Capítulo 6

JEMIMA corrió por el pasillo y entró en el saloncito, donde el vizconde estaba de pie, delante de una mesa, mirando varios montones de monedas.

—¡Hemos ganado otras veinte libras! —exclamó ella con una bolsa de lona en la mano—. Un gran carruaje lleno de gente ha llegado cuando ya Freddy y yo íbamos a cerrar.

El vizconde la miró antes de decir:

—¿Sabes que eso significa que hoy hemos ganado cerca de noventa libras?

Lanzó un grito de triunfo y entonces la alzó como si fuera una niña y la hizo girar por la habitación.

—¡Noventa libras! —gritó—. ¡Jemima, eres una niña astuta, muy astuta!

Se detuvo, todavía sin dejarla y la besó en ambas mejillas. Después sus labios rozaron los de ella.

Era sólo un beso como el que daría a una niña, pero para Jemima fue como si un rayo de luz la recorriera desde los labios hasta los pies y sintió una emoción súbita e inexpresable como nunca había imaginado que se podía sentir.

Entonces el vizconde la soltó y cogió de su mano la bolsa para dejarla sobre la mesa.

—¡Ochenta y ocho libras con cinco chelines! —exclamó emocionado—. ¿Será posible?

—No… olvides… que ha sido… el primer… día.

Jemima intentó hablar con voz natural, pero le sonó extraña a ella misma y comprendió que no sólo era porque le faltaba el aliento debido a las vueltas que le había dado el vizconde, sino también porque todo su cuerpo vibraba por aquel maravilloso beso.

—Si han venido una vez, sin duda volverán —dijo él—, en especial si les hace tanto bien como a lady Hinlip.

—La madre de Freddy ha sido maravillosa —exclamó Jemima—. Debemos estarle muy agradecidos.

—Yo lo estoy —afirmó el vizconde mientras observaba los montones de dinero.

—Freddy dice que ha escrito docenas de cartas a todo el mundo en el condado y, por supuesto, como el periódico local ha publicado lo que hacemos, la gente sentirá curiosidad.

—¡Todavía no puedo creerlo! —comentó el vizconde aún incrédulo.

Jemima pensó que no era sorprendente.

Durante todo el tiempo que habían empleado en restaurar y acondicionar lo que ahora llamaban el Santuario del Manantial Bendito, ella no había dejado de preguntarse si su idea sería tan efectiva como esperaba.

Los tres, junto con Hawkins, habían declarado docenas de veces que lo que habían soportado en la guerra era una cura de reposo comparado con la forma en que Jemima les esclavizaba.

Primero los hizo quitar toda la hierba del manantial, que impedía que el agua saliera como había hecho cuando se construyó el lugar, y descubrieron que cuando el pozo de piedra estaba lleno, el agua caía a los lados de tal forma que jamás se desbordaba.

Entonces colocaron mejor las piedras que rodeaban el manantial y las limpiaron lo más que fue posible. Y Jemima se enteró de que uno de los viejos pensionados podía poner los cristales que faltaban en las ventanas.

Después, la muchacha fijó su atención en las paredes. Estaban cubiertas de una capa de yeso, que en algunas partes empezaba a caer mientras que el resto estaba muy sucio.

—Creo que quedará mejor si quitamos todo el yeso y dejamos las paredes desnudas —opinó ella—. Entonces esto quedará como debió estar cuando los monjes habitaban el lugar.

Quitó un trozo de la capa que empezaba a despegarse y entonces lanzó una exclamación:

—¿Qué pasa? —preguntó Freddy.

—¡Venid, rápido! ¡Creo que he descubierto algo!

Se trataba de unos murales muy antiguos que debieron haber sido pintados siglos antes y que sin duda habían sido tapados por los puritanos.

Tardaron días de duro trabajo en quitar el yeso sin dañar los murales que escondía.

Cuando al fin terminaron, se encontraron con tres espléndidos dibujos primitivos de santos rodeados de aves y animales pequeños. Los colores habían palidecido un poco; sin embargo, las tonalidades suaves parecían muy apropiadas para la atmósfera de quietud del manantial.

Donde no había murales, las antiguas piedras con que se construyera el priorato aparecían como en lo que originalmente había debido ser una capilla.

El vizconde encontró algunos paneles de madera tallada en el ático y algunas sillas de cedro que quedaban muy bien.

Todo eso llevó tiempo, pero se sintieron muy estimulados en su labor cuando recibieron el informe de lady Hinlip acerca de los efectos del agua que Freddy le había llevado.

Escribió para decir que no había duda de que su reumatismo había mejorado y se podía mover con más facilidad. Además, la inflamación del pie de lord Hinlip, que le provocaba un gran dolor, día a día iba desapareciendo.

—¿Todavía crees que la leyenda es cosa de lunáticos? —preguntó Jemima al vizconde.

—Me retracto y como has hecho que me duela la espalda con tanto trabajo, me propongo yo mismo beber el agua, aunque todavía prefiero el champán de Freddy.

—He traído dos cajas más —intervino Freddy.

—Es usted demasiado bueno y generoso con nosotros —le dijo Jemima.

Sin embargo, al ver la expresión de sus ojos ella comprendió por qué no había deseado volver a Londres y había insistido en permanecer en el priorato, a pesar de todas las incomodidades.

No obstante, Jemima estaba muy contenta de que viviera allí. Hacía que el vizconde estuviera de buen humor y no paraban de reír, incluso cuando realizaban trabajos realmente pesados. Como ella estaba decidida a que el lugar quedara listo tan pronto como fuera posible, dejaba poco tiempo al vizconde para entrenar sus caballos o cabalgar en los de Freddy, que ahora ocupaban varias de las bastantes maltrechas cuadras de la caballeriza.

—Lo primero que haremos con el dinero, cuando empecemos a ganarlo, será reparar el techo de la caballeriza —había observado el vizconde.

—Te equivocas —afirmó Jemima—. Antes de gastar nada en nosotros, debemos pagar las deudas.

En la cara del vizconde apareció una expresión rebelde, pero antes de que pudiera discutir, ella añadió:

—Lo justo será dejar la mitad para deudas y la mitad para nosotros al principio, porque tenemos que vivir, pero una vez que nos hayamos librado de ese peso, hay muchas cosas que hacer, no sólo en la caballeriza, sino también en la casa.

El vizconde hizo un gesto de impotencia.

—¿De verdad crees que esta loca idea nos dará algo más que unos cuantos peniques?

—Estoy dispuesto a apostar que Jemima ha descubierto una mina de oro para ti —intervino Freddy con lealtad.

—Espero que tenga razón —comentó Jemima—, pero vale la pena intentar cualquier cosa.

Hasta el vizconde quedó impresionado cuando recibieron la carta de la madre de Freddy.

Lady Hinlip, que tenía mucha experiencia en baños curativos, les dijo lo que debían cobrar y lo que necesitaban, como botellas y recipientes para vender el agua.

Se enteraron de que en otros lugares cobraban una suscripción de tres guineas a toda una familia durante un año, o una guinea y media por una sola persona.

También era posible comprar el agua a dos chelines por vaso o, como recuerdo, llenarse frasquitos pequeños por un chelín. Freddy se ofreció para ir a Londres a comprar esas cosas y a su regreso dijo que había averiguado que se cobraban seis peniques por beber el agua.

Jemima no olvidó que la señora Ludlow le había dicho que la gente de la aldea no podía vivir sin el agua y que todos los pensionados creían que los mantenía jóvenes y activos.

Las primeras entradas que imprimieron las enviaron gratis a todos los que vivían en la propiedad del vizconde y, sin duda porque era una novedad, gran número de gente que nunca había bebido el agua, ahora acudía con regularidad a por ella.

No sólo tenían que acondicionar el manantial antes de abrirlo al público, sino también abrir un camino entre los arbustos, que habían crecido mucho.

Resultó un trabajo extenuante echar grava fuera del manantial para evitar que se levantara polvo y, si llovía, que se hiciera barro.

—¿No podríamos pagar a algún obrero para que haga el trabajo? —pregunte el vizconde.

Era un día caluroso y él y Freddy habían hecho rodar barril tras barril de grava que habían cogido de donde los jardineros solían guardarla en el pasado.

—¿Y con qué le pagaríamos? —preguntó Jemima.

Casi instintivamente, el vizconde miró hacia Freddy que se acercaba en mangas de camisa haciendo rodar un barril viejo.

—¡No! —exclamó Jemima con firmeza—. Ya sabes, Valient, lo mucho que ya le debemos.

—A Freddy no le importa.

—Esa no es la cuestión. Es tu manantial, tu casa, tu propiedad y si lo quieres… ¡tu reino!

La ternura con que había pronunciado las dos últimas palabras y la expresión con que miró a su esposo fueron muy reveladoras. Pero el vizconde tenía la mirada fija en las palmas de sus manos, que estaban muy lastimadas.

—Todo lo que puedo decir es que si nadie bebe este agua después de todo el trabajo que nos ha dado, ¡te tiraré al lago!

—Por desgracia para ti, sé nadar —respondió Jemima.

Como él parecía muy irritable, se alejó mientras rezaba con frenesí, como hacía todos los días, pidiendo que no hubiera sido una tontería abrir el manantial al público y tuviera éxito.

Ahora, al mirar los montones de dinero, comprendió que excedían sus más locas expectativas.

Era lo bastante sensata como para darse cuenta de que no sólo el manantial despertaba curiosidad, sino también el vizconde y ella, entre la gente que, en otras circunstancias, se habría reído o ignorado la carta de lady Hinlip.

Pero habían llegado en sus carruajes y bebido en los pequeños vasos que Jemima, con uno de sus más bonitos vestidos, les ofrecía con una sonrisa.

El vizconde los saludaba efusivamente, muy elegante con su pulcro atuendo de corbata blanca y pantalones negros.

Sólo Hawkins y Jemima se habían dado cuenta que el trabajo manual había engrosado sus músculos y de que su chaqueta, que siempre le había quedado muy ceñida, ahora le apretaba tanto que estaba a punto de romperse por las costuras.

Freddy se encontraba en idéntica situación.

—La ropa me queda tan ajustada que apenas me la puedo poner —comentó—. ¡Debe ser esa comida tan deliciosa que nos prepara, Jemima!

—Usted es responsable en buena medida —respondió ella con una sonrisa.

—Sólo para ahorrarle el exceso de trabajo. Detesto verla trabajar tanto.

Freddy siempre era muy considerado, pero ella se preguntaba con frecuencia si el vizconde también pensaría que era anormal que una mujer tan pequeña realizara tal cantidad de trabajo.

Había que preparar el desayuno, el té, la comida y la cena para unos hombres cuyo apetito parecía aumentar día tras día.

Aun cuando Hawkins y los ancianos hacían cuanto podían en la casa, no habría sido lo mismo si Jemima no hubiera colocado flores en las habitaciones y cada vez que disponía de un momento, remendara sábanas y fundas.

Algunas noches estaba tan cansada que se quedaba dormida apenas su cabeza tocaba la almohada, pero otras el cansancio excesivo la hacía permanecer despierta y preguntarse si el vizconde todavía pensaría en Niobe y la añoraría.

La única persona que jamás ocupaba los pensamientos de él era ella misma; estaba segura de ello.

Era amable con ella, hacía lo que le pedía y apreciaba su comida, pero estaba segura de que ni por un momento se le había ocurrido pensar en ella como su esposa en el verdadero sentido de la palabra, ni la consideraba atractiva, como Freddy.

«¡Le amo… le amo!», susurraba con la cara escondida en la almohada.

Entonces, cuando el corazón le dolía y pensaba con desesperación que jamás significaría algo importante para él, se regañaba a sí misma por su ingratitud.

Podía verle todos los días, escucharle y cuidarle y, aunque de forma instintiva deseaba algo más, estaba decidida a dar gracias por lo que ya tenía.

Algunas veces sentía la presencia de su madre que la ayudaba y estaba segura de que había sido ella quien la había conducido hacia el manantial justo en el momento en que estaba allí la señora Ludlow.

Si no hubiera sido así, sin duda Jemima se habría dirigido hacia la puerta sin prestar atención al pozo del centro cubierto de hierbas. Al mirar ahora el dinero en la mesa, dijo:

—Alguien tendrá que ir mañana a Londres a comprar más botellas. Compramos lo que nos pareció una cantidad enorme, pero después de la multitud que ha venido hoy, necesitamos más.

—Me he dado cuenta de que todos han comprado algo —comentó el vizconde.

—Tengo otra idea.

—¿Ahora cuál?

—Una de las damas… creo que la llamaste Betty, preguntó si todavía la lavanda del priorato era tan buena como siempre.

—Se trata de lady Cunningham. La conozco desde que era niño y se casó con un vecino que vive a unos cuantos kilómetros de aquí.

—¿A qué se refería con lo de la lavanda?

—Siempre ha tenido fama de oler más fuerte que la que se cultiva en otros lugares.

—La he visto. Hay muchas hierbas, pero todavía crece mucha en lo que me dijiste fue el jardín de plantas aromáticas.

—Ahora que tenemos con qué pagar, pediremos a algún viejo que limpie ese jardín y la recolecte.

—Y haremos que algunas pensionadas, como la señora Laing, que es muy hábil con las manos, preparen bolsas de lavanda para venderlas.

—¿Deseas convertirme en comerciante? —preguntó el vizconde.

—Si vendes agua, puedes vender otras cosas. Ya has visto hoy qué interés demostraba la gente por llevarse algo de recuerdo.

—Supongo que tienes razón —respondió él un poco reacio—. Pero no puedo recordar qué Ockley fue comerciante.

—Supongo que si revisas con cuidado tu árbol genealógico te costará trabajo encontrar un Ockley que fuera más pobre que tú.

—Es verdad —reconoció sombrío. Entonces, con un brusco cambio de humor, agregó—: pero hoy, gracias a ti, Jemima, me siento rico y si Freddy no aparece pronto, yo mismo abriré una botella de champán para celebrarlo.

—Me sentiría muy honrado si lo hicieras —dijo Freddy desde el umbral de la puerta—. Aun cuando ya me considero un maestro carpintero: me he clavado una astilla en el dedo al abrir la caja de champán y me sale sangre.

—Debe lavarse y yo se la vendaré —se ofreció en seguida Jemima.

—¡No es para tanto! —protestó Freddy.

Pero Jemima salió de la habitación rápidamente y volvió con una pequeña palangana llena de agua fría y una venda.

Vio que el vizconde y Freddy ya habían servido sus copas y cuando se dirigía hacia ellos, éste levantó la suya.

—¡Por una astuta y pequeña mujer de negocios a quien queremos y admiramos! —brindó.

Fue una frase sencilla, pero la forma en que la dijo le pareció a Jemima muy indiscreta.

Miró temerosa hacia el vizconde, pero no debió preocuparse, porque él ya se servía otra copa de champán mientras decía:

—Jamás en mi vida habría creído que un poco de agua me hiciera ganar tanto dinero.

—Parecías muy escéptico cuando empezamos —dijo Freddy.

—Debes aceptar que era como andar en una cueva a oscuras —indicó el vizconde—. Y como acabo de decirle a Jemima, soy el primer Ockley comerciante.

—Dudo que seas el último. Los tiempos cambian. Los días en que todos los nobles poseían grandes fortunas pertenecen al pasado, gracias a la guerra.

—Hemos sido muy muy afortunados —intervino Jemima—, y Freddy, si como ha dicho que haría, va a Londres mañana a comprar más botellas, lleve parte de este dinero a Weston, el sastre, y dígale que lo reparta entre los acreedores, por favor.

—Sabe que haré todo lo que me pida, pero prefiero hacer notar que, como mañana es domingo, tendremos otra buena cantidad de visitantes y creo que debo quedarme para ayudarles.

—¿De verdad cree eso? Yo pensaba que en domingo, cómo es día de descanso, la gente permanecería en casa.

—Creo que por lo menos los Tiverton van a venir. Tienen un gran grupo de huéspedes y mi madre me ha enviado hoy por la tarde un recado que apenas ha tenido tiempo de leer diciendo que si no llegaban hoy, vendrían sin duda mañana.

—Entonces, debe quedarse, y además ¡qué tonta soy! No habría podido comprar lo que necesitamos en domingo.

—Iremos los dos el lunes —sugirió el vizconde.

Jemima lanzó a Freddy una mirada angustiada.

—Imposible —respondió él con rapidez.

—¿Por qué? —preguntó el vizconde.

—No puedes dejar sola a Jemima.

El vizconde lo pensó un momento y Jemima se preguntó si diría que podía cuidarse sola.

—No, supongo que tienes razón. Ve tú y si pasas por el club, cuenta a todos lo que hacemos. ¡Les divertirá!

—Podría poner un anuncio en la entrada diciendo que darás la bienvenida a todos los que padecen de gota y, como sin duda serán muchos, que recibirán descuento.

—¡No te atrevas a hacer algo por el estilo! —exclamó el vizconde—. Pensándolo bien, creo que será mejor que no lo menciones.

Freddy iba a contestar cuando Hawkins entró con algo en la mano.

—Esta tarde han traído de la aldea el periódico de Londres, señor, pero estaba usted muy ocupado y no he podido entregárselo.

—¡Hace días que no leo un periódico! —exclamó Freddy—. Me preguntaba cuándo se te ocurriría ordenar que te lo enviaran.

—Lo ordené hace una semana —explicó el vizconde—, pero aquí las cosas se mueven con lentitud; ahora sólo espero que me lo entreguen con regularidad.

—También yo lo espero. Bien podríamos considerar que hemos vivido en la luna por lo que no nos hemos enterado de lo que ha pasado en el mundo exterior —comentó Freddy.

—Si me lo preguntas, es casi un alivio. Los periódicos no traen mas que quejas acerca del gobierno e informes de las dificultades de los granjeros, a las cuales yo podría añadir las mías.

—Estoy de acuerdo contigo. No hay nada más deprimente que las noticias de los periódicos hoy en día. Únicamente se muestran animados cuando hay un buen artículo sobre la guerra.

—¡Gracias a Dios que por el momento no hay ninguna! —exclamó Jemima.

Pensó lo horrible que sería si ahora tuviera que preocuparse por el vizconde y Freddy por estar enfrentándose con los franceses, como hacía tres años. A pesar de las dificultades que habían tenido que superar, por lo menos estaban vivos e ilesos.

Freddy Sirvió una copa de champán para ella y llenó la suya. Sin decir nada, levantó su copa y le dedicó un brindis silencioso con una mirada muy elocuente.

Ella volvió la cabeza irritada porque él demostraba sin el menor disimulo lo que sentía por ella. Entonces oyeron al vizconde emitir una exclamación que resonó en la habitación.

—¡Dios mío! ¿Qué creen que ha sucedido?

—¿Qué? —preguntó Jemima.

—¡Se trata de Porthcawl! —contestó el vizconde sin apartar la mirada de la página del periódico, como si no pudiera creer lo que había leído.

—¡Porthcawl! ¿Qué le sucede? —preguntó Freddy.

—¡Ha muerto!

—¿Muerto?

—Sufrió un ataque al corazón en la Cámara de los Lores. Murió antes de que pudieran llevarlo a su casa.

—¡Santo cielo! —comentó Freddy—. Siempre fue un tipo muy enfermizo.

Jemima dejó su copa en la mesa y salió de la habitación. Mientras subía con lentitud por la escalera se preguntó qué sentiría el vizconde.

Niobe había perdido al esposo que había elegido y Valient habría sido el siguiente candidato, si no se hubiera casado… con ella.

* * *

Como Freddy había supuesto, al día siguiente recibieron una gran cantidad de visitantes que pensaron que ir al manantial del Priorato sería una forma interesante y novedosa de pasar una tarde dominical.

De todo el condado llegaron carretas y carruajes, y de las aldeas cercanas asistieron granjeros con sus familias, todos vestidos con sus mejores ropas de domingo.

La mayoría de ellos llevaban a algún viejo familiar con dedos ya deformados por el reumatismo o casi paralizados por la artritis. Algunos casos eran tan conmovedores, que Jemima rezaba con fervor al darles el agua para que les resultara tan efectiva como a lady Hinlip.

Era muy estimulante recibir testimonios entusiastas de los aldeanos con entrada gratis que habían asistido para compartir la diversión.

—He estado dos años en cama, señora —le dijo una mujer anciana—, pero ahora, aunque tengo algunos dolores y calambres de vez en cuando, ya puedo serle útil a mi hija e incluso ayudarle a lavar la ropa.

—¿Y de verdad cree que se debe al agua?

—¡Puedo jurarlo sobre la Sagrada Biblia! Como digo siempre, es un regalo de Dios, nadie puede negarlo.

—Así es —coincidió Jemima.

Por supuesto había gente que, como había recorrido una gran distancia y conocía al vizconde desde que era niño, deseaba entrar en la casa.

Jemima le había rogado que dijera que todavía no podían recibir visitas porque no se habían terminado de instalar, pero era inevitable impedir que algunos insistieran y se les conducía al salón.

La muchacha, incómoda, se daba cuenta de que observaban las gastadas cortinas, las alfombras rotas y los muebles que necesitaban nuevo tapizado.

Pero también pensaba que la habitación estaba preciosa. Habían pulido la madera de los muebles y limpiado la porcelana y todo estaba colocado de modo tal que formaba parte de la belleza misma del Priorato.

—Fui gran amiga de la madre de su esposo —le dijo una dama a Jemima—, y me siento muy feliz, querida, de que hayan venido ustedes a vivir al Priorato. Espero que seamos amigas.

—Es usted muy amable y también a mí me agradaría mucho —respondió Jemima.

—Usted es justo el tipo de esposa que yo esperaba que Valient eligiera —prosiguió la visitante—. Siempre temí que se entusiasmara con una de esas elegantes londinenses que detestan la campiña y que sólo piensan en su apariencia.

Miró alrededor del salón y añadió sonriente:

—Veo que ha mejorado mucho el lugar. Eso es justo lo que Valient necesita ahora que ha terminado la guerra. Y nadie puede negar que el Priorato es lo bastante grande como para una familia de por lo menos una docena de hijos.

Como el comentario fue inesperado, Jemima se ruborizó y su visitante sonrió.

—No debe turbarse, querida. Diré a Valient que es un hombre muy afortunado y como pronto terminará su luna de miel, los dos deben ir a visitarnos.

Sólo cuando se hubo marchado, Jemima se enteró de que había charlado con la Duquesa de Newbury, una de las personas de mayor influencia de todo el condado.

El lunes, cuando todo parecía un poco más tranquilo, Freddy partió hacia Londres.

Aunque tuvieron visitantes, llegaron con irregularidad con lapsos entre unos y otros, por lo que Jemima no pudo evitar preguntarse desalentada si todo el asunto no había sido más que un destello momentáneo y su nueva fuente de ingresos empezaba ya a secarse. Lo mismo sucedió al día siguiente, excepto que, como a las dos de la tarde, dos carruajes llenos de gente llegaron procedentes de un lugar distante.

A juzgar por la jovialidad que mostraban, parecía que durante el trayecto habían bebido algo más fuerte que agua.

Todos adquirieron suscripciones por un año, aunque a Jemima le pareció poco probable que alguno volviera de nuevo, y todos compraron una docena de jarras de agua y muchas pequeñas botellas antes de irse.

Como el vizconde se había cansado de esperar clientes, Jemima los recibió.

No hubo señales de él mientras Jemima atendía a los ocupantes de los carruajes. Los hombres le dirigieron exagerados cumplidos y si ella les hubiera dado el menor motivo, sin duda habrían causado problemas.

Se alegró de que Hawkins estuviera presente, ya que les retiraba los vasos cuando terminaban de beber, así que no tenían pretexto para quedarse más tiempo.

Después de gran algarabía, por fin se fueron y el lugar recobró la tranquilidad.

—¿Por qué no descansa un poco, señora? —sugirió Hawkins—. Si llega otro grupo grande, le avisaré.

—Sentiría que falto a mi obligación, pero si promete llamarme…

—Se lo prometo, señora y, con franqueza, le diré que los primeros días de la semana suelen ser flojos, el asunto mejora después.

—¿Cómo lo sabe?

—He hablado con uno de los palafreneros de la señora Hinlip, que la ha acompañado a varios lugares así. Dice que la mayoría eran un engaño y sólo trataban de sacar el mayor provecho posible de sus visitantes, puesto que el agua no tenía nada de milagrosa.

—¡Oh, Hawkins, estoy segura de que la nuestra sí lo es!

—Por supuesto, señora. Ya oyó lo que dijo lady Hinlip. Ese tipo de testimonios es lo que se necesita.

—Estoy de acuerdo.

—He pensado, señora, que sería una buena idea que usted escribiera lo que esa gente dice, incluso los padres del señor Hinlip. Podría imprimirlo y obsequiarlo o, si lo prefiere, podría añadirle la historia del Priorato y puedo asegurar que mucha gente lo compraría.

Jemima le miró y después juntó sus manos.

—¡Hawkins, es un genio! ¡Por supuesto que lo haremos! ¿Cómo no lo hemos pensado antes?

—La idea se me ocurrió, señora, cuando charlaba con la vieja señora Burns. Lo que dice del agua parece increíble, pero ella asegura que es verdad.

—Vendrá a trabajar a la casa mañana y le haré que me repita lo que le ha dicho a usted. Y la señora Ludlow puede decirme con quién debo hablar en la aldea.

Lanzó una exclamación de alegría y con los ojos brillantes añadió:

—¡Voy a contarle a su señoría esta nueva idea!

Como si no pudiera contenerse, se levantó un poco la falda y entró en la casa a toda prisa, por la parte de atrás.

Corrió por el pasillo, que como ahora se utilizaba regularmente estaba limpio.

No aminoró el paso hasta que llegó al vestíbulo. Allí se soltó la falda y se dirigió hacia el salón.

Justo al llegar a la puerta se detuvo para arreglarse un poco el pelo y en ese momento escuchó voces.

Se preguntó quién hablaría con el vizconde y miró hacia la puerta principal, que estaba abierta.

Entonces vio que había un carruaje cubierto fuera y supuso que debía ser de algún vecino que había ido a visitarle. Estaba a punto de entrar en el salón cuando algo familiar en el carruaje llamó su atención.

Inmediatamente reconoció el color y el escudo pintado en la puerta del vehículo.

Sintió como si una mano de hierro la apretara el corazón. Contuvo el aliento para darse valor y dio la vuelta al pomo de la puerta del salón.

La abrió con lentitud porque sentía temor. Pero, al oír su nombre, se quedó inmóvil.

—Sólo te casaste con Jemima para vengarte de mí —decía Niobe—, y me siento muy avergonzada de la forma en que me comporté contigo, Valient.

—Ya es demasiado tarde para ello —respondió el vizconde.

—Me arrepentí nada más irte.

Había una nota de súplica en la suave voz que, Jemima lo sabía, su prima utilizaba cuando le convenía.

—Papá me obligó a decir que me casaría con el marqués —continuó Niobe—. Yo le supliqué, le rogué, le dije que te amaba, pero no quiso escucharme.

Produjo un sonido curioso, parecido a un sollozo.

—Ya sabes lo autoritario que es papá; tuve miedo de desobedecerle.

Como el vizconde no respondió, Niobe prosiguió:

—Por favor, Valient, debes creer que te amo desde hace mucho tiempo y no puedes imaginar que alguna vez yo haya deseado casarme con el marqués, tan viejo y enfermo. ¡Te quería a ti, como te quiero ahora!

Jemima cerró la puerta con lentitud porque no se sintió con fuerzas para oír más.

Se dirigió con la cabeza inclinada a través del vestíbulo hacia la escalera y la subió como si de pronto hubiera envejecido años y estuviera tan decrépita como algunas de las mujeres que llegaban al manantial.

Cuando llegó a su habitación, fue hacia la ventana y se sentó junto a ella, mientras miraba hacia fuera sin ver.

Por lo que había oído, comprendía que todo su mundo, ese pequeño y precioso mundo que había construido en las últimas semanas, se había desplomado.

Ahora ya no le resultaba útil al vizconde, por el contrario, era una molestia, un obstáculo para que pudiera alcanzar todo lo que deseaba.

«¿Qué voy a hacer?», se preguntó.

Pero como le amaba profundamente, cambió la pregunta. «¿Cómo puedo ayudarle? ¿Cómo puedo hacerle feliz?». Comprendió que sólo había una manera, y ésta era evidente. Debía salir de su vida de la misma forma súbita e inesperada en que había entrado en ella.

El problema era… ¿cómo?

Por un momento, Jemima pensó en fugarse con Freddy, tal como él se lo había pedido. Pero se dio cuenta de que eso sólo desacreditaría al vizconde a los ojos de sus amigos y vecinos, que la habían aceptado con tanta amabilidad cuando habían ido al Priorato el sábado y el domingo.

Podía divorciarse, pero tenía la sensación de que Niobe no esperaría a que Valient quedara libre si, mientras tanto, la cortejaba alguien de más importancia.

Y, además, el proceso de divorcio era lento y Valient no tendría de qué vivir mientras esperaba para casarse con su rica novia. «¡Tengo que morirme!», pensó Jemima.

Recordó también que eso le había dicho el vizconde y comprendió que, si tenía que morir, no debía ser en la propiedad de él, donde podían hacerle responsable.

Se pasó una mano por la frente.

—¡Tengo que… pensar… tengo que… pensar! —dijo entre dientes.

La cabeza le daba vueltas y le era imposible pensar con claridad. Sólo podía recordar el tono suave y seductor de la voz de Niobe cuando había dicho al vizconde que le amaba.

Jemima sabía bien cómo estaría su prima mientras hablaba, lo perfectas que eran sus facciones y la rosada blancura de su suave piel. Y la hermosura de sus ojos azules que podían mirar, cuando ella deseaba, con una fascinación, sinceridad y honestidad que parecían auténticas, aunque estuviera mintiendo.

«¡Valient la ama!».

Su corazón parecía repetir la frase mientras golpeaba enloquecido su pecho.

Por supuesto que la amaba. Era la joven más bella que conocía y, además rica.

Podría dar al Priorato su antiguo esplendor y no tendría necesidad de ganar dinero con el manantial. El agua bendita podría ser gratis para todos los que creyeran que podían necesitarla.

Valient cubriría todas sus deudas y viviría con Niobe en la Plaza Berkeley cuando fueran a Londres. Organizarían recepciones, bailes y cenas donde la comida sería soberbia y atenderían experimentados criados, porque podrían pagar los mejores salarios.

«Y podría tener todo eso… mañana… enseguida… si yo no… estuviera aquí».

Mientras susurraba esas palabras, Jemima sintió cómo cada fibra de su ser lloraba ante la idea de abandonar al hombre que amaba. Prefería morir que enfrentarse a un futuro de soledad. «Moriré… de alguna manera… moriré», se dijo.

¿Qué objeto tenía amar, sí no estaba uno dispuesto a hacer el mayor de los sacrificios por quien se amaba?

Sabía que amaba a Valient con todo su corazón y sacrificar la vida por él no tenía importancia.

«¡Me moriré!», se dijo de nuevo.

Entonces pudo sentir junto a ella la presencia de su madre y la sensación fue tan vívida, tan real, como si sólo hubiera tenido que volverse para verla.

No necesitaba preguntar lo que su madre quería decirle. Jemima lo sabía.

Era pecado quitarse la vida que había sido concedida por Dios, por difícil que fuera continuar vivo.

Jemima cerró los ojos y, mientras intentaba rezar, su madre continuaba allí y le hablaba, la reconfortaba y la guiaba.

De pronto, casi como si hubiera podido escucharla comprendió lo que debía hacer.