a Freddy antes de decir.

—La recibiré dentro de un momento, Hawkins. Mientras, ofrécele una taza de té.

—Me ha ayudado en el manantial, señor, pero ahora que está cerrado, comeremos algo.

—En cuanto terminen, trae a Emily —ordenó el vizconde.

—Muy bien, señor.

—Me pregunto —dijo el vizconde en cuanto se cerró la puerta—, si Emily tendrá idea de dónde ha podido ir Jemima.

—Eso mismo pensaba —declaró Freddy.

—Recuerdo que a Jemima le agradaba Emily; los Kingston no, y con razón.

Mientras hablaba, abrió la carta. Empezó a leerla y no pudo evitar una exclamación ahogada:

—¡Oh, Dios mío, no puede ser verdad!

—¿Qué pasa? —preguntó Freddy.

El vizconde no respondió, se limitó a entregar la carta a su amigo y después cruzó la habitación para pararse frente a la ventana y mirar abstraído a través de los cristales.

Algo en el tono de voz del vizconde hizo a Freddy imaginarse lo que decía.

Leyó la carta:

Señor mío:

Con profunda pena le escribo para comunicarle que hace varios días fui llamado para atender a una joven enferma de viruela. No pudo hacerse nada por salvarle la vida, pero antes de morir me dijo que era la vizcondesa Ockley y me pidió que informara a su señoría de su muerte.

Murió poco después de hablar conmigo y el cuerpo, como es habitual para evitar el contagio, fue enterrado lo más rápidamente posible.

Expreso a su señoría mis condolencias por lo que debe ser una triste pérdida.

Rev. John Brown.

Con mis respetos.

Freddy leyó la carta varias veces. Luego el vizconde exclamó:

—¡Así que… ha muerto!

Durante un momento se hizo el silencio. Entonces, de pronto, Freddy dijo:

—¡No lo creo!

—¿Qué quieres decir con que no lo crees?

—Es una solución demasiado evidente y sencilla a tu problema.

—¿Qué problema? —preguntó el vizconde.

Freddy se puso de pie, con la espalda hacia la chimenea. Jemima oye que Niobe dice que te ama y ella cree que tú la amas. Desaparece y sabe que la única forma de que quedes libre es con su muerte. Así que muere… o al menos busca una treta para que nosotros así lo creamos.

—¿Quieres decir que es una mentira?

Freddy le extendió la carta.

—Mírala. ¿No le encuentras nada raro?

El vizconde la cogió y la leyó de nuevo.

—¡Ni siquiera trae dirección!

—Sí, y la persona que la ha escrito, además de tener el más común de los nombres, es sólo un cura.

—¿Y eso qué significa?

—Que sería mucho más difícil de localizar que si fuera un vicario o un rector. Supongo que nos resultaría fácil saber quiénes son los vicarios de las iglesias que están en un radio de cuarenta a sesenta kilómetros de aquí, pero un cura, y más llamado John Brown, sería imposible de encontrar.

—Comprendo lo que quieres decir.

—Y la viruela es una enfermedad muy conveniente. Como dice la carta, entierran los cuerpos en seguida para evitar el contagio.

—Pero… pero… ¿Por qué Jemima haría una cosa así?

—¡Porque te ama! —exclamó Freddy, violento.

—¿Me ama? ¿Cómo lo sabes?

—Porque ella misma me lo dijo.

—¿Porqué te lo dijo…?

—Si quieres saber la verdad, ¡le pedí que se fugara conmigo!

El vizconde se quedó atónito por la sorpresa. Después, con lentitud y enfatizando cada palabra, dijo:

—¿Tú le pediste a Jemima, mi esposa, que se fugara contigo? ¡Pensaba que eras mi amigo!

—No intentaba quitarte nada que desearas para ti mismo. Amo a jemima, me enamoré de ella desde el primer momento en que la vi y, para ser sincero, Valient, me resultó una agonía verla convertirse en tu esclava, obedecer todos tus deseos, intentar hacerte feliz, cuando tú apenas te dabas cuenta de su existencia.

—Si cualquier otro hombre me hubiera dicho lo que tú, ¡le golpearía!

—Vamos, por amor de Dios, Valient, no te hagas el dramático conmigo. Sabes bien que Jemima no te interesaba un ápice antes de su desaparición.

—Supongo que es verdad —aceptó reacio el vizconde—. Cuando se fue me di cuenta de la diferencia que hay en este lugar sin ella, empecé a añorar su risa y no dejo de tener la sensación de que hay demasiada quietud.

De pronto elevó la voz y ésta resonó en la habitación:

—Te diré una cosa, Freddy; si está viva, como dices, ¡voy a encontrarla! ¡Tiene que volver, tiene que hacerlo! ¡Debí imaginarme que esa hipócrita de Niobe causaría problemas en mi vida, de una manera u otra!

—Es verdad, pero sin importar lo que haya hecho o no Niobe, te falta encontrar a Jemima.

—¡La encontraré! —afirmó el vizconde—. Lo siento en los huesos, como decía mi niñera. Y cuando la encuentre, te agradeceré que recuerdes, Freddy, que es mi esposa.

—Estoy dispuesto a hacerlo, siempre y cuando lo recuerdes tú mismo.

—¡Una más de tus impertinencias…! —empezó a decir el vizconde, pero no pudo continuar porque se abrió la puerta.

—Aquí está Emily, señor —anunció Hawkins.

* * *

Jemima terminó la oración que los niños habían repetido con ella. En seguida, se sentó en el armonio, que estaba colocado contra la pared.

—¿Quién elige el himno que cantaremos esta mañana? —preguntó.

Los niños, cuyas edades iban de tres a nueve años, se colocaron a su alrededor.

—¿Qué tal Todas las cosas brillantes y bellas? —sugirió una de las niñas mayores.

—¡Excelente idea! —aceptó Jemima—. Todos se la saben. Tocó el primer acorde y los niños contuvieron el aliento, como si se prepararan para hacer el mayor ruido posible.

Cuando Jemima volvió a la aldea donde había vivido con sus padres, el vicario le sugirió que se hiciera cargo de la educación de los niños.

La vieja maestra, una institutriz retirada, había muerto. Los niños estaban olvidando con rapidez todo lo que ella les había enseñado y no había oportunidad de que asistieran a ninguna escuela, ya que no había otra en un radio de varios kilómetros.

Jemima se había sentido segura, mientras se dirigía hacia Lower Maidwell, de que sería el único lugar donde podía encontrar a alguien que la ayudara.

No era un lugar lejano, pero tuvo que cambiar tres veces de vehículo.

Por fin, después de pasar una incómoda noche en una modesta posada del camino, llegó a la aldea al día siguiente y fue en seguida a ver al vicario.

El anciano había tenido gran afecto a sus padres y, cuando Jemima le contó lo que había sufrido con su tío y el trato que él le había dado, estuvo de acuerdo en que había hecho bien huyendo de él.

—Pero tengo que encontrar un lugar donde vivir y ganar algo de dinero —le dijo Jemima.

El vicario sugirió que tal vez la mujer que hacía la limpieza cuando ella vivía con sus padres, pudiera alquilarle una habitación en su casa. Luego, de pronto, exclamó que estaba seguro de que todos se sentirían encantados si ella pudiera encargarse de la educación de los niños.

—No te harás rica, Jemima, con el penique a la semana que te pagarán por cada alumno, pero hay un poco de dinero en el fondo para los pobres que puedo destinar para ti y tal vez después se presente algo que puedas hacer por las tardes.

—Le agradezco mucho su bondad, vicario, y me encantará enseñar a los niños.

—¡No me des las gracias hasta que los hayas visto! —indicó el vicario—. Me han dicho que se portan muy mal en la escuela dominical y en la iglesia yo tengo que gritar para hacerme oír debido al ruido que hacen durante mi sermón.

Jemima sabía que se debía a que cuando el vicario subía al púlpito se olvidaba del tiempo; los adultos de la congregación solían dormirse, pero los niños se dedicaban a hacer travesuras.

Se alegró tanto de haber encontrado un lugar donde quedarse y algo que pudiera hacer, que, por un momento, su tristeza por estar lejos del vizconde disminuyó un poco.

Como le echaba de menos de una manera insoportable, le era imposible evitar que sus pensamientos volaran hacia él y hacia el Priorato y cada minuto del día se preguntaba qué estaría sucediendo ahora que ella se había ido.

Había considerado que la idea de hacer creer al vizconde que había muerto era la única manera de que él se sintiese libre sin necesidad de suicidarse.

Eso no le habría resultado difícil, pero cada fibra de su ser se oponía, a pesar de que era desesperadamente infeliz, a que se quitara la vida.

«Le amo», se dijo «y aunque… todo es… oscuro y vacío sin él, al menos, tengo mis recuerdos».

Recuerdos de lo que le había dicho, de su imagen y de ese momento mágico en que la había cogido en sus brazos como a una niña y, después de hacerla girar, la había besado en ambas mejillas y en los labios.

Sabía bien que para él no había significado nada, pero para ella era algo que jamás podría olvidar. Aquel beso estaba grabado en su corazón de tal forma que, sin importar lo que sucediera en el futuro, sería suyo para siempre.

No le resultó tan difícil soportar los días porque tenía mucho que hacer, y fue casi como estar de nuevo en el Priorato pues tuvo que limpiar a fondo la escuela, que estaba detrás de la vicaría y que, desde la muerte de la maestra, se había utilizado como bodega. Estaba cubierta de polvo, llena de telarañas y había gran cantidad de cosas inservibles, instrumentos de jardinería, latas y otros enseres que hubo que sacar antes de empezar a limpiar.

No había nadie que ayudara a Jemima, porque el vicario, que era viudo, sólo había contratado como ama de llaves a una vieja mujer que apenas podía cumplir sus propias obligaciones.

Jemima podía haber pedido ayuda a los padres de sus futuros alumnos, pero no deseaba tener tiempo para pensar y encontró que el trabajo le permitía, al menos durante algunos minutos, olvidarse del vizconde.

Además, terminaba tan cansada que conseguía conciliar el sueño en cuanto se metía en la cama.

No obstante, antes de acostarse, una vez que terminaba su trabajo manual, se sentía profundamente desdichada; su amor se convertía entonces en una agonía física y mental que la hacía sentir como si tuviera cien puñales clavados en el corazón.

Siempre había imaginado que el amor era algo bello, que daba una sensación de seguridad y protección.

Pero un amor perdido era algo muy diferente. Provocaba una tortura continua que parecía intensificarse día tras día.

Algunas veces, Jemima solía pensar que había sido una locura no haberse fugado con Freddy cuando él se lo había pedido.

Se habrían ido al extranjero y el vizconde se habría divorciado de ella. Tal vez con el tiempo, cuando él se hubiera casado con Niobe, Freddy y ella se habrían casado también.

Pero Jemima sabía que si lo hubiese hecho, habría destruido todos sus ideales y no sólo habría herido y perjudicado a Freddy, sino también al vizconde con el escándalo.

Sentía un profundo afecto por Freddy y siempre ocuparía un lugar en su corazón, pero jamás podría convertirse en la esposa que él se merecía porque amaba al vizconde con toda su alma.

Cuando escribió la carta en que decía que se había muerto de viruela, pensó que ofrecía una solución muy razonable. Después de escribirla, esperó a que alguien de Lower Maidwell fuera a Londres para pedir que la enviaran desde allí.

Pagó por ello, y cuando miró el poco dinero que tenía, pensó que debía ser muy comedida en sus gastos.

Por fortuna, la vieja señora Barnes, en cuya casa se había alojado, sólo le cobraba dos chelines y seis peniques a la semana por el alojamiento y una cantidad similar por la comida. Una comida sencilla, muy diferente a los platos que Jemima solía cocinar, pero ella no deseaba nada más.

Jamás tenía hambre y, como solía decir una y otra vez la señora Barnes, no comía lo suficiente ni para que un ratón se mantuviera vivo.

«Tal vez me consuma, como las heroínas de las novelas románticas», se decía Jemima.

Se daba cuenta de que había adelgazado mucho y los dos únicos vestidos que se había llevado en la pequeña maleta le quedaban ya muy grandes de la cintura.

Había dejado todos los elegantes vestidos que compraron en Londres y nunca se le ocurrió pensar que, como todavía estaban colgados en el armario de su habitación, el vizconde estaba convencido de que volvería.

—¿Qué mujer va a ningún sitio sin su ropa? —preguntó a Freddy—. ¿Recuerdas a la chica que se unió a nosotros en Francia y que para el final de la campaña ya tenía una docena de piezas de equipaje?

—¡No puedes compararla con Jemima! —protestó Freddy.

—No, claro que no, pero era una mujer. Y Jemima parecía tan contenta con su ropa cuando se la compramos.

—¡Y estaba preciosa con ella! —susurró Freddy entre dientes, para que el vizconde no le oyera.

Pero Jemima no echaba de menos su ropa.

Se la había puesto porque deseaba estar atractiva a los ojos del vizconde, aunque siempre había tenido la incómoda sensación de que él no se habría dado cuenta si sólo se hubiese cubierto con un saco de lona.

Lo que la preocupaba, cuando pensaba en ello, era cómo podría reemplazar la ropa que tenía cuando se le gastara del todo. Aunque se hiciera ella misma los vestidos, como antes, de todos modos costarían dinero.

Recordó que el vicario había dicho que intentaría buscarle algo que hacer, además de enseñar en la escuela, y decidió que esperaría un mes antes de recordarle su promesa.

Mientras tanto, los niños la tenían toda la mañana ocupada y disfrutaba enseñándoles. Descubrió que después de algunos tropiezos al principio, respondían como ella quería y se comportaban muy bien.

Habría deseado no tener que aceptar los peniques que sus padres pagaban para que los educara, pero sabía que les parecería extraño si se negaba a hacerlo.

Además, no existía razón para fingir que no necesitaba el dinero. En algunos condados, los nobles o los terratenientes pagaban a la maestra de la escuela para que la educación de los niños fuera gratis, pero Lower Maidwell era una aldea pobre y no había ningún terrateniente rico en las cercanías.

Terminaron el himno y un amén surgió con toda la fuerza de quince pares de pulmones infantiles.

Jemima se puso de pie y cerró el armonio.

—Eso es todo por hoy, niños. Sed puntuales mañana, os espero a las diez y tratad de recordar lo que habéis aprendido hoy.

—¡Así lo haremos, señorita! ¡Que pase buen día, señorita!

Como Jemima les había enseñado, los niños hicieron una inclinación y las niñas una reverencia.

A continuación salieron corriendo y los oyó gritar y reír mientras se alejaban por la vereda que conducía a la aldea.

Jemima se dirigió a la desvencijada mesa que le servía de escritorio y colocó los libros que estaban encima de ella.

Se alegró de haber heredado los libros de enseñanza elemental que la maestra anterior había utilizado durante los años que estuvo allí.

Eran libros viejos y algunos ya bastante antiguos, pero, como no tenía dinero para comprar otros, Jemima daba gracias por contar al menos con esos.

Los recogió y los llevó al armario que estaba detrás. Las puertas del mueble estaban abiertas y dejó los libros sobre un estante. Entonces oyó pasos que se acercaban por la puerta que daba al jardín.

Pensó que sería el viejo que cultivaba verduras para el vicario y que algunas veces guardaba sus instrumentos de jardinería en la escuela para que permanecieran bajo llave hasta que los volviera a necesitar al día siguiente.

—Ya me retiro, señor Jarvis —dijo Jemima, sin volverse.

Cerró la puerta del armario y le pareció extraño que el señor Jarvis, que por lo general era muy atento, no contestara, así que se volvió para mirar.

Entonces lanzó una exclamación.

De pie, en el salón de clases, elegante y a la vez imponente, se encontraba el vizconde.

Por un momento, Jemima no pudo moverse y la voz pareció ahogarse en su garganta. Parecía que lo mismo le sucedía al vizconde porque sólo la miraba.

Al fin y en un susurro que casi no se oyó, Jemima preguntó:

—¿Cómo… como… me… has encontrado?

Como si el hechizo se rompiera, el vizconde se dirigió hacia ella mientras exclamaba:

—¿Cómo has podido huir de esa forma tan detestable? ¿Cómo te has atrevido a enviarme esa espantosa carta que decía que habías muerto?

Parecía tan indignado que Jemima tembló, pero a la vez su corazón brincaba de felicidad porque él estaba allí.

¡Le estaba viendo! Y, aunque había pensado que jamás oiría de nuevo su voz, le estaba hablando.

Se detuvo frente a ella.

—Pensaba… que era lo mejor —tartamudeó.

—¿Para mí?

—Sabía que querías ser… libre.

—Al menos podías habérmelo preguntado.

—No… tenía que preguntártelo, oí lo que Niobe te dijo.

—¡Ya que te molestaste en escuchar lo que no debías, por lo menos pudiste esperar mi respuesta a sus ridículas afirmaciones!

Jemima abrió mucho los ojos. Inesperadamente él cambió de tema:

—¿Qué te ha pasado? ¡Estás mucho más delgada!

—Estoy… bien.

—Entonces estás mejor que yo. ¿Tienes idea del caos que has causado con tu loca fuga? Freddy y yo no hemos hecho una comida decente desde que te fuiste y hemos hablado de ti tanto que si tus orejas no ardían, ¡debían haberlo hecho!

Jemima se apretó las manos. En seguida, en voz muy baja, preguntó:

—¿Quieres… decir… que te ha importado que me… fuera?

—¿Que si me ha importado? ¡Por supuesto que me ha importado! Si fuera un hombre bestial como tu tío, te daría una buena paliza por haber huido sin decirme dónde ibas y por haberme enviado esa carta llena de mentiras que casi me hace recurrir a los investigadores de la calle Bow y gastar una fortuna en ellos.

Jemima lanzó una exclamación de horror.

—¡Oh, Valient, espero que no lo hayas hecho! ¡Sé que cobran mucho!

—El dinero no importaba, con tal de encontrarte.

Los ojos del vizconde se encontraron con los de Jemima. Ya no parecía indignado; la miraba de una manera que hizo que su corazón empezara a latir con rapidez.

Como no se atrevía a interpretar la extraña sensación que empezaba a invadirla, dijo:

—Lo… siento…, siento mucho… haber causado… molestias. Sólo… intentaba… hacerte… feliz.

—Lo único que has conseguido ha sido hacerme sentir ansioso, frustrado y muy desdichado.

—No… era esa mi intención. Creía que… querías casarte con Niobe… y era la única… manera… de que pudieras hacerlo.

—Como ya he dicho, si hubieras escuchado un poco más me habrías oído decir a Niobe todo lo que pensaba de ella y añadir que no deseaba volver a verla nunca.

Jemima contuvo el aliento.

—¿De verdad le dijiste eso a Niobe?

—Eso y mucho más. Puedo jurarte una cosa: a ninguno de los dos nos molestará tu prima o tu tío en el futuro.

—Pero yo estaba segura de que la amabas.

—Eso pensaba yo también —admitió el vizconde con franqueza—, pero estaba equivocado, muy equivocado.

Vio que los ojos de Jemima se iluminaban y añadió:

—Antes de que yo diga nada más, deseo que me aclares por qué te preocupaba mi felicidad. He podido no ser un buen marido, Jemima, pero te brindé un hogar que dijiste que admirabas y no puedo creer que prefieras vivir aquí a vivir en el Priorato.

—No… claro que no. Sabes que amo el Priorato y me encanta vivir allí.

Se hizo un silencio antes de que el vizconde preguntara:

—¿Solamente amas a mi casa?

Jemima contuvo el aliento. Luego bajó la vista y él advirtió cómo el rubor teñía sus pálidas mejillas.

—Quiero que contestes esa pregunta, Jemima, y es muy importante que seas sincera.

Sintió que la recorría un estremecimiento. Entonces, como asustada por la pregunta, se alejó de él temblorosa.

El vizconde extendió un brazo y la detuvo.

—¡Respóndeme, Jemima, respóndeme! ¡Dime qué más amas además de mi casa!

Había en su voz una nota de emoción que pareció vibrar a través de ella. Con lentitud, levantó la mirada hacia él y vio una expresión que hizo dar un vuelco a su corazón.

Él la acercó a su lado.

—Dímelo, por favor, Jemima, dímelo —le suplicó—. Deseo oírtelo decir.

—¡Te… te… amo!

Las palabras eran tan suaves que apenas pudo escucharlas.

—Es lo que deseaba que dijeras —exclamó el vizconde—. ¡Porque, querida mía, aunque sea un poco tarde para decirlo, yo también te amo!

Mientras hablaba, la acercó hacia él y sus labios se posaron sobre los de ella.

A Jemima le pareció que los cielos se abrían y surgía la música de un coro celestial, mientras que la luz del sol, la luna y las estrellas se fundían para envolverla gloriosamente más allá de las palabras.

Sintió que el vizconde se apoderaba de ella y que ya no era más ella misma, sino parte de él.

Sabía que todo su ser derramaba el amor que siempre había sentido por él y le entregaba su corazón, su alma y su mente y era suya de forma absoluta, como siempre había deseado ser.

Su beso la transportó por encima del mundo y se encontraron en un cielo muy especial que Jemima siempre había sabido que existía, pero jamás había pensado que encontraría.

Al fin, el vizconde levantó la cabeza.

—¡Mi amor, mi dulce bien! —exclamó con voz ronca—. ¿Cómo podría perderte?

—¿De… verdad… me amas? Nunca… pensé… que lo… harías.

—Te amo como no sabía que era posible amar a alguien, pero no me di cuenta hasta que Freddy me dijo que te había pedido que te fugaras con él.

—¿Freddy… te lo… dijo?

—¡Me lo dijo y sentí ganas de asesinarle! Pero entonces comprendí que jamás te cedería a ningún otro hombre, aunque tú le quisieras.

—Yo jamás… lo… desearía —susurró Jemima—. Te amo… siempre te he amado, desde el primer momento en que te vi.

—Desearía poder decir lo mismo, pero fui tan tonto que supuse que continuaba enamorado de tu prima, incluso después de haberme humillado.

—Pero… es tan… bella.

—¡Ni la mitad de adorable que tú! —afirmó el vizconde—. Te diré qué es lo que más amo de ti y he echado de menos de forma intolerable mientras estabas ausente.

—¿Qué… es?

—Tu risa, mi cielo. Estaba tan acostumbrado a escucharla, a reír contigo, que de pronto, cuando ya no estabas, todo resultaba aburrido, silencioso y me sentía solo como nunca en toda mi vida.

Jemima se apretó a él.

—Por favor… perdóname y permíteme… volver… a casa.

—No es cuestión de permitirte. Te llevo a casa, y si te hubieras negado, te habría arrastrado de vuelta, aunque hubiera tenido que atarte una soga al cuello.

Jemima se rió y el sonido hizo eco en la pequeña habitación.

—¡Oh, maravilloso, maravilloso Valient, es el tipo de cosas que sólo tú podrías decir… y justo lo que… deseaba que me… dijeras!

—¡Y lo he dicho en serio! —afirmó el vizconde—. Déjame poner en claro una cosa, Jemima: si alguna vez veo que coqueteas con Freddy, juro que le echo de casa. ¡Eres mi esposa y no voy a permitir que lo olvides!

—¡Como si pudiera hacerlo! ¡Te amo, Valient! Te amo tanto que ahora que estoy de nuevo contigo, todo el mundo me parece hermoso y lleno de felicidad.

—Deseaba que te sintieras así. Pero ahora, por amor de Dios, vámonos a casa. Cada vez llega más gente al manantial y no dejamos de enviar a comprar botellas a Londres; tenemos docenas de invitaciones para cenar con gente del condado. ¡Estoy harto de tener que arreglarlo todo yo solo!

—Ya no lo harás más. Oh, mi amor, mi querido Valient, ¿es verdad… que puedo… volver al Priorato… y estar… contigo?

—¡Por supuesto que vuelves! No pienso perder más tiempo en hablar de ello. ¿Tienes sombrero o algo parecido?

Miró a su alrededor y Jemima se rió.

—Tendré que ir a la casa donde vivo para recoger mis cosas y dar las gracias a la señora Barnes por haberme aceptado.

—Bueno, pero date prisa.

—Supongo que has venido en el carruaje de Freddy.

—¿De qué otra forma hubiera podido venir?

—Todavía no me has contado cómo me has encontrado.

—Emily adivinó dónde estabas.

—¡Emily!

—Fue a verte porque no está contenta con los Roseburg y desea trabajar contigo otra vez. Le he prometido que si te encontraba donde ella pensaba que estabas, la contrataríamos.

—Me encantará… pero… ¿podremos pagarle?

—¡Si vieras la cantidad de dinero que ganamos con el manantial! Pronto tendremos para pagar no sólo a Emily, sino a un cocinero y a un mayordomo.

—¡No te creo!

—Es verdad. El manantial ha causado sensación, pero no he podido disfrutar del éxito porque estaba preocupado por ti.

—¡Debo volver en seguida! Supongo que Emily recordó que le hablé de mis padres y lo felices que fuimos en Lower Maidwell antes de que yo tuviera que irme a vivir con mi tío.

—Exactamente, así que cumpliré mi promesa y la contrataremos.

Jemima sonrió y él continuó:

—Pero hay otra persona que voy a contratar para el resto de mi vida y que jamás podrá renunciar.

Jemima lanzó una risa de intensa felicidad.

—Nunca… nunca… desearé… dejarte. Oh, Valient, si supieras… lo desdichada que he sido sin ti… y lo asustada que… me sentía al pensar en el futuro.

—¡Si has sufrido, tú misma has tenido la culpa!

Su intención era parecer severo, pero su voz era tierna y, como si no pudiera contenerse más, abrazó de nuevo a Jemima y la apretó con fuerza.

—¡Te amo! —le dijo—. Y es algo que deseo repetir una y otra vez, cada minuto, cada segundo del día, hasta que estés segura de ello. Eres mía, Jemima y no puedo vivir sin ti.

—Deseaba tanto que me lo dijeras… pero pensaba que jamás… lo escucharía. Mi amor, sólo quisiera que fuéramos ricos… para que pudieras comprar todo… lo que deseas.

—Ahora tengo todo lo que deseo. Te resultará difícil creerlo, Jemima, pero cuando me dirigía hacia aquí pensaba que ser pobre contigo es mucho más divertido que ser rico.

—¿De verdad… lo crees… así?

—¡En serio! Lo mejor de mi vida ha sido volver habitable el Priorato, abrir el manantial y, ¡hasta cargar esos sacos de grava, como me obligaste a hacer!

De pronto la apretó con tal fuerza que casi la dejó sin respiración.

—¡Ámame! —le ordenó—. Quiero tu amor y ahora sé que es lo único que deseo en el mundo.

—Sabes… que te… amo —respondió Jemima.

Pensó que la besaría, pero él dijo:

—¡Todo ha sido una emocionante y excitante aventura, como dijiste que sería! Y todavía nos queda mucho que hacer en el futuro, pero todo será maravilloso porque lo haremos juntos.

Al decir aquello inclinó la cabeza y la besó apasionado, exigente y posesivo.

Ella descubrió que ahora sus labios tenían un fuego que antes no había en ellos y sintió que una pequeña llama en su interior respondía a él.

Resultaba una sensación tan excitante y emocionante, que comprendió que se trataba de la otra parte del amor que ella añoraba y que también era parte del de Dios.

—Te… amo… te… amo —dijo ella, primero en su corazón y después en voz alta, cuando él dejó sus labios libres.

—¡Y yo también te amo! ¡Por amor de Dios, vámonos a casa para que pueda amarte como es debido! ¡Ya hemos desperdiciado mucho tiempo!

La soltó mientras hablaba, la cogió de la mano y empezó a conducirla hacia la puerta.

—¡Vámonos, rápido!

Mientras andaban por la vereda, tan deprisa que ella tenía casi que correr para mantenerse a su altura, Jemima vio el carruaje que los esperaba en el camino principal.

—Pero… Valient —protestó—, debo decirle a la señora…

—¡Nos vamos a casa! —afirmó el vizconde.

Cuando llegaron al carruaje la levantó en brazos para acomodarla en el asiento.

Después sacó una moneda de su bolsillo y se la entregó al chiquillo que había sujetado los caballos, subió e hizo restallar el látigo. Los animales iniciaron la marcha y las ruedas al girar levantaron una nube de polvo, entonces Jemima exclamó:

—¡Mi ropa! ¡Y debo decirle al vicario dónde voy!

—¡Yo te llevo a casa!

El vizconde se volvió para mirarla y añadió:

—¡A casa, mi adorable esposa, que es el lugar al cual perteneces! Mientras Jemima se reía de su comportamiento, que era tan ridículo y a la vez, tan maravilloso, él se inclinó y sus labios salvajes y posesivos se apoderaron de nuevo de los de ella.

FIN