Capítulo 3
MIENTRAS el carruaje desaparecía al dar la vuelta a la plaza, Jemima entró en el vestíbulo y vio que Hawkins, el ayudante de cámara del vizconde, bajaba a toda prisa por la escalera. Se trataba de un hombre bajo y ágil, con un notorio aire de soldado, que había sido ayudante del vizconde desde que éste entró en su regimiento y había continuado a su servicio, ya como civil.
—¿Se ha ido ya su señoría? —preguntó a Jemima, sin aliento.
—Sí, se ha ido con el señor Hinlip a una carrera en Wimbledon.
Sabía quién era Hawkins porque le había visto la noche anterior, cuando la señora Kingston, de mala gana, la había conducido a su habitación.
Hawkins murmuró algo entre dientes y Jemima preguntó:
—¿Sucede algo malo?
—Así es, señora, y no sé qué hacer.
—Tal vez yo pueda ayudar —sugirió Jemima.
Le pareció que Hawkins titubeaba antes de decir:
—Se trata de que la servidumbre se va, señora.
—¡Se va! ¿Por qué?
Después de una pausa y sintiéndose bastante incómodo, Hawkins respondió:
—No les agrada la idea de que el amo se haya casado. Jemima le miró, consternada.
—No deseo causar problemas.
Pero a la vez pensó en el polvo del salón, el estado de las sábanas y el refrigerio que le habían dado la noche anterior y se dijo que la partida de los Kingston no representaba ninguna pérdida.
Sin embargo, como no estaba segura de lo que el vizconde opinaría, dijo con rapidez:
—Iré a hablar con ellos. Estoy segura de que cuando les diga que no pienso meterme en su trabajo, se quedarán. Enséñeme el camino hacia la cocina.
—Por supuesto, señora.
Jemima tuvo la sensación, aunque no había razón para ello, de que Hawkins tenía de los Kingston su misma opinión. Avanzaron por un pasillo y bajaron por una escalera posterior que también necesitaba una buena limpieza.
Luego atravesaron el sótano, cuyo suelo sin duda no se había fregado desde hacía meses, para dirigirse a la cocina.
Mientras cruzaban la despensa, Jemima observó que algo sobresalía de una bolsa de piel y brillaba.
Se detuvo y en ese momento Kingston salió de una caja de seguridad con un candelabro de plata en la mano.
—Tengo entendido, Kingston —dijo Jemima, con una voz que denotaba más valor del que en realidad sentía—, que usted y su esposa abandonan el servicio de su señoría.
Notó que Kingston se sorprendía de verla y que rápidamente metía el candelabro en la caja, antes de responder con tono agrio:
—Nos contrataron para servir a un señor solo.
—Comprendo, pero sin duda saben que deben avisar con tiempo de su partida.
—¡Nos vamos ahora! —afirmó Kingston—. Y queremos que nos paguen lo que se nos debe.
Jemima bajó la vista hacia la bolsa y se dio cuenta de que el brillo era de la plata del candelabro que formaba el par con el que él acababa de meter en la caja de seguridad.
—Supongo que se proponía llevar a arreglar esos candelabros, pero como se van, yo me encargaré. Por favor, ponga también ése en su sitio.
Hubo un silencio pesado en el que Kingston parecía dispuesto a desafiarla. Entonces Hawkins, que permanecía a un lado, se adelantó y Kingston se arrepintió.
—Es cierto, señora, los llevábamos a arreglar. Imagino que usted va a quejarse de nuestro trabajo y no quiero quedarme a oírla.
—¡Haga el favor de hablar con respeto a la señora! —intervino Hawkins.
Kingston había sido derrotado y lo sabía.
Sacó el candelabro de la bolsa y Jemima notó que debajo había varias fuentes también de plata.
No dijo nada, sólo esperó hasta que la bolsa quedó vacía. Entonces Hawkins cerró la puerta de la caja, le echó llave y se la entregó a ella.
—Gracias, Hawkins.
Él comprendió que no sólo le daba las gracias por la llave, sino también por su apoyo y, mientras salía de la despensa, le oyó decir:
—Cuanto antes os vayáis mejor, o, de lo contrario, os denunciaré a las autoridades.
Kingston contestó con una grosería que Jemima fingió no oír y se dirigió a lo que sabía era la cocina.
Hawkins la alcanzó cuando llegaba a la puerta.
La señora Kingston estaba en el interior, ya con chal y sombrero. Sobre la mesa de la cocina estaban varios paquetes, así como las sobras de la comida.
Miró a Jemima y parecía dispuesta a mostrarse muy grosera, pero Hawkins se lo impidió al decir:
—No os iréis hasta que abras esos paquetes y enseñes a la señora lo que contienen. Acabamos de descubrir a tu marido cuando echaba mano de unos candelabros de plata.
La señora Kingston lanzó una exclamación ahogada y Hawkins prosiguió:
—Ya sabe cuál es el castigo por robar: la horca o deportación por cualquier cosa que valga más de un chelín.
La mujer lanzó un grito, cogió una cesta que debía contener su ropa, empujó a Hawkins al pasar y salió antes de que nadie pudiera decir una palabra más.
La oyeron gritar a su marido. En seguida, se oyó el golpe de la puerta de atrás y después, silencio.
—¡Bien, se han ido! —dijo Hawkins—. Y si me lo pregunta, señora, de buena nos hemos librado.
—Yo también pienso así, pero no deseo preocupar a su señoría.
—Kingston se bebía el vino y la mitad del dinero que su señoría entregaba al cocinero para la comida, se lo repartían entre los tres.
—¿Y dónde está el cocinero ahora?
—Se fue hace una hora. Temió que usted se diera cuenta de lo que hacía.
—¿Por qué no le ha dicho usted a su señoría que le estaban engañando?
Después de pensarlo un momento, Hawkins respondió:
—Es que… en el ejército, estábamos acostumbrados a vivir y dejar vivir, señora. Si su señoría me hubiera preguntado, le habría dicho la verdad, pero como todo marchaba sin contratiempos, pensaba que no merecía la pena causar problemas.
—Lo entiendo. Ahora, veamos qué se disponían a llevarse.
Abrieron los paquetes y encontraron todo tipo de pequeños objetos recogidos por toda la casa, algunos valiosos, otros no, pero Jemima se alegró de haberlos salvado de los Kingston.
Cuando ya habían terminado de colocarlos en fuentes para colocarlos en los lugares que les correspondían, Jemima recordó el mensaje que le había dado el vizconde.
—¿Qué vamos a hacer, Hawkins? Su señoría ha dicho que tendría por lo menos diez invitados para la cena.
—Dudo que podamos conseguir criados de una agencia en tan poco tiempo —respondió Hawkins.
—Entonces, le diré lo que podemos hacer…
* * *
El vizconde volvió de excelente humor.
No sólo disfrutó del espectáculo, en el cual ganó su favorito, sino que también le habían divertido las felicitaciones que había recibido de amigos y conocidos.
Se preguntó si habrían sido tan efusivos de haber pensado sólo en la belleza de Niobe y no en su jugosa fortuna.
La actitud general era considerarle muy astuto, pues se había llevado un trofeo que justificaba su envidia.
De hecho, si hubiera bebido cada vez que se hacía un brindis por su felicidad futura, habría quedado incapacitado para guiar los caballos de su amigo.
Como Freddy reconocía que el vizconde conducía mejor que él, prefería dejar que lo hiciera y no, como con frecuencia comentaba, que le criticara sin cesar.
Aun cuando el vizconde estaba del todo sobrio, el continuar su farsa le hacía sentir la misma emoción que experimenta un chiquillo que ha hecho una travesura peligrosa sin que le descubran.
—¿Cuánto tiempo mantendrás este engaño? —preguntó Freddy cuando iniciaban el regreso a casa.
—Hasta que se enteren de la verdad.
—Se indignarán muchísimo al darse cuenta de que te has burlado de ellos.
—¿Qué pueden decir? Me he casado con una señorita Barrington y ni por un instante he mentido o he dicho que se llame Niobe. Sólo habría deseado esta mañana ser una mosca y volar hasta donde estaba Sir Aylmer para oír lo que decía.
—El problema contigo es que, con los años, te has vuelto un cínico.
—Ella me ha hecho una sucia traición y merece otra como venganza.
—Estoy de acuerdo contigo. Pero a la vez, no puedo evitar sentir, Valient, que pisas sobre hielo muy delgado.
El vizconde no contestó inmediatamente. Poco después, dijo:
—Veremos qué sucede esta noche. ¿Te has dado cuenta de a quiénes he invitado a cenar?
—Me ha sorprendido mucho tu elección.
—Alvanley es el más chismoso de todo Londres y, si aprueba a Jemima, el resto seguirá su ejemplo. Chesham es un mujeriego y jamás he visto que se le resista una cara bonita.
Freddy no contestó y el vizconde prosiguió:
—Sé lo que piensas, pero resulta que a Chesham le desagrada Niobe.
—¿Por qué?
—Ella le trató mal cuando no sabía lo importante que es. Después, al enterarse, deseó congraciarse, pero él le dio la espalda.
—Muy típico de ella y, si pides mi opinión, Valient, te aseguro que cuanto más oigo hablar de Niobe y su padre, más me convenzo de que deberías dar gracias por haberte librado de ellos, en lugar de buscar venganza.
—Vemos las cosas de manera diferente —respondió molesto el vizconde y Freddy ya no dijo nada más.
El vizconde llegó bastante tarde a su casa de la plaza Berkeley porque no pudo resistir el impulso de pasar por el Club White a oír lo que opinaban de su matrimonio.
A algunos ya los había visto en Wimbledon. Los demás, que habían pasado la tarde comentando el asunto, tenían mucho que decir al respecto.
Cuando Freddy miró su reloj, el vizconde se retiró y se dirigieron a toda prisa hacia la plaza Berkeley.
—Ruego a Dios que el cocinero, al menos esta noche, haya preparado una cena decente —dijo mientras detenía los caballos.
—Tal vez habría sido mejor esperar a que Jemima tomara el mando de la casa —comentó Freddy.
—¿Jemima? Dudo que tenga idea de cómo llevar una casa. Además, para entonces ya sería demasiado tarde.
Ambos sabían a que se refería y Freddy sólo comentó:
—Asegúrate de que haya suficiente vino. Eso siempre ayuda a disimular otros defectos.
Freddy tomó las riendas y el vizconde subió rápidamente la escalinata y se encontró con que era Hawkins, no Kingston, quien estaba de servicio.
—Sí, Hawkins, sé que llego tarde, pero espero que me tengas todo preparado.
Sin esperar respuesta, subió por la escalera y encontró, como deseaba, su baño listo y la ropa extendida sobre la cama.
No se dio cuenta de que Hawkins no le atendió como de costumbre porque no podía dejar de pensar en las felicitaciones que había recibido durante la tarde.
También se preguntaba lo que lord Alvanley, lord Chesham y los otros invitados a la cena pensarían cuando vieran a Jemima, en vez de a Niobe.
Les parecería extraño que ofreciera una cena en la segunda noche de su luna de miel.
Sin embargo, sus elegidos se habían mostrado contentos de ser invitados y estaba seguro de que ya habrían alardeado con sus amigos de ser los primeros en felicitar y, sin duda, besar a la novia.
El vizconde, ataviado con una almidonada corbata blanca atada con meticulosidad y una chaqueta de etiqueta muy ceñida, vio que lord Alvanley, seguido de lord Worcester y Sir Stafford Lumley entraban en el vestíbulo.
Los saludó efusivo y los condujo al salón, donde para su sorpresa ya los estaba esperando Freddy, quien se había dirigido a su casa en la calle de la Media Luna, cambiado y regresado en menos tiempo del que había invertido el vizconde en vestirse solamente.
No había señales de Jemima y cuatro más de los huéspedes llegaron. Se preguntaba si debía pedir a un criado que fuera a llamarla, cuando su ayudante se le acercó para decirle en voz baja:
—La señora le pide disculpas, su señoría, pero algo inevitable la ha retrasado y le pide que inicie la cena sin ella.
El vizconde frunció el ceño, pero comprendió que sería un error mostrarse molesto, así que sólo indicó:
—Dile a la señora que se de tanta prisa como pueda.
Se volvió hacia sus invitados para compartir con ellos el champán que les esperaba en recipientes con hielo, y justo en el momento adecuado se anunció la cena.
El vizconde pidió disculpas en nombre de su esposa antes de que pasaran al comedor.
Cuando servían el primer plato, el vizconde se dio cuenta de pronto de que su ayudante de cámara y una joven doncella eran los que atendían la mesa.
Iba a exigir que le explicaran qué había sido de Kingston, pero entonces pensó que sería una falta de tacto llamar la atención sobre un fallo en su servidumbre y, como la cena prosiguió sin ningún contratiempo, prefirió callar.
Sin embargo, un poco más tarde y con placer advirtió que la comida estaba mucho mejor de lo acostumbrado e incluso Alvanley, que era un reconocido gourmet, hizo comentarios halagadores de al menos dos de los platos.
Hawkins mantenía las copas llenas y reinaba un ambiente de jovialidad y buen humor. El vizconde pensó que la conversación era ingeniosa y más estimulante de lo normal.
Lo único que le molestaba era ver la silla vacía al otro extremo de la mesa.
No podía imaginar qué había entretenido a Jemima y pensó que o su nuevo vestido no había llegado o había sufrido un súbito ataque de timidez, lo que inmediatamente le pareció poco probable.
Por fin, cuando ya se había servido el postre y un tazón de porcelana con nueces para acompañar el oporto, se abrió la puerta y Jemima entró en la habitación.
El vizconde fue el primero en verla y se puso de pie. Mientras sus invitados volvían la cabeza y también se ponían de pie, pensó con satisfacción que estaba muy atractiva.
Él mismo había elegido su vestido y, por lo tanto, esa apariencia no se debía en nada a Freddy, aunque había sido una elección con la que hubiera sido difícil no estar de acuerdo.
El rojo del vestido, adornado alrededor de los hombros y en el borde de la falda con tul y un fino bordado en oro, hacía resaltar la blancura de la piel de Jemima.
Como se sentía nerviosa y tal vez turbada, sus ojos aparecían muy grandes en su pequeña cara.
Su pelo, arreglado a la última moda por un peinador que Hawkins había conseguido que fuera a la casa por la tarde, parecía despedir misteriosos reflejos azules que el vizconde no había notado antes.
Se acercó a la mesa mientras el vizconde disfrutaba observando la interrogante sorpresa en los ojos de sus invitados.
—Querida, te presento a mis amigos. Caballeros… ¡Mi esposa! Sintió una gran satisfacción al oír algunas exclamaciones ahogadas cuando Jemima hizo una reverencia y después se sentó en la silla que Hawkins había destinado para ella.
—Debo disculparme por el retraso —dijo Jemima.
Su suave y musical voz pareció romper el extraño silencio que había precedido al anuncio del vizconde.
—Me preguntaba qué te habría retrasado. Me temo que te has perdido una excelente cena. Debemos felicitar al cocinero mañana mismo.
Le pareció ver un resplandor travieso en los ojos de Jemima, pero tal vez pudo ser un reflejo de la luz, mientras le respondía:
—Espero que lo hagas.
Lord Alvanley tuvo el valor de hacer la pregunta que temblaba en labios de, todos.
—Ha debido haber un error en el periódico, Ockley, ya que tenía entendido que decía que te habías casado con la señorita Barrington.
—El anuncio fue correcto —respondió irónico el vizconde—, puesto que mi esposa es sobrina de Sir Aylmer, no su hija.
Todos los presentes, excepto Freddy, estaban atónitos y el vizconde no pudo evitar sentirse muy divertido por la manera en que trataban de adaptarse a la situación.
—Reclamo el privilegio —dijo lord Chesham, que estaba sentado a la derecha de Jemima—, de brindar a la salud de la novia y desearle la mayor felicidad y, por supuesto, felicitar a Ockley.
No había duda de que hablaba con convicción y Jemima le dirigió una sonrisa que hizo aparecer unos hoyuelos en sus mejillas. Estaba tan hermosa que todos los brindis que siguieron se dijeron con absoluta sinceridad.
Sólo lord Worcester, que estaba sentado junto al vizconde, comentó lo que todos pensaban.
—Valient, jamás dejas de sorprender hasta a tus amigos y esta noche has conseguido un golpe genial.
Mientras el vizconde sonreía complacido, lord Worcester añadió en voz baja para que sólo él pudiera oírle:
—¿Y Niobe? Podía haber apostado a que estaba tan entusiasmada contigo como tú con ella.
—He descubierto que siempre es preferible jugar con las cartas cerradas —respondió el vizconde.
—¡Y vaya que lo has hecho esta vez! —exclamó lord Worcester—. Pero no te culpo. De haberla conocido antes, no dudo que alguien tan fascinante hubiera tenido un gran número de pretendientes.
«Fascinante» fue precisamente la palabra que todos utilizaron para describir a Jemima cuando salieron de la casa del vizconde.
En el salón, le dirigieron extravagantes cumplidos y trataron en vano de hacerla explicar por qué no había aparecido en sociedad hasta ese momento.
No cabía duda de que todos los presentes pensaban que había algún misterio. O tal vez había sido un acto muy brillante por parte del vizconde mantenerla oculta hasta presentarla como su esposa. Jemima comprendió que todos estaban asombrados cuando descubrieron que se habían equivocado suponiendo que el vizconde se había casado con Niobe.
—No me explico cómo no la conocí en casa de su tío —observó uno tras otro—. ¿O no vivía con él?
—En vida de mis padres, yo residía con ellos en Kent —respondió ambiguamente Jemima.
Eludió decir mentiras con el recurso de no dar respuestas directas, así que, cuando se retiraron, los invitados conocían de ella tan poco como cuando la vieron en el comedor por primera vez.
Todo lo que sabían con seguridad, era que el vizconde estaba casado, y que su esposa no era quien esperaban, sino una personita encantadora, amable y fascinante que escuchaba con ojos muy abiertos todo lo que le decían y se ruborizaba de manera muy bonita a cada halago que le dirigían.
Algunos de ellos habían recibido un trato brusco por parte de Niobe y la comparaban con ella.
Tanto Freddy como el vizconde estaban seguros de que los comentarios que harían de la esposa de Ockley serían muy favorables. Sólo cuando todos se hubieron retirado, excepto Freddy, el vizconde preguntó a Jemima:
—¿Qué te ha hecho bajar tan tarde a la cena? Empezaba a pensar que habías sufrido un ataque de nervios o algo así.
No hablaba molesto, puesto que la velada había transcurrido tan bien que estaba de mejor humor que cuando había llegado a su casa. Jemima le miró un momento antes de contestar:
—Apostaría una de mis preciosas guineas a que no adivinas la razón de mi tardanza.
El vizconde lo pensó un momento.
—Supongo que, como todas las mujeres, has tardado mucho en vestirte o el peinador no ha llegado a tiempo.
—¿Hablas por experiencia?
—Así es. ¿Recuerdas Freddy, aquella bailarina de ballet que nunca…?
Calló de pronto, al recordar qué posición ocupaba Jemima y terminó de forma abrupta.
—Bien, ¿cuál ha sido la razón?
—¡Has perdido! —respondió Jemima—. Págame.
Extendió la mano hacia él, pero el vizconde exclamó:
—¡Un momento! Primero quiero saber la razón.
—Me ha retrasado la cena.
—¿La cena? ¿Qué quieres decir? ¿Deseabas comer sola? Y, por cierto, ¿qué ha pasado con Kingston y por qué ha servido Hawkins?
—Es lo que iba a explicar —respondió Jemima—. Me temo que los Kingston se han despedido.
—¿Se han despedido? —repitió el vizconde.
—Hawkins y yo hemos evitado que se llevaran algunos objetos de plata.
—No sé de que hablas. Sabía que Kingston bebía, pero supuse que era honrado.
—Puedes preguntárselo a Hawkins. Se han ido porque temían no poder continuar con su hábito de robar al haberte casado.
Los ojos del vizconde se ensombrecieron y Freddy intervino con rapidez.
—Siempre me pareció que Kingston era un inútil y que abusaba de tu clarete. Estoy seguro de que Jemima podrá encontrar mejores criados.
—Me disgusta que haya problemas con la servidumbre —comentó con petulancia el vizconde—. De todos modos, el cocinero ha salvado la noche.
—Muchas gracias —dijo Jemima—. Y ahora, me gustaría oír los cumplidos que estabas dispuesto a dedicarle.
Por un momento ambos la miraron como si no pudieran creer lo que habían oído.
Freddy fue el primero en hablar.
—¿Quiere decir que usted ha preparado la cena de esta noche?
—No había quien lo hiciera —explicó Jemima—. Y hay que agradecérselo también a Hawkins. Ha comprado todo lo necesario en un tiempo récord. Después yo he cocinado y él ha servido.
Por un momento reinó un silencio absoluto, después el vizconde empezó a reír.
Mientras su risa hacía eco en la habitación, Freddy se le unió y, como si no pudiera evitarlo, también Jemima.
—¡Dios mío, si lo hubieran sabido! La recién casada, considerada la heredera del año, ha hecho la cena que se han llevado a la boca, para después aparecer, fresca como un lirio. ¡Mis felicitaciones, Jemima! Si yo soy un tramposo, tú también lo eres. ¡Y ellos se han tragado, no sólo el anzuelo, sino también el hilo y la caña!
—¿Dónde ha aprendido a cocinar así? —preguntó Freddy cuando pudo hablar sin reírse.
—A mi padre le gustaba la buena comida y como mamá y yo le queríamos tanto, solíamos comprar libros de cocina y sorprenderle con platos exóticos; él siempre decía que eran tan buenos como los que el cocinero francés del regente pudiera servir en la Casa Carlton.
—La de hoy ha sido la mejor cena que he disfrutado en este comedor —aseguró Freddy.
—Todavía no puedo creerlo. Lo único lamentable es no poder contárselo a nadie, porque perjudicaríamos a Jemima —opinó el vizconde.
—Querrás decir a la esposa del vizconde Ockley —le corrigió Jemima—. Ahoga sé que habría podido conseguir trabajo como cocinera, si no me hubieras convertido en una dama de sociedad.
—En lo que a mí respecta, ambas cosas pueden ser sinónimo. Si cocinas así, ¿para qué necesitamos cocinero?
—Lo que necesitamos por el momento es alguien que ponga en orden la cocina —dijo Jemima—. Hawkins la ha arreglado un poco, pero necesita que la limpien a fondo.
Freddy se rió.
—Imagino que mañana, en lugar de comprar más cosas para su ajuar, visitará una agencia.
—Es lo que me propongo hacer —le respondió Jemima—. Sólo hay un problema.
—¿Cuál? —preguntó el vizconde.
—Hawkins ha dicho que una de las razones, además de mí, de que la servidumbre estuviera insatisfecha, es que no habían recibido su sueldo desde hacía bastante tiempo.
El vizconde pareció turbado.
—Supongo que he sido bastante descuidado en ese sentido, pero a decir verdad, mis bolsillos están vacíos.
—Debemos hacer algo al respecto —insistió Jemima.
—Estoy de acuerdo, aunque por el momento no sé qué podemos hacer.
Sin poder evitarlo, los tres pensaron que como el vizconde confiaba en comprometerse con Niobe, había dado por supuesto que así se resolverían todas sus dificultades económicas.
Freddy se puso de pie.
—Debo retirarme. Ha sido una velada maravillosa, Jemima, gracias a usted. Valient, has conseguido reírte de todos, en especial de alguien que lo merecía bien.
El vizconde le acompañó a la puerta y cuando volvió, Jemima también se puso de pie.
—Creo que debo retirarme —dijo—. Todo ha sido muy emocionante, pero agotador.
—Debo agradecerte tu magnífica actuación.
—No es necesario y si empezamos a agradecernos el uno al otro, yo te estoy tan agradecida que no sé ni cómo expresarlo con palabras.
Mientras hablaba, acarició con los dedos su nuevo vestido, como si no pudiera creer posible que ella llevara puesto algo así.
—Estás muy distinta a la pilluela que se escondió debajo de una manta en el suelo de mi carruaje —comentó el vizconde con una sonrisa.
—Espero que pienses que tu dinero no se ha malgastado.
El vizconde levantó su copa que tenía todavía un poco de coñac.
—¡Brindo por tu éxito de esta noche, Jemima!
Ella se dirigió hacia la puerta.
—Buenas noches. Me alegro de haber participado en tu venganza, o tal vez podamos decir triunfo. El desayuno se servirá a las nueve, porque Hawkins tendrá que ir a comprar huevos. ¡Se ha terminado todo lo que había de comer en la casa!
Antes de que el vizconde pudiera responder, oyó sus pasos cruzar el vestíbulo y subir por la escalera.
«¡Un triunfo!», pensó para sí mientras se bebía el resto del coñac. Entonces, de manera desagradable, casi como si alguien se lo dijera al oído, surgieron las palabras:
«¿Y qué será del futuro? ¿Cómo vas a mantener a una esposa?».
* * *
Al volver a la casa con Emily, la doncella, después de una infructuosa mañana en la agencia de trabajo, Jemima se preguntó si Hawkins habría comprado todo lo que le había pedido para preparar la comida.
Él había empleado gran parte de la mañana en limpiar la cocina. Ella comprendió que era una gran concesión de su parte y que estaba dispuesto a hacer todo lo que considerara necesario por el bienestar del vizconde.
Se dijo que era sencillo juzgar el carácter de la gente, en especial de los hombres, por la devoción que les tenían sus criados. Toda la servidumbre de la casa de su tío le detestaba. Aunque ella no se rebajaba a chismear acerca de su prima, sabía que Niobe también les disgustaba por la forma en que les hablaba y por su insistencia en que se despidiera sin referencias a cualquier criado que no la gustara.
A Jemima le había sorprendido que el vizconde hubiera empleado a los Kingston; no eran el tipo de criados que ella hubiera esperado encontrar en la casa de un noble.
Cuando llegaban a la plaza Berkeley en el carruaje alquilado en el que iba con Emily, supo la razón.
—Me temo, Emily —dijo—, que tendremos problemas para encontrar una pareja adecuada en esta época del año. Como es temporada social, la buena servidumbre escasea.
—Es verdad, señora, y además su señoría no puede pagar los sueldos que pidan los criados bien entrenados.
—¿Quiere decir que su señoría contrató a los Kingston porque cobraban menos?
Emily pareció turbada.
—Deseo que me diga la verdad, Emily, me será muy útil.
—Está bien, señora. Cuando llegué a Londres y fui a la agencia de la señora Dawson a buscar trabajo de doncella, me sugirió tres lugares donde podía ir y uno de ellos era con su señoría.
Hizo una pausa antes de continuar, un poco turbada todavía.
—Mis padres viven en la propiedad Ockley, así que expliqué a la señora Dawson que deseaba trabajar para el vizconde. Ella me dijo que era una decisión tonta porque el señor pagaba mal y que no fuera con quejas después. Me sorprendió, ya que siempre había pensado que los señores con título eran todos ricos. Pero pronto descubrí que la señora Dawson tenía razón. A veces me paga y a veces no, y gano menos que otras doncellas.
—Sin embargo, se ha quedado con su señoría…
—Bueno, señora, es tan apuesto y tal vez algún día le vaya bien. Todos pensamos que eso estaba a punto de suceder cuando…
Emily calló de pronto, pero Jemima adivinó lo que iba a decir. Por primera vez se preguntó qué sucedería en el futuro si hasta la servidumbre había confiado en que el vizconde hiciera un matrimonio ventajoso.
No sería fácil encontrar otra joven tan rica como Niobe.
El carruaje llegó a la plaza y Jemima pagó al conductor con parte del dinero que había pedido al vizconde antes de salir de la casa. Se preguntó si tendría más y cómo lo conseguiría.
Entró en el vestíbulo y, mientras se quitaba un elegante sombrero nuevo, pensó que debía ser cuidadosa y ponerse un delantal para cubrir su vestido antes de empezar a preparar la comida.
En ese momento vio que Hawkins se acercaba y presintió que algo malo sucedía.
—Un caballero la espera en el salón, señora: Sir Aylmer Barrington.
Jemima se quedó inmóvil, como si se hubiera convertido en una estatua.
Su primer impulso fue huir, entonces el orgullo que en el pasado la había hecho desafiar a su tío llegó en su ayuda y comprendió que debía enfrentarse con él.
—¿Dónde está el señor? —preguntó a Hawkins.
—Volverá pronto, señora. Ha salido a montar a caballo con el señor Hinlip.
Jemima miró su imagen en el espejo y, mientras se arreglaba un poco el pelo se dio cuenta de que sus ojos brillaban por el temor. Se estremeció, tenía un nudo en la garganta y la boca seca. Pero, haciendo acopio de valor, se dirigió hacia el salón y abrió la puerta.
Sir Aylmer estaba de pie, frente a la chimenea, y pareció imponente, como siempre, a los ojos de Jemima.
Por la expresión de su cara y los labios apretados, ella se dio cuenta de que estaba muy indignado.
Su corazón empezó a latir aceleradamente.
—Así que aquí estás, Jemima —dijo Sir Aylmer en el tono de voz cortante que siempre utilizaba para dirigirse a ella, pero que habría sorprendido a muchos de sus conocidos.
—Sí… tío Aylmer —asintió Jemima acercándose a él.
—Supongo que piensas que has sido muy astuta al casarte, si es que eso es verdad, con un hombre que está muy enamorado de Niobe. Pero déjame decirte que no permitiré que se burlen de mí de esta manera, y como tu matrimonio no es legal, vas a volver conmigo. ¡Voy a castigarte por tu reprobable comportamiento para que no vuelvas a atreverte a huir de mí!
Sir Aylmer no levantó la voz, lo que hacía más intimidantes sus palabras.
—Lo… siento… tío Aylmer… si te… he molestado… pero con frecuencia me has dicho que soy una molestia… para ti… así que no… creo que me eches de menos.
—No es cuestión de echarte de menos. Se trata de que no permitiré que me desafíen, ni tampoco que una sobrina mía se fugue con el primer hombre que se le presenta. Ve a recoger tus pertenencias, ¡a menos que desees que te dé una paliza aquí mismo y ahora, como te mereces!
—Creo… tío Aylmer que deberíamos… esperar a… mi esposo…
La respuesta de Jemima enfureció a Sir Aylmer hasta el punto de hacerle perder el control y su voz se convirtió casi en un rugido al ordenar:
—¡Harás lo que yo digo!
Levantó un brazo y avanzó hacia Jemima con intención de pegarla.
Cuando ella retrocedió, incapaz de evitar que se notara su terror, se abrió la puerta y el vizconde entró en la habitación.
Sir Aylmer bajó el brazo y Jemima, sin pensar, corrió hacia su esposo.
Sintió deseos de abrazarse a él, pero pudo controlarse a tiempo y sólo permaneció a su lado; él se dio cuenta de que temblaba.
—Quisiera saber, Sir Aylmer, por qué está gritando a mi esposa —exclamó el vizconde con sarcasmo.
—¡Su esposa! —se burló Sir Aylmer—. ¿De verdad la cree su esposa? No es usted ningún tonto, Ockley, sabe bien que en este país ningún matrimonio con una menor es legal si no tiene el consentimiento de su tutor.
—Nos hemos casado con una licencia especial y el vicario que ha oficiado la ceremonia no me ha hecho preguntas. Y si usted desea acusarme, estoy dispuesto a declarar ante las autoridades que una de las razones de mi precipitada actuación ha sido la compasión.
—¿Compasión? —preguntó Sir Aylmer.
No esperó respuesta sino que añadió con voz cada vez más alta:
—Puede fanfarronear y tratar de disculpar su comportamiento, Ockley, pero mi intención es llevarme ahora mismo a mi sobrina para darle la paliza que merece por abandonar mi casa e imponerle a usted s. f. Presencia.
Sir Aylmer se sorprendió al ver la sonrisa del vizconde mientras le respondía:
—Espero que repita sus palabras, una por una, frente a las autoridades. Como le he dicho, sean cuales fueren mis otros sentimientos hacia su sobrina, no podía permitir que una jovencita, que es casi una niña, siguiera recibiendo un trato tan brutal e inhumano que provocaría lágrimas en los ojos de cualquier jurado.
Se hizo un silencio cuando el vizconde terminó de hablar. Con expresión de cautela, Sir Aylmer se atrevió a decir:
—No sé a qué se refiere.
—Me refiero a que si decide acudir a las autoridades y pedir que se anule nuestro matrimonio, presentaré a mi esposa ante la corte y diré en público cómo la ha tratado usted. Le ha dejado señales muy claras en la espalda y eso, Sir Aylmer, demostrará al mundo, en especial al mundo social donde usted desea brillar, qué tipo de hombre es.
La voz del vizconde subió de tono, pero de manera muy diferente a como la había levantado Sir Aylmer.
—Tal vez, tal vez, me he precipitado un poco. Por supuesto, si usted está satisfecho con este absurdo matrimonio, no vale la pena que yo intente anularlo.
—¡Por supuesto! —Estuvo de acuerdo el vizconde—. Y ahora, Sir Aylmer, sus caballos le esperan.
Abrió la puerta.
Sir Aylmer le miró, incrédulo.
—¿Me echa de su casa, Ockley?
—Nada de eso. Sólo pongo muy en claro que le prefiero más fuera que dentro de ella. ¡Buenos días, Sir Aylmer!
Sir Aylmer no pudo hacer otra cosa que cruzar la puerta y salir al vestíbulo.
Su cara iba contraída por la furia y murmuraba entre dientes. Nada más salir y cuando ni siquiera había empezado a bajar la escalera, Hawkins cerró la puerta tras él con gran estrépito.
En el salón, el vizconde le oyó irse y Jemima lanzó una exclamación.
—¿Cómo… has podido ser… tan… maravilloso? ¡Gracias… oh, gracias!
Y se tapó la cara con las manos para contener el llanto.